La paradoja del comediante - DDOOSS

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LA PARADOJA DEL COMEDIANTE DENIS DIDEROT CON UN ESTUDIO PRELIMINAR DE JACQUES COPEAU Título del original francés: PARADOXE SUR LE COMEDIEN Ediciones elaleph.com

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D E N I S D I D E R O T

CON UN ESTUDIO PRELIMINAR DEJACQUES COPEAU

Título del original francés:PARADOXE SUR LE COMEDIEN

Ediciones elaleph.com

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reflexiones de un comediante sobre" la paradoja" de Diderot

por

Jacques Copeau

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Un concepto elevado del papel del actor se aso-cia, en Diderot, a la nobilísima idea que éste sustentaacerca del teatro.

El arte del actor -dice- exige "gran número decualidades que la naturaleza reúne tan pocas vecesen una misma persona, que abundan más los gran-des autores que los grandes comediantes". (Diction-naire Encyclopédique. Article Comédien).

"No conozco estado alguno que exija formasmás exquisitas, ni costumbres más honestas que elteatro". (Deuxiéme Entretien sur le Fils naturel).

Diderot llega hasta a encarar un resurgimientoteatral, desde el punto de vista del actor, y llegahasta hacerlo depender del artista mismo. Porque siel poeta confiara únicamente sus obras a hombresrespetables, tendría que respetarlos, primeramente. Asíganaría en pureza, en delicadeza, en elegancia. Y,junto con él, saldría ganando el público.

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Uno se siente conmovido al ver cómo honra unespíritu selecto, a los servidores de la escena, exi-giendo previamente de ellos una nobleza que lescree obligaciones.

Mas apenas dirige la mirada a la condición delactor y a su carácter, Diderot desciende al pesimis-mo más extremo. Para "una profesión tan hermosa",sólo ve surgir vocaciones en "la falta de educación,la miseria, el libertinaje". Deplora que ninguna doc-trina saludable sea puesta en práctica para despertaraquello que la naturaleza no produce por sí misma:"Si vemos tan pocos grandes actores -dice- es de-bido a que los progenitores no destinan sus hijos alteatro; es porque éstos no se preparan mediante unaeducación comenzada en la juventud; es porque unacompañía teatral no es (como debiera serlo en unacomunidad en la que se otorgase a la función de ha-blar a los hombres congregados para ser instruidos,entretenidos, corregidos, con la importancia, hono-res y recompensas que tal función merece), una cor-poración formada, como las demás comunidades,por gente proveniente de todas las familias de la so-ciedad y llevados a escena tal como se dedican aservir, al palacio, a la iglesia, por propia elección o

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por gusto y consentimiento de sus tutores natu-rales".

Diderot podía agregar que los más propensos asanas aspiraciones, entre los estudiantes de arte es-cénico, los menos rebeldes a la disciplina son tam-bién, a menudo, los menos dotados. Podía pregun-tarse si la intensidad de esas dotes no está en razóninversa a cierta inteligencia y ciertas virtudes, y si,por lo mismo, los actores más distinguidos, si bienprestan al teatro el brillo de su personalidad, no se-rán, por regla general, los peores enemigos del artedramático.

Diderot los consideraba "ridículos, cáusticos yfríos, fastuosos, disipados, disipadores, interesados,aislados, vagabundos, vanidosos, insolentes, envi-diosos, presuntuosos", etc... Duda de que esa gentedesdeñable posea un alma. Y, para terminar: "Estánexcomulgados... -dice-. ¿Creéis que las huellas de tancontinuo envilecimiento puedan ser nulas y que,agobiada bajo el fardo de la ignominia, pueda unalma ser tan firme como para sostenerse a la alturade Corneille?".

No es ya a la condición, sino a la naturaleza delactor que él dirige sus ataques. Y no es a la naturale-za corrompida por la función que Diderot instruye

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proceso, sino que declara a la función en decadenciaa causa de la naturaleza viciada del artista. Encon-tramos rencor en este juicio. Es tan apasionado co-mo, en su autor, es grande su amor al teatro.

"Tengo en alta estima el talento de un gran ar-tista -escribe Diderot-, pienso con melancolía que esehombre es raro"...

En efecto, es tanto más raro -y tanto más grandecuando aparece- cuanto el oficio ejercido amenazamás a la persona humana, a su integridad, a su ele-vación.

Shakespeare dice (Hamlet, Acto 2°. Escena II) quela naturaleza del comediante es contra natura, que eshorrible y, al mismo tiempo, admirable. Lo expresacon una sola palabra: Monstruous.

Lo que resulta horrible, en el artista, no es lamentira, puesto que él no miente. No es el engaño,porque no engaña. Tampoco la hipocresía, ya queaplica su monstruosa sinceridad a ser lo que no es; ymenos aún a expresar lo que no siente, sino a sentirlo imaginario.

Lo que trastorna al filósofo Hamlet, lo mismoque a sus otras apariciones infernales, es que, en unser humano, las facultades naturales sean llevadas aun uso fantástico.

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El comediante se expone a perder su rostro, y aperder su alma. Los encuentra falseados o no losencuentra, en el momento en que los necesita paravolver a sí mismo. Sus rasgos no se componen, suapariencia y su verba permanecen demasiado libres,desligados, como separados del alma. El alma mis-ma, a menudo desconcertada en exceso por la re-presentación, demasiado ejercitada, gastada más alláde lo normal por imaginarias pasiones, deformadapor costumbres ficticias, pisa en falso en la vida real.El ser entero del actor conserva, en este mundohumano, los estigmas de un comercio extraño. Alvolver de la escena parece salir de otro mundo.

*El oficio del actor tiende a desnaturalizarlo. Está

en la consecuencia de un instinto que impulsa alhombre a desertar de sí mismo para vivir bajo otrasapariencias. Es, por lo tanto, profesión que loshombres desprecian. La encuentran peligrosa. Leachacan inmoralidad y la condenan por misteriosa.Esta actitud farisaica, que las tolerancias socialesmás extremadas no han suprimido, refleja una ideaprofunda. La de que el comediante hace algo prohi-bido: engaña a la humanidad y se burla de ella. Sussentidos y su razón, su cuerpo y su alma inmortal no

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le han sido otorgados para que disponga de elloscomo de un instrumento, forzándolos y haciéndolosgirar en todas direcciones.

Si el actor es óptimo, es, entre todos los artistas,el que más sacrifica su persona en el ministerio queejerce. Nada puede darnos que no ofrezca en símismo, no en efigie, sino en cuerpo y alma y sin in-termediarios. Sujeto y objeto al mismo tiempo, cau-sa y finalidad, materia e instrumento, él mismo es supropia creación.

Ahí reside el misterio: el que un ser humanopueda considerarse y tratarse a sí mismo como a lamateria de su arte, actuar sobre sí como sobre uninstrumento al cual está obligado a identificarse, sindejar por eso de distinguirse de él: actuar sobre símismo y ser el actuante, hombre común y marione-ta.

Esto es lo que hace decir a cierta gente, paraquien sólo es visible el mecanismo del actor, que lascontorsiones y los trucos que éste emplea nada tie-nen que ver con los procedimientos del arte crea-dor. Resuelven el problema disociando el espíritu dela mecánica y, rechazando al actor, prefieren la ma-rioneta.

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Diderot acepta al artista de teatro. Lo conoce. Lamayoría de las observaciones que hace con respectoa él son justas. De éstas, hubiera sacado sólo con-clusiones razonables, a no mediar ese desorden depensamiento que constituye su debilidad, y esa ma-nía de explotar en forma de paradojas aquello quedistingue su parecer, del común entendimiento.

Exige del actor mucho "razonamiento". A esterespecto, concordamos de buen grado con él, encontra de aquellos que querrían rebajar nuestro ofi-cio considerándolo incompatible con las altas fun-ciones del espíritu. "En ese hombre es necesario unespectador frío y tranquilo...". Se trata del gran ar-tista. Eso significa concederle una facultad que po-see todo artista de jerarquía: "En consecuencia, exijoque posea penetración...". Sí. Pero Diderot agrega:"y ninguna sensibilidad". He aquí la paradoja, que tor-cerá todo. Paradoja que asumió su forma más agre-siva en las observaciones sobre Garrick. Allíleíamos que: "La falta de sensibilidad es la que haceactores sublimes". Esta frase, al ser escrita, debióllenar a Diderot de profundo entusiasmo. (¡Es co-mo el viento huracanado, que enloquece su espíri-tu!). Pero en el momento de transcribirla en laParadoja, capta la enormidad, y la corrige de este

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modo: "la que prepara a los actores sublimes", fraseque no dice mucho más.

Nos resultaría muy fácil fingir que no sabemosqué designa Diderot con el nombre de "sensibili-dad". No es la simple "cualidad de sentir". Todavíamenos aún esa gran "precisión" que se atribuye, enFísica, a ciertos instrumentos, tornándolos capacesde indicar "las más leves variaciones", y que po-dríamos reclamar aquí como el don más exquisitodel artista. Cuando Diderot escribe: "Los grandespoetas, los grandes actores y tal vez en general to-dos los grandes imitadores de la naturaleza son losseres menos sensibles", pienso que no desea rechazar enel artista, vale decir, en el "contemplador", otra cosaque cierta "susceptibilidad a la impresión de las co-sas morales", susceptibilidad que él mismo sufría, yesa facilidad hacia los "sentimientos de humanidad,de piedad, de ternura" que Bossuet llamaba "vulgar"y que nosotros, irrespetuosamente, denominamos"sensiblería"...

"Existe una especie de vaga sensibilidad -diceDuclos- que no es más que una debilidad orgánica".Diderot, al plantearse esa pregunta, determina elmismo sentido: "La sensibilidad... es, me parece, esadisposición compañera de la debilidad de los órga-

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nos, consecuencia de la debilidad del diafragma, dela vivacidad de la imaginación, de la fragilidad delos nervios, que nos lleva a apiadarnos, a estreme-cernos, a admirar, a temer, a sumirnos en confusión,a llorar, a perder el sentido, a socorrer, huir, gritar,enloquecer, exagerar, despreciar, desdeñar, y a per-der toda idea precisa acerca de lo verdadero, de lobueno y de lo bello; a ser injusto, demente".

¿Era cuestión, pues, para Diderot, de demostrarque la ''enfermedad'' recién descrita por él no cons-tituye la facultad principal del artista de jerarquía, enparticular del gran actor de teatro? Si en eso residetoda su paradoja, ¡hermosa paradoja!

Si no se tratara más que de una confusión en elsentido, a eso podría limitarse la discusión. Porquees evidente que los manejos del juego escénico exi-gen, por el contrario, órganos resistentes, y que unablandura excesiva de por sí, la facilidad hacia lasemociones desbordantes, ofrecen un material dema-siado tierno e informe como para grabar en él esasfuertes imágenes que el arte del comediante trata dedesarrollar.

Pero, en más de una ocasión, Diderot contradijosu propia tesis, permitiendo que el sentido común seexplayara sobre el tema.

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Así, escribe a la señorita Jodin: "El actor quesólo posee sentido común y raciocinio, es frío; elque sólo posee labia y sensibilidad, está loco. Lo quetorna sublime al hombre es cierto temperamento,mezcla de sentido común y de ardor. No tratéis puesnunca de ir más allá de vuestra propia sensibilidad; tratad deque sea exacta".

Excelente precepto, en el que se equilibran elrespeto hacia el don natural y la consideración justade la enseñanza. La frase que subrayo debería servirde regla para toda iniciación dramática.

En el Deuxième Entretien sur le Fils naturel, leemos:"Una actriz de poca inteligencia, no muy penetrante,pero de gran sensibilidad, comprende sin dificultaduna situación moral, y encuentra, sin pensarlo, elacento que conviene a varios sentimientos diferen-tes que se funden juntos".

Pareciera aquí que la palabra "sensibilidad" seatomada como sinónimo de "exactitud". Y he aquí queel espíritu tornadizo de Diderot toma otra dirección.Se apodera de algo verdadero. Y se apresta a exage-rarlo:

"No es el precepto, sino algo más inmediato,más íntimo, más oscuro, y más cierto lo que los guía(a los actores de teatro) y los ilumina."

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Llegamos a los dominios del misterio. Diderot lopercibe. Pero, sin renunciar por ello a su antago-nismo formal entre lo sensible y lo razonable, sinanalizar ese "otro algo", ese tertium quid que tantonos interesa, hilvana una ligera explicación sin pro-fundizarla, pasa de largo ante ese misterio sin apor-tar la menor claridad, y lo contemplamos a punto deotorgar plenos poderes a la sensibilidad, tal comolos atribuyera al raciocinio:

"Abandonad la técnica -escribe a Mme. Ric-coboni- ...Es la muerte del genio."

Sin embargo, al hablar de la misma Mme. Ricco-boni, Diderot afirmaba que ella fue víctima de susensibilidad, "por sobre la cual no supo elevarse ja-más". Lo cual parece implicar que todo nace de lasensibilidad, pero que no se desliga y eleva sino através de la inteligencia, tal como Diderot lo reco-

noce en su apóstrofe a Garrick: "Roscius1 inglés,célebre Garrick... No me has dicho, acaso, que aun-que sintieras hondamente, tu trabajo sería débil si, cual-quiera que fuera la pasión... que debieras expresar,no supieras elevarte con el pensamiento...".

1 Roscius: actor romano, amigo de Sila y de Cicerón; murió en69 (A. D.)

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Finalmente, es a lo más profundo del hombre,más allá de la sensibilidad, es al alma misma queDiderot apela, en este otro pasaje de una carta a laseñorita Jodin:

"Tratad pues de tener buenas costumbres. Talcomo hay una diferencia infinita entre la elocuenciade un hombre honesto, y la de un sofista que dice loque no siente, igual diferencia debe existir entre laactuación, en escena, de una mujer decente, y la deuna mujer envilecida, degradada por el vicio, queparlotea máximas virtuosas."

Hay, pues, algo en el actor que depende de loque éste sea, que atestigua su autenticidad, que seadueña de nosotros por el timbre de su voz, sin su-perchería posible, y desde que aparece en escena,antes de pronunciar palabra, por su simple presen-cia. Ese algo es el que, en nuestra época, distinguía,entre todas, a una actriz como la Duse. Es una cua-lidad nata, a la que el arte puede ayudar a llevar a sumáxima expresión, pero a la que no sería capaz deimitar.

..."el arte de imitar todo", dice Diderot.Existe en el niño, en forma de facultad instintiva.

Se anquilosa, a medida que el hombre surge, y que elcarácter se forma. Luego se endurece.

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Algunos hombres, en la vida, permanecen va-cantes, disponibles. No se introducen en su perso-naje y parecen aptos para representarlos todos.Persiguen, en vano, una sinceridad propia. Se apo-deran de la primera que viene, que no dura mucho.Los sentimientos que experimentan, las pasionescon que se prendan, las ideas que adoptan no losllenan nunca del todo. Siempre les sobra un lugar-cito.

Ciertos personajes, en las comedias, entre los ca-racteres enceguecidos y sumidos en la pasión, de-sempeñan el papel de la clarividencia, del desapego,de la malicia y de las transformaciones. Imitan cual-quier voz y se ajustan cualquier máscara: Ruzzante,Antolycus, Scapin...

" ...el arte de imitar todo -dice Diderot-, o lo quees igual, una misma aptitud para todo tipo de carac-teres y papeles."

Diderot pretende ver en esto todo el arte delcomediante.

Las dos cosas no significan lo mismo. Algunosactores jamás harán otra cosa que imitar a sus per-sonajes. Actúan según el modelo. La pura facultadde imitación, que está muy difundida, a menudo essuperficial. No es aquello que distingue al tempera-

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mento de un actor verdadero. El viejo Salvini, aquien tuve la ocasión de encontrar en Florencia po-co tiempo antes de su muerte, me decía con ciertodesdén, al hablar de algunos actores modernos enlos que observaba esa flexibilidad excesiva: son más-caras.

Nos muestran a Garrick, asomando la cabezapor una puerta entornada, haciendo pasar su cara,"en el intervalo de cuatro a cinco segundos... de laalegría delirante a la alegría moderada, de esta ale-gría a la tranquilidad, de la tranquilidad a la sorpre-sa, de la sorpresa al asombro, del asombro a latristeza", etc... etc... Y Diderot exclama triunfal-mente: "Su alma ¿habrá podido experimentar todasesas sensaciones y ejecutar, de acuerdo con el sem-blante, esa especie de gama? No lo creo, ni ustedtampoco". ¡Nosotros tampoco, por cierto! "¿Es po-sible reír y llorar a discreción? Se esboza el gestomás o menos fiel, más o menos engañador"... Eso esevidente. Para mí no tiene valor el comediante cuyoobjetivo es ese "engaño", y con el cual consigue fá-cilmente el éxito. Creo ver en él, el rostro de que ha-blaba Salvini, excesivamente flexible, trabajado endemasía. Pero hay aquí, sin duda, un malentendido.En esa pequeña sesión, hecha para asombrar de im-

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proviso a un grupo de aficionados, Garrick no harepresentado un papel, ni encarnado a un personaje.Se ha mostrado, sin entregarse. Ha esbozado la"mueca" de su arte, un ejercicio de caretas, con todoel virtuosismo que le permite su maestría, una "es-cala" como la que nosotros ordenamos hacer anuestros alumnos, advirtiéndoles no poner en ellamás sentimiento del que una "gama" necesita, y paraenseñarles "por principios" a "desarmar" su cara.Eso es, pienso yo, lo que Scaramouche enseñaba aMolière.

Decíais que un actor entra en un papel, que sedesliza en la piel de un personaje. Me parece queesto no es exacto. Es el personaje quien se acerca alcomediante, quien le pide todo lo que necesita paravivir a sus expensas, y que poco a poco lo reempla-za en su piel. El artista trata de dejarle en libertad deacción.

No basta con ver bien un personaje, ni con com-prenderlo bien, para ser capaz de convertirse en esepersonaje. Tampoco es suficiente con poseerlo, paradarle vida. El debe ser el poseedor.

Un exceso de inteligencia engaña al actor. Losmás sagaces, los más dotados, aparentemente, deimaginación, los que van al encuentro del personaje

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más fácilmente, no son generalmente los más since-ros, ni los más seguros. El personaje se resiste alque no observa hacia él las formas y miramientosnecesarios. Hay que saber apoderarse de él, o másbien permitirle que se apodere de nosotros.

Ciertos sentimientos no llegan a incorporarse alpersonaje, ni a dejarse experimentar por él si no vanacompañados de ciertos movimientos, de ciertosgestos, de ciertas contracciones localizadas, o conuna vestimenta especial, o en función de ciertos ac-cesorios.

La virtud de la máscara es más convincente aún.Simboliza perfectamente la posición del intérpretecon respecto al personaje, y demuestra en qué senti-do tiene lugar la fusión entre uno y otro. El actorque trabaja provisto de una máscara recibe de eseobjeto de cartón la realidad de su personaje. Esmandado por él y le obedece de manera irresistible.Apenas se la coloca, siente fluir en él una vida queno poseía, que ni aun sospechaba. No solamente sucara, sino toda su persona, y el carácter mismo desus reflejos, en los que ya se pre-forman ciertossentimientos que era incapaz de sentir o fingir conla cara descubierta.

