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Ediciones Le Monde diplomatique “el Dipló”Capital intelectual

Serie La media distancia

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¿Qué quiere la clase media?

Hernán VanoliPablo SemánJavier Trímboli

Prólogo Hinde Pomeraniec

Serie La media distancia | 2

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© de la presente edición, Capital Intelectual S. A., 2016

Capital Intelectual S. A. edita, también, el periódico mensualLe Monde diplomatique, edición Cono SurDirector: José Natanson

Coordinadores de la Colección Le Monde diplomatique: Carlos Alfieri y Creusa Muñoz Director de la Serie La media distancia: Martín RodríguezDiseño de tapa: Cristina MeloDiagramación de interior: Carlos TorresCorrección: Alfredo Cortés

Paraguay 1535 (C1061ABC), Ciudad de Buenos Aires, Argentina Teléfono: (54-11) 4872-1300 www.editorialcapin.com.ar

Suscripciones: [email protected] en Argentina: [email protected] desde el exterior: [email protected]

Edición: 2.500 ejemplaresISBN 978-987-614-530-5

Hecho el depósito que ordena la Ley 11.723Libro de edición argentina. Impreso en Argentina Printed in Argentina.

Todos los derechos reservados.Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquiermedio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

¿Qué quiere la clase media? / Hernán Vanoli ... [et al.]. 1a ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Capital intelectual, 2016.

120 p.; 22 x 15 cm (La media distancia; 2)

ISBN 978-987-614-530-5 1. Política. 2. Sociedad. I. Vanoli, Hernán

CDD 305.55

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Presentación: La indomable José Natanson y Martín Rodríguez 9

Prólogo: ¿Seguirá existiendo la clase media? Hinde Pomeraniec 17

La clase media ha muerto, que viva la clase media Cine y representaciones del antagonismo en la Argentina kirchnerista Hernán Vanoli 25

Las clases medias y la imposibilidad de parar de sufrir Pablo Semán 65

Casi reina Javier Trímboli 89

Índice

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9¿Qué quiere la clase media?

En Argentina se tejen una gran cantidad de mitos y eslóganes a modo de verdades inmutables que pretenden definir un carácter esencial. Son frases, muletillas o lugares comunes, muchos de ellos contradictorios entre sí, que refieren a nuestro origen como nación, a las supuestas raíces “étnicas” del pueblo argentino o a un rasgo de clase definitivo. Algunos se remontan al “mito origi-nario” y otros expresan miedos latentes o inmediatos que nos me-rodean. Postulan por ejemplo que “Argentina es un país blanco” o “un crisol de razas”, una Argentina más “hija de los barcos” que de la población nativa. Y hay otro, que muchas veces se enuncia por la negativa, es decir, se dice anunciando su ocaso, pero que en el fondo derrocha optimismo. Dice: “Argentina es un país de clase media”.

Una investigación de la consultora W y TrialPanel publicada en el diario La Nación (1) confirma que, aunque medida por in-

Presentación

José Natanson y Martín Rodríguez

La indomable

“¿Ustedes saben qué quieren?”Charly García al público, diciembre de 1983, Luna Park

1 Diario La Nación, 26-4-2015.

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gresos pertenecen a la clase media el 50 por ciento de los argenti-nos, la autopercepción es diferente: el 80 por ciento se autodefine de clase media. Casi podríamos decir: clase media somos todos.

Pese a ello, era común escuchar que “Menem destruyó a la clase media” o que “La crisis del 2001 mató a la clase media”. De hecho, el gobierno posapocalíptico de Eduardo Duhalde pareció transitar sobre el desierto de esa clase que había creído demasiado en las promesas de la modernidad y que, una vez que estalló la crisis, redujo sus esperanzas a la figura de un sujeto final y que-brado (“el ahorrista”) que sólo balbuceaba en la puerta herméti-ca de algún banco que le devuelvan “sus dólares”. Porque, como aseguró Duhalde al asumir en enero de 2002 en la que sería la frase más fallida de su larga historia política, “El que depositó dó-lares recibirá dólares”. Duhalde, sospechado de narcotraficante, puntero bonaerense, con sus manzaneras y sus malditas policías, resultó el único garante final tras la crisis, tal vez a costa de reunir en esos estigmas sus “méritos”: los de ser un político sin futuro.

¿Por qué esa clase media era la peor pesadilla de todos los políticos en los tiempos de la crisis, peor incluso que los saqueos o los reclamos de las organizaciones de desocupados, incluso que el sindicalismo peronista sobreviviente tras el derrumbe neolibe-ral? Porque la inercia de la democracia y la economía de mercado a las que con sus más y sus menos adherimos desde 1983 dibuja en su horizonte ese sujeto ideal: el ciudadano de clase media. Si el socialismo nos proletariza o el neoliberalismo nos lumpeniza, la democracia nos hace de clase media.

Contenida con la evangelización laica de Alfonsín hasta que el Plan Austral comenzó a emitir billetes como para empapelar las torres de Caballito, seducida por el uno a uno de Menem que paró la sangría inflacionaria y puso la economía (desindustria-lizada) en marcha hasta el Tequila y la consecuente recesión, li-berada por la promesa de transparencia de De la Rúa-Álvarez hasta que el vicepresidente renunció denunciando coimas y la

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economía tocó fondo como nunca, caída en los brazos de Duhal-de hasta que su promesa de orden se manchó de sangre, la clase media revivió su vértigo de consumo y república social de la mano de Kirchner, hasta que el pase de las tasas chinas a “mover la copa” para que derrame produjo un nuevo quiebre. ¿Y qué encontró en Kirchner la clase media? Un obsesivo de sus pulsos: subsidios al consumo, dólar barato, derechos humanos, turismo. ¿Y hoy? Hoy diríamos que la clase media produce con Macri un salto sacrificial después del ciclo kirchnerista aceptando un clásico argumento del liberalismo argentino: vamos a estar muy mal para en el futuro estar muy bien.

A tres décadas del fin de la dictadura, la narrativa democráti-ca podría vertebrarse así: qué es cada gobierno según qué quiere la clase media.

Nacimiento –y renacimiento– de la clase media

En 1983 se fundó el orden democrático con una novedad absolu-ta: la derrota en las urnas del peronismo. Eso ocurrió, por un lado, porque no entendió que la dictadura había quebrado la propia es-tructura productiva que le daba sustento objetivo al peronismo (la Argentina industrializada y la homogeneidad de la clase obrera). Y, por otro, como resultado de la eficacia profunda del discurso de Alfonsín, quien tramó un corte de época amortiguando toda realidad en su dialéctica de “democracia versus autoritarismo”.

El peronismo enfrentó en el discurso radical de esos días una interpelación aguda. Había dicho Alfonsín: “No me votan los obreros pero sí sus esposas”. La feminización del voto que perci-bía el caudillo democrático a su favor distinguía quizás un pasaje en el interior del “pueblo peronista”: del voto de clase al voto ciudadano. Del voto salarial y afectivo (“la víscera más sensible es el bolsillo” decía Perón) al voto del miedo y la esperanza, que

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condensaba expectativas incluso anteriores a las de una más justa distribución de la riqueza: las de una más justa distribución de la vida. Alfonsín era todo lo civil. Su triunfo, independientemente de la suerte de su gobierno, ubicó a las clases medias como mo-tor, como color, como impronta, de un voto masivo y mayoritario. Nacía una “mayoría blanca”.

Tras la derrota, el peronismo ofreció dos caras: la del dirigen-te sindical Saúl Ubaldini (respetado por su coraje resistente a la dictadura) y la de Antonio Cafiero (un veterano justicialista que comprendía el catálogo de innovaciones que implicó la “novedad alfonsinista”). Si Ubaldini era el luchador que quería llevar en su lomo a la clase obrera al paraíso, Cafiero era el político renovador y moderno que se construyó en espejo con el liderazgo radical. Ganó Cafiero esa interna cultural peronista pero luego perdió la interna partidaria con ese todo terreno llamado Carlos Saúl Me-nem, que en 1989 sintetizó todos los peronismos: el tradicional, el periférico, el popular, el partidario y el modernizador.

En 1989 Argentina enfrentaba la rebelión conjunta de los em-presarios, los militares, los sindicatos y la hiperinflación. El solo dominio de la moneda (el uno a uno, esa suerte de “imaginación al poder” que encarnó Domingo Cavallo) terminó consolidando la estabilidad política bajo una forma de estabilidad económica que incubó la peor crisis. Se sabe cómo terminó la historia, pero los 90 son paradójicos porque permitieron tanto la consumación del cambio de matriz económica iniciado en 1976 como la solidi-ficación del sistema democrático, al punto de que la democracia fue capaz de articular la salida de la crisis.

Aquella crisis había ampliado de un modo brutal lo priva-do que se hacía público, y esto habilitó formas de politización que en Argentina (o, más precisamente, en Buenos Aires) resul-taban toda una novedad. De modo que si la democracia nació en 1983 como parte de un montaje republicano, como una escena de multitudes que se abrazaban al Preámbulo de la Constitución

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después del naufragio de la dictadura criminal, en 2001 sucedió el segundo capítulo, el del renacimiento, pero con una plaza sal-vaje… ¡reprimida brutalmente por un gobierno radical! De las boinas blancas, las juventudes partidarias, los obreros formales representados y los organismos de derechos humanos al ahorrista furioso o el motoquero solidario en la 9 de Julio levantando heri-dos: con sus más y sus menos, con sus “media-baja”, sus precari-zados o sus vecinos recoletos, con sus cacerolas de lata o teflón, la indomable clase media nuevamente dominaba la escena. De la emoción del inicio de un gobierno radical a sacarse un gobierno radical de encima: la transición democrática en dos tiempos.

La crisis causó dos nuevas identidades: kirchnerismo y macrismo

Las dos identidades políticas nacidas tras la crisis del 2001, el kirchnerismo y el macrismo, operan como una suerte de actuali-zación doctrinaria de viejas tensiones históricas (república versus populismo). Pero no son sólo productos de época sino de clase, de la misma clase: ambos se originaron en la clase media.

Con sus derechos humanos, su retórica de izquierda social, su desconfianza antipolítica inicial hacia el Partido Justicialista, su glosario alfonsinista, el kirchnerismo asumió una narrativa de clase media. De hecho la biografía de Cristina (universitaria, hija de un colectivero, criada en la periferia de La Plata) puede pre-sentarse como una expresión de la movilidad social ascendente.

Por supuesto que el kirchnerismo no agotó ahí luego de doce años de gobierno el espectro de su representación (el alfonsinis-mo sí fue una representación más estricta de un sector de la clase media); de hecho su base electoral tiene en los territorios más humildes del Gran Buenos Aires su mayor fortaleza. Pero la raíz militante del kirchnerismo, que es la que organiza su relato, nos

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recuerda la trayectoria de la clase media en el peronismo: aque-llos que reniegan de su pertenencia a esa clase para integrarse a una experiencia que siempre suponen más real, más pura, la experiencia del pueblo peronista. Es el viejo discurso de la iz-quierda peronista: peronistas de clase media que odian a la clase media, gorilas al revés. Consorcios calientes de Caballito o Pa-lermo: vecinos progresistas contra vecinos reaccionarios que se gritan como panelistas de televisión. No se escucha hablar mal de la clase media en el Barrio Fátima de Villa Soldati.

El impulso inicial del kirchnerismo tuvo su apogeo en la rup-tura del 2008, cuando el conflicto con el campo incorporó a la política democrática como nunca antes desde 1983 las tensiones corporativas y los discursos de clase. El 15 de julio de 2008, en el acto organizado en la Plaza de los Dos Congresos como respuesta a la masiva manifestación que unos días antes habían concretado las organizaciones rurales, Kirchner dijo: “Nuestra clase media, que fue instrumentada muchas veces, nunca va a encontrar la so-lidaridad de la oligarquía argentina. Sí va a encontrar la solida-ridad de los trabajadores, de los intelectuales, de los estudiantes, de toda la patria entera. Por eso la clase media argentina se en-cuentra acá…”

Kirchner creía en la suma de las partes, en una sociedad que se hacía sumando corporaciones (sindicatos, UIA, universidades, prensa, etc.). Por eso, cuando lo que más lo azotaba no era el lockout patronal sino el cacerolazo urbano, Kirchner apuntó a Clarín (mientras el Grupo calibraba el fin de esa alianza). Los productores agropecuarios tienen a la Sociedad Rural o la Fe-deración Agraria, los trabajadores organizados a la CGT, los ve-cinos inseguros a Blumberg, las izquierdas radicalizadas a sus partidos. “¿Y la clase media?”, se preguntaba Kirchner. Redu-cido el Partido Radical a su existencia corporativa, la intuición de Kirchner fue que Clarín era la Bastilla de esa clase, la fuerza que la organizaba. La lectura sobre la “historia de Clarín” (Papel

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Prensa, sus alianzas y enemistades con los sucesivos gobiernos, su lobby, etc.) se iría complementando y extendiendo por sobre una primera preocupación: ¿qué representaba el Grupo Clarín? En las cuentas de Kirchner: a millones de sus votantes. Quienes, al menos, consumían sus productos. Por eso lo que finalmente promovió no fue tanto una tensión de clase al estilo del peronis-mo histórico (entre ricos y pobres) sino al interior de esa misma clase. El kirchnerismo como lucha de clases (medias).

Dos mandatos después, en su versión desgastada y final, el kirchnerismo propuso un candidato al que veía capaz de garan-tizar el apoyo de los trabajadores y sumarle la moderación que, salvo en sus días de furia, es una de las marcas de la clase media. Pero la propuesta catch all de Daniel Scioli no funcionó pese a la garra que le puso a una campaña imposible y el poder terminó, por voluntad popular, recayendo en un grupo liderado por el he-redero de una de las grandes fortunas del país que supo ganarse, como ningún político desde los lejanos tiempos de Alfonsín, el apoyo de las clases medias.

Nacido de la misma crisis que el kirchnerismo, el PRO imitó en su trayectoria in crescendo el ideal de progreso social que es la única utopía inconmovible de la clase media argentina. Como los inmigrantes, el PRO fue de menos a más, comenzó como un partido distrital formado a partir de retazos de fuerzas tradicio-nales y a partir de ahí se fue expandiendo en votos y territorios. El PRO comenzó perdiendo con un arquetipo de la clase media (Aníbal Ibarra, abogado, ex PC, casa en Villa Urquiza) y terminó asegurando un sólido consenso entre los vecinos, su virtuoso su-jeto de interpelación.

Dotado de una ostensible homogeneidad social, profesional y fonética, el PRO asume su condición de partido de clase media con menos contradicciones y angustias que el kirchnerismo. Se propone como una fuerza integrada por los ganadores de la clase media que dieron el salto en la estructura de ingresos y hoy son

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“clase media alta” o directamente ricos, y que se ofrecen como la garantía de que todos pueden llegar. Aunque no sea cierto, aunque bajo las actuales condiciones del capitalismo global un país periférico no puede incluir a todos los ciudadanos en la clase media, aunque la estructura productiva argentina lo prohíba, los líderes del PRO les hablan a todos como si fueran de clase me-dia. Y aunque hasta ahora, justamente, los pasos de su gestión no hicieron más que dañar también la economía de esa clase. Si te esforzás, es el subtexto de sus discursos, incluso (o sobre todo) en estos momentos de ajuste y recesión, podés ser como yo.

La media distancia

En este nuevo libro de la serie La media distancia, editada por Le Monde diplomatique, nos proponemos explorar el lugar de la clase media argentina en la política, el sentido común, las repre-sentaciones sociales y las tradiciones culturales. La clase media es un concepto en disputa de esta década, tanto o más que otros tópicos como clase obrera, peronismo o izquierda. Ya no es el rechazo a la clase media como en el pasado, sino su disputa. El concepto de clase media fue utilizado, mitificado y mancillado, y resultó en estos años “el hecho maldito del país peronista”. ¿Por qué odiamos a la clase media? ¿La odiamos? Frente a la eviden-cia de que los argentinos nos sentimos mayoritariamente de clase media, muchos discursos aún son herederos de una tradición oral y literaria (tributaria del gran polemista Arturo Jauretche) que inscribe en la existencia de esa clase un problema cultural argen-tino. Nuestra propuesta es construir una nueva sensibilidad hacia la clase media.

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La victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos es un tsunami con final incierto y los efectos que se adi-vinan representan mucho más que un clásico clivaje político y cultural. No sin cierta dosis de sorpresa, asistimos al final de una era en la cual se consolidaron las bases de un código global de civismo y convivencia; un espíritu de época que nació luego de la Segunda Guerra Mundial y que les otorgó estatus humano y derechos civiles a las personas, luego de luchas soberbias y ague-rridas. Dentro del concierto de lecturas que intentan explicar los resultados, muchas insisten en marcar la desaparición progresiva de las clases medias en EE.UU. como una de las razones para la frustración y el resentimiento que terminaron aupando a Trump. Estadísticas recientes dicen que los jóvenes en Estados Unidos se ven a sí mismos mucho menos como representantes de la clase media que en las generaciones que los precedieron en los últimos 34 años y, a cambio, se ven a sí mismos como clase trabajadora. Según un estudio de Ipsos Mori, apenas un tercio de los adultos de entre 18 y 35 años se autopercibe como miembro de la clase media estadounidense mientras un 56,5% se describe como clase

Prólogo

¿Seguirá existiendo la clase media?

Hinde Pomeraniec*

*Periodista y editora.

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trabajadora. Un 8% de los millennials se considera a sí mismo clase baja y menos del 1% se percibe como clase alta. La última vez que ocurrió algo de este tenor fue en 1982, cuando el 56,1% de los jóvenes (entonces eran los llamados baby boomers) se de-finieron como clase trabajadora. Ese año, Ronald Reagan atrave-saba su segundo año en la Casa Blanca.

Con la llegada de Trump al poder, finaliza la era de lo políti-camente correcto y, en ese contexto, uno de los interrogantes es si efectivamente seguirá existiendo la clase media, que es preci-samente el imperio de la corrección política. Es decir, si el mun-do hacia el que estamos yendo a tientas contempla la posibilidad de seguir albergando esa masa amorfa y de intereses diversos que por oposición crítica a las clases bajas y por distancia empírica con las clases altas deriva en un estrato amplio y difuso y que durante décadas le dio una característica distintiva a Argentina, en relación con el resto de los países de la región. No somos ri-cos ni pobres, somos clase media, como la mayoría de este país: muchos escuchamos en la primera infancia aquella explicación familiar que nos ubicaba en un mapa social imaginario y pleno de consuelo ante las injusticias del mundo que deprimían a Ma-falda. ¿Pero esa postal aún existe? ¿Existió todos estos años? ¿Fue un espejismo producto del deseo de racionalidad, mesura y movilidad social ascendente? ¿Es posible que en un mundo dominado por los cambios en las formas del trabajo y una eco-nomía regida por la especulación y la avaricia, y en el cual la humanidad indefectiblemente camina o es empujada hacia los bordes más extremos de la brecha, haya aún lugar para alguna clase de clase media?

En su Historia de la clase media, Ezequiel Adamovsky re-cuerda que el concepto de clase media en Argentina fue acuñado por políticos conservadores y liberales y cifra su origen alrede-dor de 1919 (la Semana Trágica), al tiempo que señala que se consolida como identidad en 1945 (nacimiento del peronismo),

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y lo hace con la marca antiperonista y características siempre asociadas a lo blanco europeo, a la capacidad de trabajo, al pro-greso, el republicanismo, la modernidad y la centralidad de lo urbano en contraposición a lo criollo, basto y rural. En su vaivén relacional, durante algunas décadas la clase media (clase mier-da, cipaya, maldición argentina) fue ese campo social del que los más radicalizados buscaban escapar para confundirse con el pueblo de su retórica y sus ideales, mientras otros soñaban con estirar las manos y arañar el cielo de una clase más acomoda-da. Desde afuera, mirando de abajo hacia arriba, los sumergidos imaginaban pertenecer al club solo a fuerza de salario y TV. El marketing, la televisión y cierto discurso político homogenei-zaban relatos para estimular todo tipo de consumo en esa ancha avenida del medio.

En Estados Unidos, la definición de clase media pasa ex-clusiva y pragmáticamente por el tema de los ingresos y no hay alianza específica de sus integrantes con los partidos políticos sino sintonía con determinados líderes de acuerdo al contexto. En Argentina hay una mayor disposición a analizar la pertenen-cia a la clase más como habitus, o incluso deseo, antes que en los ingresos como determinantes. En este sentido, a la clase me-dia se la ha definido más como una “identidad”, “autoimagen” o “grupo heterogéneo que adquiere identidad compartida”, dilu-yendo en lo posible el sentido de clase, independientemente de los ingresos. Históricamente, se la identificó con el radicalismo y algunas variantes progresistas pero también fue discutida y hasta impugnada su condición como sujeto político, mientras siempre se señaló la volatilidad “Zelig” de su pensamiento, que es la que explica su alineamiento veleidoso en los diferentes contextos his-tóricos y que oscila entre la mímesis con la clase dominante y la identificación con la protesta popular, como en los dos grandes crack ups: el Rodrigazo de 1975 y la crisis del 2001/2002, ese apocalipsis que puso en evidencia a las cacerolas como propiedad

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de la clase media. Interesante será, cuando la distancia permita elaborarlo en frío, analizar el comportamiento de la clase media durante el kirchnerismo, cuando falló el acuerdo tácito para mo-vilizar a la clase entera hacia arriba o hacia abajo de acuerdo a sus intereses coyunturales y en cambio se produjo un terremoto social, cultural y emocional que generó fisuras y divisiones en el mismo espacio, en una suerte de implosión ideológica cuyas esquirlas aún pegan.

Este volumen –segundo título de la serie La media distancia– se propone reflexionar sobre uno de los principios constructivos de la identidad nacional. Con diversas posturas, propuestas y matices, Javier Trímboli busca a la clase media en los textos que Tulio Halperin Donghi le dedicó al siglo XX y lo hace en los arrabales de la vida política, donde “más que verla en acción se la sospecha”, como señala con aguda ironía. En su texto, Hernán Vanoli se dedica a leer la clase media en su vínculo con lo públi-co y la política, por una parte, y por la otra, estudia el retrato de la clase media y su relación con lo político que hacen tres films argentinos de años recientes: El estudiante, de Santiago Mitre, Dos disparos, de Martín Rejtman y Relatos salvajes, de Damián Szifron. Por su parte, Pablo Semán desarrolla su idea del deseo y búsqueda de “normalidad” y del stand up como género/discurso favorito de la clase media. “El stand up es a las clases medias lo que un pastor evangélico a las clases populares”, arranca Semán, quien más adelante ensaya una explicación: “Si la experiencia de la clase media es la de un anhelo permanentemente frustrado, cómo no iba a ser el stand up una de las formas de elaboración privilegiadas de esa frustración”.

Mirarnos al espejo es mucho más que un ejercicio de autoper-cepción porque, entre otras cosas, se hace más difícil el engaño y es en esa dirección que este libro propone diversas miradas en el espejo de la sociedad argentina. Mientras nos preparamos para la era que vendrá, puede ser bueno reflexionar sobre quiénes fui-

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mos, cuáles fueron las cosas que deseamos y hacia dónde quisi-mos ir con lo que teníamos. Pero, sobre todo, seguramente puede ser de gran utilidad toda letra que nos ilumine sobre aquello que no supimos conseguir.

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25¿Qué quiere la clase media?

Un estamento en mutación

Como las brujas, la clase media tiene la extraña virtud de no exis-tir, pero que la hay, la hay. De acuerdo a una serie de estudios que circularon entre 2014 y 2015 por medios periodísticos, mientras en términos de ingresos apenas un 60% de la población argentina es de “clase media”, en términos imaginarios más de un 80% lo es. Y se sabe: con la imaginación no sólo se construye el futuro, sino también las prácticas históricas que tornean la idiosincrasia y el humor social.

