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Juristas y sociólogos Manuel Elicio Flor Torres (ed. lit.) -15- Primera parte. Juristas Estudio y selecciones del Dr. Manuel Elicio Flor V. -[16]- -17- Introducción -[18]- -19- Presentamos las producciones profesionales de un grupo de eminentes jurisconsultos de nuestra patria. Todas ellas, como alegaciones que son ante los jueces y tribunales ecuatorianos, pertenecen al campo de la exégesis jurídica. Ésta actúa en el general movimiento intelectual del mundo, ya condicionado políticamente por la Revolución Francesa, que, aunque discutida y condenada en algunos de sus programas y manifestaciones, no hay duda que enfatizó los principios de libertad, igualdad y fraternidad, con trascendencia a las legislaciones, si bien no fue la creadora de esos postulados, ya que estas

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Juristas y sociólogos

Manuel Elicio Flor Torres (ed. lit.)

-15-

Primera parte. Juristas Estudio y selecciones del Dr. Manuel Elicio Flor V.

-[16]- -17-

Introducción

-[18]- -19-

Presentamos las producciones profesionales de un grupo de eminentes jurisconsultos de nuestra patria. Todas ellas, como alegaciones que son ante los jueces y tribunales ecuatorianos, pertenecen al campo de la exégesis jurídica. Ésta actúa en el general movimiento intelectual del mundo, ya condicionado políticamente por la Revolución Francesa, que, aunque discutida y condenada en algunos de sus programas y manifestaciones, no hay duda que enfatizó los principios de libertad, igualdad y fraternidad, con trascendencia a las legislaciones, si bien no fue la creadora de esos postulados, ya que estas

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vivencias en su genuino y verdadero sentido tuvieron su origen en la manifestación divina al mundo, y se consagraron fundamentalmente con el sacrificio del Calvario.

La libertad prevaleció en las constituciones y en las leyes, pero aliada al vaivén y acometimiento de las pasiones humanas (la soberbia de la vida), produjo económicamente la instauración de la economía capitalista. Estas alegaciones jurídicas pertenecen a ese ambiente cultural, cuando el capitalismo separa el trabajo y el capital de los medios de producción, cuando se está en pleno auge de un sistema jurídico -20- legal de propiedad libre y autónoma, cuando según escribe Antonio Labriola en sus Ensayos sobre la concepción materialista de la historia, «el Código Civil es el libro de oro de la sociedad que produce y vende mercancías». En efecto, extinguida la vieja economía feudal con la elaboración y promulgación del Código Civil Francés, se colocaron los fuertes cimientos del combatido capitalismo.

En las más grandes épocas de cultura jurídica hay de ellas una forma y una esencia; unos principios de honda filosofía genética y una materia en que ellos actúan; por eso, cabe tratar con sobrada razón de las condiciones históricas de las normas jurídicas; y las condiciones históricas de la jurisprudencia, en el tiempo de nuestros excelsos abogados, estaban caracterizadas por la forma capitalista de producción de los bienes económicos; era el modo burgués que exigía naturalmente una especial forma jurídica. Ella se contiene en el Código Civil.

Se creía que el simple ejercicio de la libertad en general, aplicado especialmente a las libertades personales sin más límite que la que a cada cual corresponde, había de producir la armonía social y eliminar de suyo la pugna entre las varias clases diferenciales. Sobre esta base se creó una técnica jurídica, y así nació el Código Civil, obra que se pensaba perfecta y la creación máxima.

Los pueblos no pueden vivir sin leyes, ya emanadas de la ficción de la voluntad general contenida en el contrato social de Rousseau; ya impuestas por personajes de resonancia histórica que han prevalecido por el sufragio de la opinión, o por los delirios de la fuerza. Monarcas, dictadores, parlamentos, caudillos asesorados por los expertos en el Derecho componen o imponen los códigos y, al andar de los tiempos, la opresión, la indiferencia de los acomodaticios, la costumbre, el inasible optimismo acaban por identificar el Derecho con la Ley.

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Surgen las codificaciones, y la exégesis jurídica no se comprendería si se prescindiera de los códigos. Con razón aludía Bonnecase al dogma de la presencia real del legislador en la universalidad de la vida social.

Todas las alegaciones presentadas en este libro son labor de intérpretes ecuatorianos del derecho escrito. Sus célebres autores emprendieron la ardua tarea de descubrir la verdad legal en los múltiples asuntos del derecho que

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sistematizan los códigos. Convertidos en sacerdotes de la justicia, su tarea fue encontrar la verdadera interpretación de las normas jurídicas. Creyeron todos ellos sinceramente en la verdad y la trascendencia de la norma, y así esos intérpretes trabajaron como inspirados artífices en materia ajena, las codificaciones autorizadas por el Estado; mas, su ardua, su principal, diríase su única tarea, fue buscar la interpretación justa y legítima de las leyes.

Como nota común a los trabajos de nuestros jurisconsultos en general, expresándonos en forma filosófica diríamos que jamás usan de la interpretación del derecho positivo abandonada a sí misma, porque ello los hubiera conducido a un simple intelectualismo apartado de lo real, de lo objetivo, los hubiera llevado a la arbitrariedad del razonamiento que confina en el sofisma. Las argumentaciones en general se mueven en la órbita donde concurren los imperativos de la ley y las necesidades de la vida, en las realidades legales exteriores al intérprete, las que se desprenden no sólo de la ley, sino de los procesos y de las condiciones y posición judicial de los litigantes, ajenos al ámbito personal de la existencia del abogado comentarista.

Las alegaciones publicadas se mueven en la esfera de tres principios que han modelado y siguen modelando la vida civil: la propiedad privada, la libertad de los contratos y la sucesión por causa de muerte, a -22- la que podría agregarse, como quería el profesor francés Geny, el equilibrio de los intereses opuestos como exigencia del orden público económico.

Está de moda en la jurisprudencia nueva partir, más bien que de la afirmación, de la negación del derecho natural. Se parte del supuesto de que el derecho lo crea exclusivamente el hombre, la sociedad, sin que haya nada a que referirse en la naturaleza misma del sujeto con razón llamado en la escala de los seres del Universo, el Rey de la Creación, y esta teoría nunca se la demuestra por los aficionados a ella; se la da como incontrovertible postulado de la razón pura.

Se olvida de propósito la causa de la razón humana, Dios, y se admite que el efecto prescinda de la causa; no se quiere tomar en consideración que es Él el único ordenador del Universo para hacer del hombre el único legislador del mundo y del derecho. Se lo convierte a Dios en indiferente espectador de lo creado, como si careciera de voluntad y no pudiera querer lo que entiende y, por tanto, como si su voluntad no imperara para nada en la naturaleza humana que Él y sólo Él la sacó de la nada.

El derecho natural no es otra cosa que la voluntad divina interveniente no sólo en el origen y destino del hombre, sino en todas las facultades y exigencias de su ser para cumplir el destino que le impuso temporal y eterno. El derecho humano está constituido por un conjunto de exigencias y facultades, y todas parten de su naturaleza libre y racional; libre, pero no para el mal; racional para que todas sus estructuras racionales, la misma juridicidad grabada sobre el dato material de la ley escrita, de la costumbre, del contrato, de la decisión judicial; sea lo que debe ser, una juridicidad que no se aparte de la ley ingerida por Dios en la naturaleza del hombre.

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El profesor Carlos Cossío afirmaba que la realidad o experiencia jurídica es un sector de vida humana viviente y no de vida humana objetiva; la lógica -23- puede en veces organizar la vida jurídica, pero no sustraerla, sacarla del principio superior que la informa y sostiene y que se conoce con el nombre de naturaleza del hombre.

No hay duda respecto a que la juridicidad no actúa siempre sobre una realidad objetiva permanente. Sin apartarse de lo que se llama derecho natural, es lo cierto que la legislación de los diferentes Estados sólo representa un aspecto de las realidades sociales, un número limitado de categorías lógicas, concepciones idealistas provisionales y en gran parte subjetivas, al influjo de razonamientos personales.

Mas también es verdad, como lo escribía Kelsen, que el derecho no es sino la forma de todos sus posibles contenidos, que el derecho como poder racional inviolable de hacer o de exigir alguna cosa, es la base del orden jurídico y que el orden jurídico sería inconcebible sin determinadas estructuras apriorísticas invariables y formales, sin categorías lógicas predeterminadas según la pauta de la naturaleza humana, aunque susceptibles de adecuarse a las cambiantes exigencias de la vida.

Si se ahonda un poco en las ideas directrices de la juridicidad ecuatoriana, se halla que están enraizadas en la entraña viviente del cristianismo; pues, somos país con grandes menguas y desfallecimientos, es cierto, pero su legislación básica y fundamental, quitados los temporarios aportes postizos del laicismo agnóstico o neutralista o de un comunismo materialista en ciernes, hasta ahora y desde los comienzos no ha estado reñido jamás con una realidad social repleta de savia religiosa. Tanto es esto verdadero, que negarlo no tendría fundamento, y, si el derecho en el Ecuador se basara en postulados de mera filosofía o de moral anticristianas las libertades constitucionales y contractuales no tendrían valor; se volverían unas libertades tasadas y calculadas arbitrariamente para dejar que se muevan en la superficie -24- de nuestro territorio, no hombres dignos ni altivos, ni conscientes de su fin, sino como lo expresaba José Félix de Lequerica, «espectros anacrónicos sin contacto con la vida circundante». No en vano somos un pueblo de los iberoamericanos, formados como decía el profesor Laín Entralgo por el «empeño español de poner a los hombres en el mismo nivel de la historia universal dentro de la fe católica y a través del habla castellana».

Nuestros más ilustres jurisconsultos han trabajado, como es lógico que suceda en las contiendas judiciales, partiendo de los hechos en que se sustente la producción gradual del orden jurídico: tales hechos son la Constitución, la Ley, la sentencia, el decreto, la resolución administrativa, el negocio jurídico en general que crea, modifica o extingue derechos y la ejecución de ese negocio.

Éste es el campo en que han trabajado esos célebres ingenios, atentos siempre a los imperativos de la ley, a la voz del deber, a la tutela del derecho correlativo de la obligación, celosos del orden, cuidadosos de dar a cada cual lo que es suyo, de no dañar a nadie y de actuar en forma que el decoro y la

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honradez sean los timbres de su vida. De aquí ha nacido la cultura del Foro Ecuatoriano y sólo puede ser comprendido como una tarea de hombres entregados al afán, a la angustia y al pesar de las creaciones espirituales.

En este volumen podremos apreciar alguna muestra del soberano ingenio de Luis Felipe Borja, autor de la formidable vertebración conceptual llamada Comentarios del Código Civil Chileno, obra benedictina de legislación comparada, extendida a lo largo de siete libros de sapientísima doctrina.

Luce también una alegación de aquel otro insigne varón, excelso luminar de la jurisprudencia ecuatoriana, el doctor Víctor Manuel Peñaherrera, maestro de maestros, el abogado cuya cátedra se alza sobre -25- una constelación de generaciones como un foco de luz indeficiente. Él sistematizó con su poderosa inteligencia el derecho adjetivo civil y penal, elevándolos a la categoría de verdadera ciencia, o sea al conocimiento de los procedimientos procesales por sus principios y causas unidos en categorías lógicas de trabazón inquebrantable. Los tres tomos de sus lecciones de cátedra aún gobiernan las producciones en este ramo del Foro Ecuatoriano.

Inolvidable también el sabio comentarista del Código Penal, doctor Francisco Pérez Borja, de quien, aunque no publiquemos alguna de sus intervenciones en defensa de sus clientes, por la difícil búsqueda, no podemos menos que mencionarlo en sus inmortales comentarios de aquel Código que han visto la luz de la publicidad, y que le presentan como una grande inteligencia colmada de erudición y de admirables enseñanzas.

Señalar los caracteres distintivos de la labor intelectual de cada uno de los abogados cuyos nombres figuran en este volumen, excedería sobremodo a la tarea que se nos ha encomendado. Varios libros serían necesarios si hubiéramos de analizar con la debida ponderación, la brillantísima labor docente del doctor Carlos Casares, oráculo de sabiduría civil, al modo del grande Emilio Papiniano en la jurisprudencia romana; el acopio de doctrina expuesta en síntesis maravillosas propias del claro talento de un Nicolás Clemente Ponce; la sutileza analítica de un Manuel Balarezo; la dialéctica jurídica incontrastable de un Alejandro Ponce Borja; los pulidos párrafos de Alejandro Cárdenas que semeja al señor de la Torre de Juan Abad trasladado al campo de la jurídica literatura.

A modo de rara muestra de la competencia abogadil de uno de nuestros excelsos historiadores, luego de intensa búsqueda, damos a la publicidad una alegación ante los jueces, del doctor Pedro Fermín Cevallos, escritor meritísimo, amante de la pulcritud del -26- idioma castellano, el primero de nuestros tratadistas de Derecho Práctico, y que con los varios tomos de su insigne obra Historia del Ecuador dio singular ejemplo de intensa dedicación al trabajo intelectual en la tarde de la vida, y supo presentarse en el teatro de los ingenios como uno de los mayores, por su don de observación, por la imparcialidad de sus juicios y por la sencillez, amenidad y copiosa erudición de sus relatos.

El doctor José Fernández Salvador, ilustre y antiguo abogado que inició las

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glorias de nuestro Foro y cuyo sabio y sano influjo se dejó sentir en aquellos tiempos en que el Congreso ecuatoriano y el Gobierno, preocupados por la abolición siquiera gradual del indigesto fárrago de leyes de todas procedencias y calidades, quisieron pasar, por fin, sobre los oráculos del tiempo, Las Siete Partidas, la Recopilación de las Leyes de Castilla, las Leyes del Toro, Los Autos Acordados, Las Leyes de Indias, fue el alma de la tarea preparatoria más empeñosa y grande, la composición y codificación de un Código Civil decretadas desde los primeros años de la fundación de la República y cuando la Convención de Ambato renovó el propósito.

El informe del señor doctor Fernández Salvador antes y ahora es digno de atención y estudio; discutido por el Congreso de 1837, influyó sin duda como el que más, junto con los códigos de Bolivia y de Francia, para la labor de la formación del Código Civil encomendada a la Corte Suprema por el Congreso de 1855. Fueron los trabajos previos a la adopción del Código Civil inspirado por el gran venezolano don Andrés Bello y luego incorporado al acervo de la legislación ecuatoriana. En esta edición publicamos una intervención siquiera de aquel admirable jurisconsulto ecuatoriano.

Imposible era formar un libro de esta índole sin mencionar al pie de un alegato, el nombre del doctor -27- Pedro José de Arteta, el primer rector de la Universidad Central de Quito en la época republicana, de quien escribe el señor doctor don Julio Tobar Donoso, autoridad irrecusable en sus juicios de crítica y de historia: «En el año de 1823 entra de lleno a la vida profesional y pública el doctor Arteta con títulos honrosos, y las esperanzas que en él se habían fincado comienzan a realizarse. Noble, en todos los sentidos de este vocablo, puso al servicio de la patria sus energías y talentos, dejando en cuantos cargos se le confiaron nombre limpio y merecida fama».

Todos nuestros artífices del Derecho ostentan dones sobresalientes de abstracción y generalización mental, pero, actuando en un sector de vida humana que se incrusta en el orden jurídico, en una conjunción de la vida y la cultura que no pueden separarse ni oponerse; porque si se separan, se produce un tropel de categorías algebraicas y muertas.

Las alegaciones escritas por abogados eminentes que descansan en la paz del sepulcro, aunque relativas necesariamente al contenido de la litis, o trabazón entre la demanda y las excepciones, supuesto necesario de tomarse en cuenta en cada caso de pleito, están exentas de la paz de los olvidos, porque son producciones llenas de sentido jurídico doctrinario; y es precisamente el sentido o interpretación contenidos en un precepto jurídico, como la interpretación o sentido de un poema, de una plegaria, los que viven en plenitud en los campos del conocimiento y aun del sentimiento admirativo, porque se vitalizan con la adopción de las opiniones por grupos o escuelas del Derecho, y porque dan y forman el sentido verdadero de la cultura jurídica de un pueblo. No puede pensarse en un orden jurídico sin normas generales que no son sino las notas lógicas del Derecho; pero tampoco ha de pensarse que bastan a la jurisprudencia las normas generales, sino que es preciso que ellas animen -28- una vida jurídica individual o individualizada. En ello radica, tratándose del campo procesal, el dramatismo atrayente de una defensa o de

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una acusación, de un peligro que desaparece, de un honor que lucha por existir, de un patrimonio que sobrevive a los embates de la codicia; de una vida que se ampara, porque se ve a las normas jurídicas actuando por la pluma y la palabra de los grandes hombres del foro en orden a resultados tangibles de una sabiduría excepcional, fecunda en realizaciones de justicia que enaltecen lo que llamaríamos la vida humana viviente: las alegaciones son la valorización continuada de la justicia inmanente de las normas, pero al propio tiempo, el proceso gradual de producción y mantenimiento del orden jurídico, base de la sociedad y corona de la justicia.

Mayor es el número de los excelsos cultores de la ciencia del derecho en la República del Ecuador, que, con sobra de merecimientos, eran dignos de figurar en este volumen; mas, no permitía hacerlo ni el tiempo de que dispusimos para el trabajo, ni el apremio de reducirlo a páginas contadas.

La labor de búsqueda en los Archivos de la Corte Suprema, la encomendamos al señor Ángel Vela, meritísimo empleado de esta alta Corporación, a quien presentamos nuestro agradecimiento, y a los modestos empleados, sus dignos colaboradores. Tomamos a nuestro cargo la labor de selección y esperamos haber presentado demostraciones fehacientes del saber jurídico, por lo menos de un corto número de nuestros ilustres abogados.

Quien merece especial congratulación por su iniciativa es Su Excelencia el Embajador, señor doctor don Luis Ponce Enríquez, magnífico director de las labores encaminadas a la celebración de la Undécima Conferencia Interamericana en Quito. Fue él quien, anheloso de difundir por el mundo civilizado los grandes valores jurídicos de su patria, se dignó confiarme -29- la honrosa comisión de formar este libro, ofrenda que llevo devotamente al trono de la República, asilo de la ecuatorianidad y entidad superior a los hombres y a los siglos.

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Selecciones

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Doctor José Fernández Salvador

Alegato en el juicio seguido entre los señores Ramón Lazo y su hermano Juan José, sobre división de bienes

1843

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Señor Ministro:

Cosme Salazar, Procurador del ciudadano Juan José Lazo de Sandoval, último poseedor de la vinculación familiar en autos con el señor Ramón Lazo, contestando al escrito con que se quiere fundar el recurso de tercera instancia provocado para ante la Corte Suprema del fallo pronunciado en la segunda, digo: que éste se encuentra también motivado, que parecen excusadas otras razones para evidenciar su justicia. Tres son los puntos que abraza la sentencia: el primero, si han de entrar en partición los enseres de la hacienda de Pisingalli; el segundo, si se ha de reputar vinculado al potrero de San Javier anexo desde la más remota antigüedad al fundo de Gualilagua; y el tercero si cabe división en el valor de dos casitas reedificadas en los referidos predios. En mi escrito fs. 110 discurrí largamente acerca del descuido hereditario de la familia Lazo de la Vega en cuanto a la conservación del fondo vinculado, pues no se encuentra ningún inventario del estado de los bienes al tiempo de su trasmisión de un primogénito al siguiente; descuido de que ha dimanado la mengua del capital, y el perjuicio -36- del último poseedor, que lo ha recibido, no cual lo instituyeron los fundadores, sino en el estado de ruina que manifiestan las casas de esta ciudad, y las demás heredades que componen la primogenitura. Si se atiende a la forma del papelito inserto a fs. 95, de que es copia el que obra a fs. 69, se viene en claro conocimiento de la ninguna formalidad con que se ha manejado la vinculación; pues se reduce a un apunte escrito en un octavo de papel y firmado por don Joaquín Lazo y su mayordomo; pero no basta, era necesario que el primero hubiese notado las faltas respecto del inventario con que recibió su padre la hacienda, y hubiese empleado la diligencia necesaria para que se le reintegrasen, a fin de trasladar a su hijo el capital vincular en su debida integridad. No lo hizo; y es por tanto responsable a su sucesor; ¿pero qué dice la sentencia? Que lo demás es divisible entre los dos hermanos, ¿puede darse decisión más justa? Tratándose a don Joaquín Lazo y Borja con suma benignidad, se le hace cargo, no de todo lo que debió recibir, sino solamente de lo que recibió, y esas existencias se fijan por punto de comparación para deducir la cantidad partible; ¿y cuál será ésta?, la que resultase hecha el cotejo; pues como el citado don Joaquín sobrevivió algún tiempo a su posesión, no es increíble que hubiese dejado extraer o consumir algo, y este algo debe resarcirse al mayorazgo, que tiene derecho a suceder no sólo en lo que recibió su inmediato antecesor, sino en todo lo que compone la fundación.

La sentencia de la Corte Superior, por lo que mira al potrero de San Javier, se apoya en dos instrumentos públicos de fuerza incontrastable; el de fs. 16, que en la 18 vta. contiene estas cláusulas: «Y ahora teniendo noticia (el D. D. Sancho de Segura y Zárate) de la fundación de este vínculo se lo ha dado (el potrero de San Javier) para que lo agregue, incorporándolo en esta acción con los demás potreros suso referidos, considerando no deberse incluir en el tercero y quinto de sus bienes por su liberal data dicho doctor don Sancho, y en esta conformidad se funda el vínculo sólo en los tres potreros, -37- porque en ellos solamente caben el tercio y quinto de sus bienes con los de dicha su mujer». Prosigue la escritura, donde a fs. 21 se leen estas palabras sublineadas: Y no se menciona el potrero de San Javier por ser exento de los bienes de los

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fundadores, y agregado al vínculo como arriba queda dicho. El otro instrumento es el testamento que otorgó el mismo doctor Segura en calidad de Comisario de doña Francisca de Peñaloza, donde al reverso de la foja 59 se lee: «Con más habrá (hablando de los tres potreros) otro potrero nombrado San Javier, de cinco caballerías que se compró a S. M.; y porque dicha compra fue confidencial, declaró en dicho instrumento de fundación el dicho Maestre de Campo su marido, no fue más de persona supuesta, porque quien dio el dinero para pagar su precio fue el señor otorgante quien se lo tenía cedido al dicho don José Tomás para que incorporara en dicho vínculo. Estas pruebas hacen patentes dos verdades: la una que don Joaquín Lazo de la Vega y su esposa doña Francisca Guerrero no comprendieron el potrero de San Javier, porque agregado su precio, excedía el monto de los fundos de la tasa fijada por la ley a las mejoras del tercio y quinto; y la segunda, que no obstante se componía el vínculo de este potrero más, por haberlo incorporado a su costa y graciosamente el doctor don Sancho de Segura estrecho amigo de la familia. No viene, pues, a propósito recalcar sobre la primera fundación; pues ciñéndose ella a los términos de la ley, dice que el potrero de San Javier no cabía en el tercio y quinto de los bienes de los dos fundadores, sin dejar de expresar que no obstante abrazaba el vínculo el dicho potrero por haberlo incorporado a su propia costa el doctor Segura; y después, porque el testamento fs. 56 repite, que el tal potrero forma parte del vínculo a causa de su agregación por el mismo Comisario otorgante. No cabe mayor evidencia; y todas las argucias desaparecen a la luz de una verdad tan clara.

Repitiendo la vocería de la moderna filosofía política contra los mayorazgos, se declama contra esta vinculación para deducir que el valor de las dos casuchas de Pisingalli y Gualigua deben entrar en partición. ¿Qué -38- diferencia entre la Europa y esta parte del Nuevo Mundo en el punto de amortización de bienes raíces? En Francia por ejemplo y en España estaban las dos tercias partes del suelo en manos de las clases privilegiadas; mas aquí ¿cuántas vinculaciones hay? Son muy pocas, y hallándose bajo el imperio de la nueva ley, ya debía cesar el clamor. Pero si son perniciosos los mayorazgos, porque sacan las tierras de la circulación, y sólo aprovechan a uno de la familia, la culpa está en la ley que permitió mejorar a uno de los hijos en el tercio y quinto de los bienes. En efecto, dado este permiso, convenía más que esta parte se perpetuase en la familia del fundador, que el que se dilapidase por el mejorado sin pasar siquiera a sus hijos como tan a menudo sucede. El voto de cualquier hombre que se ha consumido en el trabajo es, que su fortuna penosamente adquirida, se perpetúe en su familia para conservar su nombre; y nada aprovecha a su posteridad que esa fortuna desaparezca en la primera generación; ni el provecho del primogénito, que goza los frutos del tercio y quinto daña a sus parientes, puesto que concedida la licencia de aquella mejora, no resultaba perjuicio de tercero de que se nombrasen sustitutos para que, si no todos los individuos del linaje pudieran ser socorridos, viviese siquiera el primogénito con algún desahogo. Mas al fin ya se han extinguido los mayorazgos dejando en pie las leyes que los arreglaban, mientras llega el día de su total olvido ¿qué dice la ley en cuanto a los edificios y reparaciones de los predios vinculados? Muy expresa es la 6.ª, título 7.º, libro 5.º, Recopilación Castellana, que dice así: «Todas las fortalezas que de aquí adelante se hicieren en las ciudades y villas, y lugares, y heredamientos de mayorazgos, y todas las

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cercas de las dichas ciudades y villas de mayorazgo, así las que de aquí adelante se hicieren de nuevo, como lo que se reparare o mejorare en ellas, y así mismo los edificios que de aquí adelante se hicieren en las casas de mayorazgo, labrando, o reparando, o reedificando en ellas, sean ansí de mayorazgos como lo son o fueren las ciudades y villas y fortalezas y heredamientos y casas donde se labrare». Aquí se habla de heredamiento. ¿Y qué -39- quiere decir esta palabra? Hacienda de campo dice el Diccionario de la Academia. Luego existiendo las dos casas de la disputa en dos haciendas vinculadas, no cabe duda que estos tugurios se hallan comprendidos en la vinculación, sin que haya necesidad de ocurrir a interpretaciones contra el texto de la ley que es terminante. Muy natural parece que los dos fundos tuviesen casas iguales siquiera para habitación de los mayordomos y para guardar las herramientas; pero si no se pueden manifestar los inventarios, la responsabilidad es propia de los antecesores que jamás cuidaron de recibir por inventario el vínculo. En la estancia de Pisingalli se encuentran efigies antiguas de santos, que no es probable estuviesen a campo raso, y si en los últimos años se levantaron cuatro paredes, fue por remediar el descuido de los poseedores que sólo atentos a sacar fruto no pensaron en conservar el fondo de la vinculación. ¿Cuál sería esta negligencia a vista de las casas de esta ciudad casi reducidas a solares desnudos? Si se hubieran repuesto los edificios ¿se le podían disputar al último poseedor? Claro es, pues, que como los antiguos dejaron arruinar las casas de esta ciudad sin pensar en el decoro de su familia, así abandonaron las del campo; y que reponiendo algunas mezquinas habitaciones no hicieron más que restituir una parte de lo que eran obligados, restitución que no se ha verificado en otros artículos del todo perdidos.

Por tanto a vuestra Exc. suplico se sirva confirmar con costas el fallo de segunda instancia como es de justicia que imploro &.

Dr. José Fernández Salvador.

Cosme Salazar.

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Doctor Ramón Miño

Alegato en el juicio seguido entre Miguel Narváez y Miguel Jaramillo, por dinero

1839

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Excmo. Señor:

Un honrado y sencillo padre de familia que por más de once años ha sido el juguete de un deudor astuto y versadísimo en los enredos de los pleitos, hoy recurre a la fuente pura de justicia, al Tribunal Supremo que con el más cumplido acierto la administra para contento de los ciudadanos, para bien de la nación. Los tribunales inferiores modelando sus fallos por los de V. E. manifiestan que quieren de la integridad hacer su norma; pero muchas ocasiones no concuerdan en los ánimos mejor intencionados los modos de ver, de apreciar y de juzgar las diferencias, que de buena o mala fe se han suscitado las partes. Esta variedad de juicio da lugar a pedir a la alta comprensión de V. E., la rectificación de las resoluciones inferiores, solicitándola por medio de los recursos de la ley.

Contra mi defendido se han pronunciado los jueces en ambas instancias, sobre una cuestión que procuraré exponer a V. E. con la brevedad y claridad que pueda.

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Un arbitramiento sentenciado nulo porque el compromiso no se celebró en escritura pública: y destituido del vigor ejecutivo por suponerse que pecó contra algunas formalidades de derecho, son los dos capítulos principales en que consiste la materia del litigio. Al amplificarlos no omitiré defecto alguno de los menos importantes que se atribuyen al laudo, a fin de insinuar a V. E. los fundamentos que convencen la justicia del recurrente a un propio tiempo que la buena fe de su defensor en esta instancia.

El primero y principal de no haberse celebrado escritura pública de compromiso, estriba en la ley 23, título 4, partida 3.ª. No es posible discurrir con exactitud acerca de su disposición sin copiar sus mismas palabras... Es de todas estas cosas que las partes pusieren entre sí cuando el pleito meten en manos de avenidores debe ende ser fecha carta por mano de escribano público, o otra que sea sellada de sus sellos porque non pueda y nascer después ninguna dubda. No la ofrecen en verdad los términos muy claros de esta ley: carta por mano de escribano público, o otra que sea sellada con sus sellos. Aquí se presenta una disyuntiva, cuyos dos extremos es menester que sean bien conocidos para que reciba el texto su perfecta y cabal inteligencia: carta por mano de escribano público, o otra carta sellada de sus sellos. Palabra otra por sí sola excita la idea de que no requiere la ley escritura por mano de escribano público como el único, el solo medio de celebrar el compromiso. ¿Y cuál es entonces la otra carta con sellos de que aquí se habla? Es, y V. E. lo sabe, la escritura privada formada por los contrayentes. Pero en ella, ¿qué sellos entran ahora? Permítame V. E. para satisfacción del contendor ilustrar este extremo de la ley con alguna luz histórica de los mismos tiempos de su sanción. El Código de las Siete Partidas se formó en el siglo XIII: se duda algún tanto de su primer autor, del tiempo de su promulgación, pero nadie que yo sepa ha dudado hasta aquí de la época de terminada en que se compuso. En el siglo XIII justamente los reyes tanto como los particulares, usaban ya de

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sellos en sus actos escritos, exactamente para todo lo que -45- ahora acostumbramos suscribir o firmar. Tenían sello los reyes, los concilios, las corporaciones, la nobleza, las señoras, las villas, cada magistrado, y en fin todos los particulares en general. En 1223 prohibió Luis VIII de Francia que los judíos mantuviesen sellos peculiares para sus contratos de préstamos: refiérelo Eusebio Lauriere ilustrado anticuario y sabio abogado francés en su colección de ordenanzas tomo 1.º, pág. 48. Felipe Augusto ordenó que en Francia y Normandía, cada ciudad eligiera dos jurados que custodiasen el sello de los judíos con que se habían de sellar sus contratos de empréstito con los cristianos; hecho citado por Edmundo Martene en su amplísima colección de escritores antiguos, tomo 1.º, pág. 1.181. Este uso introducido desde siglos atrás en los demás reinos de Europa, comenzó muy tarde en España, pues no tenemos monumento alguno de esta especie anterior al siglo XII, dice el benedictino Baines en su Diccionario diplomático palabra sellos. Los usos que empiezan por los soberanos se difunden con rapidez. Mediando el siglo XIII, principiadas y no publicadas las partidas, salieron las Leyes del fuero real, y una de ellas contrae su mandato al depósito de los sellos de un Común. A fines del siglo XIII, cuenta Duncagé en su glosario que no había persona por débil condición que fuera que no acostumbrase su sello; y era una costumbre apoyada en la razón que consignan estos mismos escritores; pues siendo poquísimos individuos los que supieran leer, la autenticidad y crédito de sus actas dependía de la posición del sello. El mismo título 20, y las leyes 2.ª, 44, 114, título 18 de la Partida 3.ª atestiguan completamente tanto el uso de los sellos por particulares, como su empleo en lugar de firmas y la destinación que llevaban en los instrumentos. En la misma época servían estos sellos en vez de las suscripciones, signaturas o firmas; y de igual manera que al presente firma el que sabe por el que no sabe, así prestaba el testigo que tenía sello al que no lo tenía; según averiguaron Mabillon, Muratori, y otros anticuarios de primera nota. Lo que recordamos para que no se presuma que el sello se añadiera separadamente en esa sazón a la suscripción o a la firma del individuo que -46- lo usara. Ca, palabras notabilísimas del prólogo del título 20, según el uso de este tiempo, mucho ayuda para ser cumplida la prueba e creída la carta, cuando es sellada. Sello es señal que el Rey o otro ome cualquier manda facer, dice enseguida la ley primera, para firmar sus cartas con él.

¿Qué se deduce de estos hechos? Que la ley citada 23 no exigió exclusivamente escritura pública a fin de que obtuviese validez el compromiso; que no ordenó una forma singular en que debiera intervenir escribano so pena de nulidad del contrato; y que estableció una alternativa expresa, cuyo extremo se llena hoy, según nuestros usos, empleando un documento, una escritura privada firmada por los compromitentes. Tampoco puede decirse que aquellos sellos que la ley menciona fueran los del escribano, porque acabando la ley de nombrarle, faculta inmediatamente a las partes para otra carta sellada con sus sellos; sus sellos no pueden ser los del escribano, porque a éste le coloca la ley en esta cláusula en singular, y el relativo sus habla de más personas; habla de las partes de quienes viene la ley disponiendo en plural, y nada más que en este número las expresa tres líneas arriba. Bastantes veces da cuenta el legislador de este Código, de la razón de sus disposiciones; de donde procede que aquí termina la ley 23 enunciando su objeto al prevenir la carta, pública o privada, que era: porque non pueda y nascer después ninguna dubda; porque no

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sobrevengan altercados acerca de las personas elegidas, los puntos de decisión, los principios de sus diferencias, y las calidades por fin con que ellas prescriben a los avenidores la línea cierta de su jurisdicción y autoridad. ¿Y quién duda que se excluye toda ambigüedad y las disputas acerca de los pormenores, siempre que los compromitentes los consignen, (antes bajo sus sellos) hoy bajo sus firmas, y les den la estabilidad y firmeza que no se consigue sino en lo escrito? No continuándose pues el uso de los sellos en la actualidad, y sustituidas las suscripciones; es claro que se ha cumplido con el requisito legal firmando simple y privadamente las partes su compromiso.

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Gregorio López comentó estas leyes en el siglo XVI, fecha en que, según los autores referidos, abandonado el uso de los sellos por los particulares, se suscribían sus actos de muy diversos modos, ya con una sentencia de la Sagrada Escritura, ya por un apotegma escrito en círculo, y más comúnmente por una cruz, y en otras formas que sería impertinente el enumerar. En el siglo XVI se había generalizado en gran manera el arte de la escritura, y no obstante, los que entonces gobernaban esta ciudad, firmaban en las actas municipales con su cruz, por no saber escribir, como ellos mismos lo confesaron. Gregorio López, pues, en su nota a esta cláusula de la ley, decide la cuestión de si sea necesaria escritura pública para el compromiso, resolviendo que sin ella, aun por testigos se puede probar el nombramiento de los jueces árbitros, y sentando la doctrina de que la ley no pide aquí escritura para los arbitradores como sustancia del acto, sino puramente para precaver incertidumbres, ne dubium oriatur.

Pero aparte de la autoridad y tiempo de este comentador, ministran reflexiones poderosas y conducentes a la imparcial decisión de este punto las mismas Leyes de Partida; porque en caso de alguna ambigüedad, es regla inconcusa que debe buscarse el entendimiento de unas por palabras de las otras. ¿Se ha querido que se encuentre ambigüedad en la ley 23 del título 4.º, porque ha desaparecido el uso de los sellos? En cuanto a exigir esta ley el medio público o privado de celebrar el compromiso, está a la vista que no hay ambigüedad. Pues si el medio de la carta sellada ofrecía alguna duda, quedaba desvanecida con la ley 114, ya citada, que para el efecto de probar no pone distinción alguna cuando dice: que si alguno face carta con su mano, o la mandó facer a otro, que sea contra sí mismo, o pone en ella su sello, que puedan probar contra él por aquella carta. Esta ley iguala el valor de la carta escrita con su mano a la en que puso su sello. Aun cuando la carta escrita por su mano se tomara por la suscripción y firma que ahora estampamos en documentos semejantes, bien se ve que estas Leyes de Partida aprecian en grado perfectamente -48- igual de fuerza probatoria la carta escrita con su mano, o la sellada. Si las cartas escritas de su mano de aquel tiempo no importan los papeles que hoy inscribimos y firmamos, ¿quién negará que hoy tienen más fuerza, añadida la suscripción del nombre y la firma? Con absoluta exclusión de distinciones entre estas dos especies, sin establecer diferencia ninguna de una carta a otra de las privadas, aparece la ley 119 del propio título que de un modo inequívoco salva la necesidad que se ha supuesto de escritura pública con palabras demasiado terminantes; habla primero de las escrituras

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públicas, y en contraposición a ellas continúa: E por ende decimos que si alguna de las partes adujese alguna carta en juicio, que fuese hecha por mano de aquel contra quien face la demanda, o de otro que la oviese fecho por su mandado... (nada hay aquí de sellos)... Si la parte contra quien aducen tal carta como ésta, la otorgare (reconociere) debe valer bien así como si fuese fecha por mano de escribano público. He aquí la ley que haciéndose cargo de la fuerza del reconocimiento equipara cualquier carta, toda carta, escrita, sellada que sea, a una escritura pública; y si existiera algún instrumento de último vigor y credibilidad, también a él le habría comparado. Pues si la parte interesada reconoce y confiesa la verdad del contenido, ¿tal carta, escritura pública, y qué instrumento por fin no se vuelven enteramente inútiles? Todos éstos son medios más o menos eficaces de prueba que conducen a un fin propuesto; conseguido éste, es decir, allanada y convenida la parte en la verdad del hecho, ¿qué importan los instrumentos, su forma esencial o accidental, que sean públicos o privados, sellados, o sin sello de mucha o enteramente de ninguna eficacia? Dispuso por tanto con toda sabiduría y justicia esta ley que el reconocimiento hiciera igual cualquiera carta a la escritura por mano de escribano público. De aquí es que posteriormente la ley recopilada ordenó también que los conocimientos reconocidos por las partes, y las confesiones hechas en juicio aparejas en ejecución, de la misma manera que los otros contratos otorgados ante nuestros escribanos.

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¿Pensó quizá el inferior por contratos revestidos en su concepto de forma particular como el compromiso no estuvieran incluidos en la general disposición que contienen las leyes que llevo citadas? Parece, Excmo. Señor, que para establecer una calidad legal como indispensable, como forma precisa de un acto, debe estar muy pronunciada la voluntad del legislador; por el principio de que toda ley, y principalmente las que arreglan los contratos, son otras tantas restricciones o trabas a la libertad de los contrayentes, que es la misma que las leyes se proponen menos restringir. El precaver las dudas que fue el objeto que declaró la ley 23, en vez de constituir de la escritura pública, forma indispensable para el compromiso, está expresando obviamente que el medio de llegar a este fin no es el indispensable, pues la misma ley señaló dos, sino que el fin era el indispensable; a saber, la subsistencia del compromiso, no habiendo dudas en los términos con que las partes se comprometieron. La duda es tanto como el error contraria a la voluntad; porque quien duda, no expresa lo que quiere; y si se duda de la voluntad de alguno en cualquier contrato, es claro que no le hay. Tales principios han guiado constantemente a los legisladores. ¿Y por qué fatalidad no guiaron al asesor que aconsejó la sentencia? ¿Por qué los menospreció la Corte de Apelaciones?

La sentencia de los jueces inferiores ha desechado el un extremo de esta ley, y ha declarado la nulidad del compromiso, apoyándose únicamente en ella respecto de este punto, y citándola expresamente. Pero de sus palabras se colige según se ha visto que bastaba el que Jaramillo y Narváez hubiesen puesto sus firmas en el nombramiento de arbitradores, para que el compromiso se creyera revestido de todo el valor legal en cuanto a su subsistencia. ¿Qué diremos Excmo. Señor, cuando no solamente está el nombramiento firmado,

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cuando las partes interesadas, el mismo Narváez lejos de negar su firma, la ha reconocido, ha confesado ser suya en presencia de los jueces? ¿Cuando antes de pronunciarse el -50- laudo se han multiplicado centenares de escritos ante los Juzgados sobre la base del compromiso, por el mismo Narváez estando presente, y por sus hacedores mientras se ha hallado ausente de Otavalo? El derecho concede mayor autorización a un juez que preside los juicios, que decide de los pleitos, que a un escribano que testifica con señalado carácter las actuaciones; y así aun cuando se estimase de gran necesidad la carta por mano de escribano todavía la intervención del juez mismo prestaba mucha mayor solemnidad a la certeza del nombramiento, y a las reiteradas ratificaciones que con sus escritos han hecho Jaramillo y Narváez demandando siempre el efecto del compromiso, instando por el pronunciamiento del laudo, solicitando incesantemente el anhelado objeto, del acreedor de no verse burlado tanto tiempo por las perennes sugestiones y ardides de un deudor renitente y doloso. Pide la ley la intervención de escribano en el compromiso, porque la escritura había de obrar, no ante los jueces ordinarios, sino ante los árbitros. ¿Pues cuánta mayor fe debe prestarse al compromiso, autoridad diré así, por el mismo juez común sin intermisión desde el nombramiento hasta la reunión de los arbitradores para el pronunciamiento del laudo? Pero es tiempo ya de que distingamos el arbitramiento o fallo de los jueces compromisarios, del compromiso mismo. Para pasar a las observaciones correspondientes al juicio de avenencia, me he esforzado primero en demostrar la validez del compromiso.

El tribunal de apelaciones se sirvió confirmar en todas sus partes la sentencia de primera instancia, la cual no sólo declaró sin fuerza ejecutiva, sino absolutamente nulo compromiso y arbitramento.

Pero antes, Excmo. Señor, donde las leyes son inentendibles, que es lo mismo que no haberlas, gobiernan los principios de justicia universal, y es preciso examinar aun por este aspecto la determinación de la Corte Superior.

Nuestras leyes, Señor, como lo está tocando prácticamente V. E., y acaso en las decisiones de todas las causas, -51- son oscuras, inexactas, multiplicadas, y por consiguiente necesario, dudosísimas y contradictorias; como que se resienten de su antigüedad, de los diversos elementos de su compilación, sus diversos autores, y últimamente de las diversas formas o sistemas de gobierno en que ellas se dieron, y están aun hoy rigiendo. Los jueces nunca podrían con razón ser vituperados de arbitrariedad en sus sentencias; pues sin separarse de las leyes tienen un campo vasto de variar sus resoluciones con toda la intención de acertar y proceder arreglados en su ministerio. Y así aun cuando la ley no me prohibiese acusar sus decisiones de injusticia, jamás admitiría en mi conciencia que la hubiesen cometido. Mis expresiones pues, en lo que dijere, recaerán sobre los defectos de nuestras leyes en aquellos casos mismos en que más quisieran ceñirse los jueces a los preceptos que ellas encierran. Por cierto que su oscuridad, su confusión vuelven indispensablemente precisa la interpretación de sus disposiciones, desde que llega el caso de aplicarlas. De donde proviene que para buscar la rectitud en los juicios con nuestra actual legislación viciosa, más obran los principios de esa primera ley de justicia impresa en los hombres, que las

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sanciones de un derecho expreso pero embrollado, escrito, pero confuso. En resumen, más tiene que hacer V. E. que las leyes; más esperan los contendores del entendimiento justo que a ellas da V. E., que de los nauseabundos volúmenes que componen sus códigos y comentarios. Se puede decir que no sabemos lo que como republicanos pedimos con el literal cumplimiento de semejantes leyes. Tanto, o mejor dicho, peor importa una arbitrariedad que provenga de la multiplicidad de ellas, que la que se atribuyera a sólo el capricho de los juzgadores. En tal estado mejores garantías ofrecen los principios de razón universal que la letra de cuarenta mil leyes más o menos, a que ascienden las que la Nación tiene vigentes. Indaguemos ya si fue conforme con esos principios eternos de justicia anular el compromiso de la cuestión.

Queriendo establecer por forma de un convenio una disposición de cualquiera ley, es irrefragable que deben -52- pesarse mucho sus palabras, y desentrañarse prolijamente el sentido que quiso embeber en ellas el legislador. La ley 23 del título 4.º, atendiendo a sus palabras, establece dos formas para el compromiso; y una razón sana enseñaba entonces que de dos formas reducir a una, era pecar directamente contra la intención de la misma ley. La forma más pronunciada es cierto número de testigos en los testamentos; pero si por ejemplo, cuando la ley recopilada requiere tres testigos, vecinos a lo menos con escribano público, o cinco testigos vecinos sin escribano; que el juez admitiese por forma solamente los tres testigos y escribano, excluyendo el otro y otros modos de testar detallados en la misma ley; irrogaría el agravio más clamoroso restringiendo la declarada voluntad del legislador. En los testamentos se trata de evitar fraudes, se exige mayor constancia porque los muertos no hablan; en el compromiso los compromitentes están presentes, y no se intenta más que alejar las dudas que nacieran de su convenio; pues con todo, el juez inferior juzgó que sin la escritura pública aunque en el misma Juzgado hubiese declarado juratoriamente su convenio, Narváez, más fe debía merecer el escribano que lo que los jueces del Municipio habían recibido en sus propios oídos.

¿Dimanó la restricción de que la otra forma de la carta sellada se presentaba oscura o sin uso? El modo de aclararla, de darle efecto en lo posible, no era la omnímoda exclusión, era penetrar primero el objeto que la ley se hubiese propuesto con ella: que no pueda después venir alguna duda. ¿Y toda duda no se previene con escribir y firmar las calidades del convenio? ¿Este convenio no fue reconocido por el deudor, y el deudor no ha gestionado infinitas veces sobre el propio asunto del compromiso, obrando y hablando siempre en consecuencia a presencia del mismo juez? ¿Qué aconsejaba entonces la razón desprevenida? Que si no era dable la aplicación de la ley por su oscuridad, o falta de sujeto, tuviese ser el convenio, quedase con valor para terminar, en bien de los interesados, y para descanso de los mismos -53- jueces, un reñido y dilatado litigio que se agitó todo él en el Juzgado, no ante los jueces avenidores. La deuda era cierta, las excusas del deudor frustráneas y conocidas; no la justicia, la humanidad si acaso ésta puede separarse de aquélla, aconsejaban que se protegiera la buena fe contra la falacia, al acreedor contra el deudor, en cuyo beneficio las mismas leyes han estatuido la secuela ejecutiva como una forma de perseguir, de estrechar y castigar su mora y tenacidad. Obedeciendo las leyes, obedeciendo los preceptos de la razón, el

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juez estaba constituido en el urgente deber de declararse por la subsistencia del compromiso; de un compromiso que no constaba únicamente en el documento privado que por sí era bastante, sino además de las multiplicadas confesiones del deudor reconociendo aquél, y nombrando uno tras otros jueces de avenencia en sus escritos ante el mismo juez común.

Circunstancia esta última que ha sido olvidada por el contendor para argüir también de nulo el compromiso por otro principio, a saber: porque el nombramiento de avenidores no se celebró en papel sellado. Diré ante todo que los Juzgados no hicieron mérito de esta pretendida falta. Se tendría quizá presente que con tal de consignar mi defendido ahora mismo su importe con el aumento que la ley previene, y la práctica ha observado sin interrupción; quedaba enteramente subsanada la omisión, si la hubiera del papel sellado. Mas no es éste el remedio que hace válido el nombramiento. Él lo ha sido constantemente porque se ha repetido sobradas veces en papel sellado la designación nueva e individual de los jueces arbitradores. Los escritos en que las partes han ido sucesivamente sustituyendo unos jueces a otros, como se registra en todo el proceso, se han presentado con el orden regular y debido en papel sellado; aquel mismo escrito en que ambos interesados solicitaron que se juramentara a los avenidores elegidos, es en papel sellado, y los nombran en él con todas las formalidades que pudiera apetecerse aun en una escritura pública. El tesoro nacional perdería el importe de un sello de a dos reales -54- en el primer nombramiento de fs. 6, y ha ganado con más de diez escritos que se han producido ratificando, reiterando, renovando el nombramiento. ¿Los vales o pagarés no se otorgan hasta ahora en papel común, y se pide su reconocimiento en el sellado? Pues en papel sellado además se pidió el reconocimiento del compromiso celebrado por el deudor Narváez. Ha escogido el colitigante lo que pensaba que le aprovecharía, cerrando los ojos sobre los nombramientos practicados en escritos ante el juez, escritos casi todos innecesarios, y que por lo mismo quedan sólo con valor en cuanto a la clase de papel que ha echado menos en el primer compromiso. Fuera de que para conceptuar el nombramiento nulo era de rigurosa precisión que la ordenanza de una ley dijera que aunque se repita el nombramiento en las peticiones de papel sellado ante los jueces ordinarios, si el primer nombramiento no tuvo esta calidad que fuese nulo, él y todo lo obrado a su virtud. Entonces no sería tal vez sin fundamento la nulidad alegada del contrario; pero de otro modo es incuestionable que tal nombramiento se halla revestido de esta formalidad, y que la repetición del mismo hecho no destruye su validez, porque a lo sumo podrá reputarse inútil, mas no perjudicial; pues que lo superfluo no vicia lo necesario; y las leyes que arreglan las clases de sellos para producto del ramo nacional no son las que prescriben las formas singulares de los contratos entre partes. Luego si por un nombramiento en papel blanco se hicieron después diez o más en sellado se cumplió excesivamente con la disposición legal para el efecto de quedar vigente la avenencia.

A fin que no se presuma que omito intencionalmente recordar las leyes 106 y 107 del título 18 que se aducen en el auto del primer juez por ser un fundamento incontestable, diré que ellas ponen nada más que el modelo de las escrituras de compromiso y del laudo; no contienen disposición preceptiva que alcanzara a perjudicar ni a la esencia del convenio, ni al modo de expresarla

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por escrito. El modelo que se propone nunca es la forma sustancial del acto que esté preceptuado. Todo el título 18 casi se compone de estas escrituras o modelos, -55- que ya en la totalidad los ha variado el uso; y no por eso se declaran nulos los contratos de toda clase, porque no se ajustaron a las frases contadas en estas leyes. En el mismo título hay escrituras de la propia especie para el préstamo de un caballo, ley 71; para la venta de una bestia ley 65; para la reconciliación de los retados o desafiados leyes 82, 83; para celebrarse los casamientos ley 85; y para una multitud de actos que ahora en vez de ser legal sería extravagante o ridículo escriturarlos. Sin escritura surten todo su efecto, sin escrituras se resuelve todos los días su validez por los Juzgados. Cuanto he expuesto a V. E. es tocante al compromiso. Demostrado que carece de las figuradas nulidades vendré al mismo arbitramento, o más bien a los defectos que le halló el juicio del inferior.

Consisten, 1.º en que se dio la sentencia pasados los tres años excediendo el término señalado por la ley 27 del mismo título 4.º, P. 3.ª; y 2.º en que cuando un auto asesorado de esa causa previno que los arbitradores se reuniesen y terminasen su función dentro de tercero día, los jueces de avenencia la defirieron más allá contra el deseo del juez ordinario.

¿Y es cierto que el laudo se ha emitido pasado los tres años? Excmo. Señor, demasiado presto lo va a saber V. E. En la expresión de agravios ante la Corte de Apelaciones ha falsificado victoriosamente mi parte esta aserción. Y nada podía replicarse, porque consiste en un hecho constante de los mismos autos. La ley, que fija este término, y la propia ley 23 que establece el juicio por árbitros determinan el tiempo desde cuando se han de contar los tres años, a saber: desde que se admitiere el cargo por los jueces. Véanse ahora las fs. 38, 42 y 52. El cargo se admite desde que así lo expresan los jueces con la aceptación y juramento; estas diligencias de juramento y aceptación consta en el caso actual, que precedieron al laudo con mucho tiempo menos que tres años. Y si el contrario insistiere en que el primer nombramiento fue de más años anterior, puede observar en los mismos autos que tal nombramiento se ha ido repitiendo -56- en escritos sucesivos con subrogación, separación, &, de jueces avenidores en todo el curso de la causa hasta el pronunciamiento. ¿Los jueces que aún no eran, ni sabían que habían de serlo, habían de aceptar y jurar? O se quiere confundir la duración del nombramiento, de todo el tiempo del compromiso con la duración de las funciones de los arbitradores. Sería lo mismo que exigir de los jueces ordinarios que terminen dentro de veinte días cualquiera pleito desde la demanda porque la ley les señala veinte días para la sentencia sola. Las Leyes de Partida circunscriben a tres años la duración de los jueces arbitradores en su función, pero el total curso o negocio de un compromiso, las gestiones de los interesados encaminadas a conseguir un pronunciamiento, no tienen término asignado ni limitado por la ley. Las disposiciones que se han recordado jamás han enunciado el intento de coartar la voluntad de los compromitentes; si éstos no señalan plazo, claro es que en cada nuevo nombramiento de juez o jueces empiezan por concederles desde entonces los tres años de la ley 27; y si fijaron plazo, también debe entenderse que le renuevan desde que nombraron nuevo juez arbitrador. Compárese la aceptación fs. 52 del último juez nombrado por el deudor su compadre con la fecha sentada en el pronunciamiento fs. 82. Son Excmo. Señor del mismo día.

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Aceptando las partes y de consiguiente los jueces el trabajo de un juez precedente que acuso por complacer con el deudor, o en realidad dio verdaderas causas para separarse del conocimiento, se ha verificado que el laudo se pronunció siempre dentro del legítimo término; y que en este particular descuidó la sentencia inferior examinar las fechas según resultaban constantes de los autos.

Consta por ellos ciertamente, hablo del segundo defecto; que se previno a los arbitradores se reuniesen dentro de tercero día. No repetiré lo que se ha alegado por mi defendido en la anterior instancia. Yo dudo que este desobedecimiento sea efectivo, pues hemos visto que el mismo día que aceptó el encargo el último juez han ejercido todas sus funciones, aviniendo a las partes en algunos -57- puntos, resolviendo en otros, &, según demuestra el propio tenor del laudo; dudo que sea atribución de los jueces municipales prefijar término a los árbitros, ni menos a los arbitradores. Compelerlos cuando rehúsen juntarse o juzgar parece que no es lo mismo que poder señalarles término, y término de tres días para consumar sus funciones; menos siendo el asunto de su decisión cuentas de bastantes años y con un deudor trabajoso y difícil.

Más detención merece otro reparo de alguna entidad que ha encadenado con este el fallo materia del recurso.

Dice que está contradicha la asistencia de uno de los jueces arbitradores, del compadre de Narváez, porque aparecen dos notas suscritas por él que obran a fs. 87 y 106. Esto requiere explicación, pero felizmente la ministran los mismos autos. De lo que sí convence su lectura es que el juez José Espinosa concurría al pronunciamiento probablemente sugerido por Narváez más que como juez avenidor. Y sucede esto, o la nota puesta por él a fs. 87 contiene la aseveración de una falsedad. Voy a demostrarlo. ¿Qué no asistió al descargo de Narváez? Léanse las partidas notadas de fs. 82, vta., 83, 84 que son de ese descargo. Véase expresado en cada una de éstas que Espinosa no se conformaba con la resolución de los otros. ¿Por qué se particularizaba esta advertencia en unas partidas y no en todas? Es evidente que en las que no llevan esta nota de inconformidad, resolvía Espinosa de acuerdo con los demás jueces; y cómo en unas se conformaba, y en otras no, si no asistía personalmente al descargo. La mala fe tiende sus redes, pero son para su propio autor. Por frustrar el resultado del compromiso ha añadido aquella nota el ciudadano Espinosa compadre de Narváez y nombrado por él. Por hacer a todo trance a su favor se separó de los otros en esas partidas, sin acatar a que la contradicción que proviene de estas dos circunstancias manifestaba inexcusablemente o parcialidad o falsedad. Pero que este juez asistió al descargo, se deja inferir de solo el papel que representó en el juicio de arbitramento. ¿Permitiera a Narváez jamás que -58- los otros se hubiesen reunido a resolver en su presencia sin hallarse allí el suyo, su compadre? Y que fue a presencia de Narváez la avenencia, lo dice cada partida del descargo sentada en el laudo; porque unas eran resueltas, y en las demás se convenían los mismos interesados. Sólo que se aventure decir que también el convenio de las partes era sin hallarse ellas presentes. Las partidas del descargo, entiéndese que el descargo lo hacía el deudor, son numéricamente treinta y siete, y en la

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32.ª se dice que no se conformó con la resolución de los Conjueces el Juez de Narváez. ¿Luego a qué conclusión de descargo es que él no ha asistido? ¿Las cinco partidas que siguen son descargos dados por Narváez, y los daría sin estar su juez presente? Narváez que a sólo su juez presentó escritos, documentos, alegatos, como se ve por las fs. 62, 64, 76, ¿hubiera producido sus descargos, sus excepciones a otros que a su juez y su compadre? Los mismos escritos que obran desde fs. 55 hasta 87 testifican no sólo que los jueces y las partes concurrieron a la avenencia, sino lo que es más, que se habían conformado con sus resoluciones; pues los puntos en que pidieron los avenidores comprobantes tasaciones, u otras diligencias a Narváez, son los mismos a que aluden estos escritos de fecha posterior al laudo, nombrando Narváez al tasador Orbe, y refiriendo los alegatos que ante los jueces habían hecho mutuamente los interesados. Lo que demuestra concluyentemente que asistió al descargo de Narváez el juez nombrado por Narváez; que sin duda por colusión con éste quiso firmar el pronunciamiento con esa nota para eludir los efectos del pago del alcance que resultaba contra él. Con tal designio ha llamado conclusión del descargo dos aclaraciones, o si se quiere, parecerá del otro juez, quien separándose del juicio de los compañeros ha salvado por decirlo así su voto concluyendo y firmando el laudo con estas notas. Pero la contradicción del Juez de Narváez no existe en el sentido que expresó el asesor, mas sí en lo desmentido que está su nota con el patente tenor del laudo.

Se ha reparado igualmente por el inferior que había dos jueces de parte de Jaramillo, y uno solo de Narváez. -59- El mismo Narváez, aun se convino al principio por la misma escritura de compromiso en que conocieran no más que los dos jueces de los Jaramillos. ¿Qué novedad había pues interviniendo enseguida dos por ellos, y uno solo por el deudor? La integridad de las personas, no su número igual o desigual hacía que Narváez se conformara con los elegidos por Jaramillo; así como el ansia de concluir por fin esta causa obligó a Jaramillo a no contradecir el nombramiento en un compadre, relación tan íntima que ha comprendido la ley del procedimiento entre las causales de exclusión. ¿Quién prohibió a Narváez si temía lo desfavorable del fallo por la superioridad del número que nombrase también de su parte dos o más jueces cuando se creyó facultado para nombrar su mismo compadre? Luego o quería usar de mala fe en todos sus procedimientos, o se conformaba con la rectitud de los nombrados por su contrario. El resultado es que esta circunstancia no afecta de vicio alguno el compromiso; ni debía nivelarse el nombramiento hasta en el número por la ley de los modelos de escrituras como parece pretenderlo el fundamento de la sentencia. Al firmar el conjuez Espinosa la preindicada nota de fs. 87 es de observarse que él mismo puso en claro contra su voluntad dos particulares importantes: 1.º que las partidas que he recordado en que no se conformó mientras consultarlas según dijo, quedan aquí allanadas, pues que aquí ya no excluye sino la tasación de Galárraga, siendo la única advertencia con que presta su firma: la ha firmado, expresa, en esta fecha, en inteligencia que no me conformo con la tasación de Galárraga; y 2.º que la conclusión que él llama del descargo, la limita al salvamento que hizo el otro conjuez doctor Valverde, único lugar en que se habla de esta tasación de Galárraga para imputarle a Narváez. Y aun esta separación de Espinosa no fue absolutamente sino con la calidad de hasta no ver que Narváez se hubiese convenido con el nombramiento de tal tasador; sobre lo que después se produjo

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también prueba ante el juez ordinario.

He molestado la suprema atención de V. E. por demostrar cuán débiles son las consideraciones con que -60- anuló el juez inferior tanto el compromiso como el laudo, insinuando a V. E. la fuerza de los fundamentos que solicitan la validez y subsistencia de uno y otro. Notaré otra equivocación del inferior que creyó que las partes innovaron el compromiso después de dada la sentencia arbitral, cuando en lo que se convinieron se ve a fs. 115 fue puramente en que se consultara a un asesor; y entraré por último en el segundo capítulo principal que propuse, a saber la eficacia de la ejecución negada al laudo, por decirse que faltaron otras formalidades. No cansaré a V. E. como con el precedente, porque ya los defectos atribuidos que ofrecí no omitir, están contestados en lo posible.

Las formalidades que se piden se han sacado de la ley 4.ª título 21, libro 4 R., y se reduce a una sola. Aquí es forzoso que reclame todas las eminentes virtudes del Tribunal Supremo para la aplicación justa de esta ley. Aquí debo implorar la estricta, estrictísima observancia no de sus palabras sino de su espíritu, pues para penetrar en él es que la nación colocó tales jueces en el más alto asiento de la justicia. Si acaso me separo de la inteligencia de esta disposición recopilada del sentido en que la hubiesen quizá tomado los tribunales, la naturaleza de la causa presente, once años y más; ver ha luchado una incauta víctima con un atleta desmedido para estos embrollos, ha sido el principio de contraer todas mis reflexiones a esta ley, y llegar a convencerme de que no es una forma indispensable en todo caso la que ella establece ordenando que el laudo lleve la firma del escribano para demandar con él ejecución; de suerte que en cualquiera circunstancia haya de anular la causa la falta de este requisito. Y aunque ésta fuese formalidad prescrita en general, la ley no parece expresada de modo que según algunas circunstancias se deba indefectiblemente exigir este trámite so pena de invalidarse el proceso. Cuando las partes por bien de paz y de concordia, por evitar costas, por evitar pleitos y contiendas comprometen sus negocios en árbitros, éstos dan sentencia y si no se ejecuta comienza el pleito de nuevo, y se alarga y dilata más que si prosiguiera por tela de juicio, y a las -61- partes se han recrescido y recrescen muchos daños y costas y fatigas. A fin de precaver todos estos males que la misma ley relata, mandamos, dice, que la sentencia arbitral se ejecute libremente pareciendo y presentándose el compromiso, y sentencia signada del escribano público, y pareciendo que fue dada dentro del término, &. ¿Hay en alguna ley voluntad mejor expresada de parte del legislador? ¿Se puede decir que a la luz de sus palabras se presenta apariencia siquiera de duda acerca de su objeto? Cortar los pleitos, ahorrar costas, fatigas, contiendas a los compromitentes, mandar que se ejecuten los fallos de los avenidores, y para saber que lo son que se presente el compromiso, y la sentencia signada del escribano. Razón era exigir que el escribano signara la sentencia. El juez ordinario no ha tenido por qué saber que Fernández y López hubiesen sido elegidos arbitradores y hubiesen sentenciado; el compromiso no basta para tal conocimiento, porque suponiéndole cierto, todavía cabría falsedad, subrogando dos firmas, o dos personas que el juez a quien se pide ejecución no tiene obligación de conocer. Sin duda para obviar este rarísimo caso de fraude, pues no se puede descubrir otro objeto, previno la ley la signatura de la sentencia de los árbitros por el escribano. Pero, Excmo. Señor, donde precedieron seis años

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de litigar ante los jueces ordinarios para que llegara a pronunciarse el laudo, donde los nombramientos de los arbitradores empezaron y se repitieron en presencia de los jueces y escribano, donde su laudo se remitió directamente al juez municipal por los arbitradores, fs. 88; ¿cabrá incertidumbre acerca de la legitimidad de su sentencia y funciones? ¿Dónde, diré de una vez, el mismo juez ordinario ha seguido en cierto modo todo el curso del arbitramento, mezclando diligencias y providencias suyas hasta haberse formado con ellas la causa voluminosa que V. E. tiene a su vista? ¿Pudo ningún juez en otro juicio estar más cerciorado de la verdad del pronunciamiento? Y qué suceso tan desconsolante sería, Excmo. Señor, que a más de los once años de fatigas poco comunes, de duplicadas costas, pues es una mezcla de juicio ordinario y arbitral el seguido, de inmensos trabajos -62- para compeler en todas las diligencias el deudor, que ahora que se ha obtenido su sentencia se le quiera dejar sin ejecución, fundándose en la misma ley que mandó que ejecutándola se precavieran nuevas costas, nuevas contiendas y molestias a las partes. ¿Conceptuó el juez inferior que era una forma imprescindible, una forma la de firmar el escribano ordenada en términos más expresos que lo está en la ley? Pues entonces olvidó otra ley posterior y más clara el mismo juez. ¿Por qué se pretende una literal aplicación desentendiéndose de su sentido en unas leyes, y se han de proponer bien decididas determinaciones y mandatos de otras? Olvidó el Juez el art. 49 de la ley de 1837 adicional a la de Procedimiento. Cuando se le consultó la causa, y no a consecuencia de instancia precedente, sino de convenio de las partes, le prevenía el artículo 119 que supliera las omisiones de los interesados que pertenecieren al derecho, aun cuando los interesados no lo hubiesen pedido por ignorancia o inadvertencia. No se opondría a la imparcialidad de los jueces en pidiéndose una ejecución con vale simple, proveer que será librada siempre que se reconozca. No se oponía que el asesor consultado previniera que signara el laudo el escribano dado que estimaba por formalidad tan necesaria para su ejecución. Lo sustancial del pronunciamiento no consistía en el signo del escribano; y si el asesor previniera esta diligencia tampoco había contradicción con la ley 4 recopilada que no comprende disposición que la prohibiese. ¿No era bastante la autorización del juez a quien se remitió el laudo? Pues menos inconveniente, ¿qué digo inconveniente?, mayor conformidad con el artículo adicional se guardaba previniendo la diligencia, supliendo la omisión de las partes que ignoraron o no lo advirtieron. ¿Se dirá que es omisión de hecho que no correspondía al juez, sino a los mismos interesados? No estaba en facultad de los interesados mandar al escribano que signara la sentencia; los jueces arbitradores dirigieron su laudo al juez ordinario, quien mandó poner en noticia de las partes, y este decreto, como era de orden, se autorizó por el escribano; si tal autorización no era suficiente, tocaba al -63- juez común hacer signar el laudo mismo, y al asesor con quien se consultó, si aquél no lo había hecho; pues la ley no señala plazo para la práctica de esta diligencia, no manda continuidad de acto entre el laudo y el signo de escribano público. ¿Por qué ceñir todavía más las formas que se intenta sacar de las leyes, más que lo que expresan sus palabras, y revistiendo contra el tenor manifiesto de su objeto e intención? Revistiendo no solamente contra esta ley 4.ª, más aún tiempo contra la décima del título 17, libro 4.º, revestida de un sumo carácter de justicia. Lejos de restringirse su contenido a los puros traslados y contestaciones y réplicas, faculta a los jueces en bien de las partes (el mismo idioma de la ley 4.ª), para que por sustancial que se repute

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la formalidad a que se ha faltado, si aparece la verdad de lo contendido, no se anulen los procesos, como anuló el inferior este laudo. Todo el sistema de estas leyes tanto antiguas como nuevas, tanto en un gobierno como en otro, no se encamina a otro blanco que cortar los pleitos, y no dar a ciertas fórmulas tanta importancia que refluyera por fin en perjuicio de los litigantes. Constando la verdad, las partes se obligan; ley 2.ª título 16, libro 5, R., constando la verdad, las fórmulas, las solemnidades no son la sustancia de los pleitos, son los medios probatorios y sabida la verdad sería el contraste más particular sacrificarla a la falta de algún medio cuando ya ella está encontrada. Este principio incontrastable ha dictado la ley 1.ª del título 17. Con la Corte de apelaciones hablaba también eficazmente el art. 23 de la citada ley adicional, que para decir nula la causa, requiere que se haya infringido la ley expresa y terminante; séalo la 4.ª recopilada; ¿pero habrá quien aventure que lo sea en materia grave y sustancial, como conjuntamente dispone el art. 23? ¡Sustancial para la firmeza del compromiso y dar ejecución al laudo la firma del escribano! El último Congreso, para quitar los inconvenientes de perjudicar a las partes con motivo de que se cumplieran formalidades superfluas o de capricho, designó las que sirviesen en garantía contra la arbitrariedad de los juzgadores, y desechó las restantes. He aquí el propio objeto -64- de las leyes precedentes: terminar los pleitos, sentenciarlos desde que esté descubierta la verdad. Pero la ejecución es odiosa, y parece que por esto el juez debe ser escrupuloso en el cumplimiento de los requisitos para ir por esta vía. En pleito de ejecución u ordinario, hay dos contrarios interesados: lo odioso que se quiere evitar para con el uno, recae forzosamente sobre el otro, y que entonces conformándose con la intención de la ley, el camino cierto de lo justo es decidirse por la verdad; pues que ella es el punto señalado por las propias leyes y la regla que han establecido con prevenciones constantemente pronunciadas.

Acaso por seguir esta regla se advierte un desvío de esta misma ley 4.ª recopilada. ¿Cuál se tendría por verdaderamente grave y sustancial entre signar el escribano el laudo, o que primero sea homologada para pedir su ejecución? De mayor importancia parece sin duda la homologación que la firma del escribano. Pues Excmo. Señor, a despecho de ser circunstancia de mucho mayor peso, se ha introducido y se observa contra el mandato de esta ley 4.ª que antes se conformen las partes hasta diez días con él. La ley ordena que el laudo se ejecute, aunque se reclame, pida reducción, se diga de nulidad, o se emplee otro cualquier remedio. Pero por ventura ha parecido más justa la práctica, y ella ha tenido lugar contra la ley. ¿Por qué otra práctica no menos justa, al paso que más conforme con el intento manifestado y recomendado por la ley misma, como es dar ejecución al laudo, faltando la firma del escribano, no ha tenido cabida en la sentencia de esta causa? No dársela, contraviniendo a la voluntad de tantas leyes por decir que se atiende a sus palabras, sería lo mismo que derrocar un edificio entero por quitar una pequeña mancha que unos ojos vieran en él, y otros no. Sería convertir el bien en mal, la triaca en veneno, lo que las leyes han establecido en beneficio de los acreedores, tornarlo a su daño; y lo que es peor alentar el fraude, y como proteger los arbitrios de los deudores que ya hicieron su oficio del embrollo, de la estafa y los embustes. ¡Qué penosa había de ser, Excmo. Señor, nuestra situación, si los autores de -65- los crímenes hubieran de hallar inexorables a sus jueces cuando se les juzga criminalmente, y en las causas civiles han de ver arrancada una

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protección a sus procedimientos inicuos escudándose con aquellas leyes que se sancionaron precisamente contra su dolosidad y mala fe! No Excmo. Señor, no es una idea tan triste la que ahora ocupa a mi cliente. No espera que sobrándole tanta justicia, V. E. confirme los fallos que le han condenado a perder una gruesa suma de su caudal, pues que anular el laudo conseguido después de tantos afanes y tiempo, no fue otra cosa que condenarle al deudor irrevocablemente esta acreencia. Si con el medio pronto del arbitramento se halla a los once años sin poder ejecutarlo, ¿en cuántos siglos podría terminar y con Narváez un juicio ordinario de cuentas? Que se le condenara sólo a otros once años, ¿no era menester que hubiese cometido algún delito para tan formal pena? No es posible Excmo. Señor que en el ánimo ilustrado y altamente justificado de V. E. valga tan fatales resultados la falta, no diré la falta, el lugar en que se ha deseado la firma de un escribano; pues entre el laudo y ésta no promedia más que el decreto del juez ordenando ponerlo en noticia de los compromitentes.

Para complemento de tener el recurrente su suerte contra sí, aun pensó el inferior atribuirle la mala fe de su contendor Narváez, y castigó en Jaramillo con la condenación de costas, los obstáculos que aquél ha opuesto por once años a fin de que nunca se le declarase deudor. Todo el grueso volumen de esos autos está pregonando en cada página de cuya parte ha obrado el reclamo legítimo, y quién es el deudor que ha empleado toda su buena fe sin otro objeto que eludir la satisfacción. Cada página hablará a V. E. con más persuasión, con la que a mí me hablaron, que lo que no es dable obtener a mis cansadas razones y apenas indicados fundamentos. Felizmente no tiene por qué atormentarse la conciencia de V. E. entre la justicia del recurrente y leyes que estuvieran contra él. Todas proclaman la misma justicia, y la verdad, dando a la ritualidad y formalidades el valor -66- secundario a que no debe sacrificarse el objeto principal de la administración de justicia, y la existencia misma de los ministros de la ley, cuyas elevadas funciones son distribuir a cada uno lo suyo, aplicándolas según su entendimiento, y sin contratriarlas por dificultades aparentes que prestaran sus palabras. Y si no son aparentes sino ciertas, nueva ocasión de que halla mayor bien la suprema integridad de V. E. que las leyes mismas; nueva ocasión de que confirmen sus esperanzas los litigantes a quienes condena a los pleitos su conciencia, no alguna sutileza injusta que sirva para intentos manifiestamente depravados; nueva ocasión de que resplandezca la inteligencia abundante de equidad con que de V. E. reciben su sentido y cumplimiento los casos equívocos o sobremanera complicados y difíciles de nuestro actual laberinto de legislación.

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Doctor Pedro José de Arteta

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Alegato en el juicio seguido entre doña María Josefa Carrión, madre de la señora Ana Villagómez, y el Cabildo de Cuenca, sobre donación de un pectoral y anillo hecha por el Excmo. señor obispo

doctor Francisco Javier de la Fita y Carrión

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Excmo. Señor:

Juan Garcés, apoderado del doctor Pedro Manuel Quiñónez marido de la señora Ana Villagómez, en autos con el Cabildo Eclesiástico de Cuenca sobre el cumplimiento de la donación que hizo a favor de ella el Iltsmo. señor doctor Francisco Javier de la Fita de un pectoral anillo y estrella de diamantes, contestando al traslado que se me ha corrido del escrito en que se formaliza la nulidad interpuesta y admitida para el Supremo Tribunal de la República, de la sentencia pronunciada en segunda instancia, digo: que el auto reclamado no es a la verdad conforme a la intención del Cabildo Eclesiástico, pero sí a la de la ley y de la justicia. En vano se inventan sofisterías para invalidarlo. Estos mismos esfuerzos hacen resplandecer mejor su mérito y la rectitud con que se pronunció. Todos los hechos y circunstancias se tuvieron a la vista. No se salió un ápice del punto de la cuestión, y los mismos autores y doctrinas que se refieren de contrario, dan a este fallo más solidez e irrevocabilidad. Demostrémoslo.

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La cuestión ha estado circunscrita a si la donación hecha a la señora Villagómez podía ser o no obligatoria. No se ha discutido sobre la calidad de jocosa o burlesca que ahora se le procura dar. El derecho no conoce tales modificaciones, y lo que nace de una voluntad seria y deliberada como la que resulta de la prueba de testigos, y de la categoría del donante, jamás puede estimarse un acto de burla o de mero pasatiempo. El Cabildo Eclesiástico no ha aducido cosa alguna en contra de tan solemnes atestaciones, de consiguiente debemos estar al exacto tenor de ellas. No importa que al presente se quiera desfigurarlo y aun variar de medio porque ya todo es inútil. Sin embargo manifestaré que aunque la promesa en general no sea la misma donación, pero siempre tiene la misma eficacia. Los doctores que escriben ceñidos rigurosamente a las sutilezas del antiguo Derecho Romano, convienen aún en que las policitaciones, o promesas que no tienen otro origen que la mera liberalidad producen una verdadera obligación, porque tal es el reato que se quiso imponer su autor; que no necesitan para su validez y subsistencia de la cooperación del donatario; que si se prometió por una espontánea voluntad, después de prometido ya adquirió una fuerza obligatoria. Así lo resuelve el mismo emperador Justiniano en el Código, ley siquis argentum 35, sed siquiden 5.º de este título. Su decisión concluye en estos términos: Resque donatas in omnibus, non solum eos, dum superfunt; sed etiam corum sucsesores reddere compelli: non tantum his in quos donatio facta est, sed etiam corum heredibus. Por donde se ve que lo que se prometió donar debe entregarse aún a los herederos del donatario; pues una vez emitida y deliberada

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la promesa ya no puede revocarse. Si se pudiese no sería una causal para obligar a la entrega de la cosa a que sujeta Justiniano por la simple oferta del donante, y de aquí nace la acción condictio exlege. Pichardo en el libro 2.º, inst., tít. 7.º, haciéndose cargo de aquella disposición, concluye en estos términos: Que sententia jure, quo utimuta Hispano proculdubio adminenda erit, cum iam ex quacumque promissione, etiam nuda et simplici, efficaz ad agendum -71- obligatio nassatur. Tal es el contexto genuino de la ley 2.ª, título 16, libro 5.º, regla que habla expresamente de las promisiones extinguiendo en el particular todo motivo de duda.

¿Pero quién ha dicho que haya sido mera promesa la de su Señoría Ilustrísima? Todos los testigos afirman que había expuesto reiteradas veces que las alhajas eran de la señora Villagómez para quien las había destinado des de que vinieron de Lima, y que él sólo se constituía un precario poseedor. Esto es lo que llamamos cláusula de constituto, que tiene tanta eficacia como la misma tradición de la cosa. Pero aun cuando hubiese sido promesa y de futuro no habiéndose hecho constatar que el donante la revocó, no hay por qué vacilar sobre su carácter obligatorio. Se fundó exactamente el Tribunal de Apelaciones en el silencio que guardó en su testamento el señor Fita sobre estas alhajas, pues si hubiese querido no subsista una donación tantas veces explicada, habría muy bien dispuesto de ellas. Si, porque ellas habían formado parte de su propio capital. Así es que aún en su mismo testamento ordena que no se practiquen inventarios porque no había adquirido más bienes que los constantes en el capital poco antes hecho. Cuando testó Su Ilustrísima, se halló en el firme concepto que la señora Josefa Carrión madre de la niña Villagómez había tomado y custodiado ya las alhajas donadas, respecto a que ésta fue la prevención que le hizo desde el instante en que se le agravó su enfermedad. Si la señora no lo verificó, fue por un exceso de delicadeza, por no manifestarse ansiosa y porque no podía temer la menor contienda sobre un punto en que estaban plenamente impuestos el Doctoral de Cuenca, tantas personas respetables, y aun el mismo presunto albacea. ¿Pero por eso habrá perdido su hija el dominio y propiedad que le fue transmitido por su Ilustrísima? Claro está que no.

Se insiste en fascinar que claudica la donación por no haber sido aceptada: mas no se nos puntualiza la ley que lo prevenga. Tan lejos de esto los mismos autores que se recomiendan están en contra de su designio, Murillo -72- Velarde de quien se han tomado truncamente algunas palabras enseña en el título que cita el Cabildo Eclesiástico que no es absolutamente necesaria. Por derecho canónico, todo pacto toda promesa o policitación es estrictamente obligatoria; y no sé cómo se nos diga que los escritores canonistas son de sentir diverso. No se nombra a ninguno, no hay pues sobre quién recaiga nuestra refutación. Sin extenderme en persuadir al procurador adverso que la donación no es como la supone un contrato o convención bilateral. La expondré solamente que ella nace de la mera liberalidad y munificencia de aquel que la practica, sin atender al mérito o cooperación del donatario; que no requiere el consentimiento recíproco, y que pende exclusivamente del ánimo, voluntad, o hecho del donante. El mismo Apiano en la Ley Aristo 18, de este título, manifiesta que en la donación se puede mezclar o celebrar algún contrato, como por ejemplo te dono para que hagas esto o para que me alimentes, &.;

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luego independientemente considerada y sin que intervengan semejantes condiciones, no es con propiedad contrato. Mas no es el caso de dilucidar esta materia.

Sienta Ribadeneira que no hay doctrina sobre que la donación hecha a un infante, venga a ser valedera aunque no haya sido aceptada. En mi escrito a fs. 33 le indiqué algunas, y siento que no las haya registrado para que no descubra tanta inocencia. Mas es preciso transcribirle las palabras literales de Molina a quien en este punto se remite la ejecutoria, y a quien se trata de hacerle variar de opinión. Dice en el libro 1.º, capítulo 2.º, N.º 75, de hisp. prim.: quamois emancipatio absque consensu et voluntate emancipati fieri non possit, hoc tamen fallit in infante, qui etiam sine consensu et acceptatione sui juris efficitur; itaque facta infanti donatio non exigit acceptationes, et perfecta et irrevocabilis efficiatur. Heinecio en sus lecciones sobre Grocio de jure belli et pacis libro 2.º, capítulo 11, hablando de la fuerza que tienen las policitaciones hechas a favor de la República aún sin aceptación, enseña ser el principal motivo -73- el que la República se supone aceptar a nombre de los pupilos y de los amentes que por su incapacidad no están sujetos a aquel requisito. Si se quieren más autoridades pueden verse a Molina de ritu municipal libro 3.º, cuestión 8.ª, N.º 29, a Marta de sucesión legal, p. 1. cuestión 11, a Antonio de Amat, var. resol. tom. 1, cap. 3.º, N.º 15, a Fontanela, Ciriaco, Merlin, Narvona, &.

Pasa el recurrente a hablar sobre la falta de insinuación (no porque la donación es inmensa, sino porque excede de los quinientos escudos de oro), y después de convenir que la misma ley de partida exime de este requisito a la que se hace por razón de dote, no le concede esta calidad a la que se hizo a la señora Villagómez. Su dicho no es el que ha de prevalecer, sino el de los testigos que según su propia confesión se hallan contestes y son dignos de todo crédito. Ellos declaran no sólo que el ilustre donante, poniéndole las alhajas al cuello expresaba que adornarían muy bien a la niña Villagómez el día de novia, sino que constantemente repetía que desde que las compró se las condonó para que le sirviesen de dote, añadiendo que desde entonces no las contó en el número de sus bienes, y que únicamente se reservó el uso precario de ellas. Tan esclarecidos testimonios no sufren tergiversación, ni dan margen a chocarrerías. A su mérito es forzoso estar en el principio de que la donación fue por razón de dote; y que por consiguiente no necesitaba insinuarse conforme a la Ley referida. Lo que admite es que se nos traiga la disposición de la 86, tít. 18, parte 3.ª, como si mi poderdante solicitase que su consorte le cumpla con el tenor de la carta dotal. ¡Qué simpleza! Aquí no tratamos de una dote constituida, sino de una donación hecha con este objeto.

Se vuelve a hablar sobre la aceptación asegurando que a pesar de la Ley Recopilada que menciona la sentencia, es siempre necesaria para que valga la donación. Para ello se desprecia arrogantemente la doctrina de Fernández Retel, que es el jurisconsulto que quizá ha tratado mejor sobre esta cuestión, y se da importancia a la de Antonio Gómez, Gregorio López, Matienzo, Acevedo -74- y Molina ¡Qué sencillez! Estos mismos autores apoyan la acción de mi parte y justifican la sentencia últimamente pronunciada. Sírvase V. E. observarlo. Lo que se ha transcrito de Gregorio López nos corrobora que la Ley

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Recopilada quiso quitar toda la forma antigua de las estipulaciones, y que de cualquier modo que uno haya querido obligarse, quede obligado, solum volluit illa lex (dice) tollere forman antiquam stipulationis, et dare vinculum obligationi qualitercumque aliquis se vollet alteri obligare. Y donde se explica mejor a nuestro intento es en la glos. 3.ª a la ley 1.ª, tít. 11 de la misma partida por estos términos. Hodie tamen de jure regni, modici videtur ef fectus ista verborum obligatio seu stipu latio fer legem tertiam; incipit paresciendo tít. 8, lib. 3, ordin, que necdune voluit pactum nodum producere obligationem efficacem ad agendum: sed etiam pollicitationem hoc inducere... quia dicta lex ordinamenti clare inunit et vult ex nuda pollicitatione, sen premissione alicuiius non aceptata peralterum; sed inter absentes facta, obligationem oriri. Antonio Gómez en la ley 45, N.º 21 se contrae al caso que para adquirir posesión por un acto ficto se requiera causa y título para poseer. No sé cómo no se tenga vergüenza de tan notoria inconducencia. Mas en el tomo 2.º de sus varias resoluciones, cap. 4.º, N.º 2.º y 3.º, hiere de muerte al contendor; tales son sus palabras: Hodie in nostro regno valeret donado inter absentes, etiam non interveniente nuncio vel epistola. Undesiquis coram testibus, vel tubellione promisserit ex causa donationis, rem vel pumiam obsenti, statim remanet efficaciter obligatus; et quando venent in notitiam absentes, poterit ab eo conveniri, et condenari per nostram Legem Regni. Ex quibus verbis patet quod sola voluntas et intentio volentis se obligari attenditur, et consideratur, et non alia perfectior forma vel solemnitas a jure communi requisita in contractu, et per consequens oritur actio et obligatio ex pacto, et pallicitatione. Matienzo en sus glosa a la Ley 2.ª, tít. 16, lib. 5.º, aplaudiendo altamente su contexto tan conforme al derecho natural y divino, enseña que según ella de cualquier promesa o nudo pacto nace la misma acción que -75- por el derecho común nacía de la estipulación; pero en la glosa 2.ª a la Ley 7, título 1.º declara terminantemente que la donación aunque sea hecha a un ausente y no intervenga carta ni mensajero, no puede revocarse antes de que sea aceptada. Obligatur quis efficaciter jure regio, ita aut ante aceptationem revocari non possit promissio. Acevedo en el sumario de su glosa a la ley 2.ª se explica así: Qualitercumque constituit aliquem se velle obligare remanet obligatus nulla ad-missa exceptione absentei vel defectus interpocite stipulationis, vel tabellionis, vel quod obligatio fuit contrata private personae nomines aliorum absentium. Et hoc in effectu disponit lex hoc, que singularis est et inscholis et imbiciis quotidie versata, et plarium iuiurium, et ambahuim inre optimo correctoria. Cúbrase de oprobio el procurador Ribadeneira al ver que las mismas autoridades que invoca son las que lo destruyen. Dejo de acopiar más doctrinas sobre un punto que es demasiado inconcuso. Si he padecido alguna difusión, ha sido por evidenciar a V. E. que al Cabildo Eclesiástico de Cuenca no le asiste razón ni fundamento alguno. Una mala dirección lo ha comprometido en tan temerario litigio.

Quiero pues desengañarlo de una vez, ¿cuál es la ley que exige la aceptación para que las promesas o donaciones sean obligatorias? Hasta aquí hemos procedido bajo este falso supuesto. Mas yo no encuentro semejante disposición. Es verdad que algunos autores, pretendiendo informar el derecho de Castilla con el de los Romanos, procuran deducirla de la ley 4.ª, título 4.º part. 5.ª. De donde han resultado varias controversias, y aun el que esta causa resienta sus perniciosos efectos; pero examinemos la ley, y se conocerá que

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prescribe todo lo contrario. Establece cuatro especies de donaciones. La primera pura y simple; la segunda condicional; la tercera, cuando principia con la entrega de la cosa, y la cuarta cuando se hace a un ausente. Hablando de esta última clase añade: «la entonce non la puede hacer, sinon por carta o por mensajero cierto en que le envíe a decir señaladamente la que le da». Por aquí no hallo que se pueda inferir la necesidad de la aceptación, pues no hay -76- palabra que la denote. Después vuelve a la primera especie de donación y resuelve así: «En cuando la donación es 'fecha simplemente o por palabra, mas no es aun entregado' aquel a quien la hacen, renudo es de cumplirla aquel que la hace a sus herederos». Tampoco aquí decide ni enuncia nada sobre la aceptación, y sin embargo prescribe que la promesa sea eficaz. ¿Entonces de qué parte de ella podemos tomar aquel precepto? ¿En qué estribarnos para tomar su verdadero sentido? Lo cierto es que los expositores o intérpretes han viciado de tal modo la jurisprudencia, que en muchos casos ya no viene a ser ella la emanación de los Códigos, sino de los inmensos volúmenes que ellos han escrito. No es el tiempo de sujetarnos a sus caprichos o dictámenes erróneos y arbitrarios. El tenor expreso y literal de la ley es el que nos debe regir. Y como la de partida que hemos citado sin requerir la aceptación prevenga que la donación se cumpla indispensablemente por aquel que la hizo, no hay en qué detenernos para su puntual observancia; mucho más cuando la recopilación de que hace mérito la sentencia ha quitado toda duda en el particular.

Los fundamentos de la vista fiscal no se tocan ni se combaten, y con todo se pretende quede sin vigor ni fuerza. Es verdad que en ella por superabundancia se ha hablado de puntos bastante inconducentes, pero esto no le hace perder su mérito en todo lo que sea oportuno. Para evitar cualquiera confusión que de ella resulte, representa a V. E. que el Cabildo Eclesiástico por cuenta de espolios tomó del señor Fita tres pectorales magníficos y valiosos, no obstante que S. I. los había hecho con sólo sus bienes patrimoniales; y todavía pretende apropiarse del que contiene la donación, cuando se ha probado que se destinó para la niña Villagómez desde que se compraron las piedras en Lima, es decir mucho antes de que S. I. se recibiese de la mitra. Tan siniestras aspiraciones sin ningún apoyo legal, y en perjuicio de una sobrina pobre y predilecta del benefactor, han sido justamente despreciadas por la ejecutoria. No era posible que incurra este Tribunal en las mismas faltas y dislates -77- del juez de primera instancia. Las leyes, la razón y la equidad son los oráculos que fielmente ha escuchado, y no los empeños y prepotencia del Cabildo Eclesiástico. ¿De dónde puede deducir y fundar el agravio? ¿Cuál es la infracción de la ley expresa que se le puede imputar para que se califique su resolución de notoriamente injusta? ¿Cuál es la ley que el Cabildo ha citado a su favor para informar una donación que tácita y no expresamente fue aceptada? ¿Cuál en que a pesar de ser por razón de dote y para remedio de una niña demande para su firmeza la insinuación? Ya hemos visto, ya hemos confundido las miserables supercherías que se han excogitado contra una sentencia a todas luces justa y arreglada; ya hemos demostrado que ella es jurídicamente impermutable. Por tanto no nos resta qué hacer, sino suplicar:

A la Suprema Corte de Justicia se sirva ordenar su puntual y exacto cumplimiento, condenando al Cabildo recurrente en todas las costas del juicio

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ocasionadas a mi parte con tanta temeridad. Así es de justicia que imploro jurando lo nuestro en derecho, &.

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Doctor Pedro Fermín Cevallos

Alegato en el juicio seguido entre el doctor José Rafael Monzón y la señora Antonia Ortiz por dinero

1862

-[80]- -81-

Excmo. Señor:

Si no corrieran estampadas las firmas de los magistrados que han pronunciado el auto, objeto del actual recurso sería difícil creer que unos jurisconsultos tan sobresalientes hubiesen despreciado las fórmulas que rigen en la República por atenerse a otras extranjeras que, buenas o malas, no pueden obrar sino en los pueblos para los cuales se han prescrito. Las fórmulas constituyen una de las seguridades públicas de más bulto y hay que respetarlas, por mucho que contra ellas se declame, mientras subsistan la ley o leyes que exigen tal o cual ritualidad para la validez de ciertos y ciertos actos judiciales.

No se trata de saber, Excmo. Señor, de si la escritura con que se ha preparado la demanda puede producir a no prueba suficiente en juicio ordinario, sino de si trae o no aparejada ejecución, a pesar de carecer de las fórmulas que, según las leyes de la República, son necesarias para este objeto.

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Según la Legislación granadina, la escritura pública otorgada por un notario que no hace uso de signo alguno, y tenga o no la forma de testimonio o la de traslado, trae aparejada ejecución. No me compete entrar en la manifestación de sus inconvenientes porque todo pueblo independiente es dueño de darse las leyes y formas que quiera; pero no puedo prescindir de implorar de V. E. la aplicación de una de nuestras doctrinas, por la cual, en los casos de exhibirse un documento otorgado por un «escribano que no es conocido en el tribunal o juzgado en que se presenta, no hace fe ni puede ser creído, si no viene legalizado por dos o tres escribanos que certifiquen de la firma, signo o legitimidad de dicho escribano, diciendo que éste es tal cual se titula, y que la firma y signo son efectivamente suyos» (Cur. Fil., Part. 1.ª, So. 17.º N.º 32, cit.

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por Escriche, v. Init. Púb. So. 5.º, edición de 1858, y sobre todo la práctica). Y a falta de esta legalización «se deberá justificar a lo menos por la fama pública entre los vecinos de su pueblo que como tal escribano público había sido tenido y usado de su oficio» (Id. id., apoyándose en la ley 115, título 18, parte 3.ª).

La doctrina y práctica muy común es también que los documentos otorgados en países extranjeros deben venir comprobados con la certificación del Ministro, Agente Público o siquiera Cónsul que representa a la Nación en que van a obrar, de que los empleados superiores que sucesivamente certifican sobre la legitimidad de otros inferiores hasta dar con el escribano que los autorizó, son realmente tales; y V. E. observará que los exhibidos en esta causa, aunque recargados de certificaciones granadinas, carecen de la que les habría dado legalidad. Nada importa efectivamente que un juez de circuito de Nueva Granada certifique que N. es notario, que el Gobernador y un agente también granadinos, certifiquen sucesivamente que aquél es juez y el otro Gobernador, si el representante del pueblo, en cuyo territorio han de obrar esos documentos, no certifica a su vez que la última de las autoridades es realmente tal. No quiero decir por esto que dudo de la legitimidad de cuantos figuran en los documentos, porque pueden ser tales como suenan; -83- mas, como V. E. no está en el caso de apreciar un hecho particular sino en el de sujetarse a las doctrinas y prácticas comunes, y en el de conservar ilesos los fueros de la nación, claro es que, desestimando esas certificaciones como inconducentes por falta de la autorización de un representante del Ecuador, está en el de mirar los dichos documentos como puramente privados, y de esos que en juicio no hacen fe.

No trato, como antes he dicho, de negar los efectos que ellos pueden producir en juicio ordinario, aun cuando en rigor pudiera también sostener esto airosamente; pero, en tratándose del modo de preparar una demanda ejecutiva, en que los jueces tienen que observar las fórmulas con el mismo cuidado y nimia delicadeza que lo principal, hay que manifestar la falta de un hecho, sin cuya constancia previa no pudo ni puede absolutamente librarse del decreto de solvendo. Por el art. 16 del Código Civil: «la forma de los instrumentos públicos se determina por la ley del país en que hayan sido otorgados; pero la autenticidad se probará según las reglas establecidas en el Código de enjuiciamiento». El inciso único del mismo artículo dice: «La forma se refiere a las solemnidades externas, y la autenticidad al hecho de haber sido realmente otorgados y autorizados por las personas, y de la manera que en los tales instrumentos se exprese». Ahora bien, careciendo como todavía carecemos, de un Código de enjuiciamiento, tenemos que sujetarnos a lo que enseña el derecho práctico, y este derecho como he manifestado arriba, dispone que los instrumentos otorgados en países extranjeros han de traer la certificación del representante del pueblo en que van a obrar.

Además, cuando se intenta comprobar la autenticidad de un instrumento celebrado en tierra extranjera, no basta decirse que N. es escribano o notario. Febrero, contrayéndose a este punto en el N.º 30, So. 1.º, cap. 2.º, lib. 3.º de su libro de Escrib. edición de 1790, dice: «Y para extirpar la duda de si el que lo autorizó (el instrumento) es o no escribano, conviene que se compruebe -84- o legalice por dos o tres que den fe, no sólo de que es legal y fidedigno, sino de

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que la firma (prescindamos del signo) puesta en él es suya propia y la que acostumbra hacer... sin que baste decir que es escribano fiel y legal; porque puede serlo, y el instrumento, signo y firma suplantados». El documento de fojas primera, comprobante de la adjudicación hecha en el demandador, aunque contiene que la certificación de que Rodríguez es notario, no comprende la otra esencial relativa a la firma. La escritura de cesión, fs. 12, carece de toda formalidad, y el documento de fs. 15 tampoco dice nada del notario y menos de la firma que acostumbra; por manera que estas piezas, encaminadas todas a aparejar la ejecución, porque es claro que sin ellas no habría bastado la de fs. 6, valen tanto como si no se hubiesen presentado; y si nada valen para la ejecución, es también claro que no ha podido revocarse el auto del inferior.

Fijemos ahora otros antecedentes para otra conclusión relacionada también con las doctrinas citadas. Sabe V. E., que un instrumento que encierra alguna condición, por revestido que esté de todas las formas ejecutivas, no trae sin embargo aparejada ejecución, si el demandante al presentarlo no presenta igualmente la prueba de estar cumplida la condición; sabe también que tampoco la trae un instrumento público o privado que se remite a otro, si previamente no se hace constar que éste es asimismo de carácter ejecutivo, lo cual ha de demostrarse, bien insertándose en aquél o por separado; y sabe, en fin, que en todos los casos de ejemplos semejantes y que abundan en la práctica, debe el ejecutante acompañar al instrumento con que quiere ejecutar otro u otros que acrediten la pureza de su procedencia, el cumplimiento de algunas formalidades o la existencia real de un hecho, en cuyo supuesto únicamente se haría ejecutable aquel instrumento. Pues bien: se nos asegura que en Nueva Granada son ejecutables los instrumentos públicos aunque carezcan de signo y aunque las copias se den en traslado o por concuerda; pero como no le toca al juez ni toca al demandado conocer la legislación -85- de todos los pueblos de la tierra ni la de un solo extraño en particular, porque esto no comprende sino a los que quieran escribir sobre esta materia, cumple al ejecutante, al que asegura tal modo de proceder en tierra extranjera, acreditar que en la nación vecina basta celebrarse un documento ante un notario que no usa de símbolo ninguno ni fijarse en el sentido legal de las palabras, registro original y traslado, para que este documento preste un mérito ejecutivo que no lo tendría entre nosotros. El día menos pensado puede presentarse en el Ecuador un egipcio con un documento celebrado en El Cairo por un ecuatoriano u otro residente en nuestra nación, y pedir que, siendo ejecutable según las formas establecidas y acostumbradas allá, se ejecute también aquí, como un documento privado y no reconocido, por ejemplo; y estoy cierto que el señor Bustamante, amparador de la doctrina contraria, no se expondría a librar la ejecución, si ese egipcio no hubiera acompañado al documento la prueba cabal de que las formas externas con que debió investirlo están limitadas en El Cairo a la simple letra o pagaré del obligado para tenerlo por ejecutable. De que la controversia rueda al presente con un ciudadano de la nación vecina, y de que las relaciones y constante comunicación del Ecuador y Nueva Granada nos han puesto en la potencia de conocer las leyes de ésta, no podemos establecer el principio, por demás arriesgado, de que le basta al juez el conocimiento privado de las leyes extranjeras, para obrar con arreglo a ellas, cuando no consta en autos que realmente obran del modo que se asegura por el interesado.

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Las leyes, los principios, las doctrinas no han de aplicarse para tal o cual caso particular, y si imperan tienen que imperar para todos los casos comunes del comercio de la vida. Si esta verdad es incontrovertible, no hallo cómo se descartaría la Excma. Corte Superior de los embarazos en que entraría al examinar si ese documento otorgado en El Cairo está o no, en cuanto a las formas externas arreglado a las leyes de tal país para librar una ejecución, si no constase por medio de otra -86- prueba, que realmente está celebrado conforme a dichas formas.

No quiero importunar a V. E. discurriendo acerca de los principios establecidos por el derecho público, sobre si un documento otorgado en nación extranjera y que en ésta tiene el carácter de público, ha de tenerla también en otra donde no sería tal, ni quiero importunar con esa trillada erudición de que gustan hacer alarde los jóvenes. Pero llamo la atención de V. E. hacia el parecer de uno de los miembros de que se compone la Excma. Corte Suprema, manifestado como escritor público en la obra La ilustración del derecho civil español de don Juan Sala, obra aceptada en la República y que sirve de texto para la enseñanza de la jurisprudencia. Tan respetable opinión corre en el N.º 8.º del título 14, libro 3.º del tomo 2.º, y como la obra es también de consulta para V. E. y la tiene en el Tribunal, sólo insertaré traducida la nota de Wherever, uno de los autores en que se ha apoyado nuestro compatriota. Dice así: «Cuando de la naturaleza del mismo contrato, o de las leyes del lugar en que se ha celebrado o de la expresa intención de las partes constase que ha de ejecutarse en otra nación, todo lo que concierne a su ejecución debe determinarse por las leyes de ésta. Así pues, los escritores que afirman deben entenderse esta excepción a cuanto mira a la naturaleza, validez e interpretación del contrato, han errado al suponer que los autores no están de acuerdo con esta materia; porque ellos (si se examina con prolijidad) establecen la distinción entre lo que se refiere a la validez e interpretación, y lo que se refiere a la ejecución del contrato. Según el uso de las naciones, lo primero debe determinarse por la lex loci contractus, y lo último por las leyes del lugar en que ha de ejecutarse. Como cada uno de los soberanos tiene el derecho de arreglar los procedimientos de sus Cortes de Justicia, la lex loci contractus de otra nación no puede aplicarse a los casos en que debe determinarse por la lex fori de aquella en que se quiera llevar a cabo el contrato. Así, cuando se pretende dar fuerza a un contrato celebrado en una nación, o se presenta como incidente -87- en un pleito que se agita entre los Tribunales de Justicia de otra, todo lo que se refiere a las formas del procedimiento, pruebas, imitación o prescripción debe determinarse por las leyes del Estado en que se ventila dicho pleito, y no por las del Estado donde fue celebrado el contrato».

Puede ser que Ferrater, el publicista citado por la Corte Superior, tenga una gran autoridad entre los sabios, pero la doctrina de Wherever está conforme con la de cuantos autores acreditados conocemos, y conforme también con la de todos los prácticos, y hasta con la del Código Civil.

Tiempo es ya de que toque un punto de los más espinosos que ha consignado la Corte Superior, y que si queda establecido con la confirmación de V. E. lo que no debo ni puedo esperar, quedará en tierra nuestra legislación

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y en el suelo las fórmulas que aseguran los actos más importantes del hombre. Quieren, Excmo. Señor, que tratándose de materias legales, prevalezca el lenguaje usual y común sobre el lenguaje legal; que lo que en el foro ha significado siempre una cosa determinada signifique otra; y que el sentido filosófico se aplique a lo que la ley exige por forma, como si también ésta no estuviera apoyada en otro sentido filosófico. Quiérese que la voz traslado, que en el lenguaje común significa la copia sacada fielmente de un original, equivalga a lo que en lenguaje de las leyes es la copia sacada, no del original o primera copia, sino del protocolo o matriz. Todos saben que lo que en el lenguaje común se llama original, en el legal es matriz, protocolo o registro; lo que en el primero traslado, en el segundo original; y lo que en el primero segunda copia o copia de copia, en el segundo traslado. ¡Cuántas diferencia! ¡Qué significaciones tan diversas y tal vez hasta contrarias! Pero se dice que las palabras no pueden desnaturalizar la esencia de las cosas, y que habiéndose dado la copia del mismo protocolo, no puede considerarse como traslado sino como original, en cuyo concepto el notario granadino, con cambiar puramente las voces, no ha cambiado -88- por ello los frenos. Todo esto puede ser muy racional, muy gramatical, muy filosófico, y sin embargo no es legal y cuanto se diga en tales sentidos, por ameno y seductor que sea, tiene que rendirse a la ceguedad de las leyes y a la fría gravedad de las doctrinas. Así, el seco y grave Febrero en el N.º 28, So, capítulo y libro citado, hablando de los documentos que traen o no aparejada ejecución dice: «Y lo segundo que sin embargo de que todas las copias dadas por el Escribano que autorizó el protocolo, son originales, y hacen plena fe y prueba para la vía ordinaria, y de las que de por sí mismo sin decreto judicial y citación de parte (éste es el caso de la escritura fs. 6, con que se ha aparejado la ejecución), no debe dar más que una, ésta sola es la original y la que trae aparejada ejecución: no obstante si se haya dado por concuerda con el protocolo o con otra palabra equivalente (véase que no hay equivalencias en esta materia), aunque sea en el mismo día del otorgamiento... (siguen otros requisitos que no son del caso, y la transcripción de la ley de partida en que se funda), no se tendrá en estos reinos de Castilla en que rige la ley inserta, ni estimará por la original y primera, que es la que tiene el vigor ejecutivo». En el mismo sentido se explican más o menos, Bolaños, Salas y Escriche, y con decir que estos autores lo afirman así, dicho se está que cuantos prácticos se han contraído a esta materia opinan del propio modo. No es, pues, solamente a la esencia de las cosas a que debe atenderse, cuando la ley ha impuesto ciertas fórmulas, sino a una y otra juntamente. ¿Por qué? Porque la primera se encamina tan sólo al principio universal de dar a cada uno lo que es suyo, y las segundas al modo de darlo, al tiempo en que debe darlo, a las modificaciones con que puede o debe darlo.