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Si es un bailarín, todo el estilo de su danza, si esactor el acento mismo de su voz, le será dictado porsu máscara -en latín, persona-, es decir por un perso-naje, sin vida mientras no se lo asimile, el cual desdeafuera ha venido a apoderarse de él y a él va a subs-tituirse.

Tentación bien conocida de los actores hechosal oficio: la de levantar por un instante la máscara,de ausentarse furtivamente del papel, de burlarse dela ilusión que se representa. Así ponemos a pruebanuestra maestría, nuestra seguridad. Cedemos a lanecesidad de convencernos de que nuestro perso-naje no nos ha absorbido, consumido, suprimido,suplantado, por completo. Lucien Guitry ponía amenudo esta pequeña distancia momentánea entresu papel y su persona. Esta fantasía es comparable ala del acróbata que arriesga un paso en falso, notanto para conmover al espectador como para con-cederse a sí mismo una sensación extra de seguri-dad.

Que el actor no siempre siente lo que representa,que dice el texto sin representar ni el personaje ni lasituación, que consigue actuar sin falta aparente, esdecir casi justa y correctamente, aunque no esté do-minado por la emoción, todo esto es cierto. Es su

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fracaso. Es la pendiente recorrida por los perezososy los mediocres. Es el martirio al que los mejores seexponen diariamente, ya que ninguno de ellos puededecir si no se sentirá repentinamente devastado porla ausencia de sentimientos en uno de esos terriblesmomentos en los que él se oye hablar, se ve actuar,momentos en los que él se juzga a sí mismo, ycuanto más se juzga, peor es.

Diderot dirá que "se ha agitado sin sentir nada".Si se ha "agitado" en forma visible, es porque,

efectivamente, no sentía. Lo hacía para sentir.El pensar en una sensibilidad que se persigue a sí

misma, en una espontaneidad que se busca, en unasinceridad que se perfecciona, provoca una fácilsonrisa. Pero no nos apresuremos a sonreír. Refle-xionemos más bien sobre la naturaleza de un oficioque tiene tanto que comentar. La lucha del escultorcon la arcilla a la que modela no es nada si la com-para con la resistencia que ofrecen al comediante sucuerpo, su sangre, sus extremidades, su boca y todossus órganos.

Imagino a un comediante ante el libreto de unpapel que le gusta y que comprende, cuyo carácterestá de acuerdo con su modo de ser, y cuyo estilo seadapta a sus medios. La satisfacción hace asomar a

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sus labios una sonrisa. Este papel lo interpreta sinesfuerzo. En la primera lectura, sorprende por suprecisión. Todo está magistralmente indicado, nosolamente el espíritu general de la obra, sino hastalos matices. Y el autor se regocija por haber encon-trado el intérprete ideal que llevará su obra a las nu-bes: "Espere -le dice el actor- todavía no lo he con-seguido". Porque el actor no se engaña con respectoa esta primera toma de posesión, en que sólo reina-ba el espíritu.

He aquí el momento en que el actor comienza sutrabajo. Ensaya en voz baja, con precaución, comopreso del temor de amedrentar algo en su interior.Esos ensayos confidenciales conservan aún la cali-dad de la lectura. Los matices de la emoción sonaún perceptibles para algunos oyentes privilegiados.El actor, ahora, posee su papel, de memoria. éste esel momento en que comienza a poseer un poco me-nos a su personaje. El artista ve lo que quiere hacer.Compone y desenvuelve. Coloca las ligaduras, laspausas. Razona sus movimientos, clasifica sus ges-tos, repite sus entonaciones. Se mira y se oye. Sealeja de sí. Se juzga. Pareciera que ya no puede darnada más de sí mismo. A veces se interrumpe en sutrabajo para decir: esto yo no lo siento. Propone, a

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menudo con razón, una modificación del texto, unainversión de la frase, un retoque de la mise en scèneque le permitiría, así lo cree, sentir mejor. Buscacómo llegar a la postura debida, al estado de sentir:un punto de partida, que a veces estará en la mímica,o en el diapasón de la voz, en un relajamiento facialparticular, en una simple respiración... Trata de ob-tener armonía. Tiende sus redes. Organiza la captu-ra de algo que él ha comprendido y presentido hacetiempo, pero que se mantiene exterior a él, algo queaún no ha penetrado en él, ni morado en él... Escu-cha con ánimo distraído las indicaciones esencialesimpartidas por el director, sobre las emociones delpersonaje, sus móviles, su mecanismo psicológicoentero. Y sin embargo, su atención parece absorbidapor detalles irrisorios.

Es entonces cuando el autor, con cortesía exce-siva, toma del brazo a su ilustre intérprete y le hablaal oído: "Pero, querido amigo, ¿por qué no continúasu actuación del primer día? Era perfecta. Sea ustedmismo".

El actor ya no es él mismo. Y todavía no es "elotro". Lo que hacía el primer día, lo olvida a medidaque se pone en condiciones de representar su papel.Se ha visto obligado a renunciar a la espontaneidad,

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a lo natural, a los matices, y a todo el placer que leproporcionaba su trabajo, para cumplir con la tareadifícil, ingrata, minuciosa, consistente en extraer deuna realidad literaria y psicológica, una realidad es-cénica. Ha debido poner en su lugar, dominar, asi-milar todos los procedimientos de metamorfosisque, al mismo tiempo, son los que lo separan de supapel y los que lo llevan a él. Recién cuando hayaterminado ese estudio de sí mismo en relación a unpersonaje dado, puesto en acción todos sus medios,ejercitado todo su ser en servir a las ideas que con-cibiera y a los sentimientos para los que prepara unsendero en su cuerpo, en sus nervios, en su espíritu,en lo más profundo del corazón, recién entoncesvolverá a ser el dueño de sí mismo transformado, ytratará de entregarse.

Por fin el actor llena su papel. No descubre enéste nada de vacío, ni de ficticio. Podría vivirlo sinpalabras. Confronta su sinceridad con ese hermoso"silencio interior" de que hablaba Eleonora Duse.

Ved a ese hombre exhibido en el teatro, ofrecidoen espectáculo, puesto en tela de juicio. Entra en unmundo diferente. Asume esa nueva responsabilidad.Por ella, sacrifica todo un mundo real: preocupacio-nes, dificultades, dolor, sufrimiento o, mejor dicho,

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se libera de éste gracias a aquél. Mas la actitud de loscomparsas en escena, una reacción de la sala, cual-quier desorden entre bambalinas, una luz que sefunde, el pliegue de un tapiz, un error de dirección,el olvido de algún accesorio, un percance de la ves-timenta, una laguna en la memoria, un lapsus de ar-ticulación, un pasajero descenso de su fuerza vital,todo lo amenaza, todo se confabula contra él, quienpor sí solo, debe dominarlo todo; a cada momento,todo puede interponerse entre su sinceridad, a laque nada podría forzar si así lo quisiera ésta, y elpapel que debe representar de buen o mal grado.Cualquiera cosa puede desposeerlo de aquello que elactor creía haber dominado mediante un prolonga-do trabajo, y separarlo del personaje que habíacreado con su sustancia, pero que puede sufrir, talcomo ella, alteraciones profundas y súbitas.

El momento de alzar el telón lo sorprende... susprimeras palabras han surgido casi contra su vo-luntad... ya está desunido. Lo veo retorcer la puntade su corbata. Por un instante, deja de sentir. Se bateen retirada. Busca un punto de apoyo. Respira pro-fundamente. Pienso que se recuperará, porque co-noce su oficio. Me decía que la confusiónprovocada por esos accidentes fútiles prueba que no

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sentía su papel. Yo creo que cuando más sensible esun actor, más propenso es a esos vértigos. Pero elartista volverá nuevamente a sentir emociones...porque conoce su oficio.

Supongamos que no haya cesado de sentir. Llegaa la plenitud. Pero esta misma plenitud, debemosmedirla. Hay una medida para la sinceridad, tal co-mo hay una medida para la técnica. ¿Diremos que elactor no siente nada porque sabe aprovechar suemoción? ¿Que esas lágrimas que se deslizan y queesos sollozos son fingidos, porque no alteran sinoapenas su dicción? ¿No debemos admirar, más bien,renunciando a comprenderlo del todo, ese admira-ble instinto, ese don natural y de razón que, haceunos instantes, ponía al actor turbado en la pista dela sensibilidad y que ahora previene a su emoción deno descomponer su actuación? Semejante actuaciónnecesita una cabeza "de hierro", como lo expresaDiderot, pero no "de hielo", como había escrito alprincipio. Se necesitan también unos nervios flexi-bles y resistentes, y unas operaciones interiores ra-pidísimas y muy delicadas.

Poner en duda la sensibilidad del actor, a causade su presencia de ánimo, es negarla a todo artistaque respeta las leyes de su arte, no permitiendo nun-

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ca que el tumulto emotivo paralice su alma. El ar-tista reina, con un corazón tranquilo, sobre el de-sorden de su rincón de trabajo y de susherramientas. Cuanto más lo invade y excita unaemoción, tanto más su cerebro se torna lúcido. Esacalma y esta excitación son compatibles, como su-cede con la fiebre y la embriaguez.

..."abarcar toda la extensión de un gran papel,regular sus claros y sus oscuros, lo dulce y lo débil,mostrarse igual en las partes tranquilas que en lasagitadas, ser variado en los detalles, armonioso eindivisible en conjunto, y adquirir un sistema soste-nido de declamación... eso es obra de un cerebrofrío, de un juicio profundo, de un gusto exquisito,de penosos estudios, de larga experiencia y de unatenacidad de memoria poco común". Diderot tienerazón: "Todo ha sido medido, combinado, aprendi-do, ordenado" en el cerebro del comediante. Pero sisu juego escénico no es más que la expresión de sumaestría y como la exposición de un método exce-lente, o bien se adormece en la rutina, o se disipa enlos manejos del virtuosismo. Lo absurdo de la "pa-radoja" consiste en poner los procedimientos pro-pios del oficio a la libertad del sentimiento, y negar,en el artista, su coexistencia y su simultaneidad.

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Lo esencial del comediante es entregarse. Paradarse, es necesario que primeramente se posea a símismo. Nuestro oficio, con la disciplina que presu-pone, con los reflejos que fijara y a los que dirige, estrama propia de nuestro arte, junto con la libertadque éste exige y los encandilamientos que encuentraa su paso. La expresión emotiva se desprende de laexpresión adecuada. No solamente la técnica no ex-cluye la sensibilidad: sino que la autoriza y la poneen libertad. Es su soporte y su guardián. Es graciasal oficio que podemos abandonarnos, porque gra-cias a él sabremos volver a encontrarnos. El estudioy observancia de los principios, un mecanismo infa-lible, una memoria segura, una dicción obediente, larespiración regular y los nervios en reposo, la cabe-za y el estómago livianos, nos proporcionan tal se-guridad que nos inspira audacia. La regularidad enlas inflexiones de la voz, en las posiciones y los mo-vimientos conserva la vivacidad, la claridad, la va-riedad, la invención, la igualdad, la renovación. Nospermite improvisar.

¡No resulta monstruoso que ese actor,en una simple ficción, en una pasión imaginaria,

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tenga el poder de hacer entrar su alma, a la fuerza, en unconcepto propio, a tal punto que su influencia haga palidecersu rostro todo;los ojos llenos de lágrimas, la emoción al descubierto,la voz quebrada, y toda esa operación adaptandolas formas convenientes a su idea?

(HAMLET, Acto 2, Escena II)

Shakespeare describe, como un actor, la con-ducta del hombre que actúa sobre sí mismo hacien-do vivir a un personaje imaginario... Interpretar,consiste primeramente en deslizarse en el conoci-miento de lo que se va a representar. Es formarseun concepto. Es, seguidamente, poseer el poder deintroducir, por la fuerza, su alma en ese concepto:force his soul... to his own conceit. La inteligencia, reforza-da por la experiencia y el razonamiento, elaboraideas coherentes y variadas. La sensibilidad las ani-ma y les da calor. En su interior, y en los límites deuna operación misteriosa, precaria, sometida a todaclase de circunstancias y particularidades, que re-vestirá cada vez más exactamente la idea -lo que Di-derot llama: un fantasma- de las formas necesarias,de los signos tangibles en los que el espectador re-

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conocerá la naturaleza de los sentimientos que seagitan dentro del actor, suiting with forms to his conceit...A medida que esos signos se afirman, en precisión,en acento, en profundidad, a medida que se apo-deran del cuerpo y de sus costumbres, estimulan asu vez los sentimientos interiores que realmente, yen forma progresiva se instalan en el alma del actor,la invaden, la suplantan. Es a esta altura del trabajoque germina, madura y crece una sinceridad, una es-pontaneidad conquistada, obtenida, de la que po-demos decir que actúa como una segundanaturaleza, que inspira a su vez las reacciones físicasy les confiere autoridad, elocuencia, naturalidad ylibertad.

¿...y todo eso para nada, para Hécube? ¿Y qué es Hécubepara él, o él para Hécube, para que aquél derrame lágrimaspor ella?

¿En qué reside el secreto de una imaginaciónque coloca al actor a la altura de los tormentos delpríncipe Hamlet o de las desdichas de Edipo, in-cestuoso y parricida?

A esta pregunta, podemos ofrecer una respuesta.La de Goethe: "Si yo -dice- no hubiera ya llevado en

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mí el mundo por presentimiento, aun con los ojosabiertos hubiera permanecido ciego".

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LA PARADOJA DEL COMEDIANTE

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PRIMER INTERLOCUTOR. No hablemos más delasunto.

SEGUNDO INTERLOCUTOR. ¿Por qué?

PRIMERO. Es la obra de su amigo.2

SEGUNDO. ¿Qué importa?PRIMERO. Mucho. ¿Por qué he de ponerle a us-

ted en la disyuntiva de menospreciar su talento o mijuicio, rebajando así la buena opinión que tiene de élo la que tiene de mí?

SEGUNDO. Eso no ocurrirá, pero si así fuese, miamistad por ambos, fundada en cualidades másesenciales, no saldría disminuida.

PRIMERO. Quizá.

2 Se refiere a Garrick o Los actores ingleses, folleto anónimo quetambién mereciera un breve ensayo de Diderot, anterior a Laparadoja del comediante, en el cual ya adelanta algunas ideascontenidas en este trabajo. (N. del T.)

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SEGUNDO. Estoy convencido. ¿Sabe a quién merecuerda en este momento? A un autor, conocidomío, que suplicaba de rodillas a una mujer, de quienestaba enamorado, que no asistiese al estreno de unaobra suya.

PRIMERO. Su autor era modesto y prudente.SEGUNDO. Temía que el tierno sentimiento que

inspiraba dependiera de su mérito literario.PRIMERO. Cosa muy probable.SEGUNDO. Y que un fracaso público lo rebajase

a los ojos de su amante.PRIMERO. Que al perder la estima perdiera el

amor. ¿Le parece ridículo?SEGUNDO. Así se lo juzgó. Pero su enamorada

compró un palco, y nuestro autor tuvo el mayoréxito, y sólo Dios sabe cómo fue besado, festejado,mimado.

PRIMERO. Más lo habría sido si hubiesen silbadola obra.

SEGUNDO. No lo dudo.PRIMERO. Pero yo persisto en mi opinión.SEGUNDO. Persista, si quiere, pero como no soy

una mujer, me agradaría su explicación.PRIMERO. ¿De verdad?SEGUNDO. Sí, de verdad.

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PRIMERO. Sería más fácil callar que disimular mipensamiento.

SEGUNDO. Lo creo.PRIMERO. Seré severo.SEGUNDO. Es lo que exigiría mi amigo.PRIMERO. Pues bien, ya que usted se empeña, le

diré que la obra está escrita en un estilo atormenta-do, oscuro, retorcido, declamatorio, con abundantesfrases remanidas. Finalizada su lectura, un gran co-mediante no sería mejor, ni un actor mediocre deja-ría de ser menos mediocre. A la naturalezacorresponde dotar de cualidades: figura, voz, refle-xión, agudeza; al estudio de los grandes modelos, alconocimiento del corazón humano, a la fre-cuentación del mundo, al trabajo asiduo, a la expe-riencia y al hábito del teatro, tocan perfeccionar eldon de la naturaleza. El comediante imitador puedellegar al punto de representarlo todo pasablemente,sin que haya nada que reprender o alabar en su eje-cución.

SEGUNDO. O criticarlo todo.PRIMERO. Como quiera. El comediante de tem-

peramento es muchas veces detestable; a veces ex-celente. Pero desconfíe de una medianía constante,ya sea en un género o en otro. Por mal que se juzgue

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a un principiante, es fácil presentir sus triunfos ve-nideros. Las silbatinas sólo matan a los ineptos.¿Cómo podría la naturaleza sin el arte formar a ungran comediante, puesto que nada ocurre en la es-cena del mismo modo que en la realidad, y que lospoemas dramáticos están compuestos con arreglo aun sistema determinado de principios? ¿Y cómopodría un papel ser representado del mismo modopor dos actores diferentes, ya que en el escritor másclaro, más preciso, más enérgico, las palabras noson ni pueden ser sino signos aproximados de unpensamiento, de un sentimiento, de una idea; signoscuyo valor han de completar el movimiento, el ges-to, la entonación, el rostro, la mirada, las circunstan-cias del momento? Cuando ha oído estas palabras:

-¿Qué hace ahí vuestra mano?-Palpar vuestro traje; es una rica tela.

Pese bien lo que sigue, y comprenderá cuán fre-cuente y fácil es que dos interlocutores, empleandolas mismas expresiones, piensen y digan cosas deltodo diferentes. El ejemplo que voy a darle es unasuerte de prodigio: es la obra misma de su amigo.Pregunte a un comediante francés lo que opina deella y afirmará que todo lo que dice es cierto. Haga

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la misma pregunta a un comediante inglés y jurará byGod que no puede quitársele una coma, que es el sa-crosanto evangelio de la escena. Sin embargo, nohay nada de común entre la manera de escribir lacomedia y la tragedia en Inglaterra y la manera deescribirse dichos poemas en Francia, ya que según elpropio Garrick, quien interpreta sobresalientementeuna escena de Shakespeare no puede acertar ni elprimer acento de la declamación de una escena deRacine y, enlazado por los versos armoniosos deeste último como por otras tantas serpientes enros-cadas a su cabeza, a sus pies, a sus piernas y a susmanos, su acción perdería toda su libertad: se dedu-ce con la mayor evidencia que el actor francés y elactor inglés, aunque convienen unánimes en la ver-dad de los principios sentados por su autor, no lo-gran entenderse, porque hay en el lenguaje del teatrouna latitud y una vaguedad bastante considerablepara que hombres sensatos, de opiniones dia-metralmente opuestas, crean reconocer allí la luz dela evidencia. Conviene, pues, permanecer adicto a lamáxima: "No se explique si quiere entenderse".

SEGUNDO. ¿Así que usted cree que en toda obra,y sobre todo en ésta, hay dos sentidos distintos,

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ambos encerrados en las mismas expresiones, eluno en Londres, el otro en París?

PRIMERO. Y que esos signos presentan tan clara-mente esos dos sentidos, que su amigo se ha enga-ñado, puesto que asociando nombres de comedian-tes ingleses a nombres de comediantes franceses,aplicándoles los mismos preceptos y concediéndo-les idénticos elogios y censuras, ha imaginado sinduda que lo que decía respecto de los unos eraigualmente justo respecto de los otros.