El objetivo de este trabajo es doble. Por un lado proponemos presentar una caracterización típica ideal de los sentimientos o de la doctrina de aquello que se piensa como “los sectores me-dios” argentinos hacia lo público y hacia la política. Esta caracte-rización no podrá ser escindida de ciertas teorías que conjeturan sobre la desaparición paulatina y objetiva de los segmentos que poseen “empleos y rango medio” en el Occidente moderno. Por ende, la pregunta que surgiría es qué modos de relación con lo público y con la política son resultado de este declive de las cla-ses medias, y si es que podría pensarse en elementos que prefigu-ren valores emergentes.

La clase media ha muerto, que viva la clase media. Cine y representaciones del antagonismo en la Argentina kirchnerista

Hernán Vanoli

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Por otra parte, y en gran medida para comenzar a responder a esta pregunta, nos proponemos un análisis de tres películas donde las relaciones entre las clases medias, sus tradiciones, sus seg-mentaciones y sus actitudes hacia lo político son construidas de una manera singular. Nos referimos a El estudiante, de Santiago Mitre, Relatos salvajes, de Damián Szifron y Dos disparos, de Martín Rejtman. Los tres films fueron estrenados entre 2008 y 2014 y retratan, desde diferentes perspectivas, ciertas actitudes de los sectores medios hacia la política durante el kirchnerismo. Nos interesa menos el análisis autoral o estético que las catego-rías de análisis que podrían proporcionarnos estas películas. En este aspecto, nuestra hipótesis de trabajo es que los films trabajan rangos actitudinales que escapan a las representaciones masivas sobre la supuesta “grieta social”. Asimismo, trascienden la politi-zación declamatoria que puede leerse en las redes sociales, terri-torio de enunciación política por antonomasia de ciertos sectores de las “clases medias” durante el período citado.

Clasificaciones sociales en un país plebeyo de elites lúmpenes

En Argentina, la identificación de las mayorías con la clase media no sólo se produce desde abajo hacia arriba (sectores relegados que se imaginan miembros de este golem simbólico) sino tam-bién en sentido inverso (sectores beneficiados que no se hacen cargo de su estatus). ¿Cómo comprender este fenómeno? Una explicación posible sería que declararse rico o miembro de una elite privilegiada no parece ser una buena decisión en un país con una particular tradición plebeya en América Latina. En este sentido, no está demás recordar el entrañable ida y vuelta entre el antropólogo brasileño Roberto DaMatta y el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, cuando ante la pregunta jerárquica y disci-

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plinadora de la sociedad brasileña sobre “¿Usted sabe con quién está hablando?” el típico encargado de edificio argentino hubiera respondido “¡Y a mí qué carajo me importa!” (1).

Más allá de la innegable influencia del peronismo, las razones de esta idiosincrasia plebeya y en cierto punto contestataria pa-recen ser múltiples. Dentro de este escenario, las características de las elites económicas de Argentina no son un detalle menor. A lo largo del siglo XX, las mismas han demostrado constituir un segmento social paradójico y lumpen, que en términos de Ricar-do Sidicaro (2) ha abandonado su vocación de constituirse como una clase dirigente para funcionar como un aquelarre imposible de “categorías dominantes”, incapaces no sólo de industrializar el país sino también de proponer un proyecto a mediano plazo para su desarrollo.

Ahora bien, ¿esto fue siempre así? ¿Argentina fue siempre un país de clase media? Y, más relevante aun, ¿lo seguirá siendo? En su importante estudio histórico, Ezequiel Adamovsky (3) recons-truye el proceso de conformación de la clase media en tanto iden-tidad social desde la fundación del Estado moderno a fines del siglo XIX hasta 2003. Me interesa destacar un “efecto colchón” que Adamovsky identifica como propio de las clases medias. De acuerdo a esta idea, la clase media tendría una plasticidad sufi-ciente como para identificarse con los valores de las clases altas en los momentos históricos en que los sectores más desfavore-cidos irrupen en lo público (con la llegada del peronismo al po-der en 1945, por ejemplo) o incluso cuando el Estado se muestra

1 Los trabajos son los siguientes: Roberto DaMatta, Carnavais, malandros e herois: para uma sociologia do dilema brasileiro, Rio de Janeiro, 1979; Guillermo O’Donnell,“¡Y a mí, qué me importa! Notas sobre sociabilidad y política en Argentina y Brasil”, Working Paper Nº 9, Helen Kellogg Institute for International Studies, 1984.

2 Al respecto véase Ricardo Sidicaro, La política mirada desde arriba. Las ideas del dia-rio La Nación, 1909-1989, Editorial Sudamericana, Buenos Aires,1993.

3 Ezequiel Adamovsky, Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009.

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capaz de disputar el liderazgo al mercado en clave corporativa o extra-institucional (durante el gobierno de Onganía). Pero, al mismo tiempo, también sería capaz de aliarse a los sectores po-pulares bajo el significante “pueblo” en los momentos históricos en que consideraba necesario oponerse, en sentido destituyente, a los desatinos de una corporación política a la que percibe como incapaz de garantizar los umbrales mínimos del pacto social (el retorno a la democracia de 1983 o la crisis económica social de 2001 serían ejemplos de este segundo movimiento).

Teniendo en cuenta la particular inestabilidad de las clases medias en relación a los ciclos políticos de la historia argenti-na, la pregunta que surge es si este movimiento amortiguatorio y pendular se quebró durante el kirchnerismo. Y, en tal caso, qué tipo de actitudes podrían pensarse como sedimento histórico para el futuro político próximo. Para avanzar en esta dirección, propo-nemos ahora concentrarnos en ciertas caracterizaciones de parte del mundo de la investigación de mercado en lo que respecta a las clases medias y a sus reacomodamientos en las últimas décadas.

La pirámide según los ingresos

Las empresas de consumo masivo tienen una visión particular sobre lo que la sociología espontánea del sentido común cataloga como “clases medias”. Interrogado sobre el término, C, que tra-baja en la consultora Mildred Brown, responde:

—Si vas a pedirle a la “investigación de mercado” (o al marke-ting) un punto de vista sobre la clase media vas recontra muer-to. Por un lado es una categoría que no se usa, reemplazada por la más abstracta “C amplio”. No hay nada, absolutamente nada, más allá del informe de SAIMO sobre la evolución del nivel socioeconómico en Argentina y algunos detalles técnicos so-bre cómo medirlo. El último es de 2010, si no me equivoco,

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que es cuando el INDEC dejó de publicar de forma libre los datos de la EPH. Creo que hay una actualización de 2012 con datos inventados que ni siquiera está endorseado por SAIMO, y nada más. Mi percepción sobre esta falta es que en realidad para las “teorías del consumidor” los segmentos de pertenen-cia sociodemográficos son totalmente banales para explicar el comportamiento de consumo. La colocación de productos en un mercado masivo, durante la posguerra, necesariamente tenía que producir discursos que ignoraran el hecho de que la clase social, como tal, es una variable que segmente tus preferencias (como mucho segmentará tu acceso a los bienes, pero hasta ahí). Que lo ignoraran o que buscaran producir efectos que dilu-yesen ese impacto. La gran sociedad de clase media es un mito tanto argentino como norteamericano en ese sentido. La teoría en esta época decía que el mercado tenía dos funciones: tenía que ofrecer una pedagogía y tenía que ofrecer modelos de aspi-racionalidad. En ambos casos las marcas tenían que ser ubica-das siempre en contextos de clase media porque por un lado te-nían que enseñarles a los que se incorporaban al consumo cómo pertenecer (¿qué café ponés sobre la mesa al final de una cena con tus vecinos en el suburbio para no desentonar?) y por otro ofrecerles un estilo de vida más o menos unificado para anhe-lar. Cuando eso se empieza a destruir el estrato social tampoco es determinante ni tiene un impacto (de nuevo, “para explicar comportamientos de consumo”) porque en realidad lo que apa-recen son los lifestyles, las filiaciones culturales, los grupos de identidad o las “ideologías”. Para el marketing la “clase media” es esa porción de la población que está entre el 5% más rico y el 5% más pobre. “La cuestión de las clases sociales” es una especie de residuo marxista, si querés. El mercado lo que ve es una gran masa de consumidores segmentados en actitudes es-pecíficas en el contexto de ciertas categorías: ¿soy innovador o conservador? ¿soy leal o infiel? ¿lo hago para proyectar una imagen en los demás o para sentirme bien conmigo mismo? ¿soy héroe o superhéroe?

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Me interesa destacar en especial dos aspectos de estas de-claraciones. Por un lado, la idea de que la “clase media” es una conceptualización de ciertos sectores universitarios que logró traslaparse al sentido común, un “residuo marxista” poco perti-nente para la mercadotecnia, que por su propio funcionamiento industrial está más preocupada por ocasiones y por actitudes de compra que por el desarrollo histórico de las identidades socia-les. En segundo lugar, la idea de que los sectores medios están vinculados al desarrollo del consumo masivo y del capitalismo industrial –dos épocas que en la actualidad manifiestan la condi-ción paradójica de subsistir y al mismo tiempo languidecer– y en este punto voy a permitirme pasar por alto la discusión sobre los alcances del posfordismo.

Estos ejes son también trabajados por el analista Fernando Moiguer en entrevistas publicadas durante 2012 y 2014 en el si-tio www.iprofesional.com. Moiguer, especialista en tendencias, destaca también que todos los sectores medios argentinos com-parten dos actitudes fundamentales: la propensión al consumo y la afición a las marcas.

—El consumo se da como una forma de integración social. La ecuación que se hace, en general, es: si compro, pertenezco y soy ciudadano. La gente construye su identidad mediante el consumo. Le da una sensación de pertenencia. Me parece que quienes auguran un final del boom del consumo están leyendo la realidad desde el lado de la oferta y no desde la demanda. No es correcto pensar que si la gente se compró un LCD ya no tiene incentivos para seguir comprando. Antes la clase media ahorra-ba para escalar socialmente. Ahora adoptó hábitos del segmento tradicionalmente bajo. Antes ocurría lo de “M’hijo el dotor”… Cuando uno alcanzaba el nivel de clase media lo primero que hacía era olvidarse de los amigos, del viejo barrio, trataba de que no se notara mucho el pasado pobre. De ahí viene la natura-leza discriminadora de la clase media, es un reflejo de su fobia

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a la pobreza. Querían parecerse a los ricos. No lo lograban, pero en el imaginario iban para ahí. Esto, por suerte, no sucede más. Ahora en América Latina las clases bajas que pasan a ser clase media ya no se mudan, mantienen su lugar, sus amigos y hábi-tos. Y se incorporan al consumo. Porque dicen: “Yo nunca voy a ser rico; a lo sumo, ahora vivo mejor”. Ya no busca, como hacía antes, comprar barato pero sin que se note. Ahora lo ve como una expresión de inteligencia. Y esto también ha determinado cambios en el modelo de negocios de las empresas, que pasó a ser de promociones. Ya no hay largo plazo en la vida. La verdad es que hoy no se hacen apuestas al futuro. Y quien crea que sí tiene visión de largo plazo porque invirtió dinero en una casa, lo que en realidad hizo fue, solamente, fondear un bien.

El proceso de incorporación de sujetos a las clases medias en América Latina durante los últimos quince años habría pro-ducido, entonces, una suerte de “revival” de la incorporación de grandes masas al consumo masivo propia del siglo XX. Pero también habría implicado nuevas actitudes generales ha-cia el consumo de estos sectores presentes “entre el 5% más rico y el 5% más pobre de la población”. Las nuevas clases medias hijas del populismo latinoamericano de Lula da Silva, de Néstor Kirchner, de Rafael Correa y de Hugo Chávez ha-brían descartado la idea de ascenso social, al menos a través del ahorro. La disposición hacia el “consumo inteligente”, la “caza de ofertas” y también la imposibilidad de planear un as-censo social a futuro, o de acumular capitales culturales o so-ciales capaces de cotizarse en el mercado traen aparejada una plebeyización de las prácticas de consumo de la clase media si se las compara con las antiguas clases medias que aspiraban a diferenciarse de lo plebeyo.

Esta transformación radical nos plantea dos cuestiones. En primer lugar: ¿cómo se ha modificado la estructura de las clases medias argentinas en los últimos quince años? Y en segundo lu-

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gar: ¿esta plebeyización en los consumos nos permite pensar algo sobre las actitudes hacia lo político?

Para responder a la primera pregunta, y sólo a modo ilustra-tivo, presentamos una pirámide social argentina basada en nivel de ingresos. Ambos gráficos toman mediciones de 2014 de la Consultora W y corresponden a una nota de Guadalupe Piñeiro Michel publicada en iprofesional en enero de 2015. El primer gráfico muestra la pirámide social argentina en términos de in-gresos para la época; el segundo muestra la evolución específica de los diferentes segmentos.

INGRESO FAMILIAR MENSUALPISO X NIVEL

INGRESO PROMEDIOFAMILIAR MENSUAL

16,5

30

31

17

5,5$42.500

CLASE TOPABC 1

CLASE MEDIA ALTAC2

CLASE BAJAD2/E

CLASE MEDIA TÍPICAC3

CLASE BAJA SUPERIORD1

$84.450

$26.700

$13.260

$6.450

$2.900

$15.600

$8.800

$4.185

PIRÁMIDE SOCIAL ARGENTINA - AÑO 2014

Fuente: Consultora W

Más allá de las variaciones en el nivel de ingresos producidas por la inflación y las paritarias, ésta era la estructura de clases computadas según nivel de ingresos en Argentina de finales del kirchnerismo. Si se observa el primer gráfico, puede verse que, lejos del 80% declarado, sólo el 48% de la población posee un

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nivel de ingresos de clase media, en un país donde ser de clase media y ser asalariado pueden ser perfectamente sinónimos. Sin embargo, si se suma el segmento D1, la clase media sí asciende al 80% declarado. Por otra parte, si se piensa en concentración de ingresos, los que se ubican en la clase media alta (17%), cuentan con un 27% de los ingresos totales; la clase media típica (30%) representa un 23% de los mismos y la clase media baja o D1 (32%) concentra un 11,5%. Un total de un 61,5% para el 80% de la población.

Por otra parte, si miramos la evolución histórica y más allá de una polémica mediática instalada en el clima pre-eleccionario de 2015, algunos datos de la década 2004-2014 son llamativos. El saldo final sería de una clase ABC1 que se mantuvo incólumne, tras un breve ascenso y posterior caída, resultado de las oscila-ciones tanto en la aristocracia salarial como en la macroactividad

2004 2007 2010 2012 2014

En %

EVOLUCIÓN DE LA PIRÁMIDE SOCIAL ARGENTINA - 10 AÑOS

Fuente: Consultora W

CLASE TOPABC 1

CLASE MEDIA ALTAC2

CLASE MEDIA TÍPICAC3

CLASE BAJA SUPERIORD1

CLASE BAJAD2/E

5,4

14,4

24,8

33,2

22,2

6,6

15,6

28,1

32,9

16,9

6,8

17

29,5

31,7

14,9

6,2

17,9

30,0

31,2

14,7

5,4

16,9

31,2

29,8

16,7

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económica. Luego, la clase media alta, el C2, parece haber crecido en un 2,5%. El crecimiento más espectacular, sin embargo, se da en el segmento C3, o clase media amplia o típica. Allí se produce un crecimiento del 6,4%. La clase baja ascendente o media baja, el D1, registra una caída de 3,4% sobre un total de 33,2% en 2004 a 29,8% en 2014. Finalmente, la base de la pirámide muestra una disminución real de un 5,5%: del 22,2% al 16,7%.

En pocas palabras: leída en términos de salarios y para las empresas de consumo masivo, la década kirchnerista robusteció a las clases medias típicas y alimentó a las clases medias bajas a expensas de la base de la pirámide. Podrán decirse muchas cosas sobre la fiabilidad de los datos y también sobre lo bajo de los índi-ces al inicio del período, no muy posterior al descalabro de 2001. Pero estos números nos otorgan un marco adecuado para pensar, en primera instancia, ciertos cambios en la cultura de los sectores medios alimentados por afluentes de segmentos socioeconómicos más bajos y, por otro lado, la significación cultural del kirchneris-mo: una leve ampliación de la clase media con sus consiguientes contradicciones ideológicas y de sensibilidades. Placas tectónicas que, al moverse, generan ciertas convulsiones.

El candado cultural

Toda religión prescribe un estilo de vida, ofrece recompensas simbólicas y posee una doctrina. La clase media no es una re-ligión pero sí una forma de autopercepción o de añoranza con respecto al lugar que los sujetos ocupan o podrían ocupar en el mundo. Aunque no está escrita, y más allá de los niveles de in-gresos, la doctrina de la clase media argentina en relación a lo pú-blico podría ser sintetizada en ciertos preceptos. En primer lugar, y en lo referente a los modos de organización política, la antigua clase media argentina exige a sus miembros cierto honestismo

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republicano. Luego, en lo tocante a los consumos, y más allá de la exigencia permanente de un incremento del nivel de vida, las clases medias tradicionales exigían cierto pudor social vinculado a la austeridad y a las buenas costumbres de raigambre católi-ca: una tensión entre la innovación de mercado y cierta insignia identitaria vinculada a la “justa medida”. En tercer lugar, y en lo referente a la dinámica interna, se trataba de organizaciones familiares de corte patriarcal, con una tendencia centrípeta en relación a la prole en términos territoriales. República, mesura, familia nuclear.

¿Existe algo así como un maximalismo de clase media, o “cla-se media” y “maximalismo” son dos términos que se excluyen mutuamente? Arriesguemos: la utopía política de la clase media sería una nación de iguales donde existiera la expectativa de que, a través de un buen gobierno republicano y capaz de controlar al mercado, la meritocracia funcionase hasta su justa medida en base al fuerte sistema de incentivos y exigencias de la educación pública gratuita, laica y obligatoria; con el ahorro como su com-plemento perfecto. En este sistema, cada individuo sería capaz de traccionar su progreso en base a lo que esté dispuesto a poner de su esfuerzo. Los excesos corporativistas o nacionalistas estarían mal vistos, pero también el laissez faire liberal. Este programa, que podría identificar la ideología blanco-mediterránea-católica y tiene un sesgo estatista que trasciende al peronismo pero lo incluye, se opone tanto al liberalismo conservador blanco-an-glosajón-protestante como al ausentismo aventurero de las elites lumpenizadas. Meritocracia, ahorro y Estado de Bienestar.

De acuerdo a lo expuesto, la utopía política de las clases me-dias argentinas era capaz de hacer convivir el republicanismo como forma de gobierno, la mesura como vector de consumo, la familia nuclear territorialmente propia como modo de subje-tivación en lo privado, la meritocracia como teodicea de la des-igualdad, el ahorro como base del ascenso social y el Estado de

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Bienestar como institución paliativa. Ninguno de estos valores es compartido por los sectores populares ni por las clases pri-vilegiadas en el país. Se trata de un estilo de vida conformado a lo largo del siglo XX, propio de las clases medias occidentales. ¿Pero resiste este modelo los embates de ciertas transformaciones tecnológicas, económicas y societales contemporáneas?

Dos formas de explicar el declive

Para los medios de comunicación, la clase media es una suerte de temperamento social o de moralidad expandida, pero también un lugar de enunciación. Los medios componen y al mismo tiempo cristalizan el lenguaje de aquello que imaginan como la “clase media”: podría decirse que los términos “periodismo” y “clase media” son, en muchos casos, pilares intercambiables del espacio público de la modernidad, y que la decadencia de uno acompa-ña a la del otro. El mercado, por su parte y como señalamos, cuenta con herramientas sofisticadas para pensar a esta fantas-mática “clase”, y se basa menos en la propiedad de los medios de producción, en el capital cultural acumulado o en el tipo de localización en el mercado del trabajo de los sujetos –categorías propias de las ciencias sociales– que en segmentos actitudinales hacia las marcas o categorías de productos cruzados por niveles de ingreso.

Sin embargo, desde algunas zonas de la economía, el futuro de la clase media, al menos como forma de identificación imagi-naria de gran parte de la población, está empezando a ponerse en duda. ¿Será en breve el término “clase media” un resplandor de épocas que ya no existen? Desde la izquierda y desde la derecha, dos autores que se han dedicado a estudiar las mutaciones en la acumulación del capital, en los procesos productivos y por ende en el mundo del trabajo, parecen no estar seguros de su destino.

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Los análisis históricos de Thomas Piketty en su ambiciosa obra El capital en el siglo XXI (4) se centran en tres tendencias que cons-pirarían contra la reproducción de la clase media en el futuro: la caída de las tasas de interés, el débil crecimiento salarial y una creciente desigualdad entre los ingresos de los deciles más altos de la pirámide social y los más bajos. Piketty aborda un punto básico muy simple: cuando la tasa de retorno sobre el patrimonio (r) es mayor que la tasa de crecimiento (g), se acelera la concen-tración de la riqueza. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos 30 años con la implantación a gran escala de los postulados del libre mercado y la desregulación financiera, por lo cual el economista francés vaticina un Primer Mundo en la periferia del Tercer Mun-do y un Tercer Mundo en el corazón del Primer Mundo.

En un estudio longitudinal que abarca 300 años y 20 países, Piketty nos informa que los más ricos de los ricos han logrado captar una porción de la renta total equiparable a la que lograban antes de la crisis de 1929, y que la clase dominante, aquella que accede a la propiedad inmobiliaria y que de hecho ha logrado una movilidad social ascendente desde fines del siglo XX, está com-puesta por los principales ejecutivos de las empresas, los famosos CEO, engranajes cada vez más fundamentales en la expansión planetaria de las corporaciones y el dominio de complejos entra-mados organizacionales. Junto a los actores y deportistas de fama mundial, los ejecutivos componen la elite planetaria, aunque a diferencia de las estrellas televisivas, los gerentes corporativos representan entre el 60 y el 70% del 1% más rico del planeta, jun-to con financistas, nobles, herederos y terratenientes. De acuerdo a Piketty, la estructura social es bastante simple. Existe este 1% de archimillonarios, luego existe un 9% de cuadros empresariales capaz de lucrar aún con el sistema, acceder a una propiedad o movilizarse globalmente, y luego un 90% de asalariados de mo-

4 Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2014.

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vilidad social imposible dentro de sus pequeños estamentos de clase. ¿Clase media en peligro de extinción o ya extinguida? Por lo pronto, según sus análisis, el siglo XXI se parecerá más al siglo XIX, cuando las elites económicas vivían de la riqueza heredada en lugar de trabajar por ello, que al siglo XX. Esto significa: el fin de la movilidad social ascendente, mito no sólo fundante de la clase media, sino también coartada ante cada ribete sombrío del capitalismo moderno. Que la tasa media anual de rendimiento del capital supere a la tasa media anual del crecimiento económico significa también, para Piketty, el fin de la meritocracia: en una economía de lento crecimiento, la riqueza crece en forma más rápida que los ingresos y el trabajo.

No exento de cierto determinismo tecnológico a la hora de pensar el devenir de la inteligencia artificial y de la dimensión colaborativa de los procesos de trabajo, el economista estadouni-dense Tyler Cowen predice enormes mutaciones en los modos de generar riqueza social que traerán como consecuencia, por moti-vos ligeramente diferentes a los esgrimidos por Piketty, el fin de las clases medias. En Se acabó la clase media (5), Cowen coincide con Piketty, a quien no se refiere en ningún momento, a la hora de decretar que en un futuro no muy lejano los puestos de trabajo in-termedios serán eliminados. De este modo, y basado en estudios del mercado laboral estadounidense durante los últimos cuarenta años, más su perspectiva sobre la diálectica entre máquinas inteli-gentes y equipos humanos, para Cowen, y ante la baja sistemática en la demanda y en la productividad de los empleos medios, el futuro estará signado por cuadros dirigenciales capaces de lidiar con complejísimos modelos de interacción entre los humanos y la inteligencia artificial. Capaces de dirigir y coordinar equipos de alta exigencia, especializados en finanzas, dirección y marketing, y con sueldos elevadísimos, esta nueva elite global representaría

5 Tyler Cowen, Se acabó la clase media, 2014.

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en un futuro próximo un 10% de la población mundial capaz de tener un estilo de vida lujoso, propio de los millonarios. Por otra parte, el resto de la población tendrá acceso a un ingreso más bien magro, y se dividirá a su vez entre los threshold earners, o bohe-mios burgueses capaces de adecuarse a una relación satisfactoria entre gasto moderado y experiencias de consumo gratificantes y segmentadas, y una enorme underclass con pocos derechos so-ciales, errante y dueña de unos infraconsumos de subsistencia. Según sus palabras, los empleos medios sólo subsistirán “en la administración pública o en empleos de servicios protegidos de la competencia internacional”.