Si pesa sobre mí desde hace doce años una escritura pública de obligación, por la cual soy deudor de una cantidad de pesos, la esencia de la cuestión para el juez ante quien se agita, consiste en mandar que yo pague, y sin embargo no podría condenarme ejecutiva sino ordinariamente. Si a un documento simple le hubieren -89- dado los otorgantes, la denominación de escritura pública, poniendo cuantas cláusulas se estilan, no porque se llame tal ni porque su esencia consista en el cumplimiento de lo pactado, había de valer lo mismo que un instrumento público. Si yo denuncio un delito, pero no lo acuso, aunque la esencia consista en castigar al culpado, los efectos respecto del denunciante

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serían diversos en cuanto al acusador; y todo esto prueba que las palabras, el modo, la forma, tienen un valor propio en el sentido legal, y que no le es dado al juez apartarse de su significación; porque, en ciertos casos, aun vendría a comprometer esa misma esencia de las cosas. La primera regla de interpretación que ha establecido el Código Civil en su art. 18 es que cuando el sentido de la ley es claro, no se desatienda su sentido literal, a pretexto de consultar su espíritu, como si dijéramos; en nuestro caso, a pretexto de que, aun cuando el Notario llamó a la escritura traslado, no es sino original, porque siempre fue sacada de la matriz. La segunda regla de interpretación es que las palabras de la ley han de entenderse en su sentido natural y obvio; pero que cuando el mismo legislador las ha definido expresamente para ciertas materias, ha de darse en estas su significado legal. La jurisprudencia, como todas las ciencias, tiene también su tecnicismo particular, y nunca se ha llamado, en esa materia traslado a la copia original, y nunca, nunca se ha aparejado tampoco una ejecución con las escrituras presentadas por concuerda, fuera o no equivocación del que las dio, fueran o no copias de la matriz. El uso común y la gramática no pueden explicar ni la mente de las leyes ni cambiar el sentido de las palabras, en materias legales, y arbitrarios han sido los señores Ministros del Tribunal, para exponerse a interpretarlos desentendiéndose de las reglas que dejo citadas.

No sólo se controvierte un punto de interés particular sino otro muy conexionado con el público y con la honra de la nación, otros fueros vendrían a menoscabarse, cediendo a extrañas formas que ni guardan consonancia con la razón ni con la práctica de otros pueblos civilizados. La Nueva Granada, en su prurito de sepultar -90- todo lo que llama vetusto, y en mover y remover todo lo viejo para aparecer como reformadora o fundadora de doctrinas nuevas, no es ciertamente la que puede señalarnos la senda por donde debamos caminar en materias de jurisprudencia. Aun en política, en que se considera más adelantada que otras de sus hermanas, ha dado pasos tan avanzados, que, si no la tiene arrepentida, tiene escandalizados a otros pueblos con los tristes ejemplos que está dando. ¿Cómo, pues, aceptarían los tribunales del Ecuador una cartilla de jurisprudencia extraña con agravio de los principios del derecho público, y de los principios del derecho práctico, sostenido y seguido desde que Roma dictó sus leyes al mundo, y sostenido y seguido por el Derecho español, cuya sabiduría en este ramo ha sido confesada aun por las naciones sus rivales? ¿Cómo aceptamos acá, donde procedemos con más tiento y pulso una novación que sin duda peca de la misma ligereza con que han obrado en otras materias? ¿Cómo tendremos fe en el empleado que ni tiene símbolo con qué autorizar sus actos públicos, ni reglas para dar una copia ni fijeza en el sentido legal de las palabras? Las fórmulas constituyen, diremos así, la librea de la jurisprudencia, le dan imagen y revisten a sus actos de ese respeto con el cual se rinde el hombre a la obediencia.

Toca, pues, a V. E. desechar una doctrina que, si llega a seguirse y propagarse, vendría a comprometer después nuestros procedimientos judiciales, apreciados hasta hoy como los mejores de las Repúblicas Americanas; y toca a V. E. como a representante del poder contra el cual pesaría más directamente esta materia, atajar en tiempo los pasos extraviados, de los tribunales inferiores, revocando al efecto el auto del cual he recurrido.

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-91-

Doctor Pablo Herrera

Alegato en el juicio seguido entre los herederos y albaceas de Juan Aguilera, por dinero

1863

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Excmo. Señor:

Pablo Herrera, apoderado de la señora Josefa Ordóñez, en autos con el señor José Mariano Valdivieso que litiga en nombre de los menores Miguel y Emilia Rodríguez, Juana Maldonado y Rosa Ramírez, sobre cantidad de pesos, formalizando el recurso de nulidad y tercera instancia, digo: que son tan claras las violaciones de la ley cometidas en esta causa que poco se necesita para conocer la nulidad del proceso y la injusticia de la sentencia recurrida.

En efecto, se demanda la solución de un legado, pero no a la persona que debe hacer el pago sino al cabezalero, y lo que es aún más notable ese legado lo exigen los que jamás pudieron ser legatarios, y lo exigen en una cantidad mayor de la que puede cubrir el haber liquido de la herencia. Pretensiones de tal naturaleza no solamente son temerarias sino absurdas y escandalosas.

El señor Juan Aguilera dispuso en una cláusula de su testamento que sus albaceas, liquidando la cuenta -94- que tenía con los señores Martínez y Molestina, completaran con lo más bien parado de sus bienes, la suma de trece mil pesos a fin de que sólo un albacea, el doctor Vicente León, la entregara en vía de legado, a los individuos que constaban en la lista o papel privado que aparece a fs. 11 del primer cuaderno. En ese mismo testamento se dejan otras mandas, se previenen restituciones, se declaran deudas y se instituye un heredero universal. Sin embargo, la acción se entabla no contra ese heredero, sino contra ambos albaceas, apartándose aun de la voluntad del testador que encargó sólo a uno de ellos la ejecución del legado, y sobreponiéndose a las disposiciones de la ley, y a la práctica constantemente observada.

Es verdad que el testador dijo que los legatarios podían ejecutar al albacea judicial o extrajudicialmente en el caso de no cumplir lo dispuesto en el testamento; pero esa especie de autorización es ilegal, porque altera las disposiciones del derecho, invierte una de las bases fundamentales de los procedimientos jurídicos y ataca una de las más importantes prerrogativas del

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heredero, cual es la de pagar o no el legado. La voluntad del testador es inviolable; pero esta inviolabilidad tiene sus límites en los preceptos de la ley, y no puede hacer honesto lo que es torpe, ni dar valor a lo que es ipso jure nulo; no puede apartarse de las formas especiales que las mismas leyes establecen, ni modificar o reformar las disposiciones de la ley, porque el testador no tiene potestad legislativa y porque de otra suerte la sociedad fuera un caos, sin principios, sin reglas fijas y sin derechos reales.

En todo legado hay una deuda, y las deudas jamás paga el albacea sino el heredero.

Todo legado produce deberes y derechos, correlativos entre el heredero y legatario, y si éste puede entablar la acción que le corresponda, también aquel puede oponer excepciones legítimas, y gozar en ciertos casos de beneficios inapreciables. Los prácticos, por ejemplo, enseñan que la disposición de la ley 18, título 9 parte 6, -95- ofrece una prueba de que en los casos de duda la presunción está siempre a favor del heredero.

Para pagar un legado es menester tomar los bienes de la testamentaría, o demandarla judicialmente; y ni uno ni otro puede hacer el albacea, porque no está autorizado para lo primero y para lo segundo lo prohíbe expresamente la ley 4, título 10, parte 6.ª, excepto en los cuatro casos que ella misma señala, y de los cuales ninguno conviene a la presente cuestión.

Éstas son, pues razones poderosas por las cuales siempre se ha demandado al heredero y no al testamentario para el cumplimiento de los legados, y ésta es la doctrina constantemente admitida por los escritores de jurisprudencia. Antonio Gómez (Variar, tomo I, capítulo 12), enseña que el heredero está obligado a pagar el legado, como lo está a pagar las deudas contraídas por el difunto, y luego hablando de la prohibición que tienen los ejecutores testamentarios de tomar los bienes de las testamentarías, darlos en pago o venderlos, dice: «tales ejecutores non possunt propia autoritate capere bona hereditaria & illa vendere vel solvere».

Sobre todo, la ley 5, título 9, parte 6.ª, impone al heredero el deber de cumplir las mandas o legados por estas terminantes palabras: «Todo heredero es tenido de cumplir las mandas de aquel cuyos bienes hereda». La ley 38 del mismo título y partida previene que el juez de la causa puede conceder un plazo al heredero para que entregue la cosa legada, a no ser que éste opusiere alguna excepción legítima; lo que patentiza que la demanda debe entablarse contra este heredero y no contra el albacea.

Esto supuesto, la actual demanda ha debido proponerse, no contra el doctor Vicente León y la señora Josefa Ordóñez, que son los albaceas de Juan Aguilera, sino contra José María Aguilera, heredero universal instituido en la cláusula del testamento. No dejaron de conocer esto los actores y por esto pidieron que se le notificara con una de las providencias judiciales; pero no -96- fue citado con el escrito de demanda, con el nombramiento de asesor, ni para la publicación de probanzas, sino solamente con el auto que recibe la causa a prueba y con la sentencia definitiva. Hay pues nulidad en el proceso y

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una nulidad sustancial e improrrogable.

El doctor Vicente León ha creído, es verdad, que él es heredero fiduciario; pero éste es un error demostrado por el mismo testamento; no es más que albacea y por consiguiente no pudo él sino el heredero responder la demanda de los legatarios. También la causa es nula porque José Mariana Valdivieso ha gestionado en calidad de curador ad-litem de los menores Miguel y Emilia Rodríguez, Juana Maldonado y Rosa Ramírez, sin que en los autos conste el discernimiento por el que recibe del juez el poder legal para representar a los huérfanos. La falta de este título es como la de poder en el apoderado o procurador, y produce por consiguiente la falta de personería legítima.

Por otra parte, la sentencia recurrida no está apoyada en fundamentos legales; pues el legado mismo es insostenible y además los considerandos carecen de justicia y verdad.

Las declaraciones de testigos y la del doctor Vicente León, que debió saberlo por cuanto mereció la particular confianza del testador, manifiestan la procedencia de esos legatarios. Ellos no han sido hábiles para recibir alimentos, y mucho menos para recibir una manda tan cuantiosa como aquella de que se trata. Es un principio de derecho que no puede ser legatario el que no puede ser instituido heredero; ahora bien el hijo de punible y dañado ayuntamiento no puede ser instituido heredero, luego los menores por quienes litiga José Mariana Valdivieso, no han podido recibir la manda que solicitan.

La prohibición de dejar legados a personas que no pueden heredar o que no han sido agraciadas sino por las torpes relaciones que tenían con el testador, no solamente ha existido en la antigua legislación española, sino en todos los pueblos civilizados de la tierra; pues la justicia -97- tiene por base la moral, o como se expresa el célebre jurisconsulto francés, M. Cochin: «La justicia que ha sido establecida no solamente para defender los intereses individuales, sino para mantener la honestidad, se ha pronunciado siempre contra disposiciones de esta naturaleza y que no son más que el fruto de disipaciones vergonzosas». Así es que en Francia se han declarado nulos los legados de esta especie a los que se han dejado a personas con quienes el testador tenía ilícitas relaciones. Tal es, por ejemplo el que dejó el Marqués de Beon, siendo casado, a la señora Gardel.

Dirase que esta excepción compete al heredero; más aún en esta hipótesis, la demanda debió proponerse contra éste, a fin de que haga uso de las excepciones que puedan favorecerle y al hacer lo contrario se ha pretendido tal vez maliciosamente frustrar las disposiciones de la ley; y en todo caso hay nulidad por no ser parte el demandado.

Se ha alegado que no puede darse a los legatarios el calificativo arriba enunciado, porque el testador no los ha reconocido como tales; mas éste es un sofisma tan ridículo que no merece contestación. Sólo puede reconocerse a los hijos naturales, y no a los espurios; de otra suerte la ley y los juzgados consagrarían en cierto modo lo que por su naturaleza es torpe.

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La hijuela divisoria patentiza que para el pago del legado sólo quedan 7.927 pesos; y no obstante se piden 13.000. Esta exigencia es injusta porque el heredero no puede dar más de lo que importa el haber líquido que dejó el testador. Don Joaquín Romero y Ginzo (Sala novis, libro 2, título 6.º y 3.º) enseña que son de ningún valor los legados cuando el testador deja más de lo que cabe en la parte de bienes de que podía disponer. «En este caso dicen comúnmente los autores, añade, que los legatarios deben sufrir rebaja a proporción en sus legados, sin que los nombrados primero sean preferidos por suponerse, y con mucho fundamento que el testador, una vez que legó a todos, lo hizo con afecto igual y con igual deseo de que llevasen sus legados». Cevallos (question -98- pract., c. 103) sostiene la misma doctrina y dice, hablando de este caso: «Legataria prorata consequuntur legata si hereditas non sit solvendo».

Se dice que la falta de bienes proviene de haberse hecho otros pagos, de haberse adjudicado a la viuda algunos fundos por su precio ínfimo, y de haberse omitido la venta de ellos. Pero estos fundamentos carecen hasta de razón aparente. El legado no pudo dejar el testador sino de sus propios bienes y no son suyos la mitad de los gananciales ni las sumas a que ascienden las deudas. Los 12.000 pesos destinados para el nuevo reconocimiento de los censos redimidos no podían aplicarse a otro objeto que el de la restitución por ser éste un deber de conciencia. Esta inversión debió pues, hacerse de una manera inviolable. El legado de una huerta es específico, pues el valor que se le señala es en vía de demostración, como dicen los escritores de derecho, y el legado específico es de mejor derecho que el de cantidad.

Los instrumentos de adquisición que en el término se han presentado por la viuda, demuestran que no era ínfimo el valor de los fundos que se le adjudicaron sino el que realmente tenían. Sobre todo, el heredero y no el legatario era el único que podía haber objetado la tasación de esos fondos, pues este legatario lo más que puede hacer es reclamar los bienes ocultados, pero no es parte en los inventarios y tasación ni en la hijuela divisoria. En estos actos sólo intervienen los herederos y el cónyuge sobreviviente. Así carece de peso la observación de que los legatarios no han concurrido a la tasación de inventarios ni han aprobado la hijuela divisoria; al contrario su concurrencia habría sido extraña e ilegal. La venta de los fundos tampoco puede hacerse sino en los casos señalados por la ley, y no es uno de ellos el pago del legado, porque el legatario no debe percibir mayor suma cuando sube el valor de la herencia. Si hay más sólo lleva la cantidad expresada en el legado, y si hay menos percibe únicamente lo que existe y lo que pudo dejársele sin perjudicar el derecho de heredero. El testador, Juan Aguilera, tampoco ha mandado en su testamento -99- que se vendan sus fundos; y si es verdad que en el pale simple de fs. 11 previene que al albacea para cumplir el legado venda uno de esos fundos, esta disposición no tiene el valor de una cláusula testamental, es como si no existiera, puesto que se halla en un papel simple y tan incoherente que apenas puede comprenderse el sentido de sus frases; y lo que aun es más notable, el autor de esta especie de minuta o lista como él lo llama, sólo ha manifestado el deseo de que se venda uno de sus fundos, y no todo como ha querido el tribunal de segunda instancia.

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No será por demás notar la conducta poco legal que ha observado la Corte Superior de Cuenca, al disponer que un Ministro justamente impedido concurriese a la relación y al pronunciamiento de la sentencia. Él dijo que era acreedor a la testamentaría, aunque por otra parte era también deudor por el precio de algunos artículos tomados de la tienda de comercio de Juan Aguilera, y que no se había hecho arreglo alguno con la testamentaría sobre estos créditos. Resulta, pues, que el ministro doctor Antonio Mancilla no pudo, sin allanamiento de las partes, intervenir como juez en el juicio de segunda instancia. Mas el Tribunal Superior, sin conocimiento de causa, sin oír a los interesados y sin ser el juez competente, ha declarado compensados los créditos y expedido al Ministro impedido para el conocimiento de la presente causa. Por lo expuesto, y lo más favorable de autos que reproduzco, a V. E. pido se sirva declarar nula la causa, o revocar la sentencia recurrida, por ser así de justicia que imploro, &.

-[100]- -101-

Doctor Manuel Bustamante

Alegato en el juicio seguido entre los herederos y albaceas de Juan Aguilera, por dinero

1863

-[102]- -103-

Excmo. Señor:

Manuel Bustamante, apoderado del curador ad-litem de los menores Miguel y Emilia Rodríguez y Juana Maldonado y de Teresa Ramírez, madre de Rosa, en contestación a la formalización del recurso de tercera instancia del representante de la señora Josefa Ordóñez en el juicio por cantidad de pesos, digo a V. E.: que aunque los tribunales y los profesores en ejercicio estamos acostumbrados a ver litigios injustos, algunos nos causan mayor sorpresa y sentimiento, ora porque son temerarios al extremo, ora porque refluyen en perjuicio de personas infelices que carecen de todo amparo, y sólo cuentan con exiguos recursos dejados por personas piadosas o en fuerza de deberes de conciencia y de ley. Al privárseles de este socorro sin la menor razón, se les condena a la miseria y de ésta a los vicios la transición es fácil y las más veces inevitable, mucho más con mujeres que por su sexo son plantas parásitas que se sustentan con la sabia de otro tronco. Sin ninguna violencia son aplicables estos principios al litis presente, en el que -104- se intenta quebrantar un testamento legal y solemne, despojar a los beneficiados de su haber,

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convertirse los albaceas en jueces de su disposición, en vez de hacer el simple y obligatorio papel de ejecutores, y favorecer por sí y ante sí a unos legatarios con daño y el patrimonio de otros. El expediente, aunque abultado por la acumulación de tantas piezas inconducentes, no abraza cuestiones intrincadas de derecho, ni sucesos de difícil investigación. Sin mayor esfuerzo les voy a poner en su verdadero punto de vista, y hacer resaltar lo escandaloso del procedimiento de los cabezaleros de Juan Aguilera para con mis protegidos, a la par que el tino y la conciencia jurídica que sirven de sello a las dos sentencias.

El referido Aguilera murió en Cuenca en 1852, y en su testamento, que adquirió el carácter de escritura pública por resolución judicial, dejó varios legados a su albedrío; porque en su matrimonio con la señora Josefa Ordóñez no adquirió hijos, y no tuvo herederos forzosos. En la cláusula primera declaró que en poder de los señores Martínez y Molestina de Guayaquil, conservaba una suma considerable en metálico, y dispuso que descubrimiento su montamiento mediante una liquidación practicada con sus albaceas, de lo más bien parado de sus bienes, completen sobre esa existencia la cantidad de 13.000 pesos, manteniéndose con seguridad y al interés del cinco por ciento anual, para que el cabezalero a quien dejó una lista firmada por él, cumpla con exactitud con lo que en ella le preceptuaba. Declaró asimismo que la lista era duplicada, quedando el otro ejemplar a cargo de los interesados, para que en caso de demora, inexactitud o cualquier otro motivo le obliguen a cumplir su tenor judicial o extrajudicialmente, a cuyo efecto era su voluntad que esa lista duplicada tenga toda la fuerza y el valor necesario en juicio. Últimamente dijo que esa disposición la daba en descargo de su conciencia, y por lo mismo mandó que sea observada con exactitud, por ser su voluntad fijada en la necesidad de obrar así.

El contenido de la cláusula mencionada hace tocar romo con la mano el desempeño religioso y recomendado -105- de un deber natural y civil en provecho de unos individuos que le pertenecían muy de cerca. Y puesto que los albaceas, doctor Vicente León y la señora Ordóñez, han descubierto en el giro de la causa que eran hijos adulterinos de Aguilera, y que conviene sacar a luz su origen, preciso es fijar este hecho en demostración de que las cuotas asignadas a cada uno, no envuelven un legado gracioso, sino obligatorio y alimenticio, puesto que a todo padre le cumple sostener la vida a quien la dio bien o mal, y contribuir al vestuario y educación. Los códigos de todas las naciones, aun las menos cultas del globo, han consagrado tal obligación inspirada por la naturaleza y respetada aun por los animales. Adelanto estas reflexiones para en su lugar refutar con su auxilio las argucias de postergación en el pago que han invocado los coligantes, frustrando en gran parte el de los menores, y me traslado a buscar y analizar la lista a que se refiere el fideicomiso.

La encuentro a fojas 11 y 48 de puño y letra de Aguilera y suscrita por él. El un tanto lo exhibieron los reclamantes en apoyo de la demanda, y el otro el albacea doctor León, asegurando en su absolución que no lo recibió del testador, sino que lo halló entre sus papeles de la tienda a los dos o tres días de su fallecimiento que lo fue a buscar por sus instrucciones en asocio del deán

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doctor Miguel Rodríguez y del ex-escribano Mariano Moreno, estando en pliego cerrado y sellado, y siendo con pequeña diferencia igual al que han presentado los legatarios. La autenticidad de la instrucción sobre estar confesada por el absolvente, para quien fue negada, y no ser contradicha por la co-albacea Ordóñez, resulta de la comprobación de los calígrafos Domingo Ochoa y Mauricio Garzón, y según su juicio ambos son escritos y firmados por Aguilera. Veamos ahora qué contiene la lista duplicada.

Reiterando la orden de que su albacea tome los... 13.000 pesos en dinero efectivo, los invirtió del modo siguiente: 2.000 pesos a Emilia Rodríguez, 2.000 pesos a Miguel del mismo apellido, 1.000 a Juana Maldonado, y -106- otros tantos al hijo o hija de Teresa Ramírez, que estaba por nacer, y es Rosa. Aunque el resto se aplicó a otros individuos, como yo no les represento, ni se ha demandado sus porciones, me abstengo de expresarlo. Puestas las sumas en poder de Martínez al 5%, quiso que sus intereses sirvieran para su educación, dándose a los mayores sus partes, y vendiendo sus albaceas uno de sus fundos para el cumplimiento de esta disposición llegado el año. Si alguno de sus testamentarios tratase de entorpecer su mandato, dispuso que sea enjuiciado a su costa hasta que lo ejecute, prohibiéndoles la inquisición de la inversión de los 13.000 pesos y repitiendo el precepto de la venta del fundo.

La expresada lista forma parte del testamento, haciendo el complemento de la cláusula 10, y su contexto es muy obvio y no ofrece la menor contradicción, ni duda si se examina sin parcialidad. Tan satisfechos estaban los legatarios de la seguridad de sus asignaciones, que aguardaban se les entregara al vencimiento del año a los señores Martínez y Molestina la suma restante al ajuste de los 13.000 pesos para principiar a percibir sus réditos y auxiliarse en sus necesidades. Mas su desengaño fue inmediato, porque vieron correr el tiempo con absoluto desentendimiento de este particular, cubrir otros legados posteriores, apoderarse la viuda de las haciendas, tomar otras cantidades el albacea doctor León, y finalmente distribuir los bienes de Aguilera con exclusión de los hijos, llevando la arbitrariedad al punto de sacar parte del fondo de la casa de los señores Molestina y Martínez contra terminante prohibición del testador.

Cansados de tanto sufrimiento, e impelidos de sus necesidades, ocurrieron al juez con esos recaudos contra los albaceas y contestaron la demanda separadamente. El doctor León después de un preámbulo impertinente, contraído a amenazar a los menores con la querella de inoficioso testamento, por no haber dejado los bienes Aguilera a los parientes colaterales, y de evadirse con miserables efugios para haber negado a los legatarios la entrega de los 13.000 pesos, alegó insuficiencia de bienes, -107- confesando al mismo tiempo que la testamentaría de Aguilera pasó de 70.000 pesos, según los inventarios. Peregrina contradicción que revela poca buena fe, y confirma más y más cuanto voy exponiendo contra el manejo abusivo y hasta cruel de los mansesores contra los infelices huérfanos; porque de los sesenta mil pesos del fondo no se han podido extraer los 13.000 que eran de preferente deducción observando puntualmente la voluntad del testador, única y suprema ley en la materia. Y si no hubo dinero para completar la suma destinada sobre lo que debían los señores Martínez y Molestina, cuya liquidación no se ha enseñado,

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les tocó vender para ello uno de los fundos de la mortuoria, como lo prescribió su dueño expresamente.

Por segunda disculpa da su culpa en el mal desempeño del albaceazgo, asegurando que no se considera responsable, sino por lo que ha entrado a su poder, y que habiendo entregado a la viuda y co-albacea casi todos los bienes raíces y muebles con obligación de pagar todo lo excedente a sus gananciales, con rédito a usanza pupilar, debía repetirse contra ella, puesto que no había llenado su obligación en los dos años que se comprometió, y que resultaron superfluas las reconvenciones que le hizo. Aquí descubrirá V. E. tres cosas: la negligencia del doctor León en cumplir el testamento, traicionando a sus obligaciones, pues si Aguilera hubiera tenido plena confianza en su mujer para reputarla capaz de plantear con religiosidad su voluntad, no le habría dado un compañero; la confesión tácita pero perceptible del derecho de los menores contra la testamentaría, sacando sí su bulto libre según su deseo; y la previsión de Aguilera en facultar a sus hijos tanto en el testamento cuanto en la lista o instrucción duplicada, para que de demorar el pronto ajuste de los trece mil pesos, por inexactitud o cualquier otro motivo, le obliguen a cumplir judicial o extrajudicialmente. ¡Cuán presto se verificó su temor, y cuán prudente y seguro anduvo en dejar el un tanto a la madre de uno de los beneficiados, con autorización de demandar si experimentaban resistencia o siquiera -108- retardo en la consignación del dinero declarando que el costo de un litis sería de cargo del albacea omiso!

Hay todavía una circunstancia agravantísima contra el doctor León, un cargo incontestable de su responsabilidad personal. El cumplimiento del fideicomiso lo fió Aguilera exclusivamente a él, sin participación de su consorte; porque en la cláusula décima se remite al albacea a quien le dejaba su comunicado, y en la absolución confiesa aquel sujeto que aunque el duplicado de la lista no lo recibió de su instituyente, lo buscó conforme a sus instrucciones en la tienda a los dos o tres días de su fallecimiento. Además en la respuesta al libelo de demanda dice el doctor León que si antes de ahora no ha visto la luz pública el contenido del fideicomiso de fs. 11, ha sido por no abusar de la confianza de su constituyente, dando lugar a que su hermana y sobrinos se querellasen de inoficioso testamento.

He aquí, Excelentísimo Señor, otra prueba inequívoca de que él y sólo él fue llamado a llevar a fin el mandato sobre los hijos. ¿Y por qué entonces descargarse con la señora Ordóñez? ¿Por qué desprenderse de una obligación individual, burlando de esta suerte la fe que le depositó su tío, dejar en descubierto a los huérfanos, entregar todos los bienes a la viuda, y exponerlos al sacrificio? ¿Quién lo facultó a esto, ni a señalarle dos años para pagar las deudas y legados? Así no se llena un deber sagrado, no se salva la conciencia del testador que le impulsó, como lo dice en su final voluntad, a protegerles con los 13.000 pesos, ni se legitima el 4% del albacea. Premio es este que se da por la ejecución del testamento en su totalidad, no por reducir el trabajo a lo más suave y menos comprometido.

En conclusión dice el doctor León que en esta parte coadyuva a la demanda contra la señora Ordóñez, quien con injusticia y suma culpabilidad retiene en

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su poder el principal e intereses. Si a esto hubiera limitado su defensa, no habría salido bien; pero al menos no se habría presentado inconsecuente y temerario hasta el extremo, como sucede comparando la contestación con su -109- alegato en primera instancia. Será por su corta edad que invoca para honrarse con el nombramiento de albacea de su tío, o por ser novel en la profesión del foro, como lo confiesa, que no ha conocido lo inconexo de varios de sus razonamientos con la esencia de la cuestión y que sostiene doctrinas antijurídicas y anatematizadas en nuestra jurisprudencia. Del primer género son sus disertaciones sobre inventarios solemnes y menos solemnes, sobre la innecesidad de hacerlos judiciales los de los bienes de Aguilera, y de citar a los legatarios, su título de ejecutor universal, fiduciario o fideicomisario, y otras parecidas. No se ha suscitado la controversia acerca de estos particulares, ni se le ha acusado de fraude en los inventarios, sin embargo de notarse la irregularidad de encargarse del papel de curador ad-litem del heredero voluntario, incompatible con el de albacea, por cuanto pudiera ocurrir el caso de tener éste que reclamar contra aquél por los mismos inventarios, tasados, &. El cargo se limita a no haber completado los 13.000 pesos previa liquidación de lo que debiera la casa de Guayaquil, vendiendo uno de los fundos, según lo previno el testador, para que durante la menor edad contaran los huérfanos con su rédito pupilar, ya que lejos de esto dispusieron los albaceas de ese fondo para emplearlo en otros pagos, según su confesión respondiendo a la quinta pregunta del interrogatorio de fs. 45. La solución que se ha dado es la expresión fiel de un despotismo consumado, el testimonio irrecusable de un desprecio a prueba del testamento, y una burla escandalosa de la acción de los menores.

Se arguye que el legado de los 13.000 pesos no es preferente a ningún otro, porque no contiene esta palabra; que otros son posteriores, y de consiguiente derogatorios del precedente, conforme a una regla de interpretación sobre leyes o disposiciones de carácter general; que de los legados ulteriores unos envuelven deudas, y otros tienen antelación por su naturaleza, estimada y sancionada por los albaceas; que la hijuela divisoria se halla hecha; y que según ella no hay sobrante para dar -110- a los hijos adúlteros más de lo poquísimo con que a gotas se les ha socorrido por la generosidad y espíritu filantrópico del doctor León, tratándoles de ingratos porque no reconocen tan remarcable servicio. Nueva irrisión a estos desgraciados, a quienes se mata de necesidad y se quiere tenerlos contentos. Esto me recuerda la anécdota de un malhechor que después de despojar a los transeúntes de lo que llevaban, les dijo: agradézcanme ustedes que no les quito la camisa y la vida de que hoy puedo disponer.

Ya se ha confesado que mis representados fueron hijos mal habidos de Aguilera; y siendo deber de los padres sostener a los hijos de cualquier origen, visto está que no forma un legado gracioso o espontáneo, sino obligatorio y legal, mucho más cuando todos eran menores al tiempo de la muerte del padre, y aun póstuma Rosa Ramírez, hija de Teresa. Aguilera reconoció y acató este deber sagrado, y por esto concluyó la cláusula diez con estas palabras que esta disposición la doy yen descargo de mi conciencia, y por lo mismo mando que sea observada con exactitud, por ser así mi voluntad fijada en la necesidad de obrar así. Agréguese el antecedente de ser la primera cláusula sobre legados, el

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precepto de venderse uno de sus fundos para cumplirse, la designación de un fondo determinado existente en la casa de Martínez y Molestina, y el contexto de la instrucción, y sólo un ciego de entendimiento negará la preferencia. Si bien no hay esta palabra, no es la única que expresa esta idea, siendo equivalentes otras muchas de que abunda nuestro idioma para expresar el mismo concepto. Tal es, a mi vez, la de lo más bien parado de mis bienes, como quien dijera de lo mejor, con predilección a cualquiera otra cosa. Hasta ahora no explica el doctor León por qué no vendió uno de los fundos de Aguilera para cubrir los 13.000 pesos, poniéndolo en subasta, lo mismo que los otros; pues dejó tres, Chigticai, Monjasguaico y Caguazcum, para buscar su mayor valor, y los adjudicó a menor precio a la viuda. Por favorecer a esta señora no debió inmolar a los menores, ni sobreponerse al testamento variándolo a su antojo.

-111-

La manda de los jóvenes Aguilera es en cierto modo específica, no genérica, atendida la definición que trae Febrero de unas y otras. Las primeras, dice, denotan individualmente la cosa legada, dando de ella tan terminantes y claras señales que no dejen duda. No fue una cantidad cualquiera la que se les señaló, sino lo que debían Martínez y Molestina, y el resto se pondría de la venta de uno de sus fundos, no de las casas, ni de sus alhajas, muebles, créditos activos, ni efectos de comercio. Se sostiene que el legado específico es preferente a cualquier otro, apoyándose en las L. C. 34 y 37, título 2.º partida 3.ª, y en la 1.ª, título 4.º, libro 5.º de la Recopilación Castellana. Las disposiciones de las partidas que se cita establecen los días de guarda en que no se puede demandar, y los feriados que se ponen por el común de un pueblo. La ley castellana trata de las solemnidades de los testigos y el testamento cupativo, y ni remotamente consigna la opinión que se invoca. Tampoco la encuentro en las L. L. del título 9.º, partida 6.ª, que hablan de mandas, y Febrero dice que en el legado específico el legatario adquiere el dominio de la manda desde la muerte del testador, pero no cita ninguna ley. Cierto es que participa de la naturaleza del legado específico el de 4.000 pesos al hijo adoptivo José María Aguilera en la cuadra del tejar; mas su cumplimiento no embarazaba el de los menores, porque cada uno tenía su fondo determinado, distinto e independiente del otro. ¿Y por qué han de ser preferentes las otras mandas de las cláusulas 12, 14 y 15 cuando no lo prescribió el testador, que pudo expresarlo si lo hubiera querido? ¿Por qué la una es en favor de una hermana, y las otras en favor de otras personas, y de algunos criados? No se puede leer sin indignación la tiránica clasificación que se hace para darles primacía sobre la de los trece mil pesos, so pretexto de la fraternidad de Josefa Aguilera, del parentesco de algunas agraciadas, lo que ni consta del testamento, y de que a Antonio León le dejó ciento cincuenta pesos en pago de sus servicios. Los hijos no han sido parientes del testador, más cercanos que la hermana -112- y sobrinos, ni de mayor consideración que los extraños y criados a juicio del albacea.

Por otra parte, a los cabezaleros no cumple en manera alguna erigirse en intérpretes, ni comentadores de la voluntad de su instituyente. En la hipótesis de encontrar ambigüedades o contradicciones, o de no alcanzar los bienes a llenar todos los legados o mejoras, deben ocurrir al juez, exponer sus razones

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con justificación de los hechos, y someterse enteramente a la resolución judicial librada con audiencia de los interesados. Obrar de otra suerte es quebrantar el testamento y cargar con toda responsabilidad, ostentando una parcialidad manifiesta que arroja diversas y desfavorables conjeturas.

Acerca del comunicado de los 12.000 pesos a cargo de uno de los albaceas con consejo e intervención del Deán de Cuenca, el finado doctor Miguel Rodríguez, no se sabe con seguridad su objeto para graduar la deuda de preferente deducción, porque no lo expresa la cláusula 11. Mas pasando por la escritura pública de nuevo reconocimiento que han hecho los dos encargados de sólo seis mil trescientos pesos, porque la viuda repugnó por su parte el cumplimiento de la cláusula en la otra mitad, observaré de paso que corresponde a la testamentaría el cobro de los réditos de la deuda fiscal, no satisfechos desde la fecha del traspaso hasta el día.

Dije antes que el doctor León por ser novel en la profesión sienta doctrinas ilegales y de anatema en nuestra jurisprudencia. Comienzo a demostrarle con el indigesto discurso sobre hijos de dañado ayuntamiento, como los adulterinos, su infamia de derecho y de hecho, la negativa a cobrar alimentos, prohibición de heredar al padre no siendo nombrados mis clientes con ese carácter y tantas otras inepcias de esta clase. El padre no tuvo herederos forzosos, y pudo disponer de su patrimonio a su agrado, como lo efectuó. No ha habido cuestión de nulidad de testamento en la sustancia, ni en la forma para que su cabezalero controvierta con derecho el legado, ni para colegir en el tribunal de su capricho la postergación en la solución en una de las mandas.

-113-

Otro de los disparates es la invocación en este caso de la regla de derecho posteriora derogant prioribus. Tiene lugar en las leyes o cualesquiera otras disposiciones que encierran contradicción o derogatoria ostensible; mas Aguilera no incurrió en ulterior variación de la manda de los 13.000 pesos. No lo dijo expresamente, ni dio otra inversión distinta a la deuda de Martínez y Molestina, ni al producto de uno de sus fundos, mandado vender para ajustar esa suma, de donde se pudiera deducir la revocación tácita. Y ni en este argumento ha sido feliz el doctor León, porque la consecuencia que fluya de tal máxima era el no darles nada a los huérfanos, menos ofrecerles la cantidad que tiene que refundir la viuda.

No es una hijuela divisoria una ejecutoria contra quien no la consiente, ni aprueba. Todo el que interesa en los bienes de una mortuoria tiene su acción expedita para dirigirse contra los albaceas o herederos antes y después de la partición si a la sombra de un error involuntario o de una combinación maquiavélica se trata de negarles lo que les toca. Puede asimismo impugnar los inventarios si están diminutos. Desconocer este derecho sería cerrar los ojos a la luz y patentar el fraude. En la presente causa ni el heredero José María Aguilera ha prestado su aprobación al plan de distribución; y si fuera del caso entrar en su examen, me encontraría con hartos materiales para rebatirlo por lo que de curiosidad la he leído. Aquestas razones constituyen uno de los fundamentos de la sentencia de segunda instancia a favor de mis defendidos, y

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creo que el heredero aprovechando de estos datos podrá mejorar su condición sin convenir en una hijuela gravosa. Muy trillado es el principio de que por regla general lo obrado entre unas personas no empece a otras, como se explica la ley 20, título 22, partida 3.ª, y nuestro caso no se comprende entre los de excepción que se registran en ella. Digo lo mismo respecto del laudo del árbitro nombrado por los albaceas y el heredero, que tantas veces se ha evocado de contrario, haciéndolo caballo de batalla contra los únicos legatarios que, siendo los predilectos del testador según la suma -114- que les asignó, se ven descubiertos en la mayor parte por no sé qué fatalidad.

La señora Ordóñez, mal aconsejada seguramente como mujer, ha consignado en su respuesta a la demanda excepciones mucho más triviales que su compañero, las cuales de suyo se desvanecen. No reconoce el mérito de la instrucción escrita y firmada por Aguilera, porque no está vaciada en el testamento, como si en él no se remitiera al comunicato fijando la suma, y el fondo de donde se había de tomar. Pone en duda la legitimidad de los demandantes, y sin acordarse o caer en cuenta de lo que se le hizo firmar por su defensor, la reconoce y confiesa en su absolución, respuesta primera, en consonancia con lo que absolvió el doctor León. Les disputa el reclamo al principal porque están en la minoridad, y sólo pueden pedir los réditos, cuando no es parte para esta oposición, y cuando la demanda fue para que se consignen los 13.000 pesos en la casa de Martínez, y empiecen a redituarles de conformidad con el mandato de Aguilera. Convirtiéndose en su ayo o no sé qué otra cosa superior, les exige la prueba de que no les basta lo poco que han tomado del doctor León para educarse, porque a esto debe limitarse la inversión de los intereses, no a los alimentos, ni al vestuario, sin discurrir esta pobre mujer que primero es vivir y vestirse que educarse. Por última defensión se evade con su co-albacea, a quien tocaba llenar el comunicato de su marido, y contra quien pide conminación judicial para que llene sus deberes sin más dilación, procurando concluir los arreglos de la testamentaría e instando por la hijuela divisoria. Paréceme algunas veces, Excelentísimo Señor, un complot ajustado entre los dos para cansar o reírse de los demandantes, excusándose el un albacea con el otro, pero reteniendo ambos lo ajeno, y presentándose con la misma mala fe. El doctor León coadyuva a la acción de los Aguileras contra la viuda, porque se ha llevado la mayor parte de los bienes, y no ha cubierto las deudas en el plazo de dos años que le dio, y esta señora acusa de abandono a aquél porque fue encargado del -115- comunicato, porque no agita los negocios, y porque no ha librado en su contra el alcance que tiene la testamentaría. Ridícula y reprensible pantomima la que han representado los ejecutores, mejor diré, los infractores de la voluntad de Aguilera.

Por lo demás, la señora Ordóñez ha repetido las mismas articulaciones del doctor León que quedan confutadas. A presencia de acción tan manifiesta y menospreciada en perjuicio de los huérfanos, cuya hambre devorante no ha estimulado a los albaceas a saciarla con lo que su padre les dio, y sólo se ha recordado para insultarles tratándoles de injustos, ¿qué debían hacer los jueces encargados de administrar justicia, y muy especialmente de la noble y humanitaria protección de los menores? Lo que han hecho comprendiendo su augusta misión, condenar a los cabezaleros al pago de los 13.000 pesos, en obsequio de todos los legatarios insolutos porque los cinco a quienes

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represento sólo tomarán por medio de su curador los seis mil pesos que les tocan, y el resto será para los otros agraciados. Digo por medio del curador, porque habiendo muerto Martínez cesa en esta parte el mandato del testador, y pueden fincar su capital a intereses donde cualquiera persona honrada con la conveniente seguridad.

Una declaratoria únicamente ha faltado a los fallos del juez municipal, y de la Corte Superior de Cuenca, y la reclamo. La condena de costa ha debido ser personal a los albaceas, ya porque así lo dispuso Aguilera en el evento de dar lugar a una demanda, ya porque lo prescribe la ley octava, título..., partida tercera, puesto que es pena, y es justo la sufra quien cometió el delito. La testamentaría es inocente, y no se debe gravar al heredero.

El consuelo desesperado del litigante derrotado es la nulidad del expediente que la busca con ansia para entretener la pérdida. No hay en esta causa, porque los motivos invocados últimamente en el escrito en que se formaliza el recurso actual son demasiado fútiles e inaceptables. Es lo primero que los albaceas no han debido -116- ser demandados, sino el heredero, aunque el testador haya dispuesto lo contrario, y que en caso de responsabilidad de aquellos tan sólo debió repetirse contra el doctor León designado para el arreglo de la manda por el mismo Aguilera. Aquí notará V. E. una abierta contradicción, respetando unas veces la voluntad del testador, y otras impugnándola, haciéndola valer para imponer la obligación al uno, y negándole la facultad para ambos. Este cargo abraza precisamente el reato de hacer cumplir lo que el testador ha ordenado en su testamento a otra última disposición, según la definición de Escriche, y entre otros nombres tiene el de fideicomisario porque en su fe y verdad dice la ley 1.ª, título 1.º, partida 6.ª: dejan y encomiendan los fazadores de los testamentos el fecho de sus ánimas. Las leyes siguientes detallan sus deberes, y la tercera impone a los testamentarios el deber de cumplir la voluntad del testador, y les prohíbe hacerlo a querer de aquellos. La 8.ª les hace perder la parte que tienen en el testamento cuando por malicia o descuido no cumplen las mandas siendo amonestados, como lo han sido en este caso.

Muy mal traída en la ley 4.ª del mismo título y partida que trata de los únicos casos en que los albaceas pueden demandar las cosas del difunto; porque el doctor León y la señora Ordóñez no necesitaban de esto para ajustar los 13.000 pesos a mis partes. Con liquidar la cuenta de lo que debían Martínez y Molestina, y vender uno de los fundos estaba reunida la suma. Por otra parte entre los dos sacaron el fondo de la casa de Guayaquil, y lo distribuyeron a su antojo; entre los dos se han repartido los bienes con adjudicaciones recíprocas, y ambos han faltado al precepto de Aguilera. Justo es que sean demandados, no el heredero que ni ha percibido esos fondos, ni se ha opuesto a la entrega de los 13.000 pesos, tanto más cuanto que los albaceas aún no rinden cuentas, ni se desprenden del manejo de la testamentaría. Hasta el Código Civil publicado después de la demanda autoriza al albacea a comparecer en juicio para llevar a efecto las disposiciones testamentarias con intervención del heredero presente, o del curador de la herencia -117- yacente. Éste es deber de los cabezaleros, no de los legatarios, y éstos piden la observancia del testamento en cuanto a ellos. Por último, no están haciendo de demandantes, sino de demandados, y la ley de partida que se invoca es inconducente.

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Valdivieso fue nombrado curador ad-litem de los menores y admitido por el juez. Aceptó y juró el carga, y tiene título legal para representarles en esta causa.

El señor ministro Mancilla se ha excusado por delicadeza, y según su exposición no es deudor a la testamentaría, porque se comenzó la una deuda con otra. Es por esto que nadie le ha requerido cobrándole, como él mismo lo asegura. Éste es el último asidero de la nulidad que hace el fuerte de la defensa contraria.

Recomendando al Supremo Tribunal el art. 4.º de la ley de marzo 22 de 1837 que declara inviolables las disposiciones del testador, y veda su conmutación con ningún pretexto, y que al albacea no le es dado impugnar el testamento, ni combatir sus mandatos, aun cuando sean en perjuicio de un tercero por corresponder este derecho a los herederos o parientes, suplico a V. E. se digne confirmar con costas el fallo recurrido por ser justo, y por no adolecer el expediente de nulidad. Imploro justicia y juro.

-[118]- -119-

Doctor José María Bustamante

Alegato presentado ante la Corte Suprema de Justicia, por el Dr. Bustamante, en el juicio seguido por José Santos contra Federico

Paredes, sobre nulidad de una partición

-[120]- -121-

Señor Ministro:

Uno de los argumentos principales, aducido por mis contendores y acogido en las sentencias de ambas instancias, es que el fallo que aprobó la partición de los bienes dejados por mi padre, señor Rafael Paredes, no ha causado ejecutoria, por habérselo dictado en un juicio de jurisdicción voluntaria.

Lo tengo dicho en la segunda instancia, y lo repito ahora, que, en el juicio de partición, el juez no ejerce únicamente jurisdicción voluntaria, porque en ese juicio son siempre diversos o contrapuestos los intereses de las personas que intervienen en él, o, en otros términos, cada parte representa distinto derecho. Además, según el art. 5.º del Código de enjuiciamiento en materia civil, la jurisdicción contenciosa se ejerce no sólo sobre las personas que, no estando de acuerdo entre sí, acuden al juez para que decida los puntos sobre que se hallan desacordes, sino que también sobre los asuntos en que están conformes las partes, pero que exigen resolución judicial para que se pueda

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obligar a una de ellas o a -122- entrambas. Luego, pues, si tratándose de una partición en que tienen intereses menores, exige la ley, para que ella surta efecto o sea obligatoria a todos los partícipes, que la apruebe el juez; está claro que éste, en el respectivo juicio, ejerce siempre, o aunque no haya controversia, la jurisdicción contenciosa; luego la sentencia que aprueba la partición pasa en autoridad de cosa juzgada, respecto de los que han figurado como parte; tanto más, cuanto que la disposición del art. 337 del citado Código es general, generalísima, o mejor dicho no hace diferencia alguna entre la sentencia dictada en el juicio de jurisdicción voluntaria y la que se expida en el de jurisdicción contenciosa. Y de todo esto proviene, sin duda, que este mismo Tribunal, en el fallo transcrito en mi alegato de fs. 79-83, consideró que la sentencia aprobatoria de la partición a que se alude en ese fallo, produjo el efecto de cosa juzgada.

Pero supongamos, sin consentirlo, que la sentencia que aprobó la partición de que se trata no hubiese causado ejecutoria; en este supuesto, la consecuencia natural y lógica, y aun legal, sería que esa sentencia no puede servir de obstáculo para que, acerca de dicha partición, se llene la formalidad que falta para que surta efecto; esto es, que se la apruebe oyendo previamente al defensor de menores; y que, por lo mismo, no es procedente declarar nulo todo lo hecho antes con las respectivas formalidades.

Por consiguiente, una de dos: o la precitada sentencia causó ejecutoria, y entonces mal ha podido demandarse la nulidad de la partición, por ser ya cosa juzgada; o si no la causó, el caso es sólo de que se haga lo indicado arriba. No hay cómo salir de esta disyuntiva.

Aparte de esto, no puede ser más contundente e irrefutable lo que se dice en el fallo de este Tribunal, a que me he referido, sobre que, atentos los arts. 891 y 892 del Código de enjuiciamiento en materia civil, que entonces regía, y los cuales equivalen al 704 y 705 del hoy vigente, sólo respecto de las particiones extrajudiciales pueden tener lugar las acciones que concede el Código Civil; y -123- que esto confirma que no puede atacarse una partición en que ha recaído sentencia, sino en el caso de que ésta sea nula; de igual manera que, conforme al art. 1.882 del segundo de aquellos Códigos no tiene cabida la acción rescisoria por lesión enorme en las ventas que se hubiesen hecho por el Ministerio de la Justicia.

Pero ni podía ser de otro modo; ya porque, como llevo dicho, la sentencia que aprueba una partición, una vez ejecutoriada, tiene que producir efectos irrevocables; ya porque, de aceptarse que, no obstante estar aprobada por el juez competente una partición, se puede todavía demandar la nulidad o rescisión de ella, resultaría nugatoria la aprobación judicial; cosa que pugna con los principios y hasta con el simple buen sentido, a la vez que traería fatales consecuencias.

Lo sustancial para que una partición en que interesen personas que estén o deban estar bajo tutela o curaduría surta efectos legales, es que, después de practicada el juez la apruebe y confirme. Y si bien la ley ha querido que esta aprobación y confirmación se la expida con audiencia del defensor de menores,

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el juez que omite esta audiencia, incurre en una falta -falta, por cierto, de pequeñísima significación-; pero de esto no se sigue, ni seguirse puede que, en tal caso, la sentencia aprobatoria de la partición no produce efecto alguno, o que, a pesar de ella, puede demandarse la nulidad de la partición, fundándose sólo en la referida falta. Y digo que ella es de pequeñísima significación, si se atiende a que, aun cuando el defensor de menores puede hacer observaciones a la hijuela, en beneficio de los incapaces, tales observaciones no dan lugar al juicio ordinario de que habla el art. 701 del Código de enjuiciamientos, por ser, diremos así meramente informativos, sino que el juez está en libertad para acogerlas o no, de plano, en su fallo; y por lo tanto, el no oírse a aquel defensor, paco o nada perjudica a los menores, ya que cumple también al mismo juez mandar, de oficio, que se corrija la partición cuando en ella se ha infringido la ley y perjudicado a los incapaces.

-124-

Vamos a otra cosa. El defensor de mis adversarios, en segunda instancia, en son de combatir uno de mis argumentos, se ha empeñado en demostrar que, a lo mismo da, según la mente de la ley, el ser nulo un acto o el que no surta efecto alguno. Vano empeño, porque yo no he negado, ni podía negar que, en ambos casos, el acto no tiene fuerza obligatoria. Lo que he sostenido y sostengo es que, el omitir en la celebración de un acto jurídico alguno de los requisitos que la ley prescribe para su validez, es cosa muy diversa que el no practicar una diligencia que la misma ley ordena tenga lugar después, para que el acto quede consumado; por cuanto, en el primer caso, el acto es vicioso o nulo desde el principio de modo que no cabe legalizarlo o darle valor sino volviendo a celebrarlo; y, en el segundo, el acto no adolece de nulidad, ya que en su celebración no se ha omitido ninguna de las solemnidades con que debió realizarse, sino que resta sólo el que se cumpla con una formalidad posterior para que quede consumado o pueda producir efecto. Y entre otras razones que pudiera yo aducir en apoyo de esto, expondré sólo la siguiente, que la considero potísima y decisiva. Supongamos que, hecha una partición, o presentadas por el partidor las respectivas operaciones, y antes de que el juez dé su aprobación, se le antojase a alguno de los interesados el pedir que se la declare de ningún valor o efecto, fundándose en que todavía no ha recaído esa aprobación, y ni aún se ha oído al defensor de menores. ¿Sería legal, sería procedente sería razonable declararlo así? Evidentemente que no, puesto que hasta entonces no se había omitido ninguna formalidad, o mejor dicho, que todo lo hecho hasta allí tenía valor legal. Luego es de igual modo evidente que, el haberse aprobado una partición sin oír antes al defensor de menores, no es motivo suficiente para declararla nula. A lo más, y esto en la hipótesis de que la sentencia en que se la hubo aprobado no causare ejecutoria lo que podría pedirse es que se declare sin valor la aprobación, a fin de que las cosas queden en el estado de que se oiga a dicho defensor. Pero declarar nula la partición, o todo lo hecho antes, esto es, el acuerdo de -125- los interesados acerca de las adjudicaciones o del remate de los bienes, y las operaciones del partidor, no lo creo legal ni justo ni conforme con la razón ni con los principios.

Dícese en el alegato corriente de fs. 72 a 77, que no cabe afirmarse que no puede surtir efecto la partición de los bienes dejados por nuestros padres

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comunes, tan sólo mientras que no se llene la formalidad que se echa de menos, como si fuera posible cumplirla sin declarar la nulidad del acto mismo; porque para ello, sería preciso que el proceso fuese nulo, y no por cualquiera causa, sino por falta de jurisdicción improrrogable o de personería de las partes, y que la sentencia no hubiese sido dada en última instancia por la Corte Suprema; circunstancias que no concurren ahora, y hacen imposible proponer la acción de nulidad de la sentencia que aprobó la partición o la excepción del mismo género, según el caso fuere. Aquí sí viene muy al pelo, agrego yo, aquello de «el peje por su boca muere». Si, pues, no se puede cumplir con la formalidad de aprobar la partición oyendo previamente al defensor de menores, porque, para esto sería preciso que el proceso fuese nulo por falta de jurisdicción improrrogable o de personería de las partes y que la sentencia no hubiese sido dada en última instancia; está claro, clarísimo, que esa sentencia ha causado ejecutoria y que, por lo tanto, no habiendo cómo invalidarla por alguno de los motivos arriba indicados, tiene de producir el efecto de que quede aprobada e irrefutable la partición; pues que, de lo contrario, o si no causase ejecutoria la sentencia, no habría inconveniente alguno legal para que sólo se restituyan las cosas al estado de que se llene la omisión, por lo mismo que la aprobación del juez no había producido ningún efecto, y era lo único que no tenía valor. No considero aceptable, bajo ningún concepto, el símil que trae a cuento el precitado defensor, relativo a la compraventa, para sostener que, de igual manera que ésta es nula cuando en su celebración se ha omitido cualquiera de los requisitos exigidos por la ley o que le son peculiares, tiene de serlo una partición judicial en que interesan menores de edad, -126- cuando la haya aprobado el juez sin la audiencia al respectivo defensor. En la compraventa por lo mismo que es un contrato, cumple a las partes cuidar de que se observen las correspondientes formalidades, o de que todas éstas se llenen al tiempo de celebrarla; y de aquí es que, naturalmente, el haberse omitido cualquiera de ellas, anula el contrato, que constituye un solo acto jurídico. Mas, en la partición judicial, hay una serie de actos de tramitación que van sucediéndose, y acerca de algunos de los cuales, es al juez o al partidor a quien incumbe el cuidado de que se practiquen con arreglo a la ley; y, por lo tanto si en uno de tales actos no se ha procedido legalmente, o se ha faltado a alguna de las respectivas formalidades, será nulo ese acto y todos los subsiguientes, pero no los anteriores a él. En esta virtud, cuando el juez ha aprobado la partición sin haber oído al defensor de menores, lo nulo será únicamente el acto de la aprobación; y, en consecuencia, todo lo actuado antes queda válido y subsistente; por lo que, en tal caso, lo que podía solicitarse por cualquiera de los interesados, no es que se declare nula la partición, sino que para que ella surta efecto, se restituyan las cosas al estado de que se oiga al defensor de menores, y después de esto, la vuelva a aprobar el juez.

El defensor de mis hermanos, en la primera instancia, ha creído aplicable al caso que nos ocupa, y muy favorable a aquéllos el art. 703 del Código de E. E. de la penúltima edición, que equivale al 706 de la actual. Pero en esto hay otro error, porque ahora no se trata de una partición hecha privadamente, ni de un arreglo celebrado por los copartícipes, que es de lo que habla o a que se contrae dicho artículo, sino de una partición practicada legal y judicialmente y respecto de la cual sólo falta para que surta efecto, que la aprobación de ella se la expida oyendo al defensor de menores; cosa, por cierto, de todo en todo distinta.

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No dejaré también en manifestar que, aun ateniéndose a uno de los fundamentos de la sentencia de primera instancia, no puede declararse nula la partición que discutimos. -127- Al principio de esa sentencia se dice lo siguiente: «Las partes están acordes en que no se oyó, con la partición de fs. 20 a 24, al defensor de menores, cual lo dispone el art. 389 del Código civil; y como, en el caso debió observarse ese requisito, el habérselo omitido, es motivo para que la partición no produzca efecto alguno. Los actos que, según la ley, no pueden surtir efecto jurídicamente hablando, son actos nulos, a menos que la misma ley disponga otra cosa, como sería, por ejemplo, lo de que no comiencen los efectos de tal o cual acto, en tanto que no estuviesen observadas las solemnidades a que respectivamente, debieron sujetarse». Pues, precisamente, por lo expuesto en este fundamento no es procedente el declarar nula la partición en referencia, ya que el precitado artículo no dice que la partición que ha sido aprobada sin haberse oído al defensor de menores, no puede surtir efecto, sino que, para que lo surta, será necesario una decisión judicial que, con audiencia del respectivo defensor, la apruebe y confirme; lo cual, en rigor equivale al ejemplo que se aduce en el sobredicho fundamento, de que la ley dispusiera que no comiencen los efectos de tal o cual acto, en tanto que no estuviesen observadas las respectivas formalidades; una vez que el mismo alcance tienen, o significan lo mismo las palabras «para que surta efecto», de que se vale la ley; en cuyo caso, lo que se colige, atenta la disposición del artículo 389, es que la partición de la controversia no es nula, sino que, para que comience a producir efecto, se necesita que se la compruebe y confirme en la forma debida, o mejor dicho, que puede hacérsela producir efecto mediante una nueva aprobación, hecha con arreglo a la ley.

* * *

Ahora me ocuparé, siquiera sea ligeramente, del fallo de la Corte Superior.

-128-

Se recalca en dicho fallo sobre que la aprobación de la hijuela divisoria, si bien la ha dado el juez en forma de sentencia, no es en realidad sentencia, porque no medió controversia entre los partícipes. Según el art. 311 del Código de Enjuiciamiento, «sentencia es la decisión que da el juez acerca del asunto o asuntos principales sobre que versó el juicio». Por consiguiente, y siendo indudable que el juez al aprobar y confirmar una partición judicial, decide acerca de la materia principal del juicio; está claro que esa aprobación y confirmación comportan una verdadera sentencia. Y en corroboración de esto, nótese que el mismo art. 389, tantas veces citado, usa de la frase «decisión judicial».

Fúndase también la Corte Superior en que, como la hijuela divisoria llegó a inscribirse, y, por tal inscripción, que completa y formaliza el acto jurídico de la partición de bienes raíces se ha efectuado una tradición de dominio de aquellos a que se contrajo la división entre mis hermanos y yo, al demandarse, en general, la nulidad de la susodicha partición, se ha impugnado la validez de todo ese acto jurídico complejo, inclusa la inscripción o tradición preindicadas; en cuyo caso, y supuestas las exigencias de los arts. 389 del Código Civil y 703

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del de Enjuiciamientos (vigente entonces), la partición de que se trata adolece de nulidad relativa manifiesta, por hecha sin el requisito de audiencia del defensor de menores, según las reglas de los arts. 1.338 y 1.671 del primero de aquellos Códigos. Si es verdad que, habiéndose demandado en general la nulidad de la partición, ha de entenderse que se ha impugnado también la validez de la inscripción de ella, esto no es razón para que, a pesar de la ejecutoria, se declare nula la partición; o, por lo menos, no obstaría ni podría obstar para que, caso de que se considerase que no hay cosa juzgada, se declare subsistente aquélla, en todo lo hecho antes de la aprobación del juez, atentas las reflexiones que dejo expuestas arriba; por cuanto, hasta entonces, no se había omitido ninguna formalidad, y porque nada importaría ni perjudicaría a nadie el que quede sin efecto la inscripción, -129- subsistiendo la hijuela, desde luego que no se trata de un contrato.

Por último, dícese en el referido fallo que la alegación mía de que es subsanable la omisión relativa a la audiencia al defensor de menores, es inadmisible, ya porque la acción no se limita a impugnar la hijuela y su simple aprobación, ya porque al exigir la ley la intervención de ese defensor antes de la aprobación judicial, supone que él tiene derecho a pedir la modificación de las operaciones mismas, en cuanto sean perjudiciales a los menores y establece la nulidad de la partición, para sancionar el cumplimiento de esa exigencia tendente a proteger los intereses de aquellos menores. Que la acción no se limite a impugnar la hijuela y su aprobación, o que se haya demandado la nulidad de toda la partición, manifestará que esa acción es incorrecta o ilegal, por habérsela hecho extensiva aun a lo que no adolece de vicio alguno, ni podía, en ningún caso, invalidarse; pero no puede servir de fundamento para anularlo todo, no obstante las poderosas razones que he aducido en contrario. Por lo que mira al objeto con que la Ley exige que se oiga al defensor de menores, tengo ya expuesto lo conveniente. Y en cuanto a que aquélla establece la nulidad de la participación para el caso de que se omita esa audiencia, no se está en lo cierto; pues el art. 389, de que tanto nos hemos ocupado, no dice que será nula la partición cuando, para aprobarla, no se hubiere oído al defensor de menores, sino solamente que, para que ella surta efecto, será necesario nueva decisión judicial que, con audiencia del respectivo defensor, la apruebe y confirme; lo que ni siquiera implica la idea de establecer que, al no aprobársela y confirmársela de ese modo, sea nula la partición desde el principio, o aun lo hecho antes de la aprobación y confirmación de ella.

* * *

Se me disimulará el que haya sido hasta machacón en este manifiesto; pues que así me lo ha exigido la naturaleza -130- del asunto, igualmente que el deseo de presentar más de bulto las razones que apoyan mi defensa; y concluyo pidiendo que, o bien se revoque la sentencia de que he recurrido, desechando la demanda; o, cuando menos, y para el caso de conceptuarse que el fallo que aprobó la partición no causó ejecutoria, se reforme aquella sentencia, en el sentido de que se restituyan las cosas al estado en que se encontraban cuando se dictó ese fallo aprobatorio; ya que sólo de una de esas dos maneras se salvarán la ley y la justicia, a la vez que no se sentará un principio cuyas fatales consecuencias no pueden ocultarse a nadie, y que daría lugar a una infinidad de

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litigios; cosas ambas, que el primer Tribunal de la República está llamado a evitarlas.

José M. Bustamante.

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Doctor Carlos Casares

Alegato en el juicio seguido por Zoila de Montalván contra don Juan Carmigniani, por rescisión de contrato

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En el escrito de demanda asegura el procurador contrario, señor don Juan José Mendoza, que la señora Zoila Montalván, mediante un engaño, había enajenado una finca cultivada de cacao y potreros, ubicada en el Cantón de Vinces, y que el contrato adolece del vicio insaneable de lesión enorme; por lo cual demandaba la rescisión del contrato de compraventa celebrado con mi representado, el señor don Juan B. Carmigniani; invoca en apoyo de su acción los arts. 1.879 y 1.880 del Código Civil. La demanda no se limita a la rescisión del contrato, sino que además pide la entrega de la finca con los frutos correspondientes desde la fecha de la demanda, 16 de mayo de 1894. Se ve, pues, y con la mayor claridad que se han propuesto, dos acciones, a saber: la de rescisión por lesión enorme y la de entrega de la finca con los frutos. Estas acciones se propusieron conjuntamente; de modo que el juez se vería en la precisión jurídica de fallar sobre ambas, y esto no puede exigirse en el presente caso, atentas las disposiciones especialísimas, relativas a la rescisión por lesión enorme.

El art. 1.881 dice así: «El comprador contra quien se pronuncia la rescisión, podrá a su arbitrio consentir en ella a completar el justo precio con deducción de una -134- décima parte, y el vendedor en el mismo caso, podrá a su arbitrio consentir en la rescisión o restituir el exceso del precio recibido sobre el justo precio aumentado en una décima parte». Según tan clara y terminante disposición, queda al arbitrio de la parte que sucumbe en el juicio el sostener el contrato o consentir en la rescisión; luego es evidente que el vendedor no tiene derecho para exigir en la demanda la rescisión del contrato y también precisamente, la entrega de la cosa y frutos. Estas acciones no pueden aceptarse conjuntamente, por ser incompatibles, ya que la elección corresponde única y exclusivamente a la parte contra la cual se pronuncia la rescisión; elección o facultad de que no se le puede privar, sino con violación expresa de la ley.

Supongo, por un instante, sin consentirlo, y sólo para manifestar la

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incompatibilidad de las acciones acumuladas, que venciera en el juicio de rescisión la señora vendedora. ¿Cuál sería el resultado? Que entonces y sólo entonces vendría, pero únicamente para el señor Carmigniani, la elección, optando por la rescisión o por la subsistencia del contrato, aumentando o completando el precio con deducción de una décima. Podemos decir y sostener, con estricta propiedad jurídica, que la sentencia, aun de última instancia, que declara la rescisión de un contrato de compraventa, no causa ejecutoria en el sentido de que precisamente se ha de llevar a efecto la rescisión; pues lo único que sucede es que, con tal sentencia nace recién el derecho de elegir entre la rescisión y no rescisión, en los términos que prefija el art. 1.881. Más claro, las dos acciones no pueden discutirse simultáneamente, por la sencillísima razón de que la elección que compete al comprador no puede venir sino con posterioridad, es decir, como resultado de la sentencia que declare la rescisión. Aparece, pues, que ab initio la vendedora se atribuye un derecho que sólo y únicamente competería al comprador, cuando llegara el caso de sucumbir en el juicio de rescisión. Éste y la entrega o no entrega de la finca son puntos que, por necesidad legal, han de discutirse no simultánea sino sucesivamente.

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El simple sentido común persuade la necesidad de que los jueces y tribunales fallen acerca de todos y cada uno de los puntos controvertidos; pues si se ocurre al Poder Judicial, es precisamente para que éste resuelva las pretensiones encontradas u opuestas de los litigantes. El art. 318 del Código de enjuiciamiento previene del modo más terminante que: «En las sentencias y en los autos se decidan con claridad los puntos sometidos a juicio, de acuerdo con los méritos del proceso y fundándose en las disposiciones de las leyes, y, a falta de éstas, en los principios de justicia universal». Con el laudable propósito de prevenir los funestos resultados de la falta de administración de justicia, el art. 18 del Código Civil prohíbe a los jueces que la suspendan o denieguen por oscuridad o falta de ley, previniéndole que, en tales casos, juzguen atendiente a las reglas que a continuación se establecen.

No hay, pues, caso ni pretexto alguno para que los jueces dejen de fallar acerca de los puntos que se han admitido a discusión entre los litigantes; y es de tanta significación el deber que se impone a los jueces, que, si dejan de cumplirlo, esto es, si omiten resolver alguno o algunos de los puntos controvertidos, se suple la omisión por el superior debiendo éste imponer al omiso una multa de 8 a 40 sucres. Terminante es sobre este punto el precepto contenido en el art. 383 del Código de enjuiciamiento.

Pero, en previsión de los reprobados manejos a que ocurren la temeridad y mala fe, y para evitar que los jueces se coloquen en casos de resolver acciones contrarias o incompatibles, situación que les sería no sólo difícil, sino de imposible solución, el art. 103 prohíbe expresamente que se propongan y admitan a discusión semejantes demandas; pues está claro que, al tiempo de la sentencia, se encontrarían los jueces en el insalvable conflicto de resolver acciones contrarias o incompatibles; y por ello el remedio que ha excogitado muy sabiamente la ley, ha sido el de prohibir que se propongan en una misma

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demanda acciones de esta naturaleza.

-136-

Hay más. Obedeciendo a los principios universales de jurisprudencia práctica, previene el art. 142 de este mismo Código, que las pruebas deben concretarse al asunto que se litiga y a los hechos deducidos en el juicio. Este artículo está íntimamente conexionado con el 318 ya citado; porque, si las sentencias han de sujetarse a los méritos de los autos, evidente es que las pruebas han de rendirse sobre todos y cada uno de los puntos controvertidos; y por esto es también que el art. 140 impone a las partes la obligación de probar los hechos que alegan.

De estos antecedentes irrecusables resultaría, en el presente caso, que el juez tendría que sentenciar simultáneamente sobre la lesión enorme y sobre la restitución del inmueble vendido; y las partes tendrían que rendir pruebas no sólo en lo tocante a la lesión enorme, sino también con respecto a la restitución. Pero ésta no puede tener lugar sino en el caso de que la sentencia acepte la rescisión, y de que además el comprador, señor don Juan Carmigniani, consienta en la restitución, porque no prefiere completar el justo precio con deducción de una décima parte; luego es claro y evidente que la rescisión y la restitución del predio, frutos, &, no pueden exigirse simultáneamente, desde que se propone recién la demanda, y por tanto, antes de saberse si se acepta o no la acción de lesión enorme.

En el caso de proponerse una demanda por esta lesión, el punto sobre la restitución de la finca vendida no puede ser materia del pleito que principia por tal motivo. En la sentencia, se ha de aceptar la demanda o se la ha de rechazar, sobre esto no puede haber término medio. Si lo primero, no puede ordenarse la restitución por la muy obvia razón de que ésta depende de la voluntad del comprador, que puede sostener el contrato, sin otro requisito que el de completar el justo precio, con deducción de una décima. Si lo segundo, evidentísimo es también que no puede ordenarse la restitución, ya que se ha negado la rescisión del contrato. Luego, en ningún caso puede el juez sentenciar o fallar simultáneamente -137- sobre los dos puntos a que se contrae la demanda de la señora doña Zoila Montalván.

En esta demanda se exige la restitución de la finca con los frutos percibidos desde que se propuso la acción, y si entraran las partes a discutir este punto y a rendir las pruebas que estimaran conducentes, se podría oponer a mi defendido, señor Carmigniani, la observación de que, por el mero hecho de aceptar la discusión sobre la devolución del fundo y pago de frutos, habría consentido ya en la pérdida del pleito en punto a la lesión, y que también se había desprendido del derecho de elección que le concede el citado art. 1.881; se le opondría que había renunciado este derecho, dándose al mismo tiempo por vencido en cuanto a la lesión.

En el libelo de fs. 18 dice la parte contraria lo siguiente: «La simple lectura de mi escrito de demanda que corre a fs. 2, manifiesta que la acción propuesta es la de rescisión de contrato por lesión enorme; y como medida precautoria o

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del momento se pide también que el juzgado ordene la restitución de la finca materia de la litis, que se encuentra en poder del demandado, desde que no ha tenido ni tiene derecho alguno para poseerla, toda vez que la tradición de los inmuebles se efectúa mediante la inscripción del respectivo título, art. 675 del Código Civil». He aquí Excmo. Señor la más espléndida prueba de la temeridad de la parte contraria. En efecto, basta la simple lectura de este período para apreciar en lo justo las maquinaciones con que se pretende desconocer los derechos del señor Carmigniani.

Sabido es que la acción de rescisión por lesión enorme es del todo diversa de la acción de rescisión por adolecer el contrato de nulidad relativa. En el primer caso, el contrato no adolece de nulidad absoluta ni relativa, sino que al contrario, se celebró válida y legalmente; la rescisión no proviene de vicio en el contrato, sino únicamente del quebranto o diferencia entre el precio convencional y el justo precio. Por esto es que, según el art. 1.880, una es la regla que determina la lesión respecto del comprador y otra la que se observa en cuanto -138- al vendedor; si se tratara de una nulidad, no habría tal diferencia. Por esto es también que, conforme al art. 1677, inciso 14, el efecto de la nulidad pronunciada en sentencia que tiene la fuerza de cosa juzgada, es el de dar a las partes derecho para ser restituidas al mismo estado en que se hallarían, si no hubiese existido el acto o contrato nulo. El efecto de la sentencia que declara la rescisión por lesión enorme, es el de dar a la parte contra la cual se ha pronunciado la sentencia, el derecho de insistir o no, a su arbitrio, en el contrato, completando el precio o devolviendo el exceso, según sea la parte que ha sufrido la lesión; luego no es ni puede ser la sentencia que declara la lesión, la que por sí, como si dijéramos por efecto ineludible, ordena la restitución del predio o inmueble de que se trate.

En consecuencia, si la demanda versa sobre nulidad de un acto o contrato, puede muy bien pedirse la declaración de la nulidad y junta o simultáneamente restitución de las cosas al Estado anterior a la ejecución del acto o celebración del contrato. Pero, si la acción rescisoria se intenta por lesión enorme, no puede exigirse simultáneamente la restitución y frutos, porque no son éstos los efectos necesarios o legales de la declaratoria de la lesión. En el primer caso, la nulidad del acto o contrato viene a ser la causa, y la restitución al estado anterior es el efecto legal. En el segundo caso, la declaratoria de la lesión enorme no es causa eficiente o directa de la restitución, porque ésta viene a depender de otro antecedente o causa próxima, a saber, de que la parte vencida consiente en la rescisión.

Ni en el orden lógico, ni en el orden jurídico; en ningún orden de ideas o de preceptos cabe confundir los efectos con las causas; y si se confunden, se incurre en gravísimos errores y extravagancias; no pueden aplicarse las leyes ni puede tener lugar la acción del Poder Judicial. Los casos vienen a ser de verdadera incompatibilidad, porque no es posible conciliar con la ley esa subversión del orden, mejor dicho, ese desorden inherente a la exigencia de que se fallen, en una misma sentencia, -139- puntos que deben ser tratados, por necesidad, en el orden debido, esto es, sucesivamente y según sea la sentencia sobre la lesión.

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Nada de esto advierte la parte actora; y como si su demanda fuese sobre nulidad, pide además la restitución del fundo, frutos, &. No se salvan la anomalía de incompatibilidad de la demanda con sólo decir que la restitución se ha pedido como medida precautoria y de momento; y, a decir verdad, ni siquiera tiene una explicación jurídica semejante evasiva.

Cuando una mujer casada demanda la separación de bienes, cuando se intenta una acción reivindicatoria, cuando se trata de asegurar el cobro de los créditos, &., tanto el Código Civil como el de enjuiciamientos autorizan ciertas providencias conducentes a asegurar los derechos que alega el actor; pero nunca se principia por otorgar a éste la restitución del objeto que se pretende reivindicar, ni por obligar, al que se figura como deudor, a que principie el pleito, pagando a su titulado acreedor. Las medidas que se excogitan son las de embargo o secuestro retención, prohibición de enajenar los bienes raíces, arraigo; pero no es medida de mera precaución y del momento la de exigir la restitución de la cosa misma que es materia del litigio. Esta restitución la ha exigido Mendoza, sometiéndola a juicio y para que sea un asunto de la sentencia. En este sentido es que se corrió traslado con la demanda, y por ello se opuso la excepción que va a resolver V. E. No se exigió la restitución como punto de previa resolución, sino como materia del juicio. El auto de primera instancia se funda en dos considerandos que se disputan la preferencia, en cuanto a ilegales y desatinados. El primero se reduce a sostener que no es admisible la excepción: «ora porque se pide la entrega de la cosa, por no corresponder la tenencia de ella al demandado, y ora porque, aunque se hubiese solicitado de un modo incondicional, ella sería el resultado de la demanda misma, en caso de ser admitida y siempre que Carmigniani no consintiese en completar el justo precio». He aquí Excmo. Señor un razonamiento -140- que pugna aun con las propias palabras del actor, y que acusa además una deplorable contradicción. En el período que dejo transcrito (de la solicitud de fs. 18), no trata el actor de la mera tenencia de la finca; lo que dice es que mi defendido «no ha tenido ni tiene derecho alguno para poseerla». ¿Hasta cuándo será que no haya criterio ni para distinguir la mera tenencia de la posesión? Según el art. 688 del Código Civil, posesión es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño de ella; y conforme al art. 702, se llama mera tenencia la que se ejerce sobre una cosa, no como dueño, sino en lugar y a nombre del dueño. La sola circunstancia de demandar la rescisión de la venta, alegando lesión enorme, está patentizada que no se conceptuaba a mi defendido Carmigniani como mero tenedor; y por eso es que se afirma que no tiene derecho para poseer la finca. El señor asesor ha cambiado, pues, las palabras, sin siquiera advertir que cambiaba la sustancia misma de las cosas; esto sucede cuando no se conoce ni la significación técnica o jurídica de las palabras que el legislador ha definido expresamente para ciertas materias, a fin de que en éstas se les dé su significado legal, según la regla tercera del antes citado art. 18.

La otra parte del primer considerando es hasta ininteligible, por ser de todo en todo contradictoria en sus cláusulas. Sostener que debe ser desechada la excepción de mi parte, aun en el caso de que Mendoza hubiese solicitado la restitución de un modo incondicional; porque tal restitución debía ser resultado de la demanda, en el caso, esto es, en el supuesto, o como si dijéramos, bajo la

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condición de que se acepte la demanda y siempre que Carmigniani no consienta en completar el justo precio; sostener este desatino, este palmario absurdo, es sostener que se puede demandar incondicionalmente, o como obligación pura y simple, la que depende de una condición. Éste es el colmo de la ignorancia. Si se reconoce, y en términos muy claros, que la restitución no ha de tener lugar sino cuando concurran dos circunstancias, a saber, la de aceptarse la demanda y la de que Carmigniani no consienta en completar el precio. Evidente que se acepta -141- que la restitución depende de dos acontecimientos futuros que pueden suceder o no; y esto es precisamente lo que se llama obligación condicional en el art. 1463. Acontecimiento futuro e incierto es el de que se acepte la demanda; asimismo es futuro e incierto el acontecimiento de que, aceptada la demanda, Carmigniani consienta en la rescisión. Luego la restitución está dependiendo de dos acontecimientos futuros e inciertos; luego es doblemente condicional. ¿Cómo entenderemos entonces ese barbarismo jurídico, de que ha podido muy bien solicitarse incondicionalmente una restitución, que se confiesa depender de dos condiciones?

Según el art. 1.475, no puede exigirse el cumplimiento de la obligación condicional, sino verificada la condición totalmente; está diciendo, está confesando y reconociendo el señor asesor que la entrega sería el resultado de la demanda, en caso de ser admitida, y siempre que Carmigniani no consienta en completar el justo precio; luego, antes de saberse si, en sentencia ejecutoriada se admite la demanda declarando la rescisión por lesión enorme, antes de saberse si, en virtud de tal ejecutoria, acepta Carmigniani la restitución o si opta por el medio de sostener el contrato, completando el justo precio, con deducción de una décima parte, ¿cómo será posible, equitativo, racional y jurídico entrar ya de lleno en la cuestión sobre restitución y pago de frutos?

Nadie habrá desconocido hasta ahora que la condicional pugna con la incondicional, con repugnancia intrínseca; estas ideas no sólo son incompatibles en el orden jurídico, son de suyo inconciliables, por contrarias y opuestas. En los juicios sobre lesión enorme, la restitución tiene que ser consecuencia de la sentencia que ha declarado la rescisión y del allanamiento del vencido en aceptar la restitución de la cosa; éstos son, por consiguiente, los dos requisitos previos, son las dos condiciones o antecedentes que establece la misma ley; luego discutir sobre la restitución antes de sentenciada la rescisión, es una verdadera anomalía que rechaza el simple sentido común; porque de suyo se ostentan la incompatibilidad -142- y contradicción de acciones. Se ocurre al juez, alegando la lesión enorme, para obtener la declaratoria de la rescisión; luego no llega todavía el caso de disputar sobre la restitución; luego estas dos acciones deducidas simultáneamente son contradictorias e incompatibles. Se pide que se declara rescindida la venta; porque todavía no hay sentencia que haya aceptado la lesión enorme y se piden al mismo tiempo la restitución y los frutos, como si ya se tuviere una ejecutoria que hubiese declarado la rescisión, y como si ya el vencido se allanara con la restitución; luego las acciones deducidas por Mendoza son contrarias e incompatibles.

Imposible es que una cosa sea y no sea al mismo tiempo. Este es, Excmo. Señor, el principio de contradicción, que se mira como base inamovible de los

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conocimientos humanos, sin excepción ninguna. Imposible es, digo ahora, que esté ejecutoriada la sentencia que declara la lesión enorme, y que al mismo tiempo no haya todavía tal sentencia; luego es clarísimo que las dos acciones de Mendoza, promovida la una para obtener recién la declaratoria de la lesión, y sostenida la otra en el sentido de existir ya una ejecutoria que declare la rescisión, son contradictorias e incompatibles. Negar esto sería negar la evidencia del citado principio de contradicción.

El segundo considerando es todavía más sorprendente, porque se añaden mayores desatinos: dícese lo mismo respecto de la parte concerniente a los frutos; porque, en caso de declararse con lugar la demanda y de no reintegrarse el justo precio, habría que devolver la hacienda con sus frutos; luego la acción de lesión enorme no excluye o contradice la que tiene por objeto alcanzar al mismo tiempo la entrega del fundo vendido y sus frutos; pues antes bien es una consecuencia legítima de aquélla. Véase Excmo. Señor que no exagero al sostener que se añaden mayores desatinos. Si para devolver la hacienda con sus frutos, es indispensable que primero llegue el caso de declarar con lugar la demanda, y si además es también necesario que, aceptada la demanda, esto es, declarada la lesión no se allane mi defendido a -143- completar el precio en los términos de la ley; ¿cómo será posible que se discutan al mismo tiempo la lesión y la restitución y con frutos? Hay extravagancias que no se prestan a disculpa ninguna. Añádase que la entrega del fundo con los frutos es consecuencia legítima de la demanda por lesión enorme. De modo que según el señor asesor, basta proponer una demanda sobre lesión enorme para deducir la consecuencia legítima de que ha de triunfar necesariamente el actor y de que el demandado ha de consentir en la rescisión. Por tanto, al mero hecho de proponer la demanda, debe seguirse como consecuencia legítima la sentencia que declare la lesión y obligue al demandado a la restitución del inmueble y con los frutos. No hay paciencia, Excmo. Señor, para tolerar considerandos de esta clase.

Como el Tribunal Superior confirmó el fallo del inferior, de esperarse era otra celebridad, y en efecto la tenemos en el auto recurrido, que aduce por fundamento el siguiente: «la parte actora subordina en último resultado, el alcance de la acción que propone, a lo prescrito en el art. 1.881 del Código Civil». Léase, reléase la demanda cuantas veces haya paciencia para soportar tan ingrata lectura, y, por más que se alambiquen las ideas, no se encontrará subordinación a ningún alcance. Lo único, lo que se palpará sin esfuerzo alguno, es que la parte actora no alcanzó a comprender su absurdo de su demanda, en la que simultáneamente pide la declaratoria de la lesión y la restitución de la finca con los frutos. Léanse los autos de primera y segunda instancia, y también se palpará la evidencia de que no están subordinados al art. 1.881, cuyo sentido claro y evidente como la luz no se ha alcanzado a entender.

El art. 1.881 dice así: «podrá a su arbitrio consentir en ella, o completar el justo precio con deducción de una décima parte; y el vendedor en el mismo caso, podrá a su arbitrio consentir en la rescisión, o restituir el exceso del precio recibido sobre el justo precio aumentado en una décima parte». Basta saber leer, para comprender que este artículo se refiere al caso de que se -144-

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haya sentenciado ya la causa, declarando la lesión enorme, es decir que haya ejecutoria pronunciada contra el demandado; entonces nace para éste, que es el que ha sucumbido en el juicio, el derecho de insistir o no en el contrato. Luego es evidentísimo que la restitución o no restitución del inmueble depende de la voluntad del demandado contra quien se ha pronunciado la sentencia, declarando la lesión; pues al vencido en el juicio, no al actor, es a quien compete la elección, pudiendo a su arbitrio consentir o no en la rescisión; luego ésta se halla subordinada a la voluntad de la parte contra la cual se ha pronunciado la sentencia. Luego la subordinación que supone la Corte de Guayaquil es absurda, ilegal, &; porque la elección no depende ni puede depender del actor que recién propone la demanda sobre lesión enorme. En consecuencia, lo único que queda en claro es que la señora doña Zoila Montalván y los señores asesor y ministros son los que se han insubordinado contra la terminante y explícita disposición consignada en el citado art. 1.881, que he copiado dos veces.

En virtud de lo expuesto, y confiando principalmente en la probidad y luego en V. E., pido se revoque el auto recurrido, condenando en costas a la parte contraria, y declarando que no pueden demandarse al mismo tiempo, simultáneamente, la declaratoria de que el contrato adolece de lesión enorme y la restitución del fundo con los frutos que se reclaman.

Carlos Casares.

Doctores Rafael María Arízaga y Carlos Carbo Viteri

Alegato en el juicio en que Indalecio Pazmiño solicita la nulidad de los escrutinios practicados el 21 de noviembre por el Concejo municipal de

Machala

1893

-[146]- -147-

Excmo. Señor:

«El que escruta elige», dijo por ahí alguien que, sino fue el primero en observar los mil abusos a que está expuesto el derecho de sufragio en pueblos desmoralizados por la ambición y el egoísmo partidarista, halló a lo menos la expresiva fórmula del mayor y más común de todos ellos. Aplicación palpitante de la triste verdad en aquella frase contenida, es el resultado del escrutinio que se practicó en el cantón de Machala el

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veintiuno de noviembre del año próximo pasado; escrutinio cuyo resultado fue el de que se declarase elegidos para miembros de aquel Ayuntamiento, no a los ciudadanos designados por la voluntad popular, sino a los favoritos de cierto círculo estrecho que, mediante manejos ilegales y punibles artimañas, pretendió apoderarse del Concejo para aquel acto.

Por felicidad las infracciones de la ley llevan casi siempre consigo el sello de una ciega precipitación, que no repara en las fórmulas tutelares del derecho; por donde dejan a menudo expedita la acción reparadora de -148- la ley violada, la cual se venga de sus infractores declarando la ineficacia absoluta de aquellos actos; y tal ha resultado en el escrutinio a que me refiero, cuya nulidad tengo solicitada a fojas 1.º, fundado en las razones allí apuntadas y que paso a exponer detenidamente.

El incalificable abuso en que me ocupo vino preparándose desde el 17 de noviembre. En esa fecha se reunieron, por sí y ante sí, los señores concejeros doctor Melitón Ochoa y don Manuel Serrano; y hallándose presentes en la ciudad cabecera del Cantón los señores doctor Juan José Castro y don José Pazmiño, Presidente y Vicepresidente de la Corporación en el orden respectivo, con entera prescindencia de estos funcionarios llamaron al segundo suplente don Julio R. Verdezoto y celebraron la sesión de aquella fecha, bajo la Presidencia de don Manuel Serrano, según consta del acta cuya copia obra de fojas 17 a 17 vuelta. Muchos son los reparos que deben oponerse a este primer acto atentatorio de los señores consejeros Serrano y Ochoa.

Ante todo, tratándose de una primera sesión extraordinaria, esto es de una sesión de apertura, el quorum legal debía ser por lo menos de cuatro miembros del Concejo, al tenor del art. 6.º de la Ley de Régimen Municipal y del 2.º de la Reforma del Reglamento Interior copiado a fojas 38 vuelta. Y si todo acto prohibido por ley es nulo y de ningún valor, siendo como es rigurosamente prohibitiva la forma y sustancia del referido art. 6.º, que dice: «Ninguna corporación municipal podrá abrir sus sesiones con menos de las dos terceras partes de sus miembros», salta a la vista la absoluta invalidez de cuanto se hubiese acordado en la sesión de 17 de noviembre.

Por lo demás, los señores Ochoa y Serrano, al constituirse en junta preparatoria sin reparar en barras, debieron por lo menos tener en cuenta que según el art. 7.º de la Ley de Régimen Municipal, toca a dicha Junta apremiar a los miembros inasistentes, y que hallándose en la ciudad de Machala los señores doctor Juan José Castro y don José Pazmiño, según consta plenamente -149- comprobado, no les era potestativo prescindir de ellos, sino después de usar, sin resultado, de la facultad de apremiarlos con multas de cuatro a veinte pesos para obligarlos a concurrir. Y como la facultad que la ley concede a los suplentes para desempeñar las funciones de los principales depende de aquella condición indispensable, según el texto expreso y terminante del referido art. 7.º, es indudable que en la sesión del diez y siete de noviembre no había llegado el caso legal de que funcionase suplente alguno, y que por tanto la concurrencia de don Julio R. Verdezoto fue sobre modo arbitraria y obra de un verdadero abuso, cuyo efecto ineludible es la nulidad del acto a que ha concurrido.

Y si esta nulidad es una consecuencia necesaria de la irregular y abusiva organización del Concejo, la confirma y corrobora más, si cabe, la naturaleza misma de los actos ejecutados en aquella sesión. Por bastar a mi propósito, hablaré tan sólo de dos

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de ellos: la remoción del Presidente propietario doctor Juan José Castro y la promoción del suplente Verdezoto a Concejero principal.

Es, desde luego, de lo más irritante y escandaloso que puede verse en materia de espíritu subversivo y trastornador que una insignificante minoría de dos concejeros, alzándose con la abusiva intervención de un suplente a pretender constituir corporación, se rebelen contra el orden establecido en ella y contra las leyes que lo constituyen. ¡Ay! de las municipalidades y de todo cuerpo colegial el día que abuso semejante se vea favorecido por el éxito. Las luces del buen sentido bastarían para que un acto como el de que trato fuese desconocido no sólo por la justificación de los tribunales y más poderes públicos, sino por los mismos ciudadanos, negando éstos todo apoyo moral y toda sumisión a resoluciones atentatorias, emanadas de una facción subversiva más bien que de una corporación constituida al amparo de la ley.

El Reglamento interior del Concejo, que obliga a éste con fuerza de ley, puesto que a él se refiere el art. 5.º de la de Régimen Municipal, establece en el art. 1.º de la reforma copiada a fojas 38 vuelta que el Presidente y -150- Vicepresidente de la Corporación lo son por el término fijo de un año. Y como por el art. 31 de la expresada ley de Régimen Municipal es prohibido a los Concejos cantonales todo aquello para que no estuviesen autorizados expresamente en la misma o en otras leyes, es fuera de duda que, no existiendo éstas en el presente caso, no habría podido la Municipalidad de Machale, ni aun suponiéndola debidamente organizada, destituir a su presidente propietario sin razón legal de ningún género. ¿Qué efecto podrá, pues, surtir aquella destitución decretada por tres individuos que no constituían legalmente la corporación en cuyo nombre pretendía obrar a su arbitrio? Ninguno, sin duda alguna, para el concepto de quien entre en cuenta las disposiciones de la ley; pero mucho para el vano pensar de los consejeros interesados en la escandalosa trama que con aquel acto creían dejar preparada a maravilla, según veremos adelante.

Otro de los actos del pseudo concejo reunido el 17 de noviembre, fue declarar Concejero principal al suplente Verdezoto; ¡acto nugatorio también, pues resulta que separado de la sala de sesiones este señor, como necesariamente debió hacerlo según el reglamento, mientras se trataba de su promoción, la declaratoria debió de ser hecha por un Concejo compuesto sólo de dos individuos...!

¡Última expresión numérica de una corporación o cuerpo colegiado! Y digo de dos individuos sin siquiera la presencia de un secretario; pues aunque es verdad que en aquel incalificable conciliábulo se hallaba presente Francisco Arístides Serrano, a quien se nombró en esa fecha para el desempeño de aquel cargo, es cierto también que aquel secretario ni pudo ni debió actuar en esa sesión, sin infringir leyes expresas. En efecto el inciso 2.º del art. 6.º del reglamento de inscripciones, declara que el Secretario del Concejo municipal es al mismo tiempo anotador de hipotecas; y el art. 7.º del mismo establece que tal funcionario no puede entrar en posesión de su doble cargo sin haber rendido previamente una fianza personal o hipotecaria a satisfacción del Concejo; -151- fianza que es imposible hubiese rendido don Francisco Arístides Serrano, pues del acta aparece que se le juramentó y posesionó a raíz de haber sido nombrado.

Resumiendo lo anterior, resulta que la sesión de 17 de noviembre y todos y cada uno de los actos en ella ejecutados o acordados por los señores Ochoa y Serrano, son nulos y

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de ningún efecto como abiertamente opuestos a las leyes y reglamentos de que he hecho mención.

Esto supuesto, estudiemos el acta de escrutinio de fecha 21 de noviembre.

Y recordemos ante todo que, según consta de la prueba testimonial rendida, se hallaban en esa fecha en la ciudad de Machala los señores concejeros principales doctor Juan José Castro y José Pazmiño. ¿Podrían los señores Serrano y Ochoa convocar suplentes para formar quorum, con prescindencia de aquellos miembros principales de la corporación y sin que precediese el apremio de éstos? El art. 7.º de la Ley de Régimen Municipal se opone a ello perentoriamente, como ya lo hemos visto. Luego la concurrencia del suplente señor Verdezoto, a quien ningún derecho había conferido la sesión nula y atentatoria del diez y siete, fue un nuevo abuso fundado en el anterior y fundado sobre todo en el absoluto olvido de la disposición legal citada.

Igual observación debería hacerse respecto del señor Luis Felipe Valdivieso, otro de los vocales de aquella sesión, si a lo menos tuviera este señor la calidad de concejero suplente; pero V. E. observará que este nombre no figura en la lista del personal del Concejo de 1893, que formó la Municipalidad de Machala en el acta de 20 de noviembre de 1892, que obra en copia de fojas 15 a 17.

Resulta de lo expuesto que el escrutinio no se ha verificado en presencia de una mayoría legalmente organizada del Concejo y que, por lo mismo, tal acto lleva el vicio señalado en el N.º 1.º del art. 51 de la Ley de Elecciones.

-152-

Pero no es esto sólo. Todos los abusos anteriores de que he hablado estaban destinados en la mente de sus autores a producir sus efectos en la sesión del escrutinio; y he aquí cómo en esta sesión vuelve a presidir el Concejo el supuesto presidente don Manuel Serrano, nombrado de modo tan peregrino en la sesión del 17.

Ya he manifestado como aquel nombramiento fue nulo, absolutamente nulo; y aquí agregaré, además, que su misma escandalosa nulidad no le permitió siquiera subsistir como hecho consumado; pues reunido el Concejo municipal el día diez y ocho de noviembre, lo presidió de nuevo su presidente propietario doctor Juan José Castro (como puede verse al final de fojas 18 vuelta), a pesar de la remoción ilegal de la víspera, quedando así desconocido de hecho por la misma Corporación aquel acto atentatorio. Este acto bastaba, sin embargo, en el concepto de los señores Serrano y Ochoa para dar al primero algo así como un título colorado con que presidir la sesión del escrutinio; y en tan absurdo concepto se obró en la sesión del 21 de noviembre, dando con ello lugar a la nulidad señalada en el número 2.º del citado art. 51 de la Ley de Elecciones, ya que de todo lo anteriormente expuesto resulta de modo evidente que el acta del escrutinio no está firmada por el Presidente de la Corporación sino por un concejal intruso.

Algo más todavía. Si la sesión del 17 de noviembre es nula de cabo a cabo, como lo reconocerá V. E., nulo es también el nombramiento del secretario Francisco Arístides Serrano, hecho en aquella sesión; y nulo una vez más el escrutinio al tenor de la misma

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ley citada, por hallarse el acta respectiva firmada por este individuo que no tiene el carácter legal de Secretario del Concejo.

En mérito de todo lo expuesto, y en uso de la atribución concedida por el inciso 2.º del art. 62 de la Ley de Elecciones, toca a V. E. reprimir tan escandalosos abusos, declarando la nulidad de los relacionados escrutinios, en cumplimiento de la ley y con el fin de garantizar en lo sucesivo el ejercicio del más sagrado y trascendental derecho que la Constitución de la República confiere a los ecuatorianos.

-153-

Doctor Rafael María Arízaga

Alegato en el recurso de queja propuesto por Serafín Izquierdo contra Benjamín Yler, Teniente parroquial de ventanas por denegación de justicia

y usurpación de atribuciones

1893

-[154]- -155-

Excmo. Señor:

La sentencia del juez inferior en el recurso de queja entablado por Serafín Izquierdo, ha inferido manifiestos agravios a don José Benjamín Yler, cuyos derechos vengo a representar en esta instancia, bajo la protesta de legitimar mi personería. Séame permitido, por tanto, manifestar a la integridad de V. E. tales agravios, que se presentarán de resalto a la sabia penetración del Tribunal, a medida que analice las páginas del proceso.

Ante todo cumple manifestar que la acción deducida ha sido extemporánea, por hallarse extinguida, al tenor de los arts. 331 del Código de Enjuiciamiento en materia criminal y 119 N.º 2 del de Procedimiento Civil. Según el primero de dichos artículos, la acción de que trato prescribe en ocho días, y conforme al último, la prescripción de acción no se interrumpe sino en virtud de la citación de la demanda; de cuyos antecedentes y del hecho de no haber sido notificada mi parte en forma legal hasta la fecha, según aparece de los autos, es forzoso deducir lo inadmisible de la queja.

-156-

Que el recurso de queja sea una verdadera acción, lo declara expresamente el art. 439 del Código de Enjuiciamientos en materia civil, y lo dicen muy alto la recta razón y sanos principios de jurisprudencia. Es peculiar de los recursos propiamente dichos, la

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revisión de los actos de un juez o tribunal inferior, con el objeto de resolver en cualquier sentido el mismo asunto sobre que recayó el recurso, la misma controversia o acción, el derecho de las mismas partes contendientes; un recurso es por eso un nuevo grado en la causa e impide la ejecutoria de las providencias sobre que recae.

Nada de esto acontece en el impropiamente llamado recurso de queja. Ante todo, no tiene lugar sino con ocasión de una causa fenecida o de una resolución ejecutoriada; no versa entre las mismas partes, ni puede por tanto afectar en manera alguna sus intereses, puesto que la cuestión que se discute y que ha de resolverse, no es la misma que se agitó en el juicio que originó el recurso; en una palabra, el elemento personal y el elemento jurídico difieren sustancialmente entre la causa y el recurso. De lo cual es forzoso deducir que esta última expresión, usada por la ley juntamente con la de acción, al tratar de la queja puede apenas justificarse en el sentido de ser ella una última medida otorgada por la ley contra un procedimiento judicial; siendo la otra la única propia, la única verdaderamente jurídica.

Si esto no fuere evidente por sí mismo, el art. 113 de la Constitución terminaría la controversia. En efecto, el supuesto recurso tendría que considerarse en todo caso como dependiente del juicio que lo motiva; pues recurso propiamente dicho sin una causa a que adhiera, es un concepto que implica. Tal recurso sería pues una nueva instancia, por donde llegaría a haber juicios con más de tres instancias, contra lo establecido en el precepto constitucional.

El llamado recurso de queja no es pues otra cosa que una verdadera acción judicial, acción de daños y perjuicios que forma la materia de un juicio enteramente -157- nuevo, respecto del cual figura sólo como parte histórica del proceso anterior.

Siendo esto así, la aplicación del art. 119 del Enjuiciamiento Civil se impone como una necesidad de derecho, por más que se diga en contrario. Esa disposición es clara y terminante, y tan general por sus términos, que a falta de disposición expresa que haga una excepción en otro sentido, tiene de dársele aplicación. ¿Podrá negarse que el escrito de fojas 1.º contiene una verdadera demanda? No, por cierto; pues ésta y no otra es la denominación que damos al libelo en que se deduce una acción en juicio. Luego, pues, si dicha demanda no fue citada al demandado antes de cumplirse el tiempo de la prescripción, es indudable que ésta se consumó y que la acción es por tanto inaceptable.

Pretender que basta la presentación del recurso de queja ante el juez competente, para que se estime oportuno, bien así como basta presentar un escrito de apelación para que ésta pueda concederse en cualquier tiempo y aunque la parte adversa no haya sido notificada, es querer aplicar un mismo e idéntico criterio a cuestiones en un todo semejantes en el fondo.

En los recursos propiamente llamados, no cabe prescripción ni puede tratarse de ella, nótese bien. El vencimiento de un término judicial, no es prescripción ni cosa parecida, si vale para algo la propiedad del tecnicismo legal. Según el art. 2.474 del Código Civil, sólo se conocen dos especies de prescripción: la adquisitiva de derechos y la extintiva de las acciones ajenas; no hay más prescripciones reconocidas por el derecho. Dedúcese de aquí que cuando la ley desconoce ciertos actos de procedimiento judicial, por no haberse ejecutado en el tiempo y forma prevenidos, no entiende aplicar la teoría de la prescripción sino el muy conocido principio de Derecho procesal idem est

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non facere quod facere contra legem: el desconocimiento de los actos ejecutados fuera de las condiciones legales; he ahí todo. A tales actos no puede aplicarse nada de lo relativo a la prescripción; y es por esto que, interpuesto un recurso común, de apelación -158- o de tercera instancia, por ejemplo, surte todos sus efectos, aunque no se dé conocimiento de él a la parte a quien perjudica.

No sucede lo propio con el recurso de queja. El art. 439 del Código de Enjuiciamientos Civiles lo califica de verdadera acción, como lo es verdaderamente, y establece que esta acción se prescribe. ¿Qué reglas aplicaremos a esta prescripción de acción? Las únicas que la ley ha establecido, sin excepción alguna: las del Código Civil y del art. 119 del de Enjuiciamientos.

He argüido con el texto del art. 439 porque en la sección a que dicho artículo pertenece es donde la ley ha establecido claramente el sistema y reglas sustanciales del recurso de queja y porque lo que se diga de dicho artículo en la materia que discutimos, debe también decirse del 331 del Código de Enjuiciamientos en materia criminal, pues la materia es idéntica y sólo varía del uno al otro el tiempo señalado para la extinción de la acción.

Fundado en las razones expuestas, espero que la sabia justificación de V. E. se servirá declarar extemporánea la queja de don Serafín Izquierdo. Más aún cuando abrigo tal convicción, no me excusaré en guarda de los derechos de mi representado, de tocar otros puntos de defensa que reclaman también la revocatoria del fallo. Desde luego habrá observado V. E. al hacer el estudio de la causa, que no existe en ella la prueba legal necesaria para declarar fundada esta clase de acciones. Estudiemos los términos de la demanda y las disposiciones legales.

Funda su queja el actor: 1.º en no haberse observado para su juzgamiento ninguna de las formalidades que requiere el título 6.º del Código de Enjuiciamientos en materia criminal relativamente a los juicios por contravención; y 2.º en no haberse fallado un artículo de previo pronunciamiento sobre incompetencia de jurisdicción. En mi concepto ambos fundamentos se traducen en quebrantamiento de las leyes que arreglan los procesos; mas quiero tratar de ellos en el concepto de que el segundo -159- sea un caso de denegación de justicia, como lo ha supuesto el inferior.