SEGUNDO. Por lo que dice, ningún otro autor haincurrido en tantos contrasentidos como ése.

PRIMERO. Las mismas frases de que se sirveenuncian una cosa en la encrucijada de Bussy y otradiferente en la de Drury Lane, según tengo el pesarde comprobarlo. Pero el punto importante sobre elque diferimos completamente su autor y yo es el quese refiere a las cualidades esenciales de un gran co-mediante. Yo reclamo de él mucho discernimiento,que sea un espectador frío y sereno; en consecuen-cia, le exijo mucha penetración y ninguna sensibili-dad, esto es, el arte de imitarlo todo, o sea una apti-tud semejante para todo género de caracteres y paratoda clase de papeles.

SEGUNDO. ¡Ninguna sensibilidad!

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PRIMERO. Ninguna. Todavía no he encadenadobien mis razones y por eso me permitirá que las va-ya exponiendo según se me ocurran, siguiendo en sudesorden la obra de su amigo.

Si el comediante fuera sensible, de buena fe, ¿lesería posible representar dos o más veces seguidasel mismo papel con el mismo calor y el mismo éxi-to? Muy ardoroso en la primera representación, es-taría agotado y frío como un mármol en la tercera.Si, al contrario, en lugar de ser un hombre dotadode sensibilidad, fuera un observador atento, un es-merado imitador, un discípulo aplicado de la natu-raleza, la primera vez que se presentase en la escenacon el nombre de Augusto, Cinna, Agamenón,Orosmanes, Mahomet, copista riguroso de sí mismoo de sus estudios y observador perseverante denuestras sensaciones, su arte, entonces, lejos de de-bilitarse, se fortalecería con sus nuevas reflexiones;se exaltaría o se templaría, y cada vez quedaríamosmás satisfechos de su interpretación. Si es él cuandorepresenta, ¿cómo podría dejar de serlo? Y si quieredejar de serlo, ¿cómo hallaría el punto justo en quedebe situarse y detenerse?

Lo que me confirma en mi opinión es la de-sigualdad de los actores que interpretan con alma

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sus papeles. No espere de ellos la menor unidad. Suestilo es alternativamente fuerte y endeble, cálido yfrío, chato y sublime. Fracasarán mañana en el pa-saje en que hoy sobresalieron, o se distinguirándonde la víspera se deslucieron. Pero el comediantereflexivo, estudioso de la naturaleza humana, queimita de manera constante cualquier modelo ideal,por imaginación y por memoria, será siempre elmismo en todas las representaciones, y siempre per-fecto. En su mente todo ha sido ordenado, calcula-do, combinado, aprendido; no hay en su decla-mación ni monotonía ni disonancias. El fuego de suexpresión tiene su progresión, sus impulsos, sus re-misiones, su comienzo, su medio, su extremo. Enlas mismas escenas, siempre los mismos acentos, lasmismas actitudes, los mismos gestos; si hay diferen-cia de una a otra representación, será generalmentecon ventaja de la última. No se dirá de él que "tienesus días", será un espejo siempre dispuesto a reflejarlos objetos y a mostrarlos con la misma precisión, lamisma fuerza, la misma verdad. Al igual que el poe-ta, va a inspirarse en el fondo inagotable de la natu-raleza, porque si no muy pronto vería agotada supropia riqueza.

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¿Hay, acaso, arte más perfecto que el de la Clai-ron? No obstante, si se la sigue y estudia, tendremosla prueba de que a la sexta representación ya sabe dememoria todos los detalles de la obra y las frases desu papel. Sin duda, la artista se ha forjado un mo-delo al cual se ajusta; sin duda, su modelo es el másalto, el más grande, el más perfecto que le fue posi-ble concebir, pero ese modelo tomado de la historiao creado por su imaginación, como un gran fantas-ma, no es ella. Si ese modelo fuera de su altura, suacción sería muy endeble y pequeña. Cuando a fuer-za de trabajo se ha acercado al límite del modeloideal, todo está hecho. No le queda sino sostenerseallí, no abandonar la posición conquistada, lo cuales una mera cuestión de memoria y ejercicio. Asis-tiendo a sus ensayos, le diremos muchas veces:"Muy bien", pero ella nos responderá: "Están equi-vocados". Y del mismo modo que Le Quesnoy, dirá:''¡Basta! Lo mejor es enemigo de lo bueno: cuidadocon echarlo a perder todo...". "Sólo ven lo que hago-replicaba el artista, agotado de cansancio, al cono-cedor extasiado- pero no ven lo que imagino, lo quepersigo".

No dudo que la Clairon ha experimentado en susprimeros ensayos el tormento de Le Quesnoy, pero,

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pasada la lucha, cuando se ha elevado a la altura desu fantasma, se domina por completo y se repite sinemoción. Como sucede a veces con el ensueño, sufrente llega a las nubes, sus manos van a buscar losconfines del horizonte; es el alma del maniquí que laenvuelve, adherido a ella por efecto del estudio.Tendida con negligencia en un canapé, inmóvil, conlos brazos cruzados y con los ojos cerrados, puedeseguir de memoria su ensueño, su ideal, oírse, verse,juzgarse y juzgar la impresión que provocará. Eneste momento tiene un doble ser: es la pequeña Clai-ron y la grande Agripina.

SEGUNDO. A juzgar por sus reflexiones, nada seasemejaría tanto a un actor en la escena o en sus en-sayos, que los niños cuando en la noche juegan a losfantasmas en los cementerios, envolviéndose en sussábanas, o levantándolas sobre una percha, dandolúgubres voces para dar miedo a los transeúntes.

PRIMERO. Tiene razón. No ocurre con la Du-mesnil lo mismo que con la Clairon. Aquélla sube altablado sin saber lo que dirá; la mitad del tiempo nosabe lo que dice; pero llega un momento sublime.¿Por qué el actor ha de diferir del poeta, del pintor,del orador, del músico? No es en la furia del primerarranque donde se presentan los rasgos característi-

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cos, sino en los momentos fríos, tranquilos, comple-tamente inesperados. No se sabe de dónde proce-den esos rasgos, que aparecen nacidos de la inspi-ración. Suspendidos entre la naturaleza y su esbozo,esos genios miran alternativamente a una y otro; lasbellezas de la inspiración, los rasgos fortuitos queesparcen en sus obras y cuya súbita aparición lessorprende a ellos mismos, son de un efecto más se-guro y de un éxito más cierto que las ocurrenciaspreparadas. Pero la serenidad debe atemperar el de-lirio del entusiasmo.

No es el hombre violento y fuera de sí quiendispone de nosotros. Esa ventaja está reservada alhombre que se domina. Los grandes poetas dramá-ticos son, ante todo, espectadores asiduos de lo quesucede en torno de ellos, en el mundo físico y en elmundo moral.

SEGUNDO. Que es uno solo.PRIMERO. Se apoderan de todo lo que les impre-

siona, lo coleccionan, y de estas reminiscencias pro-ceden los raros fenómenos que pasan a sus obras.Los hombres impetuosos, violentos, sensibles, danel espectáculo en la escena, pero no gozan de él. Elhombre de genio toma de ellos sus originales. Losgrandes poetas, los grandes actores, y en general, los

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grandes imitadores de la naturaleza, dotados debuena imaginación, juicio cabal, tacto fino y exqui-sito gusto, son los seres menos sensibles. Sirven a lavez para demasiadas cosas: se ocupan demasiado enmirar, reconocer e imitar, como para sentirse viva-mente afectados en su interior. Los veo continua-mente con el cuaderno de apuntes y el lápiz en lasmanos.

Nosotros sentimos, ellos observan, estudian,pintan. ¿Lo diré? ¿Y por qué no? La sensibilidad nosuele acompañar al verdadero genio: éste amará lajusticia, pero practicará esta virtud sin gustar su dul-zura. No es su corazón sino su cabeza la que hacetodo. A la menor circunstancia inopinada el hombresensible pierde la cabeza. No sería, pues, en ningúncaso, ni gran rey, ni gran ministro, ni gran capitán,ni gran abogado, ni gran médico. A los llorones hayque sentarlos en las butacas del teatro, pero nuncaponerlos en el escenario. Vea si no las mujeres; nossuperan con creces en materia de sensibilidad. Noexiste comparación entre ellas y nosotros en losinstantes de pasión. Nos aventajan en la realidad,pero no en la interpretación. Es que la sensibilidadsupone siempre debilidad o flaqueza de organi-zación. La lágrima que se escapa de un hombre ver-

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dadero nos conmueve mucho más que el llanto deuna mujer. En la gran comedia, la comedia delmundo, a la que siempre vuelvo, todas las almas ar-dientes tienen su lugar, pero los hombres de genioestán en el escenario. Los primeros se llaman locos;los segundos, ocupados en imitar sus locuras, sellaman cuerdos. La mirada del discreto es la quesorprende el ridículo de tanta gente, describiéndolay hace reír con esos ridículos originales de que to-dos somos víctimas. El discreto observa y traza laimitación cómica del original y de vuestro suplicio.

Aunque estas verdades se demostraran, losgrandes comediantes no convendrían en ellas: es susecreto. Los actores medianos o noveles tal vez lasrechacen; de algunos pudiera decirse que creen sen-tir, como se ha dicho del supersticioso, que creecreer, y que no hay salvación para éste sin la fe, ypara el otro, sin la sensibilidad.

Pero -se dirá- los acentos plañideros, los gritosde dolor que arranca esa madre del fondo de susentrañas, agitando violentamente las mías, ¿no sonproducidos por el sentimiento?, ¿no son inspiradospor la desesperación? De ningún modo, y la pruebaes que están medidos, que forman parte de un sis-tema de declamación, que, una vigésima de cuarto

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de tonos más bajos o más agudos, y ya son falsos;que están sometidos a una ley de unidad; que, comoen la armonía, están preparados y resueltos, y sólomediante un largo estudio llegan a satisfacer todaslas condiciones requeridas; que, por último, concu-rren a la solución de un problema formulado. Paraser justos, esto ha sido reiterado cien veces, y a pe-sar de estas repeticiones frecuentes, todavía no selogran. Antes de exclamar: "¿Lloras, Zaida?" o"Estarás allí, hija mía", el actor se ha escuchado a símismo durante mucho tiempo. Se escucha en elmomento en que conmueve, y todo su talento con-siste, no en sentir, como ustedes suponen, sino enexpresar de tal modo los signos exteriores del sen-timiento que pueda engañarnos al oírle. Los gritosde su dolor están anotados en su oído; los gestos desu desesperación, en su memoria. Han sido ensaya-dos delante del espejo, y el actor sabe en qué mo-mento preciso sacará el pañuelo y dejará correr suslágrimas. Vendrán en esta palabra, en esta sílaba, nimás tarde ni más temprano.

Este temblor de la voz, estas palabras en-trecortadas, estos sonidos sofocados o arrastrados,el estremecimiento de sus miembros, la vacilaciónde sus rodillas, esos desmayos, esos furores, no son

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otra cosa que imitación pura, lección aprendida deantemano, mueca patética, ficción sublime, cuyo re-cuerdo conserva el actor después de estudiarlas y delas que tiene conciencia en el momento de la inter-pretación. Así conquista la libertad de espíritu, fe-lizmente para el poeta, el espectador y él, y sólo sepriva, como en los demás ejercicios, de la fuerza delcuerpo. Una vez descalzado el zueco o el coturno,su voz se apaga, siente una extrema fatiga, y se va amudar de ropa o a acostarse. Pero no queda en sualma ni turbación, ni dolor, ni melancolía, ni depre-sión. Sólo el espectador abandona la sala con esasimpresiones. El actor queda con la fatiga y el espec-tador con la tristeza; aquél se fatigó sin sentir nada,y éste ha sentido pero sin fatiga. Si no fuese así, lacondición de comediante sería la más penosa de to-das. Pero el actor no es el personaje, sino la repre-sentación del mismo, hecha de modo tan perfectoque se la toma por el personaje mismo. La ilusióndomina al espectador, pero nunca al actor.

Yo me río de las diversas sensibilidades que seconciertan entre sí para obtener el mayor efecto po-sible, que tratan de actuar al mismo diapasón, que seatenúan, o se vigorizan o matizan para formar untodo único. Insisto y afirmo: "la extrema sensibili-

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dad hace actores mediocres; la sensibilidad medio-cre, a la gran cantidad que hay de malos actores; lafalta absoluta de sensibilidad, a los actores subli-mes". Las lágrimas del comediante brotan de su ce-rebro; las del hombre sensible, de su corazón. Lasentrañas sacuden desmedidamente la cabeza delhombre sensible; la cabeza del comediante comuni-ca a veces un leve sobresalto a sus entrañas; lloracomo un predicador incrédulo al predicar la Pasión,como un seductor a los pies de una mujer a quienno ama, pero que quiere engañar, como un por-diosero en la calle o a la puerta de una iglesia, queinsulta cuando ya desespera de conmover, o comouna cortesana que no siente nada, pero se desmayaentre los brazos.

¿Ha reflexionado usted alguna vez en la di-ferencia que existe entre las lágrimas suscitadas porun suceso trágico y las que se vierten después de unrelato patético? Se oye relatar algo hermoso y la ca-beza se altera poco a poco, las entrañas se conmue-ven, corren las lágrimas. Por el contrario, ante unaccidente trágico, el objeto, la sensación y el afectose confunden: instantáneamente se conmueve el seríntimo, se exhala un grito, se pierde la cabeza, y

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brotan las lágrimas. Estas últimas surgen repenti-namente, las otras se desencadenan gradualmente.

La ventaja que un golpe de teatro natural tienesobre una escena de mera elocuencia, es la formabrusca de provocar la emoción, aunque sea más di-fícil de realizar, porque se imitan con más facilidadlos acentos que los movimientos y el más pequeñodesajuste en estos, destruye la ilusión buscada.

Es éste el fundamento de una ley que creo notiene excepción so pena de frialdad: llevar al desen-lace por medio de la acción y no por el recitado.

Ya veo su objeción. Usted cuenta algo en unareunión social, se siente hondamente conmovido,sus palabras se entrecortan y llega incluso a llorar.No habla en verso, no ha tenido preparación teatralprevia, y sin embargo logra comunicar a los demássu emoción, produciendo un gran efecto. Pero lleveal teatro su aire familiar, su expresión sencilla y do-méstica, su gesto natural y verá qué pobre y endebleresulta. Por más lágrimas que derrame, quedará enridículo y provocará la risa. Su tragedia resultará unatriste parodia. ¿Cree que las escenas de Corneille, deRacine, de Molière, de Shakespeare mismo, se pue-den declamar con tono casero y con voz corriente?No. Como tampoco pueden contarse las historias

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caseras con el énfasis y la amplitud que requiere elteatro.

SEGUNDO. ¿No será porque Corneille y Racine,a pesar de ser grandes hombres, nada han hechoque valga la pena?

PRIMERO. ¡Qué blasfemia! ¿Quién se atreverá aproferirla y quién la podría aplaudir? Y a propósito,ni las mismas cosas familiares escritas por Corneillepueden decirse en tono familiar.

Hay una experiencia que sin duda habrá hechocien veces y es que al final de su recitado y en medioaún del efecto y la emoción provocada en el peque-ño auditorio de salón, llegue alguien cuya curiosidaddeba de nuevo satisfacer. Le resultará imposiblerehacer el relato porque su alma quedó agotada; nole quedan sensibilidad, calor, ni lágrimas. ¿Por quéno le sucede lo mismo al actor? ¿Por qué no estásujeto a los mismos desfallecimientos? Es que haygran diferencia entre el interés que él se toma por uncuento hecho a capricho y el interés que a usted leinspiran las desgracias del prójimo. ¿Es usted Cin-na? ¿Alguna vez ha sido Cleopatra, Merope o Agri-pina? La Cleopatra, la Merope, la Agripina, el Cinnadel teatro, ¿son, siquiera, personajes históricos? No.Son imaginarios fantasmas de la poesía. Ni aun eso.

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Son los espectros de la forma particular de tal o cualpoeta. Si se dejase en la escena a esa especie de hi-pogrifos, librados a sus propios movimientos, gesti-culaciones y gritos, harían bastante mal papel en laHistoria, y ante una reunión de cualquier clase denuestra sociedad provocarían las carcajadas. Segu-ramente se preguntarían los unos a los otros: "¿Estádelirando? ¿De dónde sale ese Don Quijote?¿Dónde suceden esos cuentos? ¿En qué planeta sehabla así?".

SEGUNDO. ¿Y por qué no se rebelan de igualmodo en el teatro?

PRIMERO. Porque en el teatro es todo con-vención, de acuerdo con la fórmula dada por elviejo Esquilo. Es un protocolo que tiene tres milaños.

SEGUNDO. ¿Durará mucho tiempo aún eseprotocolo?

PRIMERO. Lo ignoro. Todo lo que sé, es que unose aparta de él a medida que se acerca a su siglo y asu país.

¿Conoce situación más semejante a la de Aga-menón en la escena primera de Ifigenia, que la deEnrique IV cuando enloquecido por terrores bienfundados, decía a sus familiares: "¡Me matarán, se-

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guro, me matarán!?". Suponga que aquel excelentehombre, aquel grande y desgraciado monarca, ator-mentado en la noche por el funesto presentimiento,se levanta y va a llamar a la puerta de Sully, su mi-nistro y amigo. ¿Cree usted que habría poeta lo sufi-cientemente absurdo para hacerle decir al reyEnrique:

"Sí, es Enrique, tu rey, quien te despierta:Ven, reconoce la voz que llama a tus oídos..."

y hacer que Sully responda:

"¿Sois vos mismo, señor? ¿Qué apremiante necesidad oshizo adelantaros de tal modo a la aurora?

Apenas una luz tenue os alumbra y me guía:sólo vuestros ojos y los míos están abiertos..."?

SEGUNDO. Quizás sea ése el lenguaje verdaderode Agamenón.

PRIMERO. Ni de Enrique IV ni de Agamenón. Esel de Homero, Racine, el lenguaje de la poesía. Ypor ser pomposo no puede ser empleado sino porseres desconocidos, ni hablado sino por bocas poé-ticas y en tono poético.

Reflexione un momento sobre la verosimilituden el teatro. ¿Qué es lo que en el teatro se llama serverdadero? ¿Es presentar las cosas como son en la

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realidad? No. Si fuese así, lo verosímil no sería másque lo común. Pues, ¿en qué consiste lo verosímilen la escena? En la correspondencia de las acciones,del discurso, de la figura, de la voz, del gesto, conun modelo ideal que imagina el poeta y que a menu-do exagera el comediante. Eso es lo maravilloso. Elmodelo no influye solamente en el tono, sino quemodifica su aspecto y actitudes. A eso se debe que elcomediante en la calle sea un personaje muy distintodel comediante en la escena. Quien lo haya vistoúnicamente en las tablas, difícilmente lo reconoceríaen la calle. La primera vez que vi a la Clairon en sucasa, le dije espontáneamente: "Señorita, yo la creíamucho más alta".