Si bien coincide con Piketty respecto a la polarización del mercado laboral, Cowen considera que las máquinas inteligentes permitirán una medición cada vez más certera de la productivi-dad, mientras que el autor francés asegura que sólo puede medir-se en forma fiable la productividad de los trabajadores ubicados en la base de la pirámide salarial, aquellos que realizan trabajos vinculados en formas directas a la producción de objetos materia-les. Esa desavenencia lleva a una disidencia mayor: mientras para Piketty el fin de la clase media es el resultado de una caída de la meritocracia en el desempeño laboral, ya que los rendimientos del capital acumulado son mayores que la productividad, para Cowen la caída de los empleos medios se debe justamente al des-pliegue de una sociedad hipermeritocrática, donde cada uno será evaluado de manera certera y en base a esa evaluación, y princi-palmente a sus esfuerzos, podrá o no podrá acceder a la elite de los trabajadores bien pagos.

Sin embargo, ambos autores coinciden en sus ataques al neokeynesianismo en base al cual suele pensarse el devenir de las clases medias en todo el mundo. Para Piketty, el período que transcurre desde mediados de la década del cuarenta a mediados de la década del setenta, cuna de la pléyade de los Estados de Bienestar realmente existentes, no fue otra cosa que un parénte-

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sis, una anomalía en el desarrollo del capitalismo mundial. Para Cowen, el derrumbe del sistema hipotecario estadounidense en 2008 y el consiguiente crack financiero no fueron un catalizador en los procesos de eliminación de empleos para los sectores me-dios, sino simplemente una desafortunada aceleración de dichos procesos, cuyo carácter es irreversible desde la revolución infor-mática. Enfocando nuevamente al plano local, el kirchnerismo no habría sido otra cosa que un espejismo.

Tres películas sobre muertes falsas y antagonismo

Mientras que su muerte es vaticinada desde diferentes perspec-tivas en los países centrales, en Argentina la clase media aún es invocada, insultada o ensalzada por diferentes posiciones dentro del espectro político. Las capas intelectuales siempre han tenido algo que decir en contra de la clase media a la que por lo general pertenecen; lo mismo ocurre con el peronismo antiintelectual de clase media, también anti-clase media. La clase media será acu-sada por los propios de arribista e insincera, cipaya y traidora, acomodaticia y discriminatoria, impotente y mediocre, alienada y banal. Del mismo modo, tanto desde la izquierda como desde la derecha, la clase media es pensada en términos púberes: por su falta de madurez y su falta de perspectiva histórica, siempre se muestra incapaz de identificar sus intereses objetivos y es acusa-da, incluso, de jugar tanáticamente con su autodestrucción. Algo une a todas estas expresiones: en el momento de las campañas políticas, todos ruegan por su voto, y todos, salvo los partidos de izquierdas, la invocan como sujeto de la historia nacional.

Entre la falta de especificidad de los medios de comunicación y la hiper especificidad del marketing, entre la futurología de la economía y la invocación folclórica de la ideología, entre la per-formatividad del concepto y sus metamorfosis durante el último

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ciclo político, nuestra propuesta consiste ahora en intentar pensar a las “clases medias” desde un acotado mosaico de representa-ciones cinematográficas propias de tres directores que, a nuestro entender, trabajan con tonalidades políticas y actitudes poco ana-lizadas durante el kirchnerismo.

De Martín Rejtman trabajaremos el film Dos disparos (2014). De Damián Szifron tomaremos Relatos salvajes (2014), y de Santiago Mitre El estudiante (2011). En base a estas películas, intentaremos responder a las siguientes preguntas: ¿Cómo po-drían ser pensadas las “clases medias” en estas películas? ¿Cómo se historizan estas clases medias en relación con los aconteci-mientos de 2001, momento de quiebre socioeconómico que per-mitió la instauración del modelo de acumulación propulsado por el kirchnerismo? ¿Cómo son retratados los escenarios urbanos y la relación entre sujetos e instituciones? ¿Sería posible estable-cer alguna clasificación actitudinal de los grupos representados hacia la política, así como el marketing lo hace con el consumo masivo?

El estudiante: de la intensidad al esteticismo

Para Tyler Cowen, una de las pocas fuentes de trabajos interme-dios destinadas a permanecer está constituida por la burocracia pública sin competencia internacional. El estudiante, la película de Santiago Mitre estrenada en 2011, trata sobre una variante par-ticular de estas burocracias, la burocracia político-universitaria. Según la sinopsis oficial, la película trata de “un joven del inte-rior que llega a Buenos Aires para cursar sus estudios univer-sitarios. No pasa mucho tiempo hasta que se da cuenta de que no está ahí para estudiar. Sin vocación y sin rumbo se dedica a deambular por la facultad, a hacerse amigos, a conocer chi-cas. Una de ellas, Paula, una profesora adjunta de la facultad,

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es quien lo introduce en la militancia política. Roque empieza a asistir a las reuniones de su agrupación, a relacionarse con los otros miembros. Conoce a Alberto Acevedo, un viejo político retirado que se dedica a formar cuadros desde su cátedra en la Universidad. Junto a él, Roque aprende los códigos de la política y a manejarse como un dirigente estudiantil, y siente que por fin ha encontrado su vocación, que la política es su Universidad.”

Un primer hecho que llama la atención de El estudiante, y que puede leerse incluso en su sinopsis, es la forclusión de la cuestión del dinero a la hora de representar a las clases medias que militan en política universitaria. Esta forclusión, de manera involunta-ria, se hace eco de la pedagogía presente en dichas agrupaciones estudiantiles. Roque Espinosa, el protagonista interpretado por Esteban Lamothe, llega del pueblo bonaerense de Ameghino para abocarse exclusivamente a la militancia estudiantil. Sin embargo, jamás vamos a enterarnos cuáles son sus fuentes de ingreso: en el camino del héroe emprendido por Roque jamás se hablará de la cuestión del dinero; mucho menos del mercado del trabajo. Sabio sin necesidad de decirlo, Roque sabe que, por su edad y sus disposiciones, a poco puede aspirar en la gran ciudad si no es a través de su intromisión en un sistema experto y con reglas propias, y también sabe que la incierta carrera que ha elegido en la Facultad de Ciencias Sociales poco tiene para proporcionarle en términos de herramientas laborales valoradas por el mercado. Entre la burocracia de la investigación y la burocracia de la polí-tica académica, Roque opta por la segunda. ¿Qué significa esto? Que la franja de las clases medias que se representa en esta pelí-cula es un estrato singular que se desentiende del dinero. ¿Dónde ubicarla en la pirámide de ingresos? Imposibe saberlo.

Una de las virtudes de El estudiante es la de haber generado una serie de controversias en los planos ideológico, histórico y representacional. En el plano ideológico, se ha destacado que si bien por un lado la apuesta de Mitre es verosímil y desmitificado-

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ra al iluminar ciertas zonas de aquello conocido como la “rosca” interna de las agrupaciones universitarias, por otro lado ejecuta una caracterización de las agrupaciones de izquierda que bor-dea la caricatura, mientras que subrepresenta las formas en que la política universitaria está atravesada por debates coyunturales complejos que trascienden tanto la repetición de autores del si-glo XIX como el posibilismo que la película parece articular en última instancia como “la única salida posible”. La forma en que la política afecta los cuerpos y las subjetividades intensas y poli-tizadas que se despliegan, no sin contradicciones, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA son provocativamente esquiva-das para dar lugar a un retrato inverosímil y aún machista de la militancia universitaria. La cultura de izquierda es caricaturizada y se pierde su complejidad, reproduciéndose de esta manera las visiones esteticistas que predominan en los medios de comunica-ción masiva.

El plano histórico aporta claves de comprensión indispensa-bles para nuestra lectura en relación a las “clases medias”. Porque si la operación ideológica tiene rasgos perezosos e inverosímiles que podrían ser achacados a cierto desconocimiento del territo-rio que se pretende representar –quizás incluso a fuentes poco interesantes escogidas para su construcción–, el telos histórico de la película posee una deliberada y disonante ambivalencia que se inserta en una estética realista, cuasi documental. Sin locali-zación histórica precisa, la historia de El estudiante se concen-tra en el devenir de una agrupación llamada “La Brecha” que bien podría representar a la radical Franja Morada. Sin embargo, como la película fue estrenada en 2011, todo el accionar de los integrantes de “La Brecha” (una singular alianza entre antiguos militantes políticos alfonsinistas, alumnos de colegios públicos de elite como el Nacional Buenos Aires y jóvenes rentistas de la política) puede ser resignificado como el accionar de los militan-tes de “La Cámpora”, agrupación juvenil oficialista durante el

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kirchnerismo, cuyos argumentos obsecuentes hacia el statu quo, gestionadores y posibilistas eran frecuentes al momento del es-treno de El estudiante. De este modo, la historicidad de la subje-tividad estudiantil, las discusiones en torno a 2001, el Estado de Bienestar, las políticas sociales del kirchnerismo, y también las transformaciones en el mercado del trabajo y su refracción en la matrícula de estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, es decir, los temas realmente interesantes a la hora de pen-sar el devenir político de la institución, son sepultados bajo una historicidad neutra que cristaliza una serie de sentidos comunes. ¿Pero a quién pertenecen estos sentidos comunes? En este punto, es difícil atribuírselos a otro sujeto que a la fracción de la clase media “arty” que se dedica a elaborar películas sobre la fracción de la clase media “politizada” que asiste a la Facultad de Ciencias Sociales. Una guerra intestina. Las poco felices intervenciones de la voz en off, pero también la cuidadosa selección de que los carteles con consignas políticas enfocados carezcan de sentido histórico y sólo estén embanderados de nombres de agrupacio-nes, serían la emergencia estética de este prejuicio a la hora de construir el relato cinematográfico “por fuera de la historia”.

El tercer plano, el representacional, se vincula con los dos anteriores pero alude a las relaciones de la militancia universi-taria que se representa con las perspectivas históricas de la clase media. La primera pregunta que surge al respecto es: ¿por qué re-presentar a la Franja Morada en una Facultad como la de Ciencias Sociales de la UBA, cuando su lugar es absolutamente marginal desde 1999 aproximadamente, e incluso sus gestores están plena-mente desacreditados y fracasaron en tanto tales? Y, en la misma sintonía, ¿cuáles son las relaciones que permite esta elección con los acontecimientos de 2001 y el verdadero segundo gobierno de algunos de aquellos gestores, que no fue otro que el gobierno de la Alianza de entre 1998 y 2001? La respuesta podría orientarse en dos direcciones. Por un lado, la descripción de los mecanismos

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miserables de la rosca universitaria, más allá de la Franja Morada o de La Cámpora, sirve para traer a la luz una arquitectura de la política que sigue funcionando en términos de secreto porque la corporación política siempre firma, acuerda, pacta o transi-ge con los poderes fácticos: ese “contrato” que, en la película, los rosqueros radicales han firmado con los laboratorios. En esta perspectiva, El estudiante vendría a decir: los mecanismos de la política no cambiaron, incluso en la universidad pública el afán destituyente de 2001 no ha tenido lugar, o si lo ha tenido no ha logrado generar formas superadoras de la política. La rosca, el secreto, la traición hacia las bases (representadas en forma pasi-va) sigue siendo la moneda de cambio. Y, ante esa perspectiva, la única salida es el “No” Bartlebiano con el que termina el film, cuando Acevedo, tras haber traicionado a Roque, le propone rein-corporarlo para quebrar una toma del Rectorado. En ese momen-to, al final de la película, Roque dice que no. Y pareciera salvarse.

Hay quienes quisieron leer en esta negativa un gesto de dig-nidad, una prefiguración de los indignados, o de Occupy Wall Street. Sin embargo Lucas Rubinich propone otra lectura. Para Rubinich, la película condensa los sentidos comunes de la mili-tancia socialdemócrata que, tras haber fracasado en el poder, vie-ne a imponer su verdad sobre la política como un arte de gestio-nar sin lugar para discursos maximalistas. El estudiante vendría a expresar la visión de aquellos miembros de Franja Morada que fracasaron en la Facultad de Ciencias Sociales y luego volvie-ron a fracasar en el gobierno durante la Alianza. Dice Rubinich: “Es, entonces, una película con fuertes gestos antipolíticos, pero a modo de exorcismo ingenuo y tranquilo, porque en ella se aglu-tinan para ser rechazadas –como expresión de un olfato de época no politizado– todas las formas de la política real portadoras de alguna retórica alternativa, con sus trechos entre dichos y hechos, de la que la sensibilidad de una franja generacional desea esca-parse. En verdad, sin saber hacia adónde, pronunciando un ‘no’

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que no es heroico, es apenas un tímido ‘no’, que podrá construir herramientas de sustento en el camino o, en todo caso, de no existir colectivos sociales politizados en ese camino, transfor-marse en un ‘sí’ tranquilo que acomode la biografía personal al mundo dado”.

De hecho, al final de la película sabremos que Paula, la do-cente universitaria que Roque seduce gracias a sus habilidades prácticas y pese a su escasa afección al estudio, se ha refugiado en el CONICET y en algunas cátedras en universidades menores tras la traición de Acevedo. Sin embargo, nunca sabemos de qué vivía Roque antes de encontrar trabajo como encuestador gracias a sus contactos políticos, ni de qué vivirá, simplemente porque la cuestión económica jamás se plantea a lo largo de la película, ni en el caso de Roque ni en el caso de los militantes de izquierda, ni en el de ninguno de los estudiantes. El estudiante enmascara la trama de poder real a través de la cual Paula accede a sus cargos docentes y Roque accede a su breve trabajo haciendo encuestas. En caso contrario hubiera sido una película sobre las formas de acceso a una beca del CONICET, o sobre las formas de confor-mación de las encuestadoras. De esta manera, la imposibilidad de representación del trabajo es un problema que une tanto a los militantes universitarios como a aquellos que producen las re-presentaciones cinematográficas. A fin de cuentas, lo que en-contramos en El estudiante, y de una forma acaso desnuda y por eso también acaso valiosa, no es otra cosa que la perspectiva de aquellos que eligen al cine como un medio de expresión ante la política.

Esta visión mitificante y desconfiada, este cinismo lindero con los postulados de la Alianza que sin embargo parece confiar en un inefectivo “no” Bartlebiano, se contrasta con la actitud in-tensa hacia la política de los militantes. No es una actitud estética sino vital, y se vincula a una aspiración de profesionalización administrativa en el entramado político. Se trata de una pequeña

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elite social de preocupaciones ideológicas. En muchos casos, se debe a tradiciones familiares. De una y otra manera, la película acierta en representar las graduaciones de esas influencias, que van desde la participación directa en el gobierno alfonsinista de parte de Acevedo, hasta la historia de padres “militantes” en el caso de Paula, y culminan con la opaca actitud gremial-chacarera del padre de Roque Espinosa. A diferencia de lo que ocurre con otros sectores sociales, esta intensidad con respecto a la política carece de un territorio o de un entorno de inscripción laboral por fuera de las dependencias públicas de enseñanza. Es por eso que la institución universitaria es convertida en un territorio propio. Roque, el militante trotskista, Paula, Acevedo o el profesor de Historia Latinoamericana que traiciona a la agrupación tienen la misma actitud hacia la política. Salvo el padre de Roque, no hay personajes que parezcan tener otra actitud hacia la política a lo largo de todo el film. Esta actitud implica un conocimiento in-tenso de la historia política (representada por la escena donde, en un plenario, los militantes homenajean y parodian a la vez discursos de la historia política argentina), una relación al menos tolerante o también irónica con la cultura política peronista (la escena donde Acevedo y el padre de Roque cantan la Marcha en un restaurante; con los trotskistas como caso fronterizo y por eso parodiado), y una genealogía familiar vinculada a la política que habilite un desembarco virtuoso en una Facultad de Humanida-des de la Universidad Pública.

Por otra parte, las contradicciones y oscuridades ideológicas, históricas y representacionales que hemos enumerado nos sirven para, en una lectura a contrapelo, deducir otra disposicion social hacia la política, propia de aquellos que realizaron la película o que, simplemente, la consumieron en el cine para luego vitorear-la con aplausos. Se trata de una mirada externa a los círculos de militancias intensas pero informada y moralizante. Si para los intensos la moralidad de la política se subsume en la ideología,

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para los esteticistas la política adquiere los contornos de la trage-dia. Sus ambigüedades morales pueden derivar en una socialde-mocracia puritana o en la impugnación directa hacia el sistema político; la “complejidad” y el “equilibrio” son sus palabras clave para decodificar el mundo, y, antes que eso, el mundo de la polí-tica y las instituciones públicas. La relación de estos segmentos está determinada por las historias y los afectos familiares, su-puestamente, sólo “en última instancia”, pero de ninguna manera se pretende objetiva sino que retraduce la cultura familiar en un lenguaje afín al mundo social en el que el sujeto circula. Esta mi-rada esteticista, propia de los threshold earners mencionados por Cowen, que puede ser condescendiente con otras miradas sobre lo político con las que convive, se encuentra forzada por la mira-da militante o intensa. Y por eso, al tematizarla saca a relucir la arquitectura sensible de sus posiciones. En el gráfico de la página siguiente proponemos dos ejes para pensar las relaciones de las clases medias con la cultura política. De un lado, un pragmatismo que se enfrenta a un moralismo como extremos de actitudes hacia el quehacer político. De otro, la intensidad, que implica diversos grados de involucramiento político, frente al esteticismo, que im-plica diversas formas de alejamiento.

La guerra al interior de las clases medias parece haber sido, de acuerdo a estas categorías, un combate entre intensos prag-máticos e intensos moralistas, con miembros distribuidos en am-bos bandos políticos. La forma de enunciación de El estudiante, por su parte, parece entrar en sintonía con el advenimiento del imperio de los estéticos. En el gráfico que presentamos, y para completar el panorama, nos permitimos agregar (con un fondo gris más claro) algunos otros estereotipos sociales que ayudarían a completar un mapa de actitudes de la faceta de las clases medias representada por El estudiante hacia la política.

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Dos disparos y el asordinado amanecer de un gigante dormido

A primera vista, y a diferencia de lo que ocurre con directores como Mitre o como Szifron, el cine de Martín Rejtman no estaría preocupado por la representación del antagonismo social. Más bien, se trataría de un cine donde el sello y el preciosismo auto-ral estarían dados por una apuesta estética radical y asordinada donde el absurdo no termina de confirmarse, el humor pende de un hilo sutil, la poesía se expresa en encuadres y en secuencias y la subjetividad que se narra no es la de “personajes” sino aque-lla habilitada por la composición de formas sociales: grupos de personajes que se agrupan de manera fortuita, tienen una serie de interacciones automatizadas y se desmembran para luego volver a componer otra forma con otros personajes, paisajes y normas

Acevedo

VoluntarioONG

Profesor“de izquierdas”

Estudiantetrotskista

Publicistapolítico

RoqueEspinosa

SantiagoMitre

Militante enredes sociales

PRAGMÁTICOS

MORALISTAS

INTENSOS ESTÉTICOS

Actitudes de la clase media hacia la políticasegún la película “El estudiante”

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sociales, que recalibrarán los automatismos. De hecho, Rejtman es un virtuoso de las formas: cada línea de diálogo en sus pelícu-las posee una dosis exacta de “lugar común” y de verdad que la hace bella y misteriosa, abstracta y real. Sin embargo, y si bien los conflictos y los antagonismos nunca terminan de producir-se y siempre desembocan en una re-composición, existen otras frecuencias donde Dos disparos, su película estrenada en 2014, podría ser pensada como un material útil a la hora de pensar acti-tudes de las “clases medias” hacia lo político.

La sinopsis de Dos disparos, filmada en 2014, es escueta y dice lo siguiente: “Una madrugada, Mariano, un adolescente de 16 años, encuentra un revólver en su casa y sin pensarlo se dispa-ra dos veces. Sobrevive. ‘Dos disparos’ es la historia sobre cómo Mariano y su familia reaccionan a esta situación”. Una de las hipótesis de lectura que circularon sobre la película estuvo vin-culada a leerla como otra reflexión sobre la década del noventa en Argentina, emergente del “universo cerrado del autor”. Sin em-bargo, y sin necesidad de recurrir a una lectura historicista de la filmografía de Rejtman que excedería los límites de este planteo, es bastante claro que lo que ocurre es otra cosa (6). En una época saturada por una cierta articulación del lenguaje político en clave setentista, en época de “crispación” escenificada en los medios de comunicación y expandida en la llamada “grieta social” en torno al proyecto político del kirchnerismo, Rejtman eligió carto-

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6 ¿Decidió retrocecer Rejtman al retratar esos automóviles antiguos, las ciudades balnea-rias cuya construcción data de los cincuenta, sesenta, setenta o incluso los ochenta? ¿Dos disparos es una película histórica? Hay una escena clave que puede responder este interro-gante, y la respuesta, desde luego, es que no. Se trata, quizás, de la única escena de toda la película que acontece en un espacio público. Es en una plaza, y está protagonizada por personajes laterales. Uno de ellos es Laura, prima de Ana. El segundo es el novio de quien su prima se está separando hace dos años, y el otro es Andrés, un chico que Ana conoció por Internet y luego resultará ser hijo de Liliana, un personaje que presentaremos como fundamental para la “Historia B”. En un momento, Andrés le pide dinero a Laura porque se quedó sin plata para viajar y necesita tomarse el colectivo, el tren y luego un remís hasta su casa. En ese diálogo el costo de los pasajes es de un valor posterior a 2010.

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grafíar la tensión latente en las fronteras muchas veces azarosas pero también gélidas que se dibujan en el magma de los sectores medios, en especial en aquellas fronteras no representadas dentro del gran relato donde los medios de comunicación sueñan una clase media consolidada y apenas dividida por cuestiones ideoló-gicas o a lo sumo por niveles de ingreso.

Veamos: la película narra tres historias en paralelo, tres histo-rias entrelazadas por una familia central, compuesta por Susana, la madre abogada de Mariano, el chico que intenta suicidarse y participa en un grupo vocacional de flauta dulce, y de Ezequiel, su hermano, que trabaja como service de computadoras. Al prin-cipio de la película Mariano intenta suicidarse con un revólver que encuentra por casualidad en un cobertizo, pero, también por casualidad, sobrevive. Luego de esta violencia auto-infligida, Mariano quedará con una bala alojada en el interior de su cuerpo, que no sólo le impedirá volver a tocar la flauta dulce como antes y por eso tensionará su inserción en el grupo de melodías medie-vales donde participaba, sino que también dificultará su acceso a diferentes edificios o discotecas que posean detectores de meta-les. La historia de Mariano es traccionada por la de su hermano Ezequiel, quien es instando por la madre de ambos para cuidarlo. Ezequiel está enamorado de Ana, una chica que trabaja como cajera en un negocio de comidas rápidas. Ana “se está separando de su novio” hace dos años, pero de todas formas acepta sumarse a un viaje a la costa atlántica con los hermanos.

Allí, en el viaje, conocen a Julia, que Mariano había contac-tado por Internet. Julia no se gusta con Mariano, que la acusa de haberle mandado una foto desnuda, pero de todas maneras vuelve a Buenos Aires con el grupo. En Buenos Aires, Julia se muda a vivir con Susana, la madre de Mariano y de Ezequiel, que tras el frustrado intento de suicidio habían pasado a convivir en el departamento del segundo, y se integra al grupo de flauta dulce. Al final de la película, Julia abandona el grupo de flauta, por lo

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cual Mariano es expulsado, y Ezequiel deja de verse con Ana. Le parece reconocerla en la puerta de un cine, pero no está seguro y luego Ana desaparece tras ser tapada por un colectivo.