Aun hecha tal concesión, resulta que al primer caso por lo menos es aplicable el art. 430, inciso 2.º del Código de Enjuiciamientos en materia civil, según el cual se exigen para que el juez o Tribunal Superior pueda fallar un recurso de queja con verdadero conocimiento de causa, una prueba específica, cual es el mismo proceso que originó la queja, cuando éste está concluido, como en el presente caso. Y es de tal manera necesaria esta prueba especial, que mientras no se la acompañe no puede continuar la causa y se impone al juez contra quien se dirigió la queja, una multa diaria, hasta que la presente. Poco conocedor de las leyes y de sus verdaderos intereses en este juicio, mi parte no presentó en primera instancia el libro original de actas, que habría sido lo procedente, una vez que se trataba de un juzgamiento concluido; y el actor, lejos de impetrar el cumplimiento de la disposición legal últimamente citada, se limitó a protestar a fojas 12 contra las piezas inscritas en el informe y luego impulsó la causa a su conclusión.

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No hay, pues, en ésta, lo repito, la prueba que la ley requiere; ni siquiera se ha llenado dicha falta con otras pruebas supletorias; pues en los interrogatorios presentados por la parte adversa con preguntas impertinentes las más, y otras tan indescifrables que sólo sus testigos han podido afirmarlas, apenas encuentro la tercera de fojas 13 vuelta relacionada con la materia del juicio. Mas si los testigos que han afirmado esa pregunta han hecho obra de la más apasionada deferencia por el actor, nada han alcanzado en provecho suyo; pues el hecho propuesto es puramente negativo y por tanto nada prueba quien lo afirma, y por otra parte ese hecho falso, falsísimo, tiene en contra la copia inserta en el informe, con la cual se acredita la ineficacia de esas declaraciones. Prescíndase de ellas, en la parte a que me refiero, y no se hallará en todo el proceso prueba alguna relativa al quebrantamiento de las leyes de trámite, y si el art. 433 del Código de Enjuiciamientos Civiles no lo obstase, imponiéndole -160- a V. E. el deber de fallar por sólo el mérito de lo obrado en primera instancia, mi parte mejor instruida hoy de las disposiciones legales, comprobaría la falsedad absoluta de tal quebrantamiento, sin más que presentar el correspondiente libro de actas. Por fortuna basta que falte en autos la prueba positiva para que V. E. declare sin lugar el recurso.

Por lo que hace a la supuesta denegación de justicia, es suficiente observar que se la encuentra por el quejoso en el hecho de no haber sustanciado y resuelto como artículo de previo pronunciamiento una excepción dilatoria propuesta por escrito, según consta a fojas 7. Esto tratándose de un juicio verbal sumario de policía, es el colmo de lo absurdo, y basta enunciarlo para hacer su refutación.

Quiero, sin embargo, añadir a este respecto que del acta copiada en el informe, aparece que mi representado obró en el juicio que ha dado origen a la queja, con pleno conocimiento de la competencia, mediante las declaraciones de dos testigos idóneos. Y nada valdría que el actor hubiese justificado en estos autos lo contrario; pues siempre sería cierto que en el juicio de contravención se probó que ésta se había cometido dentro del territorio en que ejercía su jurisdicción mi mandante, lo cual basta para ponerlo a cubierto de toda responsabilidad. El juez no puede atenerse sino a las pruebas del presente, sin consideración a las que más tarde puedan oponerse.

Por lo expuesto se manifiesta cuántos errores encierra el fallo de primera instancia; pero donde contiene una verdadera enormidad, es en la parte que manda poner en causa a mi representado, por supuesta usurpación de atribuciones. Dos graves errores informan la resolución en este punto: 1.º el de creer que la prueba rendida en esta causa acerca del lugar de la contravención puede estimarse de alguna manera para destruir la que se produjo en el juicio de Policía; y 2.º el de afirmar que el juez que procede sin jurisdicción en un juicio dado incurre en el caso penal de usurpación de atribuciones. -161- En cuanto al 1.º, paréceme que queda completamente refutado con lo anteriormente expuesto; y tocante al 2.º pocas palabras bastarán para demostrar cuán desviada anda la opinión del juez inferior.

En el tratado «De la usurpación de atribuciones» se ha propuesto el legislador mantener la mutua independencia de los poderes públicos, bien así de los tres elementales en que se divide la soberanía nacional, como de todos los secundarios que forman un orden especial en el mecanismo administrativo. Así, caen en el caso de usurpación de atribuciones según la ley el juez que ejerce funciones legislativas o administrativas y viceversa; el magistrado del orden administrativo nacional que se inmiscuye en la sección, y al contrario; el funcionario civil que se arroga las facultades

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de la autoridad militar y recíprocamente, da; mas pretender que usurpa atribuciones el juez que, sin salir de la órbita judicial comete una irregularidad en sus procedimientos, es cosa que sólo puede sostenerse en el sentido humorístico de que tal juez usurpa la atribución de errar, que ciertamente no ha concedido la ley a ninguno de los poderes públicos. El juez que, obrando como tal, yerra de buena fe, en cualquier sentido que sea, no incurre en responsabilidad alguna; si obra con malicia podrá ser prevaricador; pero en ningún caso mientras no ejerza sino funciones judiciales, deberá creérsele incurso en usurpación de atribuciones. Tratando especialmente de la cuestión de competencia, los conflictos que de ella se originan sólo dan lugar a una contienda civil entre los jueces respectivos, y la responsabilidad criminal sólo nace al tenor del art. 255 del Código Penal, cuando el juez requerido de inhibición continúa conociendo de la causa.

Por las razones alegadas y lo más favorable que la sabiduría de V. E. encuentre en los autos y el derecho, espero que será revocada la sentencia del inferior, declarando sin lugar la queja y a mi parte libre de toda responsabilidad civil y enjuiciamiento criminal.

Imploro justicia, costas.

-[162]- -163-

Doctor Luis Felipe Borja (padre)

Alegato en el juicio de despojo seguido por Justo Carvajal contra Pedro Amat

1909

-[164]- -165-

Señor Ministro:

Si se estudian detenidamente los hechos que constan de la causa posesoria suscitada por Carvajal contra Amat y las respectivas disposiciones legales, no podrá desconocerse que son de todo punto infundadas las dos sentencias que absuelven de la demanda al cínico despojante.

I

Veamos ante todo las acciones y las excepciones:

«Por escritura pública de 16 de marzo de 1892 -dice la

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demanda- adquirí por compra a la señora Margarita Mora, la calidad de accionista, o mejor dicho de propietario del sitio denominado Changuil...

»Mediante aquel justo título... he venido levantando de mi peculio, en dicho sitio, un fundo rústico, con -166- la dominación de San Nicolás, compuesto de casa habitación, arboledas de cacao y terrenos incultos...

»Además, con fecha 16 de marzo de 1901 y bajo aquella linderación, obtuve la posesión material de mi dicho fundo, por sentencia de 15 de marzo del mismo año...

»Alegar, pues, que he mantenido y conservado la posesión quieta y pacífica de San Nicolás, por muchos años, sería hasta cierto punto inoficioso, tratándose de la posesión inscrita y de los demás actos que dejo puntualizados.

»Pero resulta, que en la noche del 23 de agosto del año en curso, fue destruida mi cerca del lindero con el señor Amat; y que éste incontinentemente comenzó por medio de una numerosa peonada a encerrar con cercas del mismo material y a picar desmontes, en todo el terreno inculto de mi susodicha propiedad, valiéndose al efecto de fuerza y violencia...

»En consecuencia me querello en forma legal contra el referido señor Pedro Amat, por despojo comprendido en el art. 736 del Código de enjuiciamientos en materia civil».

Pasemos a la contestación.

«En resumen (leo a fs. 3) mi contestación a la demanda comprende los siguientes puntos: 1.º- Improcedencia de la acción posesoria, por encaminada respecto de cosa que no puede ganarse por prescripción; 2.º- Falsedad del despojo; 3.º- Haber tenido mi mandante por muchos años la posesión del terreno disputado».

II

Lejos de constar que Carvajal ha poseído como copropietario de Amat el terreno materia de la controversia, -167- consta plenamente que lo ha poseído como único dueño.

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Si bien el art. 914 del Código Civil declara que en los juicios posesorios no se controvierte el dominio, el propio artículo añade: «Podrán, con todo, exhibirse títulos de dominio, para comprobar la posesión, pero sólo aquellos cuya existencia pueda comprobarse sumariamente. Ni valdrá objetar contra ellos otros vicios o defectos, que los que pueden probarse de la misma manera». Ahora bien, de los títulos presentados por Carvajal consta plenamente el dominio y posesión adquiridos por el mismo; pues a fs. 49 se presentó la escritura según la cual vendió Margarita Mora a mi comitente las acciones que le correspondían en Changuil; en virtud de tal contrato procedió el comprador a formar para sí el respectivo predio, y formado obtuvo la posesión: «Mediante este derecho -dijo (fs. 14 vta.)- he levantado y fomentado dos posesiones cultivadas de cacao, potreros y otras plantaciones más en cada uno de los sitios en referencia... Solicito se sirva usted concederme la posesión material y para cuyo acto deberá concurrir el actuario de estas diligencias y un juez civil de la parroquia de Sabaneta...».

«En conformidad con los títulos presentados y de la legítima petición de partes -sentenció el juez- concédese al señor Juan Carvajal la posesión de los inmuebles a que se refiere la escritura adjunta...». Dada la posesión del predio formado por Carvajal en el terreno comprado a la Mora, no puede aseverarse ni en burlas que ese predio era poseído en común por Carvajal y Amat. «La posesión -dice el art. 688 del Código Civil- es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño...». He aquí los elementos constitutivos de la posesión:

1.º- La tenencia, esto es, el acto material de aprehender la cosa y de sujetarla, por decirse así, a la voluntad del poseedor; y

-168-

2.º- Aprehender la cosa y disponer de ella con ánimo de propietario.

¿Y cómo desconocer ni por un instante que concurrían esas dos circunstancias desde el momento mismo en que por orden de juez el respectivo agente procedió a dar a Carvajal la posesión del predio? No afirmó que la sentencia se expidió legalmente, porque la verdad y los principios deben respetarse a todo trance; pero la sentencia y la posesión material son pruebas tan concluyentes como inequívocas de que Carvajal quería proceder, en lo sucesivo, no en calidad de comunero, sino como dueño del predio que había formado empleando su trabajo, afanes y fatigas. La esencia de la posesión consiste en hechos de donde se deduce que una persona ejerce los derechos de propietario; y el art. 916 dice una verdad grande como un templo cuando asienta la siguiente regla: «Se deberá probar la posesión del suelo por hechos positivos de aquellos a que sólo el dominio da derecho, como la corta de maderas, la construcción de edificios, la de cerramientos, las plantaciones o sementeras, u otros de igual significación ejecutados sin el consentimiento del que disputa la posesión».

Ahora bien, la posesión material surtió el efecto de que Carvajal, renunciando en toda la extensión de los terrenos comuneros los respectivos derechos, se proponía adquirir el dominio de la limitada extensión en que había formado el predio.

Cierto que según otras disposiciones del Código Civil la posesión de los bienes raíces no se adquiere sino por la inscripción del título en el registro del anotador de

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hipotecas; pero evidentísimo también que si estudiamos el sistema del propio Código en cuanto a la posesión y la prescripción, deduciremos la consecuencia, clara como la luz del día, de que se distinguen dos especies de posesión del todo diversas:

1.ª- La posesión inscrita; y

2.ª- La posesión no inscrita.

-169-

La primera conduce a la prescripción ordinaria; pues si atendemos exclusivamente a esa prescripción, no cabe desconocerse que es indispensable a la inscripción, porque aquélla exige dos requisitos:

a) El justo título.

b) La buena fe.

Si el justo título es traslaticio de dominio, no se completa, por decirlo así, mientras no se inscriba en el respectivo registro.

Pero la escena cambia absolutamente de decoración si pasamos a las acciones posesorias y a la prescripción extraordinaria.

En cuanto a las acciones posesorias, ellas tienen un objeto peculiarísimo: «Conservar o recuperar la posesión de bienes raíces o de derechos reales constituidos en ellos»; y para deducirlas no se requiere sino la posesión anual que consista en hechos. Y si alguna duda nos suscitase el art. 915 del Código Civil, nos la disiparía el art. 741 del Código de enjuiciamientos: «El despojado presentará su demanda relacionando que, personalmente o por medio de otro, ha estado en posesión material de la cosa por un año continuo, y que ha sido despojado de ella». La posesión no inscrita, llamada bárbaramente por el Código de enjuiciamiento posesión material, es también un signo de dominio, y tiene de ser aceptada tratándose de las acciones posesorias, cuyo principal objeto consiste en impedir que una persona proceda arbitrariamente a apoderarse de inmuebles cuya posesión pertenece a otra.

En cuanto a prescripción extraordinaria todavía es más claro el sistema del Código Civil, pues según el art. 2.492: «El dominio de las cosas comerciales que no ha sido adquirido por la posesión ordinaria, puede serlo por la extraordinaria bajo las reglas que van a expresarse:

»1.ª- Para la prescripción extraordinaria no es necesario título alguno;

-170-

»2.ª- Se presume en ella de derecho la buena fe, sin embargo de la falta de un título adquisitivo de dominio».

No puede establecerse con más claridad la distinción entre la posesión inscrita y la posesión no inscrita.

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La segunda a las acciones posesorias y la prescripción extraordinaria.

Sin esta disposición sería de todo punto imposible comprender las disposiciones que sobre esas materias encierra el Código Civil.

De todo lo cual se deduce que es tan injurídica que raya en ridícula la excepción de que Carvajal no pudo deducir acción posesoria porque formó su predio en terrenos que muchos años ha pertenecieron a la comunidad.

III

Pasemos a la segunda excepción, esto es, la de falsedad del despojo; la cual consiste exclusivamente en hechos.

Nótese ante todo que el Código Civil distingue dos especies de reglas concernientes a las acciones posesorias:

1.ª- Las que forman los elementos constitutivos de las propias acciones; y

2.ª- Las que pueden llamarse supletorias.

Las primeras tiene que examinar el juez de oficio, y no pueden amparar en la posesión o restituirla sino cuando ellas constan plenamente, aunque el actor no las determine ni el reo las alegue como excepción.

Entre esas reglas hay dos fundamentales:

-171-

1.ª- Sobre las cosas que no pueden ganarse por prescripción, como las servidumbres no aparentes o discontinuas, no puede haber acción posesoria (art. 908);

2.ª- No podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo (art. 909).

En virtud de la primera el juez absolvería de la demanda al reo cuando conste del proceso que se trata de la posesión de una cosa imprescriptible, y nada importa que el reo no hubiese alegado esa circunstancia.

De la misma manera, si no consta que el actor ha tenido durante un año la posesión tranquila y no interrumpida del inmueble determinado en la demanda, absolverá al reo.

Estos dos son los únicos elementos constitutivos de las acciones posesorias, y tan esenciales que si faltan, el juez no puede amparar en la posesión ni ordenar que se le restituya al actor.

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Entre las leyes que pudiéramos llamar supletorias en cuanto a los juicios sobre posesión anual, tenemos el art. 911: «Las acciones que tienen por objeto conservar la posesión, prescriben al cabo de un año completo contado desde el acto de molestia o embarazo inferido a ella. Las que tienen por objeto recuperarla, expiran al cabo de un año completo contado desde que el poseedor la ha perdido».

No puede ser más clara ni más terminante la ley, la cual distingue, como no podía dejar de hacerlo, entre la posesión anual del actor y la prescripción de la acción posesoria.

Al actor incumbe alegar la posesión anual y probarla.

El reo, a su turno, puede alegar la prescripción que no puede ser declarada de oficio conforme al art. 2.476 del tantas veces citado Código; y, alegada, la prueba incumbe al reo.

-172-

La posesión del actor consta plenamente.

Ya hemos visto, vuelvo a decirlo, que el día inicial de la posesión exclusiva del actor fue aquel en que, cumpliéndose la sentencia expedida por el juez competente, el respectivo funcionario dio la posesión del predio que Carvajal había formado.

Además, la prueba testimonial no puede ser más convincente.

A fs. 20 se preguntó a los testigos: 2.ª Cómo es cierto y les consta a los declarantes que, personalmente, he estado en posesión de mi fundo rústico denominado San Nicolás, pues en él he establecido cercas, potreros, etc., etc...

Y tres testigos, libres de toda excepción, afirman que es cierta la pregunta.

Los mismos testigos, al contestar la pregunta tercera, también afirman que hace más de 10 años que ha estado en posesión del predio San Nicolás.

Y acaso es más terminante la novena pregunta (fs. 21):

«Cómo es cierto que he poseído los terrenos encerrados dentro de mi finca San Nicolás, quieta y pacíficamente, ejerciendo sin el consentimiento de Amat, ni el de su antecesor, Juan Moreira, los actos de posesión y dominio, como la corta de maderas, la construcción de la casa de mi fundo, de las cercas, las plantaciones de cacao, potreros, etc.».

Los testigos ni vacilan al declarar que son ciertos los hechos preguntados.

La sexta de las preguntas que obran a fs. 20 se redactó en estos términos: «Cómo es cierto que la línea de separación de mi fundo San Nicolás con la posesión del señor Amat, era una cerca de alambre de mi exclusiva propiedad».

-173-

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Los testigos Francisco Mogrovejo (fs. 23), Antonio Gómez (fs. 24) y Raymundo Aguirre (fs. 25) contestan afirmativamente.

Volviose a preguntar a los testigos: «Cómo es cierto y les consta que de la noche a la mañana fue destruida dicha cerca completamente y suprimido el lindero que delimitaba las dos posesiones, es decir mi cerca propia, y sólo quedó en pie la de Amat que era paralela con la mía propia, dejando un callejón al centro».

Los mismos testigos contestan también esta pregunta afirmativamente.

Luego, Carvajal ha cumplido estrictamente las obligaciones que le impone la ley como requisitos esenciales para obtener la sentencia en que se ordene la restitución del predio despojado, condenándose al despojante a indemnizarle todos los perjuicios.

Pero el Alcalde municipal y la Corte Superior resuelven que no es admisible la acción posesoria por cuanto no se ha fijado la época precisa en que Amat, destruyendo las cercas puestas por Carvajal, procedió a apoderarse de los terrenos que a éste le pertenecen.

Examinemos este punto muy detenidamente al discutir la tercera excepción.

IV

Tercera excepción: «haber tenido (Amat) por muchos años la posesión del terreno disputado».

Tanto el despojante Amat como los jueces de primera y segunda instancia se fundan en que no se ha determinado en el interrogatorio, según el cual declararon -174- los testigos el día cierto en que se efectuó el despojo. Pero no se ha visto, o no ha querido verse, que la falta de esta determinación no podía influir sino en que estuviese prescrita la acción posesoria.

Se ha prescindido en las dos sentencias de otra circunstancia que por sí sola bastaría para evidenciar que tal fallo es parto de la ligereza y de la falta de estudio. El art. 739 del Código de enjuiciamiento vigente cuando se propuso la demanda, dice: «En este juicio no se podrán alegar sino las siguientes excepciones: haber tenido la posesión de la cosa por el año inmediato anterior; haber precedido otro despojo causado por el mismo actor, antes de un año contado para atrás desde que se propuso la demanda; o ser falso el despojo».

El legislador distingue, como se ve, entre los elementos constitutivos de la acción y las excepciones que el querellado debe alegar.

Los elementos constitutivos de la acción se determinan en la demanda, y deben ser probados por el actor aunque el reo no alegue excepciones.

Alegadas, al reo le incumbe justificarlas.

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No se diga que conforme a las reglas sobre la prueba, no deben justificarse sino las acciones o las excepciones; mas no unas y otras a un mismo tiempo.

Cierto, evidentísimo que según las reglas generales sobre la prueba, o bien el actor debe justificar la acción, o bien el reo los hechos en que funda su defensa; mas no incumbe la prueba así al actor como al reo; pues sólo uno de ellos justifica los respectivos hechos.

Si el actor demanda en juicio ordinario el pago de diez mil sucres, el reo puede alegar:

1.º- Que no contrajo la obligación; y

2.º- Que ella se extinguió por uno de los modos puntualizados en el art. 1.557 del Código Civil.

-175-

En el primer caso, la prueba incumbe sólo al actor; en el segundo sólo el reo debe probar la extinción. Pero hay ciertos juicios especialísimos, sujetos a breves trámites, en que el actor para obtener sentencia favorable, debe justificar los elementos de la acción y el reo las excepciones; entre los cuales se cuentan:

1.º- El juicio ejecutivo; y

2.º- Los juicios posesorios.

En los juicios ejecutivos el instrumento que se presenta al proponer la demanda encierra la prueba plena de la acción deducida; y si el juez la estima como tal, dicta el auto de pago, ordenando que el reo cumpla su obligación o proponga excepciones. Si las alega, ¿cómo ponerse ni por un instante en duda que el ejecutado es a quien incumbe justificarlas?

Luego, en virtud de la naturaleza misma del juicio ejecutivo el actor rinde prueba plena de la acción y el reo debe justificar las excepciones.

Exactamente lo mismo es, en cuanto a la prueba, cualquier juicio posesorio.

Si nos contraemos al juicio conducente a recuperar la posesión, no hay más diferencia en cuanto a la prueba entre ese juicio y el ejecutivo, que en el primero el actor rinde la prueba al proponer la demanda, y en el otro justifica la acción durante el respectivo término.

El actor, insisto en ello, debe probar su posesión anual, y probada, al reo le corresponde rendir prueba plena de sus excepciones; entre las cuales se cuentan en el presente caso, la alegada por Amat, esto es que él había poseído el mismo inmueble durante el año inmediato anterior al despojo. ¿Y dónde consta la posesión anual de Amat? ¿No es cierto que esa posesión, alegada al contestar la demanda, no pasa de palabras huecas del todo vacías de sentido? ¿No es evidentísimo que Amat -176- ni se propuso rendir esa prueba, porque le hubiera sido de todo punto imposible justificar que

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él era el poseedor del predio formado por Carvajal en el terreno cuya posesión se le dio judicialmente?

Y nótese la circunstancia, tan clara que deslumbraría a un ciego de nacimiento, que cuando el reo alega que él ha poseído el inmueble material del despojo el año inmediato anterior, alega en realidad de verdad la prescripción, pues sus aseveraciones equivalen a la de que no es admisible la acción posesoria porque ha transcurrido más de un año desde que se efectuó el despojo. Hay dos posesiones contrapuestas: la posesión del despojado, y la posesión del despojante. El despojado fue poseedor anual; perdió esa posesión a causa del despojo, la cual fue adquirida por el despojante, y tan luego como transcurre un año el despojante adquiere la posesión que se considera signo del dominio, y queda prescrita la acción posesoria. De manera que un mismo hecho puede considerarse en dos aspectos:

1.º- El despojante se convierte en poseedor legal del respectivo inmueble; y

2.º- Prescribe la acción posesoria que pudo deducir el despojado dentro de un año.

Nada más cierto que la observación de Bastiat: «Los problemas económicos son a manera de polígonos de infinidad de lados, y para proceder con acierto es de todo punto necesario examinarlos todos, sin prescindir de uno solo»; observación que es aplicable siempre a los asuntos judiciales. Los jueces incurren en errores garrafalísimos por no examinar los asuntos en todos sus aspectos.

En el actual litigio supuso el asesor que no se había determinado la época del despojo, y de esa suposición sacó la consecuencia de que no era admisible la acción posesoria. Pero Carvajal, justificando plenamente así la posesión anual como el despojo, cumplió estrictamente los deberes que le impone la ley, y el reo, lo repetiré, -177- hubo de justificar la excepción de que él había poseído el mismo inmueble el año inmediato anterior, excepción que llevaba consigo la de prescripción.

Pero aun prescindiéndose por un instante de la circunstancia, que no puede ser más decisiva, de que Amat debió justificar que había poseído el predio durante el año inmediato anterior, o lo que es lo mismo que estaba prescrita la acción posesoria, no sería legal el fallo recurrido.

El citado art. 736 del Código de enjuiciamientos vigente cuando se propuso la demanda, no exige que se determine el día mismo en que se efectuó el despojo, sino el tiempo en que tuvo lugar, esto es dentro del año anterior a la acción posesoria.

Y si atendemos a todas las pruebas rendidas, deduciremos lógicamente que está justificado el tiempo en que se efectuó el despojo.

No podemos fijarnos sólo en una pregunta y las respectivas respuestas; sino en las pruebas consideradas como un conjunto indivisible. Pasó ya la época del sistema formulario de los romanos; los jueces al decidir deben estimar, más que las palabras, la esencia misma de las cosas.

Los testigos no podían prescindir del día señalado en la demanda, esto es, el 23 de agosto de 1903; y en ese sentido hemos de examinar el conjunto de las declaraciones.

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Al contestar los testigos las preguntas tercera y novena, afirman que Carvajal ha poseído durante diez años, tiempo que encierra precisamente el año anterior al despojo; y cuando expresa, al contestar la pregunta 7.ª, (fs. 20) que de la noche a la mañana los agentes de Amat destruyeron la cerca y procedieron a ocupar el terreno de San Nicolás, se refieren a una época conocida determinada por todas las circunstancias que una a una enumeran en las declaraciones.

-178-

Notabilísima es, por ejemplo, la de Antonio Gómez (fs. 24), el cual contestando la pregunta tercera dice: «Que hace un año que el declarante existe en ese lugar y que desde esa fecha conoce las cercas de alambre que delimitaban el fundo de Carvajal y que sabe también que años anteriores han existido las mismas cercas».

Y si el propio testigo afirma que de la noche a la mañana se efectuó el despojo, ¿no afirma de la manera más inequívoca que no transcurrió un año desde la fecha del despojo hasta que se propuso la demanda?

Las preguntas del procurador de Amat también sirven para determinar la época del despojo. Así, según la 3.ª de las que obran a fs. 26, «cuánto tiempo transcurrió desde la última vez que el declarante haya estado en los terrenos de Justo Carvajal hasta el día en que se afirma haberse acontecido el despojo». A la cual contestó: «Que dos semanas transcurrieron hasta el día en que vio a los peones trabajando en los terrenos de Carvajal, con la ocasión de ir a la casa de Abdón Murillo a comprar maíz, y que de regreso no pudo pasar por el mismo camino, porque el señor Amat había tirado una cerca en terrenos de su fundo y otra que había en la parte de atrás...». ¿Cómo no ver que se trataba de un suceso en extremo reciente cuando el testigo prestó la declaración?

Por último, las actuaciones cuya copia obra a fs. 37-44 constituyen por lo menos semiplena prueba que, unida a todas las demás, evidencia que no había transcurrido un año desde el despojo hasta la demanda.

V

De todo lo expuesto se deduce:

1.º- Que la acción posesoria propuesta por Carvajal es conforme a la ley;

-179-

2.º- Que constan plenamente los elementos constitutivos de la propia acción;

3.º- Que al querellado Amat la incumbía probar sus excepciones;

4.º- Que la excepción de haber poseído Amat el predio el año inmediato anterior envuelve la de prescripción;

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5.º- Que no habiéndola justificado Amat, el juez no pudo declararla de oficio.

Dígnense, pues, señores ministros, revocar la sentencia recurrida, condenando al despojarte Amat a restituir el predio San Nicolás, indemnizar todos los perjuicios y satisfacer las costas procesales.

-[180]- -181-

Manifiesto ante la Corte Suprema

-[182]- -183- Solemnidades de los testamentos. La ley no exige fórmulas sacramentales. Intervención

de los jueces parroquiales. Jurisdicción y subrogación

Excelentísimo Señor:

Como es de suma importancia la causa que, sobre nulidad de testamento, sigue don José María Romero contra mi comitente don José Gabriel Martillo, examinemos con esmero las acciones y excepciones, las pruebas y las respectivas leyes.

I

«Mi finada esposa doña Lorenza Gutiérrez», dice la demanda, «estuvo de tránsito en esta ciudad en el mes -184- de junio del presente año, y apenas regresó al cantón de Vinces, fue víctima de una antigua enfermedad, de la cual falleció...

»Muy graves razones tengo para sostener la falsedad de dicho testamento. Mi esposa no estuvo en esta ciudad a la fecha en que aquél aparece otorgado; como he podido descubrirlo, y esta sola circunstancia hace suponer que el juez civil y los testigos instrumentales han incurrido en error involuntario sobre la persona de la testadora.

»Mas, en la hipótesis de ser verdadero el acto testamentario, carecería de fuerza y validez ante la ley por no haberse consignado en el instrumento la solemnidad prescrita en el inciso 2.º del art. 1.007 del Código Civil, cuya omisión produce nulidad, según el art. 1.016...

»Hay también nulidad, porque el juez civil no tuvo la competente jurisdicción para autorizar el testamento en el

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lugar donde se dice haber estado la testadora cuando se verificó aquel acto».

Como se ve, dos son las acciones deducidas: la de nulidad y la de falsedad del testamento, y la segunda se estriba, ya en que no consta que tal testamento se hubiese leído al testador y los testigos, ya en que el juez parroquial careció de jurisdicción para autorizarlo.

El señor Martillo se limitó a negar absolutamente la demanda, por lo cual al demandante le incumbe la prueba.

II

Evidentísimo que la falsedad ya no se controvierte, pues el actor confiesa que no ha podido justificarla.

Tal acción no ha servido sino para manifestar que el señor Romero procedió con extrema ligereza al aseverar -185- un hecho que hubiera impuesto responsabilidad criminal al señor Martillo, al juez y a los testigos instrumentales.

III

En cuanto a la lectura, veamos qué dice el testamento.

«A los veinte y seis días del mes de junio de mil ochocientos noventa y uno, ante mí César D. Villavicencio..., y testigos que al final se expresarán, se hizo presente... la señora Lorenza Gutiérrez viuda de Martillo...; y expresó el deseo de otorgar su testamento; el que lo hizo en los términos siguientes...».

Todos cuantos lean estas líneas con ánimo desprevenido conocerán a primera vista que el juez parroquial, que hacía de escribano, es quien habla dando razón de los hechos cuales pasaron al otorgarse el testamento.

Exprésanse las declaraciones y disposiciones de la testadora, y añade el juez: «Leído que le fue a presencia de los testigos... se ratificó la señora testadora en el contenido del presente».

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El mismo señor Romero confiesa que el legislador no ha prescrito fórmulas sacramentales para hacer constar las solemnidades del testamento, pues basta que de él se desprenda que ellas se observaron.

Ahora bien, el art. 1.007, inciso 2.º del Código Civil, ordena que el testamento sea leído en alta voz por el escribano; y el contexto mismo evidencia que el Juez parroquial, señor Villavicencio, dio la lectura.

Ya observamos que dicho funcionario es quien habla al puntualizar los hechos que durante el otorgamiento se efectuaron, y quien expresa que habiendo comparecido -186- doña Lorenza Gutiérrez ante él y los testigos, procedió a dictar las disposiciones testamentarias.

Determínanse las únicas personas que en el acto intervinieron: el testador, el funcionario que hacía de escribano y los testigos instrumentales. Y si el juez parroquial da fe de que el testamento fue leído al testador en presencia de los testigos, ¿no se deduce, con lógica inflexible, que el juez fue quien leyó el testamento? Las palabras en presencia de A y B, ¿no expresan necesariamente que A y B no ejecutaron el acto de que se trata; que, simples espectadores, se limitaron a ver u oír lo que pasaba?

Supongamos que tratándose de un discurso, constase que sólo cinco personas se hallaron en el lugar donde se pronunció, y se dijese «lo escucharon atentamente Pedro, Juan, Diego y Francisco». El escepticismo personificado, ¿dudaría de que el otro individuo fue el orador?

¿Cómo pudo afirmarse que el testamento se leyó al testador en presencia de los testigos, si aquél o éstos lo hubiesen leído? ¿Cabe la aseveración de que en presencia de sí mismo lea un individuo un acto escrito?

Bien sabe V. E. que los comentadores del Código de Napoleón son severísimos cuando se trata de investigar si se observaron las solemnidades prescritas por la ley; la cual ordena que el notario o notarios que intervienen en el testamento den razón de que se cumplió con los requisitos de cuya observancia depende la validez del testamento. Y sin embargo Merlin, Toullier, Troplong, Demolombe, afirman acordes que la mención expresa del cumplimiento de la ley puede hacerse con cualesquiera palabras, con tal que enuncien ellas claramente la idea del legislador. Y si eso es aceptable hablándose del francés, idioma cuya construcción se halla atada con durísimas ligaduras, ¿qué diremos del español, en que el escritor tiene absoluta libertad para emplear la forma más adecuada a la expresión del pensamiento?

Y siendo evidente que el señor Villavicencio fue quien leyó el testamento, no lo es menos que lo leyó en -187- alta voz, porque las palabras: «Leer al testador en presencia de los testigos», significa que todas estas personas oyeron la lectura. Veámoslo.

En la obra Questions de Droit, propone Merlin lo siguiente: «Expresar que el testamento se leyó en presencia del testador y testigos, ¿significa que tal testamento se leyó al testador?». Y para resolver el problema, examina este caso: «Ante mí el infrascrito notario compareció el señor... que dictó a dicho notario su testamento y acto de última voluntad... en presencia de todos cuatro testigos mayores...».

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Suscitado litigio sobre nulidad del testamento, Merlin, Ministro Fiscal de la Corte de Casación, se expresó en estos términos: «Pretender que un testamento en que conste que se leyó en presencia del testador no pruebe que se leyó al testador mismo, es interpretar la ley sujetando la constancia de la lectura a una fórmula absolutamente sacramental, y atribuyendo al legislador una intención que no tiene. ¿Qué se propone la ley al exigir que el testamento, después de escrito por el notario a quien el testador dicta, se lea a éste por aquél? Verificar si la voluntad del testador se ha expresado por el notario fielmente; si el notario ha expresado toda la voluntad del testador y sólo su voluntad. Y cuando se dice que el notario leyó el testamento en presencia del testador y de los testigos, ¿no se ha conseguido ese objeto, y no consta él tan auténticamente como cuando se dice que en presencia de los testigos se leyó el testamento al testador? ¿Hay alguna diferencia, en cuanto al sentido, entre las palabras leído al testador y las palabras leído en presencia del testador? Leer un escrito en voz alta e inteligible, es necesariamente leerlo a todos los que, estando presentes cuando la lectura, se hallan en aptitud de escucharla; leer un testamento en presencia del testador, significa necesariamente leerlo al testador. Cierto que no se juzgaría que se leyó el testamento al testador, por sólo haberse dicho que fue leído en su presencia, si pudiese admitirse que el testador pudo estar presente a la lectura del testamento, sin haberla -188- oído. Pero si enunciar que el testamento se leyó al testador es enunciar que el testador oyó la lectura ¿qué más puede exigirse? Pues bien, la ley 209, D. de Verborum significatione, decide claramente que una persona no se halla presente a un acto sino cuando ha comprendido todo lo que durante él se hacía: «Coram Titio aliquid facere jussus, non videtur praesente eo fecisse, nisi is inteligat; itaque si furiosus aut infans sit, aut dormias, non videtur coram eo facisse». Y Godefroy, en su nota a ese texto, deduce la consecuencia, que ejecutar un acto en presencia de alguno, es ejecutarlo eo sciente et intelligente. Por tanto, leer un testamento en presencia del testador, es leerlo de manera que el testador oiga su lectura; luego es lo mismo que leerlo al testador; porque leer un escrito a alguno, ¿no es leerlo para que lo oiga?1

Consta, pues, del testamento mismo que D. César Villavicencio fue quien leyó en alta voz el testamento.

III

Si bien tampoco es fundada la otra causa de nulidad, examinémosla más atentamente, porque embaucados los jueces de primera y segunda instancia por el hábil, ilustrado y distinguidísimo jurisconsulto Sr. Dr. D. Lorenzo R. Peña, aceptaron a ciegas todo cuanto les dijo. V. E. analizará tales sofismas con el prisma de la ley y de los principios, y decidirá que no es nulo el testamento.

Debemos principiar por el examen del art. 1.004, inciso 2.º, del Código civil; pues el haberlo interpretado de la manera más absurda es el origen de los disparatadísimos errores en que incurrió el Alcalde municipal. «Podrá hacer las veces de escribano un juez de primera instancia, -189- sea parroquial o cantonal, cuya jurisdicción comprenda el lugar del otorgamiento; y todo lo dicho en este título acerca del escribano, se entenderá de estos empleados en su caso».

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Cualquiera persona que sabiendo español tenga las más elementales nociones de jurisprudencia, comprende a primera vista el sentido de esta disposición, tan clara, tan perspicua que no puede originar ni la más leve duda.

No se habla de jurisdicción sino para determinarse el territorio donde el juez puede hacer las veces de escribano; es decir, sólo se trata de la parroquia o cantón en que dicho juez interviene, no como tal, sino como funcionario cuyas atribuciones consisten en dar fe de los hechos que ante él pasen.

El caso de otorgarse testamento no es el único en que los jueces proceden como escribanos. Así, por ejemplo, la ley prevé que es necesario extender escritura pública de mandato en parroquias distantes, y llama al respectivo juez, no a subrogar a nadie, sino a desempeñar las funciones de escribano.

Nadie ignora que hay enorme diferencia entre subrogar y hacer un funcionario las veces de otro. Lo primero envuelve falta o impedimento del funcionario subrogado; lo segundo, que dos o más funcionarios, ejerciendo sus atribuciones son llamados indistintamente a intervenir en ciertos actos. Los alcaldes municipales subrogan a los jueces letrados; aquéllos son subrogados por los concejales; pero los jueces parroquiales, los alcaldes y los escribanos autorizan los testamentos indistintamente.

Luego, no hay jurisdicción contenciosa ni voluntaria ni cosa que lo valga; y las disposiciones sobre jurisdicción y subrogación son de todo punto impertinentes.

Tan cierto es eso, que desde la promulgación de las Leyes Recopiladas se ha podido otorgar el testamento sin escribano, sólo ante testigos; los cuales concurren para dar razón de que en efecto el testador manifestó la intención -190- de testar, y procedió, a la voz o por escrito, a expresar sus declaraciones y disposiciones. ¿Nos dirá acaso el Alcalde municipal de Guayaquil que los testigos ejercen jurisdicción y que la ejercen subrogando a los alcaldes municipales o jueces parroquiales?

Evidente, pues, insisto en ello, que todo Juez de parroquia, sea principal o suplente, puede autorizar testamentos, siempre que ejerza jurisdicción en el lugar donde se otorga.

Si bien el testamento es uno de los actos más trascendentales de los que un individuo ejecuta, el legislador ha facilitado su ejecución; porque el testamento es consecuencia necesaria del derecho de propiedad. Nada más natural ni más necesario que el individuo que merced al trabajo allega considerables bienes de fortuna, disponga de ellos dentro de los límites trazados por la ley. Si no tiene legitimarios, puede dejar una parte considerable de su hacienda en beneficio de la nación o personas con quienes le liguen vínculos de amistad o gratitud. De ahí proviene que sean cuales fueren las circunstancias en que se halle la persona, la ley la habilite para testar: un escribano, un alcalde municipal, un juez parroquial, cinco testigos, autorizan el testamento en los casos normales. Si es militar y está en campaña, acude al respectivo capitán, médico o sacerdote; si navega, también puede testar; y aun asaltado inopinadamente por una gravísima enfermedad que no le permite observar las solemnidades de los testamentos escritos, la ley le concede la facultad de disponer de todos sus bienes a la vez.

He aquí la única razón que ha tenido el legislador para conceder a todos los jueces parroquiales la atribución de autorizar testamentos; y esa misma razón manifiesta que

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cuando un juez parroquial ejerce jurisdicción en dos o más parroquias, en ambas puede presenciar testamentos indistintamente.

-191-

IV

Los oficios cuya copia obra en la foja 86.ª son instrumentos auténticos que hacen plena fe mientras no se justifique su falsedad. Luego, es un punto incontrovertible que el señor Villavicencio ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar y que el testamento no adolece del vicio determinado por el Alcalde municipal y la Corte Superior de Guayaquil.

Alega el actor que habiéndose fundado la demanda en la inhabilidad del juez parroquial señor Villavicencio, y deducídose la excepción simplemente negativa, no se controvierte el punto esencialísimo de que el propio juez ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar. De todo punto inexacta es tal alegación. Si uno de los fundamentos de la demanda consistió en que el Juez parroquial no fue idóneo para autorizar el testamento, y si las excepciones del reo se redujeron a la negativa absoluta; sólo la acción es lo controvertido y al actor le incumbe probarla plenamente.

Pero de ahí no se deduce ni puede deducirse que el reo no tenga el derecho de combatir todas las pruebas que el actor rinda para manifestar la incompetencia del señor Villavicencio.

Supónganse que el señor Romero hubiese demandado al señor Martillo por diez mil sucres provenientes de un contrato de mutuo que el reo se hubiese limitado a negar la deuda y que el actor, para justificarla hubiese presentado una escritura pública en que conste tal contrato. ¿No hubiera podido el señor Martillo probar que la escritura fue suplantada? ¿Consiste acaso la negativa absoluta en que el reo se despoje del derecho de rendir las pruebas conducentes a su defensa, entre las cuales se cuentan necesariamente las relativas a poner en claro que los hechos cuya justificación pretende el actor son del todo falsos?

-192-

No confundamos ni por un instante las acciones o excepciones con las pruebas que se rinden para justificar los hechos controvertidos. Si el actor pretende manifestar la exactitud de los fundamentos de la demanda, el reo los combate justificando los hechos contrarios. Los más eminentes jurisconsultos que han tratado de la materia de pruebas, como Toullier, Bonnier, Demolombe, enseñan que si bien la obligación de probar el derecho o su extinción incumbe, en principio, a una de las partes, tal obligación se modifica en el curso del litigio, porque tan luego como el actor acredita los fundamentos de la acción, el reo es quien debe probar lo contrario, y así sucesivamente.

Hemos demostrado, pues, que la negativa absoluta del señor Martillo no obsta a la prueba de que el señor Villavicencio ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar y que por eso procedió a la autorización del testamento.

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V

No son más fundados los argumentos aducidos para manifestar, que cuando un juez parroquial procede, a falta de los de la parroquia más inmediata, a ejercer en esta jurisdicción, no es competente sino para el conocimiento de las causas, mas no ejerce jurisdicción en el territorio.

Ni me hubiera ocupado en tal paradoja, si ella, expresada con habilidad y talento, no hubiese alucinado a jueces incautos.

Examinemos la Ley Orgánica del Poder Judicial en la parte que se refiere a los jueces civiles de parroquia.

«Por falta o impedimento de un juez parroquial» dice el art. 61, «le subrogará el otro. Si ambos faltaren o estuvieren impedidos, conocerán de la causa los suplentes, -193- según el orden de sus nombramientos; y por falta o impedimento de todos los principales y suplentes, la causa pasará al juez de la parroquia más inmediata del mismo cantón». Las palabras la causa son las que han dado margen al sofisma que, alegado por Romero, se aceptó a ciegas por los jueces de primera y segunda instancia. No vieron éstos que en castellano el número singular sirve a las veces para designar todos los individuos de una misma especie; y que en dicho artículo, la causa significa todas las causas en que el respectivo juez estuviere impedido o faltare. Por tanto, cuando el impedimento del juez se refiere, no a causa determinada, sino a todas, todas pasan al juez subrogante; de manera que éste debe constituirse en el despacho del subrogado, para dictar todas las providencias conducentes a la buena administración de justicia.

Desígnanse los jueces suplentes para que ocupen el mismo lugar de los principales. Si se niega que el suplente ejerce jurisdicción en el territorio y sobre las personas, también puede negarse que dos y dos son cuatro. ¿Y qué diferencia hay, Excmo. Señor, entre el suplente y el juez de la parroquia más inmediata? ¿No ocupa éste el mismo lugar que el juez excusado o impedido? ¿No son en realidad de verdad suplentes llamados por la ley en orden determinado? Los jueces suplentes y los de la parroquia más inmediata, ¿no proceden de la misma manera que los concejales cuando estos subrogan a los alcaldes? ¿Habrá en ello diferencia aunque las cosas se examinen con el microscopio de mayor aumento inventado hasta el día?

Que la jurisdicción se distribuya según el territorio, las personas y los grados, es un argumento contraproducente. Bien conoce V. E. que es del todo distinta la jurisdicción del fuero; aquélla se refiere en abstracto a la potestad de administrar justicia; éste, a la competencia para conocer de una causa determinada. Cuando la ley concede jurisdicción a un juez en una sección territorial, se la concede también sobre todas las personas en la misma domiciliadas. Mas, cuando se trata del fuero, es menester -194- examinar todas las circunstancias de que depende la competencia del juez.

Ahora bien, si al estar enfermo o ausente un juez parroquial, el de la parroquia más inmediata es el llamado a conocer en todas las causas, ¿cómo ejercería la jurisdicción

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sin tenerla en el territorio? ¿Será cierto que dicho juez no pudiera practicar inspección ocular relativa a una denuncia de obra nueva?

La distinción entre las personas y el territorio se refiere a dos puntos, que si bien importantísimos, son del todo ajenos a la presente causa. Investígase qué personas están sometidas a los jueces cantonales o parroquiales; porque no bastando la residencia para sujetar las personas a la jurisdicción del juez, atiéndese únicamente al domicilio, uno de los derechos más preciosos de los que la ley civil garantiza. Atiéndese también, en casos especiales, al territorio, porque litigios hay en que aun cuando ambas partes quieran prorrogar la jurisdicción del juez, la ley no se lo permite. Así, por ejemplo, cuando en un juicio es trámite absolutamente necesario la inspección ocular, sólo el juez del territorio donde el inmueble esté situado es el competente para conocer de una causa; mas, en el presente caso en que por enfermedad del juez principal de Rocafuerte, se llamó al señor Villavicencio a ejercer las funciones de juez en la parroquia de Bolívar, ipso jure tuvo jurisdicción en el territorio y sobre las personas en él domiciliadas.

Evidente, asimismo, que las atribuciones de los jueces se determinan, ya individuándolas, ya de una manera genérica; como cuando dice el art. 62 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que los jueces parroquiales ejercen las demás atribuciones que la ley les confiere. ¿Y no les confiere el Código Civil la de autorizar testamentos? Ni como hipótesis cabe que si el juez de la parroquia más inmediata procede a desempeñar todas las funciones inherentes a su empleo, sea sin embargo inhábil para autorizar testamentos. ¿Dónde la ley, dónde el principio que así lo establezca?

-195-

El legislador ha previsto todos los casos en que los jueces de las diversas secciones territoriales estén impedidos o falten, y con la más esmerada solicitud ha dictado las providencias conducentes a que ni un solo día carezcan aun las parroquias de funcionarios que en ellas administren justicia. Tan luego como un juez suplente es llamado a administrarla, ejerce jurisdicción, y, por ende, puede autorizar testamentos.

VI

Objétase, por último, que en el testamento consta que el señor Villavicencio autorizó el testamento, no como juez de la provincia de Bolívar sino de la de Rocafuerte.

Veamos el hecho, y examinemos la ley que le es aplicable: «En la ciudad de Santiago de Guayaquil, a los veintiséis días del mes de junio de 1891, ante mí, César D. Villavicencio, Juez principal de la Parroquia de Rocafuerte...». Limitose el juez a expresar que lo era de la parroquia de Rocafuerte; mas no dijo que la casa donde se otorgó el testamento estaba en esa parroquia o en la de Bolívar, pues se fijó sólo en la circunstancia importante de que en Guayaquil, cuyas parroquias son las de Rocafuerte y Bolívar, se procedió a otorgar el testamento. No mencionó su cargo de juez de la parroquia de Rocafuerte, sino porque desempeñándolo había sido llamado a ejercer

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jurisdicción en la de Bolívar, y porque, además, le bastaba determinar ese cargo, al cual eran entonces inherentes las atribuciones de juez de ambas parroquias.

El empleado público que autoriza el testamento afirma implícitamente que en virtud de ese cargo desempeña esa atribución. Hay, pues, la constancia exigida por la ley. La razón del funcionario público merece plena fe mientras no se justifique su falsedad, y quien objeta -196- el testamento, debe justificar plenamente que el respectivo escribano o juez no eran hábiles para intervenir en el testamento.

Acéptense las doctrinas en que se fundan las sentencias de primera y segunda instancia y los 99 de los 100 testamentos que se otorguen, serán nulos. Observando la ley estrictamente, los escribanos afirman que en el carácter de tales proceden a autorizar los testamentos; y es de todo punto innecesario hagan constar expresamente que en tal cantón son funcionarios públicos, porque ello se deduce de la afirmación usada como fórmula general: «Ante mí, N. N., Escribano público, compareció N. N., y procedió a otorgar su testamento de esta manera». Y evidente, Excmo. Señor, que si se dijese que el lugar del otorgamiento no pertenecía al cantón donde el escribano ejerce sus funciones, quien lo afirma debe probarlo; pues del testamento mismo consta que el escribano era competente.

Y cuando un juez interviene en el testamento, bástale decir: «Ante mí, N. N., Alcalde municipal, compareció...».

Estas razones son tanto más fundadas cuanto entre las solemnidades prescritas por la ley, ya para la validez del testamento en general, ya para los testamentos abiertos, no se comprende la mención expresa de que el respectivo funcionario ejercía sus atribuciones en el cantón o parroquia donde el testamento se otorgue.

El repetidas veces citado artículo 1.004, dice: «En el Ecuador, el testamento solemne y abierto debe otorgarse ante el escribano y tres testigos o ante cinco testigos. Podrá hacer las veces de escribano un juez de primera instancia, sea parroquial o cantonal, cuya jurisdicción comprenda el lugar del otorgamiento».

El art. 1.006, que enumera tan circunstanciadamente todo lo que en el testamento se ha de expresar, termina con estas palabras: «Se expresarán asimismo el lugar, día, mes y año del otorgamiento; y el nombre y apellido del escribano si asistiere alguno». Ahora bien, como -197- el artículo 1.004 prescribe que todo lo dicho acerca del escribano, se entienda de los jueces en su caso, síguese que no se ha de expresar sino el nombre y apellido del juez y su calidad de tal.

Si en el testamento hubiese expresado el señor Villavicencio: «En la ciudad de Guayaquil, ante mí el infrascrito juez parroquial, compareció la señora Lorenza Gutiérrez en su casa de habitación...», nadie ni por un instante hubiera pretendido que tal testamento era nulo; pues, lo repetiré mil veces, que el juez afirmó implícitamente que ejercía jurisdicción en la parroquia donde estaba situada la casa de la señora Gutiérrez. El haberse añadido que el señor Villavicencio era juez de la parroquia de Rocafuerte, no podía invalidar el acto sino justificándose que la jurisdicción que entonces ejercía dicho juez, no comprendía el lugar donde el testamento se otorgó . Y lejos de constar ello, lo contrario consta plenamente; porque como juez principal de una parroquia, en dos ejercía jurisdicción.

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VII

Al resolverse el litigio en primera y segunda instancia, no se ha tenido presente uno de los más inconcusos principios de jurisprudencia, relativos a la nulidad de los actos o contratos; el cual consiste en que ella no debe declararse sino cuando consta palmaria y evidentemente que se ha faltado a la ley que determina las solemnidades de tales actos o contratos. Eso lo expresa con suma claridad el art. 1.671 del Código Civil, que asienta los fundamentos sobre los cuales establece el legislador todas las disposiciones concernientes a la importantísima cuanto trascendental materia de la nulidad. «Es nulo todo acto o contrato al que falta alguno de los requisitos o solemnidades que la ley prescribe para la validez del mismo acto o contrato, según su especie y la calidad o estado de las partes». La nulidad es la sanción con que -198- el legislador conmina a las partes que no observan estrictamente la ley preceptiva de todo cuanto atañe a la validez de un acto, atendiéndose a su forma o al objeto que las partes se proponen.

Tratándose de los testamentos, la forma, como dice Merlin, es lo que les da el ser y constituye su esencia. Por eso la ley determina de una manera circunstanciada, y acaso redundante, la forma de los testamentos; y no bastándole el haber prescrito que son nulos todos los actos en que no se observen las respectivas solemnidades, añade en el artículo 1.016: «El testamento solemne... en que se omitiere cualquiera de las formalidades a que deba respectivamente sujetarse, no tendrá valor alguno».

Luego, si consta que no se ha observado alguna de dichas solemnidades, el juez debe declarar la nulidad. Pero si comparado el testamento con la ley, aquél y ésta forman a manera de dos círculos cuyos radios tienen una misma longitud, ¿cómo podría declarar el juez que las superficies no son iguales? ¿Cómo buscar fuera de la ley solemnidades que ella no prescribe?

Espero, pues, que V. E. se digne revocar el inconsulto fallo recurrido, declarando que el testamento de la señora Gutiérrez no adolece de nulidad.

Luis F. Borja.

-199-

Doctor Alejandro Cárdenas

Alegato en el juicio penal seguido contra el coronel Federico Irigoyen, y otros por traición

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1887

-[200]- -201-

Advertencia:

El 11 de octubre de 1886 fue atacada la plaza de Celica por una partida de hombres armados al mando del coronel Federico Irigoyen, y después del combate cayeron prisioneros el jefe Irigoyen, José Salazar y Patricio Enríquez, que fueron juzgados militarmente en Consejo de Guerra. El doctor Pablo Herrera opinó que el caso era de aplicación de la pena de muerte según el Código Militar.

* * *

Excmo. Señor:

Luminosamente demostrado como queda, por las defensas anteriores, que falta ley y proceso que puedan autorizar condena ninguna, menos la de muerte, contra los sindicados de quienes tratamos; no haré sino añadir algunas someras observaciones, casi repetidas, con respecto -202- al parecer y solicitud del señor Ministro Fiscal, documento sin base para su poca opinión que la suya amaga, exige la vida de un buen número de prisioneros de guerra, con la mayor angustia colgados este momento de la resolución de V. E. Pocas sí y fáciles pero abrumadoras observaciones avientan en cendales hechos e inducciones de ninguna exactitud, asentados en la fiscalización con ligereza que aun lastima el sentimiento de humanidad, si se piensa en cuan poco se ha tenido la existencia de tantos hombres.

No ha parecido ciertamente materia de ningún interés, para el criterio fiscal, la viciada naturaleza de la ley, en cuya virtud llevaron al cuartel de Cuenca a los prisioneros de Celica, para tratarles según los Juzgados Militares de Colón; mucho menos le ha merecido ni una mirada de soslayo a la vista acusadora la irritante desnudez del proceso, obra del desprecio a toda precaución de acierto, en tratándose en condenar reos de extravíos políticos, contra quienes se ensaña odio frenético, en pechos faltos así de luces, como de bien puesto corazón. Cuánta sería la arbitrariedad con esos malhadados reos, y la prisa de entregarlos al suplicio, cuando hasta el Consejo de Guerra ordinario de oficiales generales ha parecido lento por demás al señor Comandante General del Azuay; ¡y de su bella gracia ha dispuesto que el Consejo ha de ser el verbal, sin ley nueva que tal especialidad prevenga, y aun contra expresa ley antigua, la del art. 7 de los juicios militares, que dispone lo contrario, y daba mucha luz sobre lo que cumplía ahora! Al señor Ministro Fiscal, inconstitucionalidad de la ley, incompetencia de jurisdicción, ninguna comprobación legal de su delito, ningún rastro de actuaciones, nada ha llamado su atención. La ley es ley, se ha dicho, pésele a quien le pesare, y el juicio, juicio, y de los mejores, y más bien sustanciados; si el escrúpulo está sólo en saber si la ley que manda juzgar envuelve también la designación de la pena, es cosa que cede pronto a facilísima interpretación.

-203-

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Con efecto a interpretar la sediciente ley se ha consagrado toda la labor fiscal, su triste tarea de profundizar en las reticencias y sombras de la legislatura, por ver de sacar de ellas la muerte que de medrosa se escondiera allí. ¿Y podía alguien sin más que exaltada fe política, aventurarse a interpretar ley harto clara e intergiversable, aun a despecho de su deforme redacción; de términos harto precisos y limitados, a despecho del vuelo largo y aciago, que tal vez ansiara darles alguno de sus autores? La ley no permitía interpretación; la ley, a una con la más autorizada ciencia del derecho se la prohibía punto por punto, y más señaladamente en tratándose de materia criminal, tratándose de la pena última en grado de rigor. Desde muy antiguo quizá de tiempos de menos decantado cristianismo que el de por acá, ya imperaba sancionada como inviolable máxima de justicia, aquella de durum est torquere leges ad hoc ut torquean homines; ilícito y bárbaro retorcer las leyes por torturar a los hombres. Sobre modo comprensibles y exactas las palabras de la de diez de julio último, no se trasluce la causa del desdén con que se ha dado de mano la prohibición del Código, de interpretar la ley a pretexto de consultar su espíritu. Nadie, que sepamos, había puesto en duda el significado de las palabras de la ley; luego el consultarlo no podía ser sino pretexto, pretexto injustificado. Lo que sí habrá encontrado dudoso, envuelto en misterio y sorprendente, cualquier entendimiento sano de fiebre política, es que esas pocas, casi inocentes palabras de la ley entrañasen intento exterminador. Muchos lo habrán dudado ciertamente, cuando el señor Ministro Fiscal rompe su acusación por conjurar la duda, aseverando ser «indudable» que esa ley de juzgamiento se proponía algo más que juzgar; alimentaba otra premeditada intención bien que oculta en frase llana y lisa, como el veneno en los límpidos colmillos de la víbora. ¿Y con duda tal, con incertidumbre tan funesta, con problema como ése, negro y siniestro, es con lo que V. E. haría resplandecer la justicia del cadalso, para tres prisioneros políticos, jamás soldados del ejército nacional y moribundos ya de las heridas del combate? Con razón, -204- empapado en convicciones de estricto derecho y sabia equidad, ha explicado su voto el vocal Landívar, en el Consejo de Guerra, recordando que si el hecho punible ha de estar, como bajo un foco de luz, ardiendo de certeza, asimismo la pena señalada ha de sonar alto y claro en los labios del legislador, hasta estruendosa como la voz de Jehová en el monte, y no arrevesada, capciosa, tartamuda, a semejanza de un aparte de Satanás que se avergonzara de que los hombres le sobrepujen en franqueza para la iniquidad.

No, no se muestra por ningún concepto «indudable», pero ni siquiera verosímil, que los términos de esa ley de sustanciación alcancen proporciones de ley penal, de pena tácita, pena por analogía, y pena capital, de muerte repentina, a traición. Indudable es, eso sí, y de aterradoras consecuencias, que el flujo de interpretaciones desapoderadas acabará de dar al través con la República. Ayer no más asomaron intérpretes en el cuerpo legislativo que, donde la Constitución dice militares en actual servicio a la nación, veían a un sinónimo de bandoleros en guerra actual contra la nación. Dios sabe si aquellos intérpretes habrán descubierto entre las dos cosas alguna profunda analogía. Mas ¿a qué sumo desconcierto iríamos a parar, Excelentísimo Señor, si ya también al punto mismo de contrastar la verdad pura de las disposiciones legales, en el tribunal impasible e inconmovible a los arranques de la política, comenzasen a prevalecer interpretaciones de esa estofa, y si admitiera, por ejemplo ahora que donde la ley ha escrito júzguese militarmente, se ha de leer degüéllese militarmente? Oyendo estamos, sin embargo, a quien desde su encumbrado ministerio, y con la autoridad de académico de la lengua, encuentra «indudable» que el sentido legal de la voz juzgar es el de pasar a cuchillo. De otro modo eso no significa nada, parece que piensa el señor Ministro Fiscal; y dice no, no es gracia, ni adelanto ninguno el sólo juzgar a los conspiradores,

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arrastrándoles a juicio de cuartel, de suerte que no tengan medio suficiente de defensa, traídos de cien leguas de donde delinquieron, dándoles por jueces sargentones en comisión de condena, -205- quienes, sin otra formalidad que preguntar a los reos qué nombre y religión tienen, le manden para diez y seis años a la penitenciaría; no, esto no es nada, si con la propia premura, no se les sube a empellones al cadalso, para arrancarles las entrañas y ofrecerlas palpitantes a los lares del gobierno que son los de la paz. Juzgar es degollar, si se busca en el juzgamiento algún resultado práctico y tranquilizador, así como el de traer al matadero, a lo menos veinte prisioneros de cada combate mensual; resultado que ya en su tiempo había creído conseguir una fiera coronada, con aquel atroz «el muerto no ladra».

No hagamos empero de modo que cobre visos de exageración el razonamiento, y sigamos al vuelo con la vista por donde la fiscal se dirige en busca del campo santo. Si su interpretación no deriva de los términos de la ley, la saca a lo menos, a viva fuerza, del objeto de ella, que, en el sentir del señor Ministro, no es otro que el de enfrenar, dice, y escarmentar a los incesantes perturbadores del orden público; objeto que no se llena, añade, con este juzgamiento fulminante, sino con la apaciguadora elocuencia de las bocas de fuego. Ésta podrá ser una opinión del señor Ministro; mas a fe que dista mucho de formar un convencimiento universal, arrimado en experiencia constante nunca desmentida del buen resultado de la más estéril y absurda de las penas políticas, de ese delirium tremens de la sangre hartado en que sólo en pueblos devorados de corrupción se da una como torpe voluptuosidad de arrancarse poco a poco las entrañas. Y sin un convencimiento común y nada seguro, no cabe tener por propósito premeditado de los representantes de la voluntad general, un propósito en cuyo favorable éxito apenas creen muy pocos, por fortuna muy pocos. No cunde por cierto el concepto de que el más atinado modo de «enfrenar», consista en meter el bocado entre mandíbulas ya de cadáver; no hay muchos que piensen, ni gran razón de pensar, que el difunto yace «escarmentado». Muy por el contrario, la pena de muerte, como remedio político, ha ido hundiéndose en universal descrédito, a medida del progreso -206- moral y científico. Viéndola expresamente prescrita en los códigos de nación adelantada, todavía cupiera dudar que la quiso establecer, cuanto menos culparla tan menguado intento, a poder de violentas interpretaciones. Tan de baja anda en las naciones modernas esa pena, que aun siendo legal, escasea el ejemplo de llegarla a ejecución. Acaban en España de indultar buen número de militares facciosos; más o únicamente por respeto a la opinión pública, que execra el degüello a sangre fría, que por blandura de entrañas que hubiéramos de presumir en los nietos de Felipe II; menos por el llamado sentimentalismo romántico, que por positivo y cabal experiencia de que no contiene más al conspirador el espectro del lazo columpiándose de la horca, que la arena del combate, a donde tira su vida como un par de dados, bien seguro de ganarle a muerte la partida. El poder de las mayores penas se cifra sobre todo en la infamia que las acompaña a seguir los pasos de cualquier otro crimen; pero el conspirador, por una idea más o menos exacta y generosa, más o menos extraviada, está viendo siempre que la pena del suyo, si viene, vendrá a llevarle a perecer en el regazo de la gloria. El germen de esta ilusión se halla en nuestras instituciones, en nuestra educación política y social, en nuestros aplausos y adulaciones pródigas a cualquier vencedor; y claro se está que sería vano hacer siquiera una sola hecatombe de todos los conspiradores conocidos; aquella idea fascinará todavía a cuantos corazones queden palpitando; no muere, renace; o, cual se muestra el de Tousseau, saca del sepulcro el brazo armado de una tea que alumbra o que incendia. ¿Cuándo los tiranos no pusieron entre ellos y sus víctimas al verdugo? ¿Y cuándo el verdugo no acabó por volverse contra los tiranos? Los pueblos

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que tomaron esa lección de sus opresores, padecieron pronto el propio desengaño. Marat y Robespierre ensayaron desbordar un aluvión de sangre sobre un trono volcado; y eso mismo acelera más el reaparecimiento del trono. Una tiranía más vasta y profunda quiere refinar su sabiduría sepulturera, y la Inquisición amarga la muerde con el tormento, en pos de «enfrenar», de «escarmentar», -207- de extirpar errores, incesantes enemigos del orden de una época; y los errores resplandecen incombustibles en la hoguera, cobran cuerpo de ciencia, hermoseado con el martirio y se extienden más y más a dominar sin contrarresto los destinos del mundo. Acá, en nuestra estrecha gazapera política, ¿no es verdaderamente notable, como muy bien se ha apuntado ya, que el gran de hombre que por desgracia iba cavando una tumba a cada paso de gigante, dejase su última huella estampada con su propia sangre? ¿De qué le valieron lanceamientos y fusilamientos sin número y sin tardanza, contra la revolución, que es y será todavía largo tiempo nuestra necia monomanía hereditaria? Para como se va interpretando y perfeccionando nuestra legislación penal, no me extrañaría oír que esa cadena de prisioneros fusilados de la Puná a Punta de Piedra, no hubiera sido tan infecunda si como en mejores tiempos se hubiese compuesto de quemados y empalados vivos, a ejemplos de Cuatimozin y Caupolicán. Cierto, eso al fin trajo el desaparecimiento, o peor, el embrutecimiento de una raza. Pero meditemos si es dable acometer a exterminarnos a nosotros mismos, o si ha asomado ya la que ha de acabar con esta inquieta, belicosa, indómita raza de Bolívar y de Juárez, nacida con la República, no cazada con perros por la conquista. No, Excelentísimo Señor, no alcanzamos, me parece, tiempos ni estado social en tan extremo menguado que haya de tenerse la de muerte por pena tan admitida, tan natural, eficaz y corriente, aun para delitos políticos, que ha de sobreentenderse en todo caso, y se la ha de imponer a pesar de no mentarla ni aludir a ella la ley. Quizá no repugnara tanto el monstruoso supuesto de legal imposición de pena capital por arbitraria conjetura política, a sostenerlo como consecuencia de un juzgamiento prolijo, bien meditado, justo y seguro de violencias y tropelías; cuando en él se averiguara de delitos atroces, a la luz de ciencia y conciencia sabias, serenas, imparciales; pero así, para los juzgamientos por la ley de 10 de julio; para esa arremetida de la fuerza vengativa, instantánea, sin defensa ni apelación, la pena de muerte para las víctimas inmoladas -208- a esa ley, ¿qué viene a ser sino convertirla a ella de una vez en la ley de Lynch, más abusiva y más salvaje que la con la cual afrentan a los Estados Unidos sus chusmas feroces?

Si no hay lógica medio racional y humanitaria que, a puras deducciones, nos haga ver el espíritu de la ley, tristemente sentado junto a un cadalso, como un dios azteca sobre una pila de cráneos frescos; digamos que no habrá sido la visión nigromántica de ese espíritu del mal lo que ha sugerido al señor Ministro la desoladora afirmación de lo «indudable» de la pena, sino que a tal afirmación le condujo otro de los caminos que en buena crítica dan con lo que las leyes se propusieron; a saber, el de la historia fidedigna de su establecimiento. La más remota historia, que se me acuerde, de esa ley, va a topar con las primeras emboscadas del asesinato oficial, entre las tinieblas de una noche horrorosa. El Congreso da 1833, cómplice de las lanzas de Flores en la carnicería del 19 de octubre, echó el resto prescribiendo juzgamiento militar para los compañeros sobrevivientes de Halla, de Albán, de Conde, de Echanique. Al recordar esta hazaña el historiador Cevallos, añade, y viene a cuento: «probada que no por demostrarse anda la observación de que la primera gota de sangre derramada en guerra civil es una fuente que da arroyos, y ya veremos que la del 19 de octubre la dio a raudales». Efectivamente, tinta en ellos y no para secarlos, asoma más tarde la Constitución mística de 1869, obra de quien perdonó la noche de octubre, para que comenzara la de su dominación; y en

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esa Carta descuella ya con la pompa de la institución constitucional el primer monumento legislativo del juzgamiento de conspiradores en la balanza en que ha quedado para siempre la espada de Breno: Vae victis! Entonces en la Convención de 69, que no había por qué guardar ninguna medrosa reserva, campeando el despotismo de bando mayor, sobre la abolición de toda ley por insuficiente, se expresó por completo cuando se quiso disponer; se expresó que se juzgue y se mate militare modo, a usanza de gente organizada para -209- obedecer y matar. Muy bien se sabían los convencionales, factores de esa disposición o sentencia, engendro de la noche de octubre, cuán poco se había menester a la sazón para bajar una cabeza de sobre los hombros; y con todo no creyeron deber omitir la cabal, minuciosa expresión de que «se juzguen militarmente, como en campaña y con las penas de las ordenanzas militares, a los autores y cómplices de conmoción interior»; art. 61, N.º 7, Constitución de 1869. En consonancia con esta disposición constitucional, se sancionó también el artículo correspondiente en el Código Penal, hijo de tal Constitución: «En estado de sitio, decía su art. 154, los autores y cómplices del crimen de conmoción interior, serán juzgados y castigados en conformidad a lo dispuesto por la Constitución», es decir, militarmente. Por donde se echa de ver, se palpa que desde los primeros rojizos albores de la institución antropófaga, todos, moros y cristianos, tuvieron por dos cosas de todo en todo distintas el juzgar y el castigar, aunque fuese a lo soldado. A jueces, ni a legisladores se les había ocurrido a la sazón, como cosa absolutamente «indudable», que el mero carácter del juez y su procedimiento implicasen de suyo el carácter mortal de la pena. No se descubre, de consiguiente, en la historia cierta, contemporánea, hasta personal, si se atiende a que el señor Ministro que acusa, fue diputado a la Convención que recordamos; no se desprende, digo, de esa historia el que los autores de aquella ley primera hubiesen reputado cosa idéntica el juicio y el castigo; sino antes al contrario tan diversas, que habían de mentarse por separado, a fin de que no llegue el caso de acudir a cálculos y conjuros, para sacar de una u otra palabra el espíritu infernal, como se está haciendo con la ley imitativa de ahora, mitad no más reasonante de la ley de ayer.

A decir verdad, la vista fiscal no se refiere tal vez a esa historia que ha perdido de vista; mas antes a la última, a la de la restauración de la ley marcial, aborto del Congreso de 1886; y trashojando ésta, conviene el señor Ministro en que hubo en las Cámaras variedad de -210- pareceres, sobre la naturaleza y extensión de la ley; sosteniendo unos que no pasaba de ley adjetiva de enjuiciamiento, y otros que además era ley sustantiva penal. Esto sugiere desde luego una reflexión no nada somera. A haber sido el legislador un solo hombre, en demostrando cuál sería su ánimo al tiempo de dar la ley, ya podríamos tener por averiguado el objeto de ella, e incuestionable el legítimo imperio con que se la dio; pero siendo, como fueron, muchos los legisladores, miembros de un cuerpo colectivo, y sabiendo, cual sabemos, que, de los mismos contribuyentes con su voto a formarla, unos se propusieron un objeto con esa ley, y otros se propusieron otro objeto, cooperando, eso sí, todos a darla, por la parte de ella en que estaban acordes; mal podremos asegurar que el ánimo de los unos es el que constituía legítimo imperio, y no el ánimo de los otros; que los que querían la muerte, ésos eran el legislador, y los que no la querían, no eran legislador cuyo intento debía averiguarse, no obstante que, separados los unos de los otros, no hubiera tenido en dónde emanar legítimamente la ley. Perdóneseme un ejemplo, por ver si acierto a explicarme mejor: de tres copropietarios de un predio, convenidos en legarlo al fisco para obras públicas, los dos no fundan en nada su resolución; el tercero la razona con la falta principalmente de un buen panteón. ¿Será esta simple causal singular motivo suficiente, para no poder destinar el predio a cárceles, hospitales, escuelas, sino sólo a

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panteón, precisamente a panteón, católico por ejemplo; y para que el Diocesano exija la obra del panteón, no de otra cosa que el panteón, por conocida la mente de uno de los testadores?

Tampoco se ha de argüir que, en la última legislatura, aun los legisladores que no expresan la pena, es de presumir quisieron la de muerte, como consecuencia intrínseca de la materia de la ley; pues mandando juzgar la sedición civil, como se juzga la sedición militar, sin duda la estimaron acreedora al propio tratamiento, desde el auto cabeza de proceso, hasta el pago con la cabeza del reo. No, Excelentísimo Señor, ni los reos ni el crimen se parecen en nada; no tiene por qué parecerse -211- la pena. Verdad es que la fenomenal ley que nos ocupa asimiló un tanto cuanto las personas, decretando que paisanos, frailes o soldados, eran todo uno para despacharlos por el mismo fuero de guerra. No sé por qué se me viene aquí a la memoria un dicho de Lanjuinais, en la Convención francesa, durante el terror; como el carnicero Legendre, diputado, le amenazara en un enfrenador discurso con hacerle degollar, Lanjuinais le interrumpió: «hombre, pues haced primero decretar que soy buey»: fais donc d'abord decréter que je suis un boeuf. Pero bien que identificados la cogulla y las charreteras, no se extremó tanto la anomalía, que se igualaran la sublevación y traición de aquel a quien se armó, a cuyo honor se confió patria, gobierno, instituciones, y que vuelve las armas contra ellas, contra el objeto de su guardia jurada; y el levantamiento contra gobierno e instituciones, que tal vez nunca merecieron respeto, menos promesa de defenderles. Sería preciso que nuestros Legendre hicieran primero decretar que a los paisanos se nos han leído las ordenanzas, se nos ha hecho jurar fidelidad a las banderas, se nos ha dado un puesto de confianza, se nos ha estado sustentando la vida con el pan diario, para que esto fuese cierto, siquiera por ficción legal, y se tornase traidor aleve nuestro simple mal fecho de conspiraciones. Ni sería suficiente se asemejen los delitos, sin tomar además en cuenta el inminente peligro del abuso, tan natural y común de calificar de sedición traidora uno de esos legítimos arranques de despecho, a que, gobiernos poco hábiles o malvados suelen con sus propias manos impeler a los pueblos. No hay por lo común idéntico móvil, nunca igual inmoralidad, en los hechos pareados; no les ha de encontrar el juez idéntico peso; ni ha de aducir que por una misma razón, les aplica igual disposición de derecho; no, eso sería herir con una misma espada a los héroes de Bailén, y al conde don Julián; al señor Roca por el seis de marzo, y al Gran Capitán por el ocho de setiembre.

¿O acaso se imaginará también que el sentenciar, o sea el aplicar la pena, es cosa esencial, término y remate precisos del juicio, en encontrando convicto al reo? No -212- injurio la ilustración de nadie con imputarle discurso se mejante. No entra eso en la esencia del derecho judicial; ni escasearía el número de ejemplares de juicios acabados con la declaración de la verdad de la culpa, sin pasar al castigo. Entre los más antiguos se cuenta el juzgar de los judíos, bajo de dominación romana. Limitósele a ese pueblo sanguinario la facultad de aplicar la pena; y vosotros sabéis cómo el Sanedrín que juzgó no fue el que crucificó al Justo, reo político. Entre los modernos, me basta citar el jurado.

Sigamos el hilo de la historia de la ley interpretada. Ya para el año de 86 volvieron al Poder Legislativo los partidarios de la Constitución de 69; y mañosos, dóciles a las sugestiones de palacio, a título de restauración, pidieron, cual si decimos la restitución in integrum de su poderío, pidiendo el patíbulo. Sabiduría del doctor Sangredo la sabiduría política de esos estadistas, visto está que no se les ocurre ley suficiente para

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regir un estado, sino la de muerte; y de grado dieran al jefe del gobierno por toda divisa, no banda y bastón, sino guadaña. Ellos pidieron el cadalso para los conspiradores políticos por el mismo caso que estaba levantado, bien que muy desocupado, para los traidores militares. Pero tan alta, franca, robusta resistencia oponía la Constitución vigente, que ellos mismos comenzaron por disfrazar de interpretación constitucional el proyecto, no osando sustentar que cuadraba como ley nueva, con el tenor literal claro, sencillo y preciso de la Constitución. No fue para tanto la condescendencia de la mayoría de la Cámara del Senado, y como lastimada con la oferta de esa rueda de molino por interpretación, mandó pasarla a que la desbastase un poco una de las comisiones. La comisión, en efecto, le quitó el insensato nombre de interpretación, más la segura matadora que traía consigo, y presentó el proyecto en nueva, atenuada forma de simple ley de enjuiciamiento. Sin duda que ésta no dejaba de ser menos atentatoria contra la Constitución, por el allanamiento a nuestro fuero común, para consignarnos maniatados a la peor de las comisiones especiales; pero visto que, a lo menos así el proyecto no se presentaba chorreando -213- sangre, aclarado en detenido debate que la ley no sancionaba degüello inconstitucional, sino apenas inconstitucional juzgamiento, el proyecto ganó votos y pasó triunfante: quien creyera que a hacer de impostor emisario del sepulcro. Hablo como testigo que terció en las discusiones legislativas, y observó de cerca y con zozobra las siniestras maquinaciones. Con todo, para no hablar solo, he implorado el testimonio incontestable de quienes se contaron entre los más probos senadores; el testimonio del H. señor Vicepresidente del Senado, que contribuyó decisivamente con su dictamen, erradísimo en mala hora, a la sanción del proyecto; y el testimonio del H. señor doctor A. Portilla, Consultor de la Cámara, cuando ésta quería portarse a las derechas. El doctor Portilla impugnó el proyecto; sin embargo, la venerando ancianidad alcanzada por el señor doctor Gómez en el magisterio del derecho, y la práctica inveterada de toda honradez, tenía que ser parte poderosísima a arrebatar la voluntad del clero y semiclero de la Cámara, y así se asestó golpe legislativo de tan funesto ejemplo contra la Constitución. Oigamos cuál fue ese dictamen decisivo de hombre bueno en causa mala... No me he limitado a remitirme a las actas, porque adolecen de sumo laconismo; con todo tengo que hacerlo, en orden a manifestar la deferencia del clero, al parecer del señor Gómez, por voz del I. S. González. En la sesión del 3 de julio dice el Señor Obispo: «Me alegro de haber escuchado el ilustrado dictamen del H. señor Gómez: así desaparece todo el aspecto tétrico que se ha querido dar al proyecto, y nosotros como sacerdotes ya no tendremos escrúpulo en votar por él». Recomiendo en la propia acta la protesta del H. Badillo, otro sostenedor del proyecto vuelto hoy proyectil. En cuanto al señor doctor Portilla, he aquí su respuesta... A pesar de esta deposición de «hombres sabidores et sin sospecha», ¿insistirá el señor Ministro Fiscal, en que la historia de la ley depone que su objeto fue el de fusilar, precisamente fusilar y más fusilar? Pues sigamos haciendo hablar a esa historia.

-214-

Conocida la opinión del Senado, no importa que hubiera sido otra la de la Cámara de Diputados, que no hizo más que acoger la expresión del Senado. Y aun así, para comprobar que la de Diputados tampoco tuvo ánimo uniforme, en punto a abrasarse en la violencia del juzgamiento militar, para quererlo hasta el extremo de que se pase a furor de espada a los enjuiciados, no he menester testimonio de ausentes, viendo en el Supremo Tribunal diputados de los de la voz más autorizada, empleados que fueron principalísimos de aquella Cámara, el Presidente y el Secretario de ella, que me sacarán verdadero, si hablan verdad las actas.

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Pongamos con todo, que no se hubieran realizado en nuestros días y en nuestra presencia las discusiones de la última legislatura, ni pudiéramos oír de viva voz a quienes la compusieron. Es de ley que busquemos en el contexto de disposiciones análogas, lo que con alguna de ellas quiso y no dijo el mismo legislador, en una misma ocasión, como en un mismo Código. En las actas de leyes y decretos del Congreso en 1886, al lado de la resolución revolucionaria de que a los revolucionarios se los juzgue jefes en servicio, se encuentra la observación de que no bastaba juzgarlos así, sino además castigarlos con pena de tales; y a pesar de esta declamada furibunda advertencia, a pesar del ejemplo de la Constitución y Código draconianos, que antes habían dispuesto individualmente así el juzgamiento como el castigo; no se ha añadido la expresión y castigar militarmente. Consta asimismo que a esa pretensión se le enrostró su inconstitucionalidad, lo cual, juntos con lo muy hacedero de agregar la única palabra que faltaba, la palabra castigar da de suyo tamaña evidencia de que no se la agregó sólo porque no se quiso, y no se quiso seguramente por lo escandaloso de tal desvío. Pero aún no es ésta mi objeción principal. Al lado, repito, de la orden de sólo juzgar, a renglón seguido de la nota de inconstitucionalidad del fusilamiento, se levanta elocuentísimo el proyecto de reformas de la Constitución, firmado por los mismos imploradores del patíbulo, y es la reforma primera la de que se califique de crimen militar la sedición -215- y se le imponga pena de muerte. Leamos a la letra el texto de la reforma indispensable: «Art. 1.º, el art. 14 de la Constitución dirá: No habrá pena de muerte por los delitos puramente políticos; pero no son tales, aunque se amparen con un fin político, la traición a la patria, el parricidio, el asesinato, el incendio, el saqueo, la piratería, ni los de los militares en servicio activo, ni de los que armados y organizados como tales se proponen alterar por la fuerza el orden constitucional; estos dos últimos crímenes serán juzgados y castigados conforme al Código Militar». No resalta claro, no resplandece allí, y está dando en los ojos que prohibía, que prohíbe la Constitución el juzgamiento y el castigo militar a sediciosos, ya que ha sido forzoso reformar la Constitución, haciendo de modo que permita ese juzgamiento y nominatin ese castigo? ¿No aparece allí enseñando el legislador en alta y magistral voz, que era insuficiente se prescriba juzgar, sin que además y muy exprofeso se ordene castigar con rigor marcial para que así se haga? Esta proposición de reforma constitucional ostenta la contradicción más palmaria del Congreso de 1886; la confesión de su atentado, por su propia boca; la condenación de su hecho, firmada de su puño y letra. La Constitución prohibía, o no prohibía tales juzgamientos y fusilamiento, no hay medio; si no prohibía, ¿para qué la reforma?; y si prohibía, ¿cómo y por qué dispararse a mandar a lo menos el juzgamiento? Ah, si las corporaciones numerosas tuvieran rostro para el sonrojo, el Congreso de 86 no encontraría harta profundidad en la tierra para esconder su memoria.

Si hasta este punto de la historia de la ley no hemos llegado a ninguna demostración del ánimo del legislador que alcance a sugerir alguna duda en el ilustrado entendimiento del señor Ministro Fiscal, y continúa «indudable» para S. S. que ley ni legislador quisieron otro cosa que muerte y más muerte; a mí tampoco se me alcanza ya otra razón de tan hondo y temerario convencimiento, y voy por el último y más endeble arrimo que acaso sostenga al señor Ministro. Dirá tal vez S. S. que ya él mismo tiene concedido que no faltó «algún otro en el -216- Senado», patrocinador de la cándida opinión de que la ley en disputa era sólo una llamada a juicio en campaña, no un toque a degüello, como quiere S. S. que en realidad haya sido; pero que él no invoca el ánimo de ese «algún otro», sino antes el de los que votaron por la ley, o únicamente de los que la presentaron en proyecto, quienes debían de saber más y mejor que nadie lo que se querían, y si sus miras tiraban a más allá del sepulcro. No le falta razón a S. S., y me pongo enteramente

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de su lado, en hecho de señalar el niño donde quiso cobrar vida el intento matador, digo el origen oficialmente auténtico del proyecto. El rastro escrito queda por cierto en la firma de los Senadores que lo presentaron, bien que la tinta sanguinolenta para escribirlo se haya enviado de algún gabinete del Gobierno. Qué alta mira política, hábil, atinada, humanitaria y justa, se propusieron en ese gabinete, no será mío decirlo; pero sí podré, con la satisfacción de honrosa obra propia, hacer constar cuál fue la intención declarada por los autores mismos del proyecto, oficialmente expuesto en pleno Senado, por interpelación a ellos, tan precisa y oportuna para hoy, que no parece sino prevista la averiguación en que nos hallamos. Reza el acta de 3 de julio que interrogué a los señores del proyecto reformado, si éste se contraía sólo al juzgamiento de que trata, o también a la aplicación de las penas militares: «El H. Pólit (Fernando), dice el acta, satisfizo esta duda, diciendo que el intento de la Comisión era sólo de señalar un enjuiciamiento expedito para esta clase de criminales; respecto a la pena, bastaban las disposiciones de los Códigos». He allí una respuesta sin contradicción de nadie, o que vale, no inducción más o menos doctrinal, sino declaración auténtica, dada por el propio legislador, de que su ánimo no fue el que encuentra «indudable» el señor Ministro Fiscal; declaración auténtica de que las penas quedaban tales cuales las contienen los Códigos para los respectivos casos; declaración piedra angular del cimiento de la ley, sobre el cual han hecho pie los más entendidos e independientes vocales del Consejo de Guerra. Sí, Excelentísimo Señor, esa respuesta da fe de que no urgía tanto -217- la prisa del exterminio político, que no se parase, cuando no en presencia del sinnúmero de víctimas, a las que extendía la descarnada mano, siquiera ante la más evidente resistencia de la voluntad de la República, consignada en el arca de la alianza de la Constitución, en desagravio al Dios Vengador, por la sangre tanta y tan en vano derramada por la autoridad en esta tierra, desde que se llama América.

Concluyo, Excelentísimo Señor, pidiendo se remitan esos prisioneros a su juez común competente, echada lejos, con altiva majestad, la fementida ley de julio, o bien la petición de suplicio hecha a pretexto de injusticia. Cuentan que un tiempo a tan subido punto llegó la moral de los romanos, que tuvieron a menos suponer siquiera creíble el parricidio, aun si lo viesen infraganti. Tal cumple hacer ahora a V. E., separando la vista de esa foja rompida de la Constitución, por mano de una legislatura. Téngase por increíble en los altos poderes ese atentado, ya que no se les llame a cuentas, y no subirá a ennegrecer la púrpura de este solio el humo de los disparos de política homicida.

-[218]- -219-

Doctor Pacífico Villagómez

Alegato

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En el juicio en el cual se discutía el problema de si la nulidad del testamento acarrea o no la nulidad del reconocimiento de hijo natural hecho por el testador en el mismo testamento, el Sr. Dr. Pacífico Villagómez, luego de examinar el asunto controvertido en el caso de revocación del testamento y sostener el principio de la irrevocabilidad del reconocimiento, aborda ese problema como abogado defensor en una de las partes en los términos siguientes:

«IV.- Todo cuanto se dice para demostrar la irrevocabilidad del reconocimiento de hijo natural en el caso de haberse revocado el testamento en que aquél se efectuó, es aplicable a la nulidad.

»Además, hay otras consideraciones decisivas de las que se deduce que, aunque sea nulo el testamento, no por eso lo es el reconocimiento en el hecho.

»Bien se tengan en cuenta los principios, bien los arts. 268 y 989 del Código Civil (arts. 292 y 1.057 de la edición actual), el reconocimiento de hijo natural y el testamento son dos actos jurídicos enteramente distintos; el primero es un acto en virtud del cual se constituye el estado civil de hijo natural, y el segundo un acto en -222- que una persona dispone de sus bienes, para que sus disposiciones sean cumplidas después de su muerte. Nada tienen de común estos dos actos, aunque uno y otro, para que tengan existencia legal, estén sujetos a la observancia de ciertas solemnidades.

»Conforme al sistema de nuestra legislación civil, ambos actos, no obstante de ser distintos, pueden sin ningún obstáculo constar en un mismo instrumento público. Así lo establece expresamente el art. 269 (art. 293 de la edición actual), al disponer que debe hacerse el reconocimiento por acto testamentario. Así vemos también a menudo que en una misma escritura pública se celebran contratos diversos, para cuya validez la ley prescribe requisitos diferentes, como la compraventa de bienes raíces y la donación.

»Las reglas concernientes a la nulidad absoluta y relativa de los actos y contratos, comprendidos en los arts. 1.671 y 1.672 del Código Civil (arts. 1.737 y 1.738 de la edición actual) son aplicables al reconocimiento de hijo natural y al testamento, por cuanto uno y otro, aunque distintos, son actos jurídicos expresamente reconocidos como tales. Para la validez de cada uno de estos dos actos, la ley ha establecido solemnidades, a la vez especiales y diversas de suerte que no pueden en manera alguna confundirse.

»El reconocimiento de hijo natural, acto jurídico, declaración de voluntad, por sí sola considerada independientemente de la notificación y aceptación, puede ser el resultado de error, fuerza y dolo; puede ser también hecho por una persona relativamente incapaz, como una mujer casada, un menor adulto; en tales casos, el reconocimiento, aunque irrevocable por parte del padre o madre que ha efectuado, adolece de nulidad relativa. Asimismo, cuando el reconocimiento es hecho por una persona absolutamente incapaz, como un impúber, demente, etc., o no consta de escritura pública, de testamento o de acta extendida ante un juez y dos testigos, requisitos exigidos por la Ley, no existe legalmente, o lo que es lo mismo, es nulo con nulidad absoluta.

-223-

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»Para el valor del acto llamado testamento, aparte de que la ley designa los que son inhábiles para testar, prescribe la observancia de ciertas solemnidades, según su especie y la calidad de las personas que lo otorgan. La primera de estas dos fuentes de nulidad del testamento se encuentra en los arts. 995, 996 y 997 del Código Civil (arts. 1.063, 1.064 y 1.065 de la edición actual), y la segunda está determinada por el art. 1.005 (art. 1.073 de la edición actual) y por otros más. Estas solemnidades son propias del testamento, y sin incurrir en un error garrafal, no se pueden extender o ampliar al reconocimiento, acto jurídico para cuya validez, como acabamos de verlo, la ley ha designado otra clase de solemnidades.

»Fuera de la nulidad de los actos y contratos de que trata el Código Civil, el de Enjuiciamiento Civil consagra algunos preceptos en virtud de los cuales, por defecto de la forma, es nula la escritura pública y es nulo el instrumento público en que constan los actos o contratos, por omisión de solemnidades prescritas para la validez de esa escritura y de ese instrumento. Los arts. 162, 166 y 167 determinan los motivos de nulidad de la escritura pública, y los arts. 157 y 168 señalan las causas de la nulidad del instrumento público. De aquí que la diferencia que existe entre la nulidad del testamento, considerado como acto jurídico, y la nulidad de testamento como escritura o instrumento público, o por defecto en la forma, la reconoce hasta el mismo art. 195 del Código de Enjuiciamiento Civil. Por lo demás, salta a la vista que la nulidad, manifiesta o judicialmente declarada de una escritura pública o de un instrumento público, surte el efecto de considerarse como no otorgado el acto o contrato a que la escritura o instrumento se refiere.

»En el folio 16 de este proceso se encuentra el instrumento público otorgado por Juan Melchor Gaspar Baltazar Cuadrado ante el Juez Civil de Sibambe y tres testigos, el 3 de mayo de 1916. En este título constan dos actos esencialmente distintos, a saber: el testamento, -224- en que el otorgante dispone de sus bienes, y el reconocimiento, en virtud del cual declara que adquirió un hijo llamado José Miguel Cuadrado, a quien lo reconoce como a su hijo natural. Mientras no se impugne y pruebe la falsedad de este instrumento público, a los ojos de la ley y de los tribunales tiene el carácter de auténtico; y como no se ha omitido en el acta judicial ninguno de los requisitos designados por el art. 157 del Código de Enjuiciamiento Civil, es válido el sobredicho instrumento público.

»Examinemos ahora, no el título, sino el acto, el testamento que se ha reducido al escrito en aquel instrumento del folio 16. El art. 1.009 del Código Civil dispone que el testamento del ciego ha de ser leído dos veces en alta voz, la primera por el escribano o empleado que hace veces de tal, y la segunda por uno de los testigos elegido al efecto por el testador, debiendo hacerse constar el cumplimiento de esta solemnidad en el mismo instrumento. Examinado el testamento del folio 16, que otorgó en Sibambe Juan Melchor Cuadrado, aparece, ciertamente, que el testador es ciego; y que en el momento mismo de otorgarlo, se omitió el acto material de la segunda lectura que debía ser dada por uno de los testigos designado por el ciego. De consiguiente, la falta de cumplimiento de aquel requisito vició de nulidad insanable, no el acta judicial, sino el acto testamentario.

»Nótese -insisto una y mil veces- que la solemnidad de la doble lectura del conjunto de disposiciones del testador acerca de sus bienes, se refiere únicamente al acto jurídico, de modo que, por haberse omitido aquel requisito, ese acto llamado por la ley

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Testamento no tiene valor alguno. 'En principio, dice don Calixto Valverde y Valverde, cuando un acto es sometido a formas determinadas por la Ley, la inexistencia de estas formas, envuelve la nulidad del acto. Forma dat esoe rei. Porque cuando el derecho prescribe una forma o formas para un negocio jurídico, ése es el único medio o modo en que la voluntad puede expresarse, y, por tanto, declarada de otra manera, el acto creado por ella, no puede tener -225- verdadera eficacia jurídica, no puede valer ante la ley. En este sentido, la forma es esencial en el acto jurídico, si el legislador ha impuesto una forma para aquel acto. En todas las épocas, desde el derecho romano hasta el derecho moderno, dominó este principio, de que cuando prescriba la ley el empleo de formas, el cumplimiento de éstas es esencial a la existencia del acto, y su inobservancia produce la nulidad'2. El mismo autor, hablando en otro lugar de los testamentos, dice: 'Si el testamento, según lo entiende la doctrina de la jurisprudencia, es un acto formal y solemne, está claro que la voluntad expresada de otra manera no tiene valor ante la ley, puesto que la forma es esencial en este caso al acto jurídico, al haberla impuesto el legislador'3.

»Cuando es ciego el padre que confiere a un hijo suyo, mediante el acto del reconocimiento, el estado civil de hijo natural, la ley no ha prescrito el requisito de que la declaración de paternidad sea leída dos veces, una por el empleado que interviene en el acto, y otra por uno de los testigos elegido al efecto por el que reconoce, ni que se haga mención de haberse cumplido esta formalidad en la escritura o instrumento de reconocimiento. ¿No sería, pues, el colmo del absurdo declarar nulo el reconocimiento de hijo natural, efectuado en beneficio de aquel infeliz muchacho José Miguel Cuadrado, por omisión de una solemnidad establecida por el legislador única y exclusivamente para el testamento del ciego? 'Evidentísimo que uno de los mejores criterios de verdad, dice nuestro eminente jurisconsulto, el doctor don Luis Felipe Borja, es investigar las consecuencias de una doctrina, porque si ellas nos conducen a ese abismo que se llama absurdo, nos vemos precisados a retroceder con espanto, y a confesar que el error se ha disfrazado en principio como el asno de la fábula en león'4.

-226-

»Nada aclara más las ideas, como los ejemplos, aunque éstos se tengan como argumentos débiles. Celébrase en una misma escritura pública el contrato de compraventa de un inmueble, y también la donación de diez mil sucres, resto del precio estipulado, en favor de un tercero; consta de la propia escritura que la donación se efectuó sin previa insinuación. No cabe la menor duda que, atento lo dispuesto en los arts. 1.391 y 1.672 del Código Civil, la donación adolece de nulidad absoluta en cuanto al exceso de ocho mil cuatrocientos sucres. ¿Pudiera alguien sostener el desatino de que la nulidad de la donación, siendo válida la escritura pública, acarrea también la nulidad del contrato de compraventa que se celebró con la respectiva formalidad prescrita por la ley? El buen sentido nos enseña que esa escritura comprende un contrato válido y un acto -el de la donación- absolutamente nulo, y que, aunque éste desaparezca o deje de existir legalmente, aquél subsiste en todas sus partes».

Pacífico Villagómez.

Nota: Es de observar que, aun cuando subsiste y tiene actual importancia la doctrina que expuso el Dr. Pacífico Villagómez, regía entonces el sistema legal que clasificaba a los hijos en legítimos e ilegítimos, subdividiéndose estos

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últimos en naturales, de dañado ayuntamiento y simplemente ilegítimos. Hijos naturales eran los que nacidos fuera de matrimonio, no siendo de dañado ayuntamiento, podían ser reconocidos por sus padres o por uno de ellos. Eliminada posteriormente esta clasificación, la nueva ley, expedida el 21 de noviembre de 1935, no reconoce más que dos categorías de hijos: los legítimos y los ilegítimos. Éstos, sin distinción alguna, pueden hoy ser reconocidos por sus padres o por uno de ellos, y gozan de amplios derechos, inclusive el de participar en la herencia de quienes le hubiesen reconocido. Además, la ley vigente establece una nueva forma de reconocimiento: la declaración personal en la inscripción del nacimiento del hijo, o en el acta matrimonial de ambos padres.

-227-

Doctor Víctor Manuel Peñaherrera

Alegato presentado en el juicio de nulidad de testamento del señor canónigo doctor José María Palacio

1918

-[228]- -229-

Parte I

Pas d'intérêt pas d'action.

Parte II

¿Debe constar del mismo testamento la circunstancia de haberse observado, al otorgarlo, todas las formalidades necesarias para su validez? ¿En qué forma debe hacerse esta constancia? Doctrina jurídica. Jurisprudencia de los Tribunales de Chile. Jurisprudencia francesa. Jurisprudencia ecuatoriana.

Señores Ministros:

El fallo venido en grado a este Tribunal, en el juicio de nulidad de testamento del Sr. canónigo Dr. José Miguel Palacio, repele la demanda, fundándose en que -230- el actor no es legalmente interesado en la nulidad, y, por lo mismo, carece de acción para alegarla; bien por existir otro testamento anterior que instituye heredero al Hospital de Loja; bien porque, no habiendo sido hermanos legítimos el mencionado Canónigo y D. Lorenzo Palacio, los demandantes no pueden ser en ningún caso herederos abintestato, ni tener, como tales, derecho alguno a la sucesión.

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Estudiemos esta cuestión jurídica, teniendo en cuenta las disposiciones legales y las pruebas del proceso; y consideremos enseguida, aunque sea subsidiariamente, la cuestión de la nulidad misma del testamento, para la hipótesis de que el Tribunal debiera fallar sobre ella.

Parte primera

I

El principio jurídico de que no puede intentar una acción sino el que tiene interés actual en ella, expresamente reconocido y aplicado por nuestro legislador, ya al tratar de la impugnación de la legitimación, en el art. 210 del Código Civil; ya al ocuparse en la nulidad absoluta, en el 1873; ya en otros diversos lugares, es un axioma en la doctrina jurídica universal.

Enrique Bonfila, Decano y Profesor de Derecho en la facultad de Tolosa, se expresa al respecto en estos términos:

«212.- Quatre conditions doivent concourir pour qu'une personne puisse intenter une action en justice. Cette personne doit avoir: 1.º intérêt; 2.º droit légal; 3.º qualité; 4.º capacité ou pouvoir d'ester en justice.

-231-

»Première condition.- Celui qui formule une demande en justice doit avoir intérêt. Une personne n'a pas le droit de soulever des litiges dont la solution ne lui importe en aucune manière et qui sont étrangers à sa personne ou a son patrimoine. Ce principe de sens commun se traduit par le deux maximes suivantes: Pas d'intérêt, pas d'action. L'intérêt es la mesure des actions».

Este principio jurídico, diariamente aplicado en la jurisprudencia de todos los países, lo fue también por nuestro Tribunal Supremo, y precisamente a propósito de un caso sobre nulidad de testamento; caso que sirve ordinariamente de ejemplo a los expositores para explicar la doctrina. Dijo así nuestro Tribunal en el juicio de Andrés Eugenio Salazar contra Carlos y Victoria Rodríguez: «Vistos: No se ha probado absolutamente que los actores serían los llamados a suceder al fallecido Luis López si los demandados fueran excluidos de esa sucesión a causa del vicio de que adoleciese su institución de herederos. Carecen, pues, de interés acerca de la asignación cuya insubsistencia pretenden, y, por lo mismo, tampoco tiene base legal la acción que han deducido. Por esta razón y las deducidas por el juez inferior, administrando, etc., se confirma con costas, la sentencia venida en grado. Devuélvanse» (Gaceta Judicial, N.º 12 de la Segunda Serie, pág. 93).

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No puede, pues, demandar la nulidad de un testamento el que no prueba que, de acogerse tal demanda, sería llamado a suceder abintestato al testador. Y en el caso actual, no sólo se ha rendido esa prueba, sino, por el contrario, consta plenamente que, declarada la nulidad, no heredarían los demandantes, por dos razones distintas, cada una de las cuales basta para destruir la demanda, a saber:

1.º- Porque existe otro testamento anterior, que instituye diversos herederos; y

2.º- Porque el difunto fue hijo ilegítimo, y, por lo mismo, no tiene ni puede tener consanguíneos llamados a heredarle abintestato.

-232-

Con respecto al punto primero, alegan los demandantes que también el testamento anterior es nulo y que tienen propuesta la relativa acción de nulidad. Pero mientras tal demanda no sea fallada, el testamento subsiste y debe surtir todos sus efectos.

Si los pretensos herederos abintestato hubieran demandado a la vez y en la misma cuerda ambas nulidades; o, si propuestas por separado las demandas, hubiérase pedido la acumulación de ellas, una sola sentencia hubiera decidido cuál de los dos testamentos quedaba vigente, o si, anulados ambos, sobrevenía la sucesión intestada. Como ambas demandas se referían a la misma herencia y se fundaban en el supuesto título de herederos abintestato, alegado por los actores, cabía muy bien la acumulación en cualquiera de las dos formas. Pero los tales herederos no han querido seguir este camino; aquella otra demanda relativa al testamento anterior, no sabemos qué fin ha tenido, ni si ha seguido cursando; y la mera litispendencia sobre nulidad del testamento anterior, no bastaba para que deba éste ser considerado como insubsistente.

Recomiendo al Tribunal esta consideración, que indudablemente la tendrá en cuenta. Con respecto al testamento anterior, hay litispendencia sobre nulidad, nada más. No hay cosa juzgada; y mientras no la haya, ese testamento subsiste como tal y surte efectos jurídicos.

II

El segundo punto es, sin duda, más grave y decisivo: el Sr. canónigo Dr. Palacio no fue hijo legítimo ni natural; y por lo mismo, no tiene ante la ley parientes de ninguna clase, que puedan heredarle abintestato.

A fojas 51 consta, presentada por los mismos demandantes, la partida de bautismo del Sr. Palacio, en estos términos:

-233- «En la Santa Iglesia Matriz de esta ciudad de Loja, a los

cinco días del mes de julio de 1829. Yo el Dr. Miguel Ignacio Valdivieso, cura vicario de ella: bauticé solemnemente, puse óleo y crisma a José Miguel hijo ilegítimo de la ciudadana María Soto, fue su madrina la señora Francisca Pérez, por poder de la señora Mercedes Ruilova, a quien advertí su obligación y parentesco. Testigo

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José Agustín Ramírez y Mariano Romero, y para que conste, lo firmo. Dr. José Miguel Valdivieso».

Nuestro difunto canónigo Palacio es, pues, ese José Miguel, hijo ilegítimo de la ciudadana María Soto y de padre desconocido. ¿Cómo, pues, entonces, puede tener herederos abintestato, a no ser el Fisco?...

Los demandantes pretenden salvar esta dificultad sosteniendo que aquel hijo ilegítimo fue legitimado por el matrimonio posterior de sus padres; y para comprobarlo, alegan que al margen de la partida de nacimiento se encuentra una nota que dice:

«Se aclara: que al margen de la partida se halla la aclaración siguiente: José Miguel hijo de los señores José Onofre Palacio y María Cevallos, alegitimado el año de ochocientos veinte y nueve por medio del matrimonio celebrado en Septiembre de aquel año. Manuel José Jaramillo».

Mas tal pretensión es manifiestamente ilegal y descabellada por muchos aspectos:

1.º- Porque una nota o razón de esa clase no es el medio legal de comprobar la legitimación, ora se atienda a las leyes actualmente vigentes, ora a las que regían al tiempo de aquel acto.

2.º- Porque la dicha anotación no fue hecha por el párroco que autorizó el instrumento a que ella se refiere, sino por otra persona absolutamente extraña. La partida de bautismo fue extendida por el párroco Dr. Miguel Valdivieso, quien desempeñó aquel cargo, no sólo cuando nació y fue bautizado Dn. José Miguel, sino cuando -234- Dn. José Onofre casó con María Cevallos; y lo fue todavía cuando, cuatro años después, los dos susodichos esposos hicieron bautizar y poner óleo y crisma a su hijo José Lorenzo.

¿Con qué razón, pues, con qué título puso aquella anotación sin fecha, Dn. José Manuel Jaramillo?