Una mujer desgraciada, verdaderamente desgra-ciada puede llorar sin que usted se conmueva; peoraún, un ligero gesto que la desfigure le hará reír, unapeculiaridad en su acento que disuene en su oídopodrá herirle, cualquier otro movimiento en ella ha-bitual puede hacer que su dolor le parezca innoble ygrosero. Es que las pasiones excesivas están casisiempre sujetas a muecas que el actor desprovisto degusto copia servilmente, pero que el gran artistaevita. Porque nosotros queremos que el hombresometido a los más fuertes tormentos conserve su

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condición humana, la dignidad de su especie. ¿Cuáles el efecto de este heroico esfuerzo? Distraer deldolor y atemperarlo. Queremos que tal mujer caigacon ademanes suaves y compuestos, que ese héroemuera como el antiguo gladiador, en mitad del rue-do, entre los aplausos del circo, con gracia y noble-za, en actitud elegante y pintoresca. ¿Quién llenaríamejor nuestro deseo? ¿El atleta vencido por el do-lor, descompuesto por su sensibilidad, o el atletaque dueño de sí y conocedor de las reglas gimnás-ticas académicas no deja de practicarlas en el mo-mento de morir? El gladiador antiguo al igual que elgran comediante, y el gran comediante al igual que elgladiador antiguo, no mueren como se muere en ellecho; están obligados, para complacernos, a repre-sentar otra forma de muerte y el espectador delicadocomprenderá que la verdad desnuda, la acción des-provista de todo arreglo, sería mezquina y en con-traste con la poesía del resto.

No es que la pura naturaleza no tenga momentossublimes, pero pienso que si hay alguien capaz desorprender y conservar su sublimidad, será sin dudaaquel que habiéndolos presentido por exaltación ogenio, los exprese o represente con serenidad y san-gre fría.

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No niego tampoco que haya una especie de ver-satilidad de entrañas adquirida o ficticia, pero si seme pide opinión diré que la creo tan peligrosa comola sensibilidad natural y que conduce al actor alamaneramiento y la monotonía. Es un elementocontrario a la diversidad de funciones de un grancomediante, obligado a menudo a desprenderse deella, no siendo posible este renunciamiento de símismo más que a una cabeza de hierro.

Mejor sería, para facilidad y éxito de los estudios,la universalidad de los talentos y la perfección de laactuación, no tener que someterse a esta incompren-sible distracción de sí consigo mismo, cuya dificul-tad máxima, limitando a cada actor a un solo papel,condena a las compañías a ser muy numerosas y acasi todas las obras a ser mal representadas. A me-nos que se invierta el orden de cosas y no se haganlas comedias para los actores, que, por el contrario,y a mi parecer, deberían hacerse para las comedias.

SEGUNDO. Pero si una muchedumbre reunida enla calle por una catástrofe, desplegase súbitamente,cada uno en su forma natural, su sensibilidad, sinponerse de acuerdo, crearían indudablemente unmaravilloso espectáculo, hecho de mil modelos pre-

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ciosos para la escultura, la pintura, la música o lapoesía.

PRIMERO. Es cierto, pero, ¿podría compararseese espectáculo con el que resultase de un inteligenteacuerdo, de esa armonía introducida por el artista altrasplantarlo de la calle a la escena o al lienzo?

¿Cuál es entonces, a su juicio, la magia del arte, sise reduce a desfigurar lo que la naturaleza bruta y unorden fortuito habrían hecho mejor que ella? ¿Niegaque el arte puede embellecer a la naturaleza? ¿Nuncaalabó a una mujer diciendo que era bella como unaVirgen de Rafael? ¿En presencia de un hermosopaisaje, nunca dijo que parecía fantástico? Por otraparte, me habla de una cosa real y yo de una imita-ción; se refiere a un instante fugitivo de la naturalezay yo hablo de una obra de arte proyectada, con con-tinuidad, que tiene su progreso y determinada du-ración. Tome a cada uno de esos actuantes y hagavariar la escena de la calle como en el teatro, mos-trándolos sucesivamente, bien solos, de dos en dos,o tres en tres, abandónelos a sus propios movi-mientos, y verá la extraña cacofonía que resulta. Pa-ra obviar ese defecto, sométalos a un ensayo gene-ral. Adiós su sensibilidad natural, y eso se saldráganando.

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Con el espectáculo teatral sucede lo que en todasociedad bien ordenada: cada uno sacrifica parte desus derechos en beneficio de los demás y de la ar-monía del todo. ¿Quién apreciará mejor la medidade este sacrificio? ¿El entusiasta? ¿El fanático?Ciertamente no. En la sociedad será el hombre jus-to, en el teatro el comediante de cabeza fría. Su es-cena de la calle es a la escena dramática como unahorda de salvajes a una asamblea de hombres civili-zados.

Y es ahora el momento de hablar sobre la pérfi-da influencia que como actor puede ejercer un com-pañero mediocre sobre un excelente comediante.Inútil que éste haya concebido su actuación engrande: se verá obligado a renunciar a su modeloideal para ponerse a nivel del pobre diablo conquien comparte la escena. Prescinde entonces deestudiar y discurrir. En el escenario se hace instinti-vamente lo que se hace en la calle o en casa; el quehabla modera el tono de su interlocutor. O si prefie-re otra comparación, sucede como en el juego delwhist, donde el jugador perderá parte de su destrezasi no puede contar con la destreza de su compañero.

Más. La Clairon le dirá, cuando quiera oírla, queLekain, por maldad, le hacía a su antojo quedar mal

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o mediocremente, y ella, en represalia, le exponía aveces a la silbatina. ¿Qué son, pues, dos comedian-tes que mutuamente se sostienen? Dos personajescuyos modelos tienen guardando las debidas pro-porciones, la igualdad o la subordinación que con-vienen a las circunstancias en que el poeta les hacolocado, sin lo cual uno de ellos sería o demasiadofuerte o demasiado débil, y para salvar esta disonan-cia raramente el fuerte elevará al débil a su altura,sino que, conscientemente, descenderá a su nivel.¿Sabe cuál es el objeto de la repetición de los en-sayos? Establecer un equilibrio entre el talento di-verso de los actores, de forma que resulte una ac-ción general coordinada, pues cuando alguno deellos por orgullo se niega a esta armonía, es siempreen detrimento del recreo que deben brindar. Es raroque la excelencia de un solo actor compense la me-diocridad de los otros; por el contrario, contribuye adestacarla. He visto alguna vez castigada la perso-nalidad de un gran actor por un público que dicta-minaba neciamente que estaba exagerado, en lugarde comprender que todo se debía a la inferioridadde los que le acompañaban.

Supongamos que usted es poeta y tiene una obrapor representar, y que debe elegir entre actores de

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juicio profundo y actores de sensibilidad. Antes dedecidirlo, permítame otra pregunta: ¿A qué edad sees un gran comediante? ¿A la edad en que se estálleno de entusiasmo, cuando la sangre hierve en lasvenas o el más pequeño choque perturba honda-mente y la sangre se inflama a la menor chispa? Meparece que no. Aquel que la naturaleza ha marcadocomo comediante no sobresale en su arte hasta queadquiere una larga experiencia, cuando el fuego desus propias pasiones decae, la cabeza se serena y esdueño de su espíritu. El mejor vino es áspero y áci-do cuando fermenta, es el reposo de la cuba el quelo vuelve generoso. Cicerón, Séneca y Plutarco re-presentan a mi entender las tres edades fases quecomponen al hombre. Cicerón, a veces, no es sinoun fuego de pajas que alegra mis ojos. Séneca unfuego de sarmientos que los hiere; en cambio, si re-muevo las cenizas del viejo Plutarco, descubro bajoellas los encendidos carbones de un brasero que ca-lienta suavemente.

Barón, a los sesenta años cumplidos, repre-sentaba al conde de Essex, Sifares, Británico y losrepresentaba bien. La Gaussin encantaba en el Orá-culo y La Pupila a los cincuenta años.

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SEGUNDO. Sin embargo no tenía el rostro quecorrespondía a su papel.

PRIMERO. Es cierto. Y acaso sea éste uno de losobstáculos insuperables para la excelencia de un es-pectáculo. Es preciso haber pasado muchos añossobre la escena y el papel exige a veces la primerajuventud. Si ha podido encontrarse una actriz dediecisiete años capaz de desempeñar el papel deMónica, de Dido, de Pulqueria, de Hermione, es unprodigio que no se volverá a ver. En cambio, uncomediante viejo no resulta ridículo más que cuan-do las fuerzas le abandonan del todo o cuando unaactuación inferior no salva el contraste entre su ve-jez y su papel. Sucede en el teatro lo que en la socie-dad: no se reprochan las liviandades de una mujercuando tiene suficiente talento u otras virtudes queencubren sus vicios.

Tenemos como ejemplo presente a la Clairon yMolé. Al comienzo de su carrera actuaban casi co-mo autómatas, después se revelaron verdaderosactores. ¿Cómo sucedió eso? ¿Adquirieron alma,sensibilidad y corazón a medida que avanzaban enedad?

Hace muy poco, después de diez años de ausen-cia del teatro, cuando la Clairon quiso reanudar su

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carrera, trabajó mediocremente. ¿Es que había per-dido su alma, su sensibilidad, su corazón? De nin-guna manera; lo que había perdido era la memoriade sus papeles. Si no, el futuro lo dirá.

SEGUNDO. ¿Cómo? ¿Cree que aún volverá alteatro?

PRIMERO. O se morirá de aburrimiento. ¿Conqué cree que pueden reemplazarse los aplausos delpúblico y una gran pasión?

Si tal actriz o tal actor estuviesen profundamenteconmovidos, ¿pensaría el uno en echar una miradaa los palcos, la otra en sonreír hacia bastidores, casitodos ellos en hablar con los de las butacas o en irhasta el saloncillo de fumar, a interrumpir las risasinmoderadas de un tercero advirtiéndole que es elmomento en que debe salir a escena a prodigarse laspuñaladas?

Me entran ganas de esbozarle una escena entreun actor y su mujer que se detestaban; escena en laque hacían de amantes apasionados y tiernos, escenarepresentada públicamente en un teatro tal como sela cuento o quizás mejor aún; escena en la que losdos parecieron más abstraídos que nunca en sus pa-peles; escena en la que desataron el aplauso del pú-blico de los palcos y butacas; escena que el batir de

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palmas y los gritos de admiración interrumpierondiez veces. Es la tercera del cuarto acto de Despechoamoroso, de Molière, y su mayor triunfo.

El comediante ERASTO, amante de LUCILA. Lucila,amante de Erasto y mujer del comediante.

EL COMEDIANTE. No creáis, señora, que vuelvo denuevo a hablaros de mi pasión.

LA MUJER. Haréis perfectamente.

Todo ha concluído.

-Así lo espero.

Quiero curarme; de sobra sé lo poco que he estado en vues-tro corazón.

-Más de lo que os merecéis.

Un rencor tan constante por la sombra de una ofensa.

-¿Vos ofenderme? No os hago tanto honor.

Me ha hecho ver bien a las claras vuestra indiferencia; y yohe de demostraros que los dardos del desprecio...

-El más profundo.

Son sensibles, sobre todo, a los espíritus generosos.

-Sí, a los generosos.

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Lo confesaré, mis ojos veían en los vuestros hechizos quenunca encontraron en ningunos otros.

-No será por falta de haber mirado.

Y no hubiera cambiado tan maravillosas cadenas por nin-gún cetro.

-Más baratas las habéis vendido.

Yo vivía solo por vos.

-Eso es falso. Estáis mintiendo.

Y debo confesarlo, aún ofendido, bastantes penas pasaréhasta verme libre.

-¡Lástima sería!

Es muy posible que a pesar de la cura que intenta, mi al-ma sangre largo tiempo por esa herida.

-Nada temáis. Ya está gangrenada.

Y que libre de un yugo que era toda mi ventura, fuerza se-rá que me decida a no querer ya nada.

-Seréis correspondido.

Pero, en fin, no importa; y ya que vuestro odio ahuyentatantas veces a un corazón que el amor a vos torna, ésta es laultima de mis importunidades.

LA MUJER DEL COMEDIANTE. Más generoso debié-rais haber sido, y también esta última me habríais evitado.

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EL COMEDIANTE. Vida mía, sois una insolente,ya os arrepentiréis de ello.

EL COMEDIANTE. Pues bien, señora, quedaréis sa-tisfecha. Rompo con vos y rompo para siempre; pues lo queréis,pierda la vida si alguna vez vuelvo a sentir deseos de hablaros.

LA MUJER. Tanto mejor, muy agradecida.

EL COMEDIANTE. No, no, no tengáis miedo...

LA MUJER. ¡No faltaba más!

...que falte a mi palabra. Por flaco que fuera mi corazón,hasta el punto de no poder arrancar de él vuestra imagen, nocreáis que tendréis la satisfacción...

-La desgracia, queréis decir.

...de verme tornar a vos.

LA MUJER. Sería bien en vano.

EL COMEDIANTE. Hija mía, sois una perdida, aquien ya enseñaré a hablar.

EL COMEDIANTE. Yo mismo me daría de puñaladas.

LA MUJER. ¡Ojalá!

...si alguna vez cayese en la insigne bajeza...

-Una más, ¿qué importa?

...de volver a miraros después de tan indigno trato.

LA MUJER. Como queráis; no hablemos más del asunto.

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Y así sucesivamente. Después de esta doble es-cena, una de amantes, otra, de esposos, cuandoErasto llevaba a su amante Lucila entre bastidores,le estrujaba el brazo hasta rompérselo y respondía asus alaridos con las palabras más insultantes yamargas.

SEGUNDO. Si hubiese oído esas dos escenas enforma simultánea, me parece que en la vida habríavuelto a poner los pies en un teatro.

PRIMERO. Si pretende que ese actor y esa actrizhan sentido, le preguntaré si fue en la escena de losamantes o en la escena de los esposos, o en una yotra. Pero escuche la escena siguiente entre la mismaactriz y otro actor, su amante.

Mientras el amante habla, ella dice de su marido:

Es un indigno, me ha llamado... lo que no podría repetir.

Su amante le replica, mientras ella dice su parte:

-¿Acaso no estás acostumbrada?

-¿No cenamos esta noche?

-Yo bien quisiera; pero, ¿cómo escaparme?

-Eso es cosa vuestra.

-¿Y si él se entera?

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-Pues no ocurrirá nada, y nosotros pasaríamosuna noche agradable.

-¿Quiénes estarán?

-Los que quieras.

-Ante todo, el caballero que es de rigor.

-¿Sabes que voy teniendo motivos para estar ce-loso de tal caballero?

-Y yo para que lo estuvieses con razón.

Así es como esos seres tan sensibles parecíancompletamente abstraídos en la altisonante escenaque se oía, cuando en verdad lo estaban en la escenaque no se oía, y entonces usted exclamaba: "Hay quereconocer que esa mujer es una actriz encantadora,que nadie sabe escuchar como ella y que interpretacon una gracia, una inteligencia, una atención, unafinura y una sensibilidad nada comunes". Y yo mereía de sus exclamaciones.

Mientras esta actriz engaña a su marido con otroactor, al actor con un caballero, y a éste con un ter-cero, el caballero que la ha sorprendido en los bra-zos de su otro amante, medita una gran venganza.Se ubicará en la galería lateral, en las gradas másbajas. Desde este lugar se ha propuesto desconcer-

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tar a la infiel con su presencia y sus miradas despec-tivas, turbarla y exponerla a las rechiflas del público.Empieza la obra y aparece la traidora, ve al ca-ballero, y sin alterar su presencia, le dice sonriendo:

-Miren al enfurruñado que se enoja por una nadería.

Y luego agrega:

-¿Vienes esta noche?

El permanece silencioso, pero ella insiste:

-Concluyamos esta riña absurda y avisad vuestra carroza.

¿Y sabe en qué escena se intercalaba ésta? Pues,en una de las más emocionantes de La Chaussée, enque la actriz sollozaba y nos hacía llorar amarga-mente. Acaso esto le confunde, pero le afirmo quees la exacta verdad.

SEGUNDO. Es como para cobrarle repugnanciaal teatro.

PRIMERO. ¿Por qué? Si esa gente no fuese capazde tales hazañas, no valdría la pena ir al teatro. Loque voy a relatarle lo he visto con mis propios ojos.

Garrick asoma su cabeza entre las dos hojas deuna puerta y, en el intervalo de cuatro a cinco se-gundos, su rostro pasa sucesivamente de la extre-mada alegría a la alegría moderada, luego a la

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tranquilidad, de la tranquilidad a la sorpresa, de lasorpresa al asombro, del asombro a la tristeza, de latristeza al abatimiento, del abatimiento al espanto,del espanto al horror, del horror a la desesperación,y retorna después, a través de los mismos estados deánimo, a la alegría insensata de que había partido.¿Acaso su alma pudo experimentar todos esos sen-timientos e interpretar, en correspondencia con surostro, toda esa gama? No lo creo, ni usted puedecreerlo. Si le pedían a ese gran actor, tan merecedorpor sí solo de que se hiciese un viaje a Inglaterra,como las ruinas de Roma merecen un viaje a Italia,si le pedían, repito, que representara la escena delmozo de repostería, la interpretaba, dispuesto in-mediatamente, también, ante otro pedido, a repre-sentar una escena de Hamlet, tan dispuesto a llorarpor la caída de sus pasteles como a seguir en el aireel camino de un puñal. Por ventura, ¿se puede reír yllorar a discreción? No. Se finge el llanto o la risacon mayor o menor fidelidad, según se sea o no Ga-rrick.

Yo me burlo a veces de los hombres de mundo,fingiendo ante ellos aflicción por la simulada muertede mi hermana en la escena con el abogado nor-mando, o cuando en una escena con el empleado de

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marina me declaro padre del niño de la viuda de uncapitán de navío, y aparento sentir dolor y vergüen-za. Pero, ¿estoy afligido? ¿Estoy avergonzado? Nien la comedia ni en la sociedad, donde había hechoesos papeles antes de introducirlos en una obra deteatro. ¿Qué es, pues, un gran comediante? Un granimitador cómico o trágico, a quien el poeta ha dicta-do su discurso.

Sedaine nos procura el Filósofo sin saberlo. Yo meintereso más que él mismo por el éxito de la obra: laenvidia de los talentos ajenos es un vicio que notengo, con ser tantos los míos. Apelo al testimoniode mis colegas en literatura: cuando se han dignadoalgunas veces consultarme acerca de sus obras, ¿nohe hecho todo lo que dependía de mí para corres-ponder dignamente a tan distinguida prueba de es-timación? El Filósofo sin saberlo no es bien recibido enel estreno y eso me entristece de verdad. Pero en latercera representación es puesto por las nubes y mesiento entonces transportado de júbilo. Al día si-guiente, por la mañana, corro en busca de Sedaine.Era invierno y se deja sentir un frío horroroso. Voya todos los sitios donde es posible encontrarlo, ave-riguo que está en el punto más distante del arrabalde Saint Antoine, y allí me hago conducir por un

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coche de punto. Al fin doy con él, le echo los bra-zos al cuello, me falta la voz y me corren las lágri-mas por las mejillas. Soy la imagen del hombresensible y mediocre. En cambio, Sedaine, inmóvil yfrío, me mira y dice: ¡Señor Diderot, qué hermoso estáis!Es el observador y el hombre de genio.