Esta primera parte, o “Historia A”, representa en forma dis-tante y asordinada un conjunto de estilos de vida silenciosos y cotidianos. Vidas que, sin ser afectadas por la política, sin cru-zarse con ningún tipo de institución, discurren entre el trabajo y las derivas urbanas, sin un deseo claro. La ciudad se construye en base a una subjetividad ambulatoria. Estamos frente a un modo de vida suburbano o conurbano antes que urbano. De hecho, la casa donde Susana vive inicialmente con Mariano es un hogar de clase media en la Provincia de Buenos Aires, con jardín y pileta, aunque notoriamente venida a menos, donde Mariano debe cortar el pasto. Motocicletas –una constante en el cine de Rejtman–, automóviles que no parecen haberse anoticiado del recambio en el parque automotor acontecido durante los últimos quince años en Argentina, colectivos y transporte público. Los personajes de Rejtman pasan muchísimo tiempo viajando, y cuando no están viajando nunca parecen terminar de acomodarse al lugar donde arribaron porque, saben, deberán volver a viajar.

Dos disparos se presenta entonces como una lectura del modo de vida del gigante dormido: una antropología estética sobre las clases medias en declive y, principalmente, sobre sus fronteras con las clases medias bajas, ese territorio poroso don-de los contornos de “la grieta” se parecen más a estructuras del sentir que a posicionamientos ideológicos. Donde el “cambio social” y la “década ganada” son ficciones dichas por las mi-norías intensas (y dentro de estas minorías intensas están los medios de comunicación) y donde las subjetividades conforman figuras torneadas por las oportunidades laborales, las formas de movilidad y especialmente por las tecnologías de comunicación digital que aceleran la experiencia. Ya no parece haber lugar para las vacaciones y los paraísos perdidos; por eso los viajes

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son relámpago, poseen la gramática del miniturismo. Mini em-pleos flexibilizados, mini viajes, comida china para compartir. De hecho, y a diferencia de lo que sucedía en El estudiante, Rejtman se ocupa de hacernos saber de qué trabaja cada uno de los personajes.

Rejtman narró el anverso de la fiesta consumista del turismo en cuotas y del dólar barato, otros elementos emblema de los sectores medios argentinos durante los últimos diez años. Quizás este pulso secreto explique tanto el declive de un modelo de acu-mulación como las metamorfosis de un ethos social. Además de los viajes, la “Historia A” narra el declive de formas de agrupa-miento público-privadas propias de los sectores medios. Se trata de una cierta compulsión a auto-organizarse que, sedimentada durante la experiencia de la dictadura militar, resurge en paralelo a 2001 y es, en cierta medida, caricaturizada y homenajeada en el grupo de flauta dulce medieval que Mariano integra: no es casual que Julia, la chica de la costa que termina instalada en casa de Susana y se integra al grupo, pregunte cuánto se paga y acabe re-nunciando por cuestiones laborales. Tampoco lo es que Mariano sea finalmente expulsado por ser portador sano de los efectos de un estallido cuasi-suicida.

Pero, más allá de la expulsión de Julia, las fricciones en la “Historia A” son más bien pocas. La narración alucinada de las fricciones sociales acontece más bien en la “Historia B”, que dis-curre en un viaje compartido a la localidad de Aguas Claras. El destino es un departamento familiar donde Susana irá acompaña-da por Margarita, la profesora de flauta de Mariano, y por Liliana, una mujer que se suma al viaje en automóvil para visitar a unos amigos a través de una cadena de mails (entenderemos que fue incluida por su hijo Andrés). Liliana vive en una zona más pobre del conurbano bonaerense, se queja de no tener piscina, aclara de entrada que “está separada de su ex pero siguen manteniendo relaciones” y que sus hijos se drogan todo el día y no trabajan.

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No llega a decir que se benefician de la ayuda social, pero está cerca de hacerlo. El viaje a la costa será un destilado de tensiones entre los estratos profesionales liberales encarnados por Susana, la bohemia burguesa levemente artística encarnada por Margarita y el ethos plebeyo ascendente encarnado por Liliana (incluso hay discusiones sobre el uso del género en las palabras). Para sumar tensión, Liliana invitará además al departamento a Arturo, su ex, que también iba para la costa junto a su actual pareja. El origen del viaje de Susana es el diagnóstico de un psicólogo sobre su necesidad de vacaciones, tras que su hijo Ezequiel la obligase a una consulta luego de que Susana se pasara con el consumo de somníferos y durmiese tres días seguidos.

Arturo, el ex marido de Liliana, es un personaje indescifra-ble. Al irrumpir en el departamento, declara amar los productos importados, dice poseer clínicas y haber fundido estaciones de servicio, ostenta una síntesis precisa de prejuicios y de saberes prácticos. Finalmente, y antes de que la tensión por el espacio físico pero también por el territorio simbólico ocupado estalle, decide partir junto a sus dos mujeres rumbo a la casa de Ser-gio y de Fede, unos antiguos amigos que estuvieron presos y ahora viven juntos en la costa atlántica. A modo exploratorio, Arturo irá a buscar a Sergio y a Fede junto a Susana, que por algún motivo decide acompañarlo. Ese viaje, la recorrida por la orilla del mar fuera de temporada en una localidad de la costa atlántica, un paraíso de las clases medias, con un Toyota Corolla tuneado, funcionan como una hermosa imagen epifánica de Dos disparos. Los personajes comprenderán que son dueños de una libertad cuyo locus es justamente una orilla, una frontera inter-minable, y que no pueden comunicarse aunque compartan casi todo. Luego se precipitará el final. Cuando esa noche Liliana se accidenta en la casa de sus amigos –con quienes a su vez mantiene un soterrado enfrentamiento cuyo origen nunca se de-vela– Arturo, su mujer y ella intentarán volver al departamento

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de Susana. Tanto ella como Margarita no atenderán los llamados telefónicos, e incluso apagarán las luces para no ser, otra vez, anfitrionas forzadas.

De este modo, y más allá de la estética personalísima que Martín Rejtman elabora en sus obras cinematográficas, son di-versos los aportes de Dos disparos para la comprensión de ciertas mutaciones al interior de lo que desde diversos sectores y diver-sas disciplinas se piensa como las “clases medias”. Se trata de la historia de una tensión histórica y social que no se traduce en ten-sión política: más allá de las rispideces, el golem social de secto-res medios que es representado en la película como un segmento deambulante y alienado, sin proyectos vitales, sin relación con instituciones sociales, donde los vínculos familiares se actúan en los límites del sentido. Este panorama no tiene nada que ver con la sobre-politización del discurso cotidiano escenificado por los medios de comunicación, tampoco con el costumbrismo de las series televisivas, y muchísimo menos con las visiones de un con-sumismo alienado que suelen presentarse desde las izquierdas o zonas críticas del campo intelectual.

Dentro de la estética abstracta de Rejtman, sin embargo, lo real emerge en los términos del desorden de las jerarquías gene-racionales, la construcción mental de las geografías, la relación con arquitecturas, urbanizaciones y medios de transporte, y la ausencia de subjetivación tanto en las instituciones sociales como en el mercado por parte de amplias capas de la población: una sintaxis de la vida cotidiana. La estructura de sentimientos, como dijimos, de un gigante dormido que despertó en la Provincia de Buenos Aires y optó por un radical cambio de gobierno como una forma silenciosa de combatir quizás la monotonía, quizás la degradación, quizás el persistente murmullo de todo aquello que no es representado en la película.

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Relatos salvajes: erupciones privadas del antagonismo público

Estrenada en 2014 y dirigida por Damián Szifron, Relatos salva-jes es la agrupación de seis cortometrajes sin aparente relación cuyo cemento narrativo parecería constituido por la emergencia de cierta crispación. En realidad, lo que se representa es cierta violencia no latente sino explícita en la subjetividad de sus perso-najes, todos ellos pertenecientes a variadas zonas de los sectores medios. La película se organiza en estallidos: su sujeto es, preci-samente, una violencia emparchada por lo cotidiano que ante el roce genera chispas y desencadena la combustión. La repetición de la estructura chispa-antagonismo-estallido funciona en todos y en cada uno de los relatos y se repite como un trauma. El sis-tema de acordeón que estructura la obra, sin embargo, muestra una variación en el principio y en el final. Mientras el primer y el último cortos versan sobre la conflictividad en lo privado, los cuatro intermedios versan sobre lo público. Y, en cierta medida, sobre aquello que funda el orden de lo político: el conflicto entre grupos sociales como materialización de ese pecado originario llamado plusvalía.

El primer corto funciona a modo de introducción y es quizás el menos complejo desde la perspectiva argumental, aunque goza de una ejecución narratológica exquisita. Su escena final es me-morable y acaso, como ha señalado Beatriz Sarlo, catártica: un avión comercial manejado por un tal Pasternak se estrella en el jardín de la casa de sus padres, dos personas cultas de clase media acomodada. Pasternak planeó una venganza que incluye como pasajeros de ese vuelo de la muerte a una serie de personas que le arruinaron la vida. Sus padres, al momento de ser sepultados por la bestia voladora, leen plácidamente en su jardín un libro de la editorial española Anagrama y el suplemento cultural del diario La Nación. Szifron elige iniciar su película, dedicada a su padre,

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con un manifiesto a favor de una violencia intra-clase, definitiva y desmesurada, pero también quirúrgica, como el terrorismo que utiliza drones. Pasternak elige con minucia a sus víctimas y en este plano de la fantasía no produce daños colaterales; se inmola para liquidar al germen de su desgracia personal, encarnada en sus padres como metonimia de la familia pequeñoburguesa. La de Pasternak es una guerra al interior del interior de las clases medias, una guerra familiar. El antagonismo en estado puro: vio-lencia social condensada y resuelta en la inmolación. El turismo gratuito se convierte en pesadilla para las víctimas.

Este punto de no retorno es el que habilita al paso de las his-torias cuyo locus es lo público, y que al mismo tiempo dialoga con el corto final, en el que Erika Rivas encarna a Romina, la novia vengadora. Romina y Ariel, su novio, son quizás los pa-dres de Pasternak. Eligen casarse de acuerdo a los preceptos de la sentimentalidad tradicional, están fundando una familia. En ese corto, el último, Szifron elige representar el combustible mór-bido que hace que esa relación –la de Romina y su marido–, a fin de cuentas, funcione. La escena de la sanguinolenta pareja de novios teniendo sexo semiborracha encima de la torta de bo-das, tras haberse humillado públicamente y con sus dos Padres-Esfinges-Edipos mirando la escena desde las sombras, una vez que rompieron cuantos cristales y espejos los rodeaban –espejos y cristales que se les clavaron y evidencian que, pese a mantener el ropaje de lo viejo, su relación no puede ser representada por el escenario escogido–, es un poema sobre el combustible oscuro que se caldea en el mundo de lo íntimo hasta convertirse en un goce que define a las existencias privadas de los “vecinos”.

Si el primer relato era sobre el terrorismo y la finalización, el último es sobre la tradición y la reproducción. El orden de lo privado también se sostiene gracias al conjuro de una violencia desbocada y destructora, y las instituciones que hay para llevar a cabo esa tarea están resquebrajadas: una fiesta de casamiento

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tradicional tiene, a su modo, la misma vigencia que un partido político. De esta manera, el cierre de la película es una construc-ción polivalente que funciona tanto como un falso happy ending “en favor del amor”, como un vaso comunicante con el inicio de esta historia circular, que nos habla del conjunto de estallidos y de las maneras en que los mismos expresan, por su paroxismo, modos de relacionarse con lo público.

La hilación de cortos aporta la siguiente seguidilla de conflic-tos: la venganza de los débiles en el segundo, donde Rita Cortese cose a cuchilladas a un caudillo político de una localidad peri-férica; la lucha de clases entre un yuppie que maneja un Audi y un oscuro personaje que conduce un Peugeot 504 destartalado y parece salido de un relato de Carlos Busqued; el hombre contra la corrupción en el corto donde Ricardo “Bombita” Darín enfrenta a la burocracia pública como sinécdoque de la corrupción política y halla una victoria pírrica en la cárcel, y finalmente la angustia de los dólares y la discusión política en el relato donde Oscar Martínez negocia la libertad de su hijo, que atropelló y mató a una embarazada.

En los cuatro relatos que versan sobre lo público, entonces, hay antagonismos que estallan con la gramática de la venganza. Los elementos en danza son el mal funcionamiento de las ins-tituciones, y su consecuencia: el antagonismo entre poderosos y desposeídos. La justicia por mano propia parece ser la única solución posible frente a los conflictos. Entre la corrupción como cáncer de las instituciones del presente y el antagonismo fundado en la desigualdad como roca viva de lo real, podrían pensarse dos ejes, con sus respectivos extremos, que dan como resultado cuatro cuadrantes en los modos de posicionarse en el plano de lo público ante el antagonismo social y la falla de las instituciones. En un eje vertical, podríamos pensar en modos de resolver los problemas utilizando medios administrativos: en un extremo la negociación con las instituciones, y en el otro su corrupción, es

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decir, pactos a espaldas de la ley. En el otro extremo, dos formas de vehiculizar la violencia: de un lado el enfrentamiento directo y cuerpo a cuerpo, y de otro lado el sabotaje, otra manera soterrada de ejercer una violencia directa. Relatos salvajes traslapa estas categorías para entender la dramaturgia política en el plano de las relaciones personales.

Ricardo Darín

LeonardoSbaraglia

OscarMartínez

Rita Cortese

NEGOCIACIÓN

CORRUPCIÓN

ENFRENTAMIENTO SABOTAJE

Formas en que las clases medias resuelven el antagonismoen la película “Relatos salvajes”

La película tiene escenas que se repiten: golpes contra vidrios blindados y automóviles que explotan en nubes de fuego. El ma-tafuegos se usa para reducir un incendio o se transforma en una precaria arma de ataque frente a la blindadura transparente del poder. Los autos, que representan de una manera casi directa las capacidades de consumo de la apaciguada euforia del crecimien-to económico, no pueden sostenerse y explotan. De esta manera,

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la utopía de paz y administración, de consumo y desarrollo del mercado interno, aparece como enferma y falsa. En Relatos sal-vajes, la politización de los sectores medios y la gramática de su relación con lo público acontece por otros carriles. Una pelícu-la sobre la crispación de una década y sobre las gramáticas de decodificación del antagonismo. Y sobre la imposibilidad de la negociación.

El corto número 2, donde la cocinera ex presidiaria persona-lizada por Rita Cortese acuchilla al político de pasado usurero materializa la fantasía individualista de asesinar a un político y trocar así crimen personal por crimen social. El oscuro acto de justicia ocurre en un territorio onírico, y lo importante de este corto es la duplicidad mencionada entre el político en campaña que es al mismo tiempo un usurero. Pero también representa un sabotaje fallido: el personaje de Cortese, una ex presidiaria, no quería atacar en forma abierta. Lo hace forzada por la situación. Su estrategia justiciera consistía más bien en matar soterrada-mente y luego confrontar y negociar con el andamiaje jurídico. Se pasa del sabotaje al enfrentamiento; del mismo modo que cuando una negociación sindical fracasa.

Mucho más complejo, el corto número 3, donde Sbaraglia ter-mina luchando cuerpo a cuerpo contra un tipo que transportaba fierros y herramientas viejas en el techo de su 504 y termina con ambos cuerpos incinerados al interior de un Audi, retoma y reformula la gresca entre civilización y barbarie que recorre ciertas lecturas canónicas de la literatura argentina. La mierda, la abyección, la inutilidad de los matafuegos y la banalidad de lo masculino entran en escena; sin embargo lo notorio es que en este caso no sólo los papeles entre el civilizado y el bárbaro se van intercambiando, sino que llegan a un empate hegemónico moral. No es mejor el proletario vengativo y ciego que el burgués altanero y vengativo. Ambos tienen su parte de culpa en la espiral de confrontación. El modo de resolución del conflicto es, en este

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punto, prepolítico: al saberse rodeados de instituciones corruptas o al menos ineficientes, y al descartar la negociación, lo que se produce es el puro y tanático enfrentamiento. Este paso de una negociación a un enfrentamiento cara a cara podría vincularse con el tipo de disputa que puede llevar a cabo un partido político en el gobierno frente a un cuasi-monopolio mediático.

A partir del cuarto corto se introduce la cuestión de la buro-cracia y el funcionariado, ausentes en los primeros –porque en el caso del candidato a intendente que muere se trataba de una venganza personal–. El cuarto relato, una versión porteña de Un día de furia, nos muestra a un Ricardo Darín que trabaja como ingeniero especializado en implosiones. Su drama es que no se resigna a capitular frente al pacto vergonzoso y absolutamente visible que existe entre el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la empresa contratista que levanta los automóviles mal estacio-nados con criterios esotéricos y arbitrarios. Darín parece estar trabajando en una zona cercana a Puerto Madero, pero a partir de que le llevan su auto por demorarse y “pedir una factura” en la compra de una torta de cumpleaños para su hija, su vida se desmorona. Llega tarde al cumpleaños, se pelea con su mujer, arma un escándalo en una dependencia pública donde debía pa-gar la multa por el mal estacionamiento que lleva a que lo echen de su trabajo (su abogado le recuerda que la empresa trabaja con el Gobierno) y entonces decide vengarse detonando su auto en la playa de estacionamiento donde se iniciaron todas sus desgracias. A través de las redes sociales, se convierte en un héroe popular, logra que el periodismo investigue los contratos oscuros entre los acarreadores y el gobierno, e incluso se reconcilia con su mujer y con su hija desde la cárcel.

Los representados son conflictos transparentes: la debilidad del hombre a la hora de disputar la tenencia de sus hijos, la debi-lidad del “ciudadano común” frente a los pactos de la burocracia. Otra vez, la solución se coloca del lado de un rebeldismo primiti-

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vo donde nuevamente hay automóviles que explotan, y matafue-gos que chocan contra vidrios blindados. Cuando tiene que lidiar con la corrupción sin rostro y burocratizada, el ingeniero, un hombre de algún modo moral, tiene que recurrir al sabotaje puro, tras haber fracasado en las instancias de negociación con el sis-tema. El paso desde el enfrentamiento al sabotaje es claro. Pero, al mismo tiempo, este tipo de antagonismo podría representar también al que existe entre corporaciones económicas y Estados.

El quinto corto cierra la serie de lo público. El argumento es simple: un adolescente de clases medias acomodadas –parecie-ra la Zona Norte de la Provincia de Buenos Aires– mata con el auto de su padre a una mujer embarazada a la salida de un bo-liche. Vuelve a su casa compungido, relata lo que ocurrió y sus padres quieren protegerlo. Para esto, se elige al jardinero como potencial falso victimario, a cambio de quinientos mil dólares. El corto se organiza entonces en torno a dos significantes: dólares y negociación, pero por dentro de un entramado corrupto. Hay un abogado que simula defender a la familia y es corrupto, un fiscal que es corrupto, y un jardinero que no es corrupto pero que al darse cuenta de la corrupción que lo rodea termina suman-do a su parte en la cadena de corrupciones “un departamento en Santa Teresita”. El punctum del corto está dado en el momento en que el padre del adolescente, encarnado por Oscar Martínez, decide ponerse duro en unas negociaciones donde se le pretendía cobrar dos millones de dólares (un supuesto millón para el fiscal que en realidad era mejicaneado por el abogado, quinientos mil para el abogado, y quinientos mil más para el departamento). En este caso la estructura de El Matadero de Esteban Echeverría es recreada en base a una inversión particular: es el supuesto bárba-ro fogoneado por la aspiracionalidad consumista de clase media quien irrumpe en el santuario de los ricos, y termina sacrificado.

Lo significativo, sin embargo, no es el desenlace sino lo que se cuenta: una negociación en las sombras, a espaldas de lo públi-

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co, llena de intermediarios, corrupción dentro de la corrupción, donde un crimen inconfesable es soslayado para resolver una si-tuación acuciante. Este modo de antagonismo es quizás propio del comportamiento faccioso de la corporación política. Entre la negociación y corrupción (en un momento el padre del ado-lescente “se planta” y termina diciendo que no pagará más de un millón de dólares en total), otra vez un desenlace trágico signará el derrotero de la guerra al interior de las clases medias.

Relatos salvajes es una película donde no se habla de es-tructuras ni de organizaciones. Los conflictos son reducidos al lenguaje de la venganza y la corrupción como un problema más moral que institucional y colectivo. Sin embargo, el film tra-duce en términos individuales el repertorio de acción frente al conflicto político que condensa el imaginario de los sectores medios. Me gustaría finalizar con una imagen, y es la de un vidrio blindado que se quiebra frente al filo de una barreta o bajo el peso de un matafuegos. En su traducción siempre fallida desde lo privado a lo público, la clase política argentina, pero también los sectores medios, saben que el grueso y blindado vi-drio de institucionalidad que se viene construyendo desde 2001 está agrietado. La crispación y el enfrentamiento intraclasista fueron una de las formas que asumió esa violencia en los secto-res medios, pero desde luego hay otras. Relatos salvajes viene a dramatizar algunas de las profundas razones a través de las cuales las clases medias amplias tematizan el fracaso de sus as-piraciones.

Imposibilidad de negociación racional con las instituciones, omnipresencia de la corrupción, posibilidad de un enfrentamien-to directo entre clases y sabotaje como lógica de la construcción política. ¿Son las mismas clases medias, intensas o estéticas, que construían el sustrato de El estudiante? Seguramente no. ¿Qué tienen en común los crispados de Relatos salvajes con los deam-buladores de Dos disparos? Quizás nada. Sin embargo, todas es-

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tas actitudes hacia lo político están entrelazadas y conforman las facetas de un estamento a veces monstruoso y a veces épico, que no existe pero es capaz de realizar hechizos, y que está en proceso de desaparición pero que, en Argentina, es invocado, una y otra vez, como fundamento de una nación posible.

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I. Stand up

El stand up es a las clases medias lo que un pastor evangélico es a las clases populares. En los dos casos alguien que puede ser “cualquiera de nosotros” expone sufridamente los demonios de la realidad para culminar en una reflexión en la que esos miedos, de alguna manera, y aunque sea por el solo hecho de ser expuestos y puestos en común, son exorcizados. Un habla apresurado que grafica en la agitación de sostener la velocidad física del habla el esfuerzo de las peripecias con que se atraviesan la jornada y la vida entera. Un tour de force que a través del caos de situaciones y sensaciones ilustra la exigencia que finalmente resuelve, pero también arrasa, al “hombre de a pie” (al hombre y al esposo tra-bajador, a la mujer y a la madre, a los trabajadores de posiciones exigidas y ambiguas, a los adolescentes de 30 y pico que se an-gustian, a los que desesperan por sostener un “nivel de vida” por solo nombrar algunas de las variedades del sujeto de clase me-dia). El stand up va por cada uno de los desagües y arroyos de la existencia de las clases medias y la hace correr como sangre hacia un estuario en el que finalmente una conciliación le devuelve al trajinado cuerpo, identidad y paz: una conciliación relativa en la

Las clases medias y la imposibilidad de parar de sufrir

Pablo Semán

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que el cielo de una sonrisa familiar, el autoperdón construido con la relativización de las exigencias o la tercerización de las culpas redondean una sociología “espontánea” (no menos espontánea que todas las sociologías elaboradas, ya que no se trata acá de sostener que hay sujetos que tengan una mirada privilegiada por su declarada filiación a un método o teoría) que cumple un papel social y terapéutico al mismo tiempo: a través de ese ejercicio de confesión-cómica se ratifica identidad, se establece una brújula comportamental y se gana equilibrio interno.