3.º- Porque el matrimonio de Onofre Palacio y María Cevallos de ninguna manera podía conferir la legitimidad al hijo espúreo de María Soto. Los actores han intentado probar por testigos la identidad entre esta ciudadana y la María Cevallos, esposa de José Onofre; mas los testigos no afirman categóricamente este hecho, ni dan razón de sus dichos; siendo, por lo mismo, de todo en todo deficiente su testimonio.

4.º- Porque la consabida anotación, que por su contexto mismo manifiesta haberse hecho muchos años después, refiérese a un matrimonio celebrado en septiembre de 1829; y el de Dn. José Onofre y la Cevallos tuvo lugar en el mes de octubre.

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Según las leyes españolas vigentes en la época del nacimiento del Sr. canónigo Palacio (2.º, tít. 6.º, lib. III del Fuero Real; 1.º, tít. XIII, part. IV; y 11 del Toro), el hijo ilegítimo podía ser legitimado por el subsiguiente matrimonio de los padres siempre que éstos, al tiempo de la concepción o del nacimiento del hijo, hubieran sido solteros y sin ningún impedimento dirimente para contraer matrimonio entre los dos. Mas en el caso actual, no sólo no consta esta condición jurídica de los padres, sino que ni el hecho mismo de la paternidad y maternidad de los dos contrayentes está comprobado.

III

El defensor contrario comprende, según parece (y no podía menos que comprender), que su causa es, por -235- este aspecto, desesperada; y pretende acogerse al argumento de que el demandado no ha negado a los actores el carácter de parientes legítimos en que éstos fundan su pretenso derecho. Mas el escrito de contestación, constante a fojas 18, contiene cláusulas como ésta, en que se niega del modo más general y absoluto el derecho de los actores:

«Los actores pues no tienen derecho y carecen de facultad de solicitar la nulidad del testamento, toda vez que aun en la hipótesis de que existieran los vicios que se apuntan en la demanda, el único a quien competiría alegar la nulidad sería el heredero instituido en el anterior testamento del canónigo Dr. Palacio, que lo es el Hospital de Caridad de esta ciudad.

»La nulidad, materia de esta acción, no pudo pedirse por los actores; menos alegarse, toda vez que esta facultad sólo se concede al que tenga interés en ella; y en caso cuestionado el único que tendría interés sería el Hospital, no los actores a quienes no aprovecharía en manera alguna la declaratoria de nulidad».

En virtud de esta negación, los demandantes quedaron obligados a probar que efectivamente eran interesados en la herencia, es decir, que estaban en el caso de suceder abintestato, al admitirse y declararse la nulidad del proceso; y la prueba de ese interés o de ese derecho a la sucesión no podía ser otra que la de su condición de sobrinos y sobrinos nietos legítimos, respectivamente, del canónigo Palacio.

Esa condición, ese parentesco es el título o fundamento del derecho reclamado por los actores; y dada la negación absoluta del demandado en las cláusulas transcritas, tocaba a los actores rendir la prueba plena correspondiente, so pena de que recayese sobre ellos la sanción jurídica del axioma actore non probante, reus solvitur.

Así lo comprendieron los demandantes; y de allí su empeño y diligencia por buscar y presentar las partidas parroquiales de nacimiento, matrimonio, etc.; y sólo -236- cuando han visto el resultado contraproducente de esa prueba, intentan recurrir al subterfugio de que no han estado obligados a probar aquel hecho, que es la base y fundamento de su acción.

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Evidentísimo, pues, que la sentencia de segunda instancia será confirmada en todas sus partes, y que, por lo mismo, no entrará el Tribunal a considerar y decidir la compleja cuestión de nulidad del testamento, suscitada por los demandantes. Por la misma razón, yo podría dar aquí por terminado mi alegato; mas, a mayor abundamiento y seguridad, voy a examinar aquella cuestión de derecho, tan ampliamente discutida y analizada en otras causas, y tantas veces decidida, aunque no con perfecta uniformidad, no sólo por nuestra Corte Suprema, sino por los Tribunales de todos los países que se rigen por análogas leyes y principios.

Parte segunda

I

Fúndase la demanda de nulidad:

1.º- En que en la cubierta del testamento se dice, no que el testador presentó una escritura cerrada, sino simplemente que presentó un pliego;

2.º- Que en acta consignada en dicha cubierta no se expresa que el pliego se presentó a los testigos;

3.º- Que tampoco se dice en dicha acta que el testador declaró de viva voz y de modo que el Escribano y los testigos le viesen, oyesen y entendiesen, que aquel pliego contenía su testamento;

-237-

4.º- Que por haber empleado el Escribano el copretérito contenía (en la redacción del acta), en vez del presente contiene, no consta que el pliego haya contenido el testamento en el instante de su presentación.

Para decidir la cuestión de nulidad fundada en estos antecedentes, débese tener en cuenta, por una parte, el tenor de la cubierta del testamento, y por otra, la doctrina legal aplicable al caso.

El acta extendida en la cubierta dice lo siguiente:

«En la ciudad de Loja, a los veinticinco días del mes de octubre de mil novecientos ocho. Andrés Duarte, Escribano público de este Cantón certifica: que habiendo sido llamado a la casa de habitación del canónigo Sr. Dr. José Miguel Palacio, domiciliado en esta ciudad, al que encontré enfermo en cama, pero en su entero y sano juicio, y a presencia de los testigos que suscriben, me entregó este pliego, diciendo que en él contenía su testamento y última voluntad. En su testimonio así lo dijo, otorgó y firmó a presencia de los testigos instrumentales y el infrascrito Escribano, después de

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haber oído la lectura de este instrumento, la que di yo el escribano a presencia del otorgante o testador, el que estuvo a la vista, siendo los testigos los señores Ulpiano Agustín Costa Costa, Daniel Ortega, Antonio Briceño, César Jaramillo y Francisco Jaramillo, todos vecinos de esta ciudad, mayores de edad, idóneos y conocidos por mí el escribano, de todo lo que doy fe, como también de que el otorgamiento, lectura y firmada de este instrumento tuvo lugar en unidad de acto, de todo lo que doy fe, y en fe de ello lo signo, firmo y rubrico en la expresada fecha de su otorgamiento. Se expresa que la lectura de este instrumento tuvo lugar en alta voz. José Miguel Palacio.- Ulpuiano Agustín Costa Costa.- Daniel Ortega.- César Jaramillo.- Francisco Jaramillo.- Antonio Briceño.- Andrés Duarte.- Escribano público. (Aquí el signo del Escribano)».

-238-

II

Veamos ahora la doctrina jurídica aplicable, que procuraré exponerla del modo más breve y sintético. Todos los Códigos antiguos y modernos exigen para la validez del testamento la observancia de ciertas solemnidades; mas son muy pocos los que, como el Argentino (art. 3.227), prescriben de modo general que el cumplimiento de cada una de las solemnidades se haga constar en el mismo instrumento. Lejos de esto, casi todos, y entre ellos el nuestro, siguiendo al Francés, consignan ese precepto sólo con respecto a ciertas solemnidades, y guardan silencio en cuanto a las otras.

Con tal motivo han surgido los siguientes problemas jurídicos sobre los cuales se ha discutido larga y profundamente y se han adoptado diversas y aun contrarias conclusiones, así en la doctrina de los expositores como en la Jurisprudencia de los Tribunales.

A).- Cuando la ley exige la constancia expresa de ciertas solemnidades, ¿deben emplearse precisamente, para ese efecto, las mismas palabras de la ley?...

B).- Cuando la ley no exige la constancia expresa, ¿hay nulidad por el mero hecho de haberse omitido aquella expresión no exigida por la ley?...

C).- Caso de ser necesario que el mismo instrumento sea la prueba de la observancia de todas las solemnidades, ¿en qué forma o con qué términos o expresiones debe hacerse constar dicha observancia?...

Estudiemos separadamente estos tres puntos importantes de derecho.

-239-

III

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A).- El primero no ofrece dificultad alguna, y lo consignamos aquí, más bien como un punto de partida o antecedente que ha de servirnos para la más fácil resolución de los otros. Es un axioma en la jurisprudencia y en la doctrina el principio de que las leyes modernas no prescriben palabras sacramentales para ningún acto jurídico, y, por lo mismo, la expresión mandada por ellas puede hacerse con las mismas palabras de la ley o con otras equivalentes.

No hay expositor que no recomiende este principio, ni fallo judicial que, llegado el caso, no lo reconozca y aplique; y las cuestiones prácticas quedan reducidas, por lo general, al concepto de la equivalencia que no siempre es suficientemente claro. Casi todos los vocablos de nuestro idioma tienen diversas acepciones; y acontece que los empleados en el instrumento concuerdan con los de la ley, en cierta acepción, y discrepan, en otras; o bien tienen un sentido equívoco, que puede conformarse o no con el de las palabras de la ley; y esto ha dado también lugar a diversidad de pareceres.

IV

B).- Con respecto al segundo punto, las opiniones y doctrinas han discrepado muchísimo, y los fallos judiciales, reflejo de ellas, han adoptado también diversas y aun contrarias conclusiones. Puedo citar, en comprobación, no sólo textos de muchos autores, sino multitud de sentencias nacionales y extranjeras, que evidencian las vacilaciones que en tan difícil y compleja materia ha habido, no sólo entre nosotros, sino entre los pueblos más provectos y adelantados del mundo. Mas el principio jurídico prevaleciente en la doctrina y la jurisprudencia -240- y, en mi concepto, más sólidamente fundado, es el que, proclamado por Troplong y reconocido y aplicado en varias sentencias de los Tribunales, declara que el cumplimiento de las solemnidades de un instrumento público debe resultar, si no del tenor literal, por lo menos del contexto o del conjunto de la redacción del instrumento mismo, a menos que la ley establezca otra cosa.

En cuanto a la forma y aun al fondo de las reglas, nuestro Código tiene, respecto del francés, notables diferencias, como aquella de que, según éste, el testamento debe ser dictado por el testador al escribano (o a uno de los escribanos, cuando concurren dos) mientras que para aquél nada significan la escritura del testamento ni la manera y tiempo en que se la haya hecho. Pero los dos concuerdan en un punto fundamental, suficiente para que, en nuestro caso, podamos adoptar idénticos principios; a saber, en que, en vez de ordenar, de modo general, que en el instrumento se haga constar expresamente el cumplimiento de todas las solemnidades, prescribe esa constancia respecto de ciertas solemnidades, y guarda silencio respecto de las otras.

Cabe, por tanto, en el campo de la legislación francesa, como en el de la nuestra, la consabida cuestión de si será nulo el testamento en que no se ha expresado el cumplimiento de aquellas solemnidades cuya constancia expresa no está ordenada por la ley.

Y a este respecto, me ha parecido, repito, más científica y satisfactoria la doctrina susodicha, sin desconocer, eso sí, la gravedad de ciertas objeciones, que no han sido hasta ahora plenamente refutadas.

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Empeñado, por lo mismo, en afirmar mejor mis convicciones -o cambiarlas, si resultasen erróneas-, propúseme buscar luz en una fuente más próxima y más apropiada para la interpretación de nuestras leyes; no simplemente para la defensa de los pleitos, sino para la publicación que había proyectado de un trabajo jurídico sobre esta importante materia; y consultando, con tal fin, la jurisprudencia de Chile, encuentro que los Tribunales -241- de aquella respetable nación, regida en este punto por leyes perfectamente idénticas a las nuestras (pues apenas difieren en la numeración de los artículos) han hecho de lo que yo llamaba objeciones, la base de su doctrina, y llegado, por lo mismo, a la conclusión de que no hay nulidad por falta de mención de solemnidades, sino cuando la omisión se refiere a las solemnidades especiales cuyo cumplimiento manda la ley que se exprese, v. g. la causa por la cual no firma el testador, o la segunda lectura del testamento del ciego.

Varias sentencias expedidas en los últimos años -desde 1906 hasta 1913- tengo copiadas con aquel propósito, y quiero citar siquiera las siguientes:

La de 21 de diciembre de 1906, expedida por la Corte de Casación, en la causa de José Luis Serey contra Emeterio Serey, en la que el Tribunal sienta este antecedente:

«4.º- Que la mención de haberse cumplido, al otorgar el testamento, las formalidades dispuestas por la ley para la validez de dicho acto, es una nueva formalidad que no puede exigirse sino en los casos en que la misma ley lo requiere expresamente, como lo hace el Código Civil en los artículos 1.018, respecto de la causa que impida firmar al testador, y 1.019, en cuanto a la doble lectura que debe darse al testamento del ciego; y en consecuencia, el fallo recurrido no viola la ley cuando rechaza la nulidad del testamento de don Eulogio Serey derivada del hecho de no haberse mencionado en ese instrumento que todo él fue leído en alta voz por el escribano o uno de los testigos, en la forma prescrita por el art. 1.017 del citado Código, pues ni esta disposición ni otra alguna previene que de esa lectura se deje testimonio en el instrumento».

La de 9 de noviembre de 1907, en la causa de don Benjamín Caro A. contra Belisario Cevallos, en que el Tribunal Supremo consigna la misma doctrina, pero quizá con más claridad, diciendo:

«2.º- Que la mención especial en el testamento mismo de haberse llenado en -242- su otorgamiento ciertas solemnidades prescritas por la ley, aunque está ordenada en algunos casos que el legislador creyó necesario hacerlo, como en los artículos 1.018 y 1.019 y otros del Código Civil, no se encuentra establecida con relación a aquella de que trata el art. 1.017;

»3.º- Que la solemnidad exigida por la ley es cosa diversa

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de la mención, que por sí sola constituye otra solemnidad distinta de las demás, que no tendría la sanción de nulidad, sino en los casos en que se requiera expresamente en la ley, como ocurre, según el art. 1.018, respecto de la causa que impide firmar al testador y según el 1.019, en cuanto a la doble lectura que debe darse al testamento del ciego;

»4.º- Que la formalidad es de derecho estricto desde que su omisión es causa de nulidad, y, por consiguiente, no puede exigirse deduciéndola de simples conjeturas o presunciones, si no existe en la ley misma una disposición expresa y terminante al respecto;

»5.º- Que el art. 1.026 del Código Civil sólo declara sin valor el testamento solemne, abierto o cerrado, en que se omitiera cualquiera de las formalidades a que deba respectivamente sujetarse según los artículos precedentes, y ninguno de ellos requiere la mención de haberse dado cumplimento a las otras prescritas en los artículos 1.015 y 1.017, a lo que se agrega que la consignación expresa de las solemnidades determinadas en los artículos 1.018 y 1.019 carecería de objeto, si siempre debiera mencionarlas todas el testamento; y

»6.º- Que, como consecuencia de lo expuesto en los considerandos precedentes, resulta que el fallo recurrido no viola las leyes que se dicen infringidas por haber rechazado la nulidad del testamento de doña María Josefa Ortiz, derivada del derecho de no indicarse en ese instrumento que todo él fuera leído en alta voz por el escribano o uno de los testigos en la forma ordenada por el art. 1.017 del citado Código, pues ni esta disposición -243- ni otra alguna, previene que de esa lectura se deje testimonio en el instrumento».

La de 14 de marzo de 1913, en que la Corte declara, entre otras cosas: «Que para la validez del testamento abierto otorgado ante cinco testigos, la Ley no exige que se deje en él constancia de que el testigo que lo lea en alta voz haya sido designado por el testador; y no siendo esta circunstancia exigida expresamente por la Ley para la validez del acto, su omisión no importa un vicio de nulidad».

V

En Chile los jueces de primera instancia y las Cortes de apelación han seguido invariablemente (por lo que he visto) la doctrina consagrada por la Corte de Casación en las sentencias citadas; mas en nuestro foro ha habido gran fluctuación e incertidumbre, y aun el Tribunal Supremo no se ha inspirado siempre en los mismos principios.

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Así, en la sentencia de 29 de julio de 1881, en el juicio mortuorio de Esteban Salvador, admitió lisa y llanamente la misma doctrina de los Tribunales chilenos, en los siguientes términos: «Vistos: El art. 1.007 del Código Civil, no prescribe que se exprese en el testamento abierto la formalidad de haber sido leído por el Escribano, o por uno de los testigos, en su caso. Así, de la circunstancia de que en el testamento de Esteban Salvador no se ha expresado que fue leído por una de las personas mencionadas, no puede concluirse necesaria y asertivamente que se ha omitido dicha formalidad. Por tanto, no apareciendo de manifiesto en el acto testamentario de foja 1.ª vuelta la falta de lectura, la cual sólo podría constar de la prueba que se diese, y siendo diferentes la falta de lectura y la de expresión de que fue leído, expresión o mención que no la prescribe la ley, como queda -244- dicho; no ha debido declararse de oficio la nulidad del testamento, por no hallarse en el caso del art. 1.673 del Código Civil. En esta virtud, se revoca el auto recurrido, y devuélvanse.- Nieto.- Arboleda.- Espinosa de los Monteros.- Sáenz.- Muñoz» (Serie 1.ª, N.º 43, pág. 344 de la Gaceta Judicial).

En la de 4 de noviembre del mismo año, hizo aplicación de la propia doctrina, en el juicio de nulidad del testamento de María Eulalia Cornejo, tomando en cuenta la declaración jurada del juez que autorizó el testamento, para decidir que se omitió la formalidad de la lectura (Serie 2.ª, de la Gaceta Judicial, N.º 51, pág. 407).

Y en 28 de noviembre de 1889 hizo igual aplicación, en la causa Gallo-Cueva, declarando: «... 2.º Que la falta de constancia de haberse leído el testamento por la persona designada por el testador, no lo invalida; ya que esa constancia no está prescrita por la Ley, como indispensable, sino en el testamento del ciego; y 3.º Que, por tanto, para declarar nulo el testamento por el motivo expresado, es necesario prueba que acredite haber sido omitida dicha solemnidad» (Serie 2.ª, N.º 6, pág. 47).

Pero el caso en que más franca y categóricamente se pronunció nuestra Corte por aquella doctrina, fue el del ruidoso pleito relativo al testamento de don Carlos Zambrano Mancheno, decidido en última instancia el 20 de julio de 1905, en estos términos:

«Vistos: Es incuestionable que el testamento solemne, abierto o cerrado, en cuyo otorgamiento se hubiese omitido alguna formalidad de las no exceptuadas en el art. 1.016, inciso 2.º, del Código Civil, no tiene valor. Mas, entre las solemnidades de los testamentos, unas deben constar en el instrumento mismo, por exigirlo así la ley; y otras, si bien es necesario observarlas, no es preciso que ello aparezca escrito en el testamento. De dichas solemnidades, el no haberse hecho constar que se observaron las primeras, causa la nulidad; pero, en cuanto a las segundas, para que ésta se declare, es indispensable -245- prueba de la falta alegada como fundamento de la demanda. Así, en el testamento cerrado, es solemnidad sustancial que, a no tratarse del caso previsto por el art. 1.014, el testador presente al escribano y testigos una escritura cerrada, declarando, de viva voz y de manera que el escribano y testigos le vean, oigan y entiendan, que en aquella escritura se contiene su testamento; pero la expresión de esta circunstancia no es necesaria en el acta del otorgamiento: 1.º porque la ley ha determinado, claramente, en el inciso 5.º del art. 1.013, lo que ella, el acta, debe expresar; y 2.º, porque el haberse respetado esa solemnidad, debe aparecer al darse cumplimiento al art. 1.015 del Código referido y al 672 del de Enjuiciamientos, ya que sólo así se puede declarar la validez del testamento en la sentencia prescrita por el art. 673 del segundo de dichos Códigos. Y, aunque no obstante tal sentencia es alegable la nulidad del testamento, para obtenerla, es de todo punto necesaria prueba: 1.º sobre que

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el testador no presentó su escritura cerrada de la manera exigida por el inciso primero del art. 1.013; y 2.º acerca de que el escribano y testigos no lo vieron, ni oyeron, ni entendieron. En esta causa no se hallan justificados esos hechos; y como ora por el acta de otorgamiento, ora por las propias declaraciones de los testigos instrumentales, aparece cumplido el inciso primero del art. 1.013, no menos que el inciso quinto, por lo que respecta a lo que en el acta de otorgamiento se debió escribir; resulta que no existe la nulidad que, apoyada en la inobservancia de los citados incisos se alega contra la validez del testamento de Carlos Zambrano Mancheno. En cuanto a la nulidad fundada en la incapacidad del actor, la prueba rendida por los demandantes sobre insuficiente para desvirtuar la del acta de otorgamiento, está destruida por la de los demandados, como justamente lo dice el juez de primera instancia. Por lo expuesto, administrando, etc., se confirma con costas la sentencia recurrida. Devuélvanse.- Leopoldo Pino.- Manuel B. Cueva.- Belisario Albán Mestanza.- Adolfo Páez.- Pablo A. Vásconez» (Serie 2.ª, N.º 3, pág. 23).

-246-

Yo defendí la validez del testamento del señor Zambrano; pero me apoyé, no en la doctrina adoptada por los Tribunales chilenos, sino en la que he sostenido siempre a este respecto, es decir, en la que, según expuse en el capítulo precedente, la consideraba prevaleciente en la jurisprudencia francesa y más sólidamente fundada; pera la Corte se fue mucho más allá, haciendo aquella distinción entre solemnidades que debían constar en el instrumento mismo, por exigirlo así la ley, y otras que, si bien debían ser observadas, no era preciso que ello constase del testamento; y deduciendo de allí que no era necesaria en el acta del otorgamiento la expresión de que el testador presentó al escribano y testigos le viesen, oyesen y entendiesen, que aquella escritura contenía su testamento.

Pasaron pocos años, y cambiado el personal de la Corte, cambiáronse también las ideas jurídicas en esta materia. Así, al decidir en 1908 la antigua controversia sobre nulidad del testamento de Antonio Yánez, se revocó el fallo de la Corte de apelación (conforme a la anterior doctrina de la Suprema), y se sentó este nuevo principio en la jurisprudencia:

«Vistos: Es de derecho que las formalidades que la ley prescribe para el valor de ciertos actos o contratos, de estos mismos han de aparecer cumplidas. Y así, no cabe que se presuma su cumplimiento, ni que pueda éste ser justificado con ninguna prueba posteriormente» (Serie 2.ª, N.º 56, pág. 444).

Y casi lo mismo volvió a decirse en 1914, en la causa de nulidad del testamento de Manuel A. Armijos, cuya sentencia comienza así: «Vistos: Con arreglo al art. 1.007 del Código Civil, el testamento abierto debe ser todo él leído por el escribano o, en su caso, por el juez ante quien se lo otorgare; y por la naturaleza del testamento, el haberse cumplido esa formalidad, requisito indispensable para la validez del acto, debe constar, necesariamente, en el instrumento mismo, como así deben constar todas las determinadas en los artículos 1.004, 1.005, -247- 1.006 y 1.008, sin otras excepciones que las comprendidas en el inciso 2.º del 1.016».

Es, por tanto, indispensable que se adopte ya definitivamente una norma fija de interpretación de la ley, y quizá también que se insinúe y recomiende al Poder

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Legislativo una reforma o aclaración que ponga término a tan arduas y trascendentales controversias.

VI

C).- Pasemos a la tercera y más importante cuestión. Bajo el imperio de la doctrina de que el mismo testamento debe contener la prueba de todas sus solemnidades, preguntamos: ¿En qué forma o de qué manera se les debe hacer constar?

Los expositores modernos (pues los antiguos fueron más benignos) hacen unánimemente esta distinción:

Para la constancia de las formalidades que, según la ley, requieren mención expresa, no se necesitan palabras sacramentales, es decir, las mismas palabras de que se vale la ley. Tampoco se requieren palabras sinónimas, que difícilmente se encuentran en ningún idioma. Basta que se empleen palabras equivalentes, para que el precepto legal de la mención expresa quede racional y satisfactoriamente cumplido.

O bien (valiéndonos de las palabras del eminente canciller d'Agucoseau al Parlamento de Grenoble, de las cuales se apropian los más respetables expositores): «basta que las expresiones empleadas correspondan con exactitud al pensamiento de la ley».

Respecto de las solemnidades para las cuales la ley no exige mención expresa es suficiente que el cumplimiento de ellas se deduzca o infiera razonablemente del contexto del instrumento.

-248-

El juez, dicen, como intérprete de la ley, no puede dejar de exigir aquello que la ley exige; pero tampoco puede exigir más de lo que exige la ley. Por consiguiente, si la ley prescribe mención expresa del cumplimiento de alguna solemnidad, no puede el juez reputar suficiente la constancia implícita. Mas, si no hay tal precepto en la ley, no tiene el juez razón alguna para imponerlo, lo único que ha de ver es si del sentido o contexto del acta o conjunto de sus cláusulas, se deduce razonablemente el cumplimiento de las formalidades.

He aquí la clave que unánimemente se reconoce para la resolución de estas cuestiones.

Veamos, por ejemplo, la explicación que da a este respecto el notable profesor de Derecho Civil, Gabriel Baudry Lacantinerie, en el Tomo 2.º, pág. 385 de su reciente y muy respetable obra Precis Droit Civil.

Tratando del testamento abierto, recuerda la disposición legal de que se hará de todo mención expresa, con que termina el art. 972 (II est fait du tout mention expresse); y en seguida explica el sentido de esta disposición, de la siguiente manera:

«¿Quiere esto decir que la mención debe ser hecha exactamente en los mismos términos empleados por la ley? Esto es, de seguro lo más prudente; mas esto no es

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necesario, porque en nuestro derecho no tenemos términos sacramentales. Basta que la mención pruebe de una manera indudable el cumplimiento de las formalidades cualquiera que sean los términos en que esté concebida. La mención debe ser expresa; por consiguiente no basta que del conjunto de las cláusulas se pueda inducir el cumplimiento de las formalidades. Una cosa, dice la Corte de Casación, puede muy bien resultar implícitamente de las cláusulas de un acto, pero no de una manera expresa».

Llega después a tratar en la página 389 de la mención de las formalidades del testamento cerrado, para las cuales la ley francesa -lo mismo que la nuestra- nada dice de mención, y expone así la doctrina:

-249-

«A diferencia de lo que hay lugar en el testamento por acto público, aquí no es necesario que el acta de suscripción mencione expresamente el cumplimiento de las formalidades; basta que la prueba de este cumplimiento resulte, aun implícitamente, de los términos del acta de suscripción. En otras palabras, el art. 972 exige una mención expresa; el 976 una simple comprobación» (constatation dice el autor). La jurisprudencia se ha decidido en este sentido.

No puede ser más concluyente esta doctrina, ni más interesante para nuestro caso ese contraste entre la manera de cumplir una mención expresa, prescrita por la ley, y la de hacer constar el cumplimiento de las formalidades para las cuales la ley no ha prescrito tal mención.

«La jurisprudence est en ce sens» dice este respetabilísimo profesor a sus discípulos; y lo comprueba Dalloz, citando innumerables sentencias de los Tribunales; en varios lugares de los dos tomos de su Repertorio, dedicados a los Testamentos y Donaciones.

VII

Nuestros intérpretes rigoristas creen hacer una concesión en favor de la equidad, al decir que no son indispensables las mismas palabras de la ley, con tal de que las que se empleen sean, por lo menos, perfectamente equivalentes; y así, con dificultad y con grandes escrúpulos, llegan a permitir que se usen las palabras entregar el pliego al escribano y los testigos, en vez de presentar el pliego; expresar que éste contiene el testamento, en vez de declarar de viva voz, etc. Mas no se fijan en el requisito de que la equivalencia tiene razón de ser sólo respecto de las solemnidades para las cuales la ley ha prescrito mención expresa, como son, según nuestro Código, la causa de no firmar el testador y la segunda lectura -250- del testamento del ciego. Con respecto a las otras, no hay razón alguna legal ni científica para exigir las mismas palabras ni otras equivalentes; y basta que el cumplimiento se deduzca implícitamente del contexto del acta.

Vimos, ya, a este respecto, las terminantes palabras del profesor Baudry, que concluye su exposición advirtiendo a sus discípulos que en aquellas palabras se resume la doctrina unánimemente aceptada. Y el eminente expositor Laurent, tratando también de hacer notar la diferencia entre el caso en que la ley prescribe mención expresa, y el

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en que se requiere sólo la prueba del cumplimiento, dice lo siguiente, con relación al testamento cerrado, de que trata el art. 976 del Código Napoleón5.

«El notario debe hacer mención del cumplimiento de las formalidades que la ley prescribe. ¿Cuál es el carácter de esta mención? ¿Es una mención idéntica a la que el art. 972 prescribe para el testamento abierto? Hay entre los dos textos una diferencia considerable. El art. 972 dice que se hará de todo mención expresa; mientras que el 976 no pronuncia la palabra mención, y dice solamente que el notario extenderá acta de lo que ha pasado ante él. Extender acta (dreser acte) no es hacer una mención expresa; es comprobar (constater) un hecho. Pues todo lo que puede exigirse es que el acta pruebe que las formalidades prescritas por la ley han sido cumplidas...

»Se debe dejar a un lado la teoría de la equivalencia que la jurisprudencia y la doctrina admiten para el testamento abierto. En efecto, la equivalencia supone que el notario debe emplear ciertas expresiones que sean idénticas a las de la ley; mientras que un hecho puede -251- ser comprobado (constaté) implícitamente; y si el hecho está comprobado, está satisfecha la ley» (Tomo XIII, pág. 408).

Al estudiar aisladamente estos conceptos de Laurent, pudiera tal vez creerse que este autor es enemigo sistemático del rigorismo legal; y nada más inexacto que eso. Con el sereno y elevado criterio con que generalmente plantea y decide las cuestiones jurídicas, critica a los que suponen que las discordancias que en esta materia se notaron en los primeros tiempos del Código Napoleón, significaban la lucha entre el formalismo exagerado y el espíritu de equidad; y para ellos (entre los cuales se cuentan eminencias como Troplong, que sin dejar de ser colosal figura en la ciencia del derecho, se deja alguna vez arrebatar en alas de su ardiente imaginación) escribe las siguientes palabras que debiera tener siempre a la vista todo juez o tribunal en el desempeño de su ministerio:

«Cuando la ley es severa, el intérprete debe serlo igualmente; pues no tiene derecho de hacerse legislador, modificando en nombre de la equidad, lo que en la ley parece excesivamente severo. A una relajación semejante, preferiría yo el rigorismo más rudo, pues él mantendría por lo menos el respeto a la ley. En el caso de que tratamos, la lucha entre el derecho estricto y la indulgencia no tiene razón de ser: la ley es menos severa, y por esto el intérprete debe serlo también».

VIII

En la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema encontramos también interesantes ejemplos de haberse inspirado el Tribunal en los mismos principios que informan la jurisprudencia francesa, aunque, por desgracia, la falta de datos suficientes que, con los respectivos fallos, debieran publicarse en la Gaceta Judicial, hace que no pueda sacarse de esa publicación todo el provecho -252- apetecible. Así en la sentencia que decidió la cuestión de nulidad del testamento de Ignacio Torres Beltrán, leemos lo siguiente:

«Vistos: Las formalidades que la ley prescribe para el valor del testamento cerrado, deben constar del mismo testamento; y en el otorgado por Ignacio Torres, según aparece de la cubierta correspondiente, se han observado todas las que, para su validez, se hallan puntualizadas en los

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incisos 1.º y 5.º del art. 1.013 del Código Civil. Por tanto, administrando etc., se confirma, con costas, la sentencia de que se ha recurrido.- Devuélvanse.- Belisario Albán Mestanza.- Manuel Montalvo.- Leopoldo Pino. - Alejandro Cárdenas.- Adolfo Páez».

Lo importante de esta decisión, con respecto al asunto que nos ocupa, está no tanto en la enunciación del principio general que le sirve de fundamento, sino en la aplicación de ese principio al caso concreto. La cubierta del testamento de Torres Beltrán -que la tengo en copia auténtica- decía lo siguiente:

«Doy fe de que el señor Ignacio Torres Beltrán me presentó este pliego cerrado, afirmando que dentro de él se contenía su testamento; asimismo doy fe de que conozco al señor testador quien se halla en el uso perfecto de su razón, esto es, en su sano juicio, y de que la entrega la hizo a presencia de los testigos señores Benigno Torres, Manuel Bautista Cabrera, Daniel Quezada, José María Machado y José María Benavides, todos los que con inclusión del testador, son mayores de edad, vecinos del lugar, idóneos y conocidos por mí.- Cuenca, abril 11 de 1894, doy fe, expresando que todos ellos firman conmigo».

Protocolizado el testamento, don César Torres propuso demanda de nulidad (que la tengo también en copia) alegando que en el acta no constaba la unidad de acto, ni la circunstancia de que el testador declaró de viva voz y de modo que el escribano y los testigos le -253- viesen, oyesen y entendiesen, que el pliego contenía su testamento.

Evidentemente, el acta de otorgamiento no contiene esas palabras ni otras equivalentes; y sin embargo, el Tribunal, fijándose en el contexto general del instrumento, dedujo que todas las solemnidades habían sido cumplidas.

Ahora bien, comparada esta acta de Torres Beltrán con la del canónigo Palacio, ¿quién se atreverá a negar que la segunda es mucho más clara y completa que la primera?...

Apelo al recto criterio del respetable Tribunal que me escucha.

Y no nos asombremos de que la Corte Suprema ecuatoriana haya hecho respetar el testamento de Torres Beltrán, bajo aquella acta contenido. La distinción inevitable entre las solemnidades para las cuales la ley exige mención expresa, y las que no han sido objeto de tal exigencia legal, ha conducido en todas partes a idénticas y aún más graves conclusiones.

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Observamos ya el camino por donde se ha dirigido y se dirige, con inalterable firmeza, la jurisprudencia chilena; veamos ahora algo de lo que ocurre diariamente en la culta, en la provecta Francia.

La cubierta del testamento de Henri Nauthon decía lo siguiente:

Ante nos Jean Moreau, notario, y los testigos abajo nombrados, se presentó Henri Nauthon, concejero...; el cual, estando en perfecta sanidad, ha dicho y declarado ante nos el notario y los testigos que lo que se contiene en el presente pliego timbrado que sirve de cubierta, es su testamento cerrado, que lo ha dictado y hecho escribir...; el cual testamento lo ha sellado con una cinta de seda azul, en cuatro puntos, y el sello de sus -254- armas sobre cera negra... queriendo que después de su muerte, la apertura se haga por nos el notario...».

Nauthon murió asesinado, y los herederos legales propusieron demanda contra los testamentarios, alegando, entre otras cosas, que el acta de suscripción no expresaba que el testamento había sido presentado al notario y a los testigos por el testador.

La demanda fue rechazada en ambas instancias; y como los actores propusieron recurso de Casación, el Tribunal Supremo lo declaró sin lugar, diciendo, entre otras cosas:

«Considerando: que resulta del acta de suscripción que el testador selló su testamento en presencia del notario y de los testigos; que inmediatamente después pasó a manos del notario que puso el acta de suscripción; de donde se infiere que el testamento fue presentado al notario por el mismo testador...».

Merlin rechaza la doctrina de la Corte de Casación, alegando, como alegaban los demandantes, que el acta no contiene mención alguna de la presentación del testamento; y Laurent le refuta con estas palabras:

«Si la ley exigiera una mención expresa, Merlin tendría razón; mas, según la ley, basta que resulte implícitamente que el testamento ha sido presentado».

Otro caso. La cubierta del testamento de M. Bischoff decía sólo esto:

(Dalloz, T. 16 bis, palabra «Disposiciones entre vivos y testamentos».)

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«El testador nos ha declarado que en el presente escrito cerrado se contiene su última y más querida voluntad; que en consecuencia me exige a mí el notario, en presencia de los testigos, tomarlo en depósito bajo mi guarda».

Los herederos abintestato alegaron la nulidad del testamento, afirmando que no constaba en manera alguna que el testamento hubiera sido presentado por el testador; que el acta no excluía la posibilidad de que haya sido el escribano o un tercero quien puso ese pliego sobre -255- la mesa; que el testador, viendo las cosas de lejos pudo equivocarse o ser engañado por alguna persona extraña, que llevó fraudulentamente a manos del notario un instrumento falso en lugar del verdadero; que, en una palabra, no había en todos esos puntos la certidumbre que la ley exige en todo lo concerniente a los testamentos.

El caso era indudablemente grave; pero así y todo la demanda fue rechazada en todas las instancias; y los motivos aducidos por la Corte de Apelación, y aprobados por la de Casación, y recomendados por los jurisconsultos y expositores, dicen, entre otras cosas, lo siguiente:

«Considerando: que la ley no da la fórmula del acta de suscripción; que tampoco exige que la observancia de la formalidad de la presentación del testamento sea mencionada; que es suficiente que pueda inducirse de los términos empleados por el notario en el acta de suscripción, que en efecto el pliego les fue presentado a él y a los testigos, para que el testamento esté en el caso de ser mantenido;... que resulta evidentemente del contexto del acta que el pliego se encontraba en presencia del testador, cuando el notario y los testigos llegaron a él; que es manifiesto que él lo presentó al notario, sea entregándolo en sus manos, sea mostrándoselo, puesto que él le dijo: 'Este pliego contiene mi última voluntad' y lo requirió para que lo tomase en depósito; lo cual no deja ninguna duda sobre la identidad del testamento, que es el objeto que ha tenido en mira el legislador al exigir que el pliego sea presentado por el testador, para evitar toda sorpresa o sustitución, de un paquete a otro...».

Merlin impugna también aquí la doctrina de la Corte de Casación, fundándose en que, según la Ley, debe haber certidumbre del cumplimiento de las formalidades legales, y que en este caso, caben muchas posibilidades contrarias a dicho cumplimiento.

(Dalloz, id., N.º 3.276.)

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-256-

Y Troplong le replica con estas severas palabras:

«Sí, la certidumbre debe resultar del acta de suscripción. Mas para todos los espíritus enemigos de sutilezas, ella está brillante aquí; y para oscurecerla, es menester dejarse llevar a lo que los jurisconsultos romanos apellidan muy bien nimiam et miseram diligentiam».

Veamos, por último, siquiera un caso de testamento abierto, para el cual, como ya recordamos, la ley francesa exige se haga de todo mención expresa.

El testamento de Leroy de Cuy termina de esta manera:

«El cual testamento ha sido leído y releído por mí el notario el día, mes y año antedichos, a las cinco de la tarde, habiéndose hecho y terminado todo sin interrupción alguna. Hecho y pasado en presencia de dichos testigos arriba nombrados, que han firmado con mí dicho señor Leroy de Cuy, testador, y conmigo el notario, todo después de hecha la lectura...».

Alegada la nulidad del testamento, por cuanto no se había hecho mención expresa de que éste fue leído al testador, en presencia de los testigos, como lo exige el art. 972 del Código Civil; la sentencia de primera instancia rechazó la demanda; la de segunda la aceptó, revocando el primer fallo; y la Corte de Casación anuló este segundo fallo y dejó vigente el testamento, aduciendo los siguientes considerandos, generalmente citados y recomendados por los expositores, porque en ellos se retrata, por decirlo así, el espíritu que gobierna a esos sabios tribunales, y se sintetiza su filosófica doctrina:

«Considerando que el art. 972 no consagra términos sacramentales para la mención expresa que él exige; que desde que este artículo nada ha determinado sobre la forma de la expresión, es suficiente que la mención sea claramente enunciada, y que ella conserve la sustancia de aquello que es su objeto; considerando que la Corte Real ha declarado, ella misma, que la última parte del testamento, so pretexto de que no se encuentra en -257- la última parte la prueba de que los testigos hayan estado presentes al dictado de la cláusula adicional y de que se les haya dado lectura, lo mismo que al testador... Considerando que las formalidades establecidas para asegurar las disposiciones de los testadores, no deben, cuando han sido llenadas, llegar a ser objeto de sutilezas que tiendan a destruir esas mismas disposiciones. Que al

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decidir lo contrario, la Corte Real de Bourges ha aplicado erróneamente el art. 1.001 y formalmente violado el art. 972 del Código Civil; se anula la sentencia».

IX

Examinada nuestra cuestión actual a la luz de los principios jurídicos que hemos recordado; y, puesta, ante todo, en el estrecho molde de nuestra ley positiva, nadie podrá negar imparcialmente que nos encontramos en el caso de la nimia et misera diligentia de que habla Troplong, y en el de las sutilezas que, según la respetable Corte de Casación francesa, tienden a destruir las mismas disposiciones legales.

Con meras posibilidades, con posibilidades inverosímiles, muchísimo más inverosímiles que las que alegaban los herederos de Bichoff y de Nauthon, de Ignacio Torres, etc., se pretende dar en tierra con la última voluntad del canónigo Palacio.

Que el pliego que el testador entregó al escribano pudo estar abierto, porque no se ha puesto en el acta la palabra cerrado, se alega en primer lugar. Pero, ¿qué razón, qué indicio, derivado del contexto del acta, da lugar a presumirlo siquiera?...

Una de las acepciones académicas de la palabra pliego es la de «carta», oficio o documento (agreguemos testamento) «de cualquier clase que, cerrado, se envíe de -258- una parte a otra (v. g. de las manos del testador a las del escribano). Significa también «conjunto de papeles contenidos en un sobre o cubierta» etc.

¿Y hemos de anular el testamento porque el acta no excluye la posibilidad física de que aquel sobre haya estado, tal vez abierto?... ¿Cuándo se ha admitido en la ciencia jurídica criterio semejante, al tratar de la validez y subsistencia de esos actos solemnes?...

Por otra parte, la misma ley llama al escribano y a los testigos instrumentales a declarar, al tiempo de la apertura y protocolización, sobre el hecho de encontrarse o no el pliego en el mismo estado en que estuvo al tiempo del otorgamiento; y esa comprobación, no sólo admitida, sino ordenada por la ley, algún objeto, algún valor jurídico ha de tener; y ese objeto no puede ser otro que el de dejar constancia del hecho, y hacer que, en consecuencia, el testamento surta sus efectos.

Que en el acta no se pusieron las palabras el testador presentó el pliego al escribano y los testigos, y en cambio, se dijo que lo entregó al primero en presencia de los segundos, es ya, no una mera sutileza, no la consabida misera diligentia, sino... muchísimo más, Señores Ministros.

Que el testamento es nulo porque tampoco constan las palabras sacramentales declarando de viva voz y de manera que el escribano y los testigos le vean, oigan, y entiendan, es pretensión que no le va en zaga a la anterior, mil veces ensayada y

(Dalloz, T. 16 bis, N.º 2.936.)

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siempre fracasada en anteriores aventuras judiciales, análogas a la presente, como en el caso del testamento del señor Carlos Zambrano Mancheno, que arriba recordamos.

El acta que nos ocupa no tiene esas palabras, verdad; pero es porfiada y machacona, en el empeño de dar a comprender la misma idea. «El testador -dice- entregó el pliego al escribano en presencia de los testigos, diciendo que en él se contenía su testamento. Así lo dijo, otorgó y firmó en presencia de los testigos instrumentales y el infrascrito escribano... después de haber -259- oído la lectura de este instrumento, que la di yo el escribano, a presencia del otorgante o testador, el que estuvo a la vista... de todo lo que doy fe, como también de que el otorgamiento, lectura y firmada de este instrumento tuvo lugar en unidad de acto, de todo lo que doy fe, y en fe de ello (¡qué derroche de fe!) lo signo y firmo... Se expresa que la lectura de este instrumento tuvo lugar en alta voz»...

¿Después de todo esto, hemos de afirmar, hemos de presumir, siquiera, que el escribano y los testigos, cuya presencia está tan recalcada, no vieron, oyeron ni entendieron al testador? ¿Hay algún indicio, alguna prueba de que esos hombres eran ciegos, sordos o dementes?... ¿Cómo se concibe que un hombre presencie un hecho, que concurra expresamente a presenciarlo, y nada vea, ni oiga ni entienda?...

Viene, por fin, el tercero y último reproche; el escribano emplea el copretérito contenía, en vez del presente contiene.

Que la redacción del acta es bastante chabacana, no hay cómo negarlo; que el autor de ella no da muestras de muy docto en humanidades, podemos afirmarlo sin escrúpulo. Pero como, si hemos de creer a Samaniego,

Sin reglas del arte,

Escribanos hay...

el de nuestro cuento sopló lo mejor que pudo, y... sonó la flauta gramatical.

Se relata en el instrumento un hecho pasado, usando, por consiguiente, de los verbos en pretérito; contenía significa precisamente que el testamento estaba contenido en el pliego, al tiempo en que el testador hacía la consabida entrega.

La importancia doctrinal de los puntos de derecho considerados en el presente escrito, me ha hecho extenderme demasiado en la segunda cuestión, que probablemente -260- ni será decidida por el Tribunal. Ruégole, pues, me perdone haber cansado su atención; y espero que el fallo recurrido será confirmado, con costas.

Señores Ministros.

Víctor Manuel Peñaherrera.

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Doctor Leopoldo Pino

Alegato en el juicio seguido por la señora Dolores Jiménez viuda de Sucre y Benigno S. Calderón contra el Banco de Crédito, por dinero

1900

-[262]- -263-

Señor Presidente:

La sentencia pronunciada por la Corte de Guayaquil en la causa que, contra el Banco de Crédito Hipotecario, siguen L. Benigno S. Calderón y doña Dolores Jiménez v. de Sucre, es por todo extremo injusta.

Atentos los términos de la demanda y de su contestación, el asunto debe considerarse bajo los siguientes puntos: 1.º Si el ejercicio del contrato de mandato es compatible con la personalidad jurídica, esto es, si una persona jurídica puede ser mandatario; 2.º Si dada dicha compatibilidad, los términos de las estipulaciones constantes en las respectivas cláusulas de las escrituras de fs. 45-59 encierran mandato; 3.º Si, dada la misma compatibilidad, el Banco ha podido ser mandatario; 4.º Si, a existir mandato, el Banco es responsable de la culpa que se le imputa; 5.º Si, en el mismo supuesto, es procedente la acción deducida; 6.º Si, son admisibles las excepciones; y 7.º Si los fundamentos de la referida sentencia tienen algún mérito legal.

-264- I

¿El ejercicio del contrato de mandato es compatible con la personalidad jurídica, esto es, una persona jurídica puede ser mandatario?

Ante todo, oigamos al inteligente defensor de los demandantes, quien ha reasumido, acertadamente, lo que es en sí el contrato de mandato. «El mandato es por su naturaleza un acto de absoluta confianza», dice a fs. 87. «Encarga el mandante la gestión de uno o más negocios, por su cuenta y riesgo, a otra persona que se denomina mandatario; y al conferírsela, espera de la buena fe de este último que la desempeñará cumplidamente, como si fuese asunto propio suyo. El apoderado es, moralmente, la persona del poderdante; por él habla; a nombre de él contrae las obligaciones que han sido objeto del mandato. Nadie impone al mandatario el deber de admitir el encargo que se le confiere; libre es de rehusarlo, pero si lo acepta, queda estrictamente obligado a desempeñarlo en todas sus dependencias, con los cuidados y previsiones que debe emplear un buen padre de familia. Ésta es la regla absoluta del contrato, impuesta por la confianza que el apoderado ha recibido del mandante y que no es lícito burlar en ningún caso». Nadie osaría contradecir al doctor Peña, sin exponerse a ser calificado como ignorante en punto a lo que es en puridad, el contrato de mandato; pero eso mismo que ha dicho el defensor contrario da a conocer, de modo evidente, que el ejercicio del

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mandato es incompatible con la personalidad jurídica, o sea que una persona jurídica no puede ser mandatario.

Los expositores del Derecho Romano, como Ortolán, Gómez de la Serna y otros, siguiendo al jurisconsulto Paulo, originan el mandato en la religión, en la amistad y en la benevolencia entre los contrayentes de ese contrato; porque, como es, en efecto, una manifestación de la más absoluta confianza, sin fe en el cumplimiento del encargo, sin seguridad en la capacidad del encargado, sin -265- contar con su voluntad, es imposible confiar a otra persona la gestión de negocios propios. Sí, la confianza absoluta por parte del mandante; la capacidad de la persona que se llama mandatario, su propia voluntad, son constitutivos esenciales del contrato de mandato, como que sin dicha confianza, capacidad y voluntad, tal contrato no puede tener existencia jurídica, pero ni razón de ser.

La capacidad, la voluntad de la persona del mandatario tienen de ser, por la naturaleza, misma del mandato, propias suyas. El mandatario por sí, no por medio de otra persona, ha de gestionar; pues, a faltar este requisito, faltan la confianza del mandante, la capacidad, la voluntad del mandatario, toda vez que pugna con los principios y hasta con el buen sentido depositar confianza para la gestión de negocios propios en quien no es capaz de obrar, ni cuenta con voluntad para ello.

Un Banco, el de Crédito Hipotecario, por ejemplo es, no hay duda, una persona jurídica. Como tal, no tiene capacidad para obrar por sí, ni cuenta con voluntad para ello; y veamos por lo tanto si puede ser mandatario.

El art. 534 del Código Civil define lo que es persona jurídica. «Se llama persona jurídica», dice el inciso 1.º, «una persona ficticia, capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles, y de ser representada judicial y extrajudicialmente». La persona jurídica es, pues, sólo una ficción del derecho, que existe únicamente para un fin jurídico; el cual no pasa de ser relativo al derecho de bienes y a la capacidad de poseerlos, según las prescripciones de la ley.

La persona jurídica, por el mismo hecho de no ser sino ficción del derecho, es incapaz de obrar por sí; es, como si dijéramos, ajena a toda voluntad, a toda libertad. Tal persona está sujeta siempre y por siempre a representación ajena; porque, por su misma naturaleza, no es para pensar, ni para sentir, ni para querer; y, por consiguiente, en ningún caso puede equipararse a un ser inteligente y libre, esto es, a la persona natural, al individuo. -266- De aquí que las relaciones jurídicas de esa supuesta personalidad, tienen de ser limitadas, bien a sólo los objetos para los cuales ha sido reconocida por el derecho, bien a los que se compadezcan con la personalidad puramente ideal, con la ficción hecha por la ley.

El ejercicio del mandato supone necesariamente la capacidad del mandatario para obrar por sí, sin intervención de otra persona llamada o no para representarlo; y de aquí que la ley se refiere siempre, en sus disposiciones, a persona natural, como que es la única que puede gestionar en representación ajena. Y, si no, fíjese la atención en cada uno de los artículos del título vigésimo nono del libro cuarto del Código Civil, y se verá que, aplicados a las personas jurídicas, se oponen no sólo a los principios de jurisprudencia, sino hasta al buen sentido.

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Tratándose de personas incapaces, el art. 2.115 comporta la única excepción. «Si se constituye mandatario a un menor o a una mujer casada», dice, «los actos ejecutados por el mandatario serán válidos respecto de terceros, en cuanto obliguen a éstos y al mandante; pero las obligaciones del mandatario para con el mandante y terceros no podrán surtir efecto sino según las reglas relativas a los menores y a las mujeres casadas». El menor y la mujer casada son, pues, las únicas personas que, siendo incapaces para representarse por sí, pueden gestionar como mandatarios; pero esto, siempre con las limitaciones expresadas en el propio artículo, esto es, siendo válidos los actos ejecutados sólo en cuanto obliguen a terceros y al mandante; debiendo, por otra parte, sujetarse las obligaciones del menor y de la mujer casada mandatarios a las reglas generales relativas a los menores y a las mujeres casadas.

Las disposiciones del Código de Enjuiciamientos son todavía más claras, si cabe, respecto de que el mandatario no puede ser otra persona que la natural. El mandato confiere de hecho la facultad de representar al mandante, ora en la ejecución de actos, ora en la celebración de contratos, ora en los asuntos que exigen trámites -267- o procedimientos judiciales; ¿y será dable que quien, como una persona jurídica, no puede gestionar y parecer en juicio por sí, pueda, con todo, hacerlo en nombre de otro? La respuesta no es difícil ni se hace esperar, toda vez que, atenta la naturaleza de las personas jurídicas, es de toda imposibilidad imposible el que puedan obrar por sí mismas ni aun en sus negocios propios. Ellas tienen de estar representadas, necesariamente, en todo acto, en todo contrato que les sea permitido; y, por lo mismo, no es posible ni suponerse la capacidad de tales personas para el contrato de mandato.

El Banco está sujeto a la representación de su gerente. Éste obra por él, como el padre de familia por el hijo que le está sujeto a la patria potestad, como el tutor o curador por sus pupilos; y así como sería absurdo imaginarse un mandato legalmente constituido entre un hijo de familia o un pupilo y los demandantes, para que tal mandato se ejerza, respectivamente, por el padre o guardador de los primeros; así es absurdo suponerse siquiera que entre el señor Calderón, la señora Jiménez v. de Sucre y el Banco se estipuló un mandato legal para que lo ejerza el Gerente del último.

No, no hay, no puede haber mandato en la estipulación entre los actores y el Banco; y en no habiéndolo, la demanda, fundada en ese contrato, es a todas luces temeraria.

II

¿Dada la compatibilidad del mandato con la personalidad jurídica, los términos de las estipulaciones constantes en las respectivas cláusulas de las escrituras de fs. 45 y 59, encierra mandato?

«Declaran los deudores», leo en la cláusula quinta de la escritura de fs. 45, «que los fundos no están sujetos -268- a ninguna condición resolutoria ni rescisoria... Convienen el señor Calderón y su esposa en que el Banco puede demandar el total de la deuda con los accesorios que se expresan en el art. 2.º, si los deudores enajenan los predios o constituyen sobre ellos algún otro gravamen mientras subsista esta hipoteca; y le autorizan para hacer asegurar contra incendios las casas hipotecadas por la suma de seis

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mil quinientos sucres, y para cobrar directamente y a beneficio del mismo Banco la indemnización en caso de siniestro. Los deudores se obligan a renovar el seguro por igual o mayor suma un mes antes de que termine el contrato, o a pagar el premio al Banco, que podrá hacer periódicamente su renovación, hasta que se haya cubierto la deuda. Los gastos que cause el seguro y los intereses del uno por ciento mensual desde el día en que aquéllos se hagan, serán de cuenta de los deudores, y si éstos no les reembolsan en el acto que el Banco les presente la cuenta, que no será rechazada sino por errores aritméticos, o no satisfacen con un mes de anticipación el premio del seguro, quedará facultado el Banco para demandar inmediatamente el capital íntegro con los accesorios que expresa el artículo segundo». Y el art. 7.º de la propia escritura, dice: «Los deudores declaran que conocen y se someten a los estatutos vigentes del Banco de Crédito Hipotecario, y que especialmente que están instruidos y cumplirán en la parte que les toque lo que dispone el título cuarto que trata de los préstamos y su recaudación, así como el decreto legislativo de 6 de agosto de 1869 sobre fundación de Bancos Hipotecarios y las demás leyes que se relacionan con la hipoteca y deuda, y que renuncian todo derecho contrario a las que al Banco favorecen». Lo transcrito dicen, también, las cláusulas 5.ª y 6.ª de la escritura de fs. 59, sin más diferencia que la relativa a la suma valor del seguro.

Vese, pues, que los demandantes, conocedores de los estatutos del Banco, lejos de estipular un mandato, se sometieron a las disposiciones de los arts. 16 y 17 de dichos estatutos; los cuales encierran una condición impuesta, -269- por parte del Banco, a todos sus prestamistas, condición que por ningún respecto envuelve un mandato.

Es de esencia del mandato que el mandatario ha de arreglarse, en su procedimiento, a las instrucciones del mandante, quien, como dueño del negocio encomendado, es árbitro para disponer libremente en todo lo relativo a la ejecución del encargo. En el caso, los supuestos mandantes ninguna libertad tenían; y en vez de ella, estuvieron obligados a respetar los estatutos, así como a sujetarse a todo lo dispuesto en ellos. Ninguna instrucción, ningún precepto les era potestativo a los prestamistas; todo lo relativo al seguro, así por lo que hace al precio del aseguramiento, como por lo que concierne a la elección de la Compañía aseguradora, se impuso por el Banco a sus deudores D. Benigno S. Calderón y doña Dolores Jiménez v. de Sucre; imposición que no tuvo una forma cualquiera, sino la de una ley a que los factores debían sujetarse necesariamente desde al celebrar los respectivos contratos. Y quien puede afirmar que en lo pactado entre los demandantes y el Banco hay el contrato enteramente consensual mediante el que una persona confía la gestión de sus negocios a otra que debe ajustarse a las instrucciones que se le impartan?

«Los préstamos de dinero o de cédulas no excederán de la mitad del valor libre del inmueble que se ofreciere en hipoteca, apreciados según las reglas del art. 18. Si el fundo fuere urbano, deberá estar asegurado contra incendios por Compañías de responsabilidad», dice el art. 16 de los estatutos del Banco; y el art. 17 de los mismos, reza: «Corresponde al Consejo de Administración designar la cantidad del aseguramiento y elegir la Compañía o Compañías que deban verificar el seguro. La póliza será endosada al Banco con conocimiento de la Compañía o de su agente. El Banco tiene la facultad de hacer en su nombre el aseguramiento del fundo urbano o renovarlo a su vencimiento, siempre por cuenta y riesgo del deudor moroso, cobrándole a éste la primera respectiva, el cambio, los intereses y gastos que se ocasionen. Esta condición se expresará en las escrituras que se -270- otorguen a favor del Banco. En

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caso de incendio exigirá el Banco directamente la indemnización de aseguramiento y la aplicará a la cancelación de su crédito». En virtud de estas terminantes disposiciones, el Banco procedió, por derecho propio, al aseguramiento de las casas de los actores; mas no, mil veces no, porque entre los contratantes hubiesen convenido en un mandato. Con voluntad o sin ella por parte de los demandantes, el seguro tenía que hacerse por el ministerio de una ley, antes que por las estipulaciones constantes en las escrituras de préstamos; y cualquiera persona ve en ello el cumplimiento de una cláusula condicional relativa a los contratos de préstamo, antes que la ejecución de un mandato.

«Se distinguen en cada contrato», dice el art. 1.434 del Código Civil, «las cosas que son de su esencia, las que son de su naturaleza, y las puramente accidentales». Son de la esencia de un contrato aquellas cosas sin las cuales, o no surte efecto alguno, o degenera en otro contrato diferente; son de la naturaleza de un contrato las que, no siendo esenciales en él, se entienden pertenecerle, sin necesidad de una cláusula especial; y son accidentales a un contrato aquellas que ni esencial ni naturalmente le pertenecen, y que se le agregan por medio de cláusulas especiales. En la estipulación pactada o convenida entre el Banco y los demandantes, la obligación de éstos concernientes a sujetarse a lo prescrito en los arts. 16 y 17 de los estatutos, altera por completo la esencia del mandato; luego, hablando con rigurosa lógica, este contrato, o no existe, o, cuando menos, degeneró en otro contrato diferente.

Como consecuencia de lo expuesto, la demanda fundada en un mandato deducido de lo estipulado en el art. 5.º de las escrituras de préstamos, artículo que no es sino la repetición de lo dispuesto en los estatutos perfectamente conocidos por los actores, es demanda de todo en todo inadmisible; y, por esto, el juez de primera instancia procedió con estricta sujeción a los principios que -271- informan el contrato de mandato, cuando lo desconoció en su sentencia.

Y contra ello, no vale la ilustrada disertación que, respecto de lo que es el mandato, contiene el capítulo primero del manifiesto de fs. 132; pues, para que tal contrato exista, no basta el que haya encargo de una gestión, sea que ésta interese sólo al que hace el encargo, o a éste y al que lo acepta, o a cualquiera de estos dos y a un tercero o a ambos y a un tercero, o por fin, a un tercero exclusivamente. El encargo e interés han de estar forzosamente unidos a los demás elementos que forman el mandato, esto es, a la capacidad de los contratantes, ora para estipularlo, ora para ejercerlo; a la libre voluntad, tal que, a encargarse uno de los negocios de otro, los dos procedan sólo por su querer; pero no en virtud de ajena voluntad, menos por imposición de una ley; al modo de obrar, según el cual el encargo ha de sujetarse a las reglas prescritas por quien hace el encargo, no al contrario, como pasa en la estipulación habida entre el Banco y los demandantes.

No he de contradecir al inteligente doctor Peña en lo que asevera relativamente al origen de las obligaciones, no en cuanto afirma que el Banco hizo el aseguramiento a nombre de los demandantes, ni menos sobre aquello de que en el mandato puede haber interés recíproco entre los contratantes; pero, apoyado en los más inconcusos principios, sí sostengo que faltando, como falta, la capacidad del Banco para ser mandatario; que dependiendo del encargo del aseguramiento, antes que de la voluntad de los actores, de lo prescrito por los estatutos del Banco; que siendo éste quien impuso las reglas de procedimiento en el negocio, faltan, sin que haya lugar a duda, los principales elementos constitutivos del mandato.

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Las cláusulas quintas de las escrituras de fs. 45 y 59, escritas cuando los actores tenían perfecto conocimiento de los estatutos del Banco, revierten los elementos del mandato; y, revertidos, se alteró la esencia de este contrato, convirtiendo el encargo del aseguramiento en una -272- mera condición de los contratos de mutuo que aparecen en las propias escrituras. De aquí se sigue, sin esfuerzo alguno que, aun supuesta la capacidad del Banco para ser mandatario, no es posible encontrar el mandato fundamento único de la demanda; y, por lo mismo, salta a la vista la temeridad con que los demandantes han sostenido esta causa.

Nótese que lo dicho va en el no consentido supuesto de que pudiera desprenderse de cada cláusula de un contrato, otro y otros contratos, cual si cada parte del primero, cada una de sus estipulaciones tuvieran de considerarse como contratos independientes, antes que como condiciones de él en lo relativo a su ejecución y cumplimiento. Y digo en el no consentido supuesto, porque, al respecto, es incontestable el razonamiento con que mi inteligente e ilustrado co-defensor impugna semejante injurídica doctrina. «En primer lugar», dice a fs. 149, «llama la atención la singularísima doctrina de que las cláusulas que expresan las condiciones de un contrato han de crear por sí solas forzosa y separadamente otros contratos. El Banco de Crédito Hipotecario hizo préstamos a los demandantes y estipuló las condiciones a que tales préstamos debían someterse; una de ellas fue que las casas de las deudoras, habían de conservarse aseguradas, quedando el Banco facultado para hacer el aseguramiento. Ésta es una de las tantas estipulaciones consignadas en la escritura de préstamo; ¿y será posible suponer que cada una de ellas, por sí sola, contenga un contrato diferente del principal? Eso no es ni puede ser así; las condiciones de un contrato son simplemente dependencias de él, participan de su naturaleza, y existen mientras permanece vigente el contrato principal; no tienen, diré, así, vida independiente, y es inútil buscar en cada una de ellas los constitutivos de los contratos, a que el Código Civil ha puesto nombres específicos».

Tan cierto es que no existe el mandato en que se apoya la demanda, que aun la misma Corte que pronunció la protectora sentencia de fs. 157 no se avanzó a contradecir al juez de primera instancia; el cual supo distinguir -273- la esencia de la estipulación de las fórmulas convenidas para llevarla a debido efecto, cuando desconoció, en su sentencia, ese especial mandato. La Corte de Guayaquil apeló, no hay duda, a suposiciones del todo aventuradas, para hacer pesar sobre el Banco la obligación que no aparece de la ley ni de los méritos del proceso; y de aquí que, lo repito, aun dada la compatibilidad del ejercicio del contrato de mandato con la personalidad jurídica, es inaceptable la demanda.

III

Dada la compatibilidad material del capítulo anterior, ¿el Banco ha podido ser mandatario?

«En todo contrato se entenderán incorporadas las leyes vigentes al tiempo de su celebración», expresa la regla 20.ª del art. 7.º del Código Civil; y, por lo mismo, en el celebrado entre el Banco y los demandantes, tienen de considerarse como agregadas las

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respectivas leyes bancarias, sin que el juez pueda prescindir de ellas, por ningún motivo, por razón alguna.

Así como el art. 15 de la Ley de Bancos determina las únicas operaciones a ellos permitidos, del mismo modo la ley especial sobre fundación de Bancos Hipotecarios enumera las únicas operaciones que les son potestativas, y el art. 2.º de esta ley reza: «Las operaciones de estos Bancos consistirán: 1.º En emitir, por un valor igual al de los préstamos, obligaciones o cédulas hipotecarias que produzcan intereses, y transferirlas sobre hipotecas constituidas a su favor. 2.º En recaudar las cantidades que deben pagar los deudores hipotecarios; 3.º En pagar con exactitud los intereses correspondientes a los tenedores de las cédulas hipotecarias; y 4.º En amortizar estas cédulas, a la par, por la cantidad que corresponda, según el fondo destinado a la amortización».

-274-

Taxativamente determinadas por las leyes bancarias, las únicas operaciones permitidas a los Bancos, y no contándose entre dichas operaciones la de gestionar en virtud de mandato, pero ni de comisión, es estrictamente lógico y legal que el Banco no ha podido ser mandatario, ni aun supuesta la compatibilidad del mandato con la personalidad jurídica; y, por ende, es asimismo estrictamente legal y lógico que, aun considerada bajo este aspecto la demanda, ella es de todo en todo injurídica e inadmisible.

Y como lo expuesto es claro, al par que evidente, es inútil entrar en demostraciones que, al respecto, sólo conducirían a molestar la atención del Tribunal Supremo.

IV

Caso de existir un mandato legalmente pactado, ¿el Banco es responsable de la culpa que se le imputa?

Examinemos los hechos de los cuales, al decir del doctor Peña, se sigue, por consecuencia, la culpa por la que el Banco debe la indemnización de perjuicios demandada. Ellos, según las conclusiones deducidas por el defensor contrario, se reducen a los siguientes: 1.º El Banco Hipotecario atentas las relaciones que le unían a la Compañía Nacional de Seguros, no pudo contratar el seguro con esta Compañía; porque, al hacerlo, se constituía en asegurador, por la interpuesta persona de la Compañía Nacional, contra lo dispuesto en los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil. 2.º El Gerente de las dos Compañías estaba imposibilitado para ejercer la doble operación de mandatario de los asegurados y de asegurar, porque la prohibía el art. 300 inciso 2.º del Código de Comercio; 3.º Por ser mercantil el contrato de seguro, el mandatario tiene el carácter de comisionista; y, con tal antecedente, el Banco estaba afectado con otra prohibición, cual es la contenida en el art. 366 del Código -275- de Comercio; 4.º La renovación de las pólizas en la Compañía Nacional, después del desastre de febrero de 1896, cuando el Banco supo la pérdida del fondo de reserva; 5.º El Banco, después del incendio de febrero de 1896, debió proceder con mucha reserva para la renovación de las pólizas, exigiendo aun que los deudores hipotecarios señalasen expresamente la

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Compañía aseguradora; 6.º La responsabilidad del Banco, por tratarse de un mandato remunerado, debe ser más estricta; responsabilidad agravada, en esta vez, por no la notoria circunstancia del interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional; 7.º El interés del Banco en favorecer y servir a la Compañía Nacional, hecho manifestado en el juicio de quiebra de la propia Compañía; 8.º El Gerente del Banco, lo fue también, de la Compañía aseguradora; y 9.º Las compañías extranjeras son más ricas de lo que fue la nacional.

Como la causa es de la mayor importancia para el Banco, puesto que, al ser desfavorable el fallo del Tribunal Supremo, se le haría responsable quizá de todo aquello que no alcanzó a cubrir la Compañía Nacional, paso a ocuparme en hacer breves observaciones sobre cada uno de los hechos puntualizados con arreglo a las conclusiones escritas por el doctor Peña.

§ 1.º

El Banco Hipotecario, atentas las relaciones que le unían a la Compañía Nacional de Seguros, no pudo contratar el seguro con esta Compañía, porque, al hacerlo, se constituía en asegurador, por la interpuesta persona de la Compañía Nacional, contra lo dispuesto en los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil.

Por estrechas, por íntimas que hubiesen sido las relaciones que existieron entre el Banco y la Compañía, ninguna ley, general o especial, prohibía al primero el -276- contratar con la segunda; y los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil son aplicables al caso que se discute, como pueden serlo las leyes del Japón. El art. 2.131 establece prohibiciones que no pasan de impedir, ora que el mandatario compre, para sí, las cosas que el mandante le ha ordenado vender, ora que el mandatario venda de lo suyo al mandante lo que éste le ha ordenado comprar. El art. 2.132 se limita, ya a facultar al mandatario para prestar su dinero al mandante, ya a prohibir al mandatario el tomar, para sí, el dinero que el mandante le hubiera facultado para colocarlo a mutuo. Y estas disposiciones especialísimas sólo para las prohibiciones expresadas, no son ni pueden ser aplicables a los aseguramientos estipulados entre el Banco y la Compañía Nacional, por más que hubiesen sido idénticos y hasta los mismos los intereses de los dos establecimientos. Nadie ignora que las disposiciones especiales no pueden ser aplicadas sino, exclusivamente, a sus respectivos casos; así como nadie desconoce que sacar reglas generales de dichas disposiciones es el mayor de los absurdos.

Establecer, pues, como hecho constitutivo de culpa el haberse contratado el seguro con la Compañía Nacional, no obstante las relaciones mantenidas entre ella y el Banco, es lo más irrazonable, de lo más injurídico.

§ 2.º

El Gerente de las dos Compañías estaba imposibilitado para ejercer la doble operación de mandatario de los aseguradores y de asegurador; porque lo prohibía el art. 300, inciso 2.º, del Código de Comercio.

El inciso 2.º del art. 300 del Código de Comercio, hablando respecto de las compañías en comandita por acciones y anónima, dice: «Los administradores no pueden tomar ni conservar interés directo ni indirecto en ninguna empresa, ni en ningún negocio

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hecho con la -277- compañía o por su cuenta»; pero esta disposición que se refiere únicamente al interés personal del administrador en las empresas y negocios de la compañía, no es para originar un motivo de culpa, muy menos para traer responsabilidad al Banco. En los casos de inobservancia de la disposición transcrita, el administrador es el único responsable; mas no la compañía, toda vez que la ley no hace ni puede hacer pesar sobre la compañía los efectos de la violación de lo prescrito en ese inciso.

Según el art. 272 del Código de Comercio, por ejemplo, prohíbese, a los socios de una compañía en nombre colectivo, tomar interés en otra compañía que tenga el mismo objeto que aquella de la cual son socios; pero si de hecho se infringe esta prohibición por alguno o algunos de los socios, la compañía no incurre en ninguna responsabilidad; y, en vez de ello, tiene a su favor los derechos concedidos por el art. 274 del propio Código, esto es, bien el de retener las operaciones de los socios como hechas por cuenta de ella, bien el de reclamarlas al resarcimiento de los perjuicios sufridos.

En el asunto que se discute, si el administrador del Banco faltó, acaso, al inciso 2.º del art. 300 del mismo Código, el Banco, lejos de ser responsable de indemnización de perjuicios a favor de los demandantes, sí tendría derecho a que su gerente le indemnice los que le hubiere ocasionado. Y cualquiera que fuese, al respecto, la verdadera inteligencia del inciso aludido, es lo cierto que aun hecho el aseguramiento mediante la doble representación alegada por el doctor Peña, ello no es para originar culpa alguna por parte del Banco.

§ 3.º

Por ser mercantil el contrato de seguro, el mandatario tiene el carácter de comisionista; y, con tal antecedente, el Banco estaba afectado con otra prohibición, -278- cual es la contenida en el art. 366 del Código de Comercio.

«Se prohíbe a los comisionistas», dice el artículo citado, «representar en un mismo negocio intereses opuestos, sin consentimiento expreso de los interesados»; pero cualquiera echará de ver que esta disposición no es aplicable al punto de tela de juicio; 1.º Porque el Banco, ni aun supuesta la capacidad de las personas jurídicas para ejercer mandato civil o mercantil, no ha podido ni puede ser comisionista, ya que, según lo demostrado en el capítulo anterior, no le era, como le es, potestativo ningún acto, ningún contrato que no fuese de los taxativamente enumerados por las leyes bancarias. 2.º Porque, siendo el seguro en el recíproco interés del Banco y de los demandantes, como lo reconoce el mismo defensor contrario, no existe ni ha existido ninguna oposición de intereses; y 3.º Porque, aun dado que se encontraran intereses opuestos, el Banco, para proceder al aseguramiento, contó en el expreso consentimiento de los actores, como lo patentizan las escrituras de fs. 45 y 59.

Son, por lo tanto, de lo más aventuradas las deducciones que, con apoyo del referido art. 366, se ha permitido sacar el doctor Peña, a fin de demostrarnos la culpa del Banco por haber intervenido, como comisionista, en negocios de intereses opuestos.

§ 4.º

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La renovación de las pólizas en la Compañía Nacional, después del desastre de febrero de 1896, cuando el Banco supo la pérdida del fondo de reserva.

Los demandantes tuvieron perfecto conocimiento de que el seguro se había contratado con la Compañía Nacional; y a no proceder ellos sí, con culpa grave, no han podido consentir en que el Banco hiciese la renovación de las pólizas, si acaso la pérdida del fondo de reserva -279- les inspiraba desconfianza, si no quisieron que la Compañía Nacional continuase como aseguradora, nada les era más fácil que acudir al Banco para que, en vez de renovar las pólizas, estipule un nuevo seguro con otra compañía; pero hecho ya el aseguramiento en una compañía que, no obstante el terrible desastre acaecido en febrero de 1896, contaba con todo su capital, ninguna razón de prudencia ni de esmerado cuidado le imponía al Banco el deber de levantar el seguro, para contratarlo con otra compañía nacional o extranjera.

Y contra esto no se alegue que, tocando al Banco la elección de la Compañía que debía asegurar las casas de los actores, éstos nada podían hacer por alcanzar que una Compañía extranjera, en vez de la Nacional, fuera la aseguradora; porque, si es verdad que el art. 17 de los estatutos atribuye al Banco dicha elección, ello no obstaba para quien o quienes hubiesen deseado que el aseguramiento se verifique en una compañía extranjera, así lo hubieran solicitado. Consta por confesión del señor gerente, que el Banco estipuló, en efecto, seguros no sólo con la Compañía Nacional, más también con las extranjeras.

No se alegue que la Compañía extendió sus operaciones hasta por seiscientos sesenta y dos mil ochocientos diez sucres con sólo un capital de doscientos cincuenta mil. Contra ésta tan inconsulta alegación de los demandantes, me limitaré a repetir lo que, con tanta justicia como verdad, se dijo a fs. 154. «No habría sociedad de seguros en el mundo», expresó el doctor Quevedo, «si hubiera de limitarse a realizar contratos por sumas que no pasaran del valor de su capital. En el campo mercantil, cada orden de negocios tiene sus reglas peculiares y su naturaleza característica que le distingue de los otros. Las compañías de seguros hacen pequeñísima ganancia en cada operación, y el negocio consiste en multiplicar el número de éstas. Las grandes compañías de seguros han extendido pólizas por sumas fabulosas que importan ochenta y cien veces su capital. Si el último incendio en Londres en la 'City', del cual recuerda -280- el demandante, hubiera abarcado una extensión como la que recorrió el fuego de Guayaquil, habrían tenido que sucumbir algunas de las poderosas compañías inglesas de seguros».

Y es de advertir que, por la misma naturaleza de los contratos de seguros, la ley no ha fijado ni podido fijar la relación entre el capital de las compañías y el monto de sus operaciones. Tal relación depende, en cada clase de seguro, de tantas y tan diversas circunstancias, que es de todo punto imposible determinarla; y si se ha de examinar imparcialmente la conducta observada por la Compañía Nacional, nadie podrá encontrarla incorrecta, por el mero hecho de haber ascendido a algo más del doble de su capital el valor de sus operaciones. Un capital efectivo de doscientos cincuenta mil sucres era más que suficiente para responder por ese valor, en casos de siniestros de los de ordinaria ocurrencia; y si se atiende a que la Compañía salvó del gravísimo incendio de febrero de 1896, sin más pérdida que la de su fondo de reserva, nadie podrá, asimismo, encontrar exagerado el importe de las operaciones verificadas.

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La renovación de las pólizas en las circunstancias alegadas por los demandantes, nada, absolutamente nada arguye contra el Banco; y estoy cierto de que al Tribunal le será imposible deducir culpa grave ni leve, pero ni levísima, de la tal renovación.

§ 5.º

El Banco, después del incendio de febrero de 1896, debió proceder con mucha reserva para la renovación de las pólizas, exigiendo aun que los deudores hipotecarios señalasen expresamente la compañía aseguradora.

El Banco que sabía que para satisfacer todos los seguros comprometidos a causa de ese incendio, sin duda, -281- el más horrendo de cuantos hasta entonces habían acaecido, apenas si se invirtió el fondo de reserva de la Compañía Nacional, no pudo desconfiar de la solvencia de ella, para efectuar el pago de todos los seguros estipulados. Ni era posible prever que, a raíz de ese extraordinario acontecimiento, hubiera de sobrevenir otro que, como el de costumbre, había de reducir a cenizas la mayor y más rica parte de la ciudad de Guayaquil.

Si los diligentísimos demandantes algo previeron, si algo temieron de la Compañía Nacional, ¿por qué esperaron llamamiento expreso para acudir al Banco a señalar la nueva Compañía aseguradora? ¿Por qué no lo hicieron, siquiera sea obrando como proceden los que no incurren en culpa lata? ¿Por qué, si se creyeron mandantes del Banco, esperaron llamamiento expreso, para no más de darle instrucciones? ¿Qué hechos de los que se hace consistir la culpa del Banco? ¿Dónde la falta de la apetecida reserva, donde el deber de realizar el célebre llamamiento?

Ningún esfuerzo se necesita para convencerse de que cada una de las conclusiones puntualizadas como causas de culpa por parte del Banco, es, sobre aventurada, de lo más temeraria.

§ 6.º

La responsabilidad del Banco, por tratarse de un mandato remunerado, debe ser más estricta; responsabilidad agravada, en esta vez, por la notoria circunstancia del interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional.

Tanto la demanda como toda la defensa de los demandantes, se parecen a lo del mandato remunerado, con agravación o sin ella. ¿En qué consiste la remuneración? El doctor Peña la hace consistir en que los estatutos del Banco exigen que el predio urbano se asegure -282- contra incendio, dejando al Banco la elección de la compañía aseguradora. Qué espléndida remuneración. Hasta aquí, yo había creído que la remuneración era algo así como dinero que el mandante da al mandatario por el servicio que le presta; pero que la tal consista en que el mandante tenga derecho para exigir que se asegure la casa hipotecada, eligiendo, a la vez la compañía aseguradora, es lo primero que ha llegado a mis noticias. ¿Qué dinero, ni qué cosa equivalente se pagó al Banco por haber contratado el seguro?

Sin embargo, como era preciso acumular conclusiones que demostraran la imaginaria culpa del Banco, un jurisconsulto de la elevada talla del doctor Peña ha apelado a razonamientos que, si buenos para sorprender a los Señores Conjueces de la

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Corte de Guayaquil, no pueden pasar, ni como efugios de una desesperada defensa ante el primero de los Tribunales de la República.

¿También se dejará sorprender?...

§ 7.º

El interés del Banco en favorecer y servir a la Compañía Nacional, hecho manifestado en el juicio de quiebra de la propia Compañía.

He aquí otra conclusión que, como las anteriores, pone tangible la absoluta falta de justicia por parte de los actores. Dado que el Banco hubiese tenido interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional, de este hecho no puede seguirse que el Banco incurrió en culpa grave, ni leve ni levísima. Consta que la Compañía fue tan solvente, que hasta satisfizo, sin más pérdida que la de su fondo de reserva, todo el valor de los aseguramientos comprometidos por motivo del gran incendio de febrero de 1896; y como este hecho, según lo he demostrado, lejos de infundir desconfianza, era causa suficiente para lo contrario, el interés en referencia, nada significa -283- contra la muy arreglada conducta del Banco. ¿Ni cómo puede deducirse la culpa alegada, teniendo por fundamento el interés que, quizá, tuvo la una Compañía por el buen éxito de las operaciones de la otra? ¿Es prohibido, acaso, dicho interés?

Y eso de que el interés se ha manifestado en el juicio de quiebra de la Compañía Nacional, por cuanto los deudores hipotecarios fueron representados por el Gerente del Banco, es punto no sólo ineficaz para producir alguna sospecha de culpabilidad, sino que es hasta indigno para alegato, como hecho punible, por un abogado tan notable como el doctor Peña. En esto, como en todo, el Banco procedió con estricta sujeción a sus facultades, en uso de sus legítimos derechos; pues, atentas las estipulaciones relativas al seguro, él tenía el derecho de recibir, en su caso, el importe de éste, como que los aseguramientos cedían en su favor. En virtud de este indiscutible derecho, el Banco concurrió a la mentada quiebra, en lugar de los deudores hipotecarios; y, por el mismo derecho, antes que por favorecer y servir a la Compañía, estuvo entre los acreedores que figuraron en la quiebra.

Basta tener sentido común para conocer, a ciencia cierta, la sin razón con que los demandantes atribuyen imprudencia e imprevisión al Banco, cuando, a falta absoluta de fundamento racional, se acogen a pretextos que patentizan cuán aventurada es la demanda. ¿El Tribunal podrá aceptarla?

§ 8.º

El Gerente del Banco lo fue también de la Compañía aseguradora.

Ésta es la conclusión más fuerte de todos cuantos se le ocurrieron al defensor de los demandantes, para obtener que la Corte de Guayaquil admitiera la demanda. -284- Siendo Gerente de las dos Compañías el mismo señor Molestina Roca, éste debió saber, se dice que el seguro contratado era imprevisibo, e imprudente; pero no se echa de ver que la Compañía Nacional, antes que suministrar motivo de sospecha, había dado pruebas repetidas e irreprochables acerca de que era muy capaz de extender sus operaciones, sin exponerse a que se la tenga por imprudente. Está reconocido que el

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incendio de las nueve manzanas ocurrido en febrero de 1896, fue la desgracia más grande que, en ese género, había sobrevenido a Guayaquil; si para cubrir, por causa de este incendio, todas las pérdidas bastole a la Compañía su fondo de reserva, lo muy natural, lo estrictamente lógico era juzgar que el capital íntegro hacía del todo eficaz el seguro contratado respecto de las casas hipotecadas por los actores.

El incendio de octubre de 1896, direlo otra vez, fue tal, que hasta bien pudo hallarse fuera de la humana previsión; la cual, atentos los frecuentes ejemplos de incendios antes acaecidos, debía resistirse a consentir en que llegaría luego la hora en que la ciudad de Guayaquil había de ser casi extinguida por las llamas. Fue tal y tan enorme esa calamidad, que el mismo síndico de la quiebra de la Compañía Nacional, que sus acreedores no se avanzaron a calificar la quiebra de culpable, sino que, al contrario, la declararon y reconocieron como fortuita, según consta por el informe aprobado que se lee a fs. 80. E.

Por lo demás, si el señor Molestina Roca pudo o no desempeñar las gerencias de las dos compañías, no es asunto perjudicial al Banco, sea cualquiera el lado por el que se lo considere, pues, como ya lo he dicho, el art. 300 del Código de Comercio, ni ninguna otra disposición legal, han declarado que la contravención de los administradores en orden al impedimento prescrito en ese artículo, haga responsables a las compañías. Por lo mismo, caso de haberse violado el artículo en referencia, el administrador será el único que tenga de responder por su conducta ilegal; pero, por esto, el Banco no es ni puede -285- ser responsable, por ese hecho, ni ante sus accionistas, ni ante sus deudores, ni ante sus acreedores.

Las íntimas relaciones que, al decir de los demandantes, existieron entre las dos compañías, es hecho que sirve para justificar la conducta del señor Molestina Roca, sin argüir absolutamente nada en pro de los actores. En efecto, si los intereses del Banco y los de la Compañía se encontraban en las condiciones por ellos alegadas, no pueden suponerse que se hubiese verificado operaciones que, siendo favorables para el Banco, hubiesen sido faltas de previsión, de prudencia respecto de la Compañía Nacional; y antes al contrario, lo natural, lo lógico es presumir que el Banco no hubiese hecho operación alguna tendente a la ruina de la Compañía, desde que, a haber existido las estrechísimas relaciones de que habla el doctor Peña, habrían estado como confundidos en uno los intereses de las dos instituciones. Si el progreso de la una era, como si dijéramos, la prosperidad de la otra, ¿cómo puede ni suponerse que los aseguramientos hubiesen sido parte de negligencia, o de imprudencia o de falta de previsión por parte del Gerente de esas dos Instituciones? ¿Cabe, acaso, que por una ciega protección en favor de la Compañía Nacional, se hubiesen puesto en peligro los intereses del Banco, exponiéndole a su ruina? Ninguna culpa se deduce pues, del hecho que el señor Molestina Roca hubiese sido gerente así del Banco como de la Compañía aseguradora.

§ 9.º

Las compañías extranjeras son más ricas de lo que fue la Nacional.

Se ha reconocido que las compañías extranjeras cuentan con capital mayor del con que contó la Nacional; pero, entre esta diferencia de haberes y que fueren -286- culpables los seguros materia de esta causa, hay una distancia inmensa. Para saber si una compañía es, en general, más rica que otra, no basta conocer que el capital de la

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primera es superior al de la segunda; sino que, principalmente, ha de averiguarse el valor de las obligaciones así de la una como de la otra. Los demandantes saben que las compañías extranjeras tienen mayor capital que el que tuvo la nacional; pero en punto a obligaciones, conocen las contraídas por ésta, mas no las que pesan sobre aquéllas. ¿Y pueden presumir siquiera a cuánto monten los seguros estipulados por las compañías extranjeras? ¿Pueden saber si las operaciones de estas compañías son diez, cien o mil veces más valiosas que su capital? Nada; y, sin embargo, ahora que se trata de las consecuencias de un incendio que, como el de octubre de 1896, es un caso tan espantosamente desgraciado, que a ocurrir otro proporcional en Londres, por ejemplo, no quedaría en pie ninguna compañía de seguros contra incendio; se califica de imprudente una negociación hecha sobre bases conocidas, y que, a juzgarla por los resultados de los anteriores incendios de Guayaquil, hacía en un todo eficaz el aseguramiento.

Para los demandantes, si el Banco hubiera de serles responsable por perjuicios, la demanda, a faltar el pago del seguro, era en todo caso inevitable. Como ha sido imprudente contratar con la Compañía Nacional, hubiera sido hasta bárbaro el contratar con una extranjera, cuando era y es, para nosotros, imposible, de todo punto imposible conocer su verdadera situación. Las compañías extranjeras han pagado los seguros, no porque el valor de sus operaciones no exceda del capital con que cuentan, sino sólo porque, para ellas, el incendio de Guayaquil no tuvo las proporciones que para la Compañía Nacional; pero, repito, si en Londres hubiese ocurrido un incendio comparable en su magnitud con el de Guayaquil, las compañías inglesas hubieran quebrado, sin que los asegurados de allende y aquende los mares, se hubiesen podido cubrir quizá ni de un diez por ciento de sus créditos. La Compañía Nacional, según consta a -287- fs. 55 y 57, ha pagado un sesenta y dos y medio por ciento, suma que, atenta la enormidad del siniestro acaecido en octubre, antes que manifestar descuido, imprudencia, falta de previsión en los administradores, prueba todo lo contrario; lo cual se confirma más, si cabe, con la conducta observada por el síndico y los acreedores de la quiebra, quienes reconocieron, vuelvo a decirlo, que ella, la quiebra, era en un todo fortuita.

No, los hechos que suministran las conclusiones en que se apoyan los demandantes, no son para que se los considere como los generadores de la culpa, tan temerariamente imputada al Banco de Crédito Hipotecario; pues ni considerados uno por uno, ni tomados en conjunto demuestran que este establecimiento procedió al seguro sin la diligencia o cuidado de un buen padre de familia. Y esto es tan cierto, que el mismo doctor Peña, sin saber qué hacerse con su célebre cúmulo de conclusiones, sin saber qué disposiciones aplicarlas, no obstante, tantos artículos citados, al fin terminó con la originalidad de que el art. 2.116 del Código Civil, inciso 2.º es el llamado a dirimir la controversia, cual si en verdad existiese, no sólo un simple mandato, sino uno muy remunerado.

¿El Tribunal podrá declarar la culpa del Banco, haciendo aplicación del inciso 2.º del art. 2.116, el más formidable baluarte de los demandantes?

V

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A existir mandato, ¿es procedente la acción deducida?

Según el inciso 1.º del precitado artículo 2.116, el mandatario responde hasta de la culpa leve en el cumplimiento de su encargo; esto es, responde por la falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios. Cuando el Banco -288- hizo el aseguramiento en la Compañía Nacional, no incurrió en falta alguna, toda vez que no puede revocarse a duda el que esta Compañía no sólo no era para inducir sospechas de insolvencia, sino que, muy al contrario, fue digna de depositarle toda confianza, ya que hasta en un desastre como el de febrero de 1896, apenas si se comprometió el fondo de reserva. Y de aquí que el juez de primera instancia asentó una verdad incontrovertible cuando dijo, en el quinto fundamento de su sentencia, que la Compañía bien, muy bien pudo continuar su giro natural aun después de febrero de 1896, como si recién hubiesen comenzado sus operaciones; porque habiéndose salvado todo el capital, y siendo, por otra parte, limitar al plazo de un año las operaciones de las compañías de seguros, es evidentísima la observación con la cual mi codefensor demuestra a fs. 155, la indiscutible solvencia de la Compañía Nacional. Las compañías de seguros no tienen, en verdad, negocios arrastrados de años anteriores, sino únicamente los pactados en un mismo año. Toda operación de las compañías, todo aseguramiento, a no haber renovación, expira en el propio año; y es, por lo tanto, en un todo inexacto el razonamiento con que, a fs. 143-146, se pretende impugnar el fallo del juez a quo, asegurándose falsamente que arrebatado el fondo de reserva, la Compañía Nacional quedó con un pasivo como de 700.000 sucres al continuar sus operaciones después de febrero de 1896.

Suponerse que una compañía de seguros ha de limitarse en sus operaciones al monto de su capital, sin excederse en un centavo, es desconocer la naturaleza misma de estas instituciones de crédito para, cambiándolas de objeto, convertirlas en casas de beneficencia, como bien lo observa hasta el síndico de la quiebra. «De acuerdo con la disposición contenida en el art. 1.007 del Código de Comercio», leo a fs. 80, «presento el siguiente informe que os demostrará el estado actual de la quiebra de la compañía nacional de seguros. La causa de la quiebra aparece tan clara y evidente, que es inútil detenerse largo tiempo sobre ella. Una catástrofe espantosa como jamás se había visto en Guayaquil destruyó -289- la parte más valiosa de la ciudad e hizo desaparecer el capital de la compañía. A la administración de la sociedad no puede dirigirse cargo alguno. Las compañías de seguros por su naturaleza, si han de obtener lucro, por pequeño que sea, están en la necesidad de contratar seguros por cantidad mucho mayor que la que representa su capital. De otra manera esas compañías tendrían el carácter de casas de beneficencia, mas no de sociedades mercantiles. La Compañía Nacional de Seguros demostró prudencia absteniéndose de asegurar más de veintinueve mil sucres en cada una de las manzanas de la ciudad y no podía exigirse más de ella. Las razones anteriores manifiestan que, a mi juicio, la quiebra ha provenido de caso fortuito, y que no puede considerársele culpable a la administración. Las gestiones relativas a la quiebra han seguido hasta ahora con regularidad. El monto de los valores disponibles y de los que se hallan todavía por recaudar consta en el balance que acompaño a este informe. Muchos de los socios de la compañía fueron deudores a ella, han pagado ya el cincuenta y cinco por ciento que faltaba para completar el capital. En cumplimiento de mi deber y de acuerdo con la orden dictada por los señores acreedores, he iniciado pasos judiciales para cobrar lo que adeudan la señorita Amalia Franco y el señor Damián S. Medina. Como el activo de la quiebra del cual podemos disponer inmediatamente asciende a doscientos cincuenta y un mil noventa y seis sucres y nueve centavos, y el

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pasivo, reconocidos por la junta de calificación de créditos, cuatrocientos nueve mil doscientos catorce sucres cuarenta y cuatro centavos, quedando por ahora el sobrante de tres mil quinientos veinte y dos sucres veinte y cinco centavos para atender los gastos de la quiebra. Opino en este sentido porque no comprendo qué otra clase de convenio podría celebrarse. Verificado el cobro de lo que todavía deben unos pocos accionistas de la Compañía, podía hacerse un reparto adicional, lo que queda pendiente por tal concepto monta a 7.925 sucres». El señor Arrarte emitió este informe que, aprobado como fue por la Junta de Acreedores de la Compañía Nacional, vale toda una defensa -290- para el Banco demandado. El síndico y los acreedores reconocen aun así el derecho con que la Compañía extendió sus operaciones hasta un valor superior al de su capital, como que la quiebra era debida a causas completamente extrañas a las alegadas por los demandantes.

Ya observé que el monto a que las compañías de seguros pueden extender sus operaciones, no está ni puede estar determinado por la ley, ya que la relación entre ese monto y el capital de una compañía depende de circunstancias tan diversas, que es imposible determinarlas con la debida exactitud. Y hacer procedente la acción deducida porque la Compañía Nacional ha extendido sus operaciones hasta un valor superior al de su capital, es andarse fuera de lo justo y razonable. ¿Qué compañía de seguros podría organizarse si para asegurar Guayaquil, por ejemplo, fuera menester un capital equivalente, por lo menos, al valor de todas las obras públicas y particulares, inclusive el de cuanto en ellas se contenga? ¿Alguna de las compañías extranjeras cuenta acaso con ese capital?

Consta a fs. 81 la larga lista de las personas que, muy celosas en el manejo de sus negocios propios, contrataron con la Compañía Nacional. Ahí están los señores Seminario Hermanos, Adolfo Klinger, Felipe Baluarte, Eduardo Valenzuela Flor, doctor Julio Vásconez, Euclides V. Cabezas, doña Jesús Franco, que, entre otras más, han contratado con dicha Compañía, no obstante ser de indisputable competencia para el esmerado manejo de sus negocios propios. El Banco no tenía, pues, razón alguna para abstenerse de estipular los seguros causa de la demanda; y si obró no sólo fundado en la suficiente responsabilidad hasta entonces manifestada por la Compañía, sino aún más apoyado en el conocimiento y expreso consentimiento de los demandantes, es un absurdo suponer siquiera que el Tribunal Supremo de la República, juzgará admisible la acción instaurada a fojas primera. Y adviértese que contra lo expuesto es insuficiente y de ningún valor el capítulo 2.º del manifiesto de fs. 132, en que, con esfuerzos superiores, se pretende -291- desconocer que los actores aprobaron el seguro pactado con la Compañía Nacional.

Estoy en uno con el doctor Peña acerca de que, en general, no es necesaria la protesta del mandante contra los actos del mandatario, para que proceda la obligación de indemnizar perjuicios por negligencia en el desempeño del mandato; pero no puedo estarlo en cuanto a que los documentos de fs. 7-9 no manifiesten que los demandantes aprobaron la renovación del seguro en la Compañía Nacional. Sobre que el Banco estuvo facultado para hacer y renovar el aseguramiento, en la misma Compañía, bien por sus estatutos, bien por los contratos celebrados, es incuestionable que el pago a que se refiere los documentos de fs. 7-9 significa nada más ni nada menos, que una aprobación del nuevo aseguramiento; pues eso de que se diga, como se dice a fs. 139, que en los casos en que por ley se exige aprobación del mandante; ella ha de ser

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expresa, es absolutamente falso, por más que para tal afirmación se acuda a los arts. 2.131 y 2.133 del Código Civil.

Tengo expresado que de las disposiciones especiales no pueden sacarse reglas generales; pero, en la defensa del doctor Peña, lo contrario es un vicio que se nota a cada paso. Los arts. 2.131 y 2.133, bases del largo razonamiento contenido en el capítulo 2.º del manifiesto de fs. 132 y tendente a demostrar que los demandantes no aprobaron el seguro hecho en la Compañía Nacional, son aplicables sólo a sus casos especiales; mas no, de un modo general, a todo acto, a toda gestión del mandatario. Refiérense esos artículos únicamente a los casos de compraventa y de mutuo que ellos mencionan; pero no a ningún otro caso, ya que de lo contrario, tendríamos que para todo era menester la aprobación expresa del mandante, cosa que no ha estado ni podido estar en la mente del legislador.

Si se estipularon los contratos de fs. 46 y 59 sabiendo a ciencia cierta los señores demandantes que el Banco contrataba los seguros con la Compañía Nacional, como -292- así lo evidencia hasta la defensa misma del doctor Peña; si el Banco hizo los seguros y su renovación a costa de los actores, quienes satisficieron las respectivas primas; si la elección de la compañía aseguradora tocábale sólo al Banco, si por los estatutos, si por las escrituras; y si, no obstante todo lo expuesto, todavía los señores mutuatarios nada dijeron contra el aseguramiento ni contra la renovación de las pólizas, ¿cómo sostener que no ha existido aprobación de parte de los demandantes? La sentencia de fs. 114 asentó, no hay duda, una verdad incontrovertible, cuando expresó, en su tercer fundamento, que aun en la hipótesis de existir mandato en las estipulaciones entre el Banco y los actores, el procedimiento del primero nada tenía de incorrecto, ora porque el supuesto mandato le autorizaba para asegurar las casas hipotecadas en la Compañía Nacional, ora porque los deudores se conformaron con el seguro, como, en verdad, lo acredita el hecho de hacer valer como prueba los recibos de fs. 7, 8 y 9.

Aquello de que no es necesaria la protesta del mandante contra los actos del mandatario para que proceda la acción de perjuicios, punto acerca del cual, repito, estoy en uno con el defensor contrario, nada tiene que ver en el presente caso. No se ha alegado, por el Banco, la falta de tal protesta; lo que sí se ha alegado es: 1.º El conocimiento perfecto de los actores sobre que el seguro se estipuló con la Compañía Nacional; 2.º El pago hecho por ellos en virtud de tal estipulación; 3.º El perfecto derecho del Banco para hacer los seguros y su renovación; 4.º Las suficientes garantías ofrecidas por la Compañía Nacional, aun supuesta la repetición de incendios tan horribles como el de febrero de 1896; y 5.º El haber sido difícil sino imposible de preverse el espantoso incendio de octubre del propio año, el cual causó la ruina de la Compañía. Estas alegaciones perfectamente demostradas hasta con la defensa misma de los actores, son las que ponen muy en claro que, aun supuesta la existencia de un mandato, el procedimiento del Banco, sobre exento de toda culpa, nada tiene de incorrecto. ¿Ni -293- qué incorrección podía haber en el hecho de haber renovado los seguros, si la Compañía Nacional, con haber salvado, como salvó, del incendio de febrero del 96, patentizaba su suficiencia para responder por los resultados de casos de rara, rarísima ocurrencia?

Por donde quiera que se mire esta causa, se presenta clara como la luz del sol la absoluta irresponsabilidad del Banco, al par que la temeridad con que los demandantes

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pretenden una indemnización de perjuicios; y, por lo mismo, no cabe ponerse en duda que la sentencia definitiva declarará improcedencia de la acción deducida.

VI

Si son admisibles las excepciones.

Atenta la contestación a la demanda que, en primer término, envuelve negación absoluta en orden a lo afirmado por los actores, tocábales a éstos el rendir prueba respecto de todos los hechos propuestos afirmativamente en el juicio, cual lo preceptúa el inciso 1.º del art. 139 del Código de Enjuiciamientos; y como, en vez de aparecer justificados esos hechos, los comprobados según se puntualizan en el manifiesto de fs. 112, hacen palpable la corrección con que procedió el Banco en todo cuanto concierne a los seguros de las casas hipotecadas por los demandantes, no sabe esperarse sino que el Tribunal Supremo rechazará la demanda, condenando a los actores al pago de las costas ocasionadas al Banco en todas tres instancias.

Y en orden a la excepción de caso fortuito, sí diré que el incendio de octubre de 1896 sí reúne todos los caracteres de tal. «Se llama fuerza mayor o caso fortuito», dice el art. 40 del Código Civil, «el imprevisto a que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto...»; -294- y si es cierto que en tratándose de seguros contra incendio respecto de tal o cual casa determinada, no puede alegarse su incendio como caso fortuito, para no satisfacer el valor del seguro; también lo es que, en el caso actual, en que no se trata de cumplimiento de esa obligación, sino de hacer recaer sobre el Banco una responsabilidad, dizque, por conducta imprudente o descuidada, muy bien cabe el que se tome en cuenta la notabilísima circunstancia de que el atroz incendio de octubre de 1896 fue de tal magnitud, que, sobre difícil sino imposible, de preveerlo, ahí arguye poderosamente en favor del Banco.

Con sobrada razón mi codefensor dice en su manifiesto de fs. 102: «La excepción de caso fortuito no es pertinente, dice el actor, porque la pérdida que viene de caso fortuito supone una obligación de especie, y no tiene cabida tratándose de obligación de género, el cual no perece jamás. Cita en su apoyo la doctrina de Mourlon, que explica admirablemente la diferencia de las dos obligaciones de género y de especie. Todo eso estarían bien si yo tratara de confundir esas obligaciones. El inconveniente que veo en la cita de Mourlon es que no viene a cuento en el presente caso. Lo que ha debido probar el demandante, y Mourlon no lo dice, es que las consecuencias de un caso fortuito no pueden dejarse sentir en obligaciones de género. Si yo tuviera asegurado que la obligación del Banco se extinguió por causa de pérdida de especies, habría dicho un disparate; lo que sostengo es que no ha nacido obligación contra el Banco y no se ha extinguido la de los deudores hipotecarios, tanto por las otras muchas razones consignadas en este informe, como porque la dificultad de cobrar la totalidad del valor de los siniestros provino del caso fortuito que causó la quiebra de una compañía. He allí un caso de fuerza mayor, influyendo en la suerte de una obligación de género. Dícese también que el incendio no puede ser considerado como caso fortuito tratándose de compañías de seguros. Todo depende del modo de enunciar las cosas. Si el gerente de una sociedad de seguros, se opusiera -295- al pago de un siniestro fundándose en que el

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incendio constituye caso fortuito, habría motivo suficiente para declararle en estado de demencia; pero si a consecuencia de un espantoso desastre como el que ocurrió en octubre próximo del año anterior, desaparece el capital de una compañía administrada con tino y honradez y se ve en la imposibilidad de pagar el total de sus deudas, ese desastre no esperado tiene todos los peculiares caracteres de caso fortuito».

Sí, es preciso no confundir las cosas. No se trata de exigir a la Compañía Nacional el pago de los seguros, por causa del incendio de octubre de 1896; trátase de imponer al Banco una obligación, cual si él fuera el responsable del hecho de que los demandantes no se hubiesen pagado del valor íntegro de los seguros estipulados. Así, si en el primer caso pudiera considerarse inadmisible la excepción de fuerza mayor, no hay razón alguna para repelerla cuando, como en el presente caso, ella sólo tiende a manifestar que el Banco no es ni puede ser responsable de la culpa que se le imputa.

La reconocida sabiduría del Tribunal Supremo apreciará, no hay duda, la gran diferencia que existe entre los dos casos apuntados; y no es dable, por lo tanto, ni suponerse el que no será atendida favorablemente la defensa del Banco.

VII

Fundamentos de la sentencia de segunda instancia.

Los tales consisten: 1.º En que el Banco, al hacer el seguro, ha debido proceder consultando sus intereses y los de los actores; 2.º En que el incendio del 12 de febrero de 1896 destruyó las casas de nueve manzanas; 3.º En que, entonces, el Cuerpo de Bomberos, por desmoralizado, no infundía confianza; 4.º En que, con motivo de dicho incendio, quedó agotado el fondo de reserva de -296- la Compañía Nacional; la cual, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad; 5.º En que el Gerente, por el hecho de haber sido de las dos compañías, debió tener pleno conocimiento del estado de los negocios de la Nacional; y 6.º En que es inadmisible la excepción de caso fortuito. Como estos fundamentos no merecen los honores de una refutación seria, me limitaré a hacer breves observaciones.