Este hecho lo referí una vez, a la mesa, en casade un hombre a quien sus talentos superiores ledestinaban a ocupar un día el más importantepuesto del Estado. Era en casa de Necker. Había unbuen número de hombres de letras, y entre ellos es-taba Marmontel, a quien estimo de veras y me co-rresponde. Marmontel me dijo irónicamente: CuandoVoltaire se enternece a la simple relación de un rasgo patético ySedaine conserva su sangre fría a la vista de un amigo que sedeshace en lágrimas, Voltaire es el hombre ordinario y Sedaineel hombre de genio. Este apóstrofe me desconcertó yguardé silencio. Porque el hombre sensible comoyo, atento a las objeciones, pierde con facilidad lacabeza. Otro más frío y dueño de sí mismo hubieracontestado a Marmontel: Esa reflexión estaría mejoren otros labios, porque no sintiendo más que Sedai-ne, también hacéis muy buenas cosas. Y ya que es-táis en la misma senda que él, no sería difícil dejar aotro el cuidado de apreciar imparcialmente su mé-

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rito. Sin que yo trate de preferir Sedaine a Voltaire,ni Voltaire a Sedaine, se podría decirme: ¿qué hu-biera salido de la cabeza del autor de Filósofo sin sa-berlo, El Desertor y París Salvado, si en vez de pasartreinta y cinco años de su vida amasando cal y pi-cando piedra, hubiese empleado todo este tiempo,como Voltaire y nosotros, en leer y meditar a Ho-mero, Virgilio, Tasso, Cicerón, Demóstenes y Táci-to? Nosotros no sabremos jamás ver como él. Elhubiera aprendido a decir como nosotros. Yo loconsidero como uno de los descendientes de Sha-kespeare, de ese Shakespeare que no voy a compa-rar al Apolo del Belvedere, ni al Gladiador, ni alAntinoo, ni al Hércules de Glycon, sino al SanCristóbal de Notre-Dame, coloso informe, tosca-mente esculpido, pero entre cuyas piernas pasa-ríamos nosotros sin rozar siquiera con nuestrafrente sus partes vergonzosas.

Ahí va otro rasgo: le relataré el caso de un per-sonaje estupidizado y vulgarizado por su sensibili-dad, y sin embargo sublime en el momentosiguiente, cuando la sensibilidad fue dominada porla sangre fría. Se trata de un literato, cuyo nombrecallaré. Había caído en la mayor indigencia. Teníaun hermano que era teólogo y rico. Le pregunté por

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qué su hermano no lo socorría, y me respondió:"Porque yo me he portado mal con él". Le dije en-tonces que iría a ver al teólogo, y así lo hice. Al lle-gar a su casa me anunciaron, y pasé. Sin más trámitele expuse mi deseo de hablar de su hermano. Brus-camente me toma de una mano y me obliga a sentar,y luego, apostrofándome airado, dice:

-¿Conoce a mi hermano?.

-Así lo creo -respondo-.

-¿Sabe cómo ha procedido conmigo?.

-Lo sé.

-¿Sabe usted...?

Y aquí mi teólogo, con una rapidez y vehemenciaincreíbles, me cuenta una serie interminable de pi-cardías, una más indignante que la otra. Yo me des-concierto y acobardo, sin sentirme con ánimos paradefender a un monstruo tan abominable como elhermano del teólogo, según éste me lo pinta. Feliz-mente para mí, el teólogo fue demasiado prolijo ensu filípica, y a favor de su prolijidad me pude repo-ner. Poco a poco fue desapareciendo el hombresensible y en su lugar apareció el hombre elocuente,pues me atrevo a decir que lo fui en tal ocasión.

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Señor -dije al teólogo con mucha serenidad- suhermano ha hecho más y peor que todo eso. Quieroencomiarlo, entonces, porque ha ocultado usted elmás escandaloso de sus atentados.

-Nada oculto-

-Hubiera podido agregar que cierta noche salíade vuestra casa, le agarró por el cuello, sacó un cu-chillo y estuvo a punto de degollarlo.

-Es capaz de todo, pero eso no lo he dicho demi hermano porque no es verdad.

Me levanté repentinamente, clavando en él unamirada severa, y con voz tonante, con toda la vehe-mencia y la indignación, dije:

-Y aunque fuera verdad, ¿no sería vuestro deberdar un pedazo de pan a vuestro hermano?.

El teólogo, confuso, anonadado, se paseó por elcuarto, y acabó por concederme una pensión anualpara su hermano indigente.

Cuando se pierde un amigo o una mujer querida,¿es el momento oportuno para componer una elegíaa su muerte? No. Y muy infortunado será quien go-ce en tal instante de la plenitud de su talento. Sólocuando ha pasado el dolor, cuando la sensibilidad

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se amortigua, porque la catástrofe está lejos, cuandoel alma recobra su tranquilidad, entonces y sólo en-tonces, recordando la felicidad desvanecida, se po-drá apreciar la pérdida sufrida, unir el recuerdo a laimaginación, y cantar las penas. Se dice que se llora,pero no puede llorarse cuando se persigue un epí-teto enérgico, se acecha una consonante rebelde o sebusca la manera de redondear un verso y hacerlomás armonioso. Si las lágrimas corren, la pluma seescapa de la mano y hay que entregarse al sen-timiento dejando el poema para mejor ocasión.

Sucede lo mismo con los placeres violentos quecon las penas hondas: son mudos. Un amigo tiernoy sensible vuelve a ver a su amigo después de largaausencia; éste se presenta de un modo inesperado, yaquél, al verlo, se turba, lo abraza, intenta hablar, yno lo consigue; tartamudea palabras entrecortadas, yno sabe lo que dice ni entiende lo que el otro le res-ponde; si pudiera observar que su emoción no escompartida, cómo padecería. Se debe juzgar por laverdad de esta pintura de la falsedad notoria de esasentrevistas en que dos amigos demuestran tanto in-genio y se dominan de un modo tan cabal. ¿Qué di-ría de ciertas insípidas y elocuentes disputas, si esetema, con el cual no acabaría, no nos alejara del

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asunto? Ya he dicho bastante para las gentes debuen gusto. Lo que pudiera añadir no enseñaría na-da a los otros. Pero, ¿quién evitará estos absurdostan frecuentes en el teatro? El comediante. Pero,¿qué comediante?

Existen mil circunstancias contra una en las quela sensibilidad es tan perjudicial en la sociedad co-mo en la escena. Supongamos dos chicos enamora-dos. ¿Cuál de ellos lo hará mejor? No sería yo, deseguro, por lo que me acuerdo todavía. Yo me acer-caba al objeto de mi amor, temblando. El corazónme latía, las ideas se me embrollaban. Mi voz tem-blorosa estropeaba lo que yo decía. Dije que nocuando debí decir sí, y cometí mil torpezas. Estuveridículo de los pies a la cabeza; al notarlo, me pusemás en ridículo. Entre tanto, y a mi propia vista, unrival alegre y desenvuelto, con completo dominio desí, feliz consigo mismo, no perdía la ocasión de li-sonjear, divertía, gustaba y era dichoso. Pedía unamano que se le entregaba, e incluso se apoderaba deella sin pedirla, besándola una y cien veces, mientrasyo estaba metido en un rincón, apartando los ojosde un espectáculo que me irritaba, ahogando missuspiros, apretándome los puños, cubierto de fríosudor, dominado por la melancolía, sin querer

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mostrar mi pena y sin poder ocultarla. Se ha dichoque el amor quita el entendimiento a los que lo tie-nen, y se lo da a los que no lo tienen. Más claro, ha-ce a los unos sensibles y tímidos, y a los otrosserenos y osados.

El hombre sensible obedece a impulsos de lanaturaleza y dice lo que sale de su corazón. Desde elmomento en que atenúa o violenta sus dictados, esun comediante representando su papel.

El gran comediante observa los fenómenos; elhombre sensible le sirve de modelo; medita, compa-ra, reflexiona y modifica el modelo en lo que le pa-rece necesario. Además de las razones, están loshechos.

En la primera representación de Inés de Castro, enel punto mismo en que los infantes se presentan, elpúblico se echó a reír; la Duclos, que hacía de Inés,dijo indignada:

-Ríe, público necio, en lo más bello de la obra.

El público la oyó y se contuvo. La actriz volvió asu papel y sus lágrimas corrieron también como lasdel espectador. ¿Y qué? ¿Será que se pasa y se vuel-ve a pasar tan fácilmente de un sentimiento profun-do a otro igualmente profundo, del dolor a la

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indignación, de la indignación al dolor? No lo con-cibo. Pero concibo muy bien que la indignación dela Duclos fuera real y el dolor simulado.

Quinault Dufresne representa el papel de Severoen Poliuto. Viene enviado por el emperador Deciopara perseguir a los cristianos. Está confiando sussentimientos secretos a su amigo sobre esta sectacalumniada. El sentido común exigía que esta confi-dencia, que podía costarle el favor del príncipe, sudignidad, su fortuna, la libertad y acaso la vida, sehiciera en voz baja. Desde la platea le gritan:

-¡Más alto!

Y él contesta:

-¡Y vosotros, señores, más bajo!

Si él hubiera sido realmente Severo, ¿se hubieravuelto tan rápidamente Quinault? Yo digo que no.Unicamente el actor que es tan dueño de sí como loera el actor singular, el comediante por excelencia,puede quitarse y ponerse la máscara de este modo.

Lekain-Ninias desciende a la tumba de su padre,degüella allí a su madre, sale con las manos ensan-grentadas. Está lleno de horror, tiembla todo sucuerpo, se le extravían los ojos, los cabellos parecenerizarse en su cabeza. Se siente uno escalofriado,

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aterrorizado, enloquecido como é1. EntretantoLekain-Ninias empuja con el pie hacia los bastido-res un pendiente de diamantes desprendido de laoreja de una actriz. ¿Siente ese actor? No es posible.¿Piensa usted que es un mal actor? Yo no lo creo.¿Qué es entonces ese Lekain-Ninias? Un hombrefrío que no siente nada, pero que simula la sensibili-dad de una forma superior. Puede exclamar cuantoquiera ¿Dónde estoy?, que yo le responderé: Tú lo sa-bes bien, estás en el escenario, empujando con el pieun pendiente hacia los bastidores.

Un actor se enamora de una actriz; una obra losreúne de casualidad en el escenario en una escena decelos. La escena ganará si el actor es mediocre yperderá si es verdaderamente comediante, pues sereducirá a ser él mismo y no el modelo ideal y su-blime que tenía de un celoso. Una prueba de queentonces el actor y la actriz se rebajarán hasta la vi-da común, es que si conservasen sus zancos, seecharían a reír, pareciéndoles los celos ampulosos ytrágicos, apenas una exhibición de los suyos.

SEGUNDO. Sin embargo, alguna verdad naturalhabrá.

PRIMERO. Como la hay en la estatua de un es-cultor que ha copiado fielmente un mal modelo. Se

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admiran esas verdades, pero se encuentra el con-junto pobre y despreciable.

Diré más: un medio seguro de representar mal,mediocremente, es tener que interpretar el carácterde uno mismo. Suponga usted que es un tartufo, unavaro, un misántropo, podrá representar bien esospapeles pero no hará nada de lo que el poeta hizo.Porque lo que él hizo fue el Tartufo, el Avaro, el Mi-sántropo.

SEGUNDO. ¿Y qué diferencia encuentra entre untartufo y el Tartufo?

PRIMERO. El empleado Billard es un tartufo, elabate Grizel es un tartufo, pero ellos no son el Tar-tufo. El financiero Toinard era un avaro, pero no erael Avaro. El Avaro y el Tartufo han sido hechos aimagen de ellos, de todos los Toinard y los Grizeldel mundo, tienen sus rasgos más generales pero noson el retrato exacto de ninguno; por eso nadie sereconoce en ellos.

Las comedias ligeras y aun las de carácter sonexageradas. Las bromas de sociedad son como es-puma ligera que se desvanece en las tablas, el chistede teatro es un arma cortante que lastimaría en so-ciedad. No se tiene con los seres imaginarios losmismos miramientos que se deben a los seres reales.

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La sátira es para un tartufo, la comedia es delTartufo. La sátira persigue al vicioso, la comedia alvicio. Si no hubiese habido más que una o dos Pre-ciosas ridículas, habría podido hacerse una sátira, perono una comedia.

Vaya al estudio de La Grenée, solicítele la Pintu-ra, y él creerá haber satisfecho su deseo cuando hayapintado sobre el lienzo una mujer delante de un ca-ballete, con la paleta al pulgar y el pincel en la mano.Pídale la Filosofía y creerá haberla hecho cuando, so-bre una mesa y a la luz de una lámpara, haya colo-cado, apoyada sobre los codos, una mujer en bata,desmelenada y pensativa, que lee o medita. Pídale laPoesía, y pintará la misma mujer con la cabeza ceñidade laureles y en cuyas manos colocará un rollo depergamino. La Música, será igualmente la mismamujer con una lira en lugar del rollo. Pídale la Bellezao pídasela si quiere a otro más capaz que él, y, o yome equivoco mucho, o también éste estará con-vencido que sólo pide a su arte la figura de una mu-jer hermosa. Su actor y el pintor de que hablamoscaen los dos en el mismo defecto, y yo les diría: Sucuadro, su interpretación, son sólo retratos de indi-viduos muy por debajo de la idea general configu-rada por el poeta y del modelo ideal del que yo es-

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peraba la copia. Su vecina puede ser bella, muy be-lla, de acuerdo, pero no es la Belleza. Hay tanta dis-tancia de su obra a su modelo, como de su modeloal ideal.

SEGUNDO. Pero, ¿no será una quimera ese mo-delo ideal?

PRIMERO. No.SEGUNDO. Pero si ese ideal, no existe, porque

nada hay en el entendimiento que antes no haya es-tado en la sensación.

PRIMERO. Es verdad. Pero tomemos un arte ensus orígenes, la escultura por ejemplo. Copió el pri-mer modelo que se le presentó. En seguida vio quehabía modelos menos imperfectos, y les dio prefe-rencia. Corrigió sus defectos más groseros, hastaque mediante una larga serie de trabajos, pudo llegara una figura que ya no era la naturaleza.

SEGUNDO. ¿Y por qué?PRIMERO. Porque no es posible que el desen-

volvimiento de una máquina tan complicada comoes el cuerpo animal, sea regular. Vaya a las Tulleríaso a los Campos Elíseos un hermoso día de fiesta,fíjese en todas las mujeres que llenan las avenidas yno encontrará una sola que tenga las dos comisurasde la boca completamente iguales. La Danáe del Ti-

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ziano es un retrato; el Amor, colocado al pie del le-cho, es ideal. En un cuadro de Rafael que ha pasadode la galería del señor Thiers a la de Catalina II, elSan José es un hombre vulgar, la Virgen una mujerreal, el niño Jesús un ideal. Pero si quiere saber másde estos principios especulativos sobre arte, leprestaré mis Salones.

SEGUNDO. He oído su elogio de un hombre degusto fino y espíritu delicado.

PRIMERO. El señor Suard.SEGUNDO. Y de una mujer que posee todo lo

que la pureza de un alma angelical puede agregar ala finura del gusto.

PRIMERO. La señora Necker.SEGUNDO. Pero volvamos a nuestro tema.PRIMERO. De acuerdo, aunque prefiero alabar la

virtud que discutir cuestiones un tanto ociosas.SEGUNDO. Quinault-Dufresne, vanaglorioso por

naturaleza, representaba magníficamente El Jactan-cioso.

PRIMERO. Es verdad. Pero, ¿por qué supone quese interpretaba a sí mismo? ¿Por qué la naturalezano haría un vanaglorioso muy cercano a ese ideallímite que separa lo bello real de lo bello ideal, límitesobre el cual discuten las diferentes escuelas?

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SEGUNDO. No le entiendo.PRIMERO. Me explico con mayor claridad en mis

Salones. Le aconsejo leer el fragmento que dedico a labelleza en general. Entretanto, dígame: ¿Qui-nault-Dufresne es Arósmanes? No. ¿Sin embargo,quién le ha reemplazado y le reemplazará en ese pa-pel? ¿Era el hombre del Prejuicio a la Moda? No. Noobstante, con cuánta verdad lo interpretaba.

SEGUNDO. De acuerdo con lo que usted dice, elgran actor es todo o nada.

PRIMERO. Quizá por no ser nada es todo, puestoque así su forma particular no contraría nunca lasformas ajenas que tiene que adoptar.

Entre todos los que han ejercido la útil y hermo-sa profesión de comediantes o predicadores laicos,uno de los hombres más honrados, uno de loshombres que tenían de ello más la fisonomía, el to-no y el aspecto, el hermano del Diablo Cojuelo, de GilBlas, del Bachiller de Salamanca, Montménil...

SEGUNDO. El hijo de Le Sage, padre común detoda esa festiva familia...

PRIMERO. Con igual éxito hacía el papel deAristo en La Pupila, el Tartufo en la comedia de esenombre, el abogado o el señor Guillermo en la farsade Patelin.

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SEGUNDO. Lo recuerdo.PRIMERO. Y con gran asombro podía vérsele

con las máscaras de esos distintos rostros. No lohacía naturalmente, porque la naturaleza no le habíadado más que el suyo; los otros los debía a su arte.

¿Hay acaso una sensibilidad artificial? Pero seainnata o adquirida, la sensibilidad no interviene entodos los papeles. ¿Cuál es entonces la cualidad fic-ticia o natural que asume el gran actor en el Avaro,el Jugador, el Adulador, el Gruñón, el Médico a lafuerza, este último el personaje menos sensible ymás inmoral que haya imaginado la poesía hastaahora, el Ricachón en la corte, el Enfermo y el Cor-nudo imaginarios; el Nerón, Mitrídates, Atreo, Fo-cas, Sertorio y tantos otros caracteres trágicos ocómicos, en los que la sensibilidad se opone porcompleto al espíritu del papel? Es la facilidad paraconocer y copiar todas las naturalezas. Créame, nomultipliquemos las causas cuando basta una para to-dos los fenómenos.

Unas veces el poeta siente con más intensidadque el comediante, otras, y acaso con más frecuen-cia, concibe el comediante más intensamente que elpoeta. Nada más verdadero que aquella exclamaciónde Voltaire oyendo a la Clairon en una de sus obras:

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¿Soy yo realmente el que ha hecho eso? ¿Quiere decir quela Clairon sabía más que Voltaire? En ese momento,al menos; su modelo ideal declamado, era muy su-perior al modelo ideal que había seguido Voltaire alescribir. Con todo, ¿el modelo ideal no era ellamisma? ¿Cuál era, pues, su talento? El de imaginarun gran fantasma y copiarlo genialmente, imitandoel movimiento, los ademanes, los gestos, la expre-sión entera de un ser muy por encima de ella. Habíaencontrado lo que Esquines, recitando una oraciónde Demóstenes, jamás pudo expresar: el rugido dela fiera, lo que lo llevó a decir a sus discípulos: "Siesto os impresiona tanto, ¿qué no sería si audivissetisbestiam mugienten?" El poeta había creado la terriblebestia, la Clairon la hacía bramar.

Sería abusar singularmente de las palabras llamarsensibilidad a esta facultad que permite expresar to-das las naturalezas, incluso las naturalezas feroces.Sensibilidad, según la sola acepción que se ha dadohasta hoy a ese término, es, me parece, aquella dis-posición compañera de la debilidad de los órganos,consecuencia de la movilidad del diafragma, de lavivacidad de la imaginación, y de la delicadeza delos nervios, que inclina a compadecer, a es-tremecerse, a admirar, a temer, a turbarse, a llorar, a

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desvanecerse, a socorrer, a huir, gritar, perder la ra-zón, a exagerar, despreciar, desdeñar, a no teneridea precisa de lo verdadero, de lo bello y lo bueno,a ser injusto, a ser loco. Multiplique usted las almassensibles y habrá multiplicado en la misma medidalas buenas y las malas acciones, los elogios y las crí-ticas exageradas.