No se piense que tenemos con esta analogía ninguna intención de denigrar al stand up ya que no sólo lo tenemos sociológica-mente en alta estima y rechazamos su descripción despectiva en nombre de estéticas más elevadas, sino que también tenemos en un lugar muy alto al culto evangélico, entendiéndolo como una puesta en escena de emociones, una misa real, llena de marcas de experiencia de la cotidianidad de las clases populares. Eso les permite a los pastores y sus fieles muchísima más comunión que la que proporciona un sacerdote que casi siempre habla desde el manual romano multiplicado por algún coeficiente que lo “dia-lectiza” tan estereotipadamente que nunca se comunica con la vi-vencia local. La diferencia entre el culto evangélico y el stand up tampoco radica en que uno sea teatro y el otro no, ya que en los dos casos se trata de dramatizaciones catárticas. Tal vez y sólo tal vez, la diferencia esté en que el pastor hace venir la catarsis de un escenario trascendente, desde un más allá en el que se encuentra Dios, y el stand up trata de hacer surgir esa palabra del uno mis-mo al que se dirige y al que le provee una última oportunidad de sosiego luego de haberlo paseado a toda velocidad por los infier-nos de la pareja, la suegra, la anorgasmia, el trabajo, los amigos, el jefe, las vacaciones, la prepaga, los hijos en todas sus edades.

El ritmo, el contenido, la autoparodia amarga recuperan esas vivencias en un nivel reflexivo y estético, hasta convertirlo en una experiencia, en la simbolización de una posición en la sociedad.

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¿Y qué es lo que se inscribe como experiencia en esa actividad? La que debiera ser considerada una de las características centra-les de las clases medias y, al mismo tiempo, uno de los rasgos más oscurecidos por diversos, influyentes y contrapuestos aná-lisis: la volatilidad de las posiciones de clase media sea cual sea el parámetro de ocupación, ingresos y educación que se tome para caracterizarlas. Conocemos los problemas de definición de las clases medias abordados por investigadores sistemáticos y experimentados. Los cuestionamientos dicen que si por un lado reflejan a prioris de los investigadores (la sociedad tiene extre-mos y por tanto medio, o el del valor moral atribuido al punto medio, etc.), por otro son definiciones que siempre incluyen o excluyen casos en contradicción con la definición de partida que, por lo tanto, se torna inválida. Aquí no daremos una definición sino que recorreremos caminos que aportan notas históricas a una definición que toma en cuenta su definición como grupo de la estructura ocupacional que incluye desde ciertos grupos de asa-lariados (trabajadores no manuales) e independientes (aunque no todos) hasta pequeños propietarios. Se verá que alguna de las notas históricas que tomamos en cuenta –la transformación de la relación con el trabajo y con la política– repercute sobre ese punto de partida. Y nuestra tesis es que de esa repercusión de la historia sobre la estructura habrá que tomar nota para definir ese grupo social de aquí en más.

Los nacional-populares del país y de todo el continente han insistido en la descripción de las clases medias como damas que dejan de otorgar sus favores apenas el marido tiene un problema, como casquivanas a las que su voracidad ignorante las conduce a entregarse a un Casanova que las engaña, las deja en la ruina y las obliga a recomenzar desde abajo con el viejo marido cornudo y perdonador. En ese relato las clases medias habían sido eleva-das por los regímenes posneoliberales pero se creyeron que ha-bían avanzado por sí mismas, reclamaron a título de sus méritos

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imaginarios y quebraron la unidad popular que las sostenía. Una preconcepción al mismo tiempo sociológica y moral se escondía tras ese diagnóstico. Las clases medias serían simultáneamente el residuo político que todavía no se decide en una polarización históricamente necesaria (la clase media es un coloso entre dos gigantes he escuchado rezar a los militantes trotskistas que leían a Trotsky) y desde el punto de vista moral serían esa tibieza que Dios ama vomitar.

Para quienes confrontaron con los “populismos” la posición era simétrica e inversa: las clases medias representan lo mejor de la sociedad y son las bases sociales y morales para un salto cua-litativo del desarrollo económico y político. Reclaman más de lo mejor y permiten corregir o superar los límites de los populismos una vez que, claro, abren los ojos y se salen de las promesas de atajos y consumo. Es que si los nacional-populares se sorprendie-ron por el “abandono” de las clases medias al grito de “traidoras” no debemos olvidar que los opositores de ese entonces no podían creer cuando en los años de oro del kirchnerismo esas mismas clases medias, concebidas como fuentes de virtud emprendedora y cosmopolita, aplaudían “lúbricas y erradas” nacionalizaciones, protecciones industriales y latinoamericanismos de ocasión.

El equívoco de esas dos posiciones reside en una lectura del proceso social y económico que absolutiza información sociode-mográfica parcial e ignora lo que la sabiduría del stand up trae embutido sin números, pero con sensaciones cuya capacidad de interpelación al público de clase media hablan de su verdad. Las interpretaciones políticas de la clase media, cualquiera sea su sig-no, confunden al menos dos hechos. De un lado, el grupo de in-gresos medios de la contemporaneidad con las viejas clases me-dias que más allá de tener ingresos medios ocupaban posiciones que intergeneracionalmente se revelaron “sólidas” y “cómodas” hasta los años 60. De otro, la autoidentificación de una buena parte de la sociedad con el valor “clase media” tomado como un

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imperativo social y, al mismo tiempo, como una forma simple de deslindar la propia posición social de grupos extremos y denos-tados en clave política, social o económica. Los grupos de ingre-sos medios que según la visión sociológica clásica se integraban de empleados calificados, profesionales y pequeños empresarios fueron el supuesto ejemplo de la integración y la movilidad social ascendente hasta algún momento del siglo pasado que tal vez ter-minó en los años 70. Era la época en que la madre protestaba por los precios, el padre por la rutina de la oficina y Mafalda se so-ñaba presidente de la ONU. El departamento mínimo era propio, pero no cabía esperar cataclismos sino mejoras laboriosamente obtenidas, pero mejoras al fin y, en el peor de los casos, un tedio-so estancamiento. En realidad, el fenómeno se limitaba a Buenos Aires y algunas grandes ciudades del país, pero servía de ejemplo de un país posible. Desde el Rodrigazo en adelante con los picos de la dictadura militar y el menemismo esas clases medias su-frieron una recomposición entre fracciones que ascendieron vin-culadas a la modernización económica, las menos, y las que, de diversas formas, se empobrecieron. En conjunto perdieron peso en la estructura social y lo que es más importante: las posiciones de clase media se volvieron intrínsecamente más débiles y por lo tanto angustiantes. La estructura del mercado de ocupaciones profesionales ya no era tan estable ni tan promisoria, los empleos autónomos fueron muchas veces formas de autoempleo expues-tas a las más diversas intemperies y sacrificios mientras el mundo de las pequeñas y medianas empresas se volvía cada vez más riesgoso y el empleo estatal, que albergaba diversas fracciones de clase media, era una fuente de empobrecimiento. Además mu-chos de los bienes y servicios que el Estado aseguraba como un salario indirecto se deterioraron tanto que esas clases medias que siempre en algún grado los consumían, debieron encontrarlos a un costo altísimo en el mercado: medicina, seguridad y, notable-mente, educación se tornaron productos de mercado. Abstenerse

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de ellos no sólo amenazaba con la salida de la clase media por imposibilidad de reproducir la posición en nuevas y más exigen-tes condiciones sino también volvía mucho menos gratificante la vida. No menos preocupante ha sido para esas clases sociales el hecho de que se hacía cada vez más difícil transmitir un ca-pital y un patrimonio a los descendientes que a su vez entraban al mercado laboral degradado en que la situación de “autóno-mo” se expandía con toda la serie de precariedades que asiste a esa característica. Al final de los 90 las clases medias además de haber perdido peso en la sociedad, cediendo al aumento de las clases bajas, se habían heterogeneizado y en ellas predominaban las posiciones más frágiles. Fue, debe recordarse, el momento en que empezamos a hablar de “nuevos pobres” como lo vio y lo describió casi en tiempo real Gabriel Kessler.

Con la recuperación económica posterior a la crisis de la con-vertibilidad las clases medias se expandieron y la pirámide social parece adoptar otro rumbo. Las clases medias recuperan espacio y la heterogeneidad interna parece disminuir con el aumento de algunos pisos salariales. Pero esta nueva ampliación de las clases medias sucede en un contexto en que la mercantilización de la reproducción de las familias no cede, en la que los estímulos al consumo imposible de capitalizar son mayores y en la que las posiciones laborales parecen tener una mayor fragilidad que la de las clases medias del período “de oro”. Y esto es más acuciante aun si se asume como lo hace la prospectiva citada por Vanoli en este mismo libro: los mercado-internismos y neokeynesianismos latinoamericanos son una reedición menor de la excepción que constituyeron las diversas formas de Welfare State, frente al hori-zonte de nueva precarización que se viene anunciando al menos desde 2008 con los efectos locales de la crisis internacional y con el inicio de esa “revolución de los ricos” que tomó alas e impulsos en las dudas, soberbias, impericias y penales regalados por el kirchnerismo. Para decirlo mal y pronto: pese a la recupe-

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ración de ciertos horizontes de trabajo y consumo pertenecer a la clase media cuesta muchísimo más trabajo que antes, pero da muchísimas menos satisfacciones y seguridades. Si faltase una prueba de esa volatilidad sólo debe tomarse en cuenta la sensi-bilidad de los presupuestos de estas clases, y de sus opiniones a las medidas económicas del nuevo gobierno. Más aun: con la mercantilización y la financiarización crecientes y con los costos que tendría descender la verdad del stand up cae redonda. Esa verdad supera las enunciaciones de la política escindidas entre el policía bueno que las adula y el policía malo que las destituye: en la actualidad pertenecer a las clases medias es estar condenando al ejercicio permanente de malabares que explican lo abrumado de la existencia que el stand up condensa en tan despreciada re-presentación dramática.

II. “Laburantes”

Estar incluido en el mundo del trabajo es de alguna manera un estado de excepción y de gracia: “Tener trabajo es una bendición” observa bien Macri en un desempeño discursivo que amalgama la lectura sociológica de la Argentina contemporánea con la acción tendiente a que ese estado de cosas sea el horizonte en el que cal-culen sus acciones las masas de trabajadores móviles aguijonea-das por la voracidad en un extremo y la incertidumbre corrosiva en el otro. Lo que a muchos puede parecerles injusto y enervante no hace más que describir la específica relación que en el pre-sente une a las clases medias y el trabajo. En una sociedad ame-nazada por dinámicas excluyentes el solo hecho de pertenecer al mundo de algo que podría reconocerse como “trabajo” redefine las fronteras de lo que puede reconocerse como clases medias.

Hace algún tiempo Martín Rodríguez decía que el eco que Alejandro Fantino encuentra en la sociedad y en sus interlocu-

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tores se explicaba por la mímesis con esos interlocutores. En-carnaría al hijo “atorrante, inocente y putañero de Doña Rosa... aquella señora que inventó Bernardo Neustadt para construir el liberalismo popular, el punto medio en el que las clases razonan (o habían razonado) y pactan en torno a lo real”. Hay algo más en ese personaje que lo hace central para la experiencia de las clases medias. La presentación amigable, referencia a sí mismo como uno más, como un hombre de a pie, que la batalla todos los días, que tiene los problemas de todos, las cuentas, la casa, la mujer, los hijos, los padres, los suegros, los consumos de las vacaciones, el viajecito, el futuro, los impuestos, el dólar se condensan en una autoidentificación repetida ad infinitum por el conductor televi-sivo: “un laburante”. El hecho no debería pasar sin ser subrayado si se quiere interrogar la experiencia de una masa heterogénea de seres humanos que pueden asumirse, con esos problemas y con esas ambiciones, como parte de la “clase media”, independien-temente del lugar que ocupan en la estructura de ocupaciones sea éste el que objetivamente poseen en la escala de ingresos o el peldañito que pisan en los gradientes de prestigio en que los coloquen sus conciudadanos.

Es que las clases medias no caben en los estrechos moldes que definirían el trabajo calificado, un nivel educativo o un determi-nado ingreso. Indudablemente son los profesionales, pero no se trata de sólo ellos. Tampoco son solamente los educadores que son parientes muy pobres de los profesionales. Y hasta se duda de la pertenencia de los educadores a las clases medias cuando se escucha en un barrio muy pobre decir: “Ese tipo tiene más ham-bre que un maestro de escuela”. Y se duda, pero no debe dejar de incluirse en las clases medias al empleado de comercio que tiene educación secundaria y tal vez terciaria, pero un horario de em-pleo y un sueldo descalificantes si se lo compara con un emplea-do del SUTERH o con un camionero. Y no menos integran las clases medias los dueños de Pymes que tras dos o tres generacio-

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nes de inversiones progresivas en el ramo en que actúan dan lugar a una cuarta generación, la de los hijos universitarios con todo a lo que tienen derecho. Todas estas trayectorias se espejan en un ideal al que aspiran y tiene que ver con el orgullo de Fantino de repre-sentarse como “un laburante”. El orgullo reivindicado del trabajo, como la explicitación y muestra permanente del rol de padre/ma-dre que se hace cargo de sus hijos, los lleva al colegio, les habla y, por lo tanto, de una cotidianidad ordenada que permite esos desempeños que son puestos a la consideración pública como los títulos de una honorabilidad que debe ser reconocida urbi et orbi y si no como una contribución a la sociedad al menos sí como una distinción respecto de aquellos que son nocivos ya sea como pa-rásitos o como príncipes improductivos. Éste es el resultado de la transformación del mercado laboral, los patrones de intervención del Estado y de las empresas que abastecen a los sujetos con todo tipo de servicios que se ha dado en los últimos 40 años. Hay una pregunta certeramente planteada por Vanoli en este libro: “[…] la utopía política de las clases medias argentinas era capaz de hacer convivir el republicanismo como forma de gobierno, la mesura como vector de consumo, la familia nuclear territorialmente pro-pia como modo de subjetivación en lo privado, la meritocracia como teodicea de la desigualdad, el ahorro como base del ascenso social y el Estado de Bienestar como institucion paliativa. [...] ¿Pero resiste este modelo los embates de ciertas transformaciones tecnológicas, económicas y societales contemporáneas?” Pues bien: la centralidad del trabajo en términos del ser “laburante”, antes que profesional, educado, independiente, para definir las clases medias, es una de las expresiones que responden a la impo-sibilidad de permanencia idéntica de ese modelo.

Esa narrativa de las clases medias amplía la noción respecto de las evocaciones que la asocian a la educación o a un cierto estatus, pero también a una moderación moderadora de toda la vida social o a un temperamento equilibrado. Ingresan en ella los

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casos que antes constituían sus fronteras por abajo y por arriba: el “carnicero que gana bien pero no es educado” o el empleado de altísimo nivel de una multinacional que puede terminar en la ruina en cualquiera de las dramáticas, esperadas y rutinarias cri-sis de la economía argentina tal como se graficaba en Las viudas de los jueves. En esa apertura de las fronteras hacia arriba y hacia abajo el significante “laburante” que antes podía englobar a “los trabajadores” y “los humildes” pasa a trazar el arco que engloba casi perfectamente a esa masa de millones de casos que hetero-geneizan las clases medias en posiciones, trayectorias y autoiden-tificaciones diferentes e incluso contrastantes. En esta resignifi-cación pesa tanto lo que veremos después como la constitución de la clase media en un ideal del yo, como una transformación de la estructura social sobre la que hay que llamar la atención: el llamado a “ser clase media” amplía sus filas por el incremento de aspiraciones convocadas, el cambio de la estructura social amplía la noción socialmente disponible de clase media porque aparecen nuevos extremos.

Es que tal vez las clases medias sean el efecto de la doble necesidad de recortarse imaginariamente contra dos fantasmas con los que sostienen un combate y un orgullo. De un lado, res-pecto de aquellos que no tienen que trabajar para vivir bien, pri-vilegiados de cuna que no tienen ni la necesidad material ni la obligación moral de erigir el capital cuyo rédito es la fuente de sus ocios y satisfacciones. Y de otro lado, respecto de la masa imaginaria de marginales que viven de un picoteo que va desde los planes sociales hasta las actividades ilegales pasando por una serie de actividades que “desgastan”: desde parasitar la basura a deslomarse en trabajos informales y predominantemente manua-les. Entre esos dos mundos el punto medio es exactamente el del “laburante” que tiene un trabajo “genuino” y que se siente estafa-do por los “improductivos”. Ese recorte imaginario no se ejerce en el vacío sino en el marco de una mutación estructural que le da

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muy buenos motivos a esa imaginación: si ya no hay empleo para todos la nueva estructura social deja en el medio a los que, por las razones que fuere, se hicieron de los empleos posibles. En ese contexto no debe asombrar algo que por repetido ya es desatendi-do: los altibajos de las agitaciones por la inseguridad consolidan en el largo plazo, sea cual sea la forma que asuma la respuesta a la problemática de la seguridad, una tendencia a identificar la pobreza con una carga ominosa y, finalmente, como un otro de la nación que debemos constituir.

III. Clase media way of life, un ideal del yo

Indignado por aumentos de precios, despidos y dinámicas de ajuste, un profesor universitario impugna al gobierno actual y dice: “Che, no entiendo por qué con el ‘flagelo’ de la inflación alcanzaba para comer afuera, tomar buenos vinos, ir de vacacio-nes, cambiar el auto, comprar libros, ir al cine, comprar pilchas (todo eso junto y de profe universitario nomás) y ahora parece que no...”. Un crítico del kirchnerismo como Tomás Abraham di-seña el horizonte módico en que el actual gobierno podría anudar un segundo mandato, es decir, conformar las mayorías electo-rales y sobre todo a su propio electorado que en gran parte es de clases que nadie dudaría en reconocer, con la teoría que sea, como clases medias. Y afirma: “El mundo ya no es bipolar. Nadie quiere una sociedad comunista, ni los comunistas. Tampoco un capitalismo salvaje donde cuatro tipos tengan todo. Así que más o menos estamos de acuerdo en este ideario de clase media, educa-ción, salud, viajar, poder tener un sueldo que te permita algo”. El periodista le pregunta: “¿Podría ser el paraíso que descubre en las películas de Woody Allen?”. Y Abraham aclara: “Claro. ¿Quién no quiere vivir ahí? Incluso para sufrir, como él. Es el paraíso de la clase media. ¿Está mal? ¿Cuál es el otro universo?”.

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Independientemente de las posiciones que se ocupen en la grieta, y a pesar de la actualidad y eficacia de las prédicas des-tinadas a evangelizar a la población en que “hemos vivido por arriba de nuestras posibilidades”, el ideal de un “clase media way of life” domina el imaginario social a un punto tal en que ningún liderazgo político puede cuestionarlo o evitar avalarlo. Esa posi-ción prevalente del “ser clase media” funciona como el ideal del yo en la conciencia, como esa obstinación que una vez caídas las ilusiones infantiles, conecta al sujeto con imágenes de plenitud equivalentes a las infantiles pero válidas en el juego social. No seremos Superman, pero seremos clase media. No seremos Dio-ses pero seremos clase media. Ese ideal tiene modulaciones muy variadas pero debemos convenir en que más allá de heterogenei-dades, o de si las clases medias consisten en una posición en la estructura ocupacional o un relato que define una posición, las clases medias pueden entenderse, también, como un conjunto de aspiraciones que, independientemente de su posibilidad de cum-plimiento, definen los horizontes de esfuerzos, las posibilidades de frustración, los horrores y las fobias que delimitan el ideal al que familias y sujetos rinden culto y de acuerdo al cual regulan su trabajo, su consumo, sus relaciones con otros grupos y el Estado. Esas aspiraciones definen incluso una aspiración más genérica y lógicamente anterior: la voluntad de “ser clase media”.

Así, la clase media es, idealmente, un lugar donde no hace frío ni calor, donde no hay pobreza ni exhuberancia, apuro ni prisa. En la clase media idealizada todo llegaría a su tiempo, por su debido camino, como recompensa justa, necesaria y posible a los empeños y la capacidad. Todo debería llegar como resultado del esfuerzo y no como regalo de cuna. Y si en el camino apareciesen obstáculos, piedras y penares no deberían tener lugar esas rabias que son como desbautizarse: debería haber una especie de garan-tía trascendente que le permita al viviente atravesar esos valles con la seguridad de que llegará y que cuanto más entero llegue,

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cuanto más temple muestre mayor será su premio. Llegado a la clase media (o plenamente instalado en ella) el ser humano ten-drá lugar para pescar a la tarde, leer a la noche y trabajar por las mañanas, para poder producir al menos lo que consumen él y los que están bajo su abrigo. Es, hasta cierto punto, la tierra sin mal del imaginario guaraní, la Segunda Venida del Señor del Cristia-nismo: allí la muerte, como la falta de tiempo no existen pues hay un tiempo para cada cosa y una cosa para cada tiempo. Descripta de esa manera tan exigente la clase media es el nombre de una frustración: la que surge de anudar el propio ser a un deseo que, permítasenos decir, es de realización imposible y, para colmo de agravios, invalidante: es que esa experiencia idealizada, en tanto es presentada como la condición de acceso a lo humano, reenvía a la barbarie y la infelicidad a todo aquel que siente que no ha llegado a ese universo autoexpansivo y autosostenido o siente que al habitar este continente ideal cruje de incapacidad. El ideal que se deriva de una filosofía política y social que no sólo está escri-ta en los formatos tradicionales del libro académico, el discurso político y de diversas instancias del Estado sino que se apuntala principalmente en los implícitos de los discursos periodísticos, religiosos, publicitarios y de diversos especialistas que se dirigen a todas aquellas personas de buena voluntad que quieran habitar la tierra de la clase media.

Ahora bien: el camino realmente existente a ese país aparece plagado de hechos que hacen pensar que ese paraíso no existe, que no se arribará jamás, que no se llegará entero como para dis-frutarlo. Esa ha sido además la experiencia por la que han pasado millones de ciudadanos que pertenecen a las clases medias, as-piran a ser considerados parte de las mismas o al menos a gozar del estilo de vida que el imaginario social construye para iden-tificar esas clases como una identidad deseable. Pertenecer a la clase media, como ya lo dijimos, cuesta muchísimo. Así que la experiencia de intentar pertenecer o sostenerse en los parámetros

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admitidos como “de clase media” es antes que nada una frustra-ción permanente.

No es casual entonces que para poder sostener ese ideal, que la realidad desmiente a cada paso, haya una operación en la que se implican los sujetos desde su vida privada en diálogo con un acervo cultural sedimentado y enunciadores públicos que lo reac-tivan a cada instante. En el vaivén que se da entre los ideales y los fracasos de la vida de los sujetos aparecen las narrativas sociales, políticas y culturales que permiten sostener ese ideal. El gap entre deseos y realidades se cubre con las más diversas fantasías que no necesariamente paralizan sino que dan lugar a proyectos personales, movimientos colectivos, regeneración de utopías. Durante los 90, en que una buena parte de las clases medias se empobreció, las narrativas que apelaban a un origen que debería garantizar un destino fueron la forma de demarcar los límites con sujetos que se acercaban peligrosamente a las cla-ses medias descendidas por otras vías. Pero no solo se trata de la reafirmación de los orígenes europeos, el valor de la disciplina, el trabajo y la educación como vías regias al progreso. Esas mismas clases medias, al ver bloqueadas sus expectativas y sobre todo las de sus descendientes, activaron una crítica de la nación: si ellos eran meritorios el defectuoso era el país que no los merecía. Toda una literatura masiva se encargó de poner en sentimientos públicos y compartidos la idea de que éste no era “el país que nos merecíamos” e incluso que “el país no se merecía gente como nosotros”. Un best seller de los años 2000 mostraba en las cartas de argentinos que se iban o se querían ir del país la vivencia de una separación afectiva en la que se le reprochaba a Argentina no haberles dado lugar. Más allá de la migración real se podía asistir a una forma de expatriación simbólica que fue recurrente en los últimos lustros. El cosmopolitismo atribuido a las clases medias en Argentina, interpretado a veces como una supuesta irresponsabilidad nacional y otras como un hipotético carácter

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civilizado, tuvo una connotación específica y transformada en los 90. De la Argentina “europea” a la Argentina que era “parte del Primer Mundo” mediaba la transformación del consenso al que esas clases medias adhirieron mayoritariamente, redefiniendo su relación con la nación. El acuerdo con un orden económico que no sólo mantenía al país a distancia del infierno inflacionario, sino que también comunicaba a sus habitantes con “el mundo” (el conjunto de países más avanzados económica y tecnológica-mente al que Argentina se estaba integrando). Así la caída de la convertibilidad y el arreglo duhaldo-kirchnerista fueron vividos por parte de las clases medias como experiencias de ruptura del vínculo con Argentina, de denuncia de una “tierra maldita” que se “aísla del mundo” refugiándose en una idiosincrática ineptitud histórica, cultural y moral que explicaba retrospectivamente la brecha entre los sujetos y un país que no los merecía. No casual-mente se planteaban seriamente, y con más respaldo del que hoy podemos recordar, alternativas como la dolarización, la regiona-lización, el acompañamiento de la invasión a Irak, la entrega del gobierno a un consejo de sabios globales y la constitución de un fideicomiso con el inservible patrimonio nacional para pagar la deuda externa. El sueño de clases medias continuó y se vio alen-tado con la recuperación económica hasta que las primeras seña-les de bloqueo volvieron a excitar la irritabilidad que surge de la diferencia entre lo deseado y lo obtenido. Y como la migración ya no era una vía posible la demanda de ser “otro país” tuvo la posibilidad de articularse de forma más intensamente militante. Así esa voluntad se redefinió de acuerdo a un lema: “Tenemos que hacer de este país el país que nos merecemos, sin claudi-caciones ‘tercermundistas’”. Parte de las tensiones que hemos vivido en los últimos años, y que explican el predicamento del PRO, se jugaron en esta clave en la que las demandas frustradas de ingreso, de consumo, de diversas maneras fueron concebidas como el efecto de una pérdida de rumbo histórico en el que nos

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hundieron el nacionalismo, la corrupción y la irresponsabilidad populista (no casualmente retorna en los últimos años el motivo del peronismo como karma o pecado original).