§ 1.º

El Banco, al hacer el seguro, ha debido proceder consultando sus intereses y los de los actores.

La Corte de Guayaquil que, a decir verdad, no supo si el Banco fue o no mandatario de los demandantes, creyó encontrar la resolución de la causa en el art. 1.536 del Código Civil; y de aquí que, apoyada en este artículo, así como en la supuesta célebre agregación relativa, a que el Banco al hacer uso de la facultad de renovar el seguro, deberá proceder consultando sus intereses y los del deudor, se imaginó que en realidad, el Banco era responsable de la indemnización demandada. Pero si la Corte se manifiesta sumamente candorosa al suponerse que el Banco, en la renovación del seguro, no ha consultado intereses propios ni ajenos, se demuestra enteramente falta de ciencia, cuando sin saber si, en verdad, existe al mandato único fundamento de la demanda, con

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todo, la admite. ¿Cómo creer que el Banco no consultó tales intereses? ¿Cómo imaginar que se procedió al seguro sin consultar el fin que se propusieron los demandantes y el Banco? ¿De dónde pueden sacarse racionalmente las deducciones de dicha Corte? Si el único fundamento de la demanda es el mandato que, respecto del aseguramiento, dizque encierran las escrituras de mutuo, ¿cómo admitirla aun en el supuesto de que el Banco hubiese procedido -297- no como mandatario, sino en virtud de su propio derecho? ¿Pudo, acaso, la Corte separarse de la demanda y de su contestación para deducir así la responsabilidad del Banco? ¿Para los Conjueces de Guayaquil es un mito el art. 319 del Código de Enjuiciamiento en lo civil?

§2.º

El incendio del 12 de febrero de 1896 destruyó las casas de nueve manzanas.

Este hecho, según antes lo he demostrado, no era para que el Banco se abstuviese de renovar los seguros, sino, al contrario, para proceder a ello sin visos de falta de previsión y de prudencia. Ese incendio fue, hasta entonces, el mayor de cuantos habían acaecido en Guayaquil, fue en un todo extraordinario; y si, no obstante ello, la Compañía Nacional salió airosa de sus compromisos, ¿cuál la causa para que el Banco no hubiera podido proceder correctamente a renovar los seguros?

§ 3.º

El Cuerpo de Bomberos, por desmoralizado, no infundía confianza.

He aquí otro hecho deducido en manifiesta pugna con la verdad. Regístrese cuanto se ha escrito relativamente a los incendios ocurridos en Guayaquil, y se verá que la prensa ha recomendado siempre el valor, la subordinación, en una palabra, el heroísmo de ese cuerpo de abnegados hasta el sacrificio. Fue precisa la demanda de fojas primera para que un cuerpo de héroes que en mil veces había extinguido el fuego, ya no fuera digno de confianza ante el criterio de la Corte de Guayaquil. -298- Y que así hubiera sido, ¿qué arguye esto solo contra la Compañía Nacional?

§ 4.º

Con motivo del incendio del 12 de febrero de 1896, quedó agotado el fondo de reserva de la Compañía Nacional; la cual, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad.

Ya he demostrado hasta la saciedad que el que la Compañía Nacional hubiese perdido, por causa de tal incendio, apenas su fondo de reserva, en vez de argüir contra el Banco, aboga poderosa y decisivamente en su favor. Para no incurrir en repeticiones innecesarias, me permitiré recomendar lo expuesto en el parágrafo 4.º del capítulo 4.º de este manifiesto; observando sólo que aquello de que «la Compañía Nacional, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad», es el colmo de la extravagancia con que se desempeñaron los señores conjueces Díaz, Castillo y Pólit. Para estos señores, la limitación que patentiza que la Compañía aseguradora obraba con suma cordura, con la mayor prudencia, sirvió de fundamento para declarar que el Banco incurrió hasta en culpa lata. Qué conjueces, Dios Santo.

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§ 5.º

El Gerente, por el hecho de haber sido de las dos compañías, debió tener pleno conocimiento del estado de los negocios de la Nacional.

-299-

Precisamente este conocimiento indujo al aseguramiento, así como a su renovación. El señor Molestina Roca sabía, perfectamente, que la Compañía Nacional, a pesar de un incendio tan enorme como el de febrero de 1896, contaba con todo su capital; que la administración de la Compañía era honrada; que, limitadas prudentemente sus operaciones, nada había para originar sospechas de insolvencia; que, en fin, todo daba sobrado fundamento para confiar en la eficacia de los seguros. Si, contra esto, sobrevino luego un incendio muy difícil sino imposible de preveerse, tal como el de octubre del propio año, sus consecuencias en orden a los seguros, no son para que la justicia declare que el Banco procedió con culpa lata, ni leve ni levísima. Es palmario que no le faltó al Banco ninguna clase de diligencia, pero ni la esmerada de que habla el penúltimo inciso del art. 39 del Código Civil; y, por lo mismo, tengo por imposible el que el Tribunal Supremo acepte la demanda, ya se crea en la existencia del mandato, ya se lo desconozca, como es estrictamente jurídico.

§ 6.º

Es inadmisible la excepción de caso fortuito.

Sobre esto, insisto en lo expresado en el capítulo anterior; y ruego al Tribunal que se digne fijar su atención en que no se trata de hacer efectivo el cobro del seguro por medio de una acción intentada o deducida contra la Compañía Nacional, sino sólo de imponer al Banco una obligación procedente de un supuesto mandato, de una imaginaria culpa.

¿Podrá el primero de los Tribunales de Justicia acoger los fundamentos del fallo de segunda instancia?

Ésta es la causa que el doctor Peña libró a los Tribunales de la República, confiado dizque en que se conservaba -300- aún la inquebrantable probidad de los jueces; y es esta misma la causa en la cual se mantienen fijas las miradas de muchos que, como el señor Calderón y la señora Jiménez viuda de Sucre, tratan de arruinar al Banco de Crédito Hipotecario, haciendo pesar sobre él una responsabilidad en un todo ajena de su correctísimo procedimiento. Pero yo, fiado en que, ciertamente, en la República se sostiene aún, con toda su majestad, la proverbial integridad de la Corte Suprema, estoy seguro de que será repelida la muy aventurada demanda de la foja primera, como también lo estoy de que el Banco será indemnizado de las costas que se le han ocasionado en todas tres instancias. Con la mayor claridad se manifiesta la mala fe de los actores, no obstante los extraordinarios esfuerzos empleados en su defensa; porque en causas de la naturaleza de la presente, es imposible ocultarla, pero ni paliarla, por mucho que hablen, por mucho que signifiquen el talento y la iluminación de los defensores. Sobre las relevantes cualidades de los jurisconsultos Peña y Borja que, con tanto interés, han patrocinado a los actores, están, en muy alto, la sabiduría y la

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probidad del Tribunal Supremo, así como está, también, la justicia de la causa que defiendo.

Tranquilo espero, Señor, la sentencia definitiva, ya que dudar acerca de que ella le será del todo favorable al Banco, valdría tanto como dudar de la probidad del Tribunal; lo cual, confesándolo con sinceridad y franqueza, ha sido y es, para mí, un verdadero imposible.

Señor Presidente.

-301-

Doctor Manuel R. Balarezo

Alegato en el juicio seguido por el señor Luis Fabara Estrada contra el señor Manuel Jijón Larrea, por dinero

1909

-[302]- -303-

Señor Ministro:

El auto de nulidad expedido por la Corte Superior de Quito, en el juicio ejecutivo que don Luis Fabara Estrada sigue contra los herederos del señor Manuel Jijón Larrea, se halla estrictamente arreglado a la ley y a los méritos del proceso; y por lo mismo, pido que el Tribunal Supremo se sirva confirmarlo con costas.

Propuesta la demanda ejecutiva, el juez inferior negó el auto de pago fundándose en que los documentos con que se había aparejado la ejecución no eran de plazo vencido. Apeló el ejecutante, la Corte Superior de Quito confirmó aquella negativa; interpuso el actor el recurso de tercera instancia, y la Corte Suprema declaró que a falta de plazo estipulado, la obligación era inmediatamente exigible, y que, en consecuencia, el inferior debía considerar cumplido el requisito del plazo y dictar el auto... ¿Qué auto, el de pago?... No, señor, sino el que correspondiera a la causa.

Nadie ignora, Señor Ministro, cuántos y cuán variados son los antecedentes que el juez ha de examinar muy -304- cuidadosamente para expedir el primer auto en un juicio ejecutivo, para descubrir cuál es el auto que corresponde a la causa; y asimismo todo el mundo sabe que a los jueces de segunda y tercera instancia no les toca resolver sino

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sobre los puntos que les ha ido en grado, mas no sobre aquellos que, o no pertenecen a la litis, o deben ser resueltos posteriormente por el mismo juez inferior.

Por otra parte, es una verdad inconcusa que el contenido propio de una resolución judicial, el fallo que no puede volver a discutirse, resulta de todo el cuerpo de la resolución, y que para distinguirlo con toda precisión y claridad conviene atender inseparablemente a los antecedentes en que el juez fija la materia de su fallo y a la parte resolutiva en que pronuncia su juicio con relación a los dichos antecedentes.

Importa recordar, finalmente, que todos los jueces, inclusive la Corte Suprema, deben anular los procesos, cuando ellos, los jueces, notan que ellos mismos o sus inferiores han faltado a una solemnidad sustancial, y el interesado así lo alega oportunamente.

Apoyado en tan sólidos fundamentos y en que la obligación ejecutada no es clara, por decir lo menos (que es lo que, para no prejuzgar la misma cuestión respecto del juicio ordinario, deben decir los jueces en el juicio ejecutivo), espero, como he dicho, la confirmación del auto recurrido.

No es clara la obligación ejecutada, Señor Ministro, o para hablar más claramente, como yo sí puedo y debo hablar en defensa de los derechos de mi parte, no existe la obligación que se pretende hallar en el vale de 30 de abril, y es oscura como un jeroglífico la que parece contener el vale del 12 de marzo.

Dice el primero: «Vale a favor del señor Alejandro Fabara por la cantidad de novecientos diez sucres.- Quito 30 de abril de 1902.- Manuel Jijón Larrea».

«Vale a favor del señor Tesorero...», dicen los recibos que los acreedores del Erario Público otorgan a favor -305- de los empleados de inversión, que les pagan sus créditos.

Por la palabra «Vale» principia el escrito, porque ese papel vale, tiene valor, es de importancia o utilidad para que mediante él conste un valor favorable a don Alejandro Fabara, reconocido por el señor Manuel Jijón Larrea; pero no es un «Vale», porque este nombre sustantivo significa en la lengua castellana «el papel o seguro que se hace a favor de uno, obligándose a pagarle una cantidad de dinero», úsese o no se use en el dicho papel la palabra «Vale».

El título de un crédito se llama «documento» o «vale», voces sinónimas en este caso; mas para que sea título de crédito, documento o vale, debe constar que quien firma el papel se obliga a pagar una cantidad de dinero. Suponer esta obligación sólo por haberse usado la palabra «Vale», el tiempo presente del verbo valer, o aun por haber usado el sustantivo vale, sería nada más que una suposición.

El papel de que se trata representa por sí un valor para el señor Fabara, ciertamente; pero ese valor puede ser de obligación o de liberación, o un simple valor que queda reconocido respecto de un negocio o arreglo futuro, nada de lo cual tuvieron por conveniente expresarlo las partes.

El segundo de los papeles expresados dice: «Vale a favor del señor Alejandro Fabara por la cantidad de novecientos sucres, para devolverle oportunamente.- Quito a

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12 de marzo de 1902.- Manuel Jijón Larrea». Aquí hay obligación de devolver; pero obligación oscura, porque no consta su origen o fuente.

Esta falta vuelve también oscura la demanda, en la cual debió expresarse la causa, razón o derecho con que se reclamaba el dinero, y, lejos de ello, no se hizo sino mencionarse ciegamente el contenido de los papeles mismos como si en el Ecuador se hallaran reconocidas las antiguas obligaciones literales, que se reputaban existentes -306- por el mero hecho de estar escritas aunque se ignorase su origen.

La fuente de la obligación ha debido ser una de las cuatro determinadas en el art. 1.427 del Código Civil, cada una de las cuales admite diferentes clases de excepciones, ora sobre su inexistencia real a pesar de las apariencias, ora sobre su extinción peculiar, prescripción, &., según la clase de hechos particulares de que se la haga provenir y de las circunstancias de que se la suponga rodeada.

Si, pues, ni aun en juicio ordinario se habría podido sustanciar legalmente demanda tan oscura, que le dejaba al reo sin punto fijo para oponer sus excepciones, mucho menos debía aceptarse como título suficiente para la vía ejecutiva papel tan oscuro en su contenido jurídico.

Los vales comerciales a la orden constituyen el papel simplificado por excelencia, puesto que están llamados a reemplazar a la moneda y facilitar la circulación de la riqueza; y con todo, aun ellos deben contener dos requisitos esencialísimos de que carece el papel que estamos estudiando; son, a saber: 1.º La expresión de que son vales «a la orden»; y 2.º La expresión de si son por valor recibido y en qué especie, o por valor en cuenta.

Es imposible establecer, ni aun como simple hipótesis, que la Corte Suprema hubiese resuelto en la otra ocasión en que subió ante ella este proceso, que los sobredichos papeles contuviesen ambos obligación de pagar, y obligación clara, exigible en juicio ejecutivo.

La materia del primer fallo fue simplemente el plazo; lo demás debía seguirse examinando y resolviendo por el juez inferior, a medida que la parte lo solicitase.

Supongamos, Señor Ministro, que negada una vía ejecutiva por el plazo, el actor subsanara la falta ante el mismo juez inferior y volviese a pedir auto de pago. -307- ¿Estaría por ventura forzosamente obligado el juez a dictar ese auto? ¿No podría volver a negarlo por otra razón diversa, como la falta de claridad, la condición pendiente, o en fin, por cualquier defecto que notase, ya en el título, ya en la obligación?

Al negar la vía ejecutiva por la falta de un requisito, el juez está muy lejos de resolver que en lo tocante a los demás requisitos dicha vía queda aceptada; todo lo contrario, se reserva examinarlos posteriormente.

Y si así limitada es la primera resolución del juez inferior, la ejecutoria superior no puede tener mayor extensión, porque ante el superior no suben en grado las resoluciones pendientes todavía, sino sólo la resolución expedida, para ser revisada. Únicamente cuando el juez inferior omite una resolución que ya debió expedirla según el trámite estrictamente legal, el superior tiene jurisdicción para suplir esa falta multando al

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inferior por la omisión; pero ninguna ley impone al juez el deber de declarar en el primer auto del juicio ejecutivo cuáles son los requisitos que se han cumplido debidamente, y cuáles faltan, uno a uno, entre todos los que son necesarios para el efecto.

No habiendo todavía puntos controvertidos, por no haberse trabado la litis ni oído al reo, el superior encuentra restringida su potestad al punto resuelto por el inferior y nada más. Por esto, la Corte Suprema, con la precisión que le es propia, dijo en el presente caso, que el juez inferior expida el auto que corresponda. Si su pensamiento hubiera sido el de mandar que el demandado pague dentro del tercero día el dinero reclamado, así lo hubiera expresado, conforme al art. 319 del Código de Enjuiciamientos Civiles.

Y si consintiéramos en el absurdo de que la Corte Suprema es la responsable del auto de pago, ella misma debería anularlo a su propia costa, puesto que el auto es nulo, y con el auto el proceso todo, y el juicio no ha terminado aún con sentencia ejecutoriada.

-308-

Reproduzco lo que en apoyo de la nulidad reclamada he aducido anteriormente, y confiando en la sabiduría del Tribunal, espero fallo favorable a los intereses que defiendo.

-309-

Doctor Nicolás Clemente Ponce

Alegato del juicio seguido por deslinde que la señora Edelinda Bahamonde viuda de Ricaurte tramita contra la señora Virginia Fiallo

viuda de Vásquez

-[310]- -311-

Señores Ministros:

Para el caso de que tuvieren por legalmente interpuesto el recurso de tercera instancia, en el juicio de deslinde que la señora Edelinda Bahamonde v. de Ricaurte sigue contra la señora Virginia Fiallo v. de Vásquez, presento a la ilustrada consideración del Tribunal las siguientes razones que justifican el fallo de la Corte Superior de Riobamba.

Increíble es que un abogado tan inteligente como el que asesoró al Juez de la primera instancia, hubiese incurrido en tan grande error como el de afirmar que para la prescripción extraordinaria, contra un título inscrito, es necesario otro título inscrito, en

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virtud de lo dispuesto en el art. 2.487 del Código Civil; error contrario a disposiciones expresas y clarísimas de la ley, no menos que a su espíritu e historia.

* * *

-312- «El dominio de cosas comerciales que no ha sido

adquirido por la prescripción ordinaria, puede serlo por la extraordinaria, bajo las reglas que van a expresarse:

»1.- Para la prescripción extraordinaria no es necesario título alguno.

»2.- Se presume en ella de derecho la buena fe, sin embargo de la falta de un título adquisitivo de dominio.

»Pero la existencia de un título de mera tenencia hará presumir mala fe, y no dará lugar a la prescripción, a menos de concurrir estas dos circunstancias:

»1.- Que quien se pretende dueño no pueda probar que en los últimos treinta años se haya reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción.

»2.- Que quien alega la prescripción prueba haber poseído sin violencia, clandestinidad ni interrupción por el mismo espacio de tiempo».

Nada más claro y terminante que las reglas especialísimas que en este artículo se establecen para la prescripción extraordinaria. Enormes son, en virtud de ellas, las diferencias entre la prescripción extraordinaria y la ordinaria, y tan trascendentales como fáciles de comprenderse.

Para la prescripción ordinaria se requiere posesión regular (art. 2.488); y, por lo mismo, justo título y buena fe, porque posesión regular es la que procede de justo título y ha sido adquirida de buena fe, aunque la buena fe no subsista después de adquirida la posesión (art. 690 del C. C.).

Para la prescripción extraordinaria, muy al contrario, por declaración expresa de ley, no es necesario título alguno; la buena fe se presume de derecho aun cuando no haya ningún título adquisitivo de dominio; lo -313- cual, en la práctica, es como si no se exigiese buena fe, por cuanto contra las presunciones de derecho no se admite prueba alguna; por último, aun en el caso en que de parte de quien alega la prescripción extraordinaria sólo existe un título de mera tenencia, aun en este caso extremo cabe la prescripción, si concurren los dos requisitos determinados en los dos últimos apartes del art. 2.492, que ya transcribí.

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De donde resulta que para la prescripción extraordinaria basta el lapso de treinta años; y esto, aun cuando el que la alega tenga un título de mera tenencia, si el que se pretende dueño no prueba que en dichos treinta años se ha reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción, y si éste prueba haber poseído por el mismo espacio de tiempo. Y es de notarse que, en concordancia con la última regla del art. 2.492 respectiva al caso en que quien alega la prescripción tiene título de mero tenedor, está lo prescrito en el art. 704: «El simple lapso de tiempo no muda la mera tenencia en posesión, salvo el caso del art. 2.492, regla tercera». Términos de la ley son estos que manifiestan, sin duda alguna que, tratándose de la prescripción extraordinaria, la ley va al extremo de que el mero lapso de treinta años en que el que se pretende dueño no se le haya reconocido expresa y tácitamente su dominio, es modo legal de que adquiera el dominio, aun el que tuvo la cosa como mero tenedor; el simple lapso de tiempo ha mudado la mera tenencia en posesión, como se dice en el art. 704.

Si es tan eficaz el simple lapso de treinta años, si tanto puede como cambiar la mera tenencia en posesión, ¿cómo suponer, cómo imaginar siquiera, que para la prescripción extraordinaria es menester título de dominio, y título inscrito?...

Cuando el que se pretende dueño no prueba que en los últimos treinta años se haya reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción, y el que la alega prueba haber poseído sin violencia, -314- clandestinidad ni interrupción por el mismo espacio de tiempo, tiene lugar la prescripción adquisitiva de dominio, aunque quien la alega sólo tenga título de mero tenedor. ¿Cómo exigirle, pues, título de dominio y título inscrito? Y si tal sucede, por disposición expresa de la ley, cuando contra el que alega la prescripción existe un título de mera tenencia, ¿qué será cuando contra él no existe ese título que, según la ley, es presunción de mala fe?...

Pero -dice el señor asesor- ¿lo dispuesto en el art. 2.487? Pero, se le contesta de la manera más obvia y ajustada a las reglas de la interpretación de la ley: la disposición del art. 2.487, es una disposición general, que, por sí, de no hallarse modificada por las leyes especiales, debería aplicarse a toda especie de prescripción adquisitiva de bienes raíces o de derechos constituidos en éstos; las disposiciones del art. 2.492 son especiales, para la prescripción extraordinaria; por consiguiente, como las leyes especiales prevalecen sobre las generales, es indudable que en lo que se opongan los dos artículos citados, ha de prevalecer, tratándose de la prescripción extraordinaria, lo que respecto de ella establece especialmente la ley en el art. 2.492.

Y la inexplicable preocupación que en este punto desvía el criterio del señor asesor, le lleva al extremo de sustentar que lo dispuesto en el art. 2.487 del Código Civil «se ha consignado ex-profeso, para excluir la prescripción extraordinaria y no la prescripción ordinaria; pues esta última siempre tiene lugar contra título inscrito, según lo que estaba ya previsto en el art. 690 del Código Civil, y de conformidad con lo preceptuado en el 716 del mismo; esta última disposición vuelve legalmente imposible la prescripción extraordinaria contra un título inscrito, y armoniza perfectamente con la del art. 2487».

¿Cómo pretender que la disposición del art. 2.487 se ha consignado ex-profeso para la prescripción extraordinaria, si a tal disposición general son absolutamente contrarias -315- las disposiciones especiales relativas a la prescripción extraordinaria?

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Aquello de la disposición del art. 2.487 no puede referirse a la prescripción ordinaria, porque ésta requiere posesión regular, y la posesión regular procede de título inscrito, lo más que pudiera probar sería que hay en el Código, en el asunto de que se trata, dos disposiciones conformes, como las hay respecto de otros muchos asuntos; pero de ninguna manera puede llevarnos a aceptar, para la prescripción extraordinaria, una regla general a que abiertamente se oponen las reglas especiales que la ley establece para aquella prescripción. Todo se reduce simplemente a esto: primero, una regla general, la del art. 2.487; y luego, reglas especiales para la prescripción ordinaria y para la extraordinaria; con las reglas especiales para la prescripción ordinaria, está conforme la regla general, pero se oponen a ella las reglas especiales de la prescripción extraordinaria. Presupongo: ¿qué es lo racional, lo único racional? ¿Pensar que la regla general se escribió para la prescripción ordinaria, con cuyas reglas especiales concuerda perfectamente; o pensar que la regla general se escribió para la prescripción extraordinaria, cuyas reglas especiales están con ella en abierta y radical contradicción?

Que lo preceptuado en el art. 716 vuelve legalmente imposible la prescripción extraordinaria contra un título inscrito, es el mismo error ya refutado, procedente del olvido de las reglas especiales que la ley establece para la prescripción extraordinaria, según las cuales, lejos de requerirse, como para la ordinaria, posesión regular, y, por tanto, justo título y buena fe, nunca es necesario título alguno, ni se requiere prueba de la buena fe, porque ésta se presume de derecho, y aun en el único caso en que se presume mala fe, que es cuando existe un título de mera tenencia para el que alega la prescripción, ésta se realiza, si concurren las circunstancias determinadas en los últimos apartes del art. 2.492, como concurren en el caso de que en este juicio se trata; y, finalmente, como ya lo hice notar por disposición expresa -316- de la ley (art. 704), para la prescripción extraordinaria el simple lapso de tiempo muda la mera tenencia en posesión, si concurren las mencionadas circunstancias.

Si tratándose de la prescripción extraordinaria, el simple lapso de tiempo muda la mera tenencia en posesión, ¿cómo suponer que sea necesario un título de dominio, y título inscrito?

La prescripción ordinaria tiene por objeto sanear en favor del adquirente de buena fe, por el lapso de tiempo, cualquier vicio que hubiera podido haber en la adquisición de una cosa; y por eso se exige para ella justo título y buena fe, posesión regular; corresponde a la primitiva usucapión de los romanos, cuyo efecto era dar el dominio de una cosa que de buena fe se había recibido de alguien que no había sido propietario de ella; a diferencia de la prescripción primitiva de los romanos, que no era un medio de adquirir el dominio, sino, simplemente, medio de oponerse a la acción del propietario que no la había ejercido en cierto lapso de tiempo.

La prescripción extraordinaria, en el sistema de nuestro Código, que es el de casi todos los Códigos modernos, derivado de la legislación de Justiniano, que dejó de distinguir entre usucapión y prescripción, y dio a ésta, en general, por sus efectos, el carácter de usucapión; la prescripción extraordinaria, digo, no sólo tiene por objeto que por el lapso de tiempo se sanee un vicio de adquisición en favor del adquirente de buena fe, sino evitar las investigaciones judiciales o litigios procedentes de un derecho que no se ha ejercitado en larguísimo tiempo.

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Y por esto no se exige para ella ni título, ni prueba de buena fe, y aun la mera tenencia, por el mero lapso de tiempo, se muda en posesión. Luego volveré sobre este asunto, al apuntar algunos datos históricos.

* * *

-317-

Las verdades que en el parágrafo precedente se justifican por el tenor literal de nuestras leyes y el sistema de ellas, aparecen más claras todavía si se tiene en cuenta la naturaleza misma de la prescripción extraordinaria, el fin de ella y su historia desde que se la estableció en el Derecho Romano con el nombre de longissimi temporis praescriptio. Veámoslo, siquiera sea muy brevemente.

En el Derecho Romano, antes de Justiniano, se distinguían la usucapión y la prescripción, según que ya lo recordé. La usucapión (usucapio), que en las doce tablas se llamaba usus auctoritas, era uno de los medios civiles de adquirir el dominio romano, y tenía dos efectos principales, como lo enseña Ortolán, en su Explicación histórica de las instituciones del emperador Justiniano: «El de dar el dominio de una cosa que de buena fe se había recibido de alguno que no era propietario de ella, y el de dar el dominio de una cosa que, siendo res mancipi y habiendo sido dada por la sola tradición, únicamente había entrado in bonis».

La prescripción era entonces muy diversa; no era un medio de adquirir un dominio romano, sino, simplemente, una excepción que se oponía a la acción del propietario que no la había ejercitado en cierto largo lapso de tiempo. He aquí lo que Ortolán dice respecto de ella: «Al suelo provincial (a excepción de los territorios que por favor especial había obtenido el jus italicum), no participando del derecho privado, ni siendo capaz de propiedad privada, pues se hallaba reputado como perteneciente al pueblo o al César, no podía aplicársele la usucapión. No era posible hacerse propietario por la posesión de un terreno que en todo rigor no era susceptible de propiedad. En estas circunstancias, los pretores por medio de sus edictos provinciales introdujeron para aquellos inmuebles, y los emperadores confirmaron en sus constituciones, no un medio de adquirir por la posesión, sino lo que se llamó una prescripción de largo tiempo (praescriptio longi temporis), concedida al cabo -318- de diez años de posesión entre presentes y veinte entre ausentes».

Tocante a la diferencia entre la usucapión y la prescripción así entendida, dice el mismo autor: «Notables diferencias distinguían la usucapión de la prescripción: primero, la usucapión era un medio de adquirir el dominio (capio usu, adquisición por uso, es decir, por la posesión); por consiguiente, al cabo del tiempo fijado, que era un año para los muebles, y dos para los inmuebles, se hacía un propietario, y tenía el derecho de vindicar la cosa de cualquier poseedor. La prescripción por el contrario, no era un medio de adquirir, sino sólo un medio de oponerse a la acción del propietario. Si este último vindicaba su cosa en el plazo determinado, era preciso restituírsela; pero si transcurría aquel plazo, se rechazaba su acción por la prescripción. Así es que esta prescripción casi producía el mismo efecto que una excepción; posteriormente se convirtió aquella en excepción, y vemos que los jurisconsultos Paulo, Ulpiano y otros usan indistintamente estas dos palabras en la misma materia».

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Así, hasta Justiniano, quien, por haber desaparecido ya la diferencia entre el suelo itálico y el suelo provincial, participando del mismo derecho todo el territorio del Imperio, borró la distinción entre las dos instituciones, la usucapión y la prescripción, y las confundió en una sola, modificando en sus efectos, la una por la otra. Quedaron entonces establecidas las siguientes reglas sobre la materia:

Primera.- Las cosas muebles se adquirían por la posesión de tres años y las inmuebles por la posesión de diez años entre presentes y veinte entre ausentes, siendo necesarios, en uno y otro caso, justo título y buena fe. No era esto sino la misma antigua usucapión, con plazos más largos; y así se dice claramente en la respectiva ley, cuyo tenor es el siguiente: «Según el derecho civil, si por efecto de una venta, de una donación o de cualquier otra justa causa, había recibido alguno de -319- buena fe alguna cosa de manos de una persona que se creía propietaria de ella, pero que no lo era, debía adquirir dicha cosa por el uso de un año en todos los países, si era inmueble, y esto porque el dominio no quedase en la incertidumbre. Así lo había dispuesto la antigüedad, creyendo que estos plazos bastaban a los dueños para averiguar sus propiedades. Por lo relativo a nosotros, adoptando como un parecer más sabio que no se debe despojar con demasiada prontitud a los propietarios, ni encerrar este beneficio en una sola localidad, hemos promulgado sobre este particular una constitución que manda que las cosas muebles sean adquiridas por el uso de tres años; y las inmuebles por la posesión de largo tiempo; es decir, de diez años entre presentes y veinte entre ausentes; y que estos medios de adquirir el dominio por la posesión, fundada en una causa justa, tengan aplicación no sólo en Italia, sino en todos los países del Imperio».

Segunda.- Además de esta prescripción, había la de larguísimo tiempo (longissimi temporis praescriptio) una de las cuales era la de treinta años. Estas prescripciones de larguísimo tiempo, no requerían justo título ni buena fe, y correspondían a la que en el derecho antiguo había sido prescripción propiamente tal, o sea medio de oponerse a las acciones del propietario que no las había ejercido en largo lapso de tiempo. Pero en el Derecho de Justiniano aun estas prescripciones eran ya modo de adquirir el dominio, por la confusión o refundición que, de las dos instituciones, hizo tal Emperador. Léase lo que sobre el particular dice Ortolán: «Existen también otras prescripciones, como la que se llama longissimi temporis praescriptio, que se verifica a veces por treinta años, como, por ejemplo, cuando el poseedor posee sin justa causa, o cuando la cosa es un objeto robado o de que uno se ha apoderado por violencia, etc.; a veces por cuarenta años, como, por ejemplo, cuando se trata de bienes eclesiásticos. Estas prescripciones, que por su naturaleza y según su origen eran únicamente medios de oponerse a ciertas acciones, llegaron a ser en tiempo de -320- Justiniano y en los que tenían lugar, verdaderos medios de adquirir».

Explicando los señores Aubry y Rau la usucapión y la prescripción propiamente tal de los romanos, dicen: «La usucapión es menos que un medio de adquirir en el sentido propio de la palabra, un medio de consolidar, con el auxilio de una posesión revestida de ciertos caracteres y mantenida en un lapso de tiempo determinado, una adquisición sujeta a la evicción, o meramente presunta. La prescripción propiamente dicha es una excepción por medio de la cual se puede, en general, rechazar una acción por el solo hecho de que quien la intenta, dejó, durante cierto lapso de tiempo, de ejercer el derecho a que dicha acción se refiere».

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Y después de anotar las diferencias que en el antiguo derecho romano había entre las dos instituciones, agregan: «A pesar de estas diferencias tan profundas entre la usucapión y la prescripción propiamente dicha, los redactores del Código civil, siguiendo el ejemplo Justiniano, cuya legislación les sirvió de guía en esta materia, confundieron, en un mismo título, las reglas relativas a las dos especies de prescripción».

He ahí el origen de la prescripción ordinaria y de la extraordinaria establecidas en las legislaciones modernas. Una y otra son ya modos de adquirir el dominio; mas no por esto dejan de notarse en ellas las peculiaridades de la primitiva institución, que distinguía la usucapión de la prescripción, propiamente tal. La prescripción ordinaria, cuyo fin es que el adquirente de buena fe, que no es verdadero dueño, por algún vicio de adquisición, o porque no lo fue la persona de quien recibió la cosa, adquiera, por el lapso de tiempo, el dominio de ella, necesariamente supone justo título y buena fe, y, por lo mismo, requiere lo que nuestras leyes llaman posesión regular. Al contrario, la prescripción extraordinaria, aun cuando es también un modo de adquirir el dominio y no sólo una excepción, no tiene por objeto el saneamiento en favor del adquirente de buena fe, sino, como la -321- antigua prescripción propiamente dicha del derecho romano, rechazar derechos y acciones que no se han ejercitado en muy largo tiempo, asegurando, como consecuencia, la propiedad en quien ha sido poseedor durante ese muy largo tiempo, aun cuando no haya tenido título ni procedido de buena fe, es decir, aun cuando no haya sido poseedor regular.

Tal es la diferencia sustancial entre las dos prescripciones, perfectamente establecida desde su más remoto origen en el derecho romano. Exigir título para la prescripción extraordinaria, es borrar no sólo disposiciones claras y precisas de nuestras propias leyes, sino toda la historia de una de las instituciones más importantes del derecho civil universal, e introducir una novedad que no hubiera podido explicar ningún jurisconsulto antiguo, como no podría explicarla ninguno de los modernos: prescripción de larguísimo tiempo o prescripción extraordinaria, y necesidad de justo título traslaticio de dominio, son dos cosas absolutamente incompatibles.

El derecho consuetudinario de Francia, anterior al Código de Napoleón, este Código y todos los modernos, se hallan concordes en este punto.

En el art. 113 de la costumbre de París consagrábase la prescripción de diez y de veinte años, como sigue: «Si alguien ha gozado o poseído un fundo o una renta, a justo título, sea por sí mismo, sea por sus antecesores, pública y tranquilamente, por diez años entre presentes o veinte entre ausentes, mayores de edad, y no privilegiados, adquiere prescripción de dicha heredad o renta». Pothier, tratando de esta prescripción, la llama un derecho de usucapión, porque, en verdad, como ya lo hice notar, corresponde a la primitiva usucapión de los romanos, sin más diferencia notable que el mayor tiempo. Como ella, requería la costumbre de París, justo título y buena fe.

Tocante a la prescripción de treinta años, en el art. 115 de la costumbre de París se la establecía en estos términos: «Si alguien ha gozado, usado o poseído un -322- fundo o una renta, u otra cosa prescriptible, por el espacio de treinta años, continúa, pública y tranquilamente, por sí o por sus predecesores, aunque no presente título, adquiere prescripción...».

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Refiriéndose Pothier a esta prescripción, dice: «Las costumbres que adoptaron la prescripción de diez a veinte años, establecieron también la de treinta años, en favor de poseedores que carecían de titulo de su posesión, en cuyo beneficio el lapso de tan largo tiempo lo hacía presumir».

A la prescripción establecida en el art. 113 de la costumbre de París corresponde al art. 2.265 del Código de Napoleón: «El que adquiere por justo título y de buena fe un inmueble, prescribe su propiedad en diez años, si el verdadero propietario reside en el territorio de la Corte Real en que el inmueble está situado; y por veinte años, si el verdadero dueño está domiciliado fuera de dicho territorio». Siempre la necesidad del justo título y de la buena fe en esta clase de prescripción, que siempre tiene por objeto sanear, por el lapso de tiempo, algún vicio de la adquisición hecha por un adquirente de buena fe; ni más ni menos que en la primitiva usucapión de los romanos y en la prescripción de tres años para los muebles y de diez o veinte para los inmuebles, establecida por Justiniano.

El art. 115 de la costumbre de París corresponde al 2.262 del Código de Napoleón: «Todas las acciones, así reales como personales prescriben en treinta años, sin que quien alega esta prescripción esté obligado a presentar un título, ni se le pueda oponer la excepción deducida de la mala fe».

En el comentario de estos dos artículos del Código de Napoleón, Aubry y Rau se expresan así: «La usucapión (o prescripción adquisitiva) por treinta años no se exige en quien la alega más condición que la posesión (art. 2.262). En cuanto a la usucapión de diez o veinte años, se requiere además de la posesión, la doble condición de -323- una condición fundada en justo título, y de la buena fe del adquirente (art. 2.265)».

Todos los Códigos modernos están acordes, así en el sistema de las dos especies de prescripción adquisitiva, la ordinaria y la extraordinaria, como en que para la primera se requieren justo título y buena fe, mas no para la segunda, establecida precisamente, para cuando no hay posesión regular, y por ello, no es posible la primera.

El muy reputado anotador del Código Civil argentino termina con las palabras siguientes las notas respectivas a los artículos en que en ese Código se trata de estas dos prescripciones: «Resulta de lo que precede: Primero.- Que el que tiene durante treinta años una posesión pacífica, pública y continua, y la conserva sólo en su interés propio, no tiene ya cosa alguna que probar para usar del beneficio de la prescripción. Segundo.- Que el que quiere prescribir por treinta años no tiene que alegar título alguno, y con más razón no tiene que temer las excepciones que se alegaren contra los vicios de su título, con excepción del vicio de precario. Tercero.- Que la buena fe exigida para la prescripción de diez años, no lo es para la prescripción de treinta años».

Terminaré con la autoridad de François Laurent, quien, al hablar de la prescripción de treinta años, dice: «La prescripción de treinta años es extintiva o adquisitiva. Es extintiva, cuando, para que se realice sólo es menester una condición, la inacción del acreedor. El derecho de propiedad no se extingue por el solo no uso durante treinta años, sino que es necesario, además, que el fundo sea poseído por un tercero. Esto resulta implícitamente del art. 2.262. La ley dice que el que alega la prescripción de treinta años no está obligado a presentar un título; lo cual no puede entenderse sino de la prescripción adquisitiva, pues que la extintiva jamás requiere título; al contrario, el

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deudor prescribe a pesar de su título y, en este sentido, contra su título. El que invoca la prescripción de treinta años, no necesita ser poseedor -324- de buena fe... En definitiva, el art. 2.262 dice que se puede prescribir por treinta años sin título ni buena fe; mientras que la prescripción de diez a veinte años exige título y buena fe» (Principes de Droit Civil Française, Tome treinte deuxieme, 1893).

Es, por lo visto, no sólo admisible, sino también absolutamente inexplicable, el exigir título inscrito para la prescripción extraordinaria; y estuvo en lo justo y en lo legal la Corte Superior de Riobamba, cuando aseveró en su fallo que, «al tratarse de la prescripción extraordinaria, atento el espíritu y la letra de nuestra legislación civil, conforme con la de otras naciones, no se requiere para que aquélla tenga lugar más que el hecho de la posesión y el lapso de tiempo señalado por la ley».

* * *

Por lo demás, estando como está plenamente probado, por la prueba testimonial rendida en primera y segunda instancia, la posesión que la señora Virginia Fiallo ha tenido por más de treinta años de los terrenos respecto de los cuales alegó la prescripción extraordinaria; prueba cuya eficacia y plenitud se reconoció justamente en el fallo de la segunda instancia; estoy seguro de que el Tribunal Supremo confirmará aquel fallo, en el que se declara y resuelve que la prescripción extraordinaria alegada por la señora Virginia Fiallo pudo muy bien alegarse en este juicio, aun en el supuesto de que la mencionada señora no hubiese tenido inscritos los títulos de propiedad de los fundos «Conventillo» y «Cochapamba».

Reclamo las costas de las tres instancias, porque hay temeridad en litigar contra disposiciones expresas de la ley, como son las muy especiales relativas a la prescripción extraordinaria.

-325-

Manifiesto ante la Corte Suprema

-[326]- -327- Posesión. Sus requisitos para fundar las acciones posesorias. Comisión de actos de

mera facultad y actos meramente tolerados

Señor Ministro:

En el juicio que, por despojo de aguas, siguen los herederos de la señora Mariana Valdivieso v. de Rebolledo contra el Sr. Álvaro T. Terneus, cuyo poder ejerzo, reproduzco las detenidas alegaciones presentadas por parte de mi comitente en la primera y la segunda instancia, y suplico a los Señores Ministros del Tribunal Supremo se dignen leerlas con la atención que la gravedad del caso exige, y que, además, tomen en cuenta, para el fallo definitivo, las siguientes brevísimas observaciones que someto a su ilustrada consideración, convencido de que, aplicándose en él ilustrada y

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severamente las disposiciones de la Ley a la cuestión que se discute, se corregirá el monstruoso absurdo de la sentencia -328- recurrida en la que, sin más fundamento que aseveraciones de todo punto falsas revocó la bien razonada del juez inferior, a quien había aconsejado un jurisconsulto bien distinguido por su inteligencia e ilustración6.

Dos son los fundamentos del fallo de la Corte Superior; ambos absolutamente falsos, con falsedad notoria.

Primera falsedad: De las declaraciones de la mayor parte de los testigos presentados por la querellante y el querellado aparece que las aguas de la acequia principal señalada en el plano de fojas 68 con h c d y de la segada a b c que acrecía a aquélla, después de atravesar la alcantarilla o acueducto d e, estaban destinadas constantemente, desde tiempo inmemorial, a bañar los suelos del fundo «Olalla», y que, en consecuencia, la dueña de éste ha estado en posesión de todas las expresadas aguas hasta seis o siete meses antes de que propusiera su querella, a virtud del uso que se ha hecho de ellas en el regadío de los pastos y alfalfares, y en los demás menesteres del referido fundo, sin impedimento alguno de parte de los dueños de «Sigsipamba».

Segunda falsedad: El demandado, no sólo no ha justificado la falsedad del despojo, única excepción que tiene que tomarse en cuenta entre las muchas que propuso, según el art. 737 del Código de enjuiciamientos en materia civil, sino que ha confesado expresamente, y por repetidas ocasiones, que hizo cegar la acequia a b c que conducía las aguas a la principal.

Analizaré separadamente estas dos afirmaciones, únicos fundamentos de la sentencia apelada; y, al analizarlas, expondré, según fuere del caso, los principios de derecho correspondientes a los diversos puntos que deben considerarse para la acertada resolución de la controversia. Pero antes, séame permitido, para mayor claridad -329- de mi exposición, que recuerde la manera como se trabó la litis.

I

Según la demanda, el despojo consistió en haber cegado arbitrariamente el Sr. Terneus uno de los acueductos afluentes de una acequia que, al decir de la actora, conduce las aguas del fundo «Olalla»; con lo cual, a la vez que la ha despojado de parte de sus aguas se la ha excluido también de la posesión del acueducto cegado y del goce de la servidumbre adquirida (palabras, las sublineadas, literalmente transcritas de la demanda).

Hago notar de paso que en la demanda ni siquiera se determinó ni de modo aproximado, la cantidad de agua cuyo despojo se imputó al Sr. Terneus; no se hizo ninguna indicación sobre el particular, ni expresándose la medida, ni expresándose qué aguas eran para que, si vale decirlo, se las considerara como cuerpo cierto, aun cuando se ignorase su cantidad. De suerte que llegado el caso de restituirlas, o de apreciar el perjuicio ocasionado por la privación de ellas, no habría base ni para lo uno ni para lo otro; lo cual, por sí solo, es prueba concluyente de que la demanda es inadmisible, por incompleta, por no determinarse en ella la cosa demandada. No es posible demandar, por el despojo de una cosa, la restitución de ésta, sin determinarla de manera precisa, sea individualizándola por indicaciones que la señalen como un cuerpo cierto, sea

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fijándola por la expresión de la medida, si se trata de una cantidad; sin tal determinación, pero precisa y completa, no hay base ni para la discusión judicial, ni para la restitución en el supuesto de que se la ordenara; ni para la indemnización de los perjuicios. Y esto que afirmo, no sólo es exigido por la razón y consagrado como principio axiomático en la legislación universal, sino lo que vale más para los jueces, -330- prescripción expresa y terminante de nuestra ley; en efecto, en el artículo 741 del Código de Enjuiciamientos en materia civil se dispone que el despojado expresará el tiempo en que tuvo lugar el despojo, sus circunstancias y los linderos o señales de la cosa. Si se trata de terrenos, es necesario que se los determine fijándose su linderación, para que así queden especificados precisamente, como cuerpo cierto; tratándose de otras cosas es necesario indicar sus señales, esto es señalarlas, se entiende de modo que el objeto quede perfectamente determinado. Y ¿cómo puede hacerse esta determinación cuando la demanda es por agua? De una de dos maneras: o fijándose la cantidad o indicándose circunstancias tales que, aunque no fijen la cantidad basten para determinar, como ya lo dijimos, el cuerpo cierto; así, por ejemplo, puede muy bien decirse, el agua que sale de tal fuente, sea cual fuese la cantidad. Pero limitarse a decir: tengo una acequia, por esa acequia corría agua, de esa agua me despojó fulano de tal, etc., es no determinar de modo alguno la materia del despojo, de la demanda y de la restitución que se pide; porque decir simplemente agua, una agua, sin expresar qué agua ni en qué cantidad, es dejar del todo indeterminada la cosa que se demanda; es, en verdad, no expresar la cosa que se exige; es quebrantar la prescripciones del número 3.º del art. 99 y del art. 741 del Código de enjuiciamientos en materia civil; es, en fin, hacer imposible el juicio e imposibles las indemnizaciones y restituciones que debieran ordenarse al admitirse la demanda, la que, por esta sola falta radical, se vuelve irracional y legalmente inaceptable.

Pero, anotada esta falta, que vicia la demanda en sí misma, prosigo la determinación de cómo se trabó la litis.

Tocante a las excepciones, bástenos considerar lo expresado por el reo bajo el N.º 1 de su primera contestación a la demanda: «Es falso el despojo, por varias razones legales; y el actor es quien intenta despojar a mi mandante, pretendiendo una sentencia que le restituya lo que no ha poseído».

-331-

Muy claramente, aparece que los hechos afirmados por las palabras que acabo de transcribir son: a) No haber habido despojo, esto es, no haber el demandado privado a la querellante de la posesión de las cosas a que la demanda se refiere: b) el demandado ha estado y está en posesión de dichas cosas; c) la actora no las ha poseído. Estas dos últimas afirmaciones se expresan sin que pueda revocarse en duda por los términos: «y el actor es quien intenta despojar a mi mandante, pretendiendo una sentencia que le restituya lo que no ha poseído». Afirmar que el actor es quien intenta despojar al demandado, es afirmar que éste ha estado y está en posesión de la cosa demandada; por lo cual en la concienzuda sentencia de primera instancia, el distinguido jurisconsulto que la dictó escribió, como primera consideración: «que entre las excepciones perentorias se encuentra implícita la de que más bien el reo ha sido poseedor del agua y acueducto, puesto que dice que es la actora quien pretende despojarle de esas cosas».

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La contestación a la demanda, en esta parte, que es la principal, equivale, pues, a no es cierto que la actora haya tenido la posesión de las cosas que demanda; el poseedor de ellas es y ha sido el señor Terneus; por consiguiente, es falso el despojo. Para que haya despojo es necesario (perdóneseme la perogrullada, en vista de la sentencia de la Corte Superior) la posesión del demandante, y que el reo le haya privado de ella; si el demandante no ha estado en posesión de la cosa o si el reo no le ha privado de ella, es claro que no hay despojo y con mayor razón no lo hay, ni puede haberlo, si, en vez de haber tenido la posesión el demandante, la tuvo y la tiene el demandado.

Por esta manera de trabarse la litis, es indudable que debió la actora probar: que estuvo en posesión tranquila y no interrumpida de las cosas demandadas, un año completo; y que el señor Terneus le privó de ellas (arts. 909 del Código Civil, 741 y 137 del de Enjuiciamientos en materia civil). En los capítulos que siguen, donde analizaré los fundamentos del fallo contra el cual recurrió -332- a usted mi comitente, aparecerá si de parte de la señora Valdivieso v. de Rebolledo se probaron o no esos hechos.

II

Para saber si la Corte Superior fue verdadera cuando aseveró en la sentencia que la actora había estado en posesión del agua demandada hasta 6 o 7 meses antes de que se propusiera la querella, es del caso recordar, ante todo, en qué consiste la posesión tranquila y no interrumpida que la Ley requiere como fundamento de las acciones posesorias, y luego ver si de las declaraciones de los testigos aparecen los requisitos que la constituyen.

Posesión es la tenencia de una cosa determinada, con ánimo de señor o dueño, sea que el dueño o el que se da por tal, tenga la cosa por sí mismo o bien por otra persona en su lugar y a su nombre. El poseedor es reputado dueño mientras otra persona no justifica serlo (art. 688 del Código Civil).

Consiste principalmente la importancia jurídica de la posesión: en que ésta hace presumir el dominio del poseedor, mientras no se pruebe lo contrario; en que da origen a las acciones posesorias con que la Ley la protege; y, por fin, en que, corrido el tiempo que determina la ley, produce la prescripción ordinaria o extraordinaria, según los casos. Los requisitos que la ley exige en la posesión, para que sea fundamento de las acciones posesorias o de la prescripción ordinaria o extraordinaria, son diversos. En este alegato, sólo me toca tratar de los primeros, esto es, de los respectivos a las acciones posesorias, los cuales, como ya lo expresé, están determinados en el art. 909 del Código Civil: «No podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo»; artículo con -333- que concuerda el 741 del Código de enjuiciamiento en materia civil.

Los requisitos que naturalmente se deriven de la esencia misma de la posesión, por el concepto que de ella nos da la ley, y los que de modo expreso se exigen para las acciones posesorias en la prescripción ya citada, son, pues, los indispensables en las demandas de posesión. Con la brevedad posible, trataré de cada uno de ellos, para luego ver si están probados en este juicio.

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Si «posesión es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño», es claro que ha de manifestarse mediante los hechos por los cuales se ejerce el derecho de dominio; el goce y disposición de la cosa con exclusión de los otros, en cuanto no fuere contra la ley o contra derecho ajeno. Esto es tan evidente, que el célebre profesor Gabriel Baudry Lacantinerie, en su precioso, tratado de Derecho Civil, llega a decir que la posesión puede definirse: «El conjunto de los actos por los cuales se manifiesta exteriormente el ejercicio de un derecho que se tiene realmente o se pretende tener»7.

De tal principio, clarísimo e incontrovertible, se deduce necesariamente, entre otras, las consecuencias que pongo en seguida:

I. No es posible que cada una de dos o más personas tenga la posesión de una misma cosa, a menos que todas ellas posean en común. Los jurisconsultos romanos expresaban así este axioma: «Plures eamdem rem in solidum possidere non possunt: contra naturam quippe est, ut quum ego aliquid teneam, ut quoque id possi dere videaris». Y Paulo agregaba: «Quot est verius; non enim magis eadem possesio apud duos esse potest, quam, ut tu stare videaris in eo loco, in quo ego sto, vel in quo sedeo, tu sedere videaris».

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II. Se adquiere la posesión de una cosa, aprehendiéndola bajo el poder de uno, con la intención de tenerla como propia, excluyendo, por consiguiente, a los otros de uso y goce de ella, pues no hemos de olvidarlo, el dominio es esencialmente exclusivo, y lo es también la posesión, que, como ya lo vimos, no es sino el conjunto de los actos por los cuales se manifiesta exteriormente el ejercicio del dominio que se tiene o pretende tener en una cosa.

III. La posesión se manifiesta por medio de aquellos mismos actos, quiero decir, de los actos por los cuales se ejercita el derecho de dominio; actos, lo repito, que excluyen a los otros del goce de la cosa poseída.

IV. Actos posesorios, actos de posesión, no son, pues, sino aquellos por los cuales se suele ejercitar el derecho de dominio. Estos actos, por su naturaleza, son esencialmente exclusivos, en el sentido de que excluyen a otras personas del uso y goce de la cosa de cuya posesión se trata. Tal concepto, el de la exclusión, es fundamentalísimo en la materia de que trato: la posesión, exclusiva como el dominio, cuya manifestación es, se adquiere y se revela por actos que implican necesariamente exclusión.

V. La omisión de actos de mera facultad, y la mera tolerancia de actos de que no resulta gravamen, no confieren posesión; principio que, con estas propias palabras, se halla consagrado en el aparte 1.º del art. 3.481 de nuestro Código Civil, artículo que se complementa con los tres párrafos siguientes: «Así, el que durante muchos años dejó de edificar en un terreno suyo, no por eso confiere a su vecino el derecho de impedirle que edifique». «Del mismo modo, el que tolera que el ganado de su vecino transite por sus tierras eriales o paste en ellas, no por eso se impone la servidumbre de este tránsito o pasto». «Se llaman actos de mera facultad, los que cada cual puede ejecutar en lo suyo, sin necesidad del consentimiento de otro».

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E. Raviart, en su importantísimo Traité des Actions Possessoires (París, 1897), precisa mejor que otros autores los conceptos de actos de mera facultad y de actos meramente tolerados. «Actos de mera facultad -dice- son aquellos que dependen de la voluntad del que los ejecuta, y con motivo de los cuales nadie puede deducir la acción judicial, sea para impedírselos, sea para que destruya lo hecho»8.

«Actos de simple tolerancia son los que un buen vecino tolera, aunque impliquen algún menoscabo de su derecho de propiedad, porque este menoscabo no le parece tan grave que constituya una usurpación propiamente dicha, que debiera ser reprimida. Tal sucede, por ejemplo, cuando mi vecino pasa por mi propiedad o viene a tomar agua de mi fuente. Se trata de actos que pueden ser ventajosos a quien los ejecuta, sin causar daño a quien los tolera. Este último manifestaría mala voluntad si se opusiera a ellos. Pero la ley entiende que no los tolera sino a título de concesión puramente precaria y reservándose, por lo tanto, el derecho de reprimirlos cuando lo juzgue conveniente. He aquí por qué semejantes actos no pueden fundar, en provecho de quienes los ejecuten, una posesión útil para el ejercicio de las acciones posesorias»9.

-336-

Puesto que lo respectivo a los actos de mera facultad y a los meramente tolerados, es de suma importancia en sus relaciones con la posesión y la manera de adquirirla y perderla, séame permitido detenerme algún tanto acerca de ellos.

Actos de mera facultad, como se deduce del sentido propio de estas palabras, son, en el orden legal, aquellos que una persona puede hacer o dejar de hacer, sin que de omitirlos se les siga, en virtud de la ley, menoscabo o pérdida de su derecho. Se contraponen, pues a las actos que, según la ley, son obligatorios para con otra persona o necesarios para la conservación de nuestros derechos. Entendidos así (que es manera muy natural de entenderlos), se evita aquella latitud de significado que ha sido y es causa de graves dificultades y suma confusión para los tratadistas del derecho. «Si se tomara el texto del art. 2.222 del Código francés (correspondiente al 2.481 del nuestro) en toda su extensión, dice Mr. Félix Berriat Saint Prix, en el tomo 34 de sus Notes Elémentaires sur le Code Civil, se hallaría en él la negación completa de toda prescripción y, por tanto, una proposición inconciliable con las otras disposiciones legales sobre esta materia; la prescripción produce el efecto de extinguir las obligaciones, y la pérdida de la propiedad por la prescripción se funda en la abstención de actos que se pueden dejar de hacer; un acreedor no puede exigir el pago; un usufructuario no percibir los frutos. La prescripción adquisitiva se funda igualmente en la inacción del propietario y en la posesión de otro; ahora bien, la posesión no es sino una serie de actos que el propietario pudo impedir, y ni siquiera se distingue si éste los conoció o no, para que haya prescripción10. -337- M. Frédéric Mourlon escribió: «Esta regla es muy obscura. Se la traduce así: El que aprovecha indirectamente de la inacción de quien se abstiene de ejecutar actos de mera facultad no puede prescribir contra él, a fin de adquirir el derecho de impedírselos en lo futuro». «Si esta regla tuviese el sentido absoluto que parece tener, se la tomase a la letra, ninguna prescripción sería posible; porque todos los derechos, sin excepción consisten en la facultad de hacer ciertos actos»11; y Mr. Gabriel Baudry Lacantinerie, refiriéndose al artículo 2.232 del Código francés, empezó así su comentario: «Sólo en un punto están de acuerdo los autores respecto de este difícil artículo: en que es muy obscura la disposición que en él se contiene»12.

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Entendiendo así los actos de mera facultad, como acabo de definirlos en el principio del aparte que precede, desaparecen, por lo menos en gran parte, y acaso en todo, las causas de obscuridad y confusión. Desde luego el primer motivo de limitar el concepto de aquellos actos en el orden legal se origina de la colocación misma que dio el legislador, en el Código Civil, a la disposición -338- concerniente a ellos: el art. 2.481 se halla en el 2.º del Título XLII del lib. IV, cuyo epígrafe es: «De la prescripción por que se adquieren las cosas». De donde resulta que, conforme a la ley, el no ejercicio de un derecho, o sea la omisión de actos que una persona puede ejecutar o no, puede muy bien ser causa de la prescripción extintiva de la acción correspondiente a ese derecho; lo cual elimina ya buena parte de las dificultades de la materia, y está muy conforme con las disposiciones legales sobre la prescripción extintiva. Pedro debe a Juan diez mil sucres; Juan, como dueño de este crédito, puede exigir o no exigir el pago a su deudor; nadie le obliga al cobro; pero si no exige el pago en veinte años contados desde que pudo exigirlo, se prescribe la acción para exigirlo, y por consiguiente, se extingue su derecho. Además de la situación que en el Código se dio a la regla en que me ocupo, la naturaleza de las disposiciones que en el § 2.º del título y libro mencionados preceden y siguen al art. 2.481, y los términos mismos de este artículo persuaden de que el principio que en él se expresa se ha de aplicar sólo a la prescripción adquisitiva y a la posesión que es su base fundamental. En el art. 2.480 se establece, en general, que «se gana por prescripción el dominio de los bienes corporales raíces o muebles, que están en el comercio humano, y se han poseído con las condiciones legales»; o que «se ganan de la misma manera (por la posesión con las condiciones legales) los otros derechos reales que no están especialmente exceptuados». En los arts. siguientes al 2.481, se determinan las condiciones o calidades que ha de tener la posesión para servir de base a la prescripción, o, más bien dicho, para producirla. Al relacionar el legislador, en el aparte 14 del art. 2.481, la prescripción con la posesión, diciendo: «La omisión de actos de mera facultad... no confiere posesión, ni da fundamento o prescripción alguna», lo que hizo fue: primero: establecer que la omisión de actos de mera facultad no da a otra persona posesión alguna; y segundo: que, como consecuencia necesaria de este principio, la omisión de aquellos actos no puede ser fundamento de la posesión ni de la -339- prescripción que se deriva de la posesión, esto es de la prescripción adquisitiva. Consistiendo la posesión, como consiste, en hechos positivos en la exteriorización del dominio por medio de los actos con que se lo ejerce, no se la pueda adquirir, según que ya lo expresé y demostré, sino por medio de tales actos; y, por consiguiente, la mera omisión del ejercicio del derecho de dominio, la mera omisión de actos posesorios, de parte de una persona, no es causa de que otra adquiera la posesión. Para adquirirla, es necesario que quien la adquiera ejecute actos posesorios, de los que ya expliqué, que excluyen al poseedor anterior del goce de la cosa, y le ponen, si quiere conservarla, en el caso de ejercitar una acción judicial contra el que ha violado su derecho. Por estas razones, dije ya que en absoluto, actos de mera facultad son, en el orden legal, aquellos que una persona puede hacer o dejar de hacer, sin que de omitirlos se siga, en virtud de la ley, menoscabo o pérdida de su derecho; son aquellos actos para cuya ejecución es enteramente libre una persona en el orden legal, porque ninguna ley le impone la obligación de ejecutarlos, ni para satisfacer el derecho ajeno, ni para conservar los propios. En este sentido, que es el natural y obvio, el filosófico y el legal, no son actos de mera facultad aquellos cuya ejecución es necesaria, según la ley, para la conservación de un derecho nuestro, como acontece con los necesarios para evitar la prescripción de las acciones. Así, en el orden natural, si vale decirlo, es en el acreedor acto de mera facultad el cobrar al deudor, porque puede cobrarle y puede no cobrarle; pero en el orden legal, ya la cosa varía; pues, si bien el acreedor puede cobrar o no a su

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deudor, si bien la ley no le obliga al cobro, si el acreedor no exige el pago dentro de cierto tiempo, pierde su derecho a exigirlo legalmente; lo cual limita la libertad natural. No es del caso que me detenga ahora en la exposición y confutación de las doctrinas que, respecto de los actos de mera facultad, enseñaron D'Argentré, en el siglo XVI, y Troplong, en el siglo XIX; más que importantes para la dilucidación acertada de las cuestiones relativas a este punto, lo son únicamente, en la historia -340- de la jurisprudencia, como manifestaciones del curso que ésta ha seguido al estudiarla y explicarlo. Y esto, sin embargo de que profesores como François Laurent sostienen todavía la doctrina del célebre jurisconsulto del siglo XVI.

Análoga es la explicación de los actos meramente tolerados, o de simple tolerancia. Aunque Baudry-Lacantinerie dice que es más fácil definir los actos de simple tolerancia que los de mera facultad, lo cierto es que no llegan los tratadistas a definirlos satisfactoriamente. Lo que enseñan, aunque tienen en el fondo mucho de verdadero, no precisa bien la idea que debe tenerse de los actos de simple tolerancia, y, por lo mismo, deja abierto el campo a las cavilaciones que se originan de lo ambiguo e indeterminado. Dunod llama actos de tolerancia los que una persona ejecuta merced a la buena voluntad, a la benevolencia de otra, quien puede hacerlos cesar cuando lo tuviere a bien. A primera vista, parece esto clarísimo y completo; y sin embargo, no es así. Pedro ocupa con una construcción suya el terreno de Juan, excluyéndole de su tenencia y goce; Juan, que puede impedírselo, no se lo impide desde luego, aunque conserva la facultad de hacerlo; y es claro que nadie tendrá la obra de Pedro como acto de simple tolerancia. El concepto más común es el que ya transcribí de Raviart, repetido literalmente por Baudry-Lacantinerie y otros: «Actos de simple tolerancia son aquellos que un buen vecino tolera, aunque impliquen cierto menoscabo de su derecho de propiedad, porque este menoscabo no le parece tan grave que constituya una usurpación propiamente dicha, que merezca ser reprimida: como si un vecino pasa por mi fundo o toma agua de mi fuente». Lo que hay verdadero en este concepto, es que en los actos de mera tolerancia, una persona tolera lo que otra hace, aunque lo hecho por ésta menoscabe algún tanto el derecho de aquélla, porque no cree justo oponerse al bien de otro, que no implique gran daño propio; es el cumplimiento de los deberes de caridad y de benevolencia, que en el derecho natural se conocen con el nombre de deberes imperfectos, cuya manera de cumplirse queda -341- al juicio de la persona obligada. Pero lo que falta en la noción que analizo, es la determinación de cuándo el menoscabo del derecho ajeno, del derecho de la persona que tolera, es una verdadera usurpación, y cuándo no lo es; determinación absolutamente necesaria, porque de ella depende el que un acto sea o no de mera tolerancia, y de ella depende todas las consecuencias que se derivan de que lo sea o no, entre las cuales se cuenta como principalísima la de si la tolerancia confiere o no posesión y es o no fundamento de prescripción. Si ese menoscabo constituye usurpación del derecho ajeno, la tolerancia del hecho que lo ocasiona confiere posesión y es fundamento de prescripción al contrario, si ese menoscabo no constituye usurpación del derecho ajeno, la tolerancia del acto que lo produce ni confiere, ni es fundamento de prescripción, ni es motivo de que quien lo tolera no pueda impedirlo en lo futuro. No pueden ser más hondas e importantes las diferencias que se derivan del hecho de que haya o no usurpación, violación del derecho ajeno. Y sin embargo, los autores no llegan a determinar de modo preciso, como es necesario, cuándo hay usurpación, violación, cuándo no la hay. Para hacer esta determinación, es indispensable acudir al concepto de dominio, de posesión, y, además, tener presente que la determinación de que se trata debe buscarse en el orden legal, esto es, ante la ley civil. Si el dominio es la facultad de disponer, usar y gozar con exclusión

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de los demás; si la posesión es la tenencia, uso y goce, con exclusión de los demás; si el dominio se ejerce por medio de actos posesorios, y éstos consisten en tener una cosa y aprovecharse de ella, con exclusión de los otros; es indudable que no hay usurpación del dominio, usurpación de la posesión, mientras no se excluya al dueño o poseedor del uso o goce de la cosa. Todo se reduce, pues, a saber cuándo hay exclusión y cuándo no la hay; qué actos la constituyen, y cuáles no; todo esto en el orden legal, ante la ley civil. Se entiende que esta exclusión ha de ser relativa al derecho de que en cada caso se trate; puesto que, como es bien sabido y lo establecen expresamente nuestras leyes, sobre las cosas incorporales -342- hay también una especie de dominio, como el del usufructuario en su derecho de usufructo, y también respecto de las cosas incorporales cabe posesión, la que es susceptible de las mismas calidades y vicios que la posesión de una cosa corporal, arts. 572 y 703 del Código Civil. De lo expuesto se deduce, que en las disposiciones de la ley es donde debemos buscar la determinación de cuándo hay usurpación, estudiando qué actos, según la ley, implican exclusión del dueño o del poseedor. Hay usurpación cuando hay exclusión del dueño o poseedor; y sólo en la ley podemos hallar la determinación fija y precisa de qué actos constituyen, ante ella, exclusión del dueño o del poseedor.

Mas, como en las disposiciones de la ley, no hay enumeración taxativa especial de semejantes actos, los hemos de buscar en el sistema mismo de nuestras leyes acerca de los efectos que en ella se atribuyen a los actos que una persona ejecuta en la propiedad de otra. Tales o cuales actos producen, según la ley, la exclusión del dueño o del poseedor, haciéndoles perder la posesión o el dominio. Pues a esos actos no se refiere el principio de los actos de mera tolerancia. Tales o cuales actos, por repetidos que sean, ¿no producen nunca, según la ley, la exclusión del dueño o del poseedor, la pérdida del dominio o de la posesión? Pues a ellos sí se les aplica aquel principio. Los actos por los cuales se ejercen las servidumbres discontinuas y las continuas no aparentes, son ejemplo de los de la segunda especie; porque las servidumbres discontinuas y las continuas no aparentes no se adquieren por prescripción; por largo que sea el tiempo en que se los repita, nunca excluyen al dueño ni al poseedor, limitando su dominio o posesión. Los términos con que en el art. 2.481 de nuestro Código Civil se designan los actos de mera tolerancia, corresponden perfectamente a la explicación que de éstos acabo de hacer. «La mera tolerancia de actos de que no resulta gravamen, ni confiere posesión ni da fundamento a prescripción alguna»; sea de entender, de que no resulta gravamen según la ley; gravamen que consiste en la exclusión del dueño o del poseedor, tal como lo he explicado. -343- De igual modo se ajustan a lo expuesto los ejemplos que se ponen en el aparte tercero de dicho artículo: «El que tolera que el ganado de su vecino transite por sus tierras eriales o paste en ellas, no por eso se impone la servidumbre de este tránsito o pasto».

Consecuencia final de la exposición que precede es que la regla de que la omisión de actos de mera facultad y la mera tolerancia de los que no causan gravamen, no confiere posesión, se funda, así en la primera como en la segunda parte, en un solo principio muy sencillo: dejar de hacer, omitir aquello que la ley no exige como necesario para la conservación de nuestro derecho, no confiere posesión ni es fundamento de prescripción; sea que se omitan los actos por los cuales se ejercita directamente el derecho sobre su objeto propio; sea que se omitan aquellos con que el derecho se ejercita rechazando los abusos ajenos.

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Acaso se opondrá que, aceptada esta teoría tocante a los actos de mera facultad y a los de simple tolerancia, quedarían las cosas de modo que fuera inútil que en el Código Civil se consagrase expresamente el principio de nuestro artículo 2.481. A tal reparo se debería contestar sin vacilaciones que, en verdad, es inútil sentar expresamente aquella máxima en el Código; y no sólo inútil, sino, además, perjudicial, por ocasionada a dudas y confusiones en la explicación de su verdadero sentido, y a graves dificultades en su aplicación a los casos concretos de la jurisprudencia práctica. En el Código argentino se la suprimió, sin que de haberla suprimido se siguiese ninguna irregularidad en lo respectivo a la manera de adquirir, conservar y perder la posesión, que es la manifestación de dominio y el fundamento de la prescripción. Lo que importa es que se establezcan reglas racionales, claras y precisas acerca de estos puntos; que, por lo demás, ninguna falta hace, entre las disposiciones de la ley positiva, la antigua máxima concerniente a los actos de mera facultad y a los de simple tolerancia. En el Código argentino, lo repito, no se ha producido alteración ninguna en el fondo de las cosas, con haberla -344- suprimido, y así se ha dado un importante paso hacia el perfeccionamiento de la legislación positiva, por la simplificación de las leyes13.

Terminado el examen de los actos de mera facultad y de los meramente tolerados, en que me he detenido algún tanto en atención a la especialísima importancia del asunto y a la relación que tiene con el caso que se discute, seguiré ya tratando de los otros requisitos que ha de tener la posesión para que en ella se funden las acciones posesorias.

Y antes de tratar de que la posesión no debe ser equívoca, me ocuparé de las calidades de tranquila y no interrumpida, que se exigen en el art. 909 del Código Civil; pues, el que la posesión no sea equívoca, más que una calidad especial, es una circunstancia relativa a todos y cada uno de los requisitos que debe tener.

Posesión tranquila es la posesión exenta de violencia; y como la violencia puede emplearse sea al adquirir la posesión, sea al ejercerla, puede muy bien decirse, como lo enseñan los tratadistas del derecho, que posesión tranquila es la que se adquiere y se ejerce sin violencia. Cuando en nuestro art. 909 de nuestro Código Civil se prescribe que «no podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo», es claro que lo que se exige es que la posesión de ese año haya sido exenta de violencia o fuerza, en su ejercicio, prescindiéndose del modo como se la hubiese adquirido; para las acciones posesorias se atiende sólo al hecho de la posesión en el año, cualquiera que haya sido o podido ser el origen de ella. Diversa es la regla concerniente a la posesión que ha de servir para la prescripción, como se ve en el artículo -345- 2.489 del Código Civil: «Para ganar la prescripción ordinaria se necesita posesión regular no interrumpida, durante el tiempo que las leyes requieren»; y lo regular o irregular de la posesión se refiere, según el art. 690, al origen de la posesión, al modo con que fue adquirida. Para que pueda deducirse la acción posesoria no obsta que la posesión se haya adquirido con violencia, siempre que en el último año no haya habido ningún acto de fuerza para conservarla; la ley exige sólo un año de posesión tranquila. «Se debe entender por posesión tranquila -escribió Mr. E. Raviart, en la obra citada, la que se estableció y se ejerce sin violencia». «La posesión no es tranquila cuando se la adquirió y conserva por las vías de hecho, con violencias materiales y morales... Sin embargo este vicio no es perpetuo, y la posesión, aunque violenta en su origen, puede volverse tranquila y dar lugar, después de un año, a las acciones posesorias, sin que sea necesario que la cosa haya vuelto al poder de quien fue despojado de ella, ni que se produzca un cambio en la causa de la posesión. Cuando el

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vicio de violencia se purga por la continuación tranquila de la posesión en un año completo, los efectos de ésta se retrotraen al día en que cesó la violencia». Del todo conforme con esta doctrina se halla lo dispuesto en el aparte 3.º del art. 911 del Código Civil: «Si la nueva posesión ha sido violenta o clandestina, se contará este año (el necesario para que prescriba la acción posesoria del despojado) desde el último acto de violencia, o desde que haya cesado la clandestinidad».

De los términos de esta disposición legal se deduce que, además de las condiciones exigidas en el art. 909 para que la posesión sea fundamento de acción posesoria (tranquilidad y no interrupción), es también necesario que sea pública; requisito acerca del cual se ha de tener presente que, como lo enseñan los expositores del derecho, es esencialmente relativo, o, en otros términos, que la clandestinidad no puede invocarse por aquellos a quienes no se ocultó la posesión.

Tocante a lo no interrumpido de la posesión, sabido es que «posesión no interrumpida es la que no ha sufrido -346- ninguna interrupción natural o civil», y no hay para qué detenerse en la explicación de cada una de estas dos interrupciones y de sus efectos legales.

La posesión, finalmente, no debe ser equívoca. Se llama equívoca la posesión en que no aparecen, con la certidumbre suficiente, todas las calidades requeridas para constituir una posesión útil, según la ley. Debe, pues, ser clara e incontestable en cada una de dichas calidades o requisitos: clara e incontestable en lo de que el poseedor tenga la cosa como dueño, ejercitando en ella actos de verdadera posesión, esto es, exclusivos; clara e incontestable en lo de ser tranquila, no interrumpida y pública. La posesión equívoca, dice E. Raviart, se denomina promiscua cuando no consta con certeza que la posesión no sea precaria; y posesión precaria, lo enseña el mismo autor, es la que se ejerce: primero, respecto de cosas corporales, por cuenta de otro; y segundo, respecto de servidumbres, por simple tolerancia; en una palabra, posesión promiscua es aquella en que no aparece con absoluta claridad y certidumbre el animus domini, esto es, que se posee como dueño, y no a nombre de otro, no por mera tolerancia de otro.

Veamos ya, Sr. Ministro, si la posesión alegada por la Sra. Valdivieso v. de Rebolledo es verdadera posesión, y si tiene los requisitos que la ley exige para que pueda servir de fundamento a una acción posesoria, como la de despojo.

Del proceso constan plenamente probados, los siguientes hechos:

1.º El agua que corría por la acequia a que parece que se refiere la demanda, se regaba, por medio de las acequias regadoras (pischuchaquis) que se abrían en ella, en el potrero de «Santa Ana», perteneciente a la hacienda «Sigsipamba», hasta que el Sr. Terneus aró dicho potrero para sembrar en él. Así lo aseguran los testigos mismos de la Sra. querellante, ya al contestar a la pregunta 6) de su interrogatorio, ya respondiendo a la -347- repregunta trece del primer interrogatorio de repreguntas presentado por el Sr. Terneus. La pregunta sexta del interrogatorio de la actora es así: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'». Pedro Vargas contesta: «hará un año que se barbechó el potrero de 'Santa Ana', durante ese tiempo no se ha regado dicho potrero». José María Chávez: «Es verdad». Si bien este testigo, al contestar a la pregunta transcrita, no afirma desde cuándo no se ha regado el «Santa Ana», aclara su declaración, completándola, al responder a la mencionada repregunta trece: «He visto

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regado el potrero de 'Santa Ana' con esas aguas (las de la acequia a que parece referirse la demanda) antes de que aren este potrero». Mariano Cevallos: «No se lo habría regado el tiempo de un año y medio más o menos» (declaración de trece de mayo de mil ochocientos noventa y tres). Manuel Hidalgo: «Que desde que sembraron no han regado el agua, y que deben ser dos años poco más o menos». Antonio González: «Que no ha sido regado desde que lo barbecharon». La repregunta trece, ya indicada, es: «Si ha visto regar con estas aguas de la acequia cegada el potrero de 'Santa Ana'». Pedro Vargas responde: «Sí lo regaban, yo lo he visto». José María Chávez: «He visto regado el potrero de 'Santa Ana' con esas aguas, antes de que araran este potrero». Mariano Cevallos: «Sí, en la parte baja del potrero». Manuel Hidalgo: «Que con la misma agua se regaba». Antonio González: «Que es cierto se regaba al pasar el agua, cuando venía llena la acequia, y que no venía de continuo». Este hecho, cuya importancia es decisiva, se halla, además, perfectísimamente comprobado por el unánime testimonio de los cinco testigos del demandado, aunque, según es notorio, tal prueba en este punto era ya inútil, por constar el hecho de las declaraciones de los testigos de la actora. En la pregunta sexta del interrogatorio principal del demandado, se lee: «Si es cierto que esta acequia borrada servía para regar el 'Santa Ana', cuando fue potrero». Todos los testigos, J. Salvador Silva, Rafael Carrera, Francisco Hidalgo, José María -348- Unda y Vicente Espín, responden categóricamente: «Es cierto»14.

Por fin, no es impertinencia hacer notar que aun de los términos de las preguntas sexta y séptima del interrogatorio principal de la actora, consta que el potrero «Santa Ana» se regaba con el agua de la acequia que parece referirse la demanda. La pregunta sexta es: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'»; y la séptima: «Si cuando se lo regaba, los remanentes acrecían a las acequias indicadas».

Consta pues, plenísimamente probado, que los dueños de «Sigsipamba» regaban en el potrero «Santa Ana», perteneciente a esta hacienda, el agua que corría por la acequia de que al parecer trata la demanda, hasta que el Sr. Terneus hizo arar dicho potrero para sembrar en él.

2.º Dejó de correr el agua por la acequia a que parece referirse la demanda más de un año antes de que ésta se dedujera. Lo afirman terminantemente los cinco testigos presentados por parte de mi demandante, en la respuesta a la pregunta tercera del interrogatorio principal con que se les examinó. Se les pregunta: «Si por esta misma acequia no ha corrido el agua cosa de dos años atrás, pero ni una sola gota». «Digan por qué no ha corrido el agua». J. Salvador Silva contesta: «Es cierto que no ha corrido por esa acequia ni una gota de agua desde hace más de un año; y la razón es porque, con motivo de haberse arado el potrero de 'Santa Ana', dejaron los dueños de 'Sigsipamba' que se tape esa acequia con las chambas que resultaron del arado, y además, porque no necesitaban de esa agua». Rafael Carrera: «Es verdad, y no ha corrido el agua porque, con motivo de haberse arado 'Santa Ana', al pasar la reja -349- ha dañado completamente la acequia de que se habla». Francisco Hidalgo: «Es igualmente cierto; y no ha corrido el agua durante este tiempo, por haber arado el potrero y por esto, haberse dañado la acequia con la tierra y chambas que entrando en ella la taparon, pues los dueños de 'Sigsipamba' ya no necesitan de esa acequia desde que dejó de ser potrero el 'Santa Ana'». José María Unda y Vicente Espín: «Es cierto». Además, todos estos testigos aseveran, respondiendo a la pregunta cuarta, que aquella acequia estuvo sin uso desde que araron el «Santa Ana»; y, respondiendo a la pregunta quinta: que en el sitio «Santa Ana», desde que lo araron para barbecharlo, se habían hecho dos cosechas, y

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que, al tiempo en que daban su declaración estaba sembrado de maíz. De donde se deduce, con absoluta certeza, que el «Santa Ana» fue barbechado mucho más de un año antes que se dedujese la demanda.

Tocante a este punto, las declaraciones de los testigos de la actora no son conformes entre sí, ni se compadecen con lo aseverado al respecto por la actora; y si algo prueban, es el hecho que asevero, a saber, que transcurrió mucho más de un año después que dejó de correr el agua por la acequia de que se trata. Paso a manifestarle. En contestación a la pregunta novena del interrogatorio principal de la actora, dicen que el agua había corrido por la sobredicha acequia hasta seis o siete meses (Antonio González dice que hasta siete u ocho) antes del tiempo en que declaraban. En contestación a la pregunta once del mismo interrogatorio, aseveran que el Sr. Terneus había desviado las aguas de la acequia de que se trata, dirigiéndolas a la de los «Chiches», antes de arar la parte superior del potrero «Santa Ana». Y en la respuesta a la pregunta dieciséis del primer interrogatorio de repreguntas de mi comitente, afirman que desde que se barbechó el potrero «Santa Ana» se habían hecho en él dos cosechas, lo que supone el transcurso, por lo menos, de dos años. No puede ser más notoria y escandalosa la contradicción en que se hallan estas declaraciones: el agua dejó de correr por la acequia sobre -350- que versa el juicio seis o siete meses antes de que declararan los testigos; y el Sr. Terneus la desvió por la acequia de los «Chiches» por lo menos dos años antes, pues lo hizo antes de barbechar la parte superior del potrero «Santa Ana», en el cual sitio, después de barbechado, se habían hecho ya dos cosechas antes de que los testigos declarasen; éstos aseguran, a la vez, lo uno y lo otro, esto es, se contradicen de modo injustificable. De la confusión y enredo de tales declaraciones y de las preguntas respectivas, sólo queda en limpio lo necesario para probar que lo que aseveran el Sr. Terneus y sus testigos es la pura verdad: la acequia aquella estuvo sin uso desde que se barbechó el «Santa Ana»; en este sitio se habían hecho dos cosechas, desde que se barbechó hasta las declaraciones de los testigos; por dicha acequia no había corrido el agua por lo menos dos años, pero ni una sola gota.

3.º Antes de que se desviase el agua para la acequia de los «Chiches», se la regaba en el potrero «Santa Ana», según ya lo vimos por las declaraciones de los testigos mismos de la actora; y entonces, a lo sumo, sólo los remanentes de ese riego hubieran pasado (si lo hubiese sido posible) a «Olalla» y otros terrenos. Este hecho, de importancia capital, se halla probado por los testigos de la actora y por la confesión de ella en su interrogatorio principal. En las preguntas sexta y séptima, se lee: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'». «Si cuando se lo regaba, los remanentes acrecían a las acequias principales». Los testigos, que, como ya se vio, aseguraron en cuanto a la sexta, que el «Santa Ana» no se había regado desde que se lo barbechó para sembrarlo, respondieron a la séptima: «es verdad»; todos, excepto Manuel Hidalgo, quien dijo: «Que lo que es cuando regaban en la cabecera de 'Santa Ana'», recibía los remanentes la acequia madre, y lo del pie que iba por la acequia de 'Chiche'». De suerte que, según la afirmación de este testigo, ni los remanentes del riego del agua que corría por la acequia a la que parece referirse la demanda, iban a «Olalla». Y así es la verdad; -351- verdad reconocida por los otros testigos cuando, al responder a las preguntas treinta y cinco y treinta y seis del segundo interrogatorio de preguntas con que se les examinó, dijeron: que «cuando se regaba el 'Santa Ana' con la acequia borrada en cuestión», se regaba sólo la parte baja; y que no es posible «regar con esta acequia la parte alta del potrero 'Santa Ana'». Para calificar el testimonio de los que declararon por parte de la actora, se ha de tener también en cuenta esta nueva

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contradicción; después de haber asegurado que los remanentes del riego del agua que corría por la acequia en cuestión, iban a «Olalla», reconocen que no podían ir, porque con el agua de esa acequia sólo se regaba la parte baja de «Santa Ana», de donde no puede caer el agua a la acequia por donde se la hubiera podido llevar a «Olalla».

4.º De parte de «Olalla» solían ir, por la noche a tapar, en el potrero «Santa Ana», las pequeñas acequias regadoras (pischuchaquis), abiertas en la acequia de que se supone que habla la demanda, para llevar el agua a «Olalla», y de parte de «Sigsipamba» se les impedía siempre semejante fraude. (Véanse las contestaciones de los testigos del Sr. Terneus a la pregunta décima del interrogatorio principal que éste presentó).

5.º Con la misma agua que a veces bajaba por la acequia de que se trata, solían regarse (y se han regado después) los potreros altos de «Sigsipamba» denominados «Santa Rosa», «Molina-pata» y «Carapungo»; y cuando se los regaba, que por lo menos era cada dos meses, no bajaba el agua por aquella acequia, y, por tanto, era imposible que pasase a «Olalla». (Véanse las declaraciones de los testigos del Sr. Terneus, en las respuestas a las preguntas once y doce del interrogatorio principal que éste presentó).

Llamo de muy especial manera la atención del Tribunal Supremo hacia este hecho, por sí solo de importancia decisiva en el litigio; hecho contra cuya realidad ni siquiera se propuso rendir alguna prueba la parte -352- contraria. Téngase, pues, muy presente, que cada dos meses se regaba cada uno de los mencionados potreros altos de «Sigsipamba», y que cuando éstos se regaban, ni era posible que pasase a «Olalla» el agua de que la actora pretendió haber estado en constante y tranquila posesión.

6.º El agua que pasa por la alcantarilla construida bajo el potrero «Santa Ana», no va directamente a Olalla; se emplea antes en el riego de algunos terrenos pertenecientes a personas del pueblo de Pifo. (Véanse las declaraciones de los testigos mismos de la demandante y el acta de la inspección ocular con los respectivos informes); y

7.º La alcantarilla mencionada en el N.º anterior ni siquiera se halla construida en terrenos de Sigsipamba. (Véanse el acta de la inspección ocular y los informes).

Aplicada a estos hechos la teoría de la posesión y de los requisitos que debe tener para servir de fundamento a las acciones posesorias, resultan, indiscutibles, las conclusiones siguientes:

1) La actora no estuvo nunca en posesión del agua ni del acueducto a que parece referirse su demanda. Suponiendo que a veces hubiera pasado el agua de aquella acequia a los sitios de «Olalla», constando como consta, de modo indudable, que se la regaban en los de «Sigsipamba» (en los potreros altos y en «Santa Ana»), el goce de los de Olalla no habría sido exclusivo, y se habría originado de la omisión de actos de mera facultad de los dueños de «Sigsipamba», y de la mera tolerancia, de parte de los mismos, de actos de que no les resultaba gravamen, conforme a la ley; porque, según la ley, el dueño de una heredad inferior que recibe, a intervalos más o menos largos, las aguas del predio superior, cuando no se riegan en éste, o cuando sobra algo de su regadío, o los remanentes, no ejecuta ningún acto que le confiera posesión, que pudiera servirle de fundamento para acciones posesorias, o para la prescripción adquisitiva; y -353- esto precisamente, porque el recibir así las aguas del predio superior, cuando no se

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riegan en él, o lo que sobra del regadío, o sus remanentes no es tener las aguas como dueño, con exclusión del dueño del predio superior, sin lo cual no cabe la posesión.

Y no se me oponga que el caso se modifica por haberse construido una alcantarilla en el potrero «Santa Ana» para llevar el agua a «Olalla». Ante todo, el hecho: no es cierto que la alcantarilla se halla en el potrero «Santa Ana», dentro de sitios de «Sigsipamba», ni que sirva para llevar el agua directamente a «Olalla», pues el agua que pasa por la alcantarilla va primero a terrenas de varias personas de Pifo, en los cuales se riega. Por lo demás, aquello de que el dueño de una heredad inferior pueda adquirir derecho a las aguas que descienden de la heredad superior, por prescripción de diez años contados como para la adquisición del dominio, desde que se hayan construido obras aparentes destinadas a facilitar o dirigir el descenso de las aguas en la heredad inferior, absolutamente no es aplicable al caso, sea que se entienda, que esas obras aparentes han de construirse en la heredad superior, sea que se tenga por suficiente que se las construya en la inferior. El punto es sencillísimo: el art. 822 del Código Civil se refiere única y exclusivamente a las aguas que corren naturalmente por una heredad, esto es, a las que corren por cauces naturales. Lo único que se hace en dicho art. es determinar las limitaciones al derecho que, como regla general, se consagra en el art. 821, que es como sigue: «El dueño de una heredad puede hacer de las aguas que corren naturalmente por ella, aunque no sean de su dominio privado, el uso conveniente para los menesteres domésticos, para el riego de la misma heredad, para dar movimiento a sus molinos u otras máquinas y abrevar sus animales. Pero aunque el dueño pueda servirse de dichas aguas, deberá hacer volver el sobrante al acostumbrado cauce, a su salida del fundo». En el caso actual, no se trata de aguas que corren por cauces naturales; -354- se trata de agua que corre por cauce artificial; que llevada por esa suerte, se riega en sitios de «Sigsipamba», y de la que, a veces, cuando ha habido sobrante de riego, o cuando se ha dejado de regar en «Sigsipamba», ha pasado algo a los predios inferiores.

Tampoco se diga que sí es posible adquirir, por el lapso de tiempo, la posesión del derecho de recibir los remanentes del riego del predio superior. Si tal se dijese, me bastaría replicar, sin detenerme en el examen teórico de la cuestión, que la demanda que inició el juicio no es por posesión del derecho de recibir remanentes, sino por posesión directa de las aguas mismas y de la acequia por donde se conducían. Esta observación basta para que se tengan por impertinentes cuantas alegaciones se hicieren fundadas en que los predios inferiores, entre ellos «Olalla» (después de varios otros) hubiesen recibido sobrantes del riego de Sigsipamba.

2) Como no está probado que la alcantarilla hubiese sido hecha por los dueños de Olalla, y como este fundo no se halla contiguo a «Sigsipamba», sino que hay, entre los dos, terrenos de varios dueños, a donde directamente va el agua que pasa por la alcantarilla; los dueños de «Olalla» no podrían fundar en aquella obra derecho alguno, aun en el supuesto de que se hallase en terreno de «Sigsipamba», y de que obras como esa pudieran dar algún derecho al dueño del predio inferior, respecto de aguas que, corriendo por caudales artificiales, se riegan en el predio superior.

3) La supuesta posición de los dueños de «Olalla», que, por lo dicho en los números precedentes, habría carecido del elemento esencial de la posesión, la tenencia y el goce exclusivos, tampoco habría sido tranquila ni no interrumpida.

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4) En el supuesto más favorable a los dueños de «Olalla», su posesión, por lo menos, habría sido equívoca.

-355-

5) Los dueños de «Sigsipamba» estuvieron en perfecta posesión del agua de que se trata y de la acequia por donde ésta corría. Aprovechaban el agua, regándola en los potreros altos, «Santa Rosa», «Molino-pata», «Carapungo», etc., etc., como lo hacen hasta ahora, y también en «Santa Ana», hasta que tuvieron por conveniente sembrarlo. Y, no me cansaré de repetirlo, el que, a veces, hayan pasado a los predios inferiores aguas que accidentalmente dejaban de regarse en «Sigsipamba», o sobrantes del riego, no fue ni pudo nunca ser, para los dueños de «Olalla», un hecho constitutivo de posesión de las aguas, esto es, de tenencia y goce exclusivos, con ánimo de dueño; como no fue ni pudo ser nunca, para los dueños de «Sigsipamba», causa de que perdiesen la posesión de las aguas y de la acequia por donde se conducían.

6) El dueño de «Sigsipamba» conservaba aún al tiempo de la demanda, como conserva hasta ahora, la posesión del agua sobre que versa el juicio; pues aunque dejó de regarla en «Santa Ana», para sembrar este sitio siguió regándola en los potreros altos, según lo exigía la necesidad de atenderlos de modo conveniente.

7) Tocante al acueducto, nada hay en el proceso que pudiera manifestar que el dueño de Olalla lo hubiese poseído; lo que consta es que el agua que por él corría se regaba en «Santa Ana»; el mero hecho de que algunas veces pasase parte de esta agua (cuando se dejaba de regar «Santa Ana»), o el sobrante del riego, a los predios inferiores, no pudo ser causa de que los dueños de «Sigsipamba» perdiesen la posesión del acueducto, y la adquiriesen los de «Olalla».

8) Resulta, finalmente, lo que el mandatario del Sr. Terneus dijo en contestación a la demanda: «Es falso el despojo, por varias razones legales; y el actor es quien intenta despojar a mi demandante, pretendiendo una sentencia que le sustituya lo que no ha poseído»; y

-356-

9) Aun en el supuesto de que hubiese habido despojo, debería rechazarse la demanda por habérsela deducido después del tiempo fijado por la ley, un año, contado desde la realización del hecho constitutivo del despojo. Respecto de este punto, a lo expuesto ya por las pruebas que justifican mi afirmación, sólo añadiré que la parte contraria, que acepta la confesión del señor Terneus, en lo de haberse borrado la acequia, está obligado a aceptarla también en cuanto a la circunstancia del tiempo en que fue borrada, en virtud del principio legal de la indivisibilidad de la confesión (art. 273 del Código de Enjuiciamientos en materia Civil). Tanto más, cuanto que lo del tiempo que se borró la acequia, lejos de ser un hecho diverso del hecho de haberla borrado, es sólo, como ya lo dije, una mera circunstancia, un mero accidente inseparable de este hecho; y sabido es que aun los tratadistas que más limitan el principio de la indivisibilidad de la confesión, no pueden menos de declarar que no es posible nunca aceptar la confesión respecto de un hecho y rechazarla respecto de las circunstancias con que el confesante asegura que se verificó.

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Creo, Señor Ministro, haber manifestado plenísimamente lo que me propuse: la absoluta falsedad de las dos afirmaciones que sirven de motivos de la sentencia de la Corte Superior. Ni está probado que la actora hubiese poseído, hasta siete meses antes de la demanda, el agua y el acueducto a que parece referirse en la querella; ni es cierto que el Sr. Terneus no haya probado la falsedad del despojo. La sentencia de primera instancia, al contrario, queda satisfactoriamente justificada en cada una de sus partes.

Estoy, por lo tanto, seguro de que el Tribunal Supremo, revocando el fallo recurrido, rechazará la demanda, si no por no haberse llenado en ella los requisitos legales indispensables, como lo manifesté en el capítulo primero de este alegato, por las razones expuestas en los siguientes. Pido, además, que, de conformidad con lo prescrito en los arts. 749 y 396 del Código de Enjuiciamientos -357- en materia civil, se condene a la parte actora al pago de las costas de las tres instancias; puesto que, aun tomando los hechos tales como los presentan sus testigos, su demanda fue temeraria y maliciosa.

Nicolás Clemente Ponce.

-[358]- -359-

Cuestiones jurídicas

-[360]- -361- Derecho práctico

¿Puede un procurador municipal confesar por la Municipalidad?

En el art. 1.703 del Código Civil se lee:

«La confesión que alguno hiciere en juicio, por sí o por medio de apoderado especial, o de su representante legal, y relativa a un hecho personal de la misma parte, producirá plena fe contra ella, aunque no haya un principio de prueba por escrito; salvo los casos comprendidos en el art. 1.691, inciso I, y los demás que las leyes exceptúen.

»No podrá el confesante revocarla, a no probarse que ha sido el resultado de un error de hecho».

Conforme con esta disposición del Código sustantivo, se hallan las de los arts. 271, 272 y 56 (N.º 4) del de enjuiciamiento en materia civil:

-362-

«La confesión debidamente prestada en los juicios civiles hace plena prueba contra el que la prestó, pero no contra terceros».

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«También hará plena prueba la confesión que alguno hiciere en juicio por medio de apoderado legítimamente constituido, o de su representante legal».

«Para absolver posiciones y deferir el juramento decisorio, el procurador necesita cláusula especial», es decir, poder especial, o, lo que es lo mismo, ser apoderado especial, como lo prescribe el art. 1.703 del Código Civil.

Por lo demás, es bien sabido que el mandato general «no confiere naturalmente al mandatario más que el poder de efectuar los actos de administración; como son pagar las deudas y cobrar los créditos del mandante, perteneciendo unos y otros al giro administrativo ordinario; perseguir en juicio a los deudores; intentar las acciones posesorias e interrumpir las prescripciones en lo tocante a dicho giro; contratar las reparaciones de las cosas que administra; y comprar los materiales necesarios para el cultivo o beneficio de las tierras, minas, fábricas, u otros objetos de industria que se le hayan encomendado. Para todos los actos que salgan de estos límites, necesitará de poder especial» (art. 2.119 del C. C.).

Por lo visto, es evidente que, conforme a nuestras leyes, no puede absolver por otra persona sino su representante legal, o su mandatario especial, o sea su procurador con poder especial.

El procurador municipal no es representante legal de la Municipalidad, ni tiene poder especial para confesar por ella.

«Son representantes legales de una persona el padre o marido bajo cuya potestad vive, su tutor o curador; y lo son de las personas jurídicas los designados en el art. 540» (art. 38 del C. C.).

El art. 540 dice: «Las corporaciones son representadas por las personas a quienes la ley o las ordenanzas -363- respectivas, o a falta de una y otras, un acuerdo de la corporación, han conferido ese carácter».

Pero este artículo no es aplicable a las municipalidades, según lo expresamente prescrito en el inciso 2.º del art. 536: «Tampoco se extienden las disposiciones de este título a las fundaciones o corporaciones de derecho público, como la nación, el fisco, las municipalidades... Estas corporaciones y fundaciones se rigen por leyes y reglamentos especiales».

La ley especial porque se rigen las municipalidades, es la Ley de Régimen Municipal; y en ésta se determinan el verdadero carácter legal del procurador municipal y sus funciones y poderes.

En el art. 56 se lee: «En toda Corporación Municipal habrá un procurador nombrado por ella el primero de enero, y durará un año en su destino...».

Es procurador o mandatario, no representante legal. Y en efecto, así se declara expresamente en el N.º 1 del art. 57: «Son funciones del procurador:

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»1) Ejercer la personería del Municipio representándolo con el carácter de mandatario de la Corporación Municipal ante cualquiera autoridad, para reclamar o defender sus derechos».

No cabe duda: el procurador municipal es simplemente mandatario de la Municipalidad. Y puesto que ni la Ley de Régimen Municipal ni ninguna otra, le concede la facultad especial de absolver posiciones, es también indubitable que no puede confesar por la Municipalidad.

Esta regla se aceptó, hace poco, en un auto asesorado por el señor doctor don José María Bustamante, que confirmó la Corte Superior de Quito.

-[364]- -365-

Doctor Agustín Cueva

Alegato presentado en el juicio que sigue la señora Rosa Solano de la Sala viuda de Germán, para que se le declare compradora preferida del

derecho hereditario del señor Fernando Solano de la Sala

-[366]- -367- Concepto y naturaleza de la compra o cesión del derecho de herencia. Materia del

contrato. Tradición y sus elementos jurídicos. La tradición del derecho de herencia ante nuestra legislación. La tradición del mismo derecho en nuestra jurisprudencia. La

tradición de derechos hereditarios en las legislaciones extranjeras. La tradición de esos derechos se cumple por el otorgamiento de la escritura pública, sin necesidad de la

inscripción

Señores Ministros:

La señora Rosa Solano de la Sala v. de Germán y la señorita Dolores Solano de la Sala han deducido acción para que se las declare compradoras preferidas del derecho hereditario del señor Fernando Solano de la Sala en la testamentaría del señor Eliseo Solano de la Sala.

Los hechos que invocan para apoyar su derecho son los siguientes:

1.º Por escritura pública otorgada en esta ciudad el 20 de agosto de 1907, ante el escribano señor José -368- María Correa, el señor Fernando Solano de la Sala nos vendió a mí y a la señorita Victoria Jaramillo los derechos y acciones que, como a

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heredera de su hermano señor Elíseo Solano de la Sala, le correspondían en la sucesión de éste.

2.º- Por escritura pública otorgada en esta ciudad el 24 de agosto de 1907, ante el escribano señor Nicolás Melo, el señor Fernando Solano de la Sala vendió a la señora Rosa Solano de la Sala v. de Germán y a la señorita Dolores Solano de la Sala los derechos y acciones hereditarios que le correspondían en la sucesión del señor Eliseo Solano de la Sala.

3.º- La compra hecha por las actoras se ha inscrito el 24 de agosto de 1907.

4.º- La compra hecha por los demandados se ha inscrito el 26 del mismo mes de agosto.

En presencia de tales hechos alegados, sostienen las demandantes que es elemento esencial y forma necesaria de tradición, en la venta de una sucesión hereditaria, la inscripción de una escritura pública de compra. Y concluyen que, aun cuando los demandados hayamos celebrado primero la escritura de compraventa de los derechos hereditarios del señor Fernando Solano de la Sala y las actoras hayan verificado la misma compra con posterioridad, ellas son compradoras preferidas y verdaderas dueñas, por haberse anticipado a inscribir su escritura.

Por consiguiente, la cuestión que se ventila y que debe decidirse queda planteada en estos términos: ¿La inscripción es requisito especial, forma legal de tradición en la venta de una sucesión hereditaria?

Esta cuestión puede ser estudiada desde estos puntos de vista:

I.- Concepto y naturaleza de la compra o cesión de derechos hereditarios.

-369-

II.- Tradición de los derechos y acciones de un heredero ante la ley, la doctrina y la jurisprudencia.

I

El art. 1.791 del Código Civil habla de venta de una sucesión hereditaria y el art. 1.900 trata de la cesión de un derecho de herencia.

Quizás ocurriera creer que sean dos contratos diferentes la venta y la cesión; pero, estudiadas detenidamente las disposiciones legales, resulta que la transmisión de los derechos de un heredero es un contrato de compraventa, que el legislador ha querido sujetar a las reglas peculiares; considerándola desde el punto de vista de la transmisión o cesión de derechos incorporales, de naturaleza muy especial. Por esto, el Código trata en título separado de la cesión de herencia.

En la cesión de derechos hereditarios entran los elementos de la compraventa, cosa y precio; pero la cosa no es la calidad de heredero -que es intransmisible- sino los

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derechos inherentes a esa calidad. La cosa incorporal, objeto de la venta, es la universalidad del patrimonio del difunto, sin especificación de los efectos de que se compone.

Esos conceptos de universalidad y de indeterminación específica de las cosas vendidas constituyen la fisonomía peculiar de la cesión del derecho de herencia, o sea, de ese algo incorporal, a tal punto que, si se especifican las cosas, caemos en el caso de la venta ordinaria, y no dentro de las reglas de la cesión.

En la cesión de herencia puede haber o no, ya cosas muebles, ya inmuebles, ya créditos, ya derechos; mas nada de eso garantiza el vendedor o cedente, sino tan sólo su calidad de heredero. El tanto de los bienes, en clase y naturaleza no son materia de garantía, al contrario -370- de lo que resulta en la venta de cosas específicas y determinadas.

Estas ideas se aclaran más, al considerar que las donaciones a título universal requieren inventario solemne, esto es, especificación de bienes, y que, por lo mismo, no se transmite indeterminadamente la universalidad del patrimonio (art. 1.397).

De allí que en la cesión de una herencia no quepa la acción rescisoria por lesión enorme. El precio puede ser vil y la herencia cuantiosa; ésta irrisoria y el precio fabuloso, sin que por ello produzca lesión de derecho entre las partes contratantes.

Como nada específico vende el heredero, si ha aprovechado frutos, o percibido créditos, o vendido efectos hereditarios, no está obligado a restituir esas cosas al cesionario, sino tan sólo su valor (art. 1.901).

Siendo una venta especialísima la cesión de herencia, debe estar sujeta a reglas también peculiares de tradición.

Estudiemos este punto.

II

Evidentemente, el dominio de la herencia cedida no se adquiere por ocupación, accesión, sucesión por causa de muerte ni prescripción, sino por la tradición.

«Tradición -dice el art. 659 del citado código- es un modo de adquirir el dominio de las cosas y consiste en la entrega que el dueño hace de ellas a otro, habiendo por una parte la facultad e intención de transferir el dominio, y por otra la capacidad e intención de adquirirlo».

Analizando esta definición, hallamos en ella estos elementos: 1.º derechos transmisibles; 2.º causa justa o -371- título de la transmisión; 3.º voluntad para

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transmitir y adquirir; 4.º capacidad para lo mismo; 5.º acto que patentice la transmisión, ya material, ya simbólica, ya legal.

Como se ve, en la tradición hay elementos internos o intrínsecos (como la voluntad) y un elemento simplemente formal o externo, como la entrega material de la cosa misma; o de modo simbólico, como las llaves de una casa, o la escritura pública, o la inscripción.

Al celebrarse escritura pública de cesión de una herencia, están ya cumplidos todos los elementos de la tradición.

Mas, pretenden los demandantes que, en ese caso, el elemento formal o externo de la tradición es la inscripción, porque ésta es el acto previsto por la ley para patentizar la transmisión del derecho. Este aserto no tiene fundamento alguno. Veámoslo.

El art. 566 enumera, entre los derechos reales, el de dominio, el de herencia, los de usufructo, uso o habitación, los de servidumbres activas, el de prenda y el de hipoteca.