¿Desea, como poeta, una nación delicada, sensi-ble y fina? Enciérrese en las armoniosas, tiernas yconmovedoras elegías de Racine; las almas débilesson incapaces de soportar las sacudidas violentas;escapan de las carnicerías de Shakespeare. Guárdesebien de presentarles imágenes demasiado fuertes.Puede llegar a mostrarles

Al hijo empapado en la sangre de su padre, con su cabezaen las manos pidiendo su salario;

pero no continúe. Si se atreve a decirle con Ho-mero: "¿Adónde vas, infeliz? ¿No sabes que es a mía quien envía el cielo los hijos de los padres desdi-chados? Tú no recibirás nunca los últimos besos detu madre; ya te veo tendido en tierra; ya veo a lasaves de presa, reunidas en torno a tu cadáver, arran-carte los ojos batiendo sus alas con júbilo", todasnuestras mujeres exclamarían, ocultando los rostros:

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¡Qué horror! ¡Y peor aún si este discurso fuesepronunciado por un buen actor, viéndose así subra-yado por una interpretación impresionante!

SEGUNDO. Siento la tentación de interrumpirlepara preguntarle qué piensa de aquel vaso presenta-do a Gabriela de Vergy y donde ella descubre el co-razón ensangrentado de su amante.

PRIMERO. Le responderé que se debe ser conse-cuente, y que los que se rebelan contra este espectá-culo no debieran tolerar tampoco la aparición deEdipo con los ojos saltados, y habría que hacer salirde escena a Filotectes atormentado por su herida ylanzando gritos inarticulados. A mi juicio, tenían losantiguos otra idea de la tragedia, y esos antiguoseran los griegos, los atenienses, pueblo delicado quenos dejó en todos los géneros modelos que otrasnaciones no han logrado igualar. Esquilo, Sófocles,Eurípides no se desvelaban años enteros para pro-ducir obras cuya impresión pasajera se diluye en laalegría de una sobremesa. Querían entristecer hon-damente con el destino de los desdichados, queríanno sólo distraer a sus conciudadanos, sino hacerlosmejores. ¿Se equivocaban? ¿Tenían razón? Para lo-grar su objeto, hacían correr por la escena a las Eu-ménides, siguiendo el rastro del parricida, guiadas

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por el olor de la sangre. Eran demasiado inteligenteslos griegos para aplaudir embrollos, escamoteos depuñales, válidos sólo para niños. Una tragedia debeser, a mi juicio, una bella página histórica divididacon un cierto número de descansos marcados.

Se espera al jerife. Llega éste. Interroga al señorde la aldea. Le propone una apostasía. El señor seniega. El otro le condena a muerte. Lo envía a pri-sión. Viene la hija a pedir el indulto de su padre. Eljerife se lo concede bajo una condición repugnante.El señor de la aldea es ejecutado. Los habitantespersiguen al jerife. Este huye acosado. El amante dela hija del señor le mata de una puñalada; y el atroztiranuelo muere en medio de imprecaciones. Es to-do lo que un poeta precisa para componer una granobra. Que la hija vaya a interrogar a su madre en latumba para saber lo que debe al que le dio la vida;que vacile en efectuar el sacrificio de su honor, co-mo se lo exigen; que, en esta incertidumbre, aleje desí a su novio y cierre sus oídos a los discursos de supasión; que obtenga el permiso de ver a su padre enla cárcel; que su padre quiera unirla a su novio y ellano consienta; que se prostituya; que, mientras ella seprostituye, ejecuten al padre; que se ignore su pros-titución hasta el momento en que su novio, encon-

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trándola desesperada por la muerte del padre, que élle comunica, se entera por ella del sacrificio que hahecho para salvarle; que, entonces, el jerife, perse-guido por el pueblo, llegue para morir a manos delnovio. He ahí una parte de los detalles de tal argu-mento.

SEGUNDO. ¿Una parte?PRIMERO. Sí, una parte. ¿Es que los novios no

propondrán la fuga al señor de la aldea? ¿Es que loshabitantes no le sugerirán exterminar al jerife y a sussecuaces? ¿Es que no habrá un sacerdote defensorde la tolerancia? ¿Es que, en medio de esta jornadade dolor, permanecerá ocioso el amante? ¿Es queno se supondrán relaciones ocultas entre estos per-sonajes? ¿Es que no se sacará partido de esas rela-ciones? ¿Es que no puede ese jerife haber sido elnovio de la hija del señor de la aldea? ¿Es que novuelve con el alma sedienta de venganza contra elpadre que él ha echado del lugar y contra la hija quele ha desdeñado?

¡ Cuantos incidentes importantes pueden ex-traerse del asunto más sencillo, si se tiene la pacien-cia de meditar!

¡Qué color puede dárseles cuando se es elo-cuente! No se es poeta dramático sin ser elocuente.

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¿Y supone usted que careceré de espectáculo? Esteinterrogatorio él lo llevará a cabo con todo su apa-rato. Déjeme disponer mi local y pongamos fin aeste aparte.

¡Te tomo por testigo, Roscio inglés, célebre Ga-rrick, a ti, que por unánime consentimiento de todaslas naciones pasas por el primer actor de todos lostiempos, para que rindas homenaje a la verdad! ¿Nome has dicho tú que aun sintiendo intensamente, tuacción sería pobre, si, fuese cual fuese la pasión o elcarácter que tienes que representar, no supieras ele-varte con el pensamiento a la grandeza de un fan-tasma homérico, con el que tratas de identificarte? Ycuando te hice la objeción de que, según esas pala-bras, no te tomabas a ti mismo por modelo, ¿norespondiste que te guardabas bien de hacerlo, y quesi parecías tan extraordinario era precisamente por-que mostrabas al espectador un ser imaginario queno eras tú?

SEGUNDO. El alma de un gran actor ha sido for-mada por ese elemento sutil que, según nuestro filó-sofo, llena el espacio y no es ni frío ni caliente, nipesado ni ligero, no afecta ninguna forma determi-nada, y siendo susceptible de todas, no conservaninguna.

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PRIMERO. Un gran actor, no es ni un piano, niun arpa, ni clavicordio, violín o violoncelo; no hayacorde que le pertenezca, sino que toma el acorde yel tono conveniente a su parte; sabe acomodarse atodos. Tengo una gran opinión del talento del grancomediante. Es tan raro o acaso más raro encontrarun gran comediante que un gran poeta.

El que en sociedad se propone y tiene el tristetalento de agradar a todos, no es nada, no tiene nadapropio, nada que le distinga, que entusiasme a unoso fatigue a otros. Habla siempre, y siempre bien; esun adulador de profesión, un gran cortesano, ungran comediante.

SEGUNDO. Un gran cortesano, acostumbradodesde que respira al papel de muñeco maravilloso,asume todas las formas posibles, a voluntad del hiloque mueve su amo.

PRIMERO. Un gran comediante es también unmuñeco, otro títere maravilloso, pero el amo quetira del hilo es el poeta, que a cada línea le indica laforma que ha de tomar.

SEGUNDO. Así, pues, un cortesano y un co-mediante, que sólo asuman una forma, por bella einteresante que sea, no pasarán nunca de ser dosmalos títeres.

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PRIMERO. Mi intención no es calumniar una pro-fesión que amo y estimo, como la del comediante.Sentiría mucho que mis observaciones, mal inter-pretadas, arrojaran una sombra de menosprecio so-bre hombres de un talento no común y deverdadera utilidad social, terrible azote del vicio ydel ridículo, predicadores elocuentes de la honradezy las virtudes, látigo de que se sirve el genio parafustigar a los malvados y a los insensatos. Pero,basta echar una mirada en derredor para ver que laspersonas conocidas por alegres no tienen grandesdefectos ni grandes cualidades, que los bromistas deprofesión son, por lo general, frívolos y desprovis-tos de sólidos principios; y que todos los que, se-mejantes a ciertos personajes que circulan ennuestra sociedad, no tienen ningún carácter, son há-biles para explotar todos los caracteres.

Un comediante, ¿no tiene padre, madre, esposa,hijos, hermanos, hermanas, amigos, conocidos, unaquerida... o varias? Si estuviera dotado de esa exqui-sita sensibilidad que se considera la principal y másnecesaria circunstancia de su profesión, perseguidocomo nosotros por la infinidad de sinsabores que sesuceden en la vida y continuamente nos maltratan,que unas veces nos angustian, otras nos desgarran el

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alma, que a veces nos avergüenzan, ¿cuántos días lequedarían para regocijarnos? Pocos, muy pocos. Se-rían muchos más aquellos en que no tendría ganasde reír, o en que quisiera llorar por otras penas quelas de Agamenón. Pero las amarguras de la vida, tanabundantes para ellos como para nosotros, y mu-chas más contrarias al libre ejercicio de su profe-sión, pocas veces les impiden cumplir con susdeberes.

Fuera del teatro, cuando no son bufones, los en-cuentro finos, cáusticos, fríos, fastuosos, disipado-res, interesados, más atentos a nuestras ridiculecesque a nuestras desdichas. Casi indiferentes a la vistade una desgracia o al oír la relación de una aventurapatética. Aislados, vagabundos, a la orden de losgrandes. Irregulares en las costumbres, con pocosamigos y sin casi ninguna de esas relaciones dulces ysantas que nos asocian a las penas y alegrías de otroque comparte las nuestras. Con frecuencia he vistoreír a un comediante fuera de la escena, pero no re-cuerdo haber visto llorar a alguno. ¿Qué hacen,pues, de esa decantada sensibilidad que se atribuyeny que se les concede? ¿La dejan en las tablas cuandoacaba la función para retomarla cuando en ellas sevuelven a presentar?

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¿Que es lo que les calza el zueco o el coturno?La falta de educación, la miseria y el libertinaje. Elteatro es un recurso, jamás una elección. Nunca sehizo nadie comediante por amor a la virtud, por de-seo de ser útil en la sociedad o deseo de servir a supaís o a su familia, por ninguno de esos honrososmotivos que podrían arrastrar a un espíritu recto, aun corazón entusiasta, a un alma sensible, hacia tanhermosa profesión.

Yo mismo, siendo joven, dudé entre la Sorbonay la Comedia. Iba en invierno y en lo más cruel de laestación a recitar en voz alta papeles de Molière y deCorneille en los solitarios paseos del Luxemburgo.¿Cuál era mi plan? ¿Ser aplaudido? Puede ser. ¿Vi-vir en intimidad con las mujeres de teatro, que meparecían infinitamente amables y tenía por fáciles?Seguramente. No sé lo que hubiera hecho paraagradar a la Gaussin, que debutaba entonces y era labelleza en persona, o a la Dangeville, que tantosatractivos demostraba en escena.

Se ha dicho que los comediantes no tienen nin-gún carácter, porque, interpretándolos todos, pier-den el que la naturaleza les ha dado, y se hacenfalsos, como el médico, el cirujano y el carnicero sehacen duros. Yo creo que se ha tomado la causa por

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el efecto, y que si pueden interpretarlos todos esporque no tienen ninguno.

SEGUNDO. No por ser verdugo se hace unocruel, sino que, por ser cruel, se hace verdugo.

PRIMERO. En vano he examinado a los actores.Nada en ellos he visto que los distinga del resto delos ciudadanos, excepto, quizá, cierta vanidad que sepodría llamar insolencia, y una rivalidad que llena derencillas y odios su corporación. De todas las aso-ciaciones conocidas, quizá ninguna haya en que elinterés común de todos y el superior del público se-an más constante y evidentemente sacrificados a mi-serables celos, vanos prejuicios y pequeñas pre-tensiones. La envidia es peor entre ellos que entrelos autores. Es mucho decir, pero es verdad. Unpoeta perdona con más facilidad a otro poeta eléxito de una obra, que una actriz a otra los aplausosque la señalan a cualquier ilustre o rico calavera. Selos ve grandes en la escena, porque tienen alma, diceusted. Pero yo los veo pequeños y mezquinos en so-ciedad porque no tienen alma. Con las palabras y elacento de Camille y del viejo Horacio, sus cos-tumbres no dejan de ser las de Rosina y Sganarelle.Para juzgar el fondo de su corazón, ¿debo referirmea discursos aprendidos y expresados admira-

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blemente, o a la naturaleza de sus actos y al tenor desu vida?

SEGUNDO. Pero antaño Molière, los Quinault,Montménil, hoy en día Brizard y Caillot, bien vistoentre los grandes y los pequeños, a quien podríamosconfiar sin temor los secretos y la bolsa, con quienusted creería más seguro el honor de su mujer o desu hija que con tal o cual magnate de la corte o mi-nistro del altar...

PRIMERO. Ese elogio no es exagerado: lo que la-mento es no oír citar mayor número de comediantesque lo hayan merecido o lo merezcan. Lo que sientoes que entre esos propietarios, por estado, de unacualidad, fuente preciosa y fecunda de tantas otras,un actor que sea hombre probo, una actriz mujerhonrada, sean fenómenos tan raros.

De donde podemos deducir que no son dueñosdel privilegio especial de la sensibilidad. Y que lasensibilidad -que de tenerla los dominaría por igualen la sociedad y en la escena-, no constituye el fun-damento de su carácter ni la base de su éxito. No lespertenece más ni menos que a cualquiera otra cate-goría social. Y si vemos a tan pocos actores verda-deramente grandes, es porque los padres no des-tinan sus hijos al teatro; porque los actores no se

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preparan mediante una educación profesional co-menzada en la juventud; porque una compañía decomediantes no es lo que verdaderamente debieraser en un pueblo en que se concediese a la funciónde hablar a los hombres congregados para ser ins-truidos, divertidos, corregidos, la importancia, loshonores, las recompensas que merece. Es decir, unacorporación formada como todas las demás corpo-raciones de individuos, extraídos de todas las fami-lias sociales y llevadas a la escena como al serviciomilitar, a la magistratura, a la iglesia: por propia in-clinación y con el consentimiento de sus tutoresnaturales.

SEGUNDO. El envilecimiento de los actores mo-dernos parece una desdichada herencia que les handejado los comediantes antiguos.

PRIMERO. Lo mismo creo.SEGUNDO. Si el teatro se fundara hoy, que ya se

tiene idea más justa de las cosas, puede ser que... Pe-ro usted no me escucha. ¿En qué está pensando?

PRIMERO. Sigo mi primera idea. Pienso en la in-fluencia que ejercía el teatro para formar las cos-tumbres y mejorar el gusto, si los comediantes fue-ran gente de bien y se honrara su profesión paradignificarlos. ¿Dónde está el poeta capaz de propo-

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ner a hombres bien nacidos que declamen pública-mente discursos depravados o groseros? ¿Quién seatrevería a poner en boca de mujeres honradas fra-ses que las ruborizarían oyéndolas en el secreto delhogar? No tardarían nuestros autores dramáticos enalcanzar una pureza, una delicadeza, una elegancia,de las que se hallan todavía mas lejos de lo que ellossuponen. ¿No cree usted que eso influiría en el espí-ritu nacional?

SEGUNDO. Tal vez se podría objetarle que lasobras, tanto modernas como antiguas, que sus co-mediantes honestos excluirían de su repertorio, sonprecisamente las que representamos en sociedad.

PRIMERO. ¿Y qué importa que nuestros conciu-dadanos se rebajen al nivel de los más viles histrio-nes? ¿Sería por eso menos útil, menos deseable quenuestros comediantes se elevaran a la condición dehonestos ciudadanos?

SEGUNDO. La metamorfosis no me parece fácil.PRIMERO. Cuando yo estrené El Padre de Familia,

el magistrado de la policía me aconsejó siguiera cul-tivando el género.

SEGUNDO. ¿Por qué no lo hizo?PRIMERO. Porque no habiendo alcanzado el

éxito que me prometía, y no esperando ya hacerlo

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mucho mejor, creí más acertado abandonar un ca-mino para el cual no tenía talento suficiente.

SEGUNDO. ¿Por qué esa pieza, que ahora llena elteatro antes de las cuatro y media, y que los come-diantes llevan a escena cada vez que necesitan milescudos, fue tan tibiamente recibida en su estreno?

PRIMERO. Algunos dijeron que nuestras virtudesson demasiado convencionales y harto ficticias paraaceptar género tan sencillo, demasiado corrompidaspara acomodarse a género tan cándido.

SEGUNDO. No deja de resultar verosímil.PRIMERO. No obstante, la experiencia ha de-

mostrado que no era eso, pues la obra gusta ahorasin que hayamos llegado a ser mejores. Por otraparte, lo verdadero, lo honrado, tiene tal ascen-diente sobre nosotros, que si la obra de un poetareúne esos dos caracteres y el autor tiene talento, eléxito es seguro. Donde todo es falso es donde gustamás lo verdadero. Cuando todo se halla corrompi-do, es cuando se prefieren las obras más depuradas.El ciudadano que se presenta a la entrada de la co-media, deja allí todos sus vicios hasta la salida. En lasala, se siente justo, imparcial, buen padre, buenamigo, amante de la virtud. He visto en el teatro másde una vez a hombres perversos profundamente in-

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dignados contra acciones que ellos seguramente hu-biesen cometido de encontrarse en iguales circuns-tancias que el personaje aborrecido. Si no tuve éxitocuando la obra se estrenó, fue porque el género nopodía resultar más extraño a los espectadores y a losactores. Fue también porque habíase afirmado unprejuicio, que subsiste aún, contra lo que llamancomedia lacrimosa, género llorón, espectáculo hú-medo. Fue, además, porque yo tenía legión de ene-migos en la corte, en la ciudad, entre losmagistrados, entre los clérigos, y entre los escritores.

SEGUNDO. ¿Por qué se había hecho de tantosenemigos?

PRIMERO. A ciencia cierta, no lo sé, pues jamáshabía hecho sátiras contra los grandes ni contra lospequeños, ni nunca he estorbado a nadie en la sendade la fortuna y de los honores. Es verdad que perte-necía al número de los que llaman "filósofos", queeran mirados entonces como ciudadanos peligrososy hombres temibles, contra los cuales había soltadoel gobierno dos o tres pícaros subalternos, sin mé-ritos, sin virtudes, sin capacidad. Pero dejemos eso.

SEGUNDO. Sin contar que esos filósofos habíanhecho más difícil la labor de los poetas y en generalde todos los literatos. Ya no se trataba, para hacerse

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ilustre, de saber componer un madrigal o unos ver-sitos obscenos.

PRIMERO. Eso también contribuyó, pero de-jemos eso. Un joven disoluto, en lugar de asistirasiduamente al taller del pintor, del artista que lo haadaptado, pierde los años más preciosos de su vida,y se encuentra a la edad de veinte años sin capaci-dad y sin recursos. ¿Qué quiere que haga? O bien essoldado o bien es comediante. Ya lo verá con-tratado en una compañía de la legua, rodando porlos caminos hasta que la suerte le depare un con-trato en París. Una desgraciada criatura encenagadaen el vicio y el descrédito se aprende unos cuantospapeles de memoria; cansada de vivir en la abyectasituación de bajo cortesano, se presenta un día en lacasa de la Clairon, como la antigua esclava en casadel pretor o del edil. La Clairon lo toma por la ma-no, le hace ejecutar una pirueta y lo toca con su varamágica diciéndole: "Ve a divertir a los bobos o ahacerlos reír o llorar".