No ha sido la única reacción: una parte de las clases medias leyó la crisis de 2001 como la posibilidad de un reencuentro con la nación traicionada y luego, en 2008, como una reanudación del eterno combate del pueblo contra la oligarquía. En la versión nacional-popular, probablemente menos extendida, pero intensa-mente presente, vivían los mismos sueños que en el bando cos-mopolita: trabajo, educación, progreso y en vez de un mea culpa por el peronismo la afirmación de que éste ha sido el movimiento que habilita, justamente, ese sueño que los enemigos políticos, pero hermanos de clase, desafían ciegamente, contra sus propios intereses. Es justamente la tensión entre estas dos posiciones la que se plantea entre las dos versiones de un mismo proyecto: el país normal que exige el sacrificio de una militancia revolucio-naria por un tiempo.

IV. Revolucionarios del país normal

La amplitud de la interpelación que engrosa los contingentes de la clase media y, al mismo tiempo, los sufrimientos es, además, condición de una forma específica de ciudadanía: jerarquizada y combativa. Las clases medias, no siempre exclusivamente, pero sí marcadamente, asumieron en diversos momentos de los últimos años un activismo político que las consagró en varios espejos, los medios, la literatura de intelectuales masivos, como protagonistas decisivos. Las cacerolas del 2001, aliadas o no de los piquetes de los sectores populares, reaparecieron en la batalla política aliadas al campo contra la pretensión del gobierno de aumentar las reten-ciones. Sin ellas la posición de los dirigentes y productores ru-rales no hubiera alcanzado la resonancia enorme que tuvo y que

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seguramente facilitó la victoria parlamentaria de la oposición. Y arremetieron en 2011 y 2012 en protestas y manifestaciones que contrapesaron los triunfos electorales del kirchnerismo y, hasta cierto punto, prefiguraron y construyeron las derrotas electorales del gobierno en 2013 y 2015. Pero las clases medias intervinie-ron, también, en un sentido diferente: han sido y todavía son el re-servorio demográfico de las invocaciones kirchneristas “puras”, aquellas que concibieron a Néstor Kirchner y Cristina Fernández como la actualización y superación del peronismo en tanto mo-vimiento emancipatorio. Si esa presencia es decreciente y relati-vamente débil en el padrón electoral no es menor en un escenario en que la polarización política se dio a partir de una guerra de clases medias que aparecen alternativamente como fundamentos de un poder o como artífices de su erosión. Una situación que ha hecho que estas clases medias terminen concibiéndose no sólo como protagonistas sino también como históricamente eficaces. Y tan fuerte es este sentimiento que en los últimos lustros una de las formas en que estas capas sociales se autoconvocan a la ac-ción apela a la memoria reciente de esos éxitos: “Somos los que echamos a De la Rúa”, “Somos los que paramos la 125”, “Somos piquete y cacerola”, son los gritos de guerra con los que se ani-maron a enfrentar el segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner o los que llevaron a una militancia autónoma y frenética a buscar y tal vez a provocar parcialmente una insuficiente pero notable remontada electoral favorable a Daniel Scioli.

Si diversos sectores de las clases medias tienen la sensación de ser decisivos en la política es en parte por una historia previa que los constituye, le da algo de verosimilitud a esa concepción y las dispuso en esas lides. Representadas por el radicalismo o por diversas experiencias de centroderecha y de centroizquierda fueron centrales en la precuela de la secuencia desarrollada desde diciembre de 2001: en octubre de 2001 votaron en blanco, nulo o por formaciones que impugnaban fuertemente la representación

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política existente. Y ese voto fue tan masivo que incluso sin que hubieran ocurrido los hechos de diciembre de 2001 representaba un fuerte cuestionamiento a la oferta política existente y al des-empeño de los políticos. Ese comportamiento electoral reflejaba menos apatía que el resultado de un desarrollo histórico en que sujetos de diversas fracciones y recorridos de las clases medias se comprometieron previamente en sucesivas experiencias de participación política, que fueron desde el apoyo a diversas for-maciones en 1980 y 1990 hasta el desarrollo de organizaciones que se integraban sofisticada y complejamente al sistema polí-tico (como organizaciones de derechos humanos o fundaciones que fomentaban la participación y la fiscalización de la política). Las frustraciones políticas de los 80 llevaron a diversificar los lazos con lo político en un proceso que afinó las demandas po-líticas de estos sectores medios durante los años 90 y se expresó en experiencias tan diversas como las del FREPASO, la Alianza, Acción para la República, en fundaciones como Conciencia y Poder Ciudadano, en la renovada actuación del CELS y de los organismos de defensa de derechos humanos. Al mismo tiempo los principales partidos sufrían el desgaste que les imponía su disociación entre juegos de seducción cada vez menos eficaces que los llevaban al gobierno con programas incumplibles debido a la cada vez más restricta posibilidad de direccionar las políticas públicas dado el peso de actores extra gubernamentales y extra partidarios en la definición de esas políticas públicas. La conju-gación de estos desgastes y estos desarrollos alternativos está en el origen del triunfo de la Alianza y también en el de los cuestio-namientos que estuvieron en las bases de su caída.

Apuntamos ese antecedente y su expresión específicamente electoral porque en ellos se advierte que no son simplemente minorías activas sino amplios sectores de las clases medias los que de diversas formas estuvieron marcados por la experien-cia del poder: promovieron movimientos electorales exitosos en

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el desarrollo, afirmación e impugnación de fuerzas políticas y gobiernos. La autoimagen que se dan, de actores decisivos de la política, no es ni casual ni falsa. Los últimos 10 años han tenido en esas clases medias protagonistas masivos, conscientes de sus objetivos y de su poder de producir efectos en el espacio público.

Es curioso que esas mismas clases medias que por caminos opuestos reivindican un poder casi revolucionario sean las mis-mas que, también por diversos caminos, adhieren a un motivo insistente en las últimas décadas: “un país normal”. Más allá de los datos de la experiencia, que llamarían a interrogar ese ideal, las clases medias han sostenido diversas versiones de esa utopía. Si la convocatoria kirchnerista apuntalaba un deseo de Estado de Bienestar a caballo de una economía basada en el mercado in-terno lo que termino confluyendo en Cambiemos aspiraba a una economía abierta al mundo en la que el dinamismo de empren-dedores del campo y la ciudad, liberados del yugo estatal darán oportunidades para todos, pero con disfrutes proporcionales a la productividad y los esfuerzos de cada uno. A la sueca o a la australiana las clases medias sueñan con que el déficit de empleo sea casi el de la rotación entre puestos de trabajo, con grados de inclusión tales que la pobreza sea al mismo tiempo baja y “digna”. En ese país reconciliado con “sus verdaderas posibili-dades”, que no son consideradas de ninguna manera ambiciosas o excepcionales, esas clases medias podrían retornar a la vida cotidiana, al remanso de los hogares, a mirar el acontecer histó-rico desde ventanales donde se alzan distantes la ciudad, la mon-taña o, por qué no, un espejo de agua. Lo que no parece caber en esos raciocinios tan opuestos políticamente es una observación sobre la extremada anormalidad de los casos en que se inspiran o la intensidad de los esfuerzos, conflictos y tiempo que han consumido los países normales a los que se toma por ejemplo de modelo y posibilidad histórica.

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Pero valga todo esto para subrayar algo que subyace al deseo de normalidad que orienta a las clases medias. Hasta cierto punto el país es el país que “se merecen”, lo que conduce a un paño de fondo sobre el cual la aspiración a la normalidad es antes que eso un deseo de reparación que ha surgido en el seno de una ex-periencia histórica que las más diversas fracciones de las clases medias han experimentado como la de un fracaso por revertir y resolver. La revolución del país normal es la militancia a favor del país que necesita el ideal del yo, la Australia o la Suecia que creímos que debíamos ser y no fuimos.

V. Macri: conducción espiritual

Aquello que los opositores señalan en el actual Presidente con un decir socarrón e ignorante, que Mauricio Macri es un pastor electrónico, encierra un equívoco que encapsula una verdad que debe ser extraída de su enunciación resentida. Allí radica parte del lazo en que se encuentra con las clases medias en sus diversas fracciones y orientaciones políticas. Aunque obviamente no mo-nopolice de ninguna manera su representación.

Todos los que quieran “ser clase media” mujeres y hombres deben asumir la exigencia de trabajar, integrar la comunidad edu-cativa, pagar la escuela, sufrir la medicina privada, monotribu-tar, negociar con la empresa, planear el futuro y aceptar dosis crecientes de incertidumbre, ahorrar para prevenir y socializar el consumo para no ser menos, cumplir con horarios exigentes y transportarse de forma incómoda e imprevisible. Esta enumera-ción remite a algo que puede ser concebido como la vida privada con la condición de que estas dimensiones de la vida privada se entiendan, en su extensión y en su presencia implícita en la vida pública, como parte de una transformación estratégica que ha te-nido lugar en las últimas décadas: el desarrollo de un conjunto de

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percepciones y jerarquizaciones que pone en el centro al indivi-duo y sus demandas de realización, autonomía y consumo. Las entidades trascendentes se disuelven o se hacen menos gravitan-tes: la patria, el movimiento, la humanidad, incluso la familia son eclipsados por los intereses del individuo volcados a un aquí y ahora que a lo sumo incluye una descendencia pero implica saber que se quieren muchas cosas y se las quiere ya.

La vida privada está en el centro de algunos de los más elabo-rados y exitosos ejercicios de representación política y electoral y la vida privada contiene a este individuo que se pretende y se siente obligado a ser autocontenido y autoexpansivo y vive en constante ataque de pánico. Si el stand up es la forma de reflexio-nar cómicamente sobre un presente desbordante existen otras téc-nicas que cumplen la misma función en un modo más profundo en la experiencia de las clases medias: ahí se encuentra la sensi-bilidad new age que Macri ha sabido interpelar como ningún otro político, aun cuando todos ellos, guiados por su propia constitu-ción y hábitos tienden a eso (porque a decir verdad y aunque no lo sepamos, de la nueva era somos todos).

Si la experiencia de la clase media es la de un anhelo perma-nentemente frustrado cómo no iba a ser el stand up una de las formas de elaboración privilegiada de esa frustración. Pero ese era sólo uno de los lados del malestar en la clase media. El otro lado de ese malestar es el de la espiritualidad de la nueva era. Si el stand up es el muro de los lamentos no prescrito por la con-temporaneidad, la espiritualidad de la Nueva Era es el espacio de prácticas y conceptos en el que resarcirse del mundo hostil y en el que fortalecerse para enfrentarlo en sus propios términos.

En la religiosidad de la nueva era habitan desde el inicio res-puestas para estas situaciones contemporáneas. Heredera parcial de los movimientos revolucionarios de los 60 retiene de ellos la vocación por la autonomía en una interpretación crítica que su-bordina la revolución social a la interior. Y heredera activa de

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diversas corrientes y experimentos psicológicos, se despliega en dispositivos de todo tipo en los que es posible ponerse en suspen-so, monitorearse, saberse en algún grado agente y algún grado de-terminado, aceptar influencias y aceptar influir en una red. Esos dispositivos van desde propuestas terapéuticas hasta decenas de mohines en los que desde niños somos acunados y nos permiten preguntar, hacernos oír, manifestar nuestras experiencias perso-nales, aceptar nuestras responsabilidades, expresar nuestras an-gustias. Algo que no sólo está presente en instituciones físicas y de larga duración sino también en los vehículos aparentemente efímeros de la mediación masiva como las presencias radiales de Ari Paluch o de Claudio María Domínguez que, sin embargo, dejan huellas duraderas. La religiosidad de la nueva era dialoga con el sujeto en proceso de individualización, con el sujeto en conflicto y en dolor con ese proceso para contenerlo, hacerlo su-perar esos dolores sin renunciar a la individualización en curso.

Si hace 30 años la Nueva Era era el patrimonio de unos di-sidentes vanguardistas hoy es el aire que se respira en sectores extendidos de la población a través de una cultura masiva que opera en trayectorias a las que la economía, los avatares del amor, las preguntas, las incertidumbres y las incitaciones del consu-mo han vuelto individualistas a buena parte de las clases medias. Ellas ya no son los Campanelli con sus ravioles domingueros y sus conflictos de suegra, cuñada, esposa y padre sino más bien Vulnerables con sus angustias, sus soledades necesarias, busca-das y temidas. A esas trayectorias les han hablado Paulo Coelho, Erich Fromm, Deepak Chopra, Anthony de Melo, Alejandro Ro-zitchner. Y de esas interlocuciones surgen autoafirmaciones de un individualismo sin culpas, reconciliado. La elaboración de las humillaciones de la vida vuelve a esas mismas trayectorias hu-mildes ya no ante un Dios trascendente sino ante una realidad en la que el milagro es inmanente. La espiritualidad de la nueva era se regocija con epifanías íntimas de tonos menores que van del

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autodescubrimiento en la meditación a la asunción de potencias, dones y posibilidades que estaban ahí, pero no se veían. En sínte-sis: la espiritualidad de la nueva era les habla de muchas maneras a sujetos atribulados en el aquí y ahora, que buscan la salvación en la tierra.

Los profetas de la nueva era son facilitadores, personas como vos o como yo que han atravesado pruebas del mismo tipo y vie-nen a transmitirnos su experiencia que ha sido la de fortalecer las instituciones que cada uno podía tener a priori, pero para las que no tenía el necesario eco. Por eso el jefe religioso de la Nueva Era es un coordinador, casi un par y no un sacerdote distante y hierático representante de otro mundo. Él actúa como si su forma específica de santidad fuese imitable, como si todos pudiesen te-nerla alguna vez.

El Macri canchero, descontracturado y sensible que les habla a las ganas de oír “tú puedes” no se sitúa ni con la distancia ni con el poder magnificente de un pastor ni menos con la de un Papa que debe hacer esfuerzos para que los otros entrevean y festejen su humildad. Vive en el tú, compartiendo tu dificultad, distanciado tan sólo por una responsabilidad circunstancial y por un origen que no lo salva de trabajar ni de meditar.

A ese sujeto que está obligado a ganarse lo suyo y quiere ha-cerlo, a ese sujeto que se ve obligado a combinar mil mandatos y parar en el camino para ver dónde ha llegado, a ese sujeto que se siente frágil porque necesita, pero que está para más que para pedir las políticas que afirman al individuo al mismo tiempo he-dónico, heroico, responsable no le habla el pastor sino el maestro de vida que habita en todo triunfador.

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Hubo un momento en que la clase media estuvo a punto de ser gobierno, en una ascensión al Capitolio que protagonizaba casi sola y también, otra vez casi, con pocas fisuras, entera. Esto se-gún Tulio Halperin Donghi, indispensable decirlo desde el vamos en este escrito que trabajará alrededor de su perspectiva sobre el asunto. Por las dudas: uno de los mayores historiadores e inte-lectuales que surgió de los enredos de nuestra sociedad; a la vez, quien supo reinar sin muchas discusiones, pero a la distancia, en el campo historiográfico que se desarrolló desde el final de la úl-tima dictadura. A un tris de la “victoria”, incluso escribe de alcan-zar el “poder”, pero el acontecimiento en ciernes no se terminó de desenvolver de manera feliz. Aunque el reloj marcaba que eran tiempos de asaltar Palacios de Invierno, montada en el desajuste de una coyuntura, la clase media quiso que fuera una demorada Bastilla demolida. No fue en 1916, tampoco en 1955 o en 1973, ni con la vuelta de la democracia en el 83 o en el 2001. Es 1944 el año en cuestión; un poco más se extiende la inminencia de ese triunfo, hasta el 17 de octubre de 1945, pero si se hubiera afinado la mirada se habría advertido que algo no estaba funcionando bien en ese protagonismo público que había alcanzado la clase media, que la escena estaba siendo parejamente disputada. De

Casi reina

Javier Trímboli

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esto se lamenta Halperin, sin rasgarse las vestiduras, sobre todo en Son memorias, su último libro en vida si dejamos de lado com-pilaciones o conferencias puestas en papel, libro en el que tam-bién se reconoce a sí mismo como un vástago de esa clase, todo en coincidencia con una nueva circunstancia en que se vuelve a hablar de ella en voz alta; también, así lo entiende, ante una re-nacida conflictividad –es 2008, el año de la Resolución 125– que parece reeditarse en los términos del peronismo clásico en el mo-mento de su crisis. Más allá de alguna idea bastante general, con su ayuda, por otra parte insustituible, poco se logra atisbar sobre las políticas de gobierno –ni qué hablar de eso que se menciona como “proyecto de país”– probablemente imaginadas o volcadas en conversaciones sesudas y algo pretenciosas entre los tantísi-mos exponentes movilizados de esa clase por esos días; si se hi-ciera el archivo que reuniera las huellas de ese ascenso de masas, sin dudas se encontrarían pistas, no mucho más que eso, de una apuesta por un camino distinto al que efectivamente se siguió en los diez años siguientes aunque también al de un régimen conser-vador ilegítimo, que gira sobre un vacío de representación y no puede ya devolverle a la sociedad la ilusión de una normalidad. Como suele ocurrir, todo lo que arrastra y significa de por sí la fuerza social que saborea el poder, hace innecesaria la especifica-ción antelada de programas. Aunque Halperin se confiesa plena-mente envuelto en esa fronda frustrada, multitudinaria y de saco y corbata, no pondrá por escrito la pregunta acerca de cómo fue el devenir de la clase media luego de su derrota; o, para no usar esa palabra que no obstante él sí utiliza, luego de confirmar que carecieron de la potencia necesaria para asumir el gobierno y que otra clase iba a ocupar el centro de la escena. Porque, agreguemos en conclusión ineludible que se desprende de esta lectura, la cla-se media nunca fue gobierno entre nosotros; las políticas que se gestionaron a su favor fueron resultado de compromisos, bajo la égida y la voluntad de otras clases e intereses. Sin hacer explícita

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esa pregunta, ausentes las exploraciones de estas derivas, en el hueco que deja su desdibujamiento político, cada tanto Halperin deja caer indicios que permiten entrever lo que siguió para ella. Marginación y pérdida de contornos propios primero; más tarde se le suman desgarramientos que se harán sentir, incluso, en lo que, según juzga, tuvo más de singular el terrorismo de Estado de la última dictadura, que cobró sus víctimas también entre sus filas. Digamos, por si hace falta, que nos colocamos bajo la in-fluencia de Halperin con el objetivo de recoger lo que más aquí y más allá dejó suelto, y exponerlo. Con la dificultad y quizás in-cluso el riesgo de tratar con su escritura, su manera de disimular-se en la historia, también de revelar lo que si nos alejamos de ella se desvanecería como si nunca hubiera existido… Faltaría: ade-más de los reconocimientos que cosechó, de las condecoraciones, Halperin es padecido por muchos, odiado por otros, ignorado por las mayorías. O exaltado como genio y excepción, cuestión que exime de considerarlo en serio.

En cada libro con que Halperin aborda al siglo XX, a la clase media más que verla en acción se la sospecha. Incluso porque prefiere denominaciones más vagas que la incluyen y algo tam-bién la disuelven, así “opinión”, “clases respetables” o, aunque esto empuja a pensar de inmediato otras cosas, “estratos sociales habitualmente mejor protegidos de la brutalidad oficial u oficio-sa”. Libros dedicados al siglo XX argentino, desde ya; aunque escribió y dictó por muchos años clases sobre América Latina y dominaba ampliamente, según lo que cada tanto deja atisbar, la historia europea, estaba encanallado con Argentina, con sus dis-cusiones provincianas diría Caparrós. Cuesta arriba sin dudas ha-brá sido sortear la posición que era consejo de José Luis Romero, quien lo introdujo y guió en el estudio de la historia por fuera de una Facultad que en esa hora –inmediatamente después del con-vulsionado 1945– le ofrece poco o nada. Porque los fenomenales libros y artículos que Romero escribió sobre Argentina los en-

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tiende como obligación ciudadana pero también como actividad menor, ya que un historiador que se precie de serlo debería abo-carse a la historia europea. Estudiará Halperin con Fernand Brau-del, hará su tesis sobre moriscos y cristianos en Valencia, pero ahí se frena y vuelve al lodo. Ahora bien, los libros de Halperin sobre el siglo XX son lecturas generales, que avanzan casi siempre de manera cronológica y abarcan períodos considerables de tiempo; no le ha dedicado investigación monográfica o particularmente circunscripta, como sí hizo con el siglo XIX, donde realizó, como diría un académico, su gran aporte a la historiografía argentina.

Por los arrabales de la vida política va la clase media en es-tos libros, más o menos escondida, pero cuando la narración se aproxima al consabido hecho de masas que rescata a Perón de la prisión, justo antes de toparse con él protagoniza “la primera de las grandes oleadas populares que en 1945 barrieron la por tanto tiempo serena superficie de la vida argentina”; y la clase media se vuelve por un momento fundamental, un sujeto social y político con todas las letras. Es probable que un poco más se destaque esto y adquiera visos de síntoma, por las medidas propias de un historiador que pondera más los procesos y sus determinaciones, así como la historia política en su filigrana, que la voluntad y la capacidad de incidencia de las clases. Donde leída de esta for-ma la coyuntura política 1944/45 cobra mayor relieve es en los extremos de su obra: por un lado, en la contribución que hace en el año 1956 al que sería el célebre número 7-8 de la revista Contorno dedicado al peronismo y en el artículo de donde toma-mos la cita última, “Crónica del período”, publicado en 1961 en el número de la revista Sur que celebra sus tres décadas, luego parte principal de La Argentina en el callejón de 1964; por el otro, en la escritura que mencionábamos de su propia vida, una historia centrada en el aprendizaje primero que hizo del mundo y que termina en 1955. Unos y otro son escritos que se alejan de lo que estrictamente constituye su obra como historiador. Pues el

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artículo de Contorno, “Del fascismo al peronismo”, mucho más que un texto de historia de validación académica es un balance de una experiencia política y social que había solapado a otra y que, sin fintas de ningún tipo, le incumbe tanto personal como gene-racionalmente. Y sus memorias son la narración de un fracaso colectivo que lo decidió un poco más por el camino del estudio sistemático de la historia y a una particular manera de entenderla. Si no gusta de este modo porque huele a monocausalidad y exuda simplificación: que coincide con su decisión de dedicarse profe-sionalmente al estudio de la historia.