El art. 675, que trata de la tradición de los derechos reales, no preceptúa la inscripción como forma o elemento externo de la tradición del derecho de herencia, del de servidumbre, ni del de prenda, mientras exige la inscripción para la tradición del dominio de bienes raíces, de los derechos de usufructo o de uso constituidos en bienes raíces, de los derechos de habitación o de censo, y del derecho de hipoteca. El art. 676 corrobora lo dispuesto en el art. 575.

El art. 686 del mismo Código requiere, como signo o forma de tradición de un derecho de servidumbre, tan sólo la escritura pública, y no la inscripción. Y es que la ley ha ido descartando, poco a poco, los signos materiales o simbólicos de la tradición, que imperaron en la organización jurídica primitiva de los contratos reales, -372- como arrancar yerbas, tirar piedras, revolcarse en el terreno comprado, etc.

El desenvolvimiento progresivo del derecho ha ido sustituyendo la entrega material, la tradición ficta, la brevi manu con la escritura pública, la inscripción y con la tradición por el ministerio de la ley.

Puede decirse que la evolución jurídica ha espiritualizado cada día más el elemento formal o externo de la tradición, teniendo en cuenta que la tradición jurídica no es, en su esencia, sino el ánimo y la voluntad de transmitir el derecho y de recibirlo.

Sintetizando, el parágrafo 3.º del título VI, libro II del Código Civil, no exige la inscripción como forma externa de la tradición del derecho de herencia.

Al tratar el Código de la compraventa, vuelve a hablar de la transmisión de la sucesión hereditaria en el art. 1.791, así redactado:

«La venta se reputa perfecta desde que las partes han convenido en la cosa y en el precio, salvo las excepciones siguientes:

»La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la

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de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente inscrita».

Según este artículo, la compraventa es contrato meramente consensual, ordinariamente, y pasa a ser contrato solemne en los casos previstos en el segundo aparte. La escritura pública es la solemnidad.

Ese aparte segundo no tiene por objeto establecer formas de tradición de los derechos que allí enumera. Eso habría sido un pleonasmo jurídico, porque ya dijo el legislador, en el título «De la tradición» que ésta se cumple mediante inscripción, en la venta de bienes raíces y constitución de censos; y, mediante escritura pública, en la constitución de servidumbre, según el art. 686.

-373-

Suponer lo contrario sería atribuir al legislador el olvido del art. 686, cuando formuló el aparte segundo del art. 1.791, y pensar muy ligeramente que se contradijo, al exigir primero la escritura pública como forma de tradición de la servidumbre, y después, como forma esencial, la inscripción.

No, el legislador no ha incurrido en tan vituperables olvidos y contradicciones. Se limitó únicamente a preceptuar la solemnidad del contrato.

Quizás las últimas palabras de ese aparte segundo del art. 1.791: «o conste del acta de remate debidamente inscrita» pudieran dar asidero al sofisma de que la inscripción es necesaria, no sólo respecto de las actas de remate, sino también de las escrituras de venta de una sucesión hereditaria.

Mas, el sofisma se desvanece con la sola consideración de la historia de esa disposición legal.

La edición de nuestro Código Civil, del 3 de diciembre de 1860, copiando literalmente el Código Civil Chileno, dice:

«Art. 1.786.- La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública».

En dicha edición no hay la frase: «o conste del acta de remate debidamente inscrita». En el Código Chileno, hasta hoy, no se halla este aditamento.

Es necesario que registremos la edición de nuestro Código Civil de 1871, para que hallemos adicionado el aparte segundo del art. 1.791, en estos términos:

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«La venta de los bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente registrada».

-374-

En la edición de 1889 hallamos otra variante, pues el aparte está concebido en estos términos:

«La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente inscrita».

Ahora bien, que desde la Legislatura de 1857 expidió nuestro Código Civil, ninguna Convención, ningún Congreso ha reformado el art. 1.791, y el Cuerpo Legislativo lo ha dejado tan intacto como se redactó en 1857 y se codificó en 1860.

Por consiguiente, hay que indagar por qué en las ediciones de 1871 y 1889 hallamos adicionado el aparte segundo del art. 1.791, sin que el legislador haya pensado en adicionarlo.

La cuestión es muy sencilla. La Convención nacional de 1869 y el Congreso de 1887 encargaron a la Corte Suprema de Justicia las respectivas codificaciones de 1871 y 1889.

Ese Tribunal codificador entendió que podía trasladar al Código Civil disposiciones sustantivas incorporadas al Código de enjuiciamientos en materia civil, y así lo hizo.

En efecto, el referido Código del enjuiciamiento, sancionado por la Convención Nacional de 1869, contiene la siguiente disposición:

«Art. 430.- Tres días después del remate, si el rematador hubiere consignado la cantidad que ofreció de contado, se mandará hacer la inscripción de la acta de subasta, con lo que se le tendrá por poseedor legítimo».

Pues bien, como el art. 1.791, decía que la venta de bienes raíces no se reputa perfecta ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública; y el acta de remate -375- no es estrictamente «escritura pública», la Corte Suprema codificadora, considerando que el remate es venta hecha por la autoridad de la justicia, adicionó el art. 1.791, expresando que la venta en remate se perfecciona por el acta debidamente inscrita, trasplantando así el precepto del Código procesal al Código Civil.

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He allí la única interpretación racional de las últimas palabras del aparte segundo del art. 1.791, pues cualquiera otra nos llevaría a concluir que la Corte Suprema usurpó atribuciones del Congreso, al pretender fijar otra forma de tradición en los casos de dicho aparte segundo, cuando el legislador nunca adicionó este artículo.

Esta interpretación histórica está conforme con la naturaleza de la venta del derecho de herencia.

Esa venta comprende la universalidad de un patrimonio, en el que puede haber variedad de bienes, que requieran variadas formas de tradición. Así los bienes muebles tienen sus formas peculiares de tradición; el dominio de bienes raíces, otra forma; las servidumbres, otra; los derechos personales, otra (arts. 673, 675, 686, 687).

¿Cuál de estas formas debía elegir el legislador para la tradición del derecho de herencia?

Absurdo habría sido que elija la inscripción, si, por ejemplo, se da el caso de que sólo existan bienes muebles (quizá cuatro tratados) en la sucesión.

Inscribir bienes muebles sería el colmo del absurdo. El objeto del contrato de cesión de herencia no está constituido específicamente ni por bienes muebles, ni por bienes raíces, ni por servidumbres, ni por créditos personales. Luego, no puede aplicarse la variedad de formas de tradición requeridas para cada uno de esos contratos a la venta universal de una sucesión hereditaria.

En la donación a título universal, como tienen que especificarse los bienes en inventario solemne, exige el -376- art. 1.397 del Código Civil la inscripción, cuando, entre lo donado, hay bienes raíces.

Pero, en la cesión de herencia no hay especificación, y es absurdo exigir la inscripción de cosas raíces que no aparecen ni se conocen. Para disponer la inscripción, habría tenido que presumir el legislador que siempre han de existir bienes raíces en la testamentaría, y esa presunción sería locura.

Siguiendo ese criterio, debería sostenerse también que, como puede existir créditos personales en la herencia, debe cumplirse también la forma legal de tradición de esos créditos en la venta de una sucesión hereditaria.

Ante el cúmulo de errores y contradicciones a que induce la tesis de la necesidad de la inscripción para la venta de una herencia, la Corte Suprema ha interpretado recta y sabiamente el Código y sustentado la doctrina que la ley no exige la inscripción como forma de tradición en el caso contemplado.

Al fallar el Tribunal Supremo el juicio de inventarios de los bienes dejados por Juan Agustín Jaramillo y Florentina Pineda, declara no ser necesaria la inscripción, conforme al art. 1.791 del Código Civil.

He aquí esa sentencia:

«Quito, julio 26 de 1915; a la una de la tarde. Vistos:

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Elena Tapia de Jaramillo, por sí y en representación de sus hijas Florina y Elena y Rosa Agustina Jaramillo, negó la aprobación del inventario de fs. 11-12, por decir que los bienes dejados por Juan Agustín Jaramillo y Florentina Pineda eran suyos y de sus representadas, ya por haber sido su esposo Manuel Agustín Jaramillo uno de los herederos de sus padres, ya por compra que éste hiciera a sus coherederos de todos los derechos y acciones que les correspondían en las dos sucesiones. Examinada la prueba, que consiste en las escrituras de fs. 2.227, legales y cuya inscripción no es necesaria para sólo justificar la compra de derechos y acciones hereditarios -377- (art. 1.791, inciso 2.º del Código Civil), resulta que, en verdad, a Elena Tapia de Jaramillo y sus hijas les pertenece tanto las porciones hereditarias de Manuel Agustín Jaramillo y Juan Antonio Jaramillo, como las de Miguel Carrión; pero no así las que pudiera corresponder a Rosa Carrión de Criollo, por no constar que ésta las hubiese vendido. Por tanto, considerando además el hecho de que esta heredera ha intervenido, como parte, en todas las instancias del juicio, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la Ley, se admite la objeción de Elena Tapia de Jaramillo en todo lo que concierne a las porciones de Manuel Agustín y Juan Antonio Jaramillo y Miguel Carrión, y se la deniega en lo que mira a los derechos y acciones de Rosa Carrión de Criollo. Reformada así sin costas, la sentencia recurrida, devuélvase el proceso, después de legalizado este papel.- Leopoldo Pino.- A. Cárdenas.- Manuel B. Cueva.- Francisco Andrade Marín.- Manuel E. Escudero».

Como hemos visto, la naturaleza misma del contrato de venta de una sucesión hereditaria repugna la inscripción, ya que resultaría aplicable esa forma de tradición hasta el traspaso de bienes muebles y de créditos personales, en los casos en que no haya bienes raíces en la masa hereditaria.

Si el objeto de la inscripción es dar publicidad a ciertos actos cuya existencia interesa conocer a terceras personas para que no se sorprenda su buena fe en la contratación de bienes raíces, es innecesaria la inscripción del derecho de herencia.

En efecto, el heredero no puede disponer en manera alguna de un inmueble (si lo hay en la sucesión) mientras no se inscriba el derecho que da la posesión efectiva (art. 677) y el acto de partición que adjudica un inmueble, o parte de él. Lo mismo se aplica al comprador de una sucesión hereditaria. Por consiguiente, los de terceros no pueden ser engañados en la adquisición de los -378- bienes raíces de una herencia, porque la inscripción de las adjudicaciones les estará enseñando al vendedor a dueño.

(Gaceta Judicial, tercera serie, N.º 98.)

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Indudablemente, por las razones expuestas, las legislaciones extranjeras no requieren la inscripción como medio de tradición del derecho de herencia, limitándose a exigir la escritura pública.

El Código Civil español no prescribe la inscripción. Y, para la cesión del derecho de herencia, rige la segunda parte del art. 1.462, que dice: «Cuando se haga la venta mediante escritura pública, el otorgamiento de ésta equivaldrá a la entrega de la cosa objeto del contrato, si de la misma escritura no resultare o se dedujere claramente lo contrario».

En el derecho francés tampoco se exige la inscripción en la venta de derechos sucesorios.

Baudry-Lacantinerie, exponiendo con toda la precisión de su admirable espíritu analítico la doctrina sobre esta materia, nos enseña:

«Entre dos cesionarios sucesivos de la misma herencia se debe dar la preferencia a aquel cuyo título es anterior en fecha, pues ninguna disposición particular de nuestras leyes prescribe el cumplimiento de una formalidad particular para que la cesión del derecho de herencia se pueda oponer a terceros».

Y añade:

«Distinta cosa es saber cómo el cesionario adquiere los diversos derechos especificados en la herencia respecto de terceros, por ejemplo, respecto de aquel a quien el cedente hubiere vendido una cosa determinada de la herencia. Entonces es preciso aplicar el derecho común. El cesionario llegará, pues, a ser propietario, respecto de terceros, de los inmuebles hereditarios, mediante la transcripción de su título, es decir, de su acta de cesión. Para los muebles corporales, vendrá a ser propietario, respecto -379- de terceros, solo consensu, salvo la aplicación del art. 1.141. En fin, en lo que concierne a los derechos personales comprendidos en la herencia, el cesionario deberá, para que pueda oponer su derecho a terceros, llenar una de las formalidades prescritas en el art. 1.690».

En síntesis, la venta de una sucesión hereditaria no requiere la inscripción como forma de tradición, realizándose ésta por el otorgamiento de la escritura pública.

(Precis de Droit Civil, T. 2, p. 555 y 556, Dixiéme edition.)

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Para concluir, voy a considerar brevemente una objeción deleznable hecha por los actores, en uno de sus alegatos, acerca de mi título de cesión de la herencia.

Dicen los demandantes, que, en la escritura de cesión de la herencia, hay venta de bienes raíces, especificados, porque, al final de la escritura, se habla de una casa que los cesionarios deben dar al doctor Fernando Solano de la Sala. Ése es un simple sofisma, porque, para que hubiera habido venta de cosa raíz de una casa, eran necesarios dos elementos: cosa determinada y precio. Una casa se determina por sus linderos, y el doctor Fernando Solano de la Sala no expresa que vende ninguna casa ni determina sus linderos ni fija precio alguno. Lo único que expresa vender terminantemente es el derecho de herencia que le corresponde en la sucesión del señor Eliseo Solano de la Sala.

En alegatos de las anteriores instancias he demostrado que los demandantes no han comprobado la compra de la herencia, porque la copia del título que han presentado no hace fe y porque hasta la inútil inscripción es nula.

Por lo expuesto y por el mérito de los autos, confío plenamente en que ha de ser confirmada, con costas, la sentencia recurrida.

-[380]- -381-

Doctor José Luis Tamayo

Escrito presentado en el expediente seguido sobre petición para que se le declare habilitado al señor José Antonio Torres en el uso y goce de sus

derechos

1897

-[382]- -383-

Excelentísimo Señor:

El señor juez a quo, al expedir el auto de que he recurrido, ha partido del supuesto falso de que la resolución provisional que rehabilita al demente causa ejecutoria.

Para demostrar lo contrario, citaré terminantes disposiciones legales.

El art. 823 del Código de Enjuiciamiento en materia civil dice: «Para la rehabilitación del demente se observarán los mismos trámites que para declarar su

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interdicción». Ahora bien, según el art. 819 del mismo Código, la resolución respectiva se publicará e inscribirá; pero no se considerará definitiva, sino en el caso de que no hubiese quién reclame de ella; pero habiendo reclamación, se observarán los trámites prescritos para el juicio de interdicción por causa de prodigalidad; es decir, que se abrirá a prueba la oposición con el término de diez y seis días, conforme a lo prescrito en el art. 813 de dicho Código.

-384-

No cabe duda, pues, de que la resolución de rehabilitación no se ejecutorió, desde que por mi reclamación no llegó a hacerse definitiva.

El señor juez a quo, sujetándose a la ley, debió sustanciar la oposición y no pasar por alto, como lo ha hecho, todas las solemnidades sustanciales para la validez de los procesos.

Mas, cualquiera que hubiera sido el carácter de la providencia de rehabilitación, no ha podido el juez de primera instancia desechar, sin examen, la solicitud, para que se renovase la interdicción, atendiendo a la terminante prescripción del art. 457 del Código Civil; y debió para saber, si era justo el motivo alegado, conceder el respectivo término probatorio.

Por otra parte, todo el proceso de rehabilitación es nulo, porque, estando José Antonio Torres sujeto a los efectos de una sentencia de interdicción, no pudo comparecer en juicio, ni aun para solicitar su rehabilitación, conforme a la absoluta disposición contenida en el art. 454 del Código Civil. Aquélla debió de ser pedida por cualquiera de las personas enumeradas en el art. 432 correlativo de los arts. 448, 457, 443 y 444 del Código últimamente citado.

Solicito en definitiva la declaración de nulidad de todo el proceso que ha subido en grado, por las razones que dejo expuestas.

Es justicia, &.

-385-

Alegato con motivo de la reclamación del señor Alfonso Roggiero en contra de la ordenanza expedida por la Municipalidad de Guayaquil, que

grava con un impuesto la ocupación de portales

1915

-[386]- -387-

Excelentísimo Señor:

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Tratando la Municipalidad de este cantón de gravar con una pensión mensual el uso que hago de una parte de la casa de mi propiedad, situada en la calle de Pichincha de esta población, me dirigí a dicha Corporación, reclamando contra la imposición en referencia, por ser completamente ilegal.

La solicitud que presenté es del siguiente tenor, literalmente copiada:

«Señor Presidente del I. Concejo Cantonal: En la planta baja de la casa que poseo en la intersección de las calles de Pichincha y Francisco de P. Icaza funciona mi establecimiento comercial.

»Por las necesidades del negocio de dicho establecimiento, me es indispensable hacer uso de una parte del portal de la referida casa.

»Por ese uso se trata de cobrarme un impuesto municipal, cual si se tratara de ocupación de la vía pública.

-388-

»Mas, como no estoy obligado por la ley a pagarlo, ocurro a la I. Corporación, por el digno órgano de usted, rogándole se digne expedir la orden correspondiente para que no se me cobre un impuesto que la Ley no ha establecido.

»Fundo mi petición en las razones siguientes:

»Según el inciso 1.º del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal, los Concejos no pueden establecer otros gravámenes que los enumerados en el mismo artículo.

»En dicha enumeración no existe imposición alguna sobre los portales.

»El número 15 del precitado artículo faculta a las Municipalidades para imponer una pensión mensual o anual por el permiso a que se refiere el art. 588 del Código Civil, que literalmente dice: 'Nadie podrá construir, sin permiso especial de autoridad competente, obra alguna sobre calles, plazas, puentes, playas, terrenos fiscales y demás lugares de propiedad nacional'.

»Tal disposición no es aplicable, ni aun por analogía, a los portales, ya porque éstos no forman parte de las calles y plazas ni son lugares de propiedad nacional, ya porque el artículo transcrito no se refiere al uso de dichos lugares sino a las construcciones que se haga en ellos.

»Luego el Concejo no puede gravar los portales, fundándose en el N.º 15 del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal.

»Según el art. 11 de la misma Ley, es potestativo de los concejos expedir las ordenanzas locales a que se refiere el Código Civil; y en tal virtud, puede reglamentar, según el art. 587 de dicho Código el uso y goce que corresponden a los particulares en las calles, plazas, puentes y caminos públicos, en el mar y sus playas, en ríos y lagos, y, generalmente, en todos los bienes nacionales de uso público.

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-389-

»Mas, la precitada facultad no autoriza a la Municipalidad para gravar ese uso que consiste en el tránsito, riesgo y otros objetos lícitos, porque no puede crear otros impuestos que los enumerados en el art. 61 de la Ley en referencia y en dicho artículo no se establece imposición alguna por el uso y goce referidos.

»Por otra parte, tales uso y goce se refieren a calles, plazas y otros bienes de propiedad nacional.

»Los portales son de propiedad privada, porque pertenecen a quienes los han construido, como parte integrante de sus propios edificios.

»La circunstancia de ser lugares por donde transita el público, no les da la calidad de bienes públicos, porque ese tránsito proviene únicamente de la voluntad libre y espontánea del dueño de los portales, que permite que se transite por su propiedad, consintiendo en una servidumbre que pueden suspender cuando quieran, porque la servidumbre de tránsito, discontinua, como es, no se adquiere por su ejercicio, durante tiempo inmemorial, sino por escritura pública.

»Para que los portales llegaran a ser bienes de uso público, sería indispensable que, en conformidad con lo dispuesto en el N.º 4.º del art. 26 de la Constitución de la República, se expropiaran, pagando a sus dueños, el respectivo precio.

»No existiendo ninguna disposición legal que faculte a las Municipalidades para cobrar impuesto alguno a los dueños de los portales por el uso que hagan de ellos, confío en que el I. Concejo accederá a mi solicitud, resolviendo que estoy obligado a pagar impuesto por la ocupación del portal de mi casa, para el servicio de mi establecimiento comercial; protestando, desde luego, tomar todas las medidas para no causar incomodidad al público, ya que libre y espontáneamente consiento que se transite por un lugar de mi exclusiva propiedad.- Guayaquil, 5 de marzo de 1915».

-390-

El Ilustre Concejo, con fecha 23 de abril, resolvió negativamente mi petición, aprobando el informe que emitió su Procurador Síndico y que es del siguiente tenor literal:

«N.º 1.362. Guayaquil, a 21 de abril de 1915. Señor don Alfonso Roggiero. Ciudad.

»El Ilustre Concejo, en sesión del 12 de los corrientes, aprobó el siguiente informe del Señor Síndico Municipal:

»Señor Presidente: Cumpliendo con lo ordenado por Ud. me es grato informar en la solicitud presentada por el señor Alfonso Roggiero, en los siguientes términos:

»Es verdad que el inciso 1.º del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal vigente, determina claramente que las Municipalidades no podrán imponer otros gravámenes que los enumerados en el mismo artículo; pero también es cierto que existe una Ley especial dada por el Congreso del año 1892, en que se autorizó a esta Municipalidad para gravar

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la ocupación de las vías públicas con artículos de comercio, con un impuesto de uno a treinta centavos por cada día que dure la ocupación; en vista de lo cual el Ilustre Concejo expidió la Ordenanza sobre la ocupación de la vía pública; autorización que está en vigencia, puesto que la Ley General antes citada, no ha podido derogar en manera alguna la especialísima dada con anterioridad; desde luego que no se expresa tal como lo requiere el art. 49 del Código Civil que dice: La Ley especial anterior no se deroga por la general posterior, sino se expresa.

»Los portales por el hecho de ser lugares por donde transita el público, se puede considerar como bienes públicos, puesto que su tránsito no proviene únicamente de la voluntad libre y espontánea del dueño de la casa, como lo supone erróneamente el señor Roggiero, sino del Decreto Legislativo dado el año 1902, que en el número -391- 2.º del art. 5.º determina que los portales son obligatorios; de donde se deduce claramente que aun cuando dichos portales pertenezcan a quienes los han construido, sin embargo están sujetos los ocupantes de ellos al pago de los impuestos determinados en la citada Ordenanza, en virtud del derecho concedido por el Decreto de 25 de julio de 1892.

»Por tanto, el suscrito opina, que si está obligado el peticionario don Alfonso Roggiero a pagar el impuesto que se le cobra por la ocupación del portal de su casa ubicada en la calle de Pichincha y Francisco de Icaza de esta ciudad, en la forma que lo determina el art. 2.º de la referida Ordenanza, que debe ser cumplida por todos sin distinción alguna, al tenor de lo preceptuado en el art. 19 de la expresada Ley.

»Éste es mi parecer respetando siempre el más acertado de esa Corporación en que Ud. preside.- Guayaquil, abril 12 de 1915.- Sergio E. Alcívar.- Síndico Municipal.

»Lo que comunico a Ud., en resolución a su solicitud fecha 5 de marzo próximo pasado.- Dios y Libertad.- (Firmado) J. Burbano Aguirre».

La resolución se funda, como se ve, en el Decreto Legislativo de 25 de julio de 1892, cuyo art. 1.º en su N.º 3.º autoriza a las Municipalidades para gravar la ocupación de la vía pública, con el impuesto de uno a treinta centavos por cada día que dure la ocupación.

Mas, como V. E. lo observará, tal disposición no es ni puede ser aplicable a los portales que no son ni pueden considerarse como vía pública, desde que su dominio pertenece a los particulares dueños del terreno y edificios de que dichos portales forman parte.

El uso de esos portales es público por consentimiento de sus dueños; pero el portal mismo no lo es, porque ese calificativo unido a un bien cualquiera, denota que la propiedad de él, es de todos los habitantes de la nación, o en otros términos, que es un bien nacional.

-392-

Los bienes o edificios particulares no son, pues, bienes públicos, según el art. 581 del Código Civil, aun cuando sus dueños consientan a todos el uso de ellos.

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El Decreto de 1892 no puede referirse a otras vías públicas que a aquellas respecto de las cuales las Municipalidades tienen la facultad de expedir ordenanzas; y ésas no son otras que las vías de propiedad nacional, o sean las determinadas en el art. 587 del precitado Código. Si el Legislador hubiera querido referirse a las vías de propiedad particular, lo habría expresado claramente, porque, cuando se expidió tal decreto, existía la Ley de Régimen Municipal y el Código Civil, según los cuales está limitada la función Municipal a las vías nacionales; y para hacer extensiva a las vías de dominio privado las disposiciones del decreto posterior a esa Ley y a ese Código, habría sido necesario, según las reglas sobre derogación de leyes, que se hubiera hecho desaparecer aquella limitación, declarando, de un modo expreso, hasta donde debía extenderse la ampliación de la facultad.

El Decreto en referencia no ha modificado tácitamente las disposiciones de las predichas leyes generales, en cuanto a la expresada limitación, porque esas disposiciones no son inconciliables con la del Decreto sobredicho, sino que, por el contrario, se armonizan perfectamente. Sofisma es decir que los portales deben considerarse como vía pública, porque una ley de 1902 obliga su construcción; y es sofisma, porque se confunde las medidas de precaución contra los incendios con el dominio, en cuanto no se transfiere sino mediante la tradición basada en un título translativo de dicho dominio.

Por los razonamientos expuestos en la solicitud que dirigí a la Municipalidad y en los nuevos que ahora expongo, solicito de la Excelentísima Corte Suprema, se digne declarar ilegal la resolución Municipal transcrita en este memorial, ya que me hallo dentro del plazo para hacer tal solicitud, en conformidad con lo dispuesto en el art. 28 de la Ley de Régimen Municipal.

-393-

Las notificaciones que me correspondan, se harán en el almacén del señor Benito Boggiano situado en la calle de la Compañía de la Capital.

Doctor Luis Felipe Borja (hijo)

Alegato en el juicio seguido por Ricardo Goercke contra Alberto Mosquera Narváez sobre exhibición de un documento

1923

-[396]- -397- Sumario. Naturaleza del juicio de exhibición. En ésta no se controvierten derechos, sino

que se trata de la simple presentación de un instrumento. Prueba admisible en estos casos

Señores Ministros:

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Es inconcebible la tenacidad de don Alberto Mosquera Narváez al interponer recurso de tercera instancia en el juicio que sigo contra él para que exhiba un documento.

El Alcalde cantonal y la Corte Superior de Quito han fallado la controversia con el mayor acierto, a tal punto que no me parece que ni el mismo demandado puede imaginar que el auto recurrido haya de ser revocado por el primer Tribunal de la República.

Y si tal cosa pretende, aun agravia a tal elevado Tribunal; porque le supone capaz de quebrantar las leyes, -398- de favorecer al señor Mosquera, después de que él mismo confesó que había recibido el documento de cuya exhibición se trata.

No me detendré en examinar minuciosamente el proceso, porque la controversia es de lo más sencilla, ni apelaré a lucubraciones de orden jurídico, porque las leyes son claras y terminantes.

Me limitaré, por tanto, a breves consideraciones que se desprenden, ya de las pruebas rendidas, ya de los medios de defensa, llamémosles así, a que ha apelado el señor Mosquera.

I

Cuando se trata de la exhibición de documentos hay que atender a dos circunstancias y considerar dos puntos decisivos: si el documento está comprendido en la enumeración de la ley y si está o debe estar en poder de la persona contra quien se dirige el reclamo de exhibición.

En cuanto a lo primero, imposible desconocer que se trata de un documento exhibible, porque contiene derechos y obligaciones apreciables en dinero.

Acerca de este punto debo referirme a la contestación que dio el señor Mosquera cuando se le citó el auto en que se ordenaba la exhibición.

Copiemos sus textuales palabras:

«El contrato que celebré con los propietarios de la fábrica de cerveza La Campana, fue de mandato y de arrendamiento de servicios personales, para desempeñar los cargos de cervecero y administrador de la fábrica, permutando en cambio las remuneraciones estipuladas; contrato que, en consecuencia, debía cumplirlo por el -399- mismo, salvo únicamente los casos previstos en los párrafos antepenúltimo y penúltimo, que decían así:

»'En caso de enfermedad del señor Alberto Mosquera Narváez, éste tendrá derecho a la misma retribución fijada, siempre que la enfermedad no se prolongue de modo de interrumpir el movimiento normal de la fábrica'.

»A principios del mes de abril de 1920, pensé ausentarme, por algún tiempo, por razones del mismo negocio; y, para el caso de que este pensamiento se realizara, y de

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que alguno de los propietarios de La Campana consintiese en ello, inicié la disposición de las cosas de modo que la fábrica no padeciese perjuicio...

»Con este motivo, me insinué con el señor Goercke, a fin de que, en parte, ocupase el lugar durante mi ausencia, y escribimos al pie del documento referido unas líneas en que yo expresaba cederle aquel contrato durante mi ausencia, a causa de ésta, en las mismas condiciones pactadas, y en las que el propio señor Goercke manifestaba aceptar y reconocer como suyas mis obligaciones, para el servicio de la fábrica, excepto las que se referían exclusivamente a la administración del negocio» (foja 4).

He aquí que el mismo señor Mosquera reconoce categóricamente que el contrato de cuya exhibición se trata contenía derechos y obligaciones transmisibles, que me cedía un contrato, con todos sus derechos y privilegios, excepto los que se referían exclusivamente a la administración del negocio, empleando sus textuales palabras.

Parece, pues, que aquí mismo debió terminar la controversia; porque ya no la había desde el momento en que el señor Mosquera reconoció la verdad y la justicia de la demanda.

Sin embargo, procediendo con extrema consideración, se concedió término de prueba, y entonces se rindió abrumadora y decisiva la que ha servido para que en -400- las dos instancias el señor Mosquera sea condenado a la exhibición del documento.

Contestando al interrogatorio de la foja 30, el señor Mosquera dijo:

1.º Que el 7 u 8 de abril último extendió en mi favor la nota de cesión de los derechos que le correspondían en virtud del contrato celebrado con los propietarios de la fábrica La Campana.

2.º Que la cesión se puso al pie del documento en que constaba tal contrato.

3.º Que el documento con la cesión indicada estuvo en mi poder por habérmelo entregado el señor Mosquera.

4.º Que con el señor Proaño le envié el documento con la cesión referida.

5.º Que no me devuelve hasta ahora el documento con la cesión.

6.º Que los derechos cedidos consistían, además de una renta de S/ 100,00 mensuales, en la participación progresiva ascendente en el número de docenas de cerveza que se vendían, en el producto de la venta de levadura y en el derecho de habitar la casa.

Imposible desconocer que estaba sujeto a exhibición un documento en que, según lo expresa el señor Mosquera, se me cedía la asignación de S/ 100,00 mensuales, una participación progresiva ascendente en el número de docenas de cerveza que se vendían, el producto de la venta de levadura y el derecho de habitar una casa.

No debo insistir más acerca de este punto; pues la prueba es completa, y sólo la obstinación personificada podría negar que se trata de un documento comprendido entre

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los que, en calidad de exigibles, enumera el art. 29 del Código de Enjuiciamientos Civiles.

-401-

II

Veamos ahora si se ha justificado igualmente que el documento le fue entregado al señor Mosquera.

En el escrito de foja 4, dijo este señor: «Informado de ello al señor Goercke (de que no se ausentaría el señor Mosquera)... me lo envió (el documento) en realidad con un agente mío».

La confesión del señor Mosquera constituye plena prueba, no hay ya ningún hecho controvertible, y de ello se deduce, sin que quepa la menor duda, que el documento le fue entregado.

Sin embargo, para no dejar resquicio alguno al demandado, presentó dos testigos que tienen pleno conocimiento de los hechos.

El señor Proaño al contestar al interrogatorio de la foja 12, expresó que en el documento entregado al señor Mosquera se le cedían a éste los derechos que éste mismo señor confesó, según lo dije ya; que el señor Mosquera puso al pie del contrato la nota de cesión; que el documento con la cesión estuvo en mi poder; que me lo pidió que se le confiase ocasionalmente; que el mismo declarante entregó el documento al señor Mosquera.

El testigo señor Ocampo expresó, a la foja 15, contestando a las preguntas 7.ª, 8.ª, y 9.ª, que reclamé del señor Mosquera, en repetidas cartas, la devolución del documento; que en virtud de la cesión de éste, sustituí en la fábrica de cerveza al señor Mosquera a fin de ejercer los derechos que en virtud de la cesión me correspondían; que el señor Mosquera no ha restituido hasta ahora el documento con la cesión indicada.

El señor Mosquera pretendió tachar al testigo señor Proaño a pretexto de que es mi amigo íntimo y de que su declaración ha sido varia y contradictoria; pero no consta ni lo uno ni lo otro.

-402-

Al contrario, el testigo, contestando al interrogatorio de repreguntas presentado por el señor Mosquera, dijo:

«He leído la nota, la cual empezaba diciendo 'cedo y traspaso' y en ello se enumeraban y se hacían mención de las cláusulas correspondientes al contrato que, como cervecero, había hecho el señor Mosquera y los cuales derechos cedía al señor Goercke, excluyendo la gerencia y administración de la fábrica, manifestando en la misma cesión que en cuanto a la gerencia y administración el señor Mosquera iba a

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arreglar de otra manera y estaba firmada por los señores Goercke y Mosquera» (Repregunta 6.ª, foja 25 vta.).

Contestando a la 12.ª pregunta, expuso el señor Proaño:

«El señor Mosquera me dijo: 'Señor Proaño: Hágame la fineza de pedir al señor Goercke el documento que le tengo cedido, por algunos días, porque necesito mostrar a los dueños de la fábrica y en cuanto le entregue me lo trae'. Yo le repetí esto textualmente al señor Goercke, quien no me contestó una sola palabra, pero la esposa que estaba presente dijo: 'Yo creo que Ricardo no puede entregar este documento, porque ya la señora Contag, esposa del antiguo cervecero, nos ha contado que hicieron cosa igual con el documento del marido', entonces el señor Goercke replicó: 'No puedo yo entregar el documento, porque sin esta base yo no tendría base de ninguna clase'. Entonces le insté manifestándole la honorabilidad del señor Mosquera y mi opinión al respecto, consiguiendo así la entrega».

Al ser repreguntado el testigo remachó su declaración primitiva, y lejos de ser vario y contradictorio, fue claro y preciso manifestó que conocía personalmente los hechos sobre los que fue interrogado.

Para contrarrestar esta prueba abrumadora, el señor Mosquera presentó el interrogatorio de la foja 20 en que a dos dependientes suyos les interrogó acerca de dos puntos absolutamente impertinentes, como si en el presente -403- juicio se tratara de exigir el cumplimiento de las obligaciones que se desprenden de la cesión.

Les interrogó también acerca de un documento que acompañó al interrogatorio; pero ese documento es de 14 de agosto de 1920 mientras que, según confiesa el mismo señor Mosquera, contestando a la primera pregunta del interrogatorio de la foja 31, «la fecha de aquella nota de cesión fue el 7 u 8 de abril de 1920».

Luego, nada tiene que ver este documento con el actual litigio, ni aun suponiendo lo contrario, a nada conducen las declaraciones sobre hechos extraños a la entrega del documento.

Y con esto y todo, los testigos del señor Mosquera no son testigos idóneos.

En efecto, el señor Mosquera en la posición 9.ª de la foja 31 confesó que desempeñaba la gerencia de la fábrica de cerveza La Campana y que tiene bajo su dependencia a los demás empleados, y en la posesión 10.ª que los señores Francisco Ramón y Gonzalo Córdova son empleados en dicha fábrica.

En consecuencia, de acuerdo con el art. 224, N.º 9.º del Código de Enjuiciamiento Civil, no son testigos idóneos, por falta de imparcialidad, los dependientes respecto de la persona de quien dependen.

En definitiva, hasta la desdichadísima prueba rendida por el señor Mosquera, esa prueba impertinente y disparatada, no subsiste en ninguna de sus partes, porque los testigos no son idóneos.

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Y aun cuando lo fueran. El señor Mosquera reconoció en el escrito de la foja cuarta, y en la confesión de la foja 31, que me cedió los derechos consignados en el documento, que éste me fue entregado por el mismo señor, que se lo devolví precariamente y que no me lo ha restituido a pesar de mis reclamos.

-404-

III

Sobre dos bases, a cual más endebles, descansa la defensa del señor Mosquera, a saber:

1.º Que no son exigibles las obligaciones consignadas en documento que fue cedido.

2.º No se ha probado que actualmente está el documento en poder del señor Mosquera.

Respecto del primer asunto, el señor Mosquera, por ejercer una profesión absolutamente extraña a la Jurisprudencia, ha ignorado en lo absoluto la naturaleza y alcance de la exhibición.

Cuando se controvierte acerca de la exhibición de un documento, no se discuten derechos. Se trata sólo de una diligencia previa para un juicio que puede o no puede proponerse más tarde, si exhibido el documento, la persona que pidió la exhibición cree que debe o no debe reclamar los derechos que del documento provengan.

Pedida la exhibición, al juez no le corresponde sino examinar si el documento está comprendido en la enumeración del art. 99 del Código de Enjuiciamientos Civiles, y si lo está, tiene que ordenar la exhibición, sin tomar en cuenta para nada cualquier reparo que se oponga al documento, si ha llegado o no el tiempo de cumplir con las obligaciones estipuladas, si se han hecho pagos parciales, si se alega la prescripción, etc., etc.

En el juicio de exhibición no se declaran derechos, no se imponen obligaciones, sino que ese juicio tiene por exclusivo objeto la presentación del documento, para que luego, si el actor lo tiene a bien, deduzca las reclamaciones que le parezcan convenientes.

En otro juicio posterior se han de discutir las excepciones, tales como las que ha alegado el señor Mosquera tratándose de una simple diligencia de exhibición.

-405-

Uno de los documentos cuya exhibición puede pedirse es el testamento cerrado que se encuentra en poder de una determinada persona. Supongamos que se exige la exhibición del testamento. ¿Sería admisible que la persona a quien el testador entregó se denegase a exhibirlo a pretexto de que el testamento no tiene valor alguno, por cuanto ha sido revocado en su testamento posterior?

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Si tal cosa pretendiera, el juez desecharía de llano en plano semejante pretensión; pues diría que no va a controvertirse acerca del valor del testamento, que ello es absolutamente extraño a la exhibición, y que la circunstancia de la revocación puede ser invocada sólo cuando se trata de reclamar los derechos que del testamento emanen.

Y no puede ser de otro modo: en la exhibición no se controvierte sobre derechos; es una mera diligencia preparatoria que puede pedirse, bien durante un juicio, bien con independencia de éste.

Entrar al examen de los reparos contra el documento cuya exhibición se pide, para oponerse a ella, sería tan ilegal como denegarse a reconocer un instrumento privado a pretexto de que está prescrita la acción o de que fue cancelado en virtud de otro instrumento.

En uno y otro caso la diligencia debe llevarse a cabo, y sólo después de ella, cuando se inicie el respectivo juicio, puede alegar la parte a quien perjudica el documento todo cuanto a bien lo tenga.

Tan extravagante como la enunciada pretensión es la que debió probarse que hasta el momento actual ese documento permanece en poder del señor Mosquera.

La ley no puede exigir pruebas absurdas. Si consta hasta la evidencia que el documento le fue entregado, de manera confidencial, al señor Mosquera, nada más me incumbía probar a mí. Si dicho señor hubiera pretendido que me devolvió el documento, habría debido probarlo.

-406-

De la misma manera, si sostuvo que destruyó el documento, a él le correspondía la prueba, y aun rendida no quedaba eximido de la obligación; puesto que no estuvo autorizado para destruir un documento que le fue prestado con cargo de devolución y que le ha sido reclamado con insistencia, como lo declaran los testigos Proaño y Ocampo.

El primero declaró, como lo vimos ya, que el señor Mosquera, por medio del testigo, me pidió como una fineza que les prestase el documento porque necesitaba mostrarlo a los dueños de la fábrica La Campana y que lo envié confiando en la honorabilidad del señor Mosquera.

La destrucción que se alega es más bien una circunstancia agravante; y sorprende que se le invoque en favor de quien, por la confianza con que le favorecí, no pudo en ningún caso retener el documento y menos aun destruirlo.

La Corte Suprema, en un caso menos grave aún, resolvió lo siguiente, como puede verse en el N.º 51 de la Gaceta Judicial, correspondiente a 4 de julio de 1914.

«1.º- Que, al alegar el demandado el hecho de haber destruido el documento cuya exhibición se pide, corresponde al mismo rendir la respectiva prueba; 2.º- Que, a no probarlo, el demandado falta al deber impuesto por el art. 137, inciso

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3.º del Código de Enjuiciamientos en materia civil; y 3.º-Que en tal caso el juez debe ordenar la exhibición».

Para concluir, transcribiré la parte esencial del falla de primera instancia, porque comprendía, con mucha precisión y acierto, la presente controversia:

«En este juicio, se trata sólo de averiguar, si Mosquera Narváez tiene o debe tener el documento solicitado, y si está sujeto a exhibición según la ley. Que la cesión hecha en este documento, debe o no surtir efectos legales, porque no pudo llevársela a cabo sin el consentimiento -407- previo de los dueños de la fábrica o porque los derechos y obligaciones estipulados con éstos, por ser esencialmente personales, no hayan podido ser transmitidos; que no debe producir ningún efecto la cesión, porque, no habiéndose ausentado Mosquera Narváez, ha desaparecido la causa que la motivó; que por haber entregado, el actor, al demandado, el contrato con su endoso, debe presumirse legalmente, extinguidas las obligaciones de éste, originadas por la cesión, son cuestiones de todo extrañas a las que en este juicio se discuten, resultando así impertinentes las pruebas que, respecto de ellas, se han presentado. Conforme al art. 143 del Código de Enjuiciamientos Civiles, las partes deben comprobar los hechos que alegan en el juicio, excepto los que se presumen, según la ley; pero si el demandante ha cumplido con este deber, no así el demandado, que no ha justificado en ninguna forma el desaparecimiento de las fojas que, afirma, faltan del contrato celebrado con los dueños de la Cervecería La Campana, y ni siquiera ha presentado la que asegura que conserva en su poder, a pesar de que este contrato y la cesión de él, están sujetos a exhibición, de acuerdo con lo que dispone el art. 99 N.º 3.º del citado Código de Enjuiciamientos».

Después de consideraciones tan legales como fundadas, me parecen innecesarios nuevos razonamientos; pues aquéllas bastan y sobran para que se aprecie el verdadero aspecto de la controversia y la justicia con que han procedido así el Alcalde cantonal de Quito, como la Corte Superior al desconocer las pretensiones del señor Mosquera.

* * *

En definitiva, espero que el Tribunal Supremo ha de dignarse confirmar en todas sus partes el auto recurrido, declarando al propio tiempo que el señor Mosquera es responsable de las costas de las tres instancias.

Dr. Luis Felipe Borja (hijo).

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Richard Goercke.

-[408]- -409-

Doctor Alejandro Ponce Borja

Alegato en el juicio seguido por el Instituto de Previsión Social contra el Ilustrísimo Arzobispo de Quito por nulidad de asignación testamentaria

1944

-[410]- -411-

Señores Ministros:

La sentencia pronunciada por la Corte Superior de Quito en el Juicio que la Caja del Seguro sostiene con mi representado, el excelentísimo señor doctor don Carlos María de la Torre, Arzobispo de Quito, con motivo del testamento de la señorita Dolores Yépez Palacios, constituye una pieza jurídica que, en verdad, enorgullece al foro ecuatoriano y prueba elocuentemente que los Tribunales de Justicia la ejercen con profunda ciencia, absoluto respeto a la ley y severa apreciación de los hechos.

Aun cuando la parte expositiva del fallo constituye la mejor defensa de los derechos que represento, por el profundo conocimiento de las instituciones jurídicas concernientes y por la recta apreciación de los hechos, sin embargo dada la importancia de la controversia presentaré a la sabia consideración del Tribunal Supremo el siguiente manifiesto.

Después de recordar cómo se trabó el litigio, estudiaré las disposiciones testamentarias, su verdadera naturaleza -412- jurídica y su absoluta validez ante la ley y la doctrina. Luego analizaré los fundamentos de la demanda y las excepciones.

I.- La controversia

El Testamento.- La señorita Dolores Yépez Palacios otorgó su testamento el 5 de junio de 1935.

En él declara que sus bienes consisten en la hacienda «Iguiñaro» de la parroquia de El Quinche, y en la casa situada en la de El Sagrario de esta ciudad.

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En la cláusula quinta instituye como heredero universal al excelentísimo señor doctor don Carlos María de la Torre, Arzobispo de Quito, y declara que su hacienda «Iguiñaro» queda dedicada para siempre a la Santísima Virgen del Quinche, con la condición de que la mitad de sus productos se emplee en sostener su culto y en la conservación de las escuelas católicas del mismo lugar, y la otra mitad sea entregada cada año perpetuamente al Ministro Provincial de los franciscanos del Ecuador, en calidad de limosna.

En la cláusula sexta la testadora ordena varios legados en dinero que han de pagarse con la venta de su casa.

Por último, dispone en la cláusula séptima que deducidos del precio de venta de la casa los gastos funerales, lo restante se empleará en estipendios de misas en sufragio de su alma, misas que han de celebrarse por los padres franciscanos.

-413-

La señorita Yépez Palacios falleció el 6 de marzo de 1936, nueve meses después de otorgado el testamento.

La Demanda.- Procuraré resumirla con la mayor exactitud.

Como el primero de sus fundamentos la demanda afirma que en el testamento se establece la asignación de la hacienda «Iguiñaro» a la Santísima Virgen del Quinche, asignación que adolece de nulidad por contraria al art. 1.046 del Código Civil que estatuye que todo asignatario testamentario debe ser persona cierta y determinada natural o jurídica.

Mantiene la demanda que la destinación de los frutos para las escuelas católicas del Quinche y para el Ministro Provincial de los franciscanos en el Ecuador, no tiene valor legal porque es hecha en beneficio de quienes ni son personas ciertas, ni capaces de suceder.

Añade el actor que el Ministro Provincial de los franciscanos era también incapaz de suceder, pues la señorita Yépez Palacios confesó durante muchos años y hasta su muerte con los padres franciscanos, por lo que son asimismo incapaces para recibir lo que el demandante llama la suma legada para misas.

Continuando el Instituto Nacional de Previsión su discurso sobre bases admirablemente sólidas, como la de que la señorita Yépez Palacios instituyó legataria de la hacienda «Iguiñaro» a la Santísima Virgen del Quinche, afirma que las asignaciones de la cláusula quinta son nulas aunque aparecen hechas por intermedio del excelentísimo señor de la Torre nombrado heredero universal, pues es nula la disposición a favor de un incapaz aunque se disfrace bajo la forma de un contrato oneroso o por interposición de persona.

Con este antecedente, el actor expresa que el excelentísimo señor de la Torre es indigno de suceder, por lo dispuesto en el art. 962 del Código Civil que dice: «Finalmente es indigno de suceder el que a sabiendas -414- de la incapacidad, haya

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prometido al difunto hacer pasar sus bienes o parte de ellos, bajo cualquier forma, a una persona incapaz».

Concluye la demanda solicitando que se declare que el excelentísimo señor de la Torre es indigno de suceder, y que, en consecuencia, el heredero universal abintestato de la señorita Yépez Palacios es el Instituto Nacional de Previsión. Pide, además, la declaración de que son nulas las asignaciones contenidas en las cláusulas quinta y sexta del testamento, y que en el evento de que no se declare la indignidad del heredero universal, se reconozca al Instituto Nacional de Previsión como sucesor abintestato de la señorita Yépez Palacios en la hacienda «Iguiñaro» y en el sobrante del precio de la casa de Quito.

Termina la demanda expresando que el heredero universal instituido en el testamento es sólo mero intermediario para que las asignaciones pasen a incapaces.

La Contestación.- El demandado negó los derechos reclamados por el Instituto de Previsión Social, así como los fundamentos en que los apoya. La disposición que la señorita Yépez Palacios hace en su testamento de los productos de la hacienda «Iguiñaro», es válida, los objetos a que los destina no son ilegales, y la persona que ha de percibir en calidad de limosna la mitad de esos productos está determinada por indicaciones claras del testamento.

Negó la contestación que el testamento de la señorita Yépez Palacios hubiese sido otorgado durante su última enfermedad, y que a sus disposiciones respecto al Ministro Provincial de los franciscanos del Ecuador y de los padres franciscanos, fuese aplicable el art. 955 del Código Civil. Negó asimismo que la señorita Yépez Palacios se hubiese confesado con los franciscanos en los últimos años.

Añadió la contestación que el excelentísimo señor de la Torre fue instituido heredero universal de la señorita -415- Yépez Palacios, y que la sucesión de ella es toda testamentaria. Expresó la contestación que el testamento instituye al excelentísimo señor de la Torre heredero universal, no persona interpuesta, y que el excelentísimo señor de la Torre no ha prometido a la testadora hacer pasar sus bienes, ni parte de ellos, en ninguna forma a persona incapaz.

De no ser válida, dijo la contestación, las disposiciones de la señorita Yépez Palacios en punto a la hacienda «Iguiñaro», a sus productos y a la casa de Quito, esto aprovecharía al heredero universal, al único sucesor instituido en el testamento, excelentísimo señor don Carlos María de la Torre.

II.- Las disposiciones testamentarias

Determinada la verdadera naturaleza de las disposiciones de la testadora y su valor ante la ley, como consecuencia necesaria quedarán desvanecidos los errores de la demanda, provenientes todos del desconocimiento de las instituciones jurídicas concernientes y de la falsa aplicación de la ley a lo ordenado en el testamento.

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Institución del heredero.- En la cláusula quinta de su testamento la señorita Yépez Palacios instituye su heredero no en su calidad de Arzobispo de Quito, sino como persona particular.

La institución de heredero en la persona del excelentísimo señor de la Torre, así como la validez del testamento, son hechos reconocidos en la demanda y se hallan fuera de la controversia.

-416-

La demanda se dirige claramente contra su excelencia el señor de la Torre, y no al Arzobispo de Quito. Designado el excelentísimo señor de la Torre heredero universal, fue por lo mismo constituido sucesor universal en todos los derechos de la testadora, en todo su patrimonio, en el dominio de todos sus bienes, en el de la hacienda «Iguiñaro», en el de la casa, etc.

Después de instituir su heredero universal y de declararle, en consecuencia, sucesor en el dominio de la hacienda «Iguiñaro», como en el de todos los demás bienes, la testadora dispone que parte de los frutos de aquel predio se ha de dedicar al culto de la Santísima Virgen del Quinche y a las escuelas católicas de ese lugar, y la otra parte ha de ser entregada al Ministro Provincial de los franciscanos del Ecuador, en calidad de limosna.

La institución de heredero universal y la necesidad absoluta de que exista una persona que como propietaria del predio obtenga los frutos para destinarlos a los objetos señalados en el testamento, demuestran de modo incontrovertible que conforme al testamento la propiedad de la hacienda «Iguiñaro» corresponde a su excelencia el señor de la Torre.

Asignación modal.- Como se ve, dos son las disposiciones de la testadora en punto al fundo «Iguiñaro»: que su excelencia el señor de la Torre fuese sucesor de la propiedad de la hacienda, y que invirtiera los frutos en los objetos determinados en el testamento.

Dejar una cosa en propiedad, esto es, para que el sucesor la tenga por suya, con la obligación de hacer ciertas obras o sujetarse a ciertas cargas, no es sino una asignación modal.

Así lo declara el art. 1.079 del Código Civil: «Si se asigna algo a una persona para que lo tenga por suyo con la obligación de aplicarlo a un fin especial, como el de hacer ciertas obras, o sujetarse a ciertas cargas, esta -417- aplicación es un modo, y no una condición suspensiva. El modo, por consiguiente, no suspende la adquisición de la cosa asignada».

Inconcuso es, pues, que respecto de la hacienda «Iguiñaro» la testadora establece una asignación modal. El heredero universal tendrá por suyo el predio «Iguiñaro», con la obligación de destinar los frutos a lo dispuesto en el testamento.

Así lo reconocieron las sentencias de primera y segunda instancia.

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En la primera se lee: «La asignación de la hacienda 'Iguiñaro' a favor del doctor Carlos María de la Torre, es una asignación modal, puesto que se le trasmite la propiedad de la hacienda, imponiéndole la carga de sostener el culto religioso, conservar las escuelas religiosas del Quinche y entregar la otra mitad de los frutos al Ministro Provincial de los franciscanos...».

La sentencia de la Corte Superior dice: «Del examen de las sobredichas circunstancias y del tenor o texto literal de esa cláusula bien claro aparece que lo que se propuso y quiso la testadora, fue asignar la mencionada hacienda a su heredero universal, señor de la Torre, estableciendo e imponiéndole la obligación de invertir o emplear los productos de ella en los fines determinados en la referida cláusula...». Lo que contiene la tantas veces mencionada cláusula quinta del testamento de Dolores Yépez Palacios es una asignación modal de la hacienda «Iguiñaro», al heredero universal doctor Carlos María de la Torre, a quien le impone la carga u obligación como tal heredero, de emplear los productos de dicha hacienda en los fines señalados en la misma cláusula.

Validez de la asignación modal.- Dos son los puntos que deben considerarse respecto de la legalidad de una asignación modal: la capacidad del asignatario modal, esto es, de la persona a quien se asigna la cosa para que la tenga por suya, y la cualidad -418- del modo para determinar si contiene algún vicio que lo deje sin valor.

El requisito de la capacidad refiérese sólo al asignatario modal, y no a las obras o cargas a que se refiera el modo, respecto de las que hay que estudiar no la capacidad, sino tan sólo si contienen o no vicios que las ponen en contradicción con la ley.

En tratándose de la sucesión por causa de muerte, la capacidad dice relación a la persona que ha de suceder, ya sea a título universal o singular.

Para ser capaz de suceder, dice el art. 953 del Código Civil, es necesario existir natural o civilmente al tiempo de abrirse la sucesión; y el art. 954 declara que son incapaces de toda herencia o legado las cofradías, gremios o cualesquier establecimientos que no sean personas jurídicas.

Todas las disposiciones del Código concernientes a la capacidad se refieren a la capacidad de suceder como heredero o legatario, únicas formas de sucesión por causa de muerte.

En la asignación modal, el sucesor es el asignatario modal, la persona a quien se deja la cosa para que la tenga por suya. Esta calidad de sucesor de ninguna manera corresponde a las obras o a las personas en quienes se han de invertir las cargas impuestas por el testador.

Por esto, el distinguido comentador del Código Civil Chileno, don Barros Errázuriz, expone que el testador puede dejar sus bienes a una persona capaz para que los tenga por suyos, con la obligación de aplicarlos a un fin especial, como el de hacer ciertas obras. En este caso la capacidad existe en el asignatario modal, y la ley no exige que la obra a que se va a aplicar los bienes tenga personalidad jurídica (Tomo V, pág. 88).

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Tratando del modo Savigny enseña que el testador puede imponer otras cargas a su heredero; por ejemplo, -419- el levantar un monumento, fundar juegos o comidas públicas, visitar su tumba en épocas determinadas, adornarla con flores, etc. Muchas de estas cargas son susceptibles de revestir la forma de condiciones, pero otras no lo son, y el testador puede en general preferir una forma de obligación nueva y permanente. Tal es el objeto del modus (Savigny, tomo II pág. 300).

Los ejemplos que nos da el ilustre romanista confirman que en la asignación modal se ha de atender a la capacidad del asignatario, y que no cabe considerarla en relación a las obras o cargas a que se refiere el modus. Si el modo en muchas ocasiones ha de consistir en que se eleve un monumento a la memoria de un personaje célebre o en que se adorne con flores la tumba del testador, es evidente que no se ha de investigar la capacidad jurídica del monumento o de la tumba.

En la destinación de los bienes constitutiva del modo, no cabe ni hablar de capacidad, la que sólo se requiere en el asignatario modal que es el sucesor a título singular o universal.

En el presente caso, el asignatario modal, el heredero universal, el ilustrísimo señor de la Torre, es persona perfectamente capaz, y tanto que su capacidad ni siquiera ha sido discutida ni es materia de la controversia.

Siendo capaz el asignatario modal, nos queda sólo estudiar si la destinación constitutiva del modo adolece de vicio.

El art. 1.083 del Código Civil dispone que «si el modo es, por naturaleza, imposible, o inductivo, o hecho ilegal o inmoral, o concebido en términos ininteligibles, no valdrá la disposición».

Según esto, los requisitos que debe reunir el modo son que el hecho sea posible, no contrario a la ley, ni a la moral.

La testadora impone al heredero universal la obligación de invertir los frutos de «Iguiñaro» en el culto a la -420- Santísima Virgen del Quinche, en las escuelas católicas de este lugar, y en limosna que debe ser entregada al Ministro Provincial de los padres franciscanos.

Ninguno de estos objetos es inmoral, ni ilegal, ni imposible. Todo lo contrario, son hechos de alto valor moral, protegidos por la ley y la Constitución de la República que declara la libertad de conciencia y de educación.

Siendo como son los hechos constitutivos del modo perfectamente posibles, legales y conformes con la moral, el modo es válido ante la ley.

Ni vale objetar que el Ministro de los franciscanos a la época de abrirse la sucesión era incapaz por su muerte civil, pues hemos visto ya que la capacidad hay que estudiarla únicamente en el asignatario modal, y no en la entidad a la cual se refieren las obras o cargas que constituyen el modo.

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El Ministro Provincial de los franciscanos era incapaz de ser instituido heredero o legatario; era asimismo incapaz de toda acción para reclamar la limosna constitutiva del modo; pero de ninguna manera es incapaz para recibir esa limosna si el heredero en cumplimiento del modo se la entrega. Ninguna ley prohíbe al muerto civil recibir una cantidad de dinero que se le entregue voluntariamente en calidad de limosna o por otro concepto. El hecho de que el Ministro Provincial franciscano recibiera lo que le entregase el heredero universal, no es ni ilegal, ni contrario a la moral.

De todo lo expuesto aparece con absoluta claridad que la asignación modal relativa al fundo «Iguiñaro» hállase en conformidad estricta con la ley.

Y si la asignación modal no tuviese valor, su nulidad aprovecharía sólo al heredero universal que como sucesor en todos los bienes de la herencia, sería también sucesor en el fundo «Iguiñaro», sin las obligaciones determinadas en el modo. Su excelencia el señor de la Torre -421- sería propietario del predio no por la asignación modal, sino como heredero universal.

Queda como se ve demostrada ante la ley y la doctrina la perfecta legalidad de la asignación modal establecida en la cláusula quinta del testamento; capacidad del asignatario modal, y legalidad, moralidad y posibilidad del modo.

III.- Los fundamentos de la demanda

Dedicación a la Santísima Virgen.- Como ya hemos visto, la señorita Yépez Palacios, persona de muy altas virtudes y de profundo espíritu religioso, expresó en su testamento que la hacienda «Iguiñaro» queda dedicada para siempre a la Santísima Virgen del Quinche y que la mitad de los productos del fundo se emplearán en sostener su culto.

El primero de los muy célebres fundamentos de la demanda, es que esta dedicación constituye una asignación de la hacienda «Iguiñaro» a la Santísima Virgen del Quinche, o en otras palabras que a la Santísima Virgen se le constituyó legataria del mencionado fundo.

Como todo asignatario testamentario debe ser persona cierta y determinada, natural o jurídica, concluye el Instituto Nacional de Previsión que lo que él llama asignación testamentaria, un verdadero legado a la Santísima Virgen, adolece de nulidad por no ser hecha a persona determinada, natural o jurídica.

Tal aberración no merece los honores de ser refutada. El absurdo encuentra en sí mismo la muerte. Lo -422- que repugna a la razón, al sentido común, por sí solo demuestra su absoluta falsedad.

La expresión de que la hacienda queda dedicada a la Santísima Virgen, es un acto de piedad cristiana, destinado a honrar con fe y amor a la Madre de Dios; pero no encierra en sí ninguna declaración de orden jurídico.

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Con mucho acierto la Corte Superior en la sentencia subida en grado expone que «la dedicación de la susodicha hacienda a la Virgen del Quinche en la forma expresada en la cláusula quinta, no constituye ni puede constituir, jurídica y legalmente, asignación testamentaria de ninguna clase. No significa otra cosa ni tiene otro alcance, conforme se anota y reconoce en la sentencia de primera instancia, que una simple consagración, una invocación, una forma de advocación que no encierra de ninguna manera una obligación jurídica, ni tiene, por lo mismo, ninguna eficacia legal».

Esa advocación corresponde al orden religioso, no al jurídico.

Disposición de los frutos.- A la disposición que ordena que la mitad de los frutos se invierta en las escuelas católicas del Quinche, y la otra sea entregada al Ministro Provincial de los franciscanos del Ecuador, la demanda, continuando en su tergiversación de los conceptos, la califica de asignación sin valor legal porque las escuelas no son personas jurídicas y el Ministro Provincial no es persona cierta ni tiene capacidad civil.

Así como el Instituto confundió una advocación con la institución de legatario, hoy confunde el modo con el asignatario modal. La disposición en lo tocante a los frutos no es asignación, no es institución de heredero o de legatario, no es otra cosa es una asignación, sino una carga impuesta al heredero.

El asignatario es el excelentísimo señor de la Torre; y la obligación que se le impone es la de destinar los -423- frutos a las escuelas y a limosnas para el Ministro Provincial de los franciscanos. Esto constituye una asignación modal en que la capacidad ha de estudiarse, como ya hemos visto, en el asignatario modal, y no en las entidades y objeto que constituyen el fin del modo.

Aun cuando vimos ya con toda claridad que conforme a la ley y a la doctrina, en la asignación modal la capacidad de suceder cabe investigarla tan sólo respecto al asignatario modal, y de ninguna manera en las entidades u objetos a que se destina el modo, sin embargo convienen hacer hincapié en este punto, como quiera que la confusión de ideas sobre la misma materia es la fuente de los errores de la demanda.

El profesor Planiol enseña que es posible que el legatario se le encargue hacer funcionar una obra que no estaba revestida de personalidad jurídica y que no constituirá un establecimiento distinto. Así un legado hecho a un obispado, con la carga de mantener un orfanato, ha sido declarado válido (Amiens, 16 fbr. 1893, D. 94 2S. 93. 2. 253).

El orfanato no estaba reconocido como de utilidad pública; era una obra privada sostenida por el obispado; por consiguiente, no había ante la ley una persona beneficiaria de la carga (Traité Elémentaire de Droit Civil, pág. 796).

El ilustre profesor expresa asimismo que lo que constituye la especial utilidad del procedimiento de la liberalidad con cargas, es precisamente que este procedimiento permite hacer llegar un don por medio de una persona capaz, a otras personas que no lo podrían aprovechar directamente. Tales son: las personas no concebidas todavía, y las inciertas, o más exactamente las personas indeterminadas.

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De esta sapientísima doctrina, interpretación fiel del pensamiento del legislador, del sistema de la ley, se ve con toda claridad que en nada obsta a la asignación modal, a la liberalidad con carga, el que la entidad a que -424- se destina el modo no goce de capacidad jurídica, capacidad exigida sólo al heredero o legatario a quienes se les ha impuesto el modo destinado a la entidad y obra; respecto de las que no es necesario investigar la capacidad.

La razón de esto es muy obvia: ni la identidad, ni la obra a las cuales se destina el modo, son herederos, ni legatarios, ni por lo mismo, sucesores. Si no son sucesores, no hay para qué estudiar la capacidad de suceder. El modo es una obligación impuesta al heredero o legatario de hacer ciertas obras o sujetarse a ciertas cargas.

Si las obras o cargas no son en beneficio de una persona, como en el caso de que el testador imponga al legatario la obligación de levantar un monumento, es claro que el modo no constituye a la obra en sucesor del difunto. Nadie puede sostener que el monumento sea sucesor del difunto. El monumento es la obra a la que se refiere la obligación del asignatario modal, y la obra no es heredero, ni legatario del testador, por lo cual no hay que hablar de capacidad de suceder.

Si las obras o cargas benefician a una persona o entidad, esta persona o entidad no suceden al difunto; el sucesor es el asignatario modal. Ellas sólo tienen un derecho personal contra el asignatario modal; no son sucesores del testador, no hay para qué investigar su capacidad de suceder.

La carga, dice el profesor Planiol, vuelve al beneficiario acreedor del donatario o legatario.

Y caso de que la persona o entidad a quienes se destina el modo, como las escuelas, no tuvieran capacidad jurídica, corresponderá exigir el cumplimiento del modo al Ministerio Público, al Ordinario Eclesiástico, a los Municipios, etc., según los casos.

Por todo lo expuesto se ve con absoluta claridad que en la asignación modal se ha de estudiar la capacidad de suceder únicamente respecto del asignatario modal, y -425- que el requisito de la capacidad es de todo en todo extraño a las entidades a quienes se destina el modo.

En consecuencia, la carga impuesta al heredero universal de destinar los frutos de la hacienda «Iguiñaro» al culto de la Santísima Virgen del Quinche, a las escuelas católicas de ese lugar y a limosna para el Ministro Provincial de los franciscanos del Ecuador, es absolutamente legal, tan legal como el modo establecido a favor del orfanato de que nos habla Planiol, modo que fue declarado válido por la Corte de Amiens, sin que el orfanato tuviese personería jurídica.

Además, vimos ya que nada obsta a que el Ministro Provincial reciba del asignatario modal la limosna constitutiva del modo.

Lo repito, en la asignación modal hay que distinguir perfectamente el asignatario modal a quien se le dejan los bienes para que los tenga por suyos, y la obra o cargas constitutivas del modo.

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Con absoluta precisión distinguió estos dos conceptos del fallo de segunda instancia, en los siguientes términos: «En la asignación modal hay que considerar y distinguir dos cosas esencialmente diversas: una es la asignación testamentaria del bien o bienes, hecha a una persona para que los tenga por suyos, y otra es el modo, carga o gravamen, que la asignación lleva consigo.

»Así, pues, la persona llamada por el testador para recibir la asignación no es el beneficiado con el modo, sino el asignatario modal, al cual se le imponen la obligación de aplicar, en la forma ordenada por aquél, lo asignado para tal objeto. El modo, por consiguiente, no es una asignación a favor de los fines, obras o cargas que lo constituyen o de los beneficiados con él; por lo mismo, los requisitos de exigencia, capacidad y dignidad necesarios para suceder a título universal o a título singular, deben reunirse en la persona del asignatario modal, y no procede exigirlos a esos fines, obras o cargos, porque no son en ningún concepto asignatarios testamentarios».

-426-

Jurisprudencia Chilena.- La citada en el alegato de segunda instancia hállase en estricta armonía con esta doctrina. Recordémosla siquiera sea en parte. La Corte de apelación de Santiago resolvió lo siguiente en el caso citado en dicho alegato: «... 3.- Que la obligación impuesta al heredero por la citada cláusula, de aplicar el remanente a los fines especiales, que ella misma determina, le dan, según el art. 1.089 del citado Código (1.079 del ecuatoriano), el carácter de asignación modal.

»... 11.- Que tratándose de asignaciones modales, los establecimientos y congregaciones indicadas para establecer o determinar el modo, no tienen ni por consiguiente pueden asumir el carácter de herederos de cuota ni de legatarios, por lo que no pueden tener aplicación, en el caso de la cláusula 18, los preceptos consignados en los incisos 2.º y 3.º de los arts. 1.089 y 1.101 del Código Civil (1.088 y 1.091 del Código Civil ecuatoriano).

»12.- Que no es atendible la indignidad que alega el demandante contra el heredero instituido y fundado en haber pasado éste la herencia a otros incapaces, por no constar de autos, ni haberse acreditado que haya existido la promesa hecha al difunto 'de hacer pasar sus bienes o parte de ellos, bajo cualquier forma, a una persona incapaz' como lo quiere el art. 972 del citado Código (962 del ecuatoriano) para que proceda la indignidad que se atribuye al heredero».

El Superior conformó la sentencia de este modo: «Vistos: ... teniendo además presente: 1.º- Que para que no valga la signación modal se requiere que el modo sea por su naturaleza imposible, o sea inductivo a hecho ilegal e inmoral, o concebido en términos ininteligibles, conforme a lo dispuesto en el art. 1.093 del Código Civil (1.083 del ecuatoriano); 2.º- Que en el juicio actual únicamente se alega que el juicio es inductivo a hecho ilegal, cual es el de hacer pasar a establecimientos o corporaciones que no tiene personería jurídica la mayor parte de los bienes de la testadora; -427- 3.º- Que cuando es modal la asignación no es dueño de ella el beneficiado con el modo, sino el asignatario a quien se impone la obligación de invertir en la forma ordenada por el testador, lo asignado con tal objeto; 4.º- Que las obras que se ejecutan o los servicios que se prestan por establecimientos o corporaciones que no tienen personería jurídica pueden ser promovidos, amparados o protegidos por medio de asignaciones modales

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con tal que los encargados de llevar a cabo las obras o servicios se mantengan dentro de lo permitido por la moral o por la ley; 5.º- Que los favorecidos con la asignación modal de que se trata, obran dentro deja ley en el ejercicio de lo que practican, ya que los fines primordiales que persiguen son la educación pública en sus diversos grados de desarrollo la promoción de los intereses religiosos, fines ambos de alto interés social y de indiscutible moralidad; y no puede ser inductivo a hecho ilegal de modo que protege los servicios o trabajos de esa naturaleza; 6.º- Que carece de fundamento la nulidad que se apoya en el art. 966 del Código Civil (956 del ecuatoriano), si se atiende a que la disposición de la cláusula 18 es a favor del Ordinario Eclesiástico, persona capaz de suceder, como queda establecido en la sentencia de primera instancia, y que no se trata de hacer pasar a incapaces, por interposición del heredero, la herencia de la señora Santander; por cuanto la disposición es modal y válida, y son los agraciados, en consecuencia, capaces de obtener el beneficio que se les dispensa con el modo».

La Confesión y el Testamento de la señorita Yépez Palacios.- Aduce la demanda que el Ministro Provincial de los franciscanos era también incapaz de suceder por pertenecer a la orden o convento de los franciscanos, pues la señorita Yépez Palacios, afirma el actor, se confesó durante muchos años y hasta su muerte con los padres franciscanos, de manera que la asignación al Ministro Provincial es aplicable el art. 955 del Código Civil que prescribe que por testamento otorgado durante la última enfermedad, no puede -428- recibir herencia o legado alguno, el eclesiástico que hubiere confesado al difunto durante la misma enfermedad o habitualmente en los últimos dos años anteriores al testamento; ni la orden, convento o cofradía de que sea miembro dicho eclesiástico que hubiere confesado al difunto durante la misma enfermedad o habitualmente en los últimos dos años anteriores al testamento; ni la orden, convento o cofradía de que sea miembro dicho eclesiástico.

El art. 955 del Código Civil dice textualmente: «Por testamento otorgado durante la última enfermedad, no puede recibir herencia o legado alguno, ni aun como albacea fiduciario, el eclesiástico que hubiere confesado al difunto durante la misma enfermedad, o habitualmente en los dos últimos años anteriores al testamento; ni sus deudos por consanguinidad o afinidad hasta el tercer grado inclusive».

El supuesto esencial para que exista la incapacidad establecida en este artículo, es que el testamento hubiere sido otorgado durante la última enfermedad. Si el otorgamiento no se hizo durante la última enfermedad, no cabe ni hablar de la incapacidad establecida en este artículo.

Como muy bien lo dice el profesor de la Universidad Católica de Santiago, don Alfredo Barras Errázuriz, la incapacidad «establecida en este artículo es relativa y se refiere sólo a la sucesión testamentaria y al testamento otorgado durante la última enfermedad».

En los alegatos de primera y segunda instancia quedó perfectamente demostrado que el testamento no fue otorgado durante la última enfermedad. Basta recordar aquí que, según consta de los informes médicos, la señorita Yépez Palacios falleció de bronconeumonía. El testamento fue otorgado el 5 de junio de 1935; y la testadora murió el 6 de marzo de 1936.

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Entre el testamento y la muerte transcurrieron nueve meses. La muerte obedeció a una enfermedad violenta, cuyo curso es de muy pocos días.

-429-

Si el testamento fue otorgado nueve meses antes de la última enfermedad, obvio es que no cabe aplicar a este caso el art. 955 del Código Civil, y que este fundamento de la demanda es tan destituido de razón como los anteriores.

Además, como se dijo y demostró en el alegato de segunda instancia «la confesión por un franciscano es una conseja indigna de la seriedad de una institución. La señorita Yépez no volvió a hacerla con individuos de esa orden desde el llorado fallecimiento del R. padre fray José María Aguirre (1919). Antes y después del testamento -de ese testamento que no se otorgó durante la última enfermedad-, se confesó con un religioso agustino».

Por último, conforme a lo expuesto anteriormente, el beneficiado con el modo no es heredero, ni legatario.

Lo dispuesto para misas.- La señorita Yépez Palacios dispone que de la venta de su casa se paguen ciertos legados, y que el resto, deducido los gastos funerales, se empleará en estipendio de misas en sufragio de su alma, las cuales serán celebradas por los padres franciscanos.

La demanda, empeñada en crear fantásticamente y por generación espontánea un sinnúmero de asignaciones a incapaces, afirma que lo dispuesto para misas constituye un legado que, por serlo a favor de los franciscanos, adolece de nulidad.

La testadora, al dedicar una parte de sus bienes a la celebración de misas en sufragio de su alma, no constituyó legado alguno sino que dispuso que esa parte de sus bienes fuesen el estipendio de quienes la celebraren.

Mas, el actor olvidó el significado de la palabra estipendio y lo confundió con el de legatario. Estipendio según la Real Academia Española, conforme con el uso general, es: «Paga o remuneración que se da a una persona por su trabajo y servicio».

-430-

Conforme a la teoría del actor, si el testamento dispone que se contrate una obra para un objeto determinado, y que se entregue al artífice el estipendio correspondiente, este artífice sería un legatario.

Todos los fundamentos de la demanda carecen en absoluto de valor ante la razón y la ley.

La indignidad del sucesor.- Afirma la demanda que el excelentísimo señor de la Torre es indigno de suceder a la señorita Yépez Palacios y funda su aserto en los artículos 956 y 962 del Código Civil.

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Al fundarse en estos artículos, el actor imputa al excelentísimo señor de la Torre el haber prometido a la testadora hacer pasar sus bienes a persona incapaz. Añade la demanda que el excelentísimo señor de la Torre ha sido instituido heredero universal sólo como intermediario para que las asignaciones pasen a incapaces.

Concluye que el heredero universal es indigno de suceder a la señorita Yépez Palacios.

Este nuevo fundamento para el cual los otros sólo han servido de antecedente, tampoco tiene ningún valor; ha nacido, como los demás, del desconocimiento de las instituciones jurídicas concernientes, de una verdadera confusión de ideas. Veámoslo.

El art. 956 del Código Civil establece:

«Es nula la disposición a favor de un incapaz aunque se disfrace bajo la forma de un contrato oneroso o por interposición de persona».

El art. 962 del propio Código dice:

«Es indigno de suceder el que a sabiendas de la incapacidad, haya prometido al difunto hacer pasar sus bienes o parte de ellos, bajo cualquiera forma, a una persona incapaz».

Habiendo determinado el Código los casos de incapacidad para suceder, estableció al propio tiempo el precepto -431- adecuado para que no se burlara la ley por medios que en apariencia se conformaran con ella, por procedimientos que ocultando el verdadero destino de los bienes, ocultando al incapaz realmente protegido por el designio del testador, impidieran a los legítimamente interesados ejercitar las acciones adecuadas para que los bienes no pasen al incapaz.

Por esto, el artículo citado prescribe que es nula la disposición a favor de un incapaz aunque se la disfrace bajo la forma de contrato oneroso o por interposición de persona.

Quiso la ley evitar que la máscara ocultadora del incapaz, permitiese que los bienes pasaran a él; quiso impedir que el disfraz del contrato oneroso, la interposición de persona, ocultadores del incapaz, frustrasen la acción de los herederos para que los bienes no pasen a quien no tiene aptitud de suceder.

En una palabra, este artículo establece que el ocultamiento por medio de contrato oneroso o por interposición de persona, del incapaz a quien en realidad se destinan los bienes, no tenga valor legal, y los legítimamente interesados puedan ejercitar su derecho para destruir el contrato simulado, o para desenmascarar a la persona interpuesta.

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Persona interpuesta.- El profesor Planiol, tratando de las disposiciones hechas en fraude de la ley, expone:

«En todo tiempo los particulares han buscado eludir las prohibiciones de disponer o de recibir a título gratuito establecidas contra ellos. La mayor parte de los procedimientos que sirven a este propósito, son desde largo tiempo conocidos y clasificados, y la ley los ha previsto para declarar la nulidad de las liberalidades hechas en fraude de sus preceptos. Los medios más frecuentes son el disfraz de la liberalidad y la interposición de persona. Simulando una donación bajo las apariencias de un -432- contrato a título oneroso, se impide a los terceros reconocer su verdadera naturaleza, y por consiguiente no pueden demandar la nulidad que les interesa. Dirigiendo la liberalidad a un beneficiario puramente aparente, que juega el papel de persona interpuesta, se impide a los terceros interesados conocer el nombre del verdadero donatario o legatario, que es incapaz, y la nulidad se evita así de hecho».

Los profesores Baudry-Lacantinerie y Colin exponen: «La persona interpuesta es un intermediario escogido por quien dispone de los bienes para hacer pasar la liberalidad a un incapaz; es un testaferro (prete-nom) que recibe el encargo de trasmitirlos; él sirve de lazo de unión entre quien dispone de los bienes y el incapaz; de ahí la denominación de persona interpuesta. Así, un padre natural que ya ha donado a su hijo todo lo que podía disponer en su provecho y quiere beneficiarle más allá de este límite, hace una donación a un amigo con el encargo secreto de entregarle al hijo. Ocultando la liberalidad, él espera sustraerla a la nulidad. Si el fraude es descubierto, el hijo será considerado como el verdadero donatario; y en consecuencia la donación será nula» (Traité Theorique et Practique de Droit Civil, tomo 10, pág. 264).

La esencia de la interposición de persona consiste, pues, en ocultar al individuo a quien en realidad va a beneficiar el acto o contrato.

La interposición por su esencia, exige la intervención de tres personas: el testador, la persona que en apariencia es instituida heredera o legataria, y el incapaz a quien realmente están destinados los bienes.

En el testamento no figuran sino el testador y la persona interpuesta, y se mantienen ocultos la verdadera destinación de los bienes y el nombre de la persona del incapaz. Así se procura evitar la nulidad de la asignación.

-433-

La persona interpuesta es el lazo entre el testador y el incapaz cuyo nombre no figura en el testamento. El célebre profesor de la Universidad de Pisa, don Francisco Ferrara, en su notable obra la Simulación de los negocios jurídicos, escribe: «Al celebrarse un negocio jurídico, cabe que se interponga una persona extraña con el fin de

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ocultar al verdadero interesado. Esta persona sirve de intermediaria, de eslabón entre los que quieren conseguir los efectos de un acto jurídico. Los caracteres que la distinguen, en general, son: 1.º Ponerse entre los que deben ligarse directamente en el negocio, o entre los cuales deben descansar en definitiva el contenido patrimonial del mismo, sin que el intermediario tenga en el negocio un interés personal. 2.º Su función de ocultar al verdadero dueño del negocio, que quiere permanecer entre bastidores. Esta figura genérica se llama persona interpuesta. (...) Los fines que determinan la interposición de persona varían según los casos. O el contratante quiere ocultarse de la otra parte, o quiere ocultarse de la ley para burlar una incapacidad o una prohibición» (págs. 288 y 291).

Por las doctrinas expuestas se ve con toda claridad que la función esencial de la interposición de persona es ocultar en el acto o contrato al verdadero interesado, al individuo en quien en definitiva ha de recaer el beneficio patrimonial de ellos. El fin esencial de la interposición de persona es ocultar entre la ley para que los legítimos interesados no puedan solicitar la nulidad al verdadero beneficiario del acto o contrato que permanece entre bastidores, sin que de ninguna manera aparezca en el instrumento del acto o contrato.

El art. 956 dispone que es nula la disposición a favor de un incapaz aunque se disfrace por interposición de persona, y el 962 establece que es indigno de suceder el que a sabiendas de la incapacidad, haya prometido al difunto hacer pasar sus bienes bajo cualquier forma, a una persona incapaz.

Las formas que la ley considera que se emplean para hacer pasar los bienes a un incapaz, son las señaladas -434- por Planiol: el contrato oneroso y la interposición de personas, las mismas previstas en el art. 956.

De estas dos formas de hacer pasar los bienes a un incapaz, la demanda se funda únicamente en la segunda la interposición de persona. Hago hincapié, dice el Instituto Nacional de Previsión Social en su demanda, en que el señor de la Torre ha sido instituido heredero universal sólo como intermediario para que las asignaciones pasen a incapaces.

En definitiva, el Instituto imputa a su excelencia el señor de la Torre de haber servido de persona interpuesta para que los bienes pasaran a personas incapaces.

Tal imputación desconoce en absoluto el verdadero concepto, la verdadera función, el verdadero fin de la interposición de personas.

Para que el Testamento de la señorita Yépez Palacios constituyera a su excelencia el señor de la Torre persona interpuesta, era indispensable que él hubiese sido colocado como intermediario entre la testadora y los incapaces cuyos nombres se hubiesen determinado confidencialmente al heredero, sin que estos nombres consten en el testamento.

La función esencial de la interposición de persona, como lo dice Ferrara, es ocultar al verdadero interesado en el negocio, interesado que permanece entre bastidores.

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El fin esencial de la interposición de persona, como lo enseña el mismo autor, es ocultarse de la ley, ocultarse de quien puede intentar la acción de nulidad, para por medio del ocultamiento del incapaz burlar una prohibición fundada en la incapacidad del interesado real.

Como con tanto acierto expresó la defensa del demandado en el alegato de primera instancia, «para que tenga aplicación lo prescrito en el artículo 962 del Código Civil, es condición indispensable que del testamento no aparezca que un incapaz cualquiera es favorecido con el todo o parte de los bienes del testador, debiendo -435- constar únicamente el nombre de la persona instituida heredero o legatario, la que, según se descubre, ha prometido al testador beneficiar con el todo o parte de los bienes al incapaz. Prometer es obligarse de modo expreso a hacer algo o dejar de hacerlo; y para que la promesa de que habla el artículo 962 surta efecto, es preciso que entre el testador y el heredero o legatario haya mediado un pacto secreto, una promesa clandestina de entregar algún bien de la sucesión a un incapaz, de suerte que la institución de heredero o legatario tenga razón de ser sólo en cuanto el instituido ha prometido, se ha obligado a pasar el todo o parte de los bienes de la sucesión a persona o personas incapaces; obligación que para ser eficaz y tener debido cumplimiento, ha debido contraerse con el testador de modo expreso y reservado».

Nada, absolutamente nada de esto existe en el presente caso. La testadora no quiso ocultar ni los objetos, ni las entidades, ni las personas a quienes debían de pasar los frutos de la hacienda «Iguiñaro»; la testadora no quiso que su heredero universal fuese mera persona interpuesta para ejercer la función de ocultar los incapaces. La señorita Yépez Palacios y su heredero universal tampoco persiguieron el fin esencial de la interposición de persona, ocultar de la ley, de los legítimos interesados, de los incapaces. Todo lo contrario. En el testamento se expresa con claridad, sin ocultamiento ante la ley, sin ocultamiento de ningún género, que los frutos de la haciendo «Iguiñaro» se han de invertir en el culto de la Santísima Virgen, en las escuelas de la parroquia de El Quinche y en limosna a los padres franciscanos.

Si la esencia de la interposición de persona consiste en que ésta sirva de intermediario entre el testador y las personas que permanecen ocultas, que no se expresan en el testamento, es a todas luces evidente que en el presente caso no existe interposición de persona que requiere necesariamente el ocultamiento del verdadero destino de los bienes.

-436-

Ocultamiento y expresión clara y determinante en instrumento público, son términos contradictorios. La demanda se funda en la contradicción.

Promesa oculta.- Como la interposición de persona tiene por fin esencial hacer pasar el todo o parte de los bienes del testador a individuos incapaces cuyos nombres quedan ocultos, requiere necesariamente un acuerdo asimismo oculto entre el testador y la persona interpuesta, en virtud del cual ésta promete hacer pasar los bienes a los incapaces.

Esta promesa necesariamente tiene que ser oculta, porque de otra manera aparecería en el instrumento todo lo que debe permanecer oculto: el nombre de los incapaces y la

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circunstancia de que esos bienes están destinados a ellos. Todos los elementos constitutivos de la interposición de persona desaparecerían si del propio testamento constase la promesa de hacer pasar los bienes. Sería el antifaz que llevara escrito el nombre de aquel a quien pretendiera ocultar.

Por esto, con mucha propiedad expone Ferrara que en la interposición de persona el contratante otorga un poder jurídico ilimitado a la persona interpuesta, aunque con la inteligencia secreta de que no usará del mismo en beneficio propio, sino que lo trasmitirá a otro.

Veamos ahora si su excelencia el señor de la Torre hizo a la testadora la promesa oculta, esencial en la interposición de persona, de hacer pasar los bienes a incapaces.

Desde luego, basta tener en cuenta que la promesa prohibida por la ley es la de hacer pasar los bienes a quienes para nada aparecen en el testamento, a las personas que deben permanecer entre bastidores, para convencerse de que tal promesa fue absolutamente imposible, ya que en el testamento constan los nombres de personas y objetos a quienes se destinan los frutos de «Iguiñaro». La promesa oculta fue imposible, por falta de materia u objeto sobre que versara, materia y objeto -437- que habrían sido las personas que hubiesen permanecido ocultas, entre bastidores. Como nada quedó oculto, como no hubo bastidores, ni personas entre ellos, la promesa no habría podido realizarse por falta de materia y objeto.

La promesa ilegal, la sancionada con indignidad, debió ser en estos términos: Prometo a la testadora servir como persona interpuesta entre ella y los incapaces cuyos nombres no constarán en el testamento, porque se quiere proceder a ocultas de la ley. Prometo ser intermediario entre la testadora y las personas cuyos nombres no constan en el testamento.

Mas, como en el testamento nada se oculta, todos los nombres constan en él, nada hay ficticio, resulta verdaderamente imposible la existencia de aquella promesa de hacer pasar a personas u objetos ocultos en el absoluto silencio del testamento, ocultos por el velo de la persona interpuesta.

La obligación del heredero universal de entregar los frutos, no nace de promesa oculta, sino de la disposición clara, constante en instrumento público, en que la testadora ordena entregarlos. Su Excelencia no ha prometido hacer pasar a personas ocultas, sino que la testadora los hace pasar en su disposición testamentaria obligando al heredero la entrega.

Su excelencia el señor de la Torre en su confesión dijo textualmente:

«La señorita Yépez Palacios vino a verme antes de la celebración del testamento y me suplicó que consintiera en ser su heredero universal, y yo acepté, naturalmente resuelto a dar cumplimiento a sus disposiciones testamentarias».

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Su Excelencia aceptó ser heredero universal, naturalmente resuelto a dar cumplimiento a las disposiciones testamentarias. Su resolución, que ni siquiera llegó a ser promesa, fue la de cumplir las disposiciones testamentarias, las que constasen en el instrumento público; no -438- fue la de hacer pasar como persona interpuesta a personas ocultas, a personas que no constasen en el testamento.

Fraude de la Ley e indignidad.- La promesa que vuelve indigno de suceder, es la promesa oculta, en fraude de la ley, hacer pasar a personas que quedan ocultas, sin que de ellas se hable en el testamento, el todo o parte de los bienes.

La indignidad establecida en el Código es sanción de faltas muy graves contra la persona del testador o de fraudes contra la ley.

El que a sabiendas de la incapacidad promete ocultamente al difunto hacer pasar sus bienes a persona incapaz cuyo nombre se oculta en el testamento para que, burlada la ley, los legítimos interesados no puedan pedir la nulidad de la asignación, procede en fraude de la ley, y por ello se hace acreedor a la sanción de indignidad de suceder.

Si por constar todo en el testamento no cabe fraude de la ley, ni que se realice aquello que prohíbe, porque los interesados pueden en vista del testamento pedir la declaración de nulidad de la disposición, es a todas luces evidente que no hay el fraude de la ley para el cual se ha establecido la sanción de indignidad.

Interposición y asignación modal.- Persona colocada entre el testador y el incapaz que permanece oculto, es la esencia de la interposición de persona prohibida por la ley. Esto supone que el heredero instituido en el testamento no lo es sino en apariencia, y que el verdadero beneficiado es la persona oculta cuya incapacidad hay que investigar.

En el presente caso, el heredero instituido, es realmente heredero; él es el verdadero dueño de los bienes de la herencia; la capacidad no cabe investigarse sino respecto del asignatario modal, y no cabe buscarle en el objeto, persona o entidad a quien beneficie el modo.

-439-

Resulta, pues, evidentísimo que por esta nueva razón es inaplicable el presente caso al precepto de indignidad que supone necesariamente que se ha querido hacer pasar los bienes a incapaces en los casos en que la capacidad es indispensable. Si en la asignación modal no es un obstáculo para el modo o carga la incapacidad del que ha de ser beneficiado con el modo, es inconcuso que no es el caso de aplicar lo estatuido respecto de la indignidad.

Del todo conforme con tan obvios principios es la enseñanza del profesor Barros Errázuriz quien escribe lo siguiente: «Será nula la disposición a favor de un incapaz aunque se disfrace bajo la forma de un contrato oneroso o por interposición de persona» (art. 976).

«Conviene hacer constar que por este artículo no se prohíben las asignaciones modales, que están expresamente contempladas en la ley como asignaciones válidas» (art. 1.089).

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El testador puede dejar sus bienes a una persona capaz para que los tenga por suyos, con la obligación de aplicarlos a un fin especial como el de hacer ciertas obras. En este caso, la capacidad existe en el asignatario modal, y la ley no exige que la obra a que se van a aplicar los bienes tenga personalidad jurídica.

Con arreglo a estos principios se declaró válida una asignación hecha al Ordinario Eclesiástico de Santiago, para que los aplicara a la Universidad Católica, institución esta última que no tenía entonces personalidad jurídica propia...

Las dificultades suscitadas provienen de que no se hace la debida distinción entre el asignatario modal y el beneficiado con el modo. En la asignación modal, como ya lo hemos dicho, la persona llamada por el testador para recibir la asignación no es el beneficiado con el modo, sino el asignatario modal, al cual se impone la obligación de invertir, en la forma ordenada por el testador, lo asignado con tal objeto.

-440-

Por medio de la signación modal puede favorecerse cualquier obra benéfica, establecimiento o corporación, aunque carezca de personalidad jurídica, con la única limitación de que el modo no sea por su naturaleza imposible, o inductivo a hecho ilegal o inmoral, y no puede considerarse como inmoral o ilegal la inversión de lo que deja el testador para fines de beneficencia, o piadosos, o de enseñanza.

Una de las fuentes de los graves errores que constituyen la demanda, es la confusión entre la asignación modal y la interposición de persona, figuras jurídicas profundamente diferentes.

Recordemos la clásica distinción del profesor Planiol: «Teóricamente, la distinción es fácil. Hay interposición de persona cuando los bienes o valores objeto de la liberalidad, considerados como cuerpo cierto no deben quedar en el patrimonio del donatario o legatario, que no son propietarios sino en apariencia, y según la intención común de las partes, la propiedad es trasmitida realmente a un tercero que es el único beneficiado; hay liberalidad con carga, cuando la propiedad de estos bienes o valores es realmente trasmitida por la voluntad del disponente al donatario o legatario, los cuales se encontrarán simplemente grabados con una obligación hacia el tercero beneficiario.

»La interposición de persona tiene por fin la trasmisión de la propiedad a tercero, la carga le vuelve solamente acreedor del donatario».

Resumen.- La demanda afirma que el heredero universal es indigno de suceder por haber prometido como persona interpuesta hacer pasar los bienes a incapaces.

La indignidad, en el sistema legal, es una grave sanción para quienes, en fraude de la ley, prometen hacer pasar los bienes a quienes el legislador lo prohíbe.

La indignidad es una sanción a quien sirve de medio para que los bienes pasen de manera oculta a terceros -441- incapaces, ocultamiento que tiene por fin el que los legítimos interesados no puedan intentar la acción de nulidad y triunfe así el fraude de la ley.

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Una de las formas de este ocultamiento es la interposición de persona.

Los elementos esenciales de la interposición de persona son: persona colocada entre el testador y el incapaz que permanece oculto, entre bastidores, pues ocultar la destinación real de los bienes; y promesa secreta de la persona interpuesta al testador de hacer pasar sus bienes al incapaz que de ninguna manera consta en el testamento.

En el presente caso, como hemos visto, no existe ninguna clase de ocultamiento, ni de los supuestos incapaces, ni del destino de los bienes, como no existe ninguna promesa oculta.

La persona interpuesta no es sino asignatario en apariencia; en el presente caso el asignatario, el heredero universal, es en realidad heredero, el verdadero propietario de los bienes de la sucesión, con la carga de invertir los frutos de «Iguiñaro» en ciertos objetos determinados.

Si el fundamento de la indignidad, según la demanda es la de que Su Excelencia no es sino persona interpuesta; y si ninguno de los elementos de la interposición de persona existen en el presente caso, es evidente, de toda evidencia que no existe ni sombra de la indignidad en el heredero.

En el presente caso es de todo punto imposible el fraude de la ley, sin el cual no puede existir la indignidad. Si las disposiciones testamentarias fuesen nulas, la acción de nulidad impediría el fraude de la ley. Imposibilidad de fraude de la ley porque en el testamento mismo se fundaría la acción de nulidad, e indignidad del heredero, son términos contradictorios. La dignidad no puede existir, sin el ocultamiento en fraude de la ley.

-442-

Sucesión parte intestada.- Mantiene la demanda que de no declararse la indignidad del heredero, la sucesión de la señorita Yépez Palacios sería en parte intestada en lo referente a la hacienda «Iguiñaro» y al resto del precio de la casa, pues, que, según la demanda son nulas las disposiciones de la testadora en lo referente a esos bienes.

Ya hemos visto que las disposiciones de la testadora son perfectamente legales.

Mas, aun cuando lo dispuesto respecto de los frutos de la hacienda «Iguiñaro» y del resto del precio de la casa, adoleciese de nulidad, su declaración aprovecharía sólo al heredero universal, su excelencia el señor de la Torre.

Según el art. 942 del Código Civil, el sucesor a título universal, sucede al difunto en todos sus bienes, derechos y obligaciones trasmisibles, o en una cuota de ellos como la mitad, tercio o quinto.

El art. 1.087 del propio Código, declara que el heredero representa la persona del testador para sucederle en todos sus derechos y obligaciones trasmisibles.

«El asignatario a título universal es llamado a suceder al testador en su patrimonio, esto es, a representar a su persona con todos sus derechos y obligaciones trasmisibles,

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incluso las cargas testamentarias... Todos esos bienes y cargas forman lo que se llama una universalidad de derecho, que es una entidad abstracta, general, distinta de los bienes y cargas aisladamente considerados.

»El asignatario universal, llamado heredero, representa la persona del difunto; y aun ambos se consideran como una misma persona: Hoeres consetur cum defuncto una eademque persona» (Barros Errázuriz, tomo V, pág. 13).

El heredero es el continuador de la personalidad jurídica del difunto, continúa como sujeto de la relación jurídica del patrimonio hereditario, de la universalidad -443- de los bienes, en la misma forma en que el testador fue sujeto de la relación jurídica.

Como exponen los profesores Baudry-Lacantinerie y Colin, la institución de heredero es la disposición testamentaria por la cual el testador da a una o varias personas la universalidad de sus bienes que dejará a su muerte.

La palabra universalidad expresa este ser de razón, ser colectivo, que se llama el patrimonio, y que tiene un activo y un pasivo: el activo, comprende todos los bienes; el pasivo, las deudas y las cargas impuestas sea por la ley, sea por la voluntad del hombre. Es esta universalidad así comprendida la que el testador da al heredero; pero no le da la totalidad de los bienes sino eventualmente.

La circunstancia de que existen asignaciones a título singular o ciertas cargas que debe satisfacer el heredero, no le quita el carácter de sucesor a título universal. Precisamente el sucesor a título universal tiene este carácter porque sucede en el patrimonio, en todo su activo y pasivo, con la obligación de entregar esos legados y de sufrir esas cargas. Precisamente porque es heredero universal está sujeto a aquellas obligaciones, y porque está sujeto a ellas no siempre hereda la totalidad de los bienes.

Mas, como el heredero, está llamado a la universalidad del patrimonio, a todo su activo y pasivo, si por tal o cual circunstancia desaparece una cifra del pasivo, auméntase el patrimonio activo del heredero. Así, si el legado, el modo, partidas del pasivo, desaparecen por declaración de nulidad, el heredero ve aumentar el activo de la herencia, el activo en que sucede, aumento que se verifica por la disminución del pasivo.

Por esto, como enseñan los profesores citados el heredero puede llegar eventualmente a heredar la totalidad de los bienes del difunto, entre otros casos, cuando caducan los legados establecidos en el testamento. Realizadas estas y otras eventualidades, el derecho del heredero, no encontrará obstáculo alguno, se ejercerá plenamente -444- y se extenderá a todos los bienes del testador (Traite Théorique et Practique de Droit Civil, tomo II, pág. 192-194).

Según esta evidentísima doctrina, el heredero ve aumentar su activo hereditario a medida que se declara la nulidad de las asignaciones a título singular, de las cargas que se le han impuesto, en una palabra de todo aquello que constituye el pasivo del patrimonio.

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Recordemos en este punto la doctrina de los profesores Baudry-Lacantinerie y Colin, citada en el alegato de segunda instancia presentado en defensa de su excelencia el señor de la Torre.

«El legado nulo, revocado o caduco se reputa no escrito, pro no scripto habetur.

»En consecuencia, la nulidad, la revocación o caducidad benefician a aquel que estaba encargado de pagar el legado o en perjuicio de quien se realizaría su ejecución.

»Así, si el difunto deja un hermano como más próximo heredero y un legatario universal, la nulidad, la revocación, la caducidad del legado universal aprovecharía al hermano, pues en su perjuicio el legado recibiría su ejecución.

»De la misma manera, si un testador ha hecho un legado universal y un legado a título singular, la nulidad, la revocación o la caducidad del legado a título singular, aprovecharía el legatario universal que se habría perjudicado con su ejecución...

»Si se supone que hay un legatario universal, un legatario a título universal de los inmuebles y un legatario singular de un inmueble determinado, la nulidad, la revocación o caducidad de este último legado aprovecharía al legatario a título universal que está encargado de pagarlo».

-445-

Idéntica doctrina expone el profesor Planiol cuando enseña que si se trata de un legatario universal, a quien se le ha impuesto una carga, la nulidad de ésta le aprovecha a él.

De todo lo expuesto aparece con luz meridiana que, instituido único y universal heredero el excelentísimo señor de la Torre, de declararse la nulidad de la disposición testamentaria relativa a los frutos de la hacienda «Iguiñaro» y a la inversión del resto del precio de la casa, la consecuencia sería que esa nulidad aprovecharía al heredero universal que no estaría ya obligado a invertir las frutos del predio y parte del precio de la casa en la forma indicada por la testadora, sino que podría disponer de los frutos y del predio con la absoluta libertad de absoluto dueño como heredero universal.

Si la asignación modal fuera nula, el heredero universal vería aumentar el activo de su patrimonio, exento de las cargas constitutivas del modo. Y si todos los legados

(Traité Théorique et Practique de Droit Civil. Des Donations entre vifs et des testaments, tome deuxieme, pág. 421.)

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establecidos por la testadora fueran nulos, el heredero universal llegaría a ser heredero no sólo de la universalidad del patrimonio, sino de la totalidad de los bienes de la sucesión.

Pretender, como lo hace la demanda, que los bienes objeto de las disposiciones que se declaran nulas, serían materia de sucesión abintestato, es absolutamente antijurídico. La sucesión testamentaria a título universal excluye la sucesión abintestato, porque los bienes singulares objeto de la disposición declarada nula, aumentan el activo en que sucede el heredero universal.

El argumento de última hora.- Herido el actor por la evidencia incontrastable de la argumentación que demuestra sin dejar lugar a duda que lo dispuesto en el testamento respecto del predio «Iguiñaro» y sus frutos constituye una asignación modal, acude al medio desesperado de argüir que no fue materia de las excepciones el que en el testamento se hubiere establecido aquella disposición modal.

-446-

Nada más antijurídico.

El que lo establecido en la parte pertinente del testamento constituye una asignación modal, es una de las razones que demuestra la legalidad de las excepciones propuestas, razón que no era necesario manifestarla expresamente en la contestación de la demanda. Si de otro modo fueran todas las razones de la defensa deberían comprenderse en la contestación, y ésta se confundiría con el alegato.

La contestación negó los derechos que reclama el actor, así como los fundamentos en que los apoya. Y precisamente una de las razones que demuestran que ante la ley no existen los fundamentos en que se basa el actor, es la de que lo dispuesto en lo tocante a los frutos no constituye asignación a incapaces, como pretende el actor, sino una asignación modal.

La contestación expuso que el testamento instituye heredero al excelentísimo señor de la Torre y que lo dispuesto en cuanto a los frutos es perfectamente válido. La razón científica que demuestra esa validez, es la de que lo dispuesto respecto de «Iguiñaro» y sus frutos constituye una asignación modal.

En las excepciones se expresó que su excelencia el señor de la Torre, no ha prometido a la señorita Yépez Palacios hacer pasar sus bienes a persona incapaz; y una de las razones que demuestran este aserto es la de que no existe tal promesa, sino la obligación impuesta al heredero de cumplir con la asignación modal.

La contestación expuso que el testamento no le constituye al heredero persona interpuesta, como pretende la demanda. Y la demostración de que no hay persona interpuesta, es la de que lo establecido en el testamento es una asignación modal.

Las excepciones tienen la eficacia necesaria para destruir la acción. Las razones que justifican las excepciones son de fuerza incontrastable, razones entre las que figura la de que ni hay interposición de persona, ni -447- indignidad, ni es nulo lo dispuesto respecto de los frutos, porque lo establecido en el testamento es una asignación modal.

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Tan no es necesario que las excepciones contengan todas las razones legales y científicas que la demuestran, que el art. 298 del Código de Procedimiento Civil, de acuerdo con la doctrina, prescribe que «los jueces están obligados a suplir las omisiones en que incurran las partes sobre puntos de derecho».

Asimismo nada vale al argumento de lo dispuesto en cuanto a los frutos no es legal por el carácter de perpetuidad con que deben entregárselos. Según la clara intención de la testadora aquello de la perpetuidad se refiere sólo a la vida del heredero. Y aun cuando esa no hubiera sido la intención, es obvio que la obligación concerniente a los frutos terminaría con la vida del asignatario modal por no tratarse de una obligación trasmisible a los herederos.

Conclusión

La demanda pide la declaración de indignidad del heredero universal, fundándose en que no es sino un intermediario que ha prometido hacer pasar los bienes de la testadora a personas incapaces.

La indignidad de suceder es sanción para el que como persona interpuesta, en fraude de la ley, promete hacer pasar los bienes del difunto a persona incapaz.

La interposición de persona coloca al asignatario aparente entre el testador y el incapaz a quien realmente se destinan los bienes.

El fin de la interposición de persona es ocultar al verdadero interesado, al incapaz; es ocultar asimismo la verdadera destinación de los bienes.

-448-

El medio para conseguir que se realice esta destinación oculta de los bienes, es la promesa secreta de hacer pasar los bienes al incapaz, hecha al testador por la persona interpuesta.

Destinación oculta de los bienes, incapaz oculto a quien realmente ha de pasar en virtud de la promesa oculta, tal es la esencia de la interposición de persona.

Su fin último, es el fraude de la ley por el procedimiento que ocultándose de ella pretende eludir la nulidad.

En el presente caso ninguno de estos elementos existen; pero sí todos los contrarios.

Del testamento consta con toda claridad la destinación de los bienes, el nombre y designación precisa de las personas y entidades a quienes se los destinan; y existe el heredero universal encargado de cumplir no promesas secretas sino las disposiciones claras del testamento.