Están excomulgados. El público, que no puedeestar sin ellos, los desprecia. Son esclavos, siemprebajo la férula de otro esclavo. Tantas y continuashumillaciones, tantos envilecimientos, ¿no contri-buyen a degradarlos cada vez más? Bajo el peso de

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la ignominia, ¿qué alma será bastante fuerte parasostenerse a la altura de Corneille?

El despotismo que pesa sobre ellos, lo ejercenellos mismos sobre los autores. Yo no sé quién esmás vil, si el comediante insolente o el autor que lotolera.

SEGUNDO. El autor quiere que su obra se repre-sente.

PRIMERO. Sí, a toda costa. Los comediantes es-tán cansados de su oficio y nada les importa vuestrapresencia ni vuestro aplauso, lo que les importa es eldinero. Han estado a punto de decidir que el autordebe renunciar a su parte so pena de no aceptar suobra.

SEGUNDO. Ese proyecto acabaría con el génerodramático.

PRIMERO. ¿Y qué le importa a ellos?SEGUNDO. Pienso que bien poco le queda por

decir.PRIMERO. Se engaña. Tengo que servirle de guía

y llevarle a la casa de la Clairon, esa incomparablehechicera.

SEGUNDO. Esa, por lo menos, estaba orgullosade su profesión.

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PRIMERO. Como lo estarán todas las que so-bresalgan. Desprecian el teatro solo los actoresechados a silbidos. Es preciso que le muestre a laClairon en sus arrebatos de cólera. Si por casualidadconservase en medio de su furia la actitud, el acentoy la acción teatral, con todo su aparato, ¿podríacontener la risa? No. Esto prueba que la verdaderasensibilidad y la representada son dos cosas distin-tas. De lo contrario, no podría reírse en su casa delo que en escena habría admirado. La cólera real dela Clairon parece simulada porque la ha visto simu-larla en el teatro con la más cumplida perfección...aparente. En el teatro las imágenes de las pasionesno son sus verdaderas imágenes, son exageraciones,caricaturas, sujetas a reglas convencionales. Ahorabien, ¿qué artista se ajustará más estrictamente a es-tas convenciones? ¿Qué comediante distinguirámejor su límite, que no ha de rebasar? ¿El hombredominado por su propio carácter o el hombre quese despoja del suyo para revestir otro más grande,más noble, más violento, más elevado? Se es unomismo por naturaleza, se es otro por imitación; elcorazón que nos atribuimos no es el corazón quetenemos. El verdadero talento consiste en conocerbien los síntomas exteriores del alma que se imita,

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dirigiéndose a la sensación de los que nos oyen ynos ven, engañándolos con la imitación de aquellossíntomas, pero con una imitación que en sus cabe-zas lo engrandezca todo y se convierta en regla desu juicio, porque es imposible apreciar de otra ma-nera lo que pasa dentro de nosotros. ¿Y qué nosimporta que sientan o no sientan, con tal que lo ig-noremos? En efecto, el que mejor conozca y traduz-ca más perfectamente dichos signos exteriores deacuerdo con el modelo ideal mejor concebido, seráel mejor comediante.

SEGUNDO. Y el que deje menos a la imaginacióndel gran comediante, será el más grande de los poe-tas.

PRIMERO. Iba a decirlo. Cuando por efecto deuna larga costumbre teatral se guarda en sociedad elénfasis adquirido en la escena y se pasea por ella aBruto, Cinna, Mitrídates, Cornelio, Merope, Pompe-yo, ¿sabe lo que ocurre? Se une a un alma, pequeñao grande, según la medida que la naturaleza le dio,los signos exteriores de un alma exagerada y gigan-tesca que no se tiene, y de ahí nace el ridículo.

SEGUNDO. Es una sátira cruel la que hace, ino-cente o malignamente, de actores y autores.

PRIMERO. ¿Por qué?

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SEGUNDO. Porque creo que a todo el mundo leestá permitido tener un alma grande y fuerte; comocreo que es lícito también poseer la apariencia, ladignidad y los ademanes del alma que se tiene; yconsidero que la imagen de la verdadera grandezajamás puede ser ridícula.

PRIMERO. ¿Qué deduce de esto?SEGUNDO. ¡Ah, traidor! No se atreve a decirlo y

quiere que sea yo quien incurra en la indignacióngeneral. Lo que se deduce es que la verdadera trage-dia no ha sido encontrada aún, y que los antiguos,con todos sus defectos, se hallaban probablementemás cerca de ella que nosotros.

PRIMERO. Es verdad que a mí me encanta oír aFiloctetes decir tan sencilla y vigorosamente a Nep-tolemo, cuando le devuelve las flechas de Hércules,que había robado por instigación de Ulises: "Mira laacción que cometiste: sin darte cuenta condenas aun infeliz a perecer de dolor y de hambre. Tu roboes el crimen de otro; tu arrepentimiento es tuyo. No,tú no hubieras pensado nunca en cometer semejantevillanía si hubieras estado solo. Comprende, pues,hijo mío, cuánto importa a tu edad no tratar másque con gentes de bien. Eso es lo que se saca con lacompañía de un malvado. ¿Por qué unirte a un

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hombre de esa condición? ¿Es ése el que tu padre tehubiese elegido por compañero y amigo? Un padretan digno, que trata sólo a los más preclaros perso-najes del ejército, ¿qué te diría si te viera con Uli-ses?..."

¿Hay en este discurso algo que usted no diría ami hijo o que yo no pudiera aconsejar al suyo?

SEGUNDO. No.PRIMERO. Sin embargo, eso es hermoso.SEGUNDO. Ciertamente.PRIMERO. Y el tono de ese discurso pronunciado

en la escena, podría ser diferente del tono con quesería pronunciado en sociedad.

SEGUNDO. No lo creo.PRIMERO. Y ese tono en sociedad, ¿sería ri-

dículo?SEGUNDO. De ningún modo.PRIMERO. Cuanto más enérgico son los actos y

más sencillas las palabras, más grande es mi admira-ción. Temo que hayamos estado cien años seguidostomando las bravatas de Madrid por el heroísmo deRoma, y confundiendo el tono de la musa trágicacon el lenguaje de la musa épica.

SEGUNDO. Nuestro verso alejandrino es de-masiado noble para el diálogo.

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PRIMERO. Y nuestro verso decasílabo es de-masiado fútil y demasiado ligero. Le aconsejo no ira la representación de una pieza romana de Cornei-lle, sino después de la lectura de las cartas de Cice-rón a Atico. ¡Qué ampulosos me parecen nuestrosautores dramáticos! ¡Y cómo disgustan sus decla-maciones cuando se recuerda la sencillez y el nerviodel discurso de Régulo disuadiendo al Senado y alpueblo romano del canje de cautivos! Es una oda,un poema, que supone más fuego, más verba y másexageración que un monólogo trágico; dice así:

"Yo he visto nuestras insignias expuestas en lostemplos de Cartago. He visto al soldado romanodespojado de sus armas, que no habían sido teñidaspor una gota de sangre. He visto a ciudadanos conlos brazos atados. He visto el olvido de la libertad,las ciudades con las puertas abiertas y las cosechascubriendo las campiñas que habíamos arrasado. ¿Ycreéis que por haber sido rescatados con dinero setornarán más valerosos? Sólo añadiréis una pérdidaa la ignominia. Cuando la virtud huye de un almaenvilecida, no vuelve más. No esperéis nada del quepudiendo morir se dejó esclavizar. ¡Oh, Cartago,cuán grande y altiva te hace nuestra vergüenza!..."

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Su conducta correspondió a su discurso. Recha-zó las caricias de su mujer y de sus hijos, creyéndoseindigno de ellas como un vil esclavo. Con la miradahosca, fija en tierra, desdeña las lágrimas de susamigos hasta persuadir a los senadores de una deci-sión que sólo él era capaz de proponer, y se le per-mite volver a su destierro.

SEGUNDO. Hay sencillez y belleza, pero el mo-mento en que el héroe se muestra es el que sigue.

PRIMERO. Tiene usted razón.SEGUNDO. No ignorando el suplicio que le pre-

para un enemigo feroz, recobra toda su calma y sedesprende de los suyos, que procuran diferir supartida, con la misma libertad que antes mostraba aldesprenderse de la multitud de sus clientes para irsea descansar en sus posesiones de Tarento, o de Va-nafra.

PRIMERO. Muy bien. Ahora dígame en con-ciencia si hay en nuestros poetas muchos pasajes enque se vea el tono apropiado de una virtud tan ele-vada, tan familiar, y dígame también qué pareceríanen aquella boca nuestras tiernas jeremiadas y la ma-yor parte de nuestras fanfarronadas a lo Corneille.

¿Cuántas cosas hay que sólo a usted me atrevo aconfiarle! Me desollarían en la calle si me supieran

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culpable de semejante blasfemia, y yo no aspiro a lapalma del martirio.

Si aparece algún día un hombre de genio que seatreva a dar a sus personajes el tono sencillo del he-roísmo clásico, el arte del comediante será muchomás difícil, pues la declamación dejará de ser una es-pecie de canto.

Por lo demás, cuando he sostenido que la sensi-bilidad es la característica de la bondad del alma yde la medianía del genio, he hecho una confesiónque no me favorece y que muy pocos harían en micaso, porque si la naturaleza ha formado algún almasensible, es la mía.

El hombre sensible está demasiado a merced desu diafragma para ser un gran rey, un gran político,un buen magistrado, un hombre justo, un profundoobservador, y consecuentemente un imitador subli-me de la naturaleza, a menos que pueda distraerse,desprenderse de sí mismo, ayudado por una imagi-nación poderosa y una gran fijeza para estudiar lostipos ideales que le sirven de modelos fantásticos.Pero en tal caso no es él quien obra. Es un espírituajeno que lo domina.

Debiera detenerme aquí, pero entiendo que esmejor una reflexión fuera de lugar que una omitida.

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Le habrá sucedido algunas veces que, al ser consul-tado por algún principiante, actor o actriz, le hayausted concedido de buena fe que tiene alma, sensi-bilidad y entrañas, colmándolo de elogios y deján-dolo con la esperanza de un éxito. Pues bien, ¿quésucede? Que se presenta y es silbado y debemosconfesarnos que los silbidos tienen razón. ¿De quéproviene la contradicción? ¿Habrá perdido el actor,de la mañana a la tarde su alma, su sensibilidad? No.Pero en su casa se estaba a ras del suelo con ella, sela escuchaba sin exigencias, frente a frente y sin quehubiera ningún modelo de comparación. Todo cau-saba satisfacción, su voz, su gesto, su expresión, suactitud; todo estaba en proporción con el auditorioy el espacio reducido. Nada requería exageración.En las tablas todo ha cambiado. Aquí hacía faltaotro personaje, ya que todo se había agrandado.

En un teatro particular, en un salón donde el es-pectador está casi al nivel del artista, el verdaderopersonaje dramático hubiera parecido enorme, gi-gantesco, y al salir de la representación, hubiéramosdicho en confianza a cualquier amigo: "En el teatroy con numeroso público se malogrará, porque seexcede". Y su triunfo en el teatro habría asombrado.Lo repito una vez más: el actor nada dice en socie-

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dad del mismo modo que en la escena; será un bieno un mal, pero es así, porque es otro mundo.

Pero quiero relatarle un hecho decisivo, que mefue referido por un hombre veraz y de tanto ingeniocomo el abate Galiani, confirmado luego por otroigualmente veraz y de no menor ingenio, el marquésde Caraccioli, embajador de Nápoles en París: enNápoles, patria de ambos, hay un poeta dramáticocuyo principal cuidado no es componer su obra.

SEGUNDO. Su obra, el Padre de Familia, tuvo enNápoles un gran éxito.

PRIMERO. Sí. La representaron cuatro veces se-guidas delante del rey, en contra de la etiqueta de lacorte, según la cual se han de dar tantas piezas dife-rentes como funciones. El pueblo quedó muy com-placido. Pero volvamos al autor napolitano. Suprincipal cuidado es encontrar en la sociedad per-sonas de edad, figura, voz y carácter adecuados a lospapeles que imagina, a los personajes de sus piezas.Las busca, las encuentra, y no se atreven a negarlesu cooperación porque se trata de divertir al rey.Ensaya con ellas durante seis meses, primero aisla-damente, después juntos. ¿Y cuándo imagina ustedque la compañía empieza a representar, a entender-se, a encaminarse hacia el punto de perfección exi-

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gido? Cuando los actores están agobiados de fatiga,hartos de ensayos, insensibles a todas las bellezas dela obra. Entonces comienzan sus progresos sor-prendentes. Cada uno se identifica por completocon su personaje. Después de tan penoso ejercicio,empiezan las representaciones por espacio de otrosseis meses para que el soberano y sus súbditos dis-fruten del mayor placer que puede recibirse de lailusión teatral. Y ahora, dígame, esa ilusión tan aca-bada, tan perfecta en la última como en la primerarepresentación, ¿puede ser el efecto de la sensibili-dad?

La cuestión que yo he profundizado no es deltodo nueva; ya fue planteada una vez por un medio-cre literato, Remond de Saint Albine, y por un grancomediante, Riccoboni. El literato defendía la causade la sensibilidad; el comediante defendía la mía. Esuna anécdota que ignoraba y de la que acabo de en-terarme. Yo he dicho lo mío, ahora quisiera saberqué piensa usted de ello.

SEGUNDO. Pienso que ese hombrecillo arro-gante, decidido, seco y duro, que valdría mucho situviera una dosis de talento que alcanzara a la cuartaparte de sus pretensiones, hubiera sido un poco másreservado en su juicio si usted hubiese tenido la

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bondad de exponerle sus razones, y él la pacienciade escucharlas. Pero el mal está en que él lo sabe to-do, y a título de hombre universal se cree dispensa-do de escuchar a nadie.

PRIMERO. En cambio, el público se lo paga bienno escuchándolo tampoco. Una pregunta, ¿conoceusted a la señora Riccoboni?

SEGUNDO. ¿Quién no conoce a la autora de ungran número de obras celebradas, en las que brillanel genio, la gracia, la honestidad, la delicadeza?

PRIMERO. ¿Y cree usted que esa mujer era sensi-ble?

SEGUNDO. No solamente por sus obras, sinopor su conducta. Lo ha probado suficientemente.Hay un hecho en su vida que casi la lleva a la se-pultura. Al cabo de veinte años todavía no se hansecado sus lágrimas.

PRIMERO. Pues bien, esa mujer, una de las mássensibles que pudo formar la naturaleza, ha sido unade las peores actrices que hayamos visto en la esce-na. Hablaba muy bien del arte, pero interpretabamuy mal.

SEGUNDO. Es justo decir que no lo desconocíani lo negaba. Jamás se quejó de los silbidos, recono-ciendo que eran justos.

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PRIMERO. Si la sensibilidad, a juicio suyo, es laprincipal cualidad del actor, ¿por qué la Riccoboni,que tenía tanta, era una actriz tan mala?

SEGUNDO. Probablemente, porque le faltaríanlas otras cualidades. Tenía la principal, pero unasola no compensaba suficientemente la falta abso-luta de las otras.

PRIMERO. No creo que las otras le faltaran tan enabsoluto. Su figura no era mala, su cara no era fea,su aspecto era decente, su voz era agradable. Todaslas buenas cualidades que proceden de la educación.No había en ella cosa alguna que chocara. Se la veíasin pena, se la escuchaba con el mayor gusto.

SEGUNDO. No comprendo en qué consistía, pe-ro me consta que el público nunca pudo reconciliar-se con ella. Por espacio de veinte años seguidos fuela víctima de su profesión.

PRIMERO. Y de su sensibilidad, que nunca pudodominar, si es que alguna vez lo intentó. Y por lomismo que fue constantemente ella misma, el públi-co la desdeñó constantemente.

SEGUNDO. ¿Conoce a Caillot?PRIMERO. Mucho.SEGUNDO. ¿Habló alguna vez con él de esta

cuestión?

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PRIMERO. Nunca.SEGUNDO. En su lugar, yo tendría curiosidad

por conocer su opinión.PRIMERO. Es que la conozco.SEGUNDO. ¿Si? ¿Y cuál es?PRIMERO. La suya y la de su amigo.SEGUNDO. Esa es una terrible autoridad en su

contra.PRIMERO. No lo niego.SEGUNDO. ¿Y cómo se enteró de lo que piensa

Caillot?PRIMERO. Por una mujer espiritual y de talento,

la princesa Galitzin. Caillot había representado elDesertor, y estaba todavía en el mismo lugar en queexperimentaba y ella compartía todas las angustiasde un desdichado a punto de perder a su querida y ala vida. Caillot se acercó sonriente al palco de laprincesa Galitzin y le dirigió unas frases alegres,corteses, refinadas. La princesa, asombrada, le pre-gunta:

-"¿Qué, no está usted muerto? Yo, que he sidouna simple espectadora, no puedo volver en mí.

-No, señora, no me he muerto, y sería digno delástima si me muriera tan a menudo".

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-"Entonces, ¿no siente nada?

-¿Cómo?..."

Y comenzaron una discusión que acabará comola nuestra: quedándose cada cual con su opinión. Laprincesa no se acordaba de los razonamientos deCaillot, pero había observado que aquel gran imita-dor de la naturaleza, en el momento de la agonía,cuando lo arrastraban al suplicio, notando que lasilla donde habían de poner a Luisa desmayada noestaba muy segura, la arregló recitando con voz demoribundo: "Luisa no viene y se acerca mi hora".

Pero le noto distraído; ¿en qué piensa?SEGUNDO. Pensaba proponerle una transacción:

conceder al actor pocos momentos, pero siquiera al-gunos, de sensibilidad. La sensibilidad natural queno se oculta en determinados momentos, cuando sucabeza se confunde, olvidándose que está en el tea-tro, olvidándose de sí mismo para sólo acordarsedel personaje que interpreta; cuando llora . . .

PRIMERO. ¿A compás?SEGUNDO. A compás. Grita...PRIMERO. ¿Sin desafinar?SEGUNDO. Sin desafinar. Se irrita, se indigna, se

desespera, presenta a mis ojos la imagen real, hace

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llegar a mis oídos y penetrar hasta mi corazón elverdadero acento de la pasión que lo agita, al extre-mo de arrastrarme, ofuscarme, no viendo ni oyendoni a Brizard ni a Lekain sino a Agamenón, a Nerón,etc. Concedamos que en esos momentos siente ydejemos el resto para el arte.

PRIMERO. Un actor sensible quizá tenga en supapel uno o dos momentos de enajenación, en di-sonancia segura con todos los demás, disonanciatanto más acentuada cuanto más bellos sean losmomentos de pasión. Pero, siendo así, dígame, ¿nocesaría el espectáculo de ser un placer para conver-tirse en un suplicio?

SEGUNDO. Para mí, no.PRIMERO. Y esa ficción poética, ¿no le im-

presionará más hondamente que el espectáculo do-méstico y real de una familia angustiada alrededordel lecho de la madre moribunda?