Reconstruyamos las líneas fundamentales de ese aconteci-miento que no terminó de alumbrar, ya que, digámoslo pronto, no quedaron planteadas mucho más que en su escritura y no so-brevivieron en la memoria política argentina. Sucedió que, afec-tada por lo que ocurría en Europa, la clase media fue sensible a la amenaza de que el fascismo en su versión más conservadora se volviera realidad en Argentina. El susto no era delirio, provenía del experimento muy cierto que intentaba poner en marcha la lla-mada revolución de junio de 1943, ésa de la que prontamente se destacará la figura de Perón. Se trata de la clase media, “superior y profesional”, agrega Halperin cuando escribe por primera vez al respecto, aunque casi de inmediato este distingo se desvanece. “A la luz apocalíptica de la experiencia totalitaria europea, esa clase pudo creer que estaba al borde de ser degradada socialmen-te en beneficio de los argentinos en que sobrevivía la ‘tradición hispano criolla’, o, en palabras más pobres, de los grupos dirigen-tes tradicionales que tras de eliminarla de toda participación en el poder en 1930 renegaban de su pasado liberal para pretender crudamente una restauración social anterior a 1852.” A este mo-mento preciso se vuelve medio siglo después en Son memorias, también con consideraciones generales de un tono parecido que decididamente lo incluyen –“era nuestro entero mundo circun-dante el que esa cruzada depuradora ambicionaba destruir”–,

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pero más todavía con cantidad de anécdotas y situaciones mi-núsculas en las que se vio involucrado y le dan carnadura a la asechanza del momento. Así, el inhabitual llanto de su madre al enterarse de que una amiga figuraba en la lista de los cesanteados del magisterio por sus ideas opuestas a las de los nuevos gober-nantes (página 123); o el silencio, más que la estupefacción, con que fue recibida, por él y sus condiscípulos –era mediados de 1944–, la noticia de que el Colegio Nacional de Buenos Aires pasaba a llamarse Colegio Universitario de San Carlos y tenía a un religioso –al presbítero Sepich– como nuevo rector. O el con-traste que se produjo, en ocasión de una excursión a la que había sido quinta de José Hernández, entre los comentarios adversos que suscitaron las palabras del escritor José Gabriel al referirse a la felicidad que embargaba en la hora a los argentinos –sólo los podemos imaginar llenos de ironía–, y el contento que, ya de vuelta en el ómnibus, los ganó al conversar sobre la rebaja sustan-ciosa de los alquileres (p. 120).

La respuesta a la amenaza de la “Argentina raigal” es lo que empieza a poner en pie al acontecimiento político que quedará trunco. Se trata de una amplia movilización social y política que toma el espacio público y que debe su solidez a que se sostiene en “un sistema capilar que cubrió el país” (p. 38) y en un alto nivel de organización; la amplia sociabilidad que mucho lo complace, y de la que da cuenta a través de los vínculos que cultivan sus padres, da la impresión de servir como trama que en esa circuns-tancia se resuelve políticamente. Todo esto le otorga un protago-nismo a la clase media que nunca antes, y tampoco después, fue igual, al punto de que excede por mucho y posterga a los parti-dos políticos que buscan representarla. Porque fueron colocados fuera de la ley por la intentona fascista pero, incluso más, por el desprestigio que arrastran después de más de una década que, si no fue de colaboración con un régimen fraudulento, fue sí de-mostrativa de impotencia, los partidos políticos y sus líderes son

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reemplazados por las organizaciones de la sociedad civil en la que las clases medias son claramente preponderantes. A nadie se le habría ocurrido algo parecido al “Que se vayan todos”, pero los relegaban como furgón de cola. En otro libro, La democracia de masas de 1972: “En lugar de la máquina radical […] enfrentaban ahora al gobierno organizaciones que eran expresión más directa de ellas, desde los colegios profesionales nacionales y provin-ciales hasta asociaciones culturales y centros de comerciantes de pequeñas ciudades provincianas, cuyos conflictos con los pre-potentes agentes locales del nuevo orden recibían una difusión periodística que solía incitarlos a actitudes cada vez más altivas.” (p. 46) Muy parecido había escrito en “Crónica del período”, el texto de Sur, donde agregaba: “[…] es toda la clase media la que se levanta en lucha. ¿En favor de qué? De la vigencia de la Constitución, de una democracia no fraudulenta pero tampoco demagógica, en suma, de su derecho a gobernar el país.” (p. 142) En Son memorias, con sus vivencias personales en la delantera, son los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, la FUBA y más en general todos aquellos que revisten en “el imponente aparato educativo”, quienes conforman el núcleo más duro de la llamada Resistencia. Así, al calor de la liberación de París –de allí toman el nombre que los identifica–, de las derrotas que se precipitan para el Eje, se sale de una situación defensiva con la confianza de que la victoria les pertenece, de que se encuentra cercana su hegemonía. “Al finalizar 1944 nuestra confianza en el nuevo Zeitgeist era ya tan sólida que partimos a Punta del Este con la convicción de que a nuestro retorno asistiríamos a cambios cuyos alcances habrían de exceder en mucho los de los conflictos que nos habían obsesionado en el año que se cerraba, y en que la victoria se estaba revelando mucho más fácil de lo que nos había-mos atrevido a esperar” (p. 131). No nos confundamos, parece que Punta del Este no era lo que hoy, tampoco lo que en el último ayer; más agreste y quizás excéntrica que distinguida, uno de los

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principales dirigentes del Partido Comunista, Rodolfo Ghioldi, también tomaba su descanso en esas playas. Bajo una sombrilla y distendido –aunque “proclamando su exasperación”– lo recuerda Halperin en ese verano promisorio.

Es tanta la fuerza de esa oleada social que los lleva a rechazar todo entendimiento con el régimen que, consideran, está desti-nado a morir en lo inmediato, como sus modelos europeos. Por eso, mientras Perón deja caer en desgracia a la tendencia católica integrista –los llama “los piantavotos de Felipe II” pero esto no lo recuerda Halperin, sino Jorge Abelardo Ramos quien también fue, apenas unos años antes que él, alumno del Buenos Aires, hasta que lo expulsaron– y busca la forma de arribar a una salida deco-rosa y que los deje conformes, la clase que se concebía en irremi-sible ascenso político no presta oído alguno a esos ofrecimientos pactistas. “Los grupos que habían sentido la amenaza de la restau-ración del nuevo y viejo orden, aspiraban también, a su manera, a una nueva distribución del poder político en la Argentina; no que-rían que la aventura totalitaria terminase con una restauración de los viejos políticos, y menos aun con una alianza entre viejos po-líticos y jefes fascistas a medias arrepentidos” (p. 36). “Pidiendo una democracia honrada, la resistencia pedía a la vez el gobierno para los grupos que la integraban” (p. 39). Era “el dictamen de la historia universal” –escribe en La democracia de masas– lo que condenaba al experimento fascista y hacía “demasiado exaltadas” las esperanzas de “nuestras clases medias” (p. 47). Con semejante jugador a favor, no había necesidad de negociar. Queda resonando con demasiada fuerza el adjetivo “petulante” para que se lo repita en menos de ocho páginas, pero así lo hace en la crónica de 1961: “la optimista, la petulante resistencia de las clases medias”.

Aunque Halperin no es favorable a los contrastes drásticos, la movilización que nos ocupa también sobresale en su perspectiva, porque se destaca de un fondo, el de la década de 1930, al que interrumpe abruptamente. Las dos “oleadas populares del año

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1945” chocan con la “atonía política”, con el clima que rodea incluso al golpe del 43 y que se hereda del período previo, tal como lo señala en la primera página del libro de 1972. “Encon-tramos aquí un rasgo permanente de este período: la debilidad de todas las actitudes políticas que no son expresión de las clases privilegiadas tradicionales” (p. 121). Cautiva de esa situación, la “opinión pública” había quedado “resignada a todo y despojada de las últimas ilusiones que podía haber conservado acerca de la calidad de sus gobernantes”. Junto con ella, incluye en este cuadro de “energía igualmente escasa” (p. 121), al radicalismo, al socialismo, al comunismo, al movimiento obrero… Parece por lo menos injusto Halperin, pero cuando se ciñe mejor al período posterior a 1936, es decir, una vez que fue superada la crisis eco-nómica y a punto de terminar su mandato Agustín P. Justo, ya la impresión puede ser otra. Un poco más, también porque suma a lo que nos interesa, cuando el foco está puesto sin ambages sobre la clase media que, así se dice en Historia Contemporánea de América Latina, sencillamente había atravesado “quince años de apatía” (p. 390). El espectáculo de masas que produce el Con-greso Eucarístico de 1934, aunque tuviera los rasgos también de una movilización, se le ocurre como un signo relevante de esta “atonía”. Importantes contingentes de la clase media que preten-dían olvidarse de sus pilares identitarios se vieron envueltos en él; incluso el mismo niño Tulio Halperin Donghi junto con su hermana hubiera tomado su primera comunión, en ese marco de masas y en los bosques de Palermo, de no haber sido por una súbita enfermedad; a la vez que desconocía que su familia era predominantemente de “origen judío”. Que el triunfo en las elec-ciones presidenciales de 1937 del candidato de Agustín P. Justo, Roberto M. Ortiz, se produjera “gracias a una orgía de violencia electoral sin precedentes” (p. 388), y que esto no empujara a nin-guna reacción cierta, de un mínimo vigor, es otro resultado de la indiferencia y la resignación extendidas. Formas “patológicas” y

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desvitalizadas” de la realidad escribe en 1961. La conclusión va para nuestro Guinness: los treinta son los años en el que “el pulso de la vida política argentina alcanzó tono insólitamente bajo” (p. 135). ¿Influyó esta carencia de quince años, de una gimnasia de movilización y de política, en la posición ensoberbecida de la cla-se media, que hizo imposible alguna transacción con el gobierno nacido de la revolución de junio de 1943 y del que abundaban señales de su repliegue y otras, menos es cierto, de los flamantes fervores que cosecha? Aunque planta los dos problemas, Halpe-rin no los une; además, nada le interesa menos que las “autocríti-cas” escribe en Son memorias.

La “oportunidad perdida”

La Marcha de la Constitución y de la Libertad, ocurrida el 19 de septiembre de 1945, marca el punto más alto de esa “oleada po-pular” que se inicia el año previo, tanto que el desplazamiento de Perón del poder que ocurrirá veinte días después puede ser eva-luado como un resultado de esa demostración de poderío. De toda esta escalada de la clase media que recuerda, acentúa y pone por escrito Halperin, sólo esta Marcha se destaca con algunos rasgos propios en los libros de historia y en las memorias que tienen una autoría que no sea la suya. Fenomenal es la descripción que hace Félix Luna en El 45 e incluso ronda por momentos de cerca el asunto que nos interesa. Por ejemplo, cuando señala que sólo con la presencia de una población de “clase media para arriba”, que efectivamente predominaba –o, como se los caricaturizó, que lle-gó y se fue en auto y por eso la huelga de los tranviarios, declara-da ex profeso, no los afectó ni un poquito–, no se hubiera llegado a los 200.000 manifestantes. Magníficas las dos o tres pinceladas de Estela Canto en Borges a contraluz. Permítasenos: quien le había dedicado El Aleph meses antes, en avances de un noviazgo

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que ya había empezado a declinar, no concurre por un “ataque de varicela” pero sí lo hacen su madre Leonor Acevedo y Bioy Ca-sares. Ella, no obstante, marcha junto con Eduardo Mallea y con Leónidas Barletta a quien recuerda arengando a los muchachos que permanecían al parecer tan sólo indiferentes a esa imponente movilización, al grito de “¡Vamos muchachos, únanse a las filas de la democracia!”. Hostil era la mirada que le lanzaban como toda respuesta, trepados a los faroles, sentados en los bancos de las plazas, torvos. Descubre Halperin que Alicia Jurado partici-pó, al igual que él, en la toma de la Facultad de Exactas en los primeros días de octubre y que también ella terminó presa. No se olvida Jurado, en sus páginas autobiográficas, que Perón trató a los estudiantes de “oligarcas” y “pitucos engominados”, cuando “la inmensa mayoría provenía de los diversos estratos de la clase media”; no obstante, se hicieron cargo de esa acusación y con la melodía de “Los tres alpinos” concluían afirmando que “ningún tirano nos domina”. Define a la vez a esos días como de mara-villosa “camaradería” y de “fraternidad”. Pero, a esto queríamos llegar, tanto sus observaciones como las de Luna y Estela Canto no son enhebradas en una movilización y una coyuntura mayores; tampoco ponen énfasis en la oportunidad política abierta para la clase media como su sujeto indiscutible, ni le dan el alto signifi-cado político –casi el de una batalla– que es lo que importa en la lectura que seguimos. Es sólo un acontecimiento en retirada, con poco presente y sin futuro. Era otra cosa lo que esperaba Halperin cuando permitió que le tomaran una foto, desaliñado y con barba a medio crecer, recién salido de la cárcel. De todas formas la guardó y se reproduce en Son memorias.

Vale reparar aquí en la incisión sobre la que se sostiene el argumento de Halperin; nos referimos a la que desmarca a esa amplia movilización, pública y subterránea, que se desenvuel-ve por más de un año contra el catolicismo restaurador y contra Perón, de las clases conservadoras tradicionalmente dominantes,

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en otros términos, de la oligarquía, puesto que en la inmensa ma-yoría de las interpretaciones sobre esos años son quienes prota-gonizan la oposición. Reconoce Halperin el riesgo que corrió el accionar de la clase media ante “las tentativas reaccionarias de confiscar el movimiento en provecho propio” (p. 38), influencia que, de hecho, le hizo postergar –también por mirarse en el espe-jo europeo de la Resistencia en lucha contra un enemigo externo– un programa de reformas sociales, poniendo el eje tan sólo en la Constitución, en la vigencia de formas políticas e institucionales que dejaran atrás toda “demagogia plebeya”. El error mayor, así se le ocurre en el escrito de Contorno, fue suponer que esa in-terpelación sólo política bastaba “para traducir las aspiraciones de la mayoría del pueblo argentino” (p. 38). Pero si lo plantea de esa forma es porque al menos hasta el 17 de octubre de 1945 se empeña en reconocerle su carácter propio, su otra marca de clase. Que Félix Luna le otorgue la importancia que le otorga a que el embajador estadounidense Spruille Braden fuera uno de los ma-nifestantes de la Marcha de la Constitución y de la Libertad –o que la misma se hiciera más abigarrada aun al cruzar por Callao la avenida Santa Fe, ya que tenía como meta la Plaza Francia–, sería una resultante discursiva y analítica de la derrota que pron-tamente sucederá. Para Halperin es más importante recordar, más allá del dejo de ironía con que lo hace, que los “gigantescos car-telones” que portaban los manifestantes habían sido confecciona-dos por los “incansables aprendices del taller de Antonio Berni” (p. 160). Incluso el libro más importante que se ha escrito entre nosotros sobre la historia de la clase media, el de Ezequiel Ada-movsky, señala al iniciarse uno de sus capítulos: “Claramente, el 45 había evidenciado una oposición de clase entre los pobres y los trabajadores de nivel social más bajo por un lado, y los inte-reses del gran capital por el otro. En esta oposición, como vimos, una gran parte de los sectores medios se alineó con la clase domi-nante” (p. 265). Si apenas de párrafos, tan sólo de oraciones o de

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observaciones al pasar de Halperin nacieron tesis de doctorado, esto sobre la clase media a lo que venimos abocados no llamó la atención de nadie, como si fuese ilegible. De convencer ni hable-mos. No sería sencillo desagregar los desplazamientos que hacen que no quede rastro de todo esto en el libro por tantos motivos relevante que dirige Juan Carlos Torre sobre los años peronistas para la colección de la Nueva Historia Argentina en 2002. Quizás contribuyó a su borramiento –o a esa invisibilización que se les suele reservar sólo a los “oprimidos” de la historia– la concep-ción que postula como inexorable que de una forma y de ninguna otra, se entiende, con el peronismo, ocurriera la conquista de la “ciudadanía social”. Sin ser ni un poquito amigo de las explora-ciones contrafácticas, Halperin señala en Son memorias que “su sorpresivo desenlace estuvo menos rígidamente predeterminado de lo que estamos inclinados a creer después de seis décadas de vivir con sus irremovibles consecuencias” (p. 154). Melancolía y sangre en el ojo. Como si se resistiera a creer durante varios días el resultado electoral, en pantuflas, diario en mano y des-peinado, recuerda el escaso margen de votos con que la fórmula Perón-Quijano se impuso a la de la Unión Democrática. No es-taba escrita la derrota, insiste en que obró la contingencia, que el “desenlace estuvo en mano de los dioses” (p. 146).

Anclado en esa lectura netamente política y casi orgullosa, no obstante hay algo que lamenta Halperin, en particular en los artículos de Contorno y de Sur, porque luego este asunto no deja más huellas. Fue una “oportunidad perdida” la de la coyuntura 1944/45, porque en la medida en que el peronismo como mo-vimiento de masas nació de una tentativa fascista “impidió una alianza entre todos los grupos ascendentes en la sociedad argen-tina, a los que nada sustancial oponía y que sin embargo choca-ron decisivamente en 1945”. La animadversión que despertó esa marca de origen privó de cuadros a ese otro grupo ascendente, el obrero, cuadros que fueron reemplazados por reaccionarios y me-

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diocres; careció así de “toda orientación válida y precisa” (p. 53). Conclusión llena de envalentonamiento con que termina el artí-culo de Contorno: por este camino la “falta de lucidez” de quie-nes dirigieron Argentina hasta 1943 se continúa en los años del peronismo. Algo huele una vez más a la postulación imposible de la Generación del 37 como inteligencia nacional. Dan ganas de saber cómo leyeron esto los hermanos Viñas, Oscar Masotta o Juan José Sebreli. ¿Por qué le pidieron y después aceptaron esta colaboración a quien también había escrito en el número de Sur posterior a septiembre de 1955 contra el que Contorno dis-para? Pero, más que eso, porque es bastante lo que en el escrito de Halperin desentona con el encuadre general que domina ese número de la revista que, con razón, suele ser considerado como la aparición en superficie de una inquietud intelectual que quiere considerar al peronismo sin condenarlo a la irracionalidad, inclu-so como un acontecimiento auspicioso, cosa que permita a la vez encontrar cierta zona de entendimiento. Escribe Halperin, ya en 1980, que mientras para los más jóvenes, y particulariza en David Viñas, contemplar al peronismo “desde la orilla” significaba un “sacrificio afrontado por deber”, en tanto se renunciaba a “cosas muy divertidas”, para José Luis Romero –y ésta, a todas luces, es la posición que le es afín– nada era de esa forma, en tanto esa “Argentina en eterna fiesta” nunca podía atraerlo. Tentados estamos de levantar el dedo y decirle a Halperin que no sólo por la marca fascista en el orillo no se produjo el acercamiento, que recuerde lo que él mismo escribió sobre el error de sobrevaluar el programa político y dejar de lado, como una laguna, el social. Pero, nos enredamos, sabemos que no es una cuestión de pro-gramas. Después de todo, no es lo que se propone este escrito, aunque seguro que los contornistas algo le dijeron. Incluso mur-mura Halperin que algo se vio perturbado aquel 19 de septiembre cuando sortear eficazmente una huelga de trabajadores se convir-tió en el signo inequívoco de la contundencia de esa marcha con

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que se creía coronar. Califica de “irreal” y “ominosa” (p. 154) a esta situación, pero esto lo escribe en Son memorias y ahí ya no se lamenta de nada… En “Crónica del período”, otra vez en Sur, prosigue la conversación: si hubo “defección” de la clase media al mantenerse en su “cerrada hostilidad” fue porque “el régimen parecía complacerse en ofender innecesariamente –y con muy escasa previsión de sus necesidades futuras– a este sector al que ningún motivo fundamental de oposición separaba de la nueva situación”. En la afirmación de un bloque social y político que estaba, objetivamente parece evaluar Halperin, destinado a aliar-se, termina por alcanzarse una coincidencia con los jóvenes de Contorno que, sin embargo, ella misma está desajustada. Porque lo que ahí se entrevé es la posibilidad de una alianza entre la clase media y la clase trabajadora, pero es una oportunidad que brilló en el pasado y no se realizó; nada se dice de su posible articula-ción futura, cosa que el frondicismo va a encarnar y a varios de estos jóvenes escritores les interesará hacer esa apuesta. No así a Halperin; su entusiasmo político, al partisano nos referimos, fue debut y despedida.

Ahora bien, la contundencia y el enraizamiento de esa ola de movilización social que protagonizó la clase media y que, ha-gámosle decir un poco más de lo mucho que se anima, estuvo a punto de impedir el nacimiento del peronismo, radica en la vitalidad de la que aún gozaban, a contramano de lo que se su-ponía, los mitos del liberalismo entrelazados con la idea misma de la Argentina. “Así negados, los mitos de la Argentina liberal revelaron que no estaban del todo muertos; ellos guiaron al pri-mer movimiento político del turbado año 1945: la Resistencia” (Contorno, p. 35). Más contundente en la crónica que se integra a La Argentina en el callejón: “Luego de haber sido atacados, los mitos de la Argentina liberal se revelaron dotados de un vigor inesperado: toda una clase media que se había constituido bajo su signo veía con recelo profundo la tentativa quizás no totalmente

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abandonada de borrarlo de la memoria nacional” (p. 140). La confianza en el triunfo frente a la intentona católica integrista, in-cluso cierta despreocupación primera ante la amenaza, respondía a la eficacia no sólo simbólica de las promesas del liberalismo, sino a que “entonces podía todavía palparse la sólida estructura de un país que había sido construido para los siglos, y que por esa razón las anomalías y los rasgos patológicos cuya presencia se hacía cada vez más evidente podían aun ser vistos como otras tantas islas dispersas en un mar quizá demasiado tranquilo” (p. 120). Incluso cuando presta atención a la capacidad que tuvo el peronismo, en el momento que sucede al que nos interesa, para ganarse el favor electoral de la clase media baja a través de me-didas económicas, éstas lo manifestaron de manera muy poco militante y casi vergonzosa, “en cuanto implicaba la renuncia a una tradición constitucionalista con la que la mayor parte de esa clase media se sentía hondamente identificada, y –de manera aun más evidente– una suerte de traición frente al enemigo de clase, que (a medida que el peronismo, en su política y más aun en su propaganda, se hacía expresión en los sectores populares) tendía a buscarse en éstos más bien que en los altos” (LDM, p. 45). De otra forma: los cartelones de la Marcha de la Constitución y de la Libertad hechos por los aprendices de Berni tenían impresos los rostros de Sarmiento, de Alberdi, de Echeverría, de Urquiza en tanto vencedor de Rosas; son esos sus prohombres. Digamos, entonces, que para Halperin existió la clase media como sujeto político porque estaban vivos esos mitos, sin ellos se trataría de otra cosa o de ninguna. Mitos que son eficaces simbólicamente porque no carecen de incidencia práctica. Por eso, aunque el des-enlace que se consumó con el triunfo electoral de Perón fue para los “suyos” –para su clase que poco a poco deja de nombrar como tal– un “desastre” que los condenó a la “marginación”, en un contexto tan adverso como ése, el “mito de la Argentina liberal” seguía regulando zonas de la vida social. Así el joven Halperin,

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un estudiante de la carrera de Historia, tuvo la oportunidad de publicar sus primeros artículos en el diario La Nación, lo que lo lleva a reconocer que “se maravilla una vez más ante el éxito con que en algunos aspectos los constructores de la Argentina moderna habían logrado improvisar un país. En efecto, la red de afinidades y contactos que ya en mis más tempranos comienzos me estaban abriendo tan variados caminos suele estar sólo al al-cance de los herederos de varias generaciones de integrantes de las clases ilustradas, y no sólo ninguno de mis cuatro abuelos había conocido más escuela que la primaria, sino que lo mismo había ocurrido con los padres de la mayor parte de quienes me las abrían” (p. 196).