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La destinación de los frutos y del resto del precio de la casa no constituyen asignaciones a favor de incapaces, sino una asignación modal del predio «Iguiñaro», y la orden de pagar el justo estipendio a quienes celebren las misas en sufragio del alma de la testadora.

En la asignación modal la capacidad es requisito del asignatario modal, y de ninguna manera de los objetos o entidades a que se destina el modo.

Caso de que aquella destinación de los frutos y del precio no fuesen legales, la nulidad aprovecharía al heredero universal, llamado a la totalidad de los bienes en el evento de quedar sin efecto las disposiciones relativas a bienes singulares.

Lo expuesto demuestra que todos y cada uno de los fundamentos de la demanda son absolutamente contrarios a la ley, a la doctrina científica que la explica y a los hechos pertinentes a la controversia.

-449-

No puedo dudar de que el Tribunal Supremo desechará la demanda, confirmando con la máxima autoridad de su sabiduría la sentencia subida en grado, para el imperio del clarísimo derecho de mi representado, su excelencia señor don Carlos María de la Torre, dignísimo Arzobispo de Quito.

Alejandro Ponce Borja.

-[450]- -451-

Apéndices

Selecciones de la Secretaría General

-[452]- -453-

Doctor Pablo Hilario Chica

-[454]- -455- Magistrados ilustres del Azuay

Señor doctor Pablo Hilario Chica

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Oidor de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, Ministro Presidente Fundador de la Corte Superior de Cuenca (De la revista jurídica Justicia)

Apuntes biográficos

I

Descendiente de Dn. Mateo Chica, de familia española, Corregidor de Cuenca, en la época colonial, nació en esta ciudad D. Pablo Hilario Chica, en la segunda mitad del siglo XVIII teniendo por padres a Dn. Juan Chica -456- y Sánchez, de nobilísima cepa, y doña Rosa Astudillo y Herrera de alta alcurnia, ésta hermana de D. Francisco Astudillo y Herrera, quien casado con la señora Manuela Neira, formaron el tronco de nobles familias del lugar, ya que la señora Neira pertenecía a una de las grandes aristocracias antiguas del país, desde que muchas familias nobles de Cuenca son oriundas de España, de Inglaterra, de Colombia y del Perú, de Quito y de Riobamba, de Guayaquil y de Loja. Don Francisco Astudillo fue uno de los poquísimos personajes ilustrados de su tiempo, para merecer como mereció el siguiente elogio del padre Solano, cuando en la Defensa de Cuenca refutaba las expresiones de don Francisco José Caldas, quien, hablando de nuestros antepasados, decía que no tenían ligeras nociones y noticias de las ciencias, en esta ciudad; el sabio franciscano polemista le contestó así: «Unda dejó discípulos y entre ellos conocí a don Francisco Astudillo, inteligente en la geometría y geografía».

II

El Sr. Dn. Pablo Hilario Chica, estudió en Quito, recibiéndose de Abogado de la Real Audiencia, en los términos del siglo diez y ocho; vuelto a su país natal se casó con la señora Clara Cortázar y Requema, de muy ilustre abolengo, por descender estos apellidos de honorables prosapias, Santistevan, Lavayen y Arteta, y ser la señora Cortázar emparentada con distinguidas estirpes de Guayaquil; a cuyo propósito, es dable citar las frases escritas por el eminente azuayo Sr. Dn. Antonio Borrero, en la biografía de la señora doña Teresa Rivera y Cortázar v. de Córdova, al referirse al apellido Cortázar dice: «por su familia materna (fue hija de doña Juana Cortázar, hermana de doña Clara) estuvo emparentada con el general Lamar, antiguo Presidente del Perú, con los señores Rocafuerte y García Moreno, Presidentes del Ecuador, con el ilustrísimo Sr. Garaicoa, antiguo Arzobispo de Quito, y con el sobrino carnal de éste, Abdón -457- Calderón y Garaicoa, el joven héroe de la gloriosa Batalla de Pichincha».

Doña Clara fue hija del doctor don Francisco Cortázar y Lavayen, también Oidor de la Real Audiencia, quien murió en 1813, en esta ciudad, en el desempeño de su cargo cuando la Corporación funcionaba en Cuenca por haberse trasladado desde Quito a causa de los trastornos políticos que dieron por resultado la proclamación de la Independencia de nuestra República. Don Francisco tuvo por hermanos al ilustrísimo Sr. obispo don José Ignacio Cortázar, fundador de los Colegios Seminarios de Guayaquil y Cuenca, en 1818; y a doña Josefa Cortázar esposa de don Marcos de

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Lamar, Contador Real. Hermanos de la primera fueron el sabio doctor Ramón Cortázar, fallecido en edad temprana; doña Francisca Cortázar, esposa de don Manuel María Borrero, padres de lumbreras azuayas, como los doctores Ramón Borrero y Antonio Borrero Cortázar, que fue Presidente Constitucional de la República del Ecuador; y doña Juana Cortázar, esposa del Dr. Dn. Francisco Rivera y Nates, ascendientes de los Córdovas Riveras, entre los que se cuentan el doctor Gonzalo Córdova Rivera que también fue Presidente Constitucional de la República del Ecuador.

III

Por sus grandes aptitudes el Dr. Chica, fue nombrado Oidor de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, cargo que estaba casi vedado para los criollos, así como el de Presidente de la Real Audiencia de Quito; pues refieren los historiadores que de treinta y cuatro presidentes de este alto Tribunal de Quito, durante el transcurso de 259 años, a contar desde 1563, en que se estableció la Real Audiencia, hasta 1822 en que cayó con el poder español, solamente dos criollos llegaron a tan encumbrado puesto: el señor Fernando Sánchez de Orellana, -458- nacido en Latacunga, y Dn. José Araujo del Río, nativo de Lima.

En 1816 marchó el único Oidor cuencano a la capital de la Nueva Granada, a desempeñar su honroso cargo, y lo ejerció tres años hasta el 7 de agosto de 1819, fecha en que perdieron los españoles la Batalla de Boyacá, que sellara la Independencia de aquella nación, llamada después el Estado Central, cuando la formación de la Gran Colombia. «Salió de Bogotá el Dr. Chica (dice una carta de ese tiempo) en la comitiva del virrey Sámano, pero no salió a pie como otros oidores, porque Chica a beneficio de su carácter manso y suave no excitó contra sí el odio de los insurgentes de aquella época».

Volvió a Cuenca y quiso volver ajeno a la política, dedicado al trabajo de sus ricas propiedades, sobre todo, a sus establecimientos de Gualaquiza, porque cual godo realista, no debía tomar parte en el nuevo orden de cosas, como así pasó durante el tiempo de trece años, no menos que renunció el cargo de Consejero de Estado dado por el Congreso Constituyente de Riobamba, en 1830, cuando se separó el Ecuador de la Gran Colombia, renuncia que consta admitida en el Congreso siguiente de Quito, en la sesión del 7 de noviembre de 1831; pero en 1832 ya no pudo sustraerse al nuevo llamamiento que se le hiciera para el servicio de la causa pública, en el Poder Judicial, y tuvo que aceptar el empleo de Ministro Juez de la Corte de Apelaciones del Departamento del Azuay.

Antes de ocuparnos del Ministerio en el Poder Judicial del Dr. Chica, que fue en la última etapa de su vida, toquemos en la protección que dispensaba a los jívaros de Gualaquiza, con motivo de sus viajes al Oriente; y al hacerlo, citemos un artículo publicado por uno de los eminentes escritores de Guayaquil, para evitar que se nos trate de parciales ya que biografiamos a un ilustre conterráneo nuestro, cuya memoria ha sido poco celebrada, a pesar de que fue un personaje de alta figura en la primera mitad del siglo anterior, época en la que -459- lucieron algunos esclarecidos azuayos, grandes prohombres que ahondaban el camino poco trillado, como fundadores de las letras en

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Cuenca, guiados por el portaestandarte P. Solano, para que siguieran la ruta nuevas generaciones, no menos esclarecidas, como en efecto van siguiendo dando el ejemplo y enseñanza de aquéllos.

El eximio escritor guayaquileño, al que nos referimos, Sr. Dr. Dn. Francisco Campos, en su obra intitulada Galería biográfica de hombres célebres ecuatorianos, al hablar del Dr. Dn. Pablo Hilario Chica, se expresa así: «Oidor de Cuenca (alude a que fue Ministro Juez del Tribunal Superior), y propietario de vastos establecimientos en Gualaquiza, llegó a ser muy querido de los indios jívaros a los cuales atendió siempre, conquistándose el aprecio de esa numerosa tribu, por la protección que les dispensaba. Es uno de los hombres que más ha contribuido a conquistar la confianza entre las tribus indígenas, procurando, de este modo, hacerlos buscar los grandes centros civilizados. Su memoria se conserva entre los indígenas de Yahuarzongo, como la de un protector y amigo».

IV

Cuando por tercera y última vez, se reinstaló definitivamente el Tribunal de Justicia de Cuenca, en 1835, el Dr. Chica fue llamado nuevamente para ejercer el cargo de Ministro Juez, y la Corporación le nombró su Presidente, reeligiéndole en el año siguiente; de modo que fue uno de los fundadores del Tribunal definitivo en unión de otros notabilísimos colegas a quienes luego mencionaremos. Dijimos que la reinstalación se hizo por tercera vez, porque la primera creación que hiciera el mariscal Sucre, cuando en marzo de 1822 se encontraba en Cuenca, pasando con su ejército a derrocar el poder español en el territorio, con la batalla de Pichincha, duró pocos meses la Corte, a consecuencia de que -460- más tarde se estableció la Corte de Quito, conforme a las leyes colombianas, que apenas establecían un solo Tribunal en el Departamento del Sur de la Gran Colombia, el que debía funcionar en la ciudad de Quito. La segunda vez que se inauguró la Corte de Apelaciones de Cuenca, se llevó a cabo en 1830, con arreglo a las leyes dadas por el Congreso Constituyente de Riobamba, que duró tan sólo dos años, siendo suprimido por la escasez de fondos. En 1832, por Constitución Ecuatoriana del año 30, se crearon tres Cortes de Apelaciones en la Nación, además de la Alta Corte Suprema, que debía conocer en última instancia las causas falladas por aquéllas; para cada uno de los tres Departamentos: Quito, Guayaquil y Cuenca, se crearon las Cortes de Apelaciones, quedando las dos últimas suspensas el 32, para reinstalarse el 35, con la designación de Cortes Superiores, en vez de Apelaciones.

Los dignísimos colegas de Chica en 1835, postrer año de la inauguración del Tribunal, que, con sumo acierto, probidad y luces, ejercieron sus cargos, fueron los Sres. Dres. Manuel Arévalo y Manuel Casto Alvear, abogados competentes de acreditada fama, que al morir dejaron descendientes hábiles que siguieron tan ilustres huellas. El Sr. Dr. Arévalo, de clara inteligencia, había ocupado notables puestos públicos que no es dable en este momento hacer cabal reminiscencia contentándonos con decir que habiendo sido elegido Presidente de la Corte de Apelaciones el año 30, volvió a serlo el año 37. El Dr. Casto Alvera, otro Jurisconsulto de alta valía, antes de ser Ministro había figurado entre las celebridades de Cuenca, ya como hombre público,

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ya como Diputado a varios Congresos de la Gran Colombia, no siendo tampoco de la índole de este escrito, no podremos ocuparnos largamente de aquél, apuntando tan sólo que por reelección fue más de doce años Ministro Juez, y que hizo de Presidente en 1840, 43, 45 y 47. El Dr. Pablo Chica Cortázar, caballero culto, decidor, de claro talento, notable abogado, que desempeñó varios cargos públicos como el de Director de Estudios y Ministro Presidente de la Corte Superior de Cuenca. De sus cinco hijas, dos ingresaron -461- en el Carmen de antigua fundación, Ana Teresa y Antonia de los Dolores, ésta de gran inteligencia y dotes para el mando fue varias veces Priora del Convento.

El 28 de mayo de 1840 murió el Dr. Pablo Hilario Chica, en su país natal, en el ósculo del Señor, con los auxilios divinos, como se muere en la creyente Cuenca, tanto más, cuanto que los piadosos españoles o americanos de la época colonial morían firmes en la fe, inquebrantable que la conservan por convicción y por herencia.

-[462]- -463-

Doctor José María Bustamante

-[464]- -465-

José María Bustamante

Nació en Quito, en el año de 1851, y fue hijo del distinguido hombre público señor doctor Manuel Bustamante y de la señora Ana Andrade y Carrión de Bustamante.

El doctor José María Bustamante se dedicó, coma su ilustre antecesor, a la noble y elevada carrera del Foro, en la cual fue figura notabilísima, si por su saber e ilustración, si por su inquebrantable honradez y probidad.

Desempeñó, también, con su reconocido talento y acostumbrada rectitud, los altos cargos de Presidente del Ilustre Concejo Municipal de Quito y Magistrado de los Tribunales Superior y Supremo; pero se dedicó, principalmente, en la mayor parte de su vida, al ejercicio de su profesión, en la que cosechó muchos triunfos.

En el año de 1922, la Academia de Abogados de Quito acordó rendir solemne homenaje de aprecio y -466- admiración, a dos de sus notables colegas fundadores, los esclarecidos jurisconsultos: Dr. Dn. José María Bustamante y doctor don Alejandro Cárdenas; al primero por haber ejercido con talento y excepcional honradez la profesión de abogado durante cincuenta años; y al segundo por haber obtenido su jubilación del servicio judicial, otorgada, de conformidad con la ley, por el Tribunal Supremo.

El señor doctor Víctor Manuel Peñaherrera, Presidente a la sazón de la Academia de Abogados de Quito, se expresó de este modo, en la solemne ceremonia del homenaje,

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respecto del doctor Bustamante: «No es posible mirar a José María Bustamante, atribulado, desfalleciente, a los cincuenta años de brillante, de integérrima, de inmaculada y magistral abogacía, sin sentir el alma poseída de profunda, de religiosa veneración. Ese medio siglo de asiduo servicio a la causa de la justicia, constituye una gran deuda nacional de gratitud y reconocimiento».

El Gobierno, la Academia y el Colegio de Abogados, el Congreso Nacional, el Consejo de Estado y la prensa de todos los matices, felicitaron al doctor Bustamante de la manera más cordial, por este acto inusitado de justicia que se le rindió, y algunas de esas entidades dictaron sendos acuerdos en su honor, corroborando y aprobando todo lo que se había hecho.

El doctor José María Bustamante se distinguió también como verdadero patriota, y cuando desempeñó, en el año de 1892, el cargo de Presidente del Ilustre Concejo Municipal de Quito, puso empeño y decidido afán, entre otras cosas, para que se llevara a feliz término la conclusión del monumento levantado en la plaza de Santo Domingo al vencedor de Pichincha y Ayacucho, el gran mariscal Antonio José de Sucre.

El 15 de setiembre de 1924 falleció el señor doctor Bustamante; y su desaparición fue deplorada profundamente por las corporaciones públicas y privadas, -467- por la prensa de todos los coloridos políticos, y por la sociedad en general.

El señor doctor Alejandro Ponce Borja, designado por la Academia de Abogados para que hiciese el elogio póstumo del doctor Bustamante, se expresó de él en esta forma: «En el Poder Judicial fue el austero sacerdote de la justicia. Como Alcalde cantonal, como asesor distinguidísimo, como Ministro Juez de la Corte Superior de Quito, fue siempre el protector de la inocencia contra los ardides de la malicia; el inflexible represor del crimen para el restablecimiento del orden; la garantía eficaz del derecho, para la ventura de los asociados en la armonía de todos bajo el imperio de las leyes.

»El doctor Bustamante perteneció por sus admirables virtudes y como versadísimo abogado, a la gloriosa pléyade de jurisconsultos que, como los Salazares Portillas, Enríquez, Ribadeneiras, Casares, Borjas, Cárdenas y otros ilustres, forman la edad de oro de la ciencia del Derecho en nuestra Patria.

»La gloria no esperó que el egregio jurisconsulto atravesase los umbrales de la eternidad, para rendirle sus laureles».

-[468]- -469-

Doctor Francisco Javier Salazar Alvear

-[470]- -471- Abogado y prócer

El Sr. Dr. D. Francisco Javier Salazar

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por Celiano Monge

Tomado del Boletín de la Academia Nacional de Historia, Vol. XII, publicado en Quito,

junio de 1931

No obstante haber sido este personaje un ilustre abogado de la colonia, su nombre ha permanecido casi olvidado. Aunque, a decir verdad, el rasgo en pocos renglones que le consagró Cevallos como a miembro de la Junta Suprema, perdura como una inscripción en bronce en el tomo tercero de su Historia. A sus vastos conocimientos jurídicos unía probidad y rectitud, con lo cual el Dr. Salazar se hizo acreedor a grandes distinciones, y desempeñó los cargos más elevados a que pueden aspirar los que se dedican a la carrera del foro. Asesor de presidentes, prelados y corporaciones, miembro del Senado -472- revolucionario de 1809 en el ramo de la Justicia, Asistente Real para los concursos de filosofía y materias canónicas en la Universidad de Santo Tomás y en el Colegio de San Luis, su vida fue una labor fecunda de luces y virtudes.

Si no tomó las armas por la independencia de la patria como su hijo el Dr. Agustín Salazar y Lozano, si no sufrió persecuciones como su otro hijo, prócer de la emancipación de Cuenca, Dr. Joaquín Salazar y Lozano, él supo inculcar en ellos el amor a las instituciones libres y sufrir por la causa americana la pena de suspensión del ejercicio de la abogacía y las contrariedades consiguientes, por haber sido uno de los Albaceas de los mártires quiteños D. Nicolás de la Peña y doña Rosa Zárate de la Peña.

Del matrimonio de D. Tadeo Salazar y doña Josefa de Alvear, descendientes de españoles, nació en Quito Francisco Javier, quien desde la escuela aventajó a sus hermanos Ramón y Vicente, por su clara inteligencia y amor al estudio.

En el Colegio de San Fernando dio singulares pruebas de competencia como latinista y estudiante de Artes (filosofía), y así, allanada la senda con los primeros triunfos que obtuvo en certámenes públicos y privados, prosiguió su carrera literaria hasta graduarse de Bachiller en la Universidad de Santo Tomás y de Licenciado y Doctor en Leyes y Cánones en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús y Universidad de San Gregorio. El título de Bachiller fue expedido el año de 1757, y en él consta la firma del Rector del Colegio de San Fernando, Fr. Cristóbal Garrido, quien dispensó a Salazar frecuentes testimonios de consideración y aprecio.

Los célebres padres jesuitas Ángel María Manca, Rector, y Pedro Milanesio hicieron lo propio con su distinguido discípulo, y sus nombres autorizan los títulos de Licenciado y de Doctor en Jurisprudencia.

Con el licenciado D. Gabriel Álvarez del Corro estudió Derecho Práctico durante dos años, y bajo la dirección -473- de ese notable abogado trabajó hábilmente varios escritos y alegatos, aplicando la doctrina de los mejores autores para la eficaz solución de los negocios que se le encomendaban, según se expresa en el certificado de 24 de setiembre de 1759.

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Un apoderado del Dr. Salazar, encargado de aparejar las justificaciones que necesitaba para inscribirse en la matrícula de abogados, dice que su poderdante estuvo en Bogotá el año de 1760, con motivo de haber aceptado cierto empleo.

Allí, ante el Virrey que presidía la Real Audiencia, se verificó la incorporación, previo el examen respectivo, por el cual se dio a conocer que era apto y suficiente para el oficio de Abogado. El 3 de marzo de 1760 se le recibió el juramento de estilo.

El año siguiente, en abril de 1761, con igual lucimiento se incorporó en la Real Audiencia de Quito. Por estos triunfos académicos el Consejo de Castilla le incorporó también al Cuerpo de Abogados de la Corte de Madrid declarándole apto para ejercer la abogacía en todos los Reinos de las Indias; lo que se confirmó con la Real Orden expedida por el Monarca, en el Retiro, el 20 de diciembre de 1761.

Nuestro sabio jurisconsulto eligió para compañera de sus días a la noble dama doña Josefina Ruiz y Lozano15, nativa de Popayán, de donde era también su madre doña Josefa Carvajal, casada con el español D. Juan Ruiz y Lozano, sujeto de esmerada cultura, muy apreciado en el Chocó y Santa Fe, donde había residido algún tiempo.

En Popayán ejerció su profesión el Dr. Salazar desde el año de 1762 hasta 1768, a instancias de muchos de sus relacionados, que hallaron justicia al amparo de su probidad y conocimientos.

-474-

Los gobernadores de Popayán que se sucedieron en este tiempo, le tomaron como su consejero y le confiaron comisiones delicadas.

Pero ninguna como la que le tocó desempeñar en 1767, por lo ardua y trascendental. El virrey D. Pedro Mezía de la Zerda comunicó oportunamente al Gobernador de Popayán, D. José Ignacio de Ortega, el Real Decreto de expulsión de los jesuitas con las instrucciones conducentes a su exacto cumplimiento, previniéndole que ejecutase por sí lo correspondiente a Popayán, y que para la ciudad de Buga comisionase a una persona experimentada y de confianza. El Dr. Salazar fue designado para esta comisión, y llevó a cabo el extrañamiento de los jesuitas del Colegio de Buga y ocupó sus temporalidades con la pureza, legalidad y honor que demandaban las circunstancias. La expulsión se verificó en Popayán y Buga el mismo día 17 de julio de 1767.

En octubre de 1777, el Presidente de la Real Audiencia, D. José Diguja, llamole como Asesor de las Causas pendientes y de temporalidades en reemplazo de D. Felipe de San Martín, que fue nombrado Corregidor de Huánuco, según hemos visto en el Libro de Títulos de la Contaduría que corría a cargo del español D. José Antonio de Ascasubí. Así mismo, por la celosa aplicación y exactitud con que cumplía sus deberes fue honrado con el Ministerio Fiscal interino de aquel alto Tribunal. Desempeñó varias veces el cargo de Conjuez, de Asesor en el ramo de Correos, de Relator, de Asesor del Ilustre Cabildo, Protector General de Naturales y Padre de Menores.

Y no sólo el presidente Diguja, sino también sus sucesores Muñoz de Gusmán, Villalengua, Carondelet y Ruiz de Castilla apelaron a sus luces en materias contenciosas; lo propio hicieron los obispos Cortez, Madrid y Cuero y Caicedo. A este

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último prelado estuvo ligado por vínculos de amistad que se hizo más estrecha por la común aspiración de fundar una patria libre.

-475-

En 1813 presidía el Cabildo secular de Quito D. Manuel Larrea, quien dirigió una comunicación al presidente D. Toribio Montes, solicitando un decreto, por el cual se alzara la prohibición que tenía el Dr. Salazar para ejercer la abogacía. Montes vino en ello, reconociendo las virtudes del ilustre jurisconsulto. Desde entonces la Corporación municipal le tuvo por su Asesor.

Este prócer es el tronco de una familia ilustre de abogados. Hijos y nietos han honrado el Foro ecuatoriano. Entre los segundos merecen especial mención el Dr. Luis Antonio Salazar, que fue candidato a la Presidencia de la República, Ministro de la Corte Suprema y Ministro Plenipotenciario de nuestra Patria en Colombia; el Dr. Francisco Javier Salazar fue el más ilustrado de nuestros generales, orador grandilocuente, Ministro de Estado, Candidato a la Presidencia, Miembro Correspondiente de la Real Academia Española y Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Ecuador en el Perú; y D. Vicente Lucio Salazar, que si no fue abogado, era el que más conocía la legislación fiscal, habiendo ascendido en escala rigurosa a Ministro de Hacienda y Presidente del Tribunal de Cuentas. Como los anteriores, descolló también como Miembro de varias Legislaturas y ejerció por poco tiempo y en circunstancias anormales la Vicepresidencia de la República.

Además de los nombrados al principio de este trabajo, fueron también hijos del prócer D. Manuel María y D. José María Salazar, que en edad muy temprana alcanzaron la borla de Doctor en la Universidad de Santo Tomás. El segundo lució sus aptitudes como Secretario de los tres primeros Congresos de la República y como Diputado del que se reunió en 1835. Tuvo también la honra de ser designado Regidor del Cabildo de Quito por la Asamblea Electoral instalada por Sucre y presidida por el eminente jurisconsulto ambateño D. Pablo Váscones Naranjo.

El Dr. Pablo Herrera en el esbozo biográfico del Dr. Agustín Salazar Lozano, dice que doña Josefa Lozano fue nativa de Santa Fe de Bogotá; lo propio expuso el -476- mayorazgo D. Tomás Villacís en una declaración dada el año de 1820; el erudito editor de las Actas de los primeros Congresos del Ecuador, D. Francisco Ignacio Salazar, parece asentir a ello; pero nosotros, que tenemos a la vista entre otros documentos un expedientillo del año 1787, formado en Popayán por D. Francisco de Puga, apoderado de nuestro prócer, afirmamos con las declaraciones constantes en él, que doña Josefa Ruiz y Lozano fue natural de la ínclita ciudad fundada por Benalcázar, es decir, de Popayán.

Nuestro prócer otorgó su testamento en el año de 1818, ante el escribano Miguel Munive, y encabezó esta pieza interesante con estas palabras: «Sea notorio a todos, como yo el Dr. Francisco Javier de Salazar, Abogado de los Reales Consejos y de esta Real Audiencia, natural de esta ciudad de San Francisco de Quito...». Más adelante expresa: «Declaro que soy casado y velado según el orden de nuestra Santa Madre Iglesia con doña Josefa Lozano originaria de la ciudad de Popayán, la cual no trajo al matrimonio dote ni caudal alguno».

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Los más notables abogados de Quito no han hecho fortuna con su profesión; y el Dr. Salazar a su muerte sólo dejó una casa situada junto a la Catedral, comprada a la Junta de Temporalidades, y una bien nutrida biblioteca. En sus últimos días percibía la renta de mil pesos anuales como legado del obispo Cuero y Caicedo, quien hizo su testamento en Lima.

Que estos datos biográficos, encontrados por nosotros con paciente diligencia, estimulen al escritor que hoy tiene en mientes el formar una galería de abogados ilustres del Ecuador. El estudio de las piezas jurídicas que produjo la diestra pluma del Dr. Francisco Javier Salazar, es indispensable para aquilatar sus méritos profesionales, y pueda la actual generación confirmar el dictado de sabio con que le honraron sus contemporáneos.

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Doctor José Fernández Salvador

-[478]- -479-

I.- Datos biográficos

Tomados de una publicación del doctor Francisco Ignacio Salazar Arboleda

Nació en Quito, el 23 de enero de 1775, de legítimo matrimonio del doctor Andrés Fernández Salvador y doña Rosa López, ambos familia de acreditada nobleza.

Concluido el estudio de gramática y retórica, hecho en el Seminario de San Luis, pasó a cursar filosofía en la Universidad de Santo Tomás, y al cabo de tres años obtuvo el grado de Maestro en esta facultad, el 8 de abril de 1795.

Aprobado por unanimidad de votos en los exámenes de Bachiller, Licenciado y Doctor en Derecho Civil y Canónico, se recibió de Abogado de la Real Audiencia de Quito el 18 de abril de 1799, habiendo tenido ya a su cargo la Secretaría del Seminario y la dirección de sus alumnos, en los cuales empleos, lo propio que en el de bibliotecario de la Universidad, que sirvió gratis, se desempeñó con esmerado afán y grande lucimiento.

-480-

No bien habían pasado dos meses después de su incorporación en el Colegio de Abogados, le nombró el barón Carondelet, Presidente de la Real Audiencia, le nombró Relator de las Juntas de la Real Hacienda; y en 1802 el Ayuntamiento de Quito le eligió para Procurador general, Síndico personero, cargo en que, según el certificado que hemos visto, desplegó por el procomún la mayor actividad.

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En marzo de 1803, el Rey de España le dio el título de Regidor perpetuo de Quito. Por auto acordado de primero de abril de 1805, la Real Audiencia le nombró Juez general de Policía, por estar satisfecho el Tribunal de la probidad, eficacia y celo patriótico del doctor Salvador, Regidor del Ilustre Cabildo; y cuando dimitió este cargo, le escribió el susodicho Barón: «Usted tiene la confianza de la Real Audiencia y la mía, ambos le sostendremos en sus providencias, pero no podemos por ahora consentir en su renuncia del empleo. No puedo entrar en lo que usted desea, sin sacrificar el bien público».

Llamado en 1806 a desempeñar el cargo de Alcalde de primer voto, se dedicó a él con tanta asiduidad que, según certificados de los escribanos públicos y reales que actuaban con él, en la casa, en la sala designada por el Cabildo, durante el día y por la noche, se entendía en todo género de demandas, de suerte que en el año de judicatura llegó a resolver un crecido número de asuntos civiles, demostrando mayor constancia aún y celo en la secuela y resolución de las causas criminales...

El 29 de octubre de 1809, el Presidente de Quito, conde Ruiz de Castilla, le confirió el nombramiento de Corregidor interino de Riobamba, y el 6 de abril del propio año, el Virrey confirmó ese nombramiento.

El 23 de octubre de 1810, procedió el Cabildo de Quito a nombrarle Diputado que debería asistir a la Junta extraordinaria y general de Madrid, convocada por real orden de 26 de junio del mismo año; y por cuanto obtuvieron el mayor número de sufragios el conde de Puñón Rostro, el señor Salvador y don José Larrea, sometidos a la suerte, favoreció ésta al primero.

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El 24 de julio de 1813, el presidente don Toribio Montes, tuvo por bien designar al doctor Salvador para Fiscal interino de la Real Audiencia, expresando que se había fijado en él porque por su conocida literatura, honor, buena conducta y arreglados procedimientos, era merecedor del enunciado cargo. Lo ejerció por más de tres años.

En punto a desinterés, el señor Salvador supo practicar esa noble virtud, y pudo servir de modelo...

El 10 de junio de 1815, señalado por Montes para la visita general del Hospital de Betlemitas de esta ciudad, con cargo de examinar las cuentas de ese establecimiento, ejerció la comisión por un año...

El 16 de febrero de 1822, el capitán general Juan José de la Cruz Mourgeón, le nombró para Auditor general interino de guerra, y el 21 de abril del mismo año renunció ante don Melchor Aymerich, sucesor de Mourgeón.

En 9 de mayo del propio año fue elegido para Conjuez permanente del despacho de la Real Audiencia, comunicándosele en el nombramiento que el Tribunal lo recomendaría eficazmente a Su Majestad para que fuera miembro efectivo, lo cual creemos no se verificó por el estado a que habían llegado a la sazón los movimientos revolucionarios de América.

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Si durante el Gobierno de la Metrópoli el doctor José Fernández Salvador mereció que casi no hubiera autoridad que no le necesitase, siquiera fuese para comisiones transitorias, aunque de mucha monta que, en obsequio de la brevedad, omitimos varias; Colombia libre, y sobre libre justa para no desatender el mérito de sus hijos, no debió, no pudo echar al olvido al señor Salvador...; baste a nuestro propósito enunciar que, en los del Sur, el señor Salvador fue de los más notables, en prueba de lo cual fue elegido y debió concurrir de Senador de la República al Congreso Nacional de 1826.

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Habiéndose excusado de ejercer este destino, el general Francisco de Paula Santander, Vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, le nombró Ministro Juez de la Corte de Justicia de este Departamento; en atención, dice el título, a la aptitud, méritos y servicios del doctor José Fernández Salvador. El respetable Tribunal lo aceptó gustoso y para que ocupara el lugar a que le llamaban sus merecimientos, le ofreció la curul de la presidencia; pero como las circunstancias exigían en la jerarquía política una persona enérgica y de las otras prendas de ese erudito Ministro, el general Bolívar quiso a poco que fuese Intendente del mismo Departamento; el señor Salvador rehusó este cargo y siguió en el solio de la magistratura judicial. El Consejo de Gobierno del Perú le condecoró en ese tiempo con la medalla del busto del Libertador que acredita la gratitud peruana hacia el héroe cuya imagen lleva, y que «debe mirarse como el más honroso distintivo, dice el diploma, de los claros varones que reuniendo sus esfuerzos a los del primer campeón de la Independencia, han cooperado a romper nuestras cadenas, y a establecer el imperio de la voluntad general».

El 9 de marzo de 1826 se le comunicó de parte del Gabinete de Bogotá, que el Congreso le había elegido para Ministro Juez de la Alta Corte de Justicia de la República, diciéndole que, a la brevedad posible, fuera a ocupar esa magistratura. El señor Salvador no tuvo por bien aceptarla y elevó su excusa. Aceptada ésta, el Gobierno de Colombia le confió la Subdirección de estudios de la Universidad de Quito, cargo que lo desempeñó hasta el mes de febrero de 1828.

Deseoso el Libertador de ordenar del mejor modo posible la administración de los Departamentos del Sur creó, por decreto de 11 de abril de 1829, una Junta provincial del distrito, y con fecha 14 del mismo mes, nombró al señor Salvador Vicepresidente de ella. Con este carácter presidió las sesiones, por excusa del Presidente nombrado, general Antonio José de Sucre.

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Una vez consumada la separación de los tres Departamentos del Sur, que formaron el Ecuador en 1830, asistió a la Asamblea que por primera vez se reunió para organizar el Estado, y fue elegido para Presidente de ella. El 14 de octubre de aquel año, la Asamblea le eligió al doctor Salvador para que pasase a presidir la Alta Corte de Justicia.

Por ausencia del Presidente de la República, el doctor Salvador se hizo cargo del Poder Ejecutivo desde el 22 de noviembre hasta el 17 de diciembre de 1830.

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Por especial decreto del Presidente del Estado, expedido el 30 de octubre del mismo año, se encargó de la Dirección de Estudios, habiéndosele dado de adjuntos a los doctores Pedro José de Arteta y Modesto Larrea; destino que se le confirió por segunda vez, por tercera el 19 de mayo de 1837, y por cuarta el 3 de noviembre de 1851...

Como legislador alcanzó reputación tan distinguida, que fue elegido para las Asambleas Constituyentes de 1830, que presidió, de 1835, de 1843 y de 45, y para los Congresos Constitucionales de 37 y 39, fuera de haber sido elegido el año de 1825 para Senador de Colombia en 1826.

El 24 de febrero de 1846, por nombramiento del Presidente de la República, tomó posesión del empleo de Ministro Secretario de Estado en los despachos de lo Interior y Relaciones Exteriores, que desempeñó hasta noviembre del 47.

Comisiones transitorias sirvió muchas veces en diversas épocas, como éstas: desempeñó en tres lugares la de la publicación y juramento de la Constitución de Cádiz; fue miembro de una junta de sanidad, de la Comisión encargada de examinar los Códigos del Perú y de Bolivia, de una de beneficencia y de otra de educación pública; se le encargó la dirección de la Academia de Derecho práctico y el que fundase escuelas primarias.

-484-

A los setenta y ocho años de edad murió el doctor Salvador, el 14 de octubre de 1853, en estado de decrepitud completa, al extremo de casi absoluto enervamiento de sus facultades mentales.

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II.- El primer proyecto del Código Civil Ecuatoriano

Estudio acerca de esta obra inédita, por Luis Felipe Borja (hijo)

(Del Boletín de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos)

Como lo expresa el barón Locré, la ciencia de las leyes no se limita al conocimiento de su texto, porque ella se encuentra toda entera en su espíritu y en su historia16.

Interesante es, por tanto, conocer las diversas fuentes de donde emana la legislación de un pueblo, los trabajos -486- sucesivos que se han realizado hasta dejarla en estado actual, los hombres que han cooperado a tan trascendental labor, los medios que emplearon y los elementos de que dispusieron.

Por lo mismo, innegable la importancia del primer proyecto de Código Civil del Ecuador, que ha permanecido inédito hasta ahora. El nombre ilustre que figura al pie del

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proyecto, el del doctor José Fernández Salvador, la fecha en que el proyecto fue formulado, la circunstancia del tiempo transcurrido desde entonces hasta que el Ecuador tuvo un Código Civil, contribuyen a dar interés al proyecto inédito.

Y este proyecto manifiesta que desde aquella época la legislación francesa ha influido eficazmente en la legislación ecuatoriana, ya en lo que se refiere a las instituciones políticas de nuestra República, ya en lo concerniente al derecho civil.

El proyecto ha tomado por bases el Código Civil de Bolivia que empezó a regir el 2 de abril de 1831; pero tal Código es casi una adaptación del Código Civil francés, con ligeras modificaciones provenientes de las costumbres y sobre todo de las ideas religiosas profundamente arraigadas en las antiguas colonias españolas.

El Código Civil francés tiene que ser considerado como la principal fuente del derecho civil ecuatoriano en las materias principales, aun cuando difiere en el sistema; y debe tenerse en cuenta que aun en lo relativo al Código de Bolivia, el proyecto que publicamos tiende a que, apartándose de las modificaciones hechas en ciertos casos, se vuelva al verdadero origen, se busque la fuente misma, se reconozca el Código de Napoleón como la base fundamental del derecho civil moderno.

Parece indispensable que se escriba la historia del derecho civil ecuatoriano, que deber servir de estudio preparatorio en los cursos universitarios, antes de iniciar los que versan sobre el actual Código Civil; y al escribirse tal historia no se puede prescindir de las diversas etapas, porque atravesó el derecho francés, desde las antiguas -487- costumbres y leyes locales que llevan el sello de la legislación romana, hasta que se expidió el Código Civil.

El 24 thermidor del año 7 (12 de agosto de 1800), Napoleón expidió el decreto por el cual nombraba la comisión encargado de redactar el Código Civil, y ella estuvo compuesta de Tronchet, Presidente del Tribunal de Casación; Bigot de Préameneu, Portalis y Maleville17.

Conocidos son los complicados incidentes que casi frustraron el proyecto de Código Civil y las dificultades que tuvo que vencer Napoleón hasta legar a la humanidad el grandioso monumento que constituye quizá la primera de sus glorias. «El Código entero se compone de 26 leyes votadas y promulgadas separadamente desde 1803 hasta marzo de 1804. Fueron reunidas en una sola serie de 2.281 artículos, con el nombre de Código Civil de los franceses, por la ley de 30 de ventoso del año XII. El Código Civil estaba por fin concluido. Es preciso reconocerlo: es a la voluntad, o si se quiere, a la ambición de Bonaparte que lo debemos; es de estricta justicia dejarle el nombre de Código de Napoleón»18.

Napoleón estimaba en mucho su título de legislador. En Santa Elena decía: «Mi verdadera gloria no es haber ganado en cuarenta batallas; Waterloo desvanece el recuerdo de tantas victorias. Lo que nadie borrará, lo que vivirá eternamente es el Código Civil»19.

«El primer Cónsul ejerce la dominación universal que el Emperador no pudo alcanzar por medio de las armas»20.

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Al Código de Napoleón se acudió, pues, para la formación del proyecto inédito que publicamos; a tal punto que en el informe comienza con estas palabras: «La -488- comisión encargada por V. E. de examinar el Código Civil boliviano... ha concluido su tarea, y pasa a exponer su dictamen con vista del Código Civil de Francia, fuente de la cual han sido tomadas en la mayor parte las disposiciones del proyecto».

* * *

Cuando se trata de estudiar la historia del derecho civil ecuatoriano, no se puede prescindir de la legislación española que rigió en el Ecuador, con modificaciones que luego examinaremos, hasta el 1.º de enero de 1861, en que entró en vigencia el Código Civil.

Pero para la historia de éste no se puede prescindir tampoco del Código de Napoleón y como fuente más inmediata del Código Civil Chileno.

El 23 de julio de 1822, el director supremo don Bernardo O'Higgins en mensaje dirigido a la Convención de Chile, decía: «Sabéis cuán necesaria es la reforma de las leyes. ¡Ojalá se adoptasen los Cinco Códigos célebres, tan dignos de la sabiduría de estos últimos tiempos, y que ponen en claro la barbarie de los anteriores! Bórrense para siempre instituciones montadas sobre un plan colonial. Destiérrese la ignorancia, procédase con actividad, y se allanarán todos los obstáculos».

Como lo observa un erudito escritor chileno, no podía admitirse la indicación de O'Higgins, y el libro de los Cinco Códigos no fue siquiera traducido. «La traslación a Chile de todas las leyes de Francia, absolutamente todas, sin excepción ni modificación alguna, era tan quimérica como lo habría sido la tentativa de hacer que los chilenos abandonasen el castellano para emplear sólo el francés en el trato ordinario de la vida»21.

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En 1823, en 1826, en 1831, se hicieron nuevas tentativas para dictar una legislación propia de la República de Chile; se nombraron diversas comisiones; se pretendió que de todas ellas formase parte don Andrés Bello; pero este ilustre venezolano aceptó sólo la ardua tarea de formular el proyecto de Código Civil que publicado en cuatro secciones desde 1847, sólo en 1853 fue sometido al examen de una comisión compuesta de los señores don José Alejo Valenzuela, José Gabriel Ocampo, don Manuel Antonio Tocornal, don José Miguel Barriga, don Ramón Luis Irrarázaval y don Antonio García Reyes.

«No se ignora tampoco que don Andrés Bello concurría a todas las sesiones de esa junta y formaba parte principal y más activa, no sólo en los debates que se suscitaban, sino también en las correcciones que se hacían a la obra»22.

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Revisado dos veces el proyecto de ley, fue sometido al Congreso de Chile por el presidente don Manuel Montt, el 22 de noviembre de 1855, y sancionado, después de la aprobación del Congreso, el 14 de diciembre del propio año.

Con posterioridad a la promulgación del Código Civil se expidieron dos leyes que forman parte de éste, a saber, la de 13 de agosto de 1859 relativa a la habilitación de edad, y la de 6 de octubre de 1861 referente a los conflictos que resultaren de la aplicación de leyes dictadas en diversas épocas.

* * *

La primera ley que, dictada en el Ecuador, determina la legislación vigente es la Ley de Procedimiento Civil -490- expedida por la Convención de Ambato el 15 de agosto de 1835 y sancionada el 22 de agosto del propio año por el presidente don Vicente Rocafuerte.

En el capítulo I del Orden de la observancia de las leyes, constan los siguientes artículos:

«Art. 1.º- El orden en que deben observarse las leyes en todos los tribunales y juzgados de la República, civiles, eclesiásticos y militares, así en materias civiles es el siguiente:

»1.º- Las decretadas o que en lo sucesivo decretare el Poder Legislativo.

»2.º-Las pragmáticas, cédulas, órdenes, decretos y ordenanzas del Gobierno español, sancionadas hasta el 18 de marzo de 1808, que estaban en observancia bajo el mismo Gobierno español, en el territorio que forma hoy la República.

»3.º- La de la Recopilación de Indias.

»4.º- La de la Recopilación de Castilla.

»5.º- La de las Siete Partidas.

»Art. 2.º- En consecuencia, no tendrán vigor ni fuerza alguna en la República las leyes, pragmáticas, cédulas, órdenes y decretos del Gobierno español posteriores al 18 de marzo de 1808, ni las expresadas en el número anterior, en todo lo que directa o indirectamente se opongan a las leyes y decretos que haya dado el Poder Legislativo».

Tenemos, pues, la determinación precisa de las leyes civiles vigentes en el Ecuador, en el año de 1835; por lo mismo regía la legislación española dictada hasta el 18 de

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marzo de 1808, y se fijó esta fecha porque puede considerarse que, desde entonces, quedó establecida definitivamente la dominación francesa en el territorio español, -491- después de la invasión llevada a cabo por los ejércitos de Napoleón el Grande.

Como modificaciones a la legislación española se dictaron, antes de la Ley de Procedimiento Civil, las siguientes:

La de 10 de julio de 1824, de la antigua Colombia, que extinguió los mayorazgos, vinculaciones y sustituciones y la de 7 de octubre de 1833, que permite la libre estipulación de intereses. En 1835, por decreto legislativo de 2 de setiembre, fue derogada esta última ley.

Hasta el 1.º de enero de 1861 en que entró en vigencia el Código Civil del Ecuador, se expidieron las siguientes leyes relacionadas con esta materia:

a) La del 17 de abril de 1837 sobre hijos naturales;

b) La de marzo 28 de 1843 que permite nuevamente la libre estipulación de intereses;

c) La de junio 17 de 1843 y de 6 de febrero de 1846 sobre edificación de predios urbanos;

d) La de 21 de junio de 1851 que deroga las que permiten la libre estipulación de intereses;

e) La de 13 de setiembre de 1853 que fija la mayor edad a los 21 años;

f) La de 7 de octubre de 1852 que amplía la de 6 de febrero de 1846, relativa a la edificación de predios urbanos.

En vista de las gravísimas dificultades provenientes de una legislación civil tan compleja, diseminada desde las Siete Partidas hasta las leyes dictadas por los Congresos del Ecuador, en 1851 y en 1852 se nombraron comisiones codificadoras, pero sin efecto alguno. El 26 de octubre de 1855 se expidió el decreto legislativo que ordena a la Corte Suprema de Justicia presentar un proyecto de Código Civil.

-492-

La Corte Suprema de Justicia emprendió la labor que se le había encomendado y formuló un proyecto que comprende el Título preliminar, el Libro I De las personas y el Libro II De los bienes, de la propiedad y de sus diferentes modificaciones, los cuales fueron enviados al Ministerio de lo Interior.

Este proyecto de la Corte Suprema, que permanece inédito, es en su mayor parte adaptación del Código de Napoleón, con modificaciones de importancia provenientes, casi todas ellas, de las ideas religiosas dominantes en el Ecuador; pues encomienda las partidas del registro civil a los párrocos y no se admite otro matrimonio que el católico, regido por el derecho canónico.

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Después de enviado al Ministerio de lo Interior el indicado proyecto, el presidente de la Corte Suprema dirigió el siguiente oficio:

«Presidencia de la Corte Suprema.- Quito, a 21 de febrero de 1857, 13.º de la Libertad.- Al Honorable Señor Ministro de Estado en el Despacho de lo Interior. Después de trabajada y aun pasada a Us. H. una gran parte del proyecto del Código Civil, para cuya formación se comisionó a esta Corte por un Decreto legislativo, ha visto ella el Código que sobre la misma materia se ha dado ya en la República de Chile y se halla actualmente en observancia. Sabíase desde muy atrás que en esa República, hermana nuestra, de idéntica progenie, de lenguaje, costumbres y legislación idénticas, sintiendo como nosotros la necesidad de reducir a un solo cuerpo los varios en que están esparcidas las leyes que arreglan el derecho privado, de mejorarlas con las luces modernas, y de atemperarlas a las instituciones y usos dominantes de América, había encargado la formación de esta obra a una muy respetable comisión, poniendo a su frente al sabio colombiano23 señor doctor Andrés Bello, muy conocido y apreciado en el mundo literario. Rica esta -493- comisión de variados y profundos conocimientos, dueña de todo el tiempo que ha querido darse, y no dividiendo su atención, como lo divide esta Corte, en varias y complicadas materias forenses, ha entresacado lo mejor de los Códigos europeos más acreditados, lo ha apropiado a los hábitos de nuestro hemisferio, y lo ha ordenado bajo un plan sencillo y metódico. La Corte, que no abriga sentimiento de orgullo ni vanidad, y que cree que no hay mengua alguna en adoptar lo bueno que ya se encuentra hecho, no ha vacilado en volver sobre sus pasos, dando de mano a sus trabajos anteriores, y se ha contraído a examinar detenidamente dicho Código. De este examen ha resultado la convicción de que su plan es preferible al que se había trazado la Corte, y que sus doctrinas y aun su estilo podían ser adoptados por nosotros, haciendo solamente una que otra variación que a diferencia de circunstancias y el bien de la claridad hicieren necesarias. Así lo está haciendo la Corte, y hoy tiene la satisfacción de remitir, por mi órgano, el título preliminar del mencionado Código que ha revisado hasta aquí, para que el Consejo de Gobierno contraiga a él sus observaciones, más bien que al que se tenía pasado antes de ahora. Aprovecho de esta ocasión para repetirme de Us. H. muy atento seguro servidor.- Antonio Bustamante».

El proyecto de Código Civil está fechado el 1.º de setiembre de 1857 y suscrito por los doctores Antonio Bustamante, Ramón Borja, Carlos Tamayo, Nicolás Espinosa,

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Manuel Carrión y Rafael Quevedo, y por el Secretario del Tribunal, doctor Juan León y Aguirre24.

Discutido por el Congreso de 1857, desde el 5 de octubre, fue aprobado y comunicado al Poder Ejecutivo el 21 de noviembre de 1857, después de que se hicieron varias modificaciones de suma importancia, a saber: la supresión de los parágrafos relativos al divorcio y al matrimonio, -494- los cuales fueron sustituidos por los que presentó la comisión especial.

El proyecto fue sancionado el 6 de marzo de 1858 por el Vicepresidente de la República, doctor Marcos Espinel, encargado entonces del Poder Ejecutivo; pero no llegó a ser ley de la República por no haber sido promulgado.

Después de la revolución que estalló el 4 de setiembre de 1859 se organizó el llamado Gobierno Provisorio, compuesto de los señores Manuel Gómez de la Torre, José María Avilés y Rafael Carvajal, quienes expidieron el decreto de 4 de diciembre de 1860 en que se disponía que el Código Civil empezaría a regir en toda la república el 1.º de enero de 1861.

Después de promulgado el Código Civil se expidieron dos leyes concernientes a la materia de éste, a saber: la de 3 de octubre de 1865 sobre habilitación de edad de huérfanos menores de 18 años, y la de 18 de octubre de 1867 sobre el modo de computar el tiempo para la prescripción.

Posteriormente el doctor Gabriel García Moreno, Jefe Supremo de la República, expidió el decreto de 15 de mayo de 1869 que aceptó la ley dictada en Chile el 6 de octubre de 1861 con el propósito de evitar los conflictos de leyes dictadas en diversas épocas.

«La ley que examinamos, expone acerca de este punto el doctor Borja, manifiesta, forzoso es decirlo, que no fue obra de jurisconsultos distinguidos, pues comprende muchas disposiciones ya redundantes, ya nugatorias»25.

De este examen histórico aparece pues que el verdadero legislador ecuatoriano en la materia de derecho civil es don Andrés Bello, y por tal razón el autor citado dice:

«Hemos tomado como base de nuestros estudios el Código chileno porque es la obra original de don Andrés, -495- que enseñó el español a todos sus hermanos de las repúblicas de Sudamérica y fue el legislador de las mismas naciones. Si su gramática basta para inmortalizar al filólogo, no inferior a los más eminentes de Alemania, Inglaterra y Francia, su Proyecto, obra de un solo hombre, admira y pasma, no por los profundos conocimientos del autor, sino porque en ella resplandece el más acendrado eclecticismo»26.

* * *

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Tiempo es ya de ocuparse en el Código Civil de Bolivia que sirvió de base para el proyecto primero de Código Civil del Ecuador, en virtud del decreto que expedido en 1837 creó una comisión que informase respecto de si era adaptable al Ecuador el enunciado cuerpo de leyes.

La comisión tomó por base el Código Civil de Bolivia presentado en Chuquisaca el 25 de octubre de 1830 por los señores Manuel María Urcullu, Casimiro Olañeta, Manuel José de Antequera y José María de Lloza.

El gran mariscal Andrés Santa-Cruz, Presidente de la República boliviana, en el manifiesto dirigido a la nación el 28 de octubre de 1830, como exposición al decreto en que ordenaba que los Códigos Civil y Penal regirán desde el 1.º de enero de 1831, se expresó en estos términos:

«Una comisión compuesta de cuatro ciudadanos eminentemente patriotas e ilustrados fue encargada de presentar este proyecto. Su celo correspondió a mis esperanzas, después de un largo y constante trabajo. Él ha sido examinado por una asamblea que puede considerarse -496- como el foco de los conocimientos en jurisprudencia. Yo la he presidido personalmente y he contemplado en la consagración de sus individuos cuanto puede el patriotismo ayudado del pundonor, del saber y de la madurez. Los Ministros de Estado, los de las Cortes Suprema y Superior de Justicia, han examinado en discusiones detenidas cada uno de los artículos del Código. Inspirados por la sabiduría han sabido llenar su augusto encargo, y yo no debo omitir este tributo de justicia, ni este título que garantiza la bondad de la obra»27.

Más tarde el mismo gran mariscal Santa-Cruz, atendido a que no ha podido concluirse oportunamente la impresión del Código, expidió el decreto de 22 de marzo de 1831, en que se disponía que él ha de regir desde el 2 de abril del propio año28.

La Soberana Asamblea Constituyente de Bolivia, en el decreto de 15 de julio de 1831, sancionado el 18 de los mismos mes y año, dijo, en el art. 3.º: «Estos cuerpos legales (los Códigos Civil y Penal) tendrán la denominación del Código Santa-Cruz y bajo este título serán conocidos en la República».

El Código de Bolivia, como el Código de Napoleón, se divide en tres libros, precedidos de un título preliminar; las denominaciones de los libros son unas mismas, idéntico es el sistema, y en su mayor parte, antes que adaptación de un Código extraño, es una traducción esmerada.

Tomando al acaso un título cualquiera, el del matrimonio, por ejemplo, tenemos que el art. 154 del Código de Napoleón dice: «El hombre antes de los 18 años cumplidos, la mujer antes de los 15 años cumplidos, no pueden contraer matrimonio».

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El Código de Bolivia en su art. 88, dice lo siguiente: -497- «El hombre antes de los 14 años cumplidos y la mujer antes de los 12, no pueden contraer matrimonio».

El Código de Bolivia se apartó en este caso del Código de Napoleón para adoptar el Derecho Canónico que, de acuerdo con el Derecho Romano y con la ley de Partidas, permitía el matrimonio desde la pubertad, que para los varones empezaba a los 14 años y para las mujeres cuando hubiesen cumplido 12.

El art. 148 del Código de Napoleón exige, para el matrimonio, si el hijo no ha llegado a los 25 años y la hija a los 21, deben obtener el consentimiento del padre y de la madre. Igual cosa dispone el Código de Bolivia; pero impone a la mujer la obligación de obtener el consentimiento hasta los 23 años.

Se suprimen en el Código de Bolivia todas las disposiciones relativas a lo que el Código francés llama acto respetuoso y formal para obtener el consentimiento del padre o de la madre antes de proceder al matrimonio, aun cuando los futuros contrayentes hayan llegado a la edad de 25 años los varones y a la de 21 las mujeres.

La innovación proviene seguramente de que este acto formal y respetuoso no está admitido en el Derecho Canónico ni en las antiguas leyes españolas.

Así mismo, en el Código de Bolivia se ha suprimido la institución del consejo judicial, que no está admitida en la Legislación española ni en el Derecho Romano, y que puede considerarse como creación feliz del Código de Napoleón y contribuye eficazmente a asegurar los derechos de los menores que no están bajo la patria potestad.

Ni en el libro 1.º ni menos en el 2.º y 3.º se encuentran en el Código de Bolivia modificaciones de importancia, y por lo mismo puede sostenerse que aquél fue ante todo una apreciable adaptación de la grandiosa obra de Napoleón el Grande.

* * *

-498-

En los prolijos apuntamientos formados por el doctor José Fernández Salvador de su vida, que pueden servir de base para una autobiografía, o que son más bien la relación de sus méritos y servicios, se dice lo siguiente: «En 1836 se creó una comisión que informase acerca de la adaptabilidad de los Códigos Civil y Penal, y de procedimientos peruanos y bolivianos al Ecuador y propusiese las reformas que creyere convenientes. Los miembros de la comisión fueron designados los doctores José María Arteta, Fidel Quijano, Mariano Miño, el doctor Salvador y Luis de Sáa; Secretario era don Pedro Carlo. La Corporación debía elegir su Presidente y reunirse en el local de la Biblioteca Nacional (27 de octubre)»29.

En los archivos nacionales no hay dato alguno al respecto de que se haya reunido la comisión, ni menos de los trabajos por ella emprendidos. Sin duda alguna, la comisión no pasó de mero proyecto, como las que se han organizado en diversas épocas.

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Así se deduce del hecho de que, en 1837, primeramente el Gobierno y luego el Senado hayan encomendado al doctor Fernández Salvador la formación de un proyecto de Código Civil.

El doctor Fernández Salvador, en oficio dirigido al Presidente del Senado, en el año 1837, dice lo siguiente:

«República del Ecuador.- Al Excmo. Señor General en Jefe Presidente del Senado.- Señor: Habiéndome encargado la H. Cámara que tan dignamente preside V. E. de formar un proyecto de Código Civil y presentarlo a la actual Legislatura, paso los días en esa penosa tarea, así por corresponder a la confianza del Senado como por contribuir al bien de la Nación que urgentemente necesita subrogar un Código ordenado conforme a los progresos de la filosofía, a las compilaciones que han regido, -499- sin poder fijar las opiniones de los jueces ni de los profesores de la ciencia. Temo empero que a pesar de mi dedicación no pueda verse el proyecto, porque carezco de amanuense, aunque ninguna otra comisión demanda más este auxilio; y para evitar la odiosa inculpación de no haber faltado al encargo, ocurro a V. E. suplicándole se digne mandar a la Secretaría que señale a mi comisión un amanuense que constantemente trabaje conmigo; y que se me satisfagan veinte y nueve reales que ha ganado el que ha escrito una parte de dicho proyecto y todo lo concerniente al despacho de la comisión de policía. Con sentimientos de la más alta consideración me suscribo de V. E. muy atento y obediente servidor.- (f.) José Fernández Salvador».

Terminadas sus labores, el doctor Fernández Salvador presentó el proyecto al Senado, acompañándole la siguiente interesantísima comunicación:

«Señor: Poco antes de la reunión de la presente legislatura me encomendó el Senado la tarea de examinar el Código Civil boliviano a efecto de someterlo con mis observaciones al juicio del Cuerpo legislativo. Cuando comenzaron sus sesiones había alcanzado apenas a darle una lectura y compararlo rápidamente con el Código Civil de Napoleón cuyas decisiones se han copiado literalmente con algunas alteraciones y supresiones; sin que el informante hubiere tenido tiempo de atender la comparación a muchos títulos. En las primeras sesiones ordinarias me señaló el Honorable Presidente esta misma comisión; y como había empezado el informe con arreglo al plan que me trazara el Gobierno, creí debía continuarlo hasta la conclusión del primer libro tocante a las personas. A no ser por la premura del tiempo habría presentado el proyecto redactando todos

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sus artículos en seguida sin mezclarlos con mis observaciones, mas ya no se podía retroceder, y por otro lado no he podido conseguir un amanuense que escriba constantemente conmigo; pero si se me da este auxilio, presentaré en esta forma los dos siguientes libros del Código Civil, reservándome explanar a la voz los motivos del plan y de los artículos -500- de cada ley. Últimamente, aunque recibí la primera comisión del Gobierno, habiéndosemela ratificado esta H. Cámara, creo de mi deber presentarle directamente el informe, esperando se sirva acoger con indulgencia este trabajo emprendido con el único interés de cooperar al bien de la Nación. Quito, a 27 de febrero de 1837.- Señor.- (f.) José Fernández Salvador»30.

El doctor Fernández Salvador fue por tanto el primer legislador ecuatoriano en el orden cronológico, en la materia de Derecho Civil, comisionado primeramente por el Gobierno y luego por el Senado de 1837.

Y fue también el primer jurisconsulto ecuatoriano que hizo estudios de legislación civil comparada, aunque limitados al Derecho Romano, al Derecho español, a la Legislación de Colombia, al Código Civil de Bolivia y al Código de Napoleón.

En el proyecto inédito se citan las obras de Portalis, Domat y D'Agesseau; y aun cuando no se nombra la de Locré, indudablemente que fue conocida por el doctor Fernández Salvador, pues se mencionan las discusiones del Código de Napoleón, fielmente insertas en la obra del sobredicho autor.

La erudición del doctor Fernández Salvador fue proverbial en su época, y apartándose de los jurisconsultos de entonces, que si bien eran profundos en el Derecho español y en el Derecho canónico, no conocían el Derecho civil moderno, se dedicó al estudio de los tratadistas franceses de gran renombre que analizaron y comentaron el Código de Napoleón.

El proyecto inédito, como lo expresa el doctor Fernández Salvador, no se limitó a presentar el texto que, en su concepto, debía adoptarse, sino que expuso las razones en que se apoyaba, adujo argumentos en favor de -501- las modificaciones que proponía y en veces entra con pie firme en el camino de la crítica jurídica.

Así, tratando del consentimiento de los padres para el matrimonio de los hijos, se expresa en estos términos:

«Las leyes españolas que sólo requieren el consentimiento del padre para el matrimonio del hijo, derivaban de una especie de derecho de propiedad que se le atribuía con exclusión de la madre y su línea ascendente. Hoy se atiende más al amor de los padres y a su prudencia que a su autoridad, y de aquí el concurso del sentimiento paterno y

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materno para el matrimonio de los hijos, sancionado por la ley francesa, concurso que comunica los mismos derechos a los que se presume tener el mismo interés. Mas como en una sociedad de dos, sería imposible todo resultado, si se daba la preponderancia al uno, la del sexo ha garantido esta ventaja al padre, disponiendo que en caso de desacuerdo, basta el consentimiento del padre. En defecto del padre y de la madre, concurren a dar el consentimiento los abuelos de ambas líneas, y en caso de discordia, ésta se tiene por consentimiento. Y si el interés por los hijos y no un vano poder acordado al padre debe motivar las decisiones relativas a este particular, ¿por qué se mantendrá a la madre y su línea en la interdicción de concurrir por su voluntad al matrimonio de los hijos? ¿Por qué rechazaremos estos artículos de la ley francesa cuando en la frase del orador de Gobierno, la intervención de la madre en vez de relajar los vínculos de familia los multiplica y los ennoblece?

»El legislador de Francia extendió hasta la edad de 25 años en los varones y 21 en las hembras la obligación de obtener el consentimiento de los padres. Se funda esta disposición en que de todas las acciones de la vida el matrimonio es la que más influye en la felicidad o desgracia de la vida entera de los esposos sobre la suerte de las familias, sobre las costumbres generales y sobre el orden público en que las fuentes del cuerpo se desarrollan más rápidamente que las del alma, en que existimos -502- mucho antes de vivir; y cuando comenzamos a vivir, carecemos de la capacidad de gobernarnos».

Al manifestar la conveniencia de que se admita la adopción, como la admite el Código de Napoleón el Grande, dice:

«Es útil al adoptado, en razón de que para él todo es provecho, todo es beneficio, especialmente cuando sin salir de su familia natural, sin perder ninguno de los derechos que le pertenecen en esta familia, los adquiere a los cuidados y a los bienes del adoptante.

»Es útil, dicen, a la sociedad, porque presta un nuevo apoyo a la moral, abriendo una fuente de relaciones y beneficios entre los hombres. Amaos los unos a otros, tal ha sido el lenguaje de todas las religiones, tal debe ser también el lenguaje de todos los legisladores. Donde quiera que exista esta benevolencia recíproca, principios de todos los deberes y de todas las virtudes, se ve reinar la paz y la dicha. La ley debe, pues, excitarla con todo su poder y facilitar y asegurar sus ejercicios».

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Sensible es que el doctor Fernández Salvador no haya concluido su trabajo, pues el proyecto inédito comprende sólo el primer libro del Código Civil. Sin duda no presentó a la Legislatura los dos libros siguientes, como se proponía hacerlo, a causa de su consagración a otros importantes ramos del servicio público, que absorbieron sus labores y energías hasta la avanzada edad en que falleció.

Pero la parte concluida, esto es, el libro I, manifiesta al jurisconsulto versado en el derecho antiguo y moderno y en las ciencias políticas, al erudito hombre de Estado, que puso al servicio de la patria sus múltiples conocimientos, su incansable laboriosidad.

* * *

-503-

Antes de concluir la presente Introducción, parece necesario trazar, si bien brevemente, la biografía del doctor José Fernández Salvador, hombre de estado y jurisconsulto que dejó impresa su notable personalidad en los últimos años de la colonia y en la primera época de la República.

El doctor Fernández Salvador nació en Quito el 23 de enero de 1775. Sus padres, de distinguida alcurnia, fueron don Andrés Fernández Salvador y doña Rosa López.

En 1785 entró en el Colegio de San Luis, merced a una beca que le concedió el presidente don José Villalengua y Marfil.

Concluidos los estudios en San Luis, pasó a la Universidad de Santo Tomás de Aquino, en la que cursó tres años de filosofía y derecho y se graduó de bachiller, maestro y doctor. Aun cuando cursó cuatro años de teología no obtuvo ningún grado en esta materia.

Durante este tiempo desempeñó el cargo de Secretario de San Luis y luego de Bibliotecario de la Universidad (como sucesor del doctor Espejo) desde el 4 de febrero de 1796.

Concurrió como pasante al estudio del doctor Francisco Javier Orejuela, durante tres años tres meses. La Real Audiencia le dispensó el tiempo que le faltaba como pasante, en atención a haber formado el resumen cronológico y alfabético de las Reales Cédulas de Audiencia de Quito. El 8 de abril de 1799 se incorporó como abogado, ante ese Tribunal.

En 1781 fue Capitán de milicias de Ibarra; en 1799 Relator de la Real Hacienda; en 1803 Asesor del Corregidor de Riobamba, con motivo de la sublevación de los indios de Guamote; en 1802 Procurador General de Quito, y en este cargo obtuvo el establecimiento de un presidio urbano y el de una escuela pública de primeras letras; en 1801, Abogado de pobres; en 1805, Juez de policía.

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El 31 de marzo de 1803, Carlos IV concedió al doctor Fernández Salvador el cargo de Regidor de la ciudad de Quito, por renuncia de su padre don Andrés Fernández Salvador.

En 1806 fue Alcalde de primer voto; el 29 de octubre de 1809 fue nombrado Corregidor interino de Riobamba por el conde Ruiz de Castilla; y en 1813 Fiscal interino de la Real Audiencia.

El 18 de setiembre de 1816, el presidente Montes volvió a conferir igual cargo al doctor Fernández Salvador por ausencia a Cuenca, durante dos meses, del doctor José María Vázquez de Noboa, que fue más tarde el caudillo de la independencia de Cuenca.

El doctor Fernández Salvador continuó desempeñando, en la época de la colonia, otros importantísimos cargos como el de Auditor de Guerra del Nuevo Reino de Granada, que le confirmó el presidente don Juan de la Cruz Mourgeón, el de Juez de la Real Audiencia en unión de los doctores Murgueytio y José Félix Valdivieso, el de Juez comisionado en Guayaquil, a petición del Gobernador de esa ciudad, don Bartolomé Cucalón Villamayor.

Recibió varias comisiones especiales y transitorias que revelan la confianza que merecía de parte de las autoridades españolas, por su probidad y espíritu público. Así, el 9 de junio de 1821 fue comisionado para hacer jurar en Zámbiza, Perucho y Calacalí, la constitución española dictada en Cádiz.

Fue elegido diputado para las Cortes españolas en 1814, y representante, en segundo lugar, para las mismas cortes reunidas en la Real Isla de León.

Leal a las autoridades españolas, no tomó parte alguna en los actos conducentes a la emancipación. Se encontraba en Guayaquil con su familia en noviembre de 1809 y el jefe de la plaza le concedió pasaporte «por las pruebas de fidelidad que había dado, detestando los errores de los insurgentes en Quito». En oficio del virrey -505- Amar, de 6 de abril de 1819 se expresa «que el doctor Fernández Salvador plenamente ha justificado sus procedimientos en la revolución de Quito».

Como lo expone el doctor Pablo Herrera «sirvió al Rey con fidelidad, pero después de la batalla del Pichincha abrazó la causa de la Independencia con entusiasmo y aceptó muchos empleos de gran importancia»31.

El 9 de marzo de 1826 se le nombró Ministro de la Alta Corte de Justicia de Bogotá, y a pesar de las instancias del presidente Santander, declinó la honrosa distinción.

Y ya en 1824 fue designado para Ministro de la Corte de Justicia del Ecuador.

En virtud del decreto del Libertador expedido el 4 de abril de 1829, fue Vicepresidente de la Junta provisional del distrito que debía procurar el mejoramiento de la administración municipal del Ecuador.

Desempeñó el cargo de Subdirector de Estudios de la República, y cuando lo renunció fue nombrado Director General de Estudios de Quito, por decreto del general Juan José Flores de 30 de octubre de 1830.

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Renunció el cargo en 1832 y en 1837 se lo confirió de nuevo el presidente Rocafuerte.

En este cargo formuló el Reglamento de Instrucción Pública que fue aceptado por el presidente Rocafuerte y puede considerarse como el primer trabajo serio en la materia de instrucción pública en los albores de la República ecuatoriana.

En 1830, como diputado por Pichincha, concurrió a la primera asamblea constituyente del Ecuador, reunida en Riobamba, y la presidió durante todas las sesiones.

-506-

Renunció el cargo en 1830, exponiendo entre otros motivos que no quiere verse en el conflicto de ejercer el Poder Ejecutivo cuando falte el Presidente del Estado; pero no le fue aceptada la renuncia. Ausente el general Flores y como lo estaba también el Vicepresidente, el doctor Fernández Salvador se encargó de la presidencia el 30 de noviembre del citado año.

En el año de 1825 debió concurrir como diputado al Congreso de la Gran Colombia, pero no aceptó el cargo. Fue Senador por Pichincha el año de 1836 y representante al Congreso el año de 1843, elegido en la provincia de Manabí.

El Gobierno del doctor José Félix Valdivieso comisionó al doctor Fernández Salvador para que en unión de los generales Manuel Matheu y Antonio Alizalde y de los señores doctor Pablo Borrero y don Vicente Flor, se entendiese con Rocafuerte para ver terminar la guerra; pero la comisión no pudo cumplir con el encargo porque se dio la sangrienta batalla de Miñarica.

El 23 de febrero de 1849 fue nombrado Ministro de lo Interior y Relaciones Exteriores, y después de varias renuncias sucesivas, se le concedió licencia por cuatro meses, que la obtuvo para no intervenir en los actos de Presidente, mientras estuviese investido en las facultades extraordinarias. Manifestó que su permanencia en el Ministerio tuvo propósito principal impedir una guerra con la Nueva Granada.

En 1851 fue nombrado Ministro de la Corte Suprema y luego Director de Instrucción Pública; pero alegando su avanzada edad no aceptó el cargo.

«Dedicado al estudio y la lectura desde la infancia hasta una edad avanzada, llegó a ser el hombre más erudito de su tiempo casi en toda clase de conocimientos»32.

-507-

El libertador Bolívar tenía elevadísimo concepto del doctor Fernández Salvador, cuyos consejos buscaba en las arduas cuestiones de la política y de la administración, porque como estadista y jurisconsulto sus luces y rectitud le inspiraban plena confianza.

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El doctor Pedro Moncayo, aun cuando no estaba políticamente unido al doctor Fernández Salvador, le juzgó en estos términos: «Salvador, clásico riguroso, ha bebido en las fuentes de la antigüedad griega y romana y su estilo puro, correcto, elegante y fecundo prueba muy bien el ejercicio de su talento y la escuela en que se ha formado. Es el decano de nuestros literatos y en jurisprudencia puede ser mirado como el oráculo del Ecuador»33.

Tal es el autor del primer proyecto de Código Civil del Ecuador, obra que ha permanecido inédita hasta ahora y que, conocida y analizada, ha de servir eficazmente para el estudio histórico del Derecho Civil ecuatoriano desde los primeros tiempos de las Repúblicas hasta que, en 1861, se adoptó el monumental proyecto que preparó, para la República de Chile, el insigne don Andrés Bello, gloria de las letras americanas.

Quito, a 3 de febrero de 1919.

-[508]- -509-

Doctor C. Camilo Daste

-[510]- -511- El señor doctor don C. Camilo Daste

Por Nicolás Clemente Ponce

(Discurso pronunciado en Quito el 1.º de setiembre de 1915)

Acaba de perder la patria un hijo suyo, modesto pero esclarecido, que la amó de veras; y el Partido Conservador, uno de los mejores entre los ciudadanos que sinceramente profesan su credo religioso y sostienen su programa político: el señor don C. Camilo Daste.

Modesto, decimos, pero esclarecido; y estas pocas palabras expresan en brevísima síntesis lo que fue el compatriota cuya temprana muerte lamentamos.

Sitiado, cercado, si vale decirlo, desde los primeros años por las adversidades, recibió esmeradísima educación en el hogar cristiano de una de las más distinguidas familias de la capital. Huérfana muy pronto de su padre, esa familia creció, en medio del infortunio, a la sombra y por los esmeros de una madre de aquellas que hacen -512- del dolor buril delicadísimo con que de la mañana a la noche están grabando, en silencio, obras primorosas.

En el medio ambiente de esa familia noble, cristiana e infortunada, formó su carácter Camilo Daste, aprovechándose con su clarísima inteligencia e índole

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caballerosa, más que de las teorías, de las enseñanzas prácticas de la vida en altísimos ejemplos.

Su natural tranquilo, paciente y sereno le llamó desde la infancia a observar la vida callando y padeciendo; y fue luego joven que se distinguía entre sus compañeros por la sagacidad de sus breves y oportunas observaciones, por la delicadeza de sus inclinaciones y gustos, por la caballerosidad de su trato, por cierta indiferencia a toda suerte de grandezas mundanas, que en su apacible semblante se delataba en amable sonrisa de involuntaria superioridad.

El estudio y la experiencia de la vida completaron la formación de su ser moral, afirmándole las normas que le había trazado el infortunio vivificado por una educación profundamente cristiana.

Fue, pues, paciente, muy paciente, resignado, desinteresado y generoso, firme en sus ilustradas convicciones, delicadísimo y respetuoso en las consideraciones a los demás, discretamente confiado en su personalidad, inalterable en los contratiempos y peligros, siempre digno, siempre superior a los vaivenes de la suerte, siempre listo al sacrificio, así en la vida doméstica, por sus hermanos queridísimos, como en la vida de ciudadano, por la felicidad de su patria.

Y la sirvió, con grandes sacrificios, sin ostentación ni vanagloria; porque, cristiano, educado en la adversidad y el sufrimiento e ilustrado de veras, fue verdadero patriota, fue modesto, pero esclarecido ciudadano.

La sirvió con su pluma limpia, correcta, elegante y donairosa, como literato y como escritor político, en muchas publicaciones en que tomó parte, ya como redactor, ya como colaborador.

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Lució en Don Venancio su ingenio agudo y su aticismo; como en El Clarín, su intrepidez y su energía; como en La Ley, la precisión de las ideas, la rectitud de los juicios, el conocimiento de nuestros hombres y de nuestras cosas, la firmeza de sus convicciones, lo inquebrantable de su carácter.

Y fue, además, como no podía menos de serlo alma tan noble y delicada, poeta de inspiración genuina y delicadísimos sentimientos.

Desempeñó, muy joven, con manifiesto lucimiento, los cargos de Alcalde Municipal, Secretario de la Municipalidad de Quito y Redactor de La Gaceta Municipal, granjeándose el afecto y consideraciones de los ciudadanos que en aquellos tiempos formaban nuestro Concejo Cantonal, hombres como Mariano Aguilera, Julio B. Enríquez, Fernando Pólit, etc., etc.

En días de triste memoria sirvió también a la patria en el campo de la acción, como bueno, como honrado, como valiente, sin pasiones innobles, sin aspiraciones bastardas, sin más fin que la felicidad de la patria.

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En el Foro, en la Academia de Abogados, de la que fue uno de los miembros más constantes hasta que le postró la enfermedad, figuró entre los jurisconsultos de más clara inteligencia y mejores conocimientos; siempre modesto, discreto siempre.

La muerte del Sr. Dr. D. C. Camilo Daste es pérdida gravísima no sólo para el Partido Conservador, sino para la República toda.

Él tuvo y practicó la verdadera noción de los partidos políticos; y fue, por ello, a la vez que ejemplar individuo del Partido Conservador, ejemplar ciudadano.

Supo que los partidos son para la patria; no la patria para los partidos.

Supo que los partidos son organismos necesarios en toda nación bien constituida y que, por contrapuestas que sean sus tendencias, deben entenderse racional y legalmente, -514- sobre la base de la igualdad republicana y la libertad de sufragio.

Supo que la justa intransigencia en el mantenimiento de las ideas propias impone la tolerancia de las ajenas.

Y porque supo todo esto y lo practicó fielmente, fue buen conservador y buen ciudadano, y a una deploran su muerte prematura el Partido Conservador y la patria.

-515-

Doctor Francisco Pérez Borja

-[516]- -517- Estudio de la Ley de emancipación económica de la mujer casada

(De la Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, Nueva Serie, marzo-abril de 1913)

De conformidad con el sistema establecido en el Código Civil, acerca del régimen de los bienes matrimoniales, por el hecho del matrimonio se contrae sociedad de bienes entre los cónyuges, y forman el haber social, todos los bienes que los esposos aportan al matrimonio o los adquieren durante él, con excepción de los excluidos por la misma ley; los productos de los bienes de cualquiera de los esposos o de los de la sociedad conyugal, y todos los productos que provengan del trabajo o de la industria de los cónyuges, quedando la sociedad obligada a restituir al cónyuge que ha aportado dinero o especies muebles, igual suma o su valor, cuando termine la sociedad.

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El marido es el jefe de la sociedad conyugal, y el único que aparece ante terceros como dueño de los bienes sociales, como si formaran un solo patrimonio con los suyos

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propios; él solamente tiene la administración tanto de los bienes sociales como de los de la mujer; sólo él puede ejecutar actos o celebrar contratos, comparecer en juicio y proceder a todo aquello que dice relación con el giro ordinario de una administración, sin que la mujer pueda tomar parte, bajo ningún concepto, en la administración de sus bienes propios y que no han entrado a formar parte de la sociedad conyugal, menos aun en los de la comunidad.

La mujer que, cuando soltera o viuda, siendo mayor de edad, es capaz para disponer libremente de sus bienes, y tomar parte en cualquier acto jurídico, ejecutando actos o celebrando contratos; casada, por el hecho del matrimonio, se vuelve incapaz, por la sola voluntad de la ley, sin poder intervenir, por sí sola, en ningún acto que diga relación con la vida económica, acarreando nulidad a todo acto en que intervenga sin autorización del marido, o a falta de la de éste, de la del juez. Y esto aun en el caso de constar que todos los bienes son propios de la mujer, y los suyos los únicos que producen para el haber social.

Y esta regla general, de incapacidad de la mujer casada para poder administrar sus bienes, no tiene, según el Código Civil, excepción alguna, en los casos de ordinaria administración de la sociedad conyugal, y subsistiendo ésta; pues en los casos de separación de bienes o divorcio34 no existe sociedad de bienes, y, por lo mismo, no estamos dentro del régimen legal establecido para la administración de los bienes durante el matrimonio, y todavía en los casos de separación o divorcio el Código Civil restringe las facultades administrativas de la mujer.

-519-

De modo que, sin separación de bienes o divorcio, la mujer casada no tiene ningún recurso para poder manejar sus bienes propios invirtiéndolos de la manera que mejor le parezca, y aun para evitar que sufran deterioro o desaparezcan en caso de administración errónea o descuidada del marido, viviendo como si nada tuviese, y a expensas de los recursos que le proporcione el marido.

Esta angustiosa situación de la mujer casada sólo puede mejorarse dando por terminada la Sociedad de bienes, pero ¿cómo terminarla?

El Código Civil da a la mujer el derecho de promover el juicio de separación de bienes, demandando ésta en los casos determinados en el art. 150 del Código citado; pero este derecho ¿puede ser considerado como un recurso eficaz?

El juicio de separación de bienes, como todo juicio entre nosotros, dado el procedimiento judicial que se emplea en su tramitación, puede durar toda la vida, y la mujer sujeta a todas las contingencias de un juicio que, con los métodos que se ponen en práctica para litigar y los recursos a que se echa mano para promover incidentes y retardar la resolución, llegue a concluirse el juicio cuando ya no existan o se hayan completamente deteriorado los bienes de la mujer, por más que se dicten medidas con el objeto de precautelarlos mientras se sustancie el juicio, exponiéndose, además, a perderlo por cualquier descuido durante su ventilación.

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Además, es un recurso tardío, por cuanto la mujer, no teniendo medios para saber el mal estado de los negocios del marido, cuando éste tiene la habilidad de poder ocultarlo, propondrá el juicio cuando ya no tenga bienes que salvarlos.

El juicio de separación de bienes es, por otra parte, de lo más depresivo para el marido, cuyas debilidades y miserias van a salir a luz y a ser discutidas entre jueces, asesores, escribanos, alguaciles, etc., etc.; debilidades y miserias que la mujer es la primera que debe procurar -520- no darlas a conocer; pues de lo contrario, vienen a relajarse el cariño y las mutuas consideraciones que deben guardarse los esposos.

«Sobre manera interesante es -dice un escritor- el cambio producido en el campo jurídico, en el modo de considerar los problemas.

»Hasta hace pocos años, el legislador forjaba sus fórmulas, deduciéndolas del conjunto de principios que constituyen la ciencia jurídica. El derecho no era sólo una ciencia, el genio creador de los romanos había hecho de él una verdadera religión, con dogmas absolutos, cuyos sacerdotes, formados en el culto celoso de la ley escrita, lo elevaron a grande altura, por sobre la sociedad. Poco a poco, sin embargo, ha ido comprendiendo que este aislamiento le era pernicioso, que si el derecho era algo distinto de la mera costumbre social, tampoco podrá hacerse abstracción de la sociedad como la entidad que recibe el derecho y lo modifica o genera.

»Y a la medida de este conocimiento se ha ido también desarrollando un movimiento que podría llamarse la socialización del derecho»35.

Y en este movimiento, que abraza al derecho en todas sus partes, no ha dejado de estar comprendido el que se relaciona con los derechos civiles de la mujer casada, a quien no es posible considerarla como de menor edad, y sujeta bajo todos aspectos a la voluntad del marido, sobre todo en lo que se refiere a su situación económica en el matrimonio.

Las legislaciones de varios Estados han entrado en un camino de reconocimiento a la mujer de sus derechos; dándole ya la completa separación de bienes, ya un derecho de participación en la administración de la sociedad -521- conyugal, ya la facultad de administrar y disponer de algunos de sus bienes libremente.

El legislador ecuatoriano no podía dejar de sufrir la influencia de este movimiento humanizador en favor de la mujer casada, y con el fin de reconocerle ciertos derechos que no le están reconocidos en la ley general, de acuerdo con el riguroso sistema reconocido en el Código Civil, dictó la ley llamada de «emancipación económica de la mujer casada».

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Cuáles son esos derechos y qué modificaciones ha recibido la ley general con esta ley especial, el objeto de este estudio.

El artículo I de la ley de 3 de octubre de 1911, dice:

«La mujer casada tendrá en todo tiempo el derecho de excluir de la sociedad conyugal en todo o en parte de sus bienes propios, para administrarlos independientemente, sin necesidad de alegar ni comprobar ninguno de los motivos determinados por el Código Civil para la separación de bienes.

»En dicha administración, la mujer casada tendrá plena capacidad legal para todo acto o contrato, inclusive venta o hipoteca de inmuebles y comparecencia en juicio».

Como se ve este artículo confiere a la mujer casada los siguientes derechos:

1.º- El de excluir de la sociedad conyugal, en cualquier tiempo, el todo o parte de sus bienes propios, sin necesidad de alegar y comprobar causa alguna para la separación;

2.º- El de administrar independientemente los bienes que excluya de la sociedad; y

3.º- El de comparecer libremente en juicio para esta administración.

-522-

En el matrimonio, de conformidad con el sistema de comunidad establecido en nuestra legislación general, podemos considerar los bienes que pertenecen al marido, los que pertenecen a la mujer, y los que pertenecen a la sociedad conyugal; en una palabra, bienes de propiedad exclusiva de cualquiera de los esposos o de ambos, y bienes de propiedad común por pertenecer a la sociedad.

Al decir la ley que la mujer puede excluir de la sociedad sus bienes propios, conviene determinar qué bienes de la mujer entran a formar parte de la sociedad conyugal, y cuáles quedan excluidos de ésta, bien hayan sido aportados al matrimonio o adquiridos durante él.

En el parágrafo 2.º del Título XXII del libro IV del Código Civil están enumerados los bienes que forman el haber social y los que quedan excluidos de él; y en los arts. 1.715, 1.720, 1.721 y 1.728 están determinados expresamente los que siendo de propiedad de cualquiera de los esposos, forman la parte con que cada uno de ellos contribuye para el fondo social; y, por lo mismo, aquellos que adquiridos por alguno de los cónyuges antes del matrimonio o durante él, pasan a ser de propiedad de la tercera entidad: la sociedad conyugal; distinta, como toda sociedad, de los socios individualmente considerados.

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El Código Civil, al establecer el sistema de comunidad, forma el fondo social con todos los bienes muebles que los esposos aportan al matrimonio, pasando a ser de propiedad de la sociedad los que antes del matrimonio eran de propiedad del cónyuge que hace el aporte; de modo que la sociedad es la dueña de esos bienes, salvo que la mujer, en virtud del contrato de capitulaciones matrimoniales, se haya reservado el dominio.

El marido como administrador de la sociedad conyugal puede vender, hipotecar y efectuar cualquiera transacción con dichos bienes, siendo lo mismo para los bienes raíces que la mujer haya aportado apreciados, conservando la mujer únicamente el dominio de los bienes -523- raíces inapreciados, los cuales no pueden ser vendidos, ni obligados sino en los casos especialísimos determinados en el art. 1.744 del Código Civil.

Si, pues, la mujer pierde la propiedad de todos los bienes muebles aportados o adquiridos y de los raíces que ha aportado apreciados, ¿podrá separarlos de la sociedad?

Si tomamos como base para decidir acerca de este punto las reglas generales del Código Civil, es claro que la mujer no podría separar de la sociedad estos bienes, ya que por el hecho de la sociedad dejan de ser suyos propios, adquiriendo la sociedad la propiedad de ellos; pero como la ley que estudiamos, dice: «La mujer casada tendrá en todo tiempo el derecho de excluir de la sociedad sus bienes propios», ha de entenderse por bienes propios aquellos que siendo de su propiedad pasaron a ser de la sociedad, pues en aquellos que conserva el dominio, y que no forman parte del haber social, no tiene por qué excluirlos, pues se excluye lo que forma parte de un todo, y los últimos no formando parte del haber social, de derecho quedan excluidos de la sociedad.

Además, si esto no fuera así, no habría casos en que la mujer pueda separar los bienes muebles que adquiera durante el matrimonio o haya aportado a la sociedad, ya que estos bienes a cualquier título que se los adquiera entran a formar parte del haber social, quedando la sociedad obligada a la restitución del valor que tuvieron los bienes muebles al tiempo del aporte o de la adquisición36; y como en el artículo 2.º de la ley objeto de este estudio, se determinan las formalidades que han de observarse para la separación, y se dice: «Se hará constar por escritura pública los bienes que la mujer excluye de la sociedad conyugal; y si fueron raíces se inscribirá en el Registro Cantonal...», manifiesta claramente que puede separar los bienes muebles, pues de lo contrario -524- no hubiera hecho esta distinción, en cuanto al modo como se ha de efectuar la separación según la clase de bienes, y en el art. 4.º se determina el modo como se ha de hacer efectiva la entrega de estos bienes a la mujer.

De modo que, la mujer en cualquier tiempo, puede excluir de la sociedad el todo o parte de los bienes que ha aportado al matrimonio o ha adquirido durante él, para administrarlos libremente. Tenemos según esto que la ley llamada «de emancipación económica de la mujer casada», transforma completamente el sistema del régimen de los bienes matrimoniales.

Según el sistema del Código Civil, comunidad de bienes, al contraerse el matrimonio se forma sociedad con todos los bienes muebles que los esposos aportan o adquieren durante el matrimonio, pasando a ser estos bienes de propiedad de la sociedad; y según esta ley la mujer puede recuperar la propiedad de esos bienes,

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separándolos de la sociedad sin que ésta termine, ya que esta ley no es propiamente de separación de bienes, sino de separación de los capitales de la mujer para que ésta pueda administrarlos independientemente del marido, no pudiendo hacerse la división de los gananciales, pues éstos no son de propiedad de los cónyuges sino de propiedad exclusiva de la sociedad, y ninguno de los socios tiene derecho a la parte de gananciales sino cuando se disuelve la sociedad.

Que la sociedad conyugal no termina es evidente, puesto que la ley dice que la mujer puede excluir sus bienes propios «para administrarlos independientemente», siendo esta administración el único efecto que resulta de la exclusión que la mujer haga de sus haberes; pues al haberse querido dar por terminada la sociedad, se hubiera expresado esta circunstancia y se le hubiera dado a la mujer la facultad de pedir esa separación y dar por disuelta la sociedad conyugal, lo que indudablemente hubiera sido más conforme con los principios científicos y más amplio el derecho de la mujer.

-525-

Dejar a la sociedad subsistente, dando a uno de los socios la facultad de separar de la sociedad los bienes con los cuales contribuye para el capital social, para que los administre independientemente, no se compadece con el sistema de comunidad, pues los capitales sociales no deben separarse sino cuando la sociedad termine y no subsistiendo ésta.

Si el legislador acepta el régimen de comunidad, debe aceptarlo en todas sus partes. Este régimen exige unidad de acción en el manejo de los bienes sociales, que bien puede serlo por los socios conjuntamente, haciendo a la mujer partícipe también en la administración de la sociedad; pero no conservar una sociedad en la cual cada uno de los socios administre independientemente su parte en el capital social.

En varias legislaciones de Europa y aun de América, México por ejemplo, en las cuales el régimen de comunidad es el legal, la mujer tiene también ingerencia en la administración de los bienes sociales. Así en la de la nación últimamente nombrada, el marido no puede enajenar los inmuebles sociales sin el consentimiento de la mujer.

El Código Civil ecuatoriano exige el consentimiento de la mujer para que el marido pueda obligar los bienes raíces de la mujer, pues este requisito que es necesario para la enajenación de los bienes pudiera también acordarse para aquellos que lo forman.

No desconozco en los legisladores que dictaron la ley de octubre de 1911 su afán por dar a la mujer casada los derechos que no es posible negarla, reconociéndole la capacidad que tiene, lo mismo que el hombre, para administrar sus bienes y emprender en toda clase negocios; pero este reconocimiento debe hacerse de una manera franca, sin términos medios que no hacen otra cosa que entorpecer la marcha económica del matrimonio.

-526-

El marido, de acuerdo con las reglas generales, es el administrador de los bienes sociales, y es, respecto de terceros, dueño de esos bienes (art. 1.740 del Código Civil) y puede emplear en el giro ordinario de los negocios, no sólo sus bienes propios sino aun

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los de la sociedad, y por consiguiente, puede emprender con los capitales sociales en negocios que no producirán resultado sino después de largo tiempo.

Si la mujer hace uso del derecho que le concede la ley de emancipación económica, y excluye de la sociedad sus bienes, se encontrará el marido en situación de lo más difícil, teniendo que devolver a la mujer esos bienes y que él los dispuso tal vez en provecho de la misma mujer o de la sociedad, confiado en que, con su carácter de gerente, podía disponer de esos bienes; y obstará, además, al adelanto de los bienes sociales, pues el marido no tendrá confianza para acometer en ninguna empresa con los capitales sociales que pertenecen a la mujer, ya que no tiene seguridad desde que ella puede el día que quiera pedirle que se le entreguen sus bienes.

Por otra parte, no han desaparecido completamente los inconvenientes que anoté al principio acerca del juicio de separación de bienes; pues, si bien es cierto que se ha quitado lo bochornoso de este juicio para el marido, y se han restringido los largos trámites del juicio ordinario, no es menos cierto que puede dar margen a resentimientos en el hogar, dando lugar a litigios entre esposos, tanto más que la mujer puede reducir a la cárcel al marido, si aquélla solicita apremio personal para que aquél le entregue especies o cuerpos ciertos que existen en su poder.

Pero la sociedad conyugal no se forma solamente con los bienes que los esposos aportan o adquieren durante la sociedad. Pertenecen también a ésta los productos de los bienes de los cónyuges y de los de la sociedad. Si la mujer no aporta ningún bien ni los adquiere durante la sociedad, no puede separar los que le pertenecerían terminada ésta, y no tiene participación alguna en la -527- administración de ellos, y para poder hacerlo, tendría que recurrir al juicio de separación de bienes en los casos que pueda solicitarse esta separación.

En cuanto a la administración de la mujer en los bienes que excluye de la sociedad, en virtud de esta ley, es completamente libre en esta administración, y tiene plena «capacidad legal», usando de los términos de la ley; sin que sea necesaria la autorización del marido o del juez para todo acto o contrato relacionado con esos bienes, derogándose las restricciones establecidas en el Título VI del libro I del Código Civil; y esto no sólo en los casos de esta ley sino aun en el de separación de bienes propiamente dicha.

El derecho de comparecer libremente en juicio se deduce naturalmente de los anteriores derechos, debiéndose añadir este caso a los determinados en el art. 42 del Código de Enjuiciamientos Civiles.

Determinados los bienes que la mujer casada puede excluir de la sociedad conyugal, y los derechos que ella tiene en virtud de la exclusión, el artículo 2.º de la ley resuelve el modo o formalidades que se han de llevar a cabo para verificar la exclusión; formalidades que no son otras que la de hacer constar, en escritura pública, los bienes que la mujer excluye de la sociedad, haciéndolos inscribir en el Registro Cantonal, si fueren raíces. No importa que el marido intervenga o no en la escritura, pues dado que no intervenga, basta con que se le notifique el contenido de dicha escritura.

Como se ve, sencillísimo es el procedimiento fijado por la ley para que la mujer pueda hacer uso del derecho que aquélla le concede. Suficiente es que la mujer se

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presente ante un escribano y solicite el otorgamiento de la escritura, declarando los bienes que separa, y notificado el marido con esa escritura, queda ella libre para administrar los bienes señalados en ese instrumento público.

Y si la mujer casada fuere menor de edad ¿podrá excluir sus bienes propios, y proceder al otorgamiento -528- de la respectiva escritura? La ley nada dice al respecto, y para resolver esta cuestión tenemos que recurrir a los principios del derecho civil. El art. 1.º usa de términos generales, y dice: «La mujer casada tendrá en todo tiempo el derecho de excluir», no haciendo distinción de si fuere mayor o menor de edad, resultando de esto que la mujer, cualquiera que fuere su edad, tiene el derecho de excluir sus bienes, pero para esto necesitaría la autorización de un curador especial, pues, aun para poder solicitar la separación de bienes, debe, de conformidad con el art. 149 del Código Civil, ser autorizada por un curador. De consiguiente, si la mujer casada, menor de edad, quiere hacer uso de esta ley, debe pedir al juez el nombramiento de un curador, y con la intervención de éste verificará la exclusión, mediante el otorgamiento de la respectiva escritura pública.

¿Y en cuanto a la administración? La mujer casada es incapaz, según las reglas generales de nuestra legislación, para la administración de sus bienes, los cuales son administrados por el marido, pero si hace uso de la ley de emancipación, tiene «plena capacidad legal», desapareciendo, por lo mismo, la incapacidad por razón de su estado, subsistiendo la relativa a la edad, caso de ser menor.

El art. 339 del Código Civil dice:

«No se puede dar curador a la mujer casada, no divorciada ni separada de bienes, mientras los administre el marido.

»Se dará curador a la mujer divorciada en los mismos casos en que, si fuese soltera, necesitaría de curador para la administración de lo suyo.

»La misma regla se aplicará a la mujer separada de bienes, respecto de aquellos a que se extienda la separación».

Del artículo transcrito se deduce que la mujer casada no puede tener curador en los casos en que administre sus bienes el marido, pero en los casos en que no los administre, bien sea por divorcio o separación, debe ser autorizada o representada por un curador. En el caso -529- que estudiamos, como la ley no exceptúa a la mujer casada menor de edad, para que pueda excluir de la sociedad conyugal sus bienes propios, y como en los bienes excluidos el marido no tiene la administración, será pues necesario que se le dé curador a la mujer para esta administración; pues siendo menor de edad, no puede proceder por sí sola a ningún acto de administración.

En el caso propuesto resaltan más aún los inconvenientes que anoté al principio al dejar subsistente la sociedad conyugal y dar la administración de los bienes de cada uno de los socios a los dos independientemente uno de otro; pues, si en el caso en que la

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mujer es la que va a administrar sus bienes propios, se rompe la unidad que exige el sistema de comunidad, con mayor razón cuando es un tercero, el curador de la mujer, el que va a administrar parte del haber social.

El art. 3.º establece el modo como se ha de ventilar toda divergencia que se suscite entre los cónyuges, ya acerca de los bienes que pertenece a cualquiera de ellos o a la sociedad conyugal, ya también sobre la entrega de los bienes a la mujer; y sujeta la controversia al juicio verbal sumario, determinado en la Sección 28 del Código de Enjuiciamientos Civiles; juicio en el cual los términos se han reducido a lo más indispensable para que las partes puedan hacer valer sus derechos. Como lo dije al principio, se han restringido los largos trámites del juicio de separación de bienes, pues en este juicio la mujer tiene que acompañar a la demanda información sumaria de los motivos en que funde su solicitud de separación, publicarse por la prensa el contenido de la demanda, suspendiéndose por treinta días todo procedimiento y con intervención del Ministerio Público; todo lo cual hace el juicio de lo más incierto en sus resultados e injurioso para el marido, y se han salvado los derechos de terceros con lo dispuesto en el art. 5.º, ya que con respecto a ellos no surte efecto la exclusión sino se comprobare los haberes de la mujer en la forma establecida en el Código Civil al tratar de la prelación de créditos.

-530-

En el artículo 4.º está determinado el modo cómo se ha de llevar a ejecución el fallo en que se ordene la entrega de especies o cuerpos ciertos que, existiendo en poder del marido, pertenezcan a la mujer; o las cantidades de dinero que debe pagar el marido a la mujer: mediante apremio personal si fueren especies o cuerpos ciertos, o por embargo y remate de bienes caso de ser cantidades de dinero.

En virtud de la sociedad de bienes que contraen los cónyuges al celebrarse el matrimonio, las especies muebles que aportan o adquieran entran a formar parte del haber social, y terminada la sociedad ésta queda obligada a restituir su valor al cónyuge que hizo el aporte o la adquisición; pudiendo el marido, como administrador de la sociedad, disponer de las especies muebles que haya adquirido o aportado la mujer; de ahí que, si el marido ha dispuesto de esas especies, no se le podrá obligar a la devolución de aquéllas y tendría que ser condenado a devolver su valor, librándose apremio solamente por los que existan en su poder.

Con el artículo 5.º el legislador ha puesto a salvo los derechos de terceros que pudieran ser perjudicados con la exclusión que la mujer haga de sus bienes, pues fácil sería que puestos de acuerdo los esposos, designaran como bienes de la mujer, no sólo los de ella, sino también los del marido y los de la comunidad, y por esto que, con respecto a dichos terceros, la necesidad de comprobar que los bienes que la mujer excluye son de su propiedad en la forma establecida en el Código Civil al tratar de la prelación de créditos. De ahí que si la mujer procede al otorgamiento de la escritura de separación con intervención del marido o sin oposición de éste cuando no ha intervenido en la escritura, ni se ha discutido en juicio los bienes que son de propiedad de la mujer, los terceros no tendrán en cuenta la separación para hacer valer los derechos que tuvieren.

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La prohibición que establece el artículo 6.º y relativa a que los cónyuges no pueden celebrar entre sí ningún contrato, excepto el de mandato, no es sino una consecuencia -531- del régimen de comunidad, de las relaciones personales y económicas que del matrimonio se desprenden.

En el artículo 1.786 del Código Civil se halla establecida la disposición de que es nula toda venta entre cónyuges no divorciados, y si aun separados de bienes no pueden celebrar esta clase de contratos, con mayor razón si existe la sociedad de bienes como el caso de la ley que estudiamos; pues, como lo hemos demostrado, a pesar de la separación subsiste la comunidad, ya que sólo la administración se separa. Si cualquiera de los esposos vendiere al otro uno de sus bienes, el que le compre no lo adquiriría para sí sino para la sociedad, ya que lo que los cónyuges adquieren a título oneroso no pertenece al cónyuge adquirente, pertenece a la sociedad conyugal; y como al disolverse ésta, la mitad es de propiedad de uno de los socios y la otra mitad del otro, el cónyuge que ha hecho la venta de la otra mitad del otro, la ha comprado también, pasando lo mismo con cualquier otro contrato.

Además, es indudable el influjo que el marido tiene en el matrimonio, sobre todo en lo económico, influjo del que pudiera abusar fácilmente en perjuicio de la mujer, si pudiera celebrar contratos con ella.

Por lo que respecta al mandato no se encuentran los inconvenientes apuntados para los demás contratos. En el mandato el mandatario ejercita todos los actos que le ha confiado el mandante por cuenta y riesgo de éste, de modo que, propiamente la persona que administra es el mandante y el apoderado únicamente es un intermediario entre aquél y aquellos con quienes celebra transacciones, no habiendo por lo mismo relaciones de intereses entre el comitente y el procurador; pero cuando uno de los esposos confiere un mandato al otro, creo que debe ser gratuito, pues no debe aceptarse el que uno de los cónyuges haga ganancias a costa del otro, y después de las palabras «el cual será siempre revocable», que se emplea en el art. 6.º, debe decirse: y gratuito.

-532-

Las reglas que hemos estudiado y consignadas en el inciso 2.º del art. 1.º, y en los artículos 3.º, 4.º, 5.º, y 6.º, se aplican no sólo al caso de exclusión que la mujer haga de sus bienes de conformidad con esta ley, sino también en los casos de separación de bienes obtenida de acuerdo con el Código Civil o de divorcio, con subsistencias del vínculo conyugal. Han quedado pues abolidas las restricciones que el Código citado impone a la libre administración de sus bienes a la mujer que se encuentre separada de bienes, y toda diferencia que se suscite acerca de estos y la ejecución de los fallos relacionados con los haberes de la mujer se ventilarán y llevarán a cabo en la forma y modo prescritos en esta ley. Lo que sí no encuentro justo es la prohibición que, para los cónyuges divorciados, se establece al ordenar que no pueden celebrar ningún contrato entre ellos, pues no existiendo ninguna relación personal ni económica, ningún vínculo que les ligue, puede considerárseles, aunque subsista el matrimonio, como personas extrañas, y se ha derogado lo dispuesto en el art. 1.786 del Código Civil, ya que sería nula toda venta entre los cónyuges aunque se hallen divorciados.

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El art. 8.º de la ley determina que los bienes que la mujer adquiera con sus capitales separados, o con su trabajo o industria, serán administrados por ella y se considerarán respecto de terceros como de propiedad exclusiva de la mujer.

Este artículo tal como está es incompatible absolutamente con el sistema de comunidad. El art. 1.715 del Código Civil estatuye que tanto los frutos de los bienes de los esposos, de cualquier clase que sean, y los salarios y emolumentos de toda clase de empleos y oficios que se devenguen durante el matrimonio, pertenecen al haber social, de modo que, si la mujer ha excluido sus bienes para administrarlos ella, los frutos y productos de estos bienes serán también administrados por la mujer, a pesar de que pertenecen a la sociedad, y tenemos una comunidad en la cual parte de los bienes que forman la sociedad es administrada por uno de los socios y otra parte por el otro, desapareciendo la unidad que debe existir -533- en la administración. «Si cada esposo administra lo suyo, dice un escritor, no puede existir un patrimonio común; porque el haber de cada uno se debería a su exclusivo y particular esfuerzo y no habría entre ellos vínculo alguno. Separada la administración, la comunidad desaparece».

Uno de los fundamentos de la sociedad de ganancias, a título universal, es la presunción de que los cónyuges se ayudan mutuamente en la consecución de los bienes que forman los gananciales de la sociedad, y que ambos emplean sus aptitudes y conocimientos para alcanzar el bienestar común. Si cada uno de los esposos administra por separado sus bienes, deben pertenecerle exclusivamente a él el producto de esos bienes, como sucede en el caso de separación de bienes, y siempre que se disuelve la sociedad.

Bien está que los salarios de la mujer sean administrados por ella, y reconozco la justicia de esta disposición, lo que no acepto es que esos salarios vayan a formar parte del haber social, y que sólo, respecto de terceros, se consideren como de propiedad exclusiva de la mujer, pues si ella mediante su trabajo adquiere esos bienes, deben ser considerados como de su propiedad exclusiva, sin que tenga derecho el marido en parte alguna de esos salarios, pues al disolverse la sociedad el marido tendrá derecho a reclamar la mitad del producto de los bienes de la mujer.

Se establece además una preferencia en favor del marido, cuando la mujer sea únicamente la que tenga bienes, pues de los productos de ésta aprovecha el marido en la mitad, cuando nada tiene ni nada ha hecho para adquirirlos.

Tenemos, en la sociedad conyugal, no solamente bienes que forman el haber; la sociedad tiene también cargos que está obligada a soportarlos. Para el cumplimiento de estas cargas se ha establecido que los esposos contribuyan con los frutos de sus bienes o con el producto de su trabajo, y el marido, como jefe de la sociedad, -534- es el responsable de las obligaciones de ella. Pero, si la mujer administra y dispone como bien le parece de los frutos de esos bienes, ¿cómo va el marido a soportar las cargas del matrimonio, si ella no contribuye para ese efecto? Tendría el marido que demandar a la mujer el cumplimiento de esa obligación, dándose el caso de un litigio entre el marido y la mujer, por bienes sociales, existiendo la sociedad.

He recorrido a la ligera los principales problemas a que da lugar la ley llamada de «emancipación económica de la mujer casada»; he puesto de manifiesto los inconvenientes que resaltan, a primera vista, de aquella ley tal cual se halla formulada.

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Y si bien el objeto de este estudio no ha sido otro que el de analizar, aunque sea someramente, sus disposiciones, relacionándolas con las contenidas en el Código Civil acerca del régimen que dicho Código establece con respecto a los bienes matrimoniales, sin entrar en disquisiciones respecto de aquel que convenga adoptarse, pero sí declarando que en la campaña que han emprendido todas las legislaciones modernas, para reconocer a la mujer casada los derechos que no es posible negarla en la administración, no sólo de sus bienes sino aun de los sociales, se ha dado en el Ecuador el primer paso en este sentido, procurando hacer desaparecer las ideas de nuestra legislación de absoluta prescindencia de la mujer, en todo lo relacionado con lo económico en el matrimonio.

He manifestado también la incompatibilidad que existe entre un régimen de comunidad y la separación de administración, y que si se acepta aquél, los derechos que se concedan a la mujer, deben estar de acuerdo con el régimen que se halla establecido, o debemos ir franca y categóricamente al régimen de separación.

Desde luego, creo que el régimen más compatible con nuestras costumbres, con nuestro modo de ser y con nuestro temperamento es el régimen de comunidad; y el legislador no debe desechar las costumbres, teniéndolas, por el contrario, muy en cuenta al dictar las leyes, sobre todo en materia de derecho privado, a no ser que -535- las costumbres fueren un obstáculo para el progreso o estuvieren en contradicción con los principios de justicia. Que el régimen de comunidad se halla muy arraigado en nuestras costumbres se comprueba con el solo hecho de que teniendo, los que van a contraer matrimonio, facultad para otorgar capitulaciones matrimoniales, y determinar lo que les parezca conveniente acerca de sus bienes, rara, muy rara vez se celebran esas convenciones.

Si es necesario que se dé a la mujer alguna influencia en la sociedad conyugal, esta influencia debe dársele dentro de este mismo régimen, y sujetando el sistema a un plan científico y fundado en bases de igualdad para los esposos, solución que no es difícil encontrarla, y a cuyo estudio deben dedicarse los que se interesan por esta clase de problemas; tanto más, que se halla establecida la Academia de abogados, corporación que tiene como fin principal la reforma de nuestra legislación en armonía con progresos de las ciencias jurídicas.

Segunda parte. Sociólogos Estudio y selecciones de la Secretaría General

-[538]- -539-

Doctor Agustín Cueva

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¿Imperialismo o Panamericanismo?

Protestas y amenazas del secretario de estado Mr. Lansing contra la República del Ecuador

La gestión presidencial de Mr. Wilson ha pretendido diseñar una curva en la línea recta de la política imperialista, seguida vertiginosamente por los Estados Unidos de Norteamérica desde 1808, en que se efectuó la rendición de las fuerzas españolas en Manila. Organismo social pletórico ya de vida, el de la gran nación americana, rompió -no podía menos de romper- -542- el marco en que el presidente Monroe quiso encuadrar transitoriamente el ideal nacional, cuando presentó el Mensaje del 2 de Diciembre de 1823.

«Los Estados Unidos excluyen a las naciones europeas de toda ingerencia en los negocios políticos de América y se abstienen de intervenir en los de Europa». He allí, sustancialmente, la doble tesis de la célebre y elástica doctrina.

Trazar idealmente una línea de absoluta separación entre la vida política del viejo y del nuevo mundo para siempre, era algo absurdo que no pudo entrar en la concepción de estadistas de la talla de Monroe, Jefferson y Webster, los creadores y apóstoles de ese principio director de la política norteamericana. La vida social universal, como todo lo que vive, se sustrae a cualquier convencionalismo y es inútil levantar diques para impedir la confluencia de las poderosas corrientes políticas que se desbordan sin respetar pueblos ni continentes. Fuerzas de gravitación y atracción mueven las sociedades humanas; excluir artificialmente lo político de esa suprema ley, es intentar una locura. Las variadas manifestaciones de la vida social pueden ser contempladas por la inteligencia como fenómenos distintos; pero en el mundo de los hechos guardan sólida trabazón y enlace y es armónico su desarrollo.

La doctrina Monroe entrañaba tan sólo una sagaz previsión del pueblo norteamericano; miraba a lo porvenir, resguardando lo presente. Esa República tenía plena conciencia de los gérmenes de grandeza que estaban desenvolviéndose en su constitución íntima y quiso recogerse momentáneamente en su vida interior, hasta vigorizar su organismo en la milagrosa fuente de sus inmensos recursos económicos. Pronto sería gigante de recia musculatura, atraído por el vértigo de la supremacía y el ensueño de la expansión, vértigo y ensueño que constituyen el alma del imperialismo.

El correr de tres cuartos de siglo bastó para confirmar las previsiones de la República septentrional. Su -543- población, que en 1823 ascendía a 10.000.000 de habitantes, alcanzó la cifra de 73.000.000 en 1898. El territorio, que en la primera fecha

La fuerza se prueba por la arrogancia de las declaraciones diplomáticas.

Boutmy.

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medía 1.792.223 millas cuadradas, casi estaba doblado en la última, con 3.026.789. La exportación de artículos manufacturados en el país era avaluada en 9.048.216 de dólares el año 1823 y subió a 363.608.887 en 1898.

El rápido engrandecimiento de la nación marcó la hora del imperialismo franco y libre de mayores escrúpulos. Los Estados Unidos no podían atenerse ya a la línea ideal de absoluta separación entre los problemas políticos de Europa y los de América; la segunda tesis de Monroe perdía su vigor, una vez que ya no les era indiferente la política europea tan sólo, sino también la de algunos Estados asiáticos, que surgían a nueva vida.

Entonces la República norteamericana fue con paso firme a consolidar su posición de gran potencia marítima y entró de lleno en las preocupaciones de la política universal. En 1823, Monroe se cubrió con el manto de su doctrina y declaró que los EE. UU. no podían intervenir en pro de la independencia de Cuba, porque era colonia de España, y América se abstenía de terciar en los negocios políticos de Europa.

En 1898 intervienen en la contienda, triunfan y toman el Archipiélago Filipino, para dominar el océano Pacífico; se posesionan de la isla de Puerto Rico, para adelantar un pie sobre el Atlántico y supervigilar las Antillas. Luego adquieren las posesiones de Guam, Wake Island, Tutuila y otras en Samoa. Favorecen después la desmembración de Colombia, protegen la nueva República de Panamá y se convierten en dueños y señores de una zona del Istmo.

Esta política de los Estados Unidos no fue una sorpresa para el mundo y menos para la América latina. Los relámpagos habían precedido a la tempestad.

En la Conferencia Internacional Americana de 1889-1890, sugerida por el espíritu fino y penetrante del secretario -544- de estado Mr. Blaine, se trató de inducir a las Repúblicas del Centro y del Sur al establecimiento de un Zollverein, o Unión Aduanera Americana, cuyos resultados habrían sido el imperio absoluto de los Estados Unidos en la vida comercial del Continente y su irrestricta hegemonía política.

Es justo recordar que, en esta cuestión, lo mismo que en otras atañaderas a la defensa de la autonomía de Sudamérica contra las pretensiones imperialistas, la República Argentina adoptó siempre una actitud airosa y denodada.

En 1895, el secretario de estado Mr. Olney, con motivo de un acuerdo sobre fronteras, tramitado entre Venezuela y la Guayana Inglesa, fulminó la siguiente declaración: «Hoy los Estados Unidos son, de hecho, los soberanos del Continente Americano y su voluntad tiene fuerza de ley en las materias en que juzgan oportuno intervenir». El ilustre estadista argentino Sr. Roque Sáenz Peña comentaba así, en frases caldeadas por el fuego del alma sudamericana, tal arrogación de los derechos de Naciones autónomas y libres: «La nota de Mr. Olney ha roto sin miramientos las formas diplomáticas; deja de ser una provocación a la Gran Bretaña para inferir una injuria a la soberanía de los Estados de América; erigir la voluntad de una nación en ley de un continente, declararse sus dueños, que es algo más que sus dominadores, y fundar estos avances en sus propios recursos y en su fuerza, es un escándalo documentado».

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Herida la conciencia de la América latina, un sentimiento de sublevación y protesta se dilató desde el Centro hasta el Sur del Continente.

El Congreso Internacional reunido en México el año 1901 proporcionó a estas Repúblicas ocasión para pregonar la solidaridad de sus destinos con los de España y batir, como bandera de reivindicación y de combate, la unidad de alma de la raza.

-545-

Los nuevos y trascendentales problemas externos de los Estados Unidos, la preocupación de la política europea y asiática, no les permitía mirar impasibles esa desviación del sentimiento sudamericano. Por otra parte, las Repúblicas australes, en primer término, crecían y se fortificaban a la sombra de la paz y de la explotación de sus enormes riquezas naturales, mientras sus hermanos hacían alto en la desenfrenada carrera de la anarquía y ponían ojos vigilantes en la entusiasta faena de su reconstitución.

Antes esas perspectivas, avizoradas por los Estados Unidos con el profundo sentido práctico que ilumina cada paso de su existencia, pensaron en dar carne, sangre y nervios al Panamericanismo concebido por el genio de Bolívar y desvanecido en el ambiente de intereses unilaterales, ambiciones y egoísmos coetáneos de la Independencia. Panamericanismo, solidaridad entre los pueblos del Continente, respeto mutuo, igualad, fueron las palabras mágicas que murmuró el coloso del Norte al oído de las Repúblicas de origen español y lusitano.

Mr. Elihu Root, político de fuste e internacionalista eminente, aprovechó la reunión de la Conferencia Panamericana de Río Janeiro (1906) y con la autoridad que daba a sus palabras su carácter de Secretario de Estado de la gran República, esbozó en dicha Asamblea el principio de una política nueva que, siquiera, podía apreciarse como un ideal, dentro de la irrealidad circundante. «Consideramos -dijo- que la independencia del miembro más pequeño y más débil de la familia de las naciones tiene derecho a gozar de iguales prerrogativas y de exigir igual respeto que el imperio más grande, y consideramos la observancia de este respeto como la garantía principal del débil contra la opresión del fuerte. No reclamamos ni deseamos mayores derechos, privilegios o poderes que no concedamos también libremente a todas y a cada una de las Repúblicas americanas».

El mismo estadista, en el Discurso que pronunció en la octava Conferencia anual de la Sociedad Americana -546- de Derecho Internacional, celebrada en Washington, el 22 de abril de 1914, empeñose en explicar el sentido y alcance de la verdad era doctrina Monroe que, según el, fue tan sólo un principio de política nacional, de propia defensa y que no entrañaba en modo alguno el concepto de capitis deminutio, mengua, inferioridad, amenaza ni atropello respecto de las demás naciones del Continente.

El último Congreso Científico Panamericano reunido en Washington ha dado lugar a declaraciones más explícitas, y, antes de tomar nota de ellas, no es ocioso observar las gradaciones psicológicas del sentimiento norteamericano en el decurso de una centuria, respecto de Centro y Sur América. Retraimiento, desapego, rigidez, hurañería, primero; vista a los mercados de acá, atracción comercial, cálculos de exportación, acercamiento

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a esos pueblos, que eran ya niños grandes y productivos, después; solidaridad, fraternidad, igualdad, hoy.

«El 'espíritu panamericano' -dijo el secretario de estado Mr. Lansing ante el Congreso- es una doctrina internacional; sus cualidades esenciales son las de la familia, la simpatía, el apoyo mutuo, el sincero deseo por la prosperidad de los demás, la ausencia de envidia por la prominencia del prójimo, la ausencia de la codicia por la riqueza de los demás». Y como queriendo darnos a entender por qué el antiguo ideal panamericano se ha encarnado hoy y empieza a mecerse en la cuna de la existencia real, nos dice: «Las Repúblicas de América han dejado de ser menores en la gran familia de las naciones; han llegado a su mayor edad». Luego entra a darnos la fianza de su palabra contra el imperialismo. «Las ambiciones de esta República -agrega- no se dirigen por el camino de la conquista, sino por la senda de la paz y de la justicia».

Pero fue el presidente Wilson quien penetró, con profunda agudeza de espíritu, en el análisis de lo que aspira a ser, de lo que debe ser el panamericanismo. El alma del sabio reivindicó su puesto de honor en ese discurso y dejó en segundo término a la del estadista, si se -547- puede hablar de dualidad de almas dentro de una misma fuente de psiquismo. Hay una como ensoñación de ciencia y fraternidad internacional en esa arenga. Reconoce que el acercamiento de las Américas ha sido por largo tiempo soñado y deseado, pero no cumplido. Contempla el lazo económico de la mutua dependencia de intereses entre todos los pueblos del continente y ve correr, al través de ese lazo, la corriente magnética de solidaridad y unión. Conforme a su visión de la indisolubilidad de las manifestaciones de la vida social, piensa que, junto a la coexistencia económica de las Américas, ha de convivir la comunidad de intereses políticos. A esa convivencia se oponen los recelos mutuos. Y, como según la frase del Embajador de Chile, Sr. Suárez Mújica, muchas de las naciones más débiles del continente, a semejanza de las pequeñas aves que sienten en el aire el ruido de un aleteo amenazador, parecían temerosas y sobrecogidas cada vez que llegaba hasta ellas el anuncio de una aplicación práctica de las declaraciones de la doctrina Monroe, el presidente Wilson declara oficialmente que debe desaparecer la incertidumbre acerca del alcance de esa doctrina; que la unión de los Estados de América ha de realizarse mediante la garantía mutua de su absoluta independencia política y de su absoluta integridad territorial; que ha de existir absoluta igualdad política entre los Estados, igualad de derechos, no de indulgencia, basada sobre los cimientos sólidos y eternos de la justicia y de la humanidad.

Pero, mientras el espíritu, en presencia de esas declaraciones, levanta el vuelo y se goza en la contemplación de los futuros destinos de las patrias americanas, unidas y solidarias, la brusca realidad de injustas exigencias y graves amenazas de la Casa Blanca puebla de negras pesadillas el ensueño del panamericanismo.

Porque, en todo caso los hechos hablan más alto que los discursos, y debemos escudriñar y desmenuzar los hechos, siquiera para que la América pequeña pueda pesar los quilates de sinceridad de la gran América.

-548-

En tanto que el secretario de estado Mr. Lansing disponía y arreglaba lo conveniente para la reunión del reciente Congreso Científico Panamericano; quizás mientras acudían

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a su espíritu las frases con las que había de protestar ante el Congreso contra todo propósito imperialista, acordaba ultrajar a la Legislatura de la República del Ecuador, amenazar a su Gobierno con medidas de fuerza y herir a una de las Repúblicas del Continente.

Analicemos los hechos.

* * *

Durante la primera administración del presidente general Eloy Alfaro (14 de junio de 1897) el Gobierno de la República del Ecuador celebró con Mr. Archer Harman, ciudadano de Norteamérica, un contrato para la construcción de un ferrocarril que debía unir Guayaquil, nuestra metrópoli comercial, con Quito, capital de la República. Ésta había aspirado con fervor durante largos años a la realización de esa obra destinada a favorecer la aproximación, el intercambio comercial y espiritual de la sierra y de la costa, las dos regiones más pobladas del Ecuador. En pos de ese ideal no vaciló la nación ante los más graves sacrificios: pactó a muy alto precio la obra, accedió a todo género de concesiones y dio su crédito y sus rentas para que el empresario consiga el capital suficiente en el mundo financiero.

En previsión de los desacuerdos o controversias que surgieran entre las partes contratantes, se estipuló que las diferencias serían resueltas por el Presidente del Ecuador y el de los Estados Unidos en calidad de árbitros, y si éstos no se ponían de acuerdo o no aceptaban el cargo debían nombrar cada uno un árbitro para que resuelvan la dificultad; y si tampoco éstos se ponían de acuerdo, -549- los mismos Presidentes debían nombrar un tercero en discordia.

Los antecedentes expuestos nos llevan a las siguientes conclusiones irrefutables:

1.ª El contrato nació, se perfeccionó y debía tener su realización legal en el campo del derecho privado de la nación ecuatoriana. Las personas contratantes y la materia del contrato no crean una relación de Derecho Público. Mr. Harman no era la nación norteamericana y el Gobierno del Ecuador contrató como cualquier persona jurídica en aptitud de celebrar negocios civiles. La construcción de un ferrocarril entre dos regiones de una República y a costa de ésta no mira al interés de dos naciones, no constituye la vida de relación internacional.

2.ª El pacto de derecho privado que eligió y designó al Presidente de los Estados Unidos y al del Ecuador, como árbitros para la solución de las diferencias que se suscitaran entre los contratantes, no contempló ni podía contemplar la soberanía de las dos Repúblicas en la persona de los árbitros, sino tan sólo la mayor honorabilidad y espíritu de justicia que es natural atribuir a hombres colocados en la cima de la magistratura política. El arbitraje se encomendó a dos ciudadanos eminentes por fórmula de cortesía, y no al Poder Ejecutivo de cada una de las dos Repúblicas, lo que hubiera sido contrario a la concepción política de las modernas democracias, que no consiente la concentración de atribuciones judiciales y ejecutivas en la persona de un mismo funcionario público. El arbitraje fue de derecho privado, jamás de derecho internacional. De allí que, a no desempeñar el cargo de árbitro el Presidente de los Estados Unidos -como no podía hacerlo-, el árbitro delegado por él no representaba al Poder Ejecutivo de la Unión Norteamericana ni gozaba de las preeminencias y honores

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del Primer Magistrado de un pueblo. La jurisdicción convencional confiada por los contratantes a los dos Presidentes, o a sus árbitros delegados, arranca -550- de la soberanía ecuatoriana y se define y ejerce en la órbita de las leyes emanadas de la voluntad nacional.

3.ª La elevadísima posición moral de los árbitros imponía a éstos, o a sus delegados, una obligación extraordinaria de administrar justicia, sin dilaciones ni subterfugios, sin resistencias a las leyes originarias y reguladoras de su jurisdicción.

Las divergencias entre el Empresario y la Compañía no se dejaron esperar; ellas fluyeron de la situación rentística de Mr. Harman, quien, aunque varón de indomable energía, no contaba con medios ni relaciones financieras capaces de acumular el capital inmediato y bastante para ejecutar ordenada y serenamente la construcción de la vía férrea.

El Gobierno del Ecuador agotó su buena voluntad en el allanamiento de los obstáculos. Así, pesando la imposibilidad en que se había colocado el empresario para terminar la obra en seis años, conforme al contrato de 1897, prorrogó ese plazo hasta diez años en una concesión otorgada en 1898.

Sobrevinieron nuevos obstáculos a la Compañía, y el Gobierno le permitió elevar la gradiente hasta el cinco por ciento, permiso que, por los crecidos gastos de tracción, nos ha dado las tarifas más altas del mundo en materia de fletes y pasajes.

Concluida la línea férrea hasta Quito en una faena de angustias económicas de la Compañía, de festinación de los detalles de la obra, se encontró que la vía era provisional en muchos lugares, que el ferrocarril tenía que rehacerse en gran parte; y, entretanto, la Compañía cobraba por una obra definitivamente concluida e invertía los ingresos del ferrocarril en la construcción de puentes y obras que apenas había esbozado, para cumplir aparentemente el compromiso.

A la vez, se levantaba del ámbito de la nación un solo clamor de protesta por incorrecciones administrativas e inversiones indebidas de los ingresos ferroviarios. -551- En el transcurso de quince años, el tráfico y el transporte crecientes día a día, iban dejando un saldo de pérdida inexplicable. La Intervención Fiscal ecuatoriana rechazaba partidas de gastos disconformes con la realidad de los hechos y con los términos del contrato. Y esas partidas montaban a millones de sucres. La Compañía, en vez de esclarecer las glosas de la Intervención Fiscal, se negaba a presentar los libros y envolvía en el misterio lo que entre contratantes honorables debe ser exhibido en plena luz meridiana.

El Gobierno ecuatoriano, acogido siempre a la buena fe y al respeto de sus contratos, acudió al arbitraje para la decisión de los mutuos reclamos. Tras largas gestiones, obtuvo que el Presidente de los Estados Unidos designe a Mr. James como árbitro, en 1913. Este delegado, lejos de reconocer que su jurisdicción emanaba de las leyes ecuatorianas y que conforme a éstas debía constituirse y ejercer sus funciones el Tribunal arbitral, suscitó resistencias para la instalación de ese Tribunal y se ausentó de la República, sin administrar la justicia reclamada por la nación.

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Nuestro Gobierno llevó su tolerancia hasta el punto de insistir ante el Presidente de la Unión Norteamericana para la designación de otro árbitro, una vez que el anterior rehuyó la administración de justicia.

Entonces el Presidente de los Estados Unidos designó a Mr. A. L. Miller, quien vino al Ecuador, prometió ante nuestra Justicia desempeñar su cargo y se constituyó al fin el Tribunal de Árbitros. Éstos debían conocer las diferencias planteadas por el Gobierno y la Compañía y dar su fallo; pero Mr. Miller buscó un pretexto y se retiró intempestivamente de la República, cuando le había sido ya presentada la demanda del Personero del Ecuador.

Era indispensable la relación de estos antecedentes para juzgar de la actitud del Congreso ecuatoriano de 1915 y de la protesta de la Cancillería norteamericana.

-552-

La legislatura del año anterior, acatando el clamor de la nación, que exigía justicia y nada más que justicia respecto de los procedimientos injustos de la Compañía, y en presencia de los repetidos fracasos del arbitraje, consideró maduramente la situación de hecho y de derecho. Según nuestras leyes, cuando dos partes contratantes confían la decisión de una controversia al juicio de árbitros, si éstos aceptan y toman posesión de su cargo, están obligados a administrar justicia en el término de seis meses. Si no lo hacen, caduca el arbitraje, termina la jurisdicción convencional de los árbitros y las partes pueden acudir a los Jueces constituidos por nuestra organización judicial para administrar justicia.

Fue éste el caso del Ecuador. Los árbitros designados, sucesivamente, por el Presidente de los Estados Unidos, venían, contemplaban el litigio y se desvanecían como una sombra que jamás podía asir el contratante ecuatoriano, sediento de justicia durante larguísimos años.

El Congreso no pudo cerrar los ojos ante el cumplimiento de un hecho jurídico y ante la burla sangrienta que envolvía la conducta injustificada de los árbitros delegados del Presidente de la Unión Norteamericana. La caducidad del arbitraje emergía de la ley, y el Congreso ordenó al Personero de la Nación que proceda a reclamar la administración de justicia ante los Jueces y Tribunales constituidos por nuestras leyes, una vez que la jurisdicción convencional había cesado.

Y no se crea que el Congreso ecuatoriano resolvía en definitiva la caducidad del arbitraje; no, expresaba su concepto y quería que, conforme a él, pidiera el Defensor del Fisco la declaración correspondiente a la justicia legal. El Presidente de la Comisión legislativa expuso verbalmente ante la Legislatura el alcance de la Resolución. En el diario de Debates se halla concretado en estos términos el pensamiento del Congreso: «En realidad de verdad, no se trata en el Proyecto de una decisión o sentencia que declare caducado el arbitraje, no. El espíritu y el alcance de este acto legislativo es una exteriorización de la voluntad nacional, legítimamente -553- interpretada por el Congreso, voluntad nacional que reclama el ejercicio inmediato de la administración de justicia sobre las diferencias que han surgido entre las partes contratantes del Ferrocarril. El proyecto indica que, en el concepto de la nación ecuatoriana, ha caducado el arbitraje, y, por ello, manda a su personero -el Defensor del Fisco- que

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proceda a ejercitar ante la justicia legal la acción correspondiente. Ante esa justicia se planteará y se resolverá también el punto de la caducidad. La Legislatura en estos momentos va a proclamar de una manera solemne un mandato de la conciencia nacional, la justísima aspiración de que recaiga un fallo sobre las reclamaciones contra la Compañía del Ferrocarril y para ello hay razones supremas».

En resumen, el Congreso pensó que el arbitraje de derecho privado caducó de conformidad con nuestras leyes. De éstas nació la jurisdicción arbitral y tenía que perecer conforme a las mismas. El Congreso ordenó, en consecuencia, al Defensor del Fisco que alegue la caducidad ante la justicia legal y deduzca ante ella las acciones contra la Compañía del Ferrocarril.

El ejercicio legítimo de este acto de defensa de vitales intereses de la nación dio lugar al Gobierno de los Estados Unidos para un ataque contra la soberanía e independencia de la República del Ecuador.

He aquí los términos de la reclamación presentada el 13 de octubre de 1915 por el Sr. Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos a la Cancillería ecuatoriana: «Ha sido llevado al conocimiento del Departamento de Estado de Washington el hecho de haber aprobado el Congreso Ecuatoriano una resolución que declara la caducidad del arbitraje acerca de las diferencias entre el Gobierno del Ecuador y la Guayaquil and Quito Railway Company, sujeto al pacto arbitral estipulado previamente e instruye al Agente Fiscal para que, de acuerdo con el Ministro de Obras Públicas, abra y prosiga el juicio contra la Compañía del Ferrocarril ante los Tribunales del Ecuador. Que un acto de tal naturaleza haya sido efectuado por el Congreso del Ecuador -554- es materia de gran sorpresa para el Gobierno de los Estados Unidos; y en el cumplimiento de mis instrucciones, es mi deber hacer formal y ferviente protesta ante el Gobierno de V. E. contra acto tan arbitrario, el cual si persistiese, podría hacer necesario a mi Gobierno el considerar la adopción de medidas adecuadas a proteger a esa Corporación Americana en sus justos derechos. Que el Gobierno del Ecuador admitiese o considere tomar semejante decisión es lo más sorprendente para el Departamento de Estado de mi Gobierno, en estos momentos en que sus buenos oficios han sido solicitados para ayudar al Ecuador en la consecución de un empréstito en los Estados Unidos, y cuando el obvio efecto de los citados procedimientos contra la Compañía del Ferrocarril será altamente perjudicial. El alto y bien notorio sentido de justicia, equidad y honradez de V. E. me induce a creer con gran confianza que V. E., después de la debida deliberación, convendrá conmigo en que la ya mencionada actitud del Congreso Ecuatoriano fue inautorizada e injustificada, no en armonía con las habituales relaciones amistosas que, me complazco en decirlo, han existido por tanto tiempo entre nuestros respectivos Gobiernos».

La Cancillería Ecuatoriana desconoció al Gobierno de los Estados Unidos el derecho de intervención diplomática en un caso que se hallaba fuera de esa vía, conforme al Derecho internacional; le negó, así mismo, el derecho de protestar contra el Congreso nacional por un acto relacionado con una Compañía, acto que no implicaba denegación de justicia.

Nuestra Cancillería llenó su deber, en cuanto le fue posible cumplirlo; pero la diplomacia tiene muchas veces que enclaustrarse, en eufemismos y reticencias, que tiene derecho a traspasar la investigación científica.

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El problema práctico de la absoluta soberanía e independencia de las Repúblicas sudamericanas es cuestión palpitante. Vivimos en una hora en la que es preciso acentuar nuestra autonomía y ser o no ser.

-555-

Glosemos brevemente la protesta sugerida por el Secretario de Estado Mr. Lansing.

La reclamación diplomática del 13 de octubre de 1915 propone al Poder Ejecutivo del Ecuador que desconozca un acto del Poder Legislativo. Califica, primero, como arbitrario el acto de la Legislatura y en seguida dice a nuestro Ministro de Relaciones Exteriores: «V. E. convendrá conmigo en que la ya mencionada actitud del Congreso fue inautorizada e injustificada». Luego, amenaza con medidas adecuadas, si el Gobierno cumple lo resuelto por el Congreso. Pretexto para la tutela sobre las Repúblicas latinoamericanas ha sido el concepto de la anarquía de estos pueblos. Entonces ¿por qué pretendía el Secretario de Estado de Norteamérica que el Poder Ejecutivo de una Nación republicana desconozca la voluntad nacional, exteriorizada por el Poder Legislativo? Roto el vínculo de unidad y concordia entre esos dos órganos de la soberanía, ¿no es evidente que se anarquizaba la ordenada función de los Poderes públicos? Y ¿para qué provocar esa anarquía?

La reclamación ostenta tres razones perentorias -las únicas- para negar al Congreso la autoridad y la justicia que presidieron en su Resolución: la amistad, el interés y la fuerza. Por amistad con una nación, no es lícito intentar acciones judiciales contra los súbditos extranjeros que violan los contratos. El ciudadano de una República fuerte y rica queda exento de la jurisdicción en un Estado extranjero pobre, porque éste necesita de la Nación opulenta. El súbdito de un pueblo que abunda en acorazados y cañones queda inmune de acciones judiciales, porque la fuerza es la suprema razón del derecho.

Penetremos ya al fondo de la protesta. Mr. Lansing ha creído que el Acuerdo del Congreso ecuatoriano justificaba la protección de súbditos de la Casa Blanca. ¿Había llegado el caso de protección, conforme a los principios del Derecho internacional?

-556-

El Derecho de protección, según el concepto unánime de los internacionalistas, reviste diferente forma y alcance, atenta la personalidad de los Estados en que residen los súbditos extranjeros. Se distingue entre los pueblos que forman parte de la sociedad internacional y aquellos que no se consideran incorporados a ésta. Respecto de los últimos, procede el caso de protección, desde el momento en que han sido lesionados los derechos de un extranjero. En esta hipótesis, el Gobierno protector se sustituye en cierto modo a la justicia del Estado en cuyo territorio fueron atacados los intereses del súbdito extraño. Se invoca la situación de deficiencia en la organización política y jurídica de tales naciones para dar fundamento a ese principio.

Distinta es la regla que rige en cuanto a los Estados que son miembros de la sociedad internacional. Queda entendido que ellos se encuentran dotados de un organismo jurídico ampliamente desenvuelto y empapado en la idea y el sentimiento del derecho y de la justicia que prevalecen en los pueblos cultos. Planteada esta premisa, es natural que un Estado no puede acordar una posición más ventajosa a los extranjeros

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que a los nacionales; y si éstos han de recurrir a los Tribunales de Justicia de la Nación para que diriman las controversias originadas en el terreno de las relaciones civiles, es concluyente que los extranjeros no pueden eximirse de la jurisdicción, de la ley y de la jurisprudencia de un pueblo civilizado.

En tanto que se hallen abiertas de par en par las puertas de la Justicia de un Estado, es bárbaro, es absurdo apelar a la intervención diplomática. Decía muy bien el Ministro de Relaciones Exteriores, Dr. R. H. Elizalde, en su contestación al Sr. Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos, que era inadmisible la vía diplomática ante el hecho palmario de la falta de denegación de justicia.

¡Justicia! ¿Quién anhelaba? ¿Quién huía de ella? ¿El Gobierno del Ecuador o la Compañía del Ferrocarril? ¡Justicia! ¿Quisieron administrarla los árbitros delegados -557- del Presidente de la Unión Norteamericana? ¿Acaso no consta que esos jueces llegaban en viaje de regreso, apenas el Defensor del Fisco les estrechaba con el ejercicio de las acciones judiciales?

La resolución del Congreso se encaminó directamente a buscar la administración de justicia ante Tribunales competentes. La conducta de los árbitros norteamericanos estableció prácticamente un statu quo indefinido, en cuya lejanía no asomaba un rayo de esperanza que anuncie el juzgamiento ni la solución de la controversia. ¿Quién había incurrido en caso de retardo de la administración de justicia? ¿La Legislatura ecuatoriana, que estaba ordenando ejercerla? Y entonces ¿por qué el recurso a la vía diplomática?

Puede patentizar nuestra patria que su Legislación es una de las que usufructúa los Códigos más sabios del mundo. Y nuestra Corte Suprema está prestigiada por una aureola de pericia y probidad tradicional.

¿Creyó Mr. Lansing, a pesar de los principios y de los hechos, que el Ecuador no se cuenta entre los miembros de la sociedad internacional? ¿Quiso, por ello, aplicarle el procedimiento indicado para los pueblos bárbaros?

¿Qué acontece? ¿Ha retrogradado el Ecuador en su cultura material e intelectual, ha descendido a la barbarie desde el año 1890? ¿O la diplomacia de la Casa Blanca entiende hoy día que ha quedado a su beneplácito excluir a los Estados cultos de la sociedad internacional?

Si resucitara el Secretario de Estado Mr. Blaine, se sorprendería de la novísima doctrina. En Estados Unidos que se incorpore en un tratado una cláusula que excluya las demandas y reclamaciones diplomáticas, antes de que se hallen agotados todos los reclamos ante los Tribunales de Justicia o las Autoridades propias, inclusive las apelaciones.

-558-

El secretario de Estado Mr. Blaine admitió entonces que el derecho generalmente reconocido de que es lícito acudir a la intervención diplomática en caso de denegación de justicia, no existe, sin embargo, hasta que las acciones suministradas por la legislación del Estado se pongan en práctica, o falten leyes protectoras.

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El Dr. Nicolás Clemente Ponce, uno de los más reputados internacionalistas del Ecuador, demostró, en un artículo publicado en 1912, que la regla de conducta tradicional de los Estados Unidos ha sido la de no intervenir, sino con sus buenos oficios, respecto de reclamaciones fundadas en contratos con gobiernos extranjeros. Cita prolijamente el ilustre jurisconsulto, en comprobación de su tesis, las comunicaciones emanadas de los secretarios de Estado, en esta materia, desde el año de 1834 hasta 1890.

En presencia de estos antecedentes, ¿por qué Mr. Lansing, en vísperas de proclamar su Panamericanismo y de otorgar finamente a las Repúblicas suramericanas la merced de la mayor edad, coloca al Ecuador fuera de las leyes y prácticas internacionales, torciendo la corriente tradicional de la diplomacia norteamericana? Es que el imperialismo palpita aún como una fuerza impulsiva en el organismo de la gran República y estalla en retozos de fuerza e imposición. Boutmy sondeaba el alma del coloso del Norte en sus relaciones con los demás pueblos del Continente y nos daba este retrato: «La única política exterior inteligible para esta multitud se reduce a una psicología muy sencilla que se exterioriza en frases de este tipo: Es necesario ser fuerte; la fuerza se mide por la extensión del espacio en que se hace sentir... La fuerza se mide también por los golpes que se suministra al vecino, y conviene que el sport se renueve con alguna frecuencia; los golpes son hechos contundentes. La fuerza se prueba por la arrogancia de las declaraciones diplomáticas. La arrogancia es como un golpe que se da por medio de la palabra».

* * *

-559-

En estos días beatíficos de Panamericanismo es necesario que estas Repúblicas piensen, indaguen y obren. ¿Hay sinceridad en las declaraciones hechas en el reciente Congreso Científico Panamericano? Pues, que hablen los hechos; que no sean compañías sangradoras de los recursos económicos sudamericanos las que nos traigan la afrenta y el ultraje de injustificadas reclamaciones diplomáticas y amenazas de fuerza y de violencia.

En esta hora tempestuosa de nuestra peregrinación a la tierra prometida del progreso, debemos parar un minuto siquiera y meditar en el rumbo de nuestra política financiera exterior. Se abre la era industrial en la República. ¿Qué capitales de afuera debemos atraer y preferir? ¿Con los ciudadanos de qué naciones hemos de contratar? ¿Cómo hemos de alejar cautelosamente de nuestras obras públicas nacionales a empresarios que tienen por norma cubrir con la púrpura del imperialismo el incumplimiento de sus obligaciones?

Agustín Cueva.

Tomado del N.º 33 de la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria de marzo de 1916.

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-[560]- -561-

Doctor Carlos Manuel Tobar y Borgoño

-[562]- -563-

La protección legal del obrero en el Ecuador

Conferencia sustentada en la «Sociedad de Estudios jurídicos»

(De la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria, Nueva Serie, marzo a abril de 1913)

Señores:

Honrado por la Sociedad Estudios Jurídicos con la petición de una conferencia, y habiendo accedido gustoso a demanda que tanto halaga mi amor propio, os preguntaréis acaso por qué elegí un tema que es de aquellos que atemorizan entre nosotros, un tema que amenaza con aridez de gran verdad; os preguntaréis por qué no elegí algo más ameno, algo que cuadre mejor dentro de los estudios que yo he preferido.

-564-

Ciertamente que hay muchas razones para que os extrañéis por ello; pero os explicaré el motivo: nosotros no gustamos de hablar las cosas claramente ni siquiera de oírlas hablar claramente, y, por eso, nos atemorizamos de la verdad. Preferimos dormir sobre un volcán a reconocer que nos hallamos sobre él. Por eso no nos gusta oír tratar del problema social nuestro; por eso tememos abordarle; por eso censuramos a los que tienen la osadía de abordarlo; pero, por eso mismo, porque creo que es menester romper con tanto temor y con tanta hipocresía, por eso he ido yo a él.

Hasta hace poco la palabra socialismo, mal entendida y peor interpretada, era significativa de algo como un crimen de lesa humanidad, y nadie, nadie, había tenido el valor de llamarse socialista; eso hubiese bastado para atraer sobre el insensato las antipatías de todos aquellos que, sin saber lo que en el fondo es el socialismo, viven adheridos a sus prejuicios y a sus clisés, como la ostra a la concha. Más aún, para muchas buenas gentes, el socialismo era un pecado y los socialistas réprobos que no merecían perdón de Dios; los tales ignoraban, o fingían ignorar, que Jesús fue ya, hace veinte siglos, el gran socialista y el igualitario, e ignoraban que León XIII, el eminente Papa de nuestro siglo, fue, él mismo, el creador y fomentador de una de las más poderosas ramas del moderno socialismo, de la Democracia social.

En política somos liberales, radicales o conservadores, porque simpatizamos con la denominación respectiva, cuando no nos apropiamos de ella con el exclusivo objeto de que nos sirva de trampolín para el asalto de la cosa pública. Ha habido, es cierto, quien ha tenido el valor asombroso de llamarse socialista, y hasta quien ha salido, sin serlo, por los fueros del proletariado; pero, a fe que ello ha obedecido más al afán de

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singularizarse y quizá a un objeto de medro personal que a una verdadera convicción. ¿Acaso no he oído a un hombre político asegurar que era socialista... porque era liberal? Y es que adoramos los clisés, que forman aquella fácil ciencia de los insapientes, aquella sabiduría de -565- poco costo y sin embargo de mágicos efectos para exhibirla lucrativamente ante los imbéciles.

El clisé, porque también es un clisé, del temor a despertar a la plebe -de esa donosa plebe nuestra, tan dormida y tan buena-, nos ha llevado a vivir siempre con el miedo pánico de que alguien venga a poner el dedo en la llaga y a mostramos nuestros deberes con respecto a las clases desheredadas y los derechos que les competen.

Pero, ¿habrá sido sólo un miedo al despertar de la masa? Claro que sí; mas ese miedo es un miedo muy complicado; ha sido no sólo el de que se pueda perturbar nuestro beatífico bienestar en el estado de reposo, sino también de que se venga a perjudicarnos en nuestra industria de explotación del hombre; es por esto que por lo que los partidos políticos y las gentes todas, grandes y chicas, han convenido tácitamente en no abordar el problema y en ignorarlo en todas sus faces y, en especial, en el de la educación. Un pueblo educado, en efecto, no es explotable ni es la oveja mansa que va inconsciente al matadero para engordar con la propia sangre a su verdugo; eso, como lo decía hace noches, con sobra de razón, en el seno de la Sociedad Jurídico Literaria, uno de los jóvenes más inteligentes de la actual generación, el señor don Hugo Borja, lo han comprendido perfectamente las autoridades de todo género de este país, y se han dado cuenta de que, de otro modo, no podrían mandar a latigazos y escupitajos, tal cual lo han hecho siempre aquí, al hato de bípedos que nos llamamos ecuatorianos.

Sé que he de atraerme los rayos de cólera de muchos Júpiter, que no tienen más norma que su egoísmo y su interés; pero, no importa, resuelto a decir las verdades claramente, desnudamente, lealmente, las diré y censuraré lo que crea censurable, defendiendo los derechos, pertenezcan a quienes pertenecieren, patrones u obreros, que si es vituperable no hablar a los amos de sus deberes, lo es también el decir al obrero que sólo posee derechos sin tener obligaciones.

-566-

Es así como voy a llamar vuestra atención acerca de un punto muy limitado del problema social ecuatoriano: de la deficiencia de nuestras leyes en materia de protección a la clase obrera.

* * *

Ayer fueron ocho luchadores que quedaron sepultados en una zanja, por la imprevisión de los que debieron evitar la catástrofe tomando precauciones para ello; antes de ayer fue un obrero que descendió de una cúpula en construcción a causa de la defectuosidad de un andamio; anteriormente fueron otros y otros; y así, en cadena interminable, ese pueblo nuestro, cuya vida es la nuestra y su sangre la del país, ese pueblo a quien ni las leyes ni las autoridades protegen, va aumentando las víctimas de la imprevisión de los códigos, del descuido de los encargados de cumplirlos e interpretarlos y de la avaricia de los patrones. Cuando ha logrado escapar a las carnicerías a que le lleva la ambición de los caudillos, perece oscuramente, indefensamente, inútilmente, porque la sociedad que le explota se niega a ampararle.

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Pero no es esto todo: caído el obrero, apenas si el patrón permite a dos de los compañeros de sudor y de trabajo de la víctima que conduzcan el cuerpo al hospital o el cadáver al cementerio. ¿La mujer, los hijos, la familia del desgraciado, ellos qué importan? El patrón sólo conoció al marido o al padre, él ignora a los demás, y allá se mueran de hambre a causa de su egoísmo e impericia, de su economía e imprevisión. Éste es el crimen que vemos repetirse a diario, a vista y paciencia de las autoridades, y que las leyes, esas leyes que buenamente, inocentemente, creemos democráticas, no tratan de economizar. Hechos de este género en cualquier parte del mundo civilizador no ocurren, porque a más de estar el patrón en la obligación de evitarlos, si por desgracia -567- suceden pesan sobre él, interviniendo el Estado para hacer efectiva su responsabilidad.

El estado de marasmo en que yacen nuestros obreros, resignados a todo y esclavizados en la rutina y en las viejas costumbres de la época colonial, porque ellos no han avanzado y la República ha consagrado lo que dejó la Madre Patria, ha llevado a gentes superficiales e ignorantes a decir que el problema social no existe en el Ecuador, y que, por consiguiente, no tenemos para qué preocuparnos de él.

Él existe, señores, y existe en su peor forma, desde que no podemos ni siquiera prever las consecuencias de cuando él tome el carácter de conflicto, de cuando la lucha se inicie y de cuando los fuegos se rompan. No porque una fiera esté dominada hemos de decir que no existe la fiera; no porque no tiemble en este momento la tierra hemos de negar la existencia de los terremotos.

El problema social, mal que pese a los políticos que debían preocuparse de él, existe aquí, lo tenemos en casa y haríamos obra imprevisora, obra ruin de malos padres, si nos encogiésemos de hombros sin tratar de prevenir la crisis aguda, sin procurar evitar las sangrientas batallas del mañana.

Precisamente la falta de lucha, precisamente la inconsciencia de nuestras masas, pueden facilitar la obra de las clases dirigentes; precisamente esa falta de resistencia de nuestro pueblo nos permite que le llevemos nosotros al goce de sus derechos, goce de derechos que en otras partes, hoy día, en esta misma hora, es ya arrebatado por la fuerza, mediante triunfos del obrero; pero triunfos alcanzados con derrotas sangrientas del capital, previas luchas cruentas, previas crisis tremendas, previas convulsiones comerciales que perjudican tanto al obrero como al patrón; porque en todo batallar hay mártires y esos mártires son precisamente los mejores, son la elite, y, por eso no amo yo las luchas de este género, que, como toda lucha violenta y de fuerza, ciegan a los hombres y sacrifican a los buenos, a los regeneradores, -568- a los valerosos, a los de primera fila, en provecho de los egoístas y de los malos, de los osados por inconsciencia cuando no de aquellos que el día del combate se quedaron a retaguardia.

Pues bien, nosotros que no tenemos luchas sociales violentas, aquí donde aún no conocemos el odio agresivo del trabajo al capital, aquí donde el obrero no reclama aún nada con la tea del incendiario y el hacha del asesino, aquí nosotros debemos tratar de evolucionar no sólo por humanidad y justicia, sino también por egoísmo y conveniencia.

Por humanidad, porque la condición de nuestro obrero no difiere grandemente de la de esclavitud; unido el indio a la propiedad -no siquiera al amo- por el grillete de un

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contrato legalmente bilateral, pero efectivamente creador de derechos, y sólo de derechos para el uno y de sólo obligaciones para el otro, incomprendido para éste y perfectamente bien estudiado por aquél, cambia de amo mediante una venta personal, que no otra cosa es en el fondo la venta de la deuda del gañán; ese contrato es la cadena del antiguo esclavo, es el documento que da derecho legal a un hombre para apropiarse de la persona y del trabajo de otro hombre, y este estado, esta apropiación humana es lo que en todos los países y en todas las lenguas se llama esclavitud.

Rusia se ha levantado iracunda contra la servidumbre de los obreros rurales, que estaban arraigados a un suelo en el que debían trabajar durante toda su vida a beneficio del patrón, el nihilismo aprovechó de ese estado de cosas, al cual parecía no obstante acostumbrado, el fatalismo esclavo, para despertar bruscamente, revolucionariamente, la conciencia de los mujicks, y ahí tenéis la gran revolución social rusa, que costó millares de vidas, millones de rublos y que convirtió el poder y el capital en enemigos irreconciliables del pueblo. ¿No llegaremos nosotros al mismo estado de enconos un día?

Pero no hablemos del gañán, aun el obrero libre es aquí esclavo. Bestia de carga, no se le reconoce ningún -569- derecho; el patrón, el sobrestante, el capataz, lo habréis visto en las calles, va siempre armado del látigo que infama y que convierte en bestias; habréis notado, supongo, que él exige del asalariado una energía desproporcionada a sus fuerzas; hasta la materialidad del tuteo, hasta aquel su merced, negativo de todo derecho y reconocedor de favores... Y habréis también acaso visto que aun la autoridad pública trata en pequeñeces de empequeñecer y en nimiedades de rebajar al pueblo y de convertirlo en esclavo; citaré un hecho concreto que ha irritado siempre mi alma, un hecho diario, contra el cual os intereso en nombre de la dignidad, en nombre de la democracia que dicen somos, en nombre de la libertad individual, en nombre de la decencia que, al menos ella, debe ser la norma de la autoridad; me refiero al hecho de ver como un polizonte cualquiera, hijo del pueblo y salido del pueblo, y convertido en tirano y opresor de sus hermanos por obra y gracia de un kepis y media docena de botones amarillos, se cree indigno de ejecutar por sí lo que el superior le encomienda hacer, y él, que ayer barrió las calles y cargo sacos de tierra, que picó piedras o hizo oficios menos nobles que ésos, va a casa del indio infeliz que, por ello, no puede siquiera transitar por la calle con libertad, para imponerle que haga por él, y a empellones y puñadas, lo que él debió hacer. En nombre de la humana dignidad, de la democracia, de la decencia y de la elegancia, repito, me permito llamar vuestra atención sobre este punto asqueroso y vil de una autoridad que por sus arbitrariedades se ha vuelto aquí tan asquerosa y tan vil como es asqueroso y vil el nombre popular que ha merecido; y no es para menos, como que la autoridad policíaca en Quito está representada por un guardián que a fuer de ocioso, de ruin y lleno de vicios, ha ido a naufragar en el cuartel de policía.

Dije que el estado de nuestro obrero es el de esclavitud, y ya veis que tuve razón; más aún, es peor, mucho peor, que el de esclavitud, como que al patrón del -570- esclavo le interesaba cuidarle para no perder el valor metálico que representaba, mientras que en tratándose de un obrero, ¿qué nos importa que desaparezca si nunca faltará otro con el cual reemplazarlo en idénticas condiciones?

No soy revolucionario, ni social ni políticamente; hablo a un grupo de la clase dirigente, a un grupo de patrones y por eso me expreso como lo hago.

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He dicho que haríamos un acto de justicia: os recordaré, señores, que nuestro pueblo obrero es, en su mayor parte, en su casi totalidad, el indio, ese paria de la civilización, ese desheredado a quien arrancamos hace cinco siglos su casa y sus tierras, a quien después de robarle y explotarle en toda forma, a quien después de envilecerle hasta donde alcanza el envilecimiento, le negamos todo, le negamos desde lo que es suyo como hombre hasta lo que es suyo en virtud de la Constitución y de la ley; a quien rehusamos todo derecho y a quien no damos sino deberes; respecto del cual creemos malo lo que respecto de nosotros es bueno: la educación... Y es que nuestro egoísmo de amos nos lleva a ello, ya que sabemos que la opresión y la explotación son sólo posibles con el hombre ignorante y con el envilecido.

Tenemos leyes, muchas leyes, infinitas leyes, y, sin embargo, nuestra protección legal del indio y del obrero es casi nula, no existe: la ley la hace siempre el patrón. ¿Es esto justicia?

En Estados Unidos se ha cazado a los indios a tiros en las selvas, pero no se les ha convertido en bestias; se les ha tratado como a leones, como a nobles, se les ha asignado el título de enemigos que dignifica y ennoblece, cuando es grande el que lo asigna; aquí hemos hecho peor, hemos encadenado al león para convertirlo en asno vil al cual podamos apalear a mansalva, hemos asesinado al hombre, pues que el hombre sin dignidad no es hombre, para convertirlo en bestia de carga, inmensamente menos noble que la fiera que reina en los bosques; -571- le hemos tratado como a inferior, le hemos aplastado con el pie y, todavía, le hemos escupido con una eterna servitud que no merecía. Si hay quien no llame a esto injusticia, no sé a qué podrá él dar tal calificativo.

Por último, he dicho que está en nuestra conveniencia dar fin con semejante estado de cosas. En efecto, si ni la justicia ni la moralidad, si ni la humana filantropía, si ni siquiera el ser hombres y la razón egoísta de dignificar al hombre, son motivos suficientes para levantar al obrero a la categoría de ser humano, la necesidad de evitar las crisis violentas, la precisión de economizarnos la gran revuelta del mañana, esa gran revuelta de clases, la peor de todas, nos obliga a que miremos el porvenir, nos obliga a evolucionar, debe inducirnos a conceder de buen grado lo mismo que mañana nos será arrancado, pero arrancado con sangre, con matanzas y con degüellos; lo mismo que nos será impuesto con el hacha, la tea y la bomba del anarquista. Mala herencia es la que dejaremos a nuestros hijos si nos cruzamos hoy de brazos y no echamos un poco de alimento al noble pueblo, para que mañana no se despierte hambreado, con un hambre tanto mayor, cuanto más grande ha sido la privación y cuanto más prolongado ha sido el letargo.

No creo que sea posible hablar al pueblo de sólo sus derechos, no; es también preciso hablarle de sus deberes, ya que si no goza de aquéllos, tampoco éstos comprende. El obrero nuestro es esencialmente ratero, hoy roba; ésta es una de las sempiternas quejas que oímos constantemente contra él. Pero, me pregunto, ¿por qué roba? Porque necesita vivir y porque necesita satisfacer los vicios en los que olvida o aletarga su impotencia actual... Dadle más salario, dadle más potencia y no necesitará robar; pero ¿su hábito de robo desaparecerá por eso? Probablemente no; de modo que, si se hace preciso mostrarle que su trabajo vale más y que tiene derecho a más, es también menester decirle que el robo es un delito, una inmoralidad y una vergüenza. La cuestión es, -572- pues, así correlativa: hay que indicar los derechos, sin olvidar de predicar los deberes.

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* * *

La reforma de lo que actualmente existe, siendo indispensable y urgente, ¿a quién toca introducirla? ¿Dónde buscaremos una protección eficaz para la clase obrera?

En teoría la respuesta es evidente: lo ideal, lo razonable, lo justo, es que la labor de reforma pertenezca a todos: a la sociedad y a su clase ilustrada, procurando por humanidad, justicia, interés y por egoísmo futuro, mejorar la condición del obrero; a la sociedad obrera y, en especial, a los más ilustrados y conscientes de ella, haciendo lo posible por despertar a sus hermanos del estado de marasmo en que hoy se hallan; pero también, y sobre todo al Estado, a quien, desde luego, pertenece íntegra y directamente el deber de protección.

Respecto del patrón, es decir, de la clase dirigente, ocurre que su egoísmo actual le ciega para lo futuro; su economía mal entendida le lleva a sacrificar la gallina de los huevos de oro y a desoír la voz de su conciencia. Se necesitaría una gran abnegación, el difícil e improbable predominio de la previsión sobre el lucro inmediato, para que deje de explotar la masa explotable y para que, limitando su ganancia, haga partícipe de ella a quien la produce en parte tan principal.

En cuanto al obrero, la experiencia prueba que él es el menos apto para conseguir por sí la reforma adecuada; la masa es por su naturaleza ávida, y o no se mueve o si lo hace es para demandarlo todo y para demandarlo de una vez, es decir para revolucionar, ya que no conoce la paciencia y por consiguiente la evolución.

-573-

En mi concepto el deber pertenece en primera línea al Estado: ya porque por su autoridad puede obligar al patrón a conceder, ya porque él, mejor que ningún otro, es apto para decir al obrero: detente ahí, ése es el límite de tu derecho presente, no pidas más, la reacción del ahora poderoso capital te haría perder el todo.

Si esto es cierto, cabe averiguar si el Estado ecuatoriano cumple con este deber.

Doloroso es confesar que no.

Pero no quiero cargarle de culpas; la obra es ardua y es complicada y es difícil, y, confiésolo ingenuamente, hasta hoy no ha podido cumplirla, porque aun cuando hubiese querido, que no lo ha querido, nuestra tormentosa vida política, repleta de malhadadas y estériles revoluciones, no se lo ha permitido.

Educación de las masas; he ahí la gran cuestión; ésa es, ésa debe ser la base para proceder a toda reforma, ella misma es ya una reforma; pero no quiero ocuparme en ella, porque no entra en el cuadro de mi conferencia. Ese problema inmenso debe ser la norma y el ideal de cualquier Gobierno, y el que emprenda en obra tan magna hará labor patriótica por excelencia, porque formará ciudadanos y convertirá en hombres a quienes hoy sólo tienen apariencia de tales. Pero ésta es obra de largo aliento; hoy por hoy, debe hacer siquiera algo, y ese algo es crear una protección legal de la persona y del trabajo del obrero.

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No hay duda de que el problema es difícil; para resolverlo hay que descender a los detalles; descenso que lleva consigo una reglamentación y las reglamentaciones suelen, por lo general, ser atentatorias contra las libertades que forman parte de los derechos fundamentales en que se basa la sociedad del siglo presente. Y hemos llegado al escollo contra el cual se ha chocado cada vez que en cualquier parte se ha tratado de reglamentar el trabajo y de asegurar la protección del obrero: la causa se halla en que la cuestión tiene adherencias -574- en campos más alejados, en los sistemas políticos y en los problemas mismos de sociología.

Dos corrientes se diseñaron en el mundo social y político, desde que los hombres empezaron a preocuparse de política y de ciencia social: unos creyeron que el ideal de libertad individual era el más alto y el que debía respetarse siempre y predominar en las relaciones de unos hombres con otros dentro del Estado; el sacrificio de esa libertad individual no podía ser sino excepcional y obedecer a causas muy poderosas; para los que así pensaron la acción legislativa no podía venir en materia obrera sino cuando todo lo demás había fracasado, cuando la iniciativa privada -individual o colectiva- había sido impotente, es decir cuando no se pudo o no se quiso obrar. Al frente de este parecer se opuso el de los partidarios de la centralización del número en el ser compuesto y organizado, del de los que abogaron por la socialización del Estado y por la intervención de éste como único capaz de conducir a buen fin la protección del trabajo; los primeros fueron los que pertenecieron a la escuela liberal, los segundos los que se afilaron a las doctrinas socialistas; aquéllos aceptaron la omnipotencia del hombre individuo, éstos creyeron que la masa era mejor que el uno y que los intereses y el bienestar de todos debían predominar sobre los más intensos de unos pocos; creyeron también que si el uno era egoísta, la colectividad podía tal vez conseguir, hasta por la fuerza, lo que aquél no quiso conceder. Pero, como quiera que sea, y cualesquiera que sean los argumentos que estas dos escuelas antagónicas emplean para combatirse, tal cual está organizada la sociedad presente, implantadas en el mundo civilizado las doctrinas liberales de la Revolución francesa, y una vez que hemos anticipado nuestra antipatía contra la violencia y los cambios bruscos, es menester preguntarse, ¿la intervención del Estado en la reglamentación del trabajo y en la protección del obrero, no constituiría un atentado contra la libertad individual del mismo obrero? Y en caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿qué conviene más, la defensa de la -575- persona y de los derechos del trabajador aun contra su voluntad, o el respeto a la libertad de éste?

Estas interrogaciones han sido contestadas de muy diverso modo aun dentro de la escuela socialista: los socialistas del Estado, con Millerand a la cabeza, quieren la estrecha reglamentación del trabajo porque, como dice ese publicista, «impónese la intervención de la sociedad, primera interesada en la marcha regular y normal, para garantizar a todos sus miembros su vida y las condiciones humanas de trabajo», será por consiguiente necesario atribuir a la legislación el derecho de velar porque las riquezas humanas contenidas en germen en el ente humano se desarrollen de manera útil para que el Estado las aproveche.

Los socialistas de cátedra aseguran que la protección legal de los trabajadores es indispensable sólo en cuanto tienda a mejorar la suerte de los mismos; porque es preciso defenderles aun contra ellos mismos y contra su propia ignorancia y dejadez, y el interés del Estado es únicamente consecuente, en cuanto es interés del número.

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Para de Mun y los socialistas católicos, la intromisión del Estado es absurda; pues no entra en los fines de él y es a la sociedad a quien corresponde reaccionar por sí: «hay que aceptar la libertad individual en el colectivismo social», dice, por esto, Descurtins.

Sea como quiera, lo repetimos, una reglamentación cualquiera crea siempre cortapisas a la libertad, y si, a mi modo de ver, las reglamentaciones son legítimas de toda legitimidad, como los mismos liberales lo reconocen y lo practican, dentro de esa legitimidad cabe bien la del trabajo aun cuando importe una supresión de libertad.

Lejos de mí el negar que la intervención del Estado lleva consigo un gravísimo peligro, que es casi consecuente del principio de la intervención, y es la tendencia incontenible de él a estrechar la reglamentación con -576- perjuicio de la autonomía individual; los socialistas, ellos mismos, no pueden negar ese peligroso abuso y han preferido reconocerle negando, no obstante, su carácter abusivo; han establecido así como axioma que la libertad de trabajo es un régimen anárquico y que cuanto más interviene el Estado mejor comprende su misión. De ahí han ido lógicamente, naturalmente, consecuentemente, a la reglamentación minuciosa del trabajo, primero; naufragando después en los monopolios de la industria por parte del Estado y más lejos aún, en la socialización completa de todas las energías productoras. He ahí como los maestros del socialismo justifican los monopolios de derecho, acerca de los cuales todos sus discípulos, no obstante las distancias que les separan, están de acuerdo, desde Carlos Marx, que acepta los servicios públicos como consecuencia de la expropiación económica, y desde César de Peape y Benito Malin hasta Brousse, Vandervelde, Jaurés, Guesde, Bebel y Singer, es decir que marxistas y posibilistas llegan a parecidas consecuencias, partiendo de análogas condiciones, condiciones cuyo examen no nos corresponde hacer aquí, una vez que suponemos el Estado organizado tal cual hoy lo está, con sus errores y sus vicios, pero con sus cualidades y virtudes.

Esto dicho, sería cuando menos peligroso que, a pretexto de proteger al obrero, nos metiésemos a dictar leyes que no sabríamos dónde debían o podían terminar, y que, en todo caso, nos llevarían tal vez muy lejos. ¿A qué norma sujetarse entonces? ¿Qué regla adoptar?

Si el de la legislación en general es un problema difícil, el de la legislación obrera es particularmente complicado; hay, en efecto, que atender a un sinnúmero de intereses, a los egoísmos, a la resistencia pasiva, no sólo de gentes poderosas e influyentes que miran con antipatía las reformas sociales o que se creen despojadas con ellas, sino hasta, y aunque parezca inverosímil, de los obreros mismos; es menester luchar contra la inercia moral y respetar en lo posible el edificio económico de la sociedad a nombre de la cual se va a legislar, edificio -577- basado en buena parte sobre lo que hoy es y que dejaría de serlo desde que se cambiase cualquiera de los pilotes sobre los que se apoya. Más aún, la situación obrera es distinta, esencialmente distinta de un país a otro, de modo que, por más que los internacionalistas socialistas quieran llegar a la universalidad de la norma única, ella es imposible y es inconveniente.

Para obtener una verdadera protección del obrero es necesario ante todo no ignorar el estado social de éste, conocer su psicología, sus condiciones actuales, todo lo cual es eminentemente local y distinto de un país a otro y de una raza a otra raza. Querer hablar a nuestro indio y pretender tratarle como al obrero del viejo mundo sería absurdo porque no nos entendería; excitar ciertos instintos sería o inútil o en extremo peligroso según el

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caso: o hallaría él que no necesita luchar por ciertas conquistas o se cegaría por obtener otras hasta festinar la revolución. El legislador necesita así estudiar a fondo al obrero local, sus necesidades económicas, su índole moral, la naturaleza de sus ideales y de sus aspiraciones; para defenderle con eficacia y para evitar el abuso de reglamentación, será menester hasta que no ignore el grado de intensidad de su instinto de conservación y la idiosincrasia de sus ternuras y de sus miedos.

Se requiere además en el autor de la reglamentación un profundo estudio jurídico, porque es menester que se halle alambicado en aquel espíritu que pesa la ley y que se percata de la aplicación excesiva o insuficiente; por fin implica conocimientos de orden político y legislativo, pues no basta conocer y saber conocer la ley y el medio al cual se la destina, sino que es menester además saber bajo qué formas ha de aplicarse y cómo será ella más útil.

Así se comprenden los errores a que nos conduciría una ley inconsulta en la materia, o una imitación más o menos exacta de lo hecho en países más adelantados que el nuestro; nuestra manía de copiar leyes extrañas ha pletorizado ya nuestra legislación de estatutos e inútiles -578- e inobservados. No tenemos grande industria, no tenemos sino pocas fábricas y ninguna o casi ninguna mina, por consiguiente el número de nuestros obreros ocupados en la grande industria es ínfimo; los nuestros son todos obreros agrícolas y obreros libres de obras; nuestra industria es casi en su totalidad una industria familiar, ésta y el Sweating-system son los que ocupan más brazos. Por consiguiente, venir a legislar acerca del trabajo en las minas o en las fábricas sería inútil o casi inútil.

La industria familiar, que es nuestro tipo más vulgarizado, el pequeño patrón, el obrero que trabaja por su cuenta y que es patrón de sí propio, el obrero que gana por tarea, el que trabaja por obra en su casa, son los que abundan en nuestras ciudades; así se explica que no puedan compararse sino de lejos a los europeos.

Vimos ayer el fracaso de un decreto de descanso dominical, y fue porque al dictarse el precepto no se estudió la condición de nuestro pequeño obrero y de nuestro pequeño comerciante, para quienes vender no es trabajar, sino ganar.

Esa ley aprendida en Estados Unidos o en Europa, donde el que vende, vende para otro, es decir trabaja y no gana, no podía ser simpática aquí, y así desmoronó, primero en la indiferencia, para derrumbarse luego en la antipatía; el pueblo no comprendió que se tratara de manumitirle arrancándole una libertad de que hasta ayer hubo gozado. Si la ley se hubiese limitado a los obreros asalariados, tal vez habría tenido éxito, y es que los radicalismos bruscos en cuestiones sociales son imposibles. Inglaterra lo comprende de este modo, y jamás da un paso en la materia sin saber de antemano si el Reino lo quiere de manera implícita, por la adopción de la costumbre, que precede a las leyes de índole social; la autoridad trata de encaminar la costumbre y de consagrarla; pero no impone jamás la costumbre. Suiza va más lejos, consulta explícitamente al pueblo por medio del voto y sólo después de que éste ha declarado aceptar la ley, se impone el precepto; sin el referéndum no -579- hay ley y por esto nadie piensa en revolución en ese pequeño grande país que es la Suiza, el derecho que tiene el pueblo de dar directamente su parecer es la válvula de seguridad que evita las explosiones del descontento popular y las divergencias entre el sufragio universal y sus representantes; un ejemplo típico a este respecto es el del proyecto del seguro obligatorio del obrero para el caso de enfermedad o de accidente del trabajo; votado casi por unanimidad en las Cámaras federales, fue

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rechazado el 20 de mayo de 1900 por el pueblo, que no quiso aceptar la forma que se había dado al seguro.

Sea como fuere, nuestro obrero agrícola o industrial, asalariado o libre, no halla protección dentro de los poderes públicos; cabe así que nos preguntemos, ¿es éste un defecto de la legislación misma?, ¿en nuestro sistema no tiene tal vez cabida la protección legal?, ¿en qué debe ella consistir?, ¿cómo debe hacerse?

* * *

Que el obrero ecuatoriano no halla protección en la ley, es indudable. El código civil no contiene acerca del salario de los obreros, o contrato del trabajo, más que algunas disposiciones relacionadas particularmente con los criados. Y se explica bien, pues a Bello y los autores del código no se les ocurrió que el contrato de trabajo, tal cual hoy lo concebimos, pudiese llegar a crear una índole especial de relaciones entre el patrón y el asalariado.

Copiaron del código francés de 1804, y en 1804 todavía la industria no estaba desarrollada. La Revolución, que igualó los derechos políticos de los ciudadanos, no quiso tocar o no se le ocurrió abordar los económico-sociales de los mismos.

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El párrafo séptimo del título XXVI del libro IV del código civil trata de reglamentar el contrato y apenas si prevé el tiempo que puede durar el compromiso y la necesidad del desahucio, aunque colocando siempre en lamentable situación de inferioridad al asalariado; y, si no, permítaseme citar el artículo 1980, que, mientras dispone como regla general, en el inciso primero, que si no se hubiere determinado tiempo, podrá cesar el servicio a voluntad de cualquiera de las partes, en el segundo se crea una condición desfavorable para el asalariado y es la de que éste no puede retirarse inopinadamente, sino que está obligado a permanecer en el servicio mientras no se le reemplace, a condición, dice la ley, de que esa separación inopinada cause incomodidad o perjuicio grave al amo. ¿Y por qué no se acepta la recíproca? ¿Por qué no se adopta la misma regla cuando el amo despide inopinadamente al asalariado? La desigualdad es, pues, evidente.

El artículo 1982 establece como sanción respecto del criado o asalariado que sin causa grave abandonase el servicio antes de cumplir el plazo para el cual se comprometió, la indemnización de perjuicios y la obligación de continuar en su puesto; al amo, en cambio, sólo le corresponde el pago de una indemnización y el salario de un mes... Es decir, que mientras el uno, el adinerado, con satisfacer una mensualidad -que para él no es carga grave- ha satisfecho plenamente la ley, al otro se le esclaviza obligándole a volver a un servicio que tal vez, que seguramente, se le volvió imposible.

Como si esto fuese poco, el artículo 1986 insulta al obrero, y lo infama, y lo humilla, y lo desprecia, al disponer que el amo, y sólo el amo, sea creído tanto acerca del salario y la forma de su pago, cuanto acerca del monto de los adelantos... Y así el obrero es un don nadie ante esa ley que es, sin embargo, la de un país que consagra entre sus instituciones el respecto a la persona humana y la igualdad ante el derecho.

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El código civil ha creído hacer mucho colocando entre los créditos de primera clase, para el efecto de la prelación, -581- los salarios de los dependientes y criados por los últimos tres meses. Cree haber hecho mucho, así lo cree él y ya es algo que lo crea, aunque yo no esté muy de acuerdo, porque esa limitación de los tres meses es tacaña y es avara.

Hay, es cierto, un infinito número de leyes y decretos relativos a asalariados y en especial a indios, decretos que no se cumplen o no se han cumplido sino en lo que han sido contrarios a los intereses del indio o del asalariado; la lista es larga y me excusaréis de no darla; desde los decretos de 1828, que criaron la contribución personal de indígenas, y desde aquel otro de 1832 que mandó subastar la dicha contribución, hasta el que reglamenta la manera de efectuar las cuentas de gañanes, haciendo intervenir en ellas al teniente parroquial. En total, cargas efectivas y garantías que quedan sobre el papel.

Pero lleguemos a nuestra legislación obrera propiamente tal; ésta se halla contenida en el código de policía... ¡Pobre legislación que se ha convertido en asunto de policía y que, en lugar de figurar en el Código Civil, en donde estaba su sitio, ella que reglamenta un contrato y que reglamenta obligaciones, ha ido a encallar en una ley que apesta a infracción, a imposiciones y que encierra en sí la coacción violenta! Pues bien, ahí hallamos la reglamentación del contrato de trabajo, en el capítulo V, párrafo I, II y III.

Se trata en esas disposiciones legales de la forma del contrato de trabajo, de sus efectos y sanciones. El contrato debe ser escrito en ciertos casos, pero puede ser verbal en otros; la forma escrita no es sin embargo necesaria sino cuando el plazo del contrato excede de tres meses, y entonces, y sólo entonces, puede el asalariado demandar el apoyo de la policía.

Distingue la ley entre jornaleros y artesanos. Parece que, en concepto de ella, los jornaleros son los obreros sin profesión determinada, en tanto que los segundos son los que tienen un oficio único. En todo caso, -582- no coincide la división legal con las definiciones de la lengua; pues jornalero es el obrero que gana a tanto el día, y un artesano puede ser bien un jornalero.

Con la palabra jornalero, en mi concepto, los autores del código quisieron indicar el obrero del campo a aquel que trabaja en construcciones, que sólo a éstos se ha particularizado vulgarmente el vocablo en el Ecuador.

El código de policía fija en diez y ocho años la mayor edad para celebrar el contrato de arrendamiento de servicios personales, es decir que rebaja tres de la edad indispensable para entrar al pleno ejercicio de la capacidad legal. ¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué razón el individuo apto para obligarse durante dos años de su vida necesita menos condiciones de reflexión en concepto del legislador que aquel otro que arrienda un predio de valor de cien sucres?

Se ha dicho que el obrero principia a ganar desde temprana edad y que por eso, para que pudiese adquirir por sí y administrar por sí, legítimamente, el producto de su trabajo, ha sido menester anticiparle la capacidad legal de la contratación. Esto, sin embargo, no es exacto, pues ya el código civil evitó el inconveniente con una disposición general, la contenida en el artículo 240, según la cual el hijo de familia se

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mira emancipado para la administración y goce de su peculio profesional o industrial. Como quiera que sea, ese mínimum legal no resulta a la postre un mínimum para la posibilidad efectiva de obligar al menor; acepta, en efecto, la ley que los menores adultos puedan comprometer sus servicios personales, a condición de que intervenga en el contrato el representante legal; es decir que el verdadero mínimum de edad para que una persona quede ligada por un contrato de trabajo, resulta así ser el de catorce años para los varones y el de doce para las mujeres.

El artículo 97 fija el número de horas de trabajo en ocho, el 98 un mínimo de jornal, el 105 consagra el retiro por vejez, que en cuanto al de invalidez el código civil lo había ya previsto en su artículo 1984.

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Esto por lo que atañe a los jornaleros; en punto a artesanos, el código declara que la policía está obligada a proteger y fomentar el libre ejercicio del trabajo.

Ésta es, en pocas palabras, nuestra ley del trabajo; pero, después de saber que la tenemos, cabe averiguar si verdaderamente la poseemos. Y la duda es natural desde que, al menos a mí me parece, por lo que he visto, esa dichosa ley no se aplica.

Jornada máxima, edad mínima, jornal mínimo, retiro por vejez o invalidez, inspección... todo está previsto y todo está determinado; esos grandes problemas que agitan y siguen agitando a los pensadores europeos, esas grandes cuestiones, las resolvimos ya aquí merced a la rúbrica de un dictador y a la firma de un ministro. Si en Alemania, si en Suiza, si en Inglaterra, si en Francia, si en los Estados Unidos todavía se discuten y los pensadores y los estadistas de verdad tienen escrúpulos de tomar tal o cual camino, aquí ya no caben discusiones; ahí está la ley, ahí la norma, aunque la ley sea disparatada y la norma no sea norma porque no se siga.

Ocho horas de labor diarias para hombres, mujeres y niños; ésa es la jornada legal, la que no puede jamás excederse bajo pena de caer bajo las sanciones policíacas, y, sin embargo, vemos pernoctar los obreros, y cuando vamos por las calles los sábados por la noche, vemos filtrarse la luz bajo la puerta de todos los talleres y oímos el golpe del martillo del zapatero y la máquina del sastre y la policía no se queja, ¿por qué...? ¿Tal vez porque el obrero no se queja? ¿Tal vez porque a ésos ella les considera como artesanos? ¿Se dirá acaso que la autoridad no debe intervenir, supuesto que el obrero no reclama su intervención? Es decir, ¿que no debe intervenir porque si lo hiciese ofendería con ello a la libertad del ciudadano, ese derecho inviolable que es nuestro ídolo? En esta materia no caben medios: o se aplica la ley sin consideraciones individuales o se le deroga; las tintas medias, los caminos intermediarios, no tienen aplicación porque no conducen sino a la derogación tácita -584- de la ley, derogación hipócrita y ridícula. En efecto, si la autoridad no interviene para hacer respetar la jornada máxima, aun contra la voluntad del obrero, ocurrirá que éste no reclamará jamás la intervención de la autoridad para hacer valer sus derechos y que la ley quedará escrita, como efectivamente ocurre ahora. El patrón dirá al obrero: tú trabajas diez horas diarias, ¡eh!, y cuidado con quejarte porque te echo de mi taller. El obrero, por no perder su trabajo, se conformará y la ley quedará burlada. Si pide la protección de la policía el trabajador, tal vez se le dará razón, pero en todo caso se le despedirá del taller, y como nuestras ciudades son pequeñas y todo el mundo se conoce, ese obrero se volverá antipático para todos los

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patrones, los que sin la presión de los sindicatos, que no existen, no querrán darle trabajo ni admitirle en sus talleres; al patrón le es, en efecto, antipática la intervención de la autoridad pública en sus asuntos, y por eso no quiere a los que le obligan a tratar con ella.

La jornada máxima de ocho horas obedece a una necesidad higiénica, a la de proteger con un descanso razonable la salud del obrero; nuestros obreros en su mayor parte, en su casi totalidad, son analfabetos e ignorantes, incapaces por tanto de darse cuenta del alcance de la prescripción; seguirán trabajando inconscientemente hasta que la enfermedad les invalide, es decir, hasta cuando se hallen bajo el mal que la ley quiso prevenir; no se concibe, por consiguiente, que la aplicación del precepto dependa del arbitrio de aquel mismo cuya inconsciencia e irreflexión se trata de suplir.

Tal cual hoy está la ley, es insuficiente; hay trabajos que son más penosos que otros, labores que destruyen el organismo humano más típicamente que otras, obras que un individuo no puede realizar sino con descansos mayores o con reposos más frecuentes; sin embargo, la autoridad policíaca no tiene derecho para obligar a un patrón a fijar, para trabajos de ese género, una jornada menor, porque el código autoriza a ese patrón el asesinato legal de sus obreros, al permitirle exigir para -585- todo género de labores un esfuerzo de ocho horas al día.

Por otra parte, si ocho horas es la jornada proporcionada a la energía de un hombre adulto, no lo es tratándose de una mujer o de un niño. En países en donde se piensa más que en el nuestro y donde se dan leyes que tengan por objeto su aplicación y no el decir que se tienen leyes avanzadísimas sobre tal o cual materia, sin abrigar por eso el ánimo de observarlas, se ha establecido una escala racional en la jornada máxima; así, por ejemplo, la ley francesa de 30 de marzo de 1900 reduce la jornada por etapas sucesivas para el menor. Ocho horas de trabajo para un niño de catorce años es excesivo e inhumano; pero, en todo caso, podemos nosotros hablar, aunque sea sin entrar en detalles, de que tenemos una ley de jornada máxima.

Edad mínima nada más natural; he aquí una de esas leyes de egoísmo humano de raza que se imponen. Teóricamente no pueden celebrar, lo hemos visto, contratos de trabajo sino los menores adultos; pero de hecho, ya sabemos que este precepto legal se cumple aún menos que el anterior; en los campos, sobre todo, chiquillos de ocho o diez años hacen la labor de un grande.

Pero supongamos que la ley se cumpla, ya sabemos que no cría una protección suficiente a causa de que ocho horas diarias de trabajo serán excesivas para un muchachito de catorce años o para una niña de doce. Notemos que también aquí debió la ley hacer ciertas salvedades a causa de la naturaleza eminentemente nociva o fatigante de algunos trabajos, en los cuales no deben ocuparse a menores; era además necesario que se estableciese la prohibición, para los mismos, del trabajo nocturno, de desarrollar esfuerzos musculares excesivos, etc., etc.

En Alemania la edad de admisión de los menores en las fábricas está fijada en trece años; hasta los catorce los jóvenes obreros no pueden trabajar sino treinta y -586- seis horas por semana, es decir, seis horas diarias; de los catorce a los diez y seis pueden ya trabajar diez horas; después de esa edad el hombre es libre de hacer la jornada que le plazca; pero la mujer sólo puede trabajar once horas y esto durante el día.

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En Inglaterra la edad de admisión es la de once años en los talleres; pero en las fábricas sólo pueden ingresar muchachos de doce; los chiquillos de doce a catorce años sólo pueden trabajar durante seis horas y el sábado cinco.

En Suiza los niños de doce a diez y seis años no pueden estar sometidos a labores que desarrollen ciertas energías, ni pueden trabajar sino con interrupciones de descanso, y esto sólo de ocho de la mañana a las seis de la noche, lo que permite fijar en un total de seis horas a seis horas y media su jornada. Según las mismas leyes suizas la mujer no puede, en ningún caso, ser ocupada en trabajos durante la noche, no debe hacer ciertas obras y disponer de espacios de tiempo libres a medio día y a las tres de la tarde; cuatro semanas antes del parto y cuatro después no está obligada a ir a la fábrica, no obstante lo cual conserva su puesto, del que no puede ser despedida.

De lo expuesto se deduce, pues, que tal como se halla redactada nuestra ley, es deficiente: 1.º porque la jornada ideal de ocho horas no se cumple y es difícil que se cumpla, ya que nuestro obrero, aislado como se halla, no podrá nunca hacerla efectiva imponiéndose el patrón para exigir su observancia; 2.º porque señalando la jornada de ocho horas para hombres, mujeres y niños consagra un atentado contra la salud de las mujeres y de los niños; y 3.º porque no prohibiendo ciertos género de trabajo para las mujeres y para los niños, permite el suicidio de la raza y la degeneración de la especie.

Otro de los preceptos aceptados por la ley es el de retiro por vejez o invalidez. Recordemos, al efecto, que la ley de retiros obreros, sostenida por los gobiernos de los -587- señores Clemenceau y Briand, radical socialista el uno y socialista independiente el otro, con ministros como Viviani y Millerand, fue objeto de detenidos estudios durante años y años. De acuerdo en principio las Cámaras francesas en conceder y asegurar el retiro, era menester estudiar la mejor manera de conseguirlo sin atentar contra derechos extraños. Algunos de los cantones suizos discutieron durante años y años sus leyes relativas a los accidentes y hoy mismo la legislación federal al respecto es objeto de estudios continuos y de repetidas reformas. En cambio, nuestro código de policía resolvió problema tan difícil y complicado en dos palabras y dictó una ley de retiro como el Código Civil había creado la de accidentes pero, ¿cómo la creó? Ésa es ya otra cuestión; de creer a nuestros catálogos de legislación, la nuestra sería una de las más completas y avanzadas del mundo; mas, lo que ocurre es que no nos empeñamos en que las leyes satisfagan a lo que deben ser, sino que nos contentamos con los títulos de ellas para poder decir: tenemos una ley sobre tal cosa y Francia no la tiene todavía, luego estamos más adelantados que Francia. Es lo mismo que si un país que se avergonzase de no tener Constitución, dijese: me doy una, y fuese ella una hoja en blanco que contuviese estas solas palabras: «Constitución política del Estado tal». Nosotros tenemos una ley sobre el trabajo; pero nos quedamos con el orgullo de tenerla, lo cual, a decir verdad, es poco para ley y menos aún para producir orgullo.

Las disposiciones legales relativas al retiro obrero se resumen en un artículo del código de policía, el 105, que dice: «se fija la edad de sesenta años para los efectos del inciso cuarto del artículo 1984 del Código Civil». Veamos los que dice el Código Civil en la parte citada: «Si el criado o trabajador asalariado quedaren imposibilitados para el trabajo, por el largo servicio que hubiesen prestado o en razón del mismo trabajo, el amo no podrá despedirlos y les conservará dándoles los recursos necesarios para la subsistencia».

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Nada diré respecto de la edad, aun cuando podía todavía discutirla, porque el artículo me parece desgraciado -588- en toda forma y perjudicial tanto para el patrón cuanto para el obrero. Para éste, pues el patrón, que ve caerle una enorme carga con el jubilado, se empeñará en hacer terminar el contrato de salario antes de que el asalariado llegue al límite de edad. Si esto ocurre, indudablemente el obrero no tiene derecho a la jubilación porque no recibía al cumplir los sesenta años salario del amo, a quien no obstante sirvió durante largo tiempo de su vida, condición aquella indispensable para gozar del beneficio legal, supuesto que el código dice: «no podrá despedirlo», y sólo se despide o no a quien está en ese mismo momento en el servicio. ¿Se ha de entender, quizá, aun cuando se fuerce no poco la letra de la ley, que sólo basta la condición de largos años de servicio? Si se acepta esta interpretación resulta que el obrero podrá reclamar una pensión a quien sirvió treinta o cuarenta años antes, lo que, a mi modo de ver no entra ni puede entrar en el espíritu de una legislación justa; porque sería hacer caer sobre el patrón cargas pesadísimas como consecuencias de beneficios lejanos, tan lejanos como que pueden ya estar olvidados. Y si se interpreta así la ley, el obrero que ha trabajado largo tiempo con dos patrones distintos, ¿a cuál de los dos deberá recurrir en demanda de la pensión? ¿Al primero? ¿Al segundo? ¿Por partes alícuotas? ¿A aquel que sirvió más tiempo? ¿Al último a quien sirvió? No lo sabemos y lo más probable es que ninguno quiera dársela.

Y ¿qué debe entenderse por largo tiempo? Tampoco esa expresión esta definida, y si el obrero puede considerar como largo tiempo el plazo de dos años, porque tiene derecho para ello, el patrón puede considerar corto el de diez, porque también tiene derecho; para saberlo habrá, en cada caso particular, que recurrir a la autoridad competente... Pero, ¿esa autoridad no será acaso la de policía?

¿En qué consiste la jubilación? En los recursos necesarios para su subsistencia, dice la ley. Y aquí hallamos otra indeterminación: no son los alimentos necesarios, porque la ley hubiese empleado la palabra alimentos, -589- de significación legal bien definida; pero entonces, ¿qué son esos recursos? ¿El alimento, el vestido, la vivienda? No nos lo dice el código.

Pasemos a los accidentes del trabajo. Si el jornalero quedare imposibilitado para el trabajo, por el largo servicio prestado o por causa del mismo trabajo, el amo no podrá despedirlo y lo conservará dándole los recursos necesarios para la subsistencia; ésta es la disposición aplicable en el caso de accidentes que produzcan una incapacidad permanente, y acabamos de ver los defectos e inconvenientes que encierra una disposición tan poco precisa. Tratándose de accidentes de consecuencias transitorias no nos falta tampoco regla legal para saber lo que hay que hacer; si el jornalero adquiriese enfermedad en el servicio, sin su culpa o por causa del mismo trabajo, el amo estará obligado a asistirle y prestarle los auxilios necesarios para la curación. Esto es, la curación para que vuelva cuanto antes al trabajo, nada más ¿Los salarios, los alimentos para él y la familia caben en la palabra auxilios? De todas maneras el obrero no tiene derecho a ninguna otra indemnización porque la ley no nos lo dice; lo que sí nos dice la ley es que el amo lo tiene para dar por terminado el contrato cuando el obrero se imposibilitare por su culpa, culpa que puede bien ser la culpa levísima tal cual la define el Código Civil, es decir casi una imprudencia, y, en todo caso, una imprudencia achacable a irreflexión.

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Y si el accidente es mortal ¿en qué situación quedan los hijos, la mujer, la familia toda del obrero? No le importa a la ley saberlo; ella ignora a la familia, a la mujer y a los hijos; ellos pueden morirse de hambre y el patrón negarse a todo socorro, que a condición de que cuide él de la víctima hasta el momento del último suspiro habrá ya llenado sus deberes; después de satisfecho ese deber, que se puede cumplir de lejos y a poca costa en un hospital, su responsabilidad ha quedado cancelada. Es por esto que los patrones prefieren economizar unas cuantas monedas no haciendo obras de seguridad, -590- que economizar los dolores de un accidente; es por esto que legos en la materia construyen zanjas verticales para que trabajen dentro obreros, que en el momento menos pensado quedan sepultados bajo los derrumbos; si hubiese en este país una verdadera protección legal del obrero a fe que el particular tomaría precauciones para evitar las catástrofes de ese género, porque redundarían en grave daño de su bolsillo; pero aquí la vida humana vale tan poco que, a la verdad, no importa economizar la de un cholo o de un indio, que morirá aplastado en una zanja hoy día o mañana en los campos de batalla, víctima de las ambiciones de los caudillos.

¿Se dirá acaso que el obrero, él mismo, es el más apto para prever y para evitar el accidente, y que sería un abuso de reglamentación el hacer intervenir al Estado en esta vigilancia?

No cabe duda, lo repetimos de nuevo, que hay que distinguir, hasta donde sea posible, entre aquellos casos en que debe respetarse absolutamente la libertad individual, como mejor juez en lo concerniente a los propios intereses, y aquellos otros en que conviene, en bien del mismo individuo, la intervención del poder público como tutor y velador de sus asuntos particulares.

Supongamos, por vía de ejemplo, que haya en un taller, en una instalación cualquiera, un volante al cual no se pueda uno acercar sin peligro de la vida, supongamos que se abra un cimiento vertical sin ninguna previsión de arte para evitar un desmoronamiento, en un terreno de formación artificial y sujeto, además, a las trepidaciones del tránsito por los alrededores; supongamos un andamio colocado a veinte metros de altura y consistente en un simple travesaño; he ahí peligros palpables para el obrero que trabaja en la fábrica, que penetra en la zanja o que sube al andamio, y he aquí peligros que incuestionablemente deben evitarse, porque atentan contra vidas humanas respetables y que deben respetarse.

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No cabe duda de que esos peligros pueden evitarse: con rodear el volante de una barandilla; con trabajar la zanja en planos oblicuos a condición de ajustar luego con un relleno el muro cimental o con formar un sistema de cuñas transversales y de apoyos horizontales; con aumentar un tablón más al andamio, la catástrofe no hubiera ocurrido; pero ¿quién es el llamado a hacer esa obra sencilla? No cabe duda que cada individuo que trabaja en el taller, en la fábrica, en la zanja o en el edificio está obligado a cuidarse a sí mismo; puede pensarse que aunque sólo sea por sentido común nadie ha de acercarse al volante o penetrar o subir donde hay peligro sin tomar las debidas precauciones, también podrá alegarse, como lo hemos oído algunas veces, que extremar las cautelas para evitar percances es fomentar la negligencia del obrero. Pero esas reflexiones están, se ha hecho ya notar, en desacuerdo con la realidad. En buena hora que los teóricos discutan acerca de lo que ha de hacerse; pero si los hechos nos muestran

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que por falta de barandillas al rededor del volante, de puntales y cuñas en la zanja o de un travesaño más en el andamio, ocurren accidentes, y desgracias irreparables, habrá que rendirse ante la evidencia.

Si el obrero no se preocupa, ¿será acaso el dueño de la fábrica o de la obra quien deba hacerlo? Así debía ser, porque así lo disponen la humanidad y el propio interés del patrón; pero también viene aquí la experiencia a manifestar lo contrario; al patrón no se le ocurre o bien si se le ocurre no quiere gastar. Y esto no se crea que acaece sólo aquí, en Europa, nos dice Riley, antes de que comenzaran a dictarse leyes sobre el particular, apenas había uno que otro dueño de fábrica que hubiese establecido defensas alrededor de los órganos peligrosos de las máquinas.

Sentado que corresponde a los patrones la obligación de tomar medidas para evitar el mal, ¿quién será el llamado a recordarles este deber cuando no lo cumplan? En Europa podrán tal vez ser los obreros, que sindicalizados y unidos al par que reflexivos y no del todo ignorantes, -592- se dan ya cuenta del peligro, no tienen la estupidez de arrostrarlo y poseen fuerzas para imponer el remedio; pero aquí no ocurre lo propio; sea por ignorancia, por fatalismo o por simple indiferencia, sea por obediencia y un falso respeto al amo, sea por lo que fuere, nuestro peón, nuestro obrero, nuestro indio, no reclamará nunca y quizá ni se dará cabal cuenta del peligro, y si se da, su estado de servitud le llevará a forzar el instinto a fin de obedecer. No queda, pues, sino el Estado que pueda solucionar el conflicto. ¿De qué modo? Por una legislación que atemorice al dueño de la fábrica, del taller o de la obra con las consecuencias que su negligencia pudiera ocasionarle si por un acaso ocurriese un accidente desgraciado; por medio de jueces y de jurados que impongan onerosas multas y graves penas al patrón a que nos referimos; y por medio del Poder Ejecutivo o de las Municipalidades que nombrarán inspectores que hagan visitas a las fábricas y construcciones y que perseguirán a los que contravengan a la ley del trabajo en lo que atañe a la seguridad del obrero.

Hemos visto que nuestra ley crea la inspección del trabajo, ignoro si se cumple o no el precepto legal; en todo caso, él no me satisface poco ni mucho, causa de la autoridad encargada de inspeccionar: la autoridad de policía. Es preciso hablar claro, esa autoridad aquí, en este país, es la menos apropiada para defender al obrero, porque es la enemiga nata del obrero; es ella la que le arrastra por fuerza y sin remuneración de ningún género para hacer los oficios viles con los que ella cree envilecerse; es ella la que le roba los caballos en épocas turbulentas; es ella la que saliendo de su papel, hace de agente electoral; la que en lugar de respetar ataca, como personero de los gobiernos, los derechos políticos más sagrados de los ciudadanos. ¿Cómo queréis que dé confianza al pueblo que cree ver en cada polizonte un enemigo? Si en Europa, donde la autoridad policial es distinta, donde el gendarme por el hecho de serlo, no se cree reñido con muchas cosas, inclusive con la buena -593- educación, ha sido necesario evitar que la autoridad policíaca, a causa de los abusos que puede cometer y de la inquina con que le mira el obrero, no sea la encargada de las inspecciones de que aquí tratamos, con mayor razón no será apta aquí.

Es menester decir, por ejemplo, que las atribuciones del inspector del trabajo, por su naturaleza, tienen que sobrepasar las de una autoridad de policía de tal modo que sería imposible confundir las dos atribuciones en una sola persona. Así los registros domiciliarios por la noche, que deben estar absolutamente prohibidos a los oficiales de la policía judicial y a los agentes de la fuerza pública, deben serlo a los inspectores del

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trabajo. Me imagino los abusos que se originarían aquí si se aplicase la ley; a pretexto de visitar los talleres para saber si se trabaja de noche, los polizontes invadirían a cualquier hora el domicilio de los ciudadanos. ¡En qué arma política tan poderosa podía convertirse esa ley si fuese observada y si tuviésemos nosotros necesidad de leyes para explicar los abusos de la autoridad!

Además, el inspector policíaco, imbuido como toda autoridad de policía, de su autoridad, iría a mandar, a ordenar y a imponerse, iría con sus malos modos característicos, con su clásica falta de educación, iría, digo, a hacer sentir todo el peso de su despotismo, en tanto que la misión del inspector debe ser, como dice Gide, más bien inspirada en un espíritu de benévola firmeza que ilustre y que aconseje, mejor que castigue. Por eso creo que mejor que ningún otro cumpliría con esta misión un agente municipal, ilustrado y probo, capaz de comprender que la fuerza en una República, que se llama democrática y libre, no puede venir sino después de la persuasión y sólo cuando ésta ha fracasado.

Prohíbese la estipulación de un jornal menor de veinte centavos en el interior de la República, y de ochenta en la costa, dispone el art. 98. Nada diré del límite fijado por la ley; es un detalle que no interesa aquí, aunque me parece que sería de averiguar si coincide con la -594- condición esencial de un buen salario, señalada por Stanley Jevons, es decir, con aquel precepto de equidad que quiere que la proporcionalidad del salario sea acorde con el grado de intervención del obrero en la producción de lo que es fruto de su trabajo; lo que sí haré notar es que la ley fija un mínimum en dinero. ¿Este mínimo habrá de pagarse en metálico o en equivalentes? No nos lo expresa fijamente el código y de aquí que el abominable sistema conocido con el nombre de truck-system sea el adoptado en el país; los famosos socorros de indios, los no menos célebres suplidos, a los que se destinan los géneros invendibles, nos lo prueban; cuántas veces no hemos visto que el patrón, que no quiere perder el valor del toro que se le murió con fiebre aftosa, o que halla que puede hacer un negocio redondo con la mortecina de la res que se pudrió en el fondo de un despeñadero, reparte esa carne enferma o dañada entre sus peones, descontándoles en salarios un precio que es el del efecto de primera calidad... ¡Y la autoridad lo consiente, porque se trata del interés de los patrones!

Hemos visto la injusta situación en que coloca el Código Civil al asalariado que abandona su servicio; tiene que volver a él, indemnizar además al amo por los perjuicios que resultaren del abandono, mientras que al patrón que echare inopinadamente de su servicio al asalariado sólo le corresponde el pago de la indemnización del salario de un mes. El código de policía ha ido más lejos: el artículo 108 permite al patrón reducir a prisión perpetua al jornalero que le faltare o abonare, que eso, la prisión perpetua y no otra cosa, significa la disposición que permite que sea decretada aun por un juez parroquial, agregando que el jornalero no puede ser excarcelado mientras no rinda fianza a satisfacción del patrón o del juez. La ley pudo ser más franca y decir únicamente del patrón, puesto que no ignoramos que el juez parroquial, sobre todo en los campos, es generalmente un buen vecino, ignorantón y servil, que hará siempre todo cuanto el patrón le indique y nada más y que no tendrá más opiniones que las de éste. ¿Y qué fianza podrá rendir -595- el pobre indio, sin amigos, sin protectores y sin dinero? El autor de ese malhadado artículo ha debido ignorar completamente nuestras costumbres y nuestras instituciones o, tal vez, quiso, por el buen parecer, crear una garantía aparente para el obrero a fin de amortiguar la crudeza real de la disposición.

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El antiguo esclavo, para quien su servidumbre era insoportable, tenía sitios de asilo inviolable donde refugiarse y escapar a las iras del señor; aun en las épocas en que la humanidad ha hecho gala de mayor crueldad, esos lugares de refugio han existido; ahí están el templo de Juno y el altar de Saturno de la Roma de los Césares; para nuestro indio no hay nada; por más pesada que se le haga la carga al gañán, no tiene él dónde escapar, no halla asilo en ningún sitio, de todas partes tiene que huir como un bandido, porque el patrón puede perseguirle donde quiera para hacerle volver a someterse al yugo o para encarcelarle... el código de policía lo dispone así, y quien lo dude que consulte los artículos 109 y 110, que no pueden recibir otra interpretación.

No hablaré aquí de la higiene de los talleres y de las fábricas; nuestra ley no la asegura; pero, ¡tenemos tan pocas fábricas! Me he extendido ya demasiado para ocuparme también de este punto. La falta de higiene de nuestros trapiches es clásica y si hoy, en otros países, se trata de garantizar al obrero impresor contra las emanaciones y el polvillo de plomo, aquí... tenemos abierta para el obrero la única vía cuando se ha envenenado en la imprenta o se ha aniquilado en el trapiche, y esa vía es muy ancha aunque muy deshonrosa, no para el que acude a ella, cuanto para la sociedad que la impone: es la de la mendicidad y el pordioseo.

* * *

-596-

Toda ley obrera verdaderamente tal, tiene que repercutir tanto sobre la industria, cuanto sobre el obrero. De una parte influye en el tipo de costo de fabricación, y, de otra, aumenta o disminuye los ingresos del trabajador; es decir, que influye ya en la producción, ya en el presupuesto doméstico del jornalero. La resolución adecuada sería aquella que la tendiese a beneficiar la producción general sin producir crisis en el presupuesta del obrero; pero esto es cabalmente lo difícil; en Alemania la fijación de diez horas de jornada máxima causó la rebaja del salario; en Suiza la ley del salario mínimo, introdujo el sistema de tareas y el Sweating-system, que aumenta la labor al obrero.

El problema no es, pues, fácil ni sencillo, y los que basados en nuestras jactancias relativamente a nuestras leyes puedan pensar que existe aquí protección legal del trabajo, se equivocan. Esas leyes nos sirven para la exportación, para de acuerdo con nuestros vicios nacionales, la mentira y la hipocresía, decir que tenemos leyes avanzadísimas acerca de la materia; pero nos recatamos bien de decir que no se aplican; y tal vez ésa sea su única ventaja, pues al querer aplicarlas tales cuales son y entendidas tales cuales las entenderían las autoridades encargadas de aplicarlas, serían fuentes de injusticia y de clamorosos abusos.

Vuelvo a repetir, el problema social existe, lo tenemos en casa, dentro de casa; a vosotros los patrones os toca impedir la crisis aguda, a vosotros evitar la batalla: educad al obrero, eso primero, y luego mostradle sus derechos y sus deberes. Predicadle moralidad; pero vosotros, los patrones, vosotros, seguid también la norma de la moralidad y de la justicia. Acordaos de que el obrero humanamente no es un inferior vuestro y que el indio, el pobre indio, es un hombre; yo no quiero más que le tratemos como a hombre, que le consideremos como a hombre, que le levantemos a la categoría

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de ser humano; si así lo hacemos, si así lo comprendemos, el problema social aquí no me atemoriza.

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Somos un anacronismo y continuaremos siéndolo mientras no nos movamos y no reaccionemos contra el marasmo tropical que nos aniquila; aprovechemos de ese marasmo a fin de inyectar vigor en nuestras venas para el momento en que despertemos ser fuertes; no hagamos la mala obra de suprimir el alimento a la fiera para que despierte cruel porque despertará hambreada. Eduquemos al pueblo y démosle lo suyo, buenamente, generosamente, humanamente, y tengamos en cuenta que esto que le vamos a conceder será siempre de él el día de mañana, que le pertenecerá, pero cuando nos lo haya arrancado a puñadas y zarpazos.

Hoy podemos todavía ser nosotros los buenos; mañana dejaremos de serlo, para convertirnos en ladrones, para merecer el odio reconcentrado de las clases trabajadoras, odio al cual, si no reformamos, tendremos derecho pleno y justificado.

No olvidemos, como ya, con sobra de razón, se ha hecho notar, que el hombre civilizado es el salvaje de ayer, y que los individuos que en tiempos pasados oprimieron y se rebelaron por ser los más fuertes, que lucharon hasta la muerte por motivos baladíes y que bebieron la sangre del enemigo y se disputaron los trozos de sus cuerpos como trofeos de victoria, son idénticos en lo esencial a los que ahora hallamos en la calle, y no olvidemos que la opresión y la expoliación pueden despertar a la fiera que beberá entonces nuestra sangre y se disputará nuestros despojos.

Nuestra responsabilidad es así grande para lo futuro; ese mal engendrado por el odio puede ser curado por el amor; entonces por qué no hacerlo, tanto más que el amor es noble y es bueno y es dulce y, todavía, es fácil; nos bastaría, en efecto, para ello, lo repito, considerar a nuestro obrero, no como a un esclavo y ente explotable, no siquiera como a un hermano, bastaría que le tratásemos como a un hombre.

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Belisario Quevedo

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Nota de la Secretaría General

Extraña aparece, en un medio como el nuestro, la figura de este hombre reposado, estudioso y meditativo, que falleció al llegar a los umbrales de la edad madura, dejando una huella imborrable de su paso.

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Su fiel amigo, heredero y editor de sus escritos póstumos, el distinguido y erudito escritor don Roberto Páez, nos dice, en el epílogo puesto al volumen en que los recogió: «Belisario Quevedo, que nació en Latacunga el 6 de noviembre de 1883 y murió en esa misma ciudad el 11 de noviembre de 1921, fue un hombre que penetró como pocos en la realidad ecuatoriana; un escritor que no se alucinó con falsas grandezas y que gustó de decir a sus compatriotas lo que él creía conveniente para la generalidad.

»La característica esencial de su pensamiento fue la franqueza. Ninguno de los que tuvieron el gusto de tratar con él podrá olvidar que nunca se negó a decir con claridad lo que juzgaba acerca de los hombres -602- y de los negocios públicos. No conoció lo que se llama disimulo o reserva mental. Franca, abierta, clara, robusta, tal fue siempre su manera de pensar. Él no supo de la habilidad de los que evitan expresar lo que piensan, en un caso dado, o porque juzgan que no es oportuno o porque temen decir algo que pudiera disgustar a muchas gentes».

En los rasgos biográficos que el señor doctor don Miguel Ángel Varea, pariente cercano de Quevedo, publicó a raíz de su muerte, se encuentran las siguientes frases: «Cuando en medio de un abrumador apocamiento de todo el mundo, lanzó ese apóstrofe contra las conculcaciones y fraudes de nuestra provincia, la de Cotopaxi en memorable discurso, quisieron convencerle de que no era apropiada la ocasión y contestó: 'La verdad quema y marca como el cauterio, y como él deja una huella duradera; la verdad nunca busca ocasiones'».

En otra parte, el señor Páez añade: «Quevedo, como ningún otro, se preocupó siempre con las cosas de la patria. Recuerdo haberle oído varias veces decirme que lo que no tenía aplicación para el Ecuador lo estimaba como cosa de segundo orden, como conocimiento de lujo que debía venir después de los otros de los que nos hacían falta para mejorar el país.

»La figura moral de Belisario Quevedo, nuestro Joaquín Costa, como político absolutamente honrado