SEGUNDO. ¡Oh, no!PRIMERO. Luego, ni el actor ni usted se han olvi-

dado tan absolutamente...SEGUNDO. Me pone en un aprieto y no dudo

que pueda todavía desconcertarme más, pero meparece que conseguiría hacerlo flaquear si me per-mitiese buscar una ayuda. Mire, son las cuatro y me-

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dia. Esta tarde ponen en escena a Dido. Vamos a vera la Raucourt y ella le responderá mejor que yo.

PRIMERO. Lo deseo, pero no lo espero. ¿Imaginaacaso que pueda hacer lo que no han hecho ni la Le-couvreur, la Duclos, la Desseine, la Balincourt, laClairon, la Dumesnil? No temo afirmar que si nues-tra joven debutante dista mucho aún de la perfec-ción, se debe a que es demasiado novicia para nosentir, y le predigo que si continúa sintiendo, si con-serva en la escena su personalidad, si sigue prefi-riendo el instinto limitado de la naturaleza al estudioilimitado del arte, no se elevará jamás a la altura delas actrices nombradas. Tendrá momentos de per-fección, pero no será perfecta. Pasará con ella lo quecon la Gaussin y muchas otras, que, por no haberpodido salir nunca del estrecho recinto en que susensibilidad las confinaba, han sido toda la vidaamaneradas, endebles y monótonas. ¿Quiere aúnque vayamos a ver a la Raucourt?

SEGUNDO. Sí.PRIMERO. Vamos, y en el camino le contaré un

hecho muy de acuerdo con nuestra conversación.Pigalle era amigo mío y yo iba con frecuencia a sucasa. Fui una mañana y cuando llamé, el artista saliópersonalmente a la puerta. Tenía el cincel en la ma-

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no. A la entrada del estudio, me detuvo y me dijo:"Antes de pasar, júreme que no tendrá miedo deuna bella mujer enteramente desnuda". Me sonreí yentré. Se ocupaba entonces en su monumento delmariscal de Sajonia y una bella cortesana le servía demodelo para la figura de Francia. ¿Cómo cree queaquella mujer me pareció entre las gigantescas figu-ras que la rodeaban? Pobre, pequeña, mezquina, unaespecie de rana. Bajo la palabra del artista, habríatomado aquella rana por una mujer hermosa, si nohubiese esperado el final de la sesión, viéndola en-tonces a ras de tierra, volviendo la espalda a aquellasfiguras colosales, que la reducían a nada. Apliqueusted este singular fenómeno a la Gaussin, a la Ric-coboni, y a todas las que no se agrandan en la es-cena.

Si, cosa imposible, una actriz poseyera una sen-sibilidad comparable a la que el arte llevado a suextremo puede simular, de poco le serviría, pues sontan diversos los caracteres cuya imitación se ofreceen el teatro y tan opuestas las situaciones que un pa-pel principal trae consigo, que la supuesta llorona,incapaz de representar como es debido dos papelesdiferentes, apenas sobresaldría en algunos pasajesde un mismo papel; sería la comediante más desi-

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gual, más limitada y más inepta que se pueda imagi-nar. Si por casualidad intentase un movimiento im-petuoso, su sensibilidad, predominando, no tardaríaen volverla a la mediocridad. Semejaría menos unpotro vigoroso que galopa, que un endeble potrillodesbocado. Su instante de energía, pasajero, brusco,sin gradación ni preparación ni unidad, parecería unataque de locura.

Siendo la sensibilidad compañera del dolor y ladebilidad, dígame si una criatura dulce, débil, sensi-ble, puede concebir y expresar la calma de Leontina,los celos de Hermione, los furores de Camille, laternura maternal de Mérope, el delirio y los remor-dimientos de Fedra, el tiránico orgullo de Agripina,la violencia de Clitemnestra. Abandone esta eternaplañidera a unos cuantos papeles elegíacos y no lasaque de ahí.

Porque ser sensible es una cosa, y sentir es otra.Lo uno es cuestión del alma, la otra de juicio. Loque se siente con fuerza no se sabe expresar; y loque se expresa en un salón o a solas o leyendo o re-presentando para unos cuantos amigos, no sirve enel teatro; y es que en el teatro, con eso que se llamasensibilidad, se dice bien un fragmento y detesta-blemente lo restante; abrazar en toda su extensión

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un gran papel, disponer en él los claros y los oscu-ros, los matices y las gradaciones, mostrarse a lamisma altura en las escenas tranquilas y en las agita-das, ser diverso en los detalles y uno en el todo,formarse un plan o sistema de declamación, que sal-ve hasta las humoradas del poeta, eso es obra deuna cabeza serena, de un gran discernimiento, de ungusto delicado, de un penoso estudio, de una largaexperiencia y de una tenacidad de memoria pococomunes. La regla qualis ab incopto processerit et sibiconstet, rigurosísima para el poeta, lo es hasta la mi-nucia para el comediante; el que sale de entre basti-dores sin su papel enteramente detallado, experi-mentará toda su vida la sensación de un principian-te, o si, dotado de intrepidez, suficiencia yentusiasmo, cuenta con la presteza de su ingenio y elhábito del oficio, podrá engañar con su calor y suembriaguez, y será aplaudido como en pintura siacepta un boceto atrevido en el que está todo indi-cado y nada resuelto. Es uno de esos prodigios quese ven a veces en las ferias o en casa de Nicolet.Quizás esos insensatos hagan bien en seguir siendolo que son: proyectos de comediantes. El trabajo noles daría lo que les falta y podría quitarles lo que tie-

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nen. Tómelos en lo que valen, pero no los ponga allado de un cuadro acabado.

SEGUNDO. Una sola pregunta me queda por ha-cerle.

PRIMERO. Hágala.SEGUNDO. ¿Ha visto alguna vez una obra en-

teramente representada a la perfección?PRIMERO. La verdad, no recuerdo... Pero, es-

pere... Sí, a veces, una obra mediocre, y por actoresmediocres.

Nuestros dos interlocutores se encaminaron ha-cia el espectáculo, pero como no encontraron loca-lidades, se dirigieron a las Tullerías. Se pasearon untiempo silenciosos. Parecían olvidar que estabanjuntos, cada uno ensimismado, dialogando consigomismo, uno en alta voz, el otro en voz tan baja queno se le oía, dejando escapar a intervalos algunaspalabras, aisladas pero claras, por las cuales era fácilconjeturar que no quería darse por vencido.

Sólo las ideas del hombre de la paradoja puedorelatar, y las ofrezco aquí, tan deshilachadas comodeben parecer cuando se suprimen de un soliloquiolos nexos en que se apoya. Nuestro hombre decía:

-Póngase en su lugar a un actor sensible, y vere-mos cómo saldrá del apuro. ¿Qué hace él, en cam-

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bio? Pone el pie en la balaustrada, se ajusta de nue-vo la liga, y responde al cortesano que desprecia,con la cabeza vuelta hacia uno de sus hombros, yasí, un accidente que habría desconcertado a cual-quier otro que este frío y sublime comediante, re-pentinamente adaptado a la circunstancia, se truecaen un rasgo genial.

(Hablaba, según creo, de Baron en la tragedia delConde Essex). Luego, sonriente, añadió:

-¡Ah, sí!, y creerá que esa actriz siente cuandodesplomada sobre el cuerpo de su confidente, con lamirada dirigida hacia la tercera hilera de palcos, ad-vierte a un viejo procurador deshecho en lágrimas, ycuyo dolor lo hace gesticular grotescamente, dice:Fíjate arriba y verás una cara divertida..., susurrando esaspalabras como si fuesen la continuación de unaqueja inarticulada. Otros podrán creerlo. Si no re-cuerdo mal, esto ocurrió con la Gaussin en Zaida.

-Y este tercero, cuyo fin ha sido tan trágico. Yole conocí, del mismo modo que a su padre, que meinvitaba a veces a decirle lo que pensaba en sutrompetilla acústica.

(Indudablemente, se trata del discreto Mon-tménil).

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-Era el candor y la honestidad personificados.¿Qué había de común entre su carácter natural y elde Tartufo, que tan excelentemente interpretaba?Nada. ¿De dónde había sacado ese gesto retorcido,ese visaje tan singular, ese tono tan dulzón y todasesas finezas del papel del hipócrita? Tenga cuidadocon lo que va a responderme. Lo tengo en mi poder.

-¿En una profunda imitación de la naturaleza?Los síntomas interiores, que denotan con mayorfuerza la sensibilidad del alma, ya lo verá, no estándel mismo modo en la naturaleza que los síntomasexteriores de la hipocresía; no sería posible estu-diarlos allí, y un actor de gran talento tropezará conmás dificultades en comprender y examinar unosque otros. ¿Y si sostuviese que de todas las cualida-des del alma, la sensibilidad es la más fácil de falsifi-car, ya que no hay quizá un solo hombre suficien-temente cruel e inhumano para no abrigarla en ger-men en su corazón y haberla experimentado algunavez, cosa que no podría asegurarse de todas las de-más pasiones, como la avaricia, la desconfianza, porejemplo? ¿Es un excelente instrumento?...

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-Lo entiendo, habrá siempre entre el que finge lasensibilidad y el que siente, la diferencia que va de laimitación a la cosa misma.

-Tanto mejor, tanto mejor. En el primer caso notendrá que separarse de sí mismo, y se elevará de unsolo salto a la altura del modelo ideal.

-¿De un salto?

-¿Vamos a discutir una expresión? Tan sóloquiero decir que al no verse limitado nunca por elpequeño modelo que lleva en sí mismo, será tangrande, tan sorprendente, tan perfecto imitador dela sensibilidad como de la avaricia, la hipocresía, laduplicidad y de cualquier otro carácter que no sea elsuyo, de cualquier otra pasión que no tenga. Lo queel personaje sensible por naturaleza me mostrará,será por fuerza pequeño. La imitación del otro seráfuerte, o si por azar las copias resultasen igualmentefuertes, cosa que no puedo concederle en absoluto,el uno, perfectamente dueño de sí mismo y repre-sentando siempre por estudio y reflexión, sería talcomo la experiencia cotidiana nos lo muestra, conmás unidad que el que representa, parte por natura-leza, parte por estudio, parte por un modelo, partepor sí mismo. Por mucha habilidad con que estén

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fundidas estas imitaciones, a un espectador delicadole será más fácil distinguirlas que a un artista sagazdescubrir en una estatua la línea que separa dos es-tilos diferentes o la parte anterior ejecutada segúnun modelo y la espalda según otro. Un actor con-sumado, que cesara de representar con la cabeza,que se dejara llevar, ganar por su corazón, por susensibilidad, nos embriagaría.

-Quizá.

- Nos transportaría de admiración.

-No es imposible, pero a condición de que nosalga de su sistema de declamación y la unidad nodesaparezca, sin lo cual se diría que se ha vuelto lo-co... Sí, en este supuesto reconozco que pasaría us-ted un buen momento. ¿Pero acaso prefiere un buenmomento de triunfo a ver un papel bien representa-do? Si ésa es su elección, le puedo asegurar que nola comparto.

Aquí calló el hombre de la paradoja. Caminabaal azar, a riesgo de tropezarse con los que venían asu encuentro, si éstos no hubiesen eludido el cho-que. Al fin se detuvo bruscamente, y aferrando confuerza el brazo de su antagonista, le dijo con tonodogmático y tranquilo:

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-Amigo mío, hay tres modelos: el hombre de lanaturaleza, el hombre del poeta, el hombre del ac-tor. El de la naturaleza es menos grande que el delpoeta y éste menos grande aún que el del gran co-mediante, que es el más exagerado de todos ellos.Este último se encarama sobre los hombros del an-terior y se encierra en un gran maniquí de mimbredel que es el alma, y mueve este maniquí de una ma-nera pavorosa, incluso para el poeta que ya no sereconoce en él, y nos causa espanto, como usted loha dicho muy bien, del mismo modo que lo hacenlos niños entre sí cuando levantan sus vestidos porencima de la cabeza, agitando e imitando lo mejorque saben la voz ronca y lúgubre de un fantasmaque representan. ¿Nunca ha visto grabados con jue-gos de niños por tema? ¿No ha visto por casualidadun chiquilín que avanza con una espantosa máscarade anciano que lo cubre de los pies a la cabeza?Detrás de la máscara se ríe de la fuga originada porel terror que inspira. Este pequeño es el verdaderosímbolo del actor; sus camaradas, los símbolos delespectador. Si el actor sólo posee una sensibilidadmediocre, y ése es su único mérito, ¿no lo conside-rará un hombre mediocre? Tenga cuidado, es otratrampa que le tiendo.

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-Y si estuviera dotado de una extraordinaria sen-sibilidad, ¿qué ocurriría?

-¿Qué?

-O bien no representará en absoluto, o bien re-presentará ridículamente. Sí, ridículamente; y laprueba podría verla en mí mismo. Siempre que ten-go que hacer un relato patético, me siento conmo-vido, tanto en el corazón como en la cabeza; mi len-gua se atasca, se descomponen mis ideas, balbuceo,las lágrimas corren por mis mejillas, y entonces mecallo.

-Pero eso le queda muy bien.

-En privado. En el teatro me silbarían.

-¿Por qué?

-Porque no se va a ver lágrimas, sino a oír pala-bras que las arranquen, porque hay una disonanciaentre la verdad de la naturaleza y la verdad de laconvención. Trataré de explicarme: quiero decir queni el sistema dramático, ni la acción, ni los discursosdel poeta se avendrían con mi declamación aho-gada, interrumpida, sollozada. Como podrá verlo, nisiquiera está permitido imitar de muy cerca a la na-

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turaleza, la hermosa naturaleza, ni a la verdad, y quehay límites en los cuales es menester encerrarse.

-Y esos límites, ¿quién los ha fijado?

-El buen sentido, que no quiere que un talentoperjudique a otro talento, aunque a veces es precisoque el actor se sacrifique al poeta.

-Pero, ¿y si la composición del poeta se presta aello?

-Pues bien, tendría otra especie de tragedia com-pletamente distinta a la suya.

-¿Y eso qué inconveniente plantea?

-No sé exactamente lo que ganaría, pero sí lo quesaldría perdiendo.

Aquí, el hombre paradójico se acercó por segun-da o tercera vez a su antagonista para decirle:

-La frase es de mal gusto, pero divertida. Es deuna actriz cuyo talento se reconoce universalmente.Corre pareja con la frase y la situación de laGaussin. Desplomada también sobre el pecho dePillot-Pólux, está agonizando, o al menos lo hacecreer, cuando le murmura a él en voz muy queda:¡Ah!, Pillot, cómo hiedes. Este rasgo es de la Arnouldhaciendo de Telaira. En ese momento, la Arnould,

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¿es realmente Telaira? No, es la Arnould, siempre laArnould. Nunca conseguirá hacerme elogiar losgrados intermedios de una cualidad que lo estropea-ría todo, si, llevada a su extremo, el comediante seviese dominado por ella. Pero supongamos que elpoeta hubiese escrito la escena para ser declamadaen el teatro como yo la recitaría en la sociedad,¿quién representaría esa escena? Nadie; no, nadie, nisiquiera el actor más dueño de sí mismo, porquesaldría bien de la empresa una vez, pero vencido enmil. ¡El éxito depende de tan poco!... ¿Le parecepoco sólido este último razonamiento? Pues bien,puede que así sea. Pero, por un poeta de genio quealcanzase esa prodigiosa verdad natural, se elevaríauna nube de insípidos y vulgares imitadores. Noestá permitido, a riesgo de ser insípido, tosco, de-testable, descender un punto más abajo de la senci-llez natural. ¿Comparte usted mi opinión?

SEGUNDO. No pienso nada. No lo he entendido.PRIMERO. Pero, ¿no me ha escuchado?SEGUNDO. No.PRIMERO. Pues, ¿qué diablos hace?SEGUNDO. Soñar.PRIMERO. ¿En qué?

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SEGUNDO. En un actor inglés, llamado Macklin,si no recuerdo mal; ese actor (yo estaba aquel día enel teatro) se excusó ante el público de su temeridad,que consistía en presentarse en escena para repre-sentar después de Garrick no sé qué papel enMacbeth, y dijo entre otras cosas que las impresionesque subyugan al comediante, sometiéndolo al genioy a la inspiración del poeta, le son perjudiciales. Nome acuerdo ya de las razones que expuso, pero síque parecieron buenas y fueron aplaudidas. Si tienecuriosidad puede leerlas en una carta inserta en elSaint James Chronicle con la firma de Quintiliano.

PRIMERO. Pero, entonces, ¿he hablado tantotiempo para mí solo?

SEGUNDO. Puede ser. Todo el tiempo sin dudaque yo he soñado solo. ¿Sabe que antiguamente lospapeles de mujer los hacían actores?

PRIMERO. Lo sé.SEGUNDO. Aulo Gelio, refiere en sus Noches Ati-

cas, que cierto Pablo, debiendo presentarse en esce-na con la urna de Orestes, salió abrazando la urnaque guardaba las cenizas de su propio hijo, al queacababa de perder; y que aquello no fue una vanarepresentación, un dolor de teatro, pues el públicoentero prorrumpió en lamentos y gemidos.

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PRIMERO. Y cree que Pablo, en aquel momento,habló en la escena como lo hubiera hecho en su ca-sa. No. Su éxito prodigioso, que no pongo en duda,no fue debido ni a los versos de Eurípides ni a ladeclamación del actor, sino al espectáculo de un pa-dre bañando con sus lágrimas la urna funeraria desu propio hijo. Ese Pablo quizá fuese un come-diante mediocre, lo mismo que aquel Esopo dequien Plutarco refiere que "representando cierto díaen pleno teatro el papel de Atreo, pensaba para sícómo vengarse de su hermano Tiestes, cuando unsirviente pasó corriendo a su lado; Esopo, fuera desí por el ardor conque representaba a lo vivo la pa-sión del rey Atreo y por sus propios pensamientosde venganza, le dio tal golpe en la cabeza al sirvientecon el cetro que tenía en la mano, que lo dejómuerto en el acto...". Era un insensato que el tribu-no debió enviar en seguida a la roca Tarpeya.

SEGUNDO. Como seguramente hizo.PRIMERO. Lo dudo. Los romanos tenían en mu-

cha estima la vida de un gran comediante y en pocola de un esclavo.

Se dice del orador que vale más cuanto más seexalta, cuando se apasiona, cuando se irrita. Yo loniego. Será eso cuando imita la exaltación, la pasión,

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la furia. Los comediantes impresionan al público, nocuando están furiosos, sino cuando fingen perfec-tamente el furor. En los tribunales, en las asambleas,en todos los sitios en que se quiere dominar losánimos, se finge ya la ira, ya el temor, ya la piedad,para producir en el auditorio esos distintos senti-mientos. Lo que no logra una pasión efectiva loconsigue una pasión bien imitada.

Cuando se dice de un hombre que es un grancomediante, no entiende nadie que tal hombresiente, sino todo lo contrario: que sabe simular elsentimiento sin sentir absolutamente nada; papelmás difícil que el del actor, pues aquel hombre ha debuscar él mismo su discurso, ha de llenar dos fun-ciones, la de poeta y la de comediante. El poeta en laescena puede ser más hábil que el comediante socialen la realidad. Pero, ¿quién podría creer que en laescena el actor sea más profundo, más hábil en fin-gir la alegría, la tristeza, la sensibilidad, la admira-ción, el odio, la ternura, que un viejo cortesano?

Pero se hace tarde. Vamos a cenar.