El entrelazamiento entre la clase media y el mito de la Ar-gentina liberal es tan decisivo para que tome la estatura de sujeto político que, cuando se observa que no vuelve a ser así plantada por Halperin y que se desdibuja ostensiblemente en su narra-ción, obliga a pensar no en una súbita y drástica mutación eco-nómica, sino en que esa relación, quizás demasiado estilizada, se desanudó. Y eso empezó a suceder poco después de la derrota en cuestión. En Son memorias se vuelve clave la desesperación de los “marginados” ante una crisis económica en que se sume largamente el peronismo pero que no logra retraer el apoyo po-pular; por lo tanto, no se termina de visualizar cómo se saldrá de esa situación, cómo se producirá el derrocamiento de Perón. No teoriza Halperin al respecto, sólo aporta pistas, pero lo cierto es que si se enlazan ofrecen un cuadro de descomposición impor-tante. Zumbón, recuerda que, una vez salidos de su aislamiento más marcado, en la vida social que poco a poco recuperan se destaca como una de sus animadoras una hija de Enrique Ban-chs, mucho menos por los sonetos que escribe que por su diestro manejo del “péndulo” con el que escruta el futuro. La pregunta hit, formulada “con esperanza y angustia”, fue a propósito de cuándo llegaría a su fin el “régimen” (p. 276). Otra recaída en el

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irracionalismo: “Mientras la campaña anticlerical arreciaba cada vez más, se multiplicaban también los signos de que comenzaba a serpentear aun entre las franjas más secularizadas de la oposición una delicada nostalgia por la fe perdida” (p. 290); además de su madre, se refiere a Beatriz Giusti “que desde tiempo inmemorial había abandonado toda vida de devoción”, emocionada en la nue-va hora ante el Sagrado Corazón de Jesús que “salvará al pueblo argentino”. En clave estrictamente política lo piensa en 1961: de casi ser hegemónicas, las clases medias pasaron a ser “masa de maniobra de la oposición conservadora” y tendieron “a adoptar, no sin algún esnobismo, actitudes de protesta aristocrática frente al tono plebeyo del nuevo régimen” (p. 165). Algo similar al es-panto se apodera del joven Halperin cuando, días después del 16 de septiembre de 1955, toma conciencia de que el general Eduar-do Lonardi, a través de su esposa, se encontraba emparentado a quienes habían llevado adelante la ofensiva restauradora católica, ésa que había querido enterrar para siempre a todo lo que oliera a iluminismo y modernidad en Argentina, es decir, con lo que este cuento empieza. Por lo tanto, no hay motivo para contentarse de-masiado con lo que sucede al peronismo en el gobierno (p. 297). Si para salir de su condición de derrotados, los integrantes de esa clase media que acarició el poder se vieron empujados a realizar estas alianzas, a despojarse de sus mejores prendas culturales y políticas, no queda más que aceptar que el sacrificio había sido demasiado grande, tanto que el sujeto social y político en cues-tión no vuelve a levantar cabeza.

La diferencia, hacia arriba y hacia abajo

Se vuelve poco menos que imperioso, antes de ir nuevamente a 1930 para perseguir otros rastros sobre la clase media, que volva-mos a un problema –una diferencia– que habíamos dejado muy

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rápido de lado en esta exposición que estamos haciendo de Hal-perin. En el escrito de Contorno de 1956, sólo cuando hace el primer planteo sobre la fronda en cuestión se refiere a su capa “superior y profesional” como a aquella que la motoriza, pues de inmediato diluye esta especificación en el colectivo mayor. Sin embargo, aunque sostenidamente la clase media, sin mención a sus estratificaciones, será la protagonista de esta situación, la imagen que de ella traza Halperin está hecha a semejanza de ese grupo del que él y los suyos forman parte. Ahora sí lo estamos forzando. “Superior y profesional” es, sobre todo, decir de for-mación universitaria, imbuida en los valores y patrones de con-ducta que se desprenden de esa mitología de la Argentina liberal, que transita el denso mundo de la educación en un país que se vanagloriaba de contar con más maestros que hombres de armas. Tal como si en la coyuntura 1944-45 ésa fuera la fracción que ejerciera la dirección del conjunto de la clase media, que le da su particular consistencia. La visión “estilizada” que señalábamos es un efecto de ese predominio que no es el que definirá a la clase media en coyunturas más recientes en las que saldrá a la palestra. A la vez, quizás la atribución a la “oligarquía” de ese proceso de movilización social contrario a Perón sea también resultado de esa peculiar articulación de la clase media, de un predominio que era flamante, con una coloración propia y que pronto se desvane-cería. En este sentido, Son memorias está cargado de marcas que buscan distinguir la experiencia social del autor y, por lo tanto, de la fracción de clase que integra, de las acomodadas y efectiva-mente dominantes; y, a vuelta de página, esa distinción también se traza en relación con las capas de su clase que más se acercan al mundo popular. Evidentemente es mucho lo que se juega en la búsqueda de esa diferencia, hacia arriba y hacia abajo. Así, este libro de Halperin empieza con el intento de un tono posible para estas memorias que de inmediato abandonará. La primera oración refiere a Borges, ya que a Halperin le contaron que nació

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“en una casa de la calle Gurruchaga, situada en una de las veredas de enfrente que según el verso de Borges le faltaban a la primera manzana de Buenos Aires”. Esta toma de distancia respecto del escritor cuyos antepasados lo enraízan con la historia patria –de la plenitud de la manzana fundacional y mitológica al vacío del lugar negado– es subrayada con la rudeza de los hechos, en tanto su madre y su padre “descienden” de los barcos y recién entre el fin de siglo XIX y el Centenario. Pero, agreguemos, la resolución espacial de la distancia social también lo aleja de La Boca, ese otro espacio de la ciudad que tensa la “Fundación mítica de Bue-nos Aires” escrita por Borges. Otro rulo: descienden de los barcos pero en segunda, porque sus abuelos encontraron la manera “de eludir para su familia la última humillación que hubiera signifi-cado el pasaje de proa” (p. 22). En páginas muy próximas aclara que la experiencia de los suyos tampoco conoció “la nota sórdida en la melodía de fondo que acompaña a la entera novelística de Arlt” o la de esos inmigrantes que, una vez devenidos peque-ñoburgueses, ante las frustraciones y la inadecuación, añoran el conventillo (p. 17). Su padre sí supo de la estrechez económica pero eso no impidió que hiciera estudios secundarios en el “Co-legio Nacional Rivadavia”; señala Halperin que el ambiente no era el más adecuado –“estaba lejos de reinar el clima propio de una empresa civilizatoria en su etapa pionera”–, al punto de que uno de los pocos recuerdos que le transmite es de lo sucedido con un profesor de Inglés que durante un mes sólo les habló en ese idioma. Los alumnos, creyendo que sólo hablaba esa lengua, empezaron a “dirigirse a él en los términos más procaces que conocían de la jerga porteña”, hasta que el profesor se fastidió y también demostró lo bien que los dominaba. La diferencia: “Pero no faltaban entre los estudiantes del Rivadavia quienes buscaban más anchos horizontes intelectuales, y con ellos papá participó en la formación de una asociación que llegó a publicar el pri-mer y también único número de una revista para la cual él escri-

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bió el manifiesto de presentación” (pp. 29-30). Clase media sin plebeyismos. Metidos a pleno en la “aventura del ascenso” y la búsqueda de la “respetabilidad”, es una obsesión para sus padres que a través de la radio no penetre el tango en su casa. El primer grado lo hace en la escuela pública que le corresponde en el ba-rrio de Almagro; sin embargo el vínculo con esos condiscípulos de extracción social inferior no traspone los límites de la escuela. Se mudan una y otra vez porque no son propietarios, pero llegan a tener dos empleadas y una vez que Ernesto Palacio –hombre de la “Argentina raigal”– pasa por la puerta de su casa de Bel-grano no puede evitar exclamar, “entre admirado y burlón”, lo bien que viven los profesores… Al Buenos Aires ingresa sin dar examen como, nos cuenta, lo hacía una “cuota de aspirantes que eran aceptados arbitrariamente por las autoridades de la casa” (p. 91). Su privilegio no fue resultado ni de la posición económica ni de alguna influencia política; podríamos decir que de los libros y de esa sociabilidad que era parte del estrato “superior y profe-sional” de la clase media. Su madre había editado dos volúmenes para uso escolar a través de la Librería del Colegio, entonces el gerente lo recomendó al director del Colegio. Acomodo letrado. Ya en su división, la primera, se ensañan con un condiscípulo que “tenía un inconfundible aire de niño rico” y había aparecido en los diarios como “exitoso participante en torneos infantiles de golf ” (p. 91). Pone distancia para un lado y de inmediato para el otro Halperin, en un esfuerzo por balizar una franja social que es difícil que hoy concibamos de la misma manera, por lo tanto se nos escapa, se vuelve incluso inverosímil. A la vanguardia de una lucha social y política más vasta.

Ahora sí. Recién en el último tramo de la obra de Halperin las consecuencias del golpe del 6 de septiembre de 1930 resaltan de una manera tal que permiten abrir una nueva interrogación, quizás un poco más también, sobre la clase media. No se trata, como podría imaginarse, de un ramalazo sobre su pensamiento

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producido por la frágil recuperación democrática de 1983. Sólo se advierte en La República imposible (2004) y se continúa, de nuevo fundamental, en Son memorias. Conclusivo como no suele serlo y con aire sarmientino, allí escribe que es en la “llamada década infame” donde “creo escondida la clave del enigma ar-gentino”; también “el nudo y la clave de la crónica crisis polí-tica que nuestro tormentoso siglo XX acaba de legar intacta a su sucesor” (pp. 304-305). Aunque la relevancia del asunto así presentado no podría ser mayor, tanto en un libro como en otro el nuevo acento puesto en el golpe del 30 y en la década que inaugura no se integra del todo al cuerpo argumentativo que en ellos se desarrolla, ya que donde con mayor nitidez aparece es en los respectivos epílogos. En el del libro de 2008 agrega que en esos años pudo apreciar entre los suyos cómo se aprobaba, con más o menos entusiasmo y sin ningún “sentimiento de culpa”, el “ejercicio de marginación y humillación infligido a la mitad de sus compatriotas”, es decir, a los radicales yrigoyenistas. En correspondencia, desde ya, con lo que era extendido en la socie-dad. En La República imposible la inquietud está puesta en las consecuencias duraderas que nacerán de esta forma de tratar a los derrotados radicales. Entre paréntesis: mientras que a lo largo de los capítulos de Son memorias, “marginación”, “humillación” y “derrota” es lo que afectó a la clase media que creyó alcanzaría por fin el gobierno en la situación de los años 1944/45, en sen-dos epílogos las mismas palabras sirven para describir, como un antecedente trastocado, a la otra mitad del país, compatriotas. La “larvada guerra civil” que, con señal de largada en 1930, sólo había hecho aparición en el artículo de Sur de 1961 y en el libro que la recoge, y era parte sustancial de lo que llevaba a Argenti-na a su callejón, adquiere ahora contornos más nítidos, incluso dicotómicos, que ponen en primer plano lo que antes sólo había sido señalado entre otras muchas cosas y sin jerarquía propia: los protagonistas de la nueva hora política nacida del golpe del 30,

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sostenidos por “el odio tenaz de los grupos privilegiados del país” (p. 105), se condujeron con “una dureza extrema hacia los ven-cidos, que pudieron conocer, entre otras innovaciones políticas inesperadas, el uso sistemático de la tortura” (p. 112).

Quizás valga para entender qué fue lo que demoró que se vuelva tan segura esta apreciación sobre el significado de 1930 y de la “llamada década infame” reparar en el vínculo que para Halperin nunca fue terso entre las clases medias y el radicalismo. Es sentido común, con no poca validación académica, el aserto que indica que el radicalismo fue el vehículo del ascenso polí-tico de las clases medias. Va un ejemplo que no es al voleo ya que podrían ser muchos otros: se escribe en una editorial de La Nación de febrero de 2016 que “el Bicentenario de la Indepen-dencia nacional coincidirá con un aniversario relevante para el orden constitucional que selló la incorporación definitiva de las clases medias a posiciones de poder. En 2016 se cumple el cente-nario del advenimiento a la Presidencia de la Nación de Hipólito Yrigoyen, uno de los líderes fundadores de la Unión Cívica Ra-dical”. Bueno, Halperin nunca consideró el asunto de esta ma-nera; casi que Yrigoyen y el radicalismo son la piedra de toque que enciende esta mirada que venimos atendiendo, atrabiliaria y discordante. Arma desde el vamos otra situación: “Las relacio-nes de la nueva clase media con el partido que supuestamente la representaba, el radical, fueron siempre, y no por casualidad, ambiguas. El radicalismo, al proclamarse representante de la Na-ción y no de uno de sus sectores, hacía algo más que sucumbir a una ilusión propia de los movimientos políticos de clase media; reflejaba a la vez un dato real de su propia estructura, en la cual la clase alta tradicional tenía gravitación importante en el nivel dirigente, en tanto que los sectores populares daban el tono a casi toda la máquina partidaria” (Crónica…, p. 101). Los marcados tonos plebeyistas del radicalismo se llevaban de punta con ese mito de la Argentina liberal que alimentaba a la clase media que

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le interesa a Halperin. Si el radicalismo no se conformaba con re-presentarla sólo a ella, la clase media tampoco estaba convencida de que ese partido fuera la mejor alternativa para desempeñar ese papel. Por eso, añade, en 1928 los dirigentes que le podían ser más afines acompañaron a la fractura antipersonalista, la de Melo y Gallo, apañada por Alvear. El resultado electoral, se sabe, en nada los favoreció y sin que sea directa la conclusión, Halperin agrega que de este modo nos encontramos ante “una clase media a la que la democracia de sufragio universal parece privar del pa-pel políticamente hegemónico que esperaba del futuro” (p. 103). Imposible atenuar la relevancia de este desajuste que es también un malestar de esa clase con la ley Sáenz Peña; sobre esto mismo vuelve en La larga agonía de la Argentina peronista, libro de 1994 sin dudas tomado por la decepción más franca respecto no sólo de la parábola descripta por nuestro país en el siglo XX, sino por la de la democracia renacida. Aunque, aclaremos, a diferencia de quienes lo consagraron en el campo historiográfico y cultural, Halperin no se mostró particularmente expectante respecto de las posibilidades que ésta introducía, ni siquiera en su momento de mayor enjundia alfonsinista. Refiriéndose a los “intelectuales y profesionales surgidos de las nuevas clases medias”, señala que “dejados de lado por una reforma electoral que –al hacer súbita-mente verdad el sufragio universal hasta entonces tergiversado en los hechos– aseguró que la Argentina iba a pasar de largo por esa etapa en la marcha hacia la democracia que es la de participación limitada” (p. 14). Eso llevó a que esa clase, o la fracción de ella que entendió en su momento como más propia, buscara salidas políticas por fuera del sufragio universal, en circunstancias tan di-símiles como los argumentos que se esgrimieron. Así 1930, 1945, 1955, 1973 quedan montados por única vez en un mismo arco, el de la participación activa de la clase media en la búsqueda de alternativas políticas que eludieran el veredicto de las urnas. Golpes o intentos de revoluciones, de tomas del poder. Aunque

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quizás no haga falta, agreguemos que apenas meses después del 19 y 20 de diciembre de 2001, en una entrevista que le hace Pa-blo Chacón, afirma Halperin que la ley Sáenz Peña fue “un error de cálculo” y, brotado como estábamos todos, dice no entender cómo no se va más gente del país…

“En la intemperie de la historia”

Entonces: identificada plenamente la clase media de Halperin con ese sector “superior y profesional” no plebeyo, distante o directa-mente enemistada con el radicalismo yrigoyenista, no habría pa-decido especialmente el golpe del 30, ya que incluso fue parte de su masa de apoyo o permaneció en la neutralidad. Luego ocurre, para entroncar con lo que veníamos desarrollando, esa larga dé-cada que caracteriza como de “atonía política” y falta de vigor sin igual en la escena política y social argentina; para que después se lance a su aventura política más propia, la de la coyuntura 44/45. Todo así, tal vez con un acento que algo varía pero no mucho más, hasta que surge la nueva lectura sobre los treinta. Ahora bien, si-gamos otra pista, la última. Porque esta vuelta de tuerca interpre-tativa irrumpe atada a un nombre propio, el de Francisco Urondo. Si había llamado la atención que en un artículo crítico sobre la empresa historiográfica del revisionismo, Halperin hiciera una muy alta valoración, desacostumbrada en él, de la poesía de este escritor y militante que figurará entre los desaparecidos y asesi-nados de la última dictadura militar, así como quizás también que en La larga agonía de la Argentina peronista citara un verso suyo a propósito del desfallecimiento del radicalismo en la década en que se lo relega, en La República imposible ya se trata mucho más, porque allí rescata la imagen que produce de ese partido y de sus militantes en relación a cómo sobrellevaron la humillación y la marginación, la derrota. Y, aunque se haya escrito que el título

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de su último libro es de inspiración discepoliana, Son memorias se llama así por cómo nombra Urondo una sección de su obra poética reunida en 1972. La relevancia que adquiere su figura se empieza a explicar porque su padre, Francisco Enrique, adhirió activamente al reformismo universitario y llegó a ser un “presti-gioso profesional y docente de la Facultad de Ingeniería Química de la ciudad de Santa Fe”. Descendido también de los barcos, aunque desconocemos en qué clase, conquista una respetabilidad social sobre parámetros que no parecen ser muy distintos a los de los padres de Halperin, alcanzando incluso reconocimientos ma-yores. Ahora bien, sin que se permita sospechar su inclinación a favor de algo parecido al plebeyismo, Francisco Enrique Urondo fue también un militante radical yrigoyenista. En la poesía de su hijo quedarán huellas seguras de la violenta historia que envolvió a su familia después de 1930, lo que señalará para él “el ingreso pleno en la intemperie de la historia”. Sin una resonancia tan am-plia, también es clave en esta nueva lectura de Halperin la figura de Alcides Greca, “gran universitario y jurisconsulto de una capi-tal de provincia”, ligado al reformismo del 18 y legislador por el radicalismo yrigoyenista, que será arrastrado, luego de su capri-choso apresamiento a finales de 1933, de prisión en prisión hasta pasar una temporada en la de la isla Martín García, destino que cincuenta años antes había sido de los indios capturados por el ejército argentino, tan parecidos, por su condición de derrotados, a los que Greca registró en esa película fundamental que es El último malón. Por lo tanto, es la escena del 30 la que produce una primera ruptura ya no tan sólo en la más vasta clase media sino en la fracción de la clase a la que pertenece Halperin que, si no se replica completa en el 45 –el padre de Urondo se encontrará muy cerca de las filas de la Resistencia; Alcides Greca no–, permite ver que esa homogeneidad no era del todo cierta.

Pero la consecuencia más notable es la que se plasma, aho-ra así, en la deriva de Francisco Urondo, ésa que lo lleva de un

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pasado familiar de ascendente clase media universitaria aunque de militancia yrigoyenista, a sumarse a la lucha armada a través de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y de Montoneros hasta caer abatido en un enfrentamiento con la policía en Guaymallén, provincia de Mendoza. Para Halperin lo que explica esa trayecto-ria es el hartazgo con el Partido Radical que había sido el de sus mayores, pero también con una posición, la de “aguantar civiliza-damente” que, aunque no lo diga del todo, es la de la clase media, que le incumbe entonces también a él y a los más cercanamente suyos. En pos de mantener su dignidad, ante una u otra circuns-tancia de vejación política, ha optado por disimular las afrentas, para no asumir hasta las últimas consecuencias el drama de Ar-gentina en el que se encuentra envuelta de pies a cabeza. La “ato-nía política” de los treinta se vuelve impotencia de un partido y de una clase que, en la poesía de Urondo, tiene un nuevo resonar en el derrocamiento sin mayores repercusiones de Illia. Así, ago-tado y un poco más del civismo radical, del respeto soso por las instituciones burladas por los realmente poderosos, ganado por “la impaciencia por andar degollando a esos palafreneros/ que sacan a los presidentes de un brazo/ en las madrugadas/ tan por-teñas”, como no se habían atrevido a hacer los suyos, Francisco Urondo se une a la guerrilla. De este modo, los “anuncios de una primavera de sangre prodigados por los feroces coros montone-ros”, así se señala en La larga agonía de la Argentina peronista, y la violencia que es frívolamente aceptada por la opinión, pasa a contar ahora con una clave de interpretación que, aunque puesta sobre una vida individual, implica de lleno a la clase media.

“Es curioso lo bien que nos ha ido a todos”. Comenta Halpe-rin la “silenciosa indignación” que experimentó cuando escuchó a un apenas camuflado Ernesto Laclau decir estas palabras en Berkeley, como si se tratara de algo “menos inexacto que va-gamente sacrílego”. Por los datos que agrega parece tratarse de finales de los años ochenta y, aunque la observación se vuelca

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sobre todo a los “intelectuales”, el espejamiento de su biogra-fía con la de Urondo, quizás permite explicar esa incomodidad. Mientras que el ingreso a la intemperie de la historia fue para Urondo en diciembre de 1940, por un crimen del régimen con-servador y fraudulento en Santa Fe, que fue también una herida en el cuerpo de su familia, para Halperin, y lo escribe citando a María Elena Walsh, fue el 17 de octubre de 1945. Una misma fracción de clase y su bifurcación. 1966 para uno fue un empujón más para irse del país en pos de una meta profesional, conjugada en primera persona, que le brinda una intensa felicidad, ya que es después de todo “lo que quería hacer en el mundo”; para el otro, un escalón hacia su radicalización política. En el tramo final de su obra historiográfica que se entremezcla con su vida, pareciera ser que las razones para explicar por qué uno y otro siguieron caminos distintos se le vuelven algo opacas, sólo eso. Aunque sea muy distinto entrar a esa intemperie en un momento o en otro. Dice Halperin que varias veces le recriminaron y también él se recriminó su “tibieza”. Su indagación de la historia –hija de una experiencia de clase, como la militancia extrema de Urondo– fue su manera de desmentirla, también de fugar, como una vanguar-dia o como una patrulla perdida.

¿Algo más? Sí, tres cositas que podrían merecer otro escrito. Nunca de manera alevosa, la mirada que Halperin lanza sobre el pasado argentino se encuentra de alguna forma capturada por lo que significó la derrota del 45; incluso, ese pathos que se le cues-tiona de ironía y distanciamiento, lo es de una realidad política que le dio, en esa situación y de manera sostenida, la espalda. Sin estridencias ni berrinches, pero ineludiblemente ajeno se supo a ella. Otra: que el proceso de privatización de la vida pública que se acelera a partir de la última dictadura y produce la decadencia del sistema educativo público –si interesa, esto lo propone en las últimas páginas de La larga agonía de la Argentina peronista– volvió a la clase media un fantasma maltrecho en relación con lo

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que había sido. Parecido a la clase obrera que ya no se alimenta de esos otros mitos que alguna vez fueron fundamentales, ambas “desintegradas” y “anémicas”. Quizás fue por este mismo diag-nóstico que no se dejó entusiasmar por la experiencia social y po-lítica alfonsinista, para escribir en esos años uno de los textos más punzantes, que no tiene más reparo que su propia dificultad para ser leído, en hacer añicos la mirada sobre el pasado que se quería legitimara a ese momento político. Nos referimos a “El presente transforma al pasado”. Así como en 1951 no dudó en construir una imagen de Esteban Echeverría que en nada le servía a la opo-sición al peronismo, en la coyuntura de la tenue primavera de-mocrática, se debe mucho más a la historia y, digámoslo así, a la inteligencia que lo asiste, que a lo que necesitan para mantenerse en pie ese proceso político y lo que queda, desarreglado, de su clase. Por último, una parte en nada menor de lo que se produjo entre 2001 y este presente parece moverse por los andariveles de esta narración, sobre todo en lo que hace a las escisiones y en-frentamientos que para Halperin caracterizan a la historia posible de la clase media argentina.

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¿Qué quiere la clase media?Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2016en Gráfica MPS, Santiago del Estero 338, Gerli, Lanús, Provincia de Buenos Aires, Argentina.Opcional con Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.Distribuye en Capital Federal y GBA: Vaccaro, Sánchez y Cía. S. A.Distribuye en interior: D.I.S.A.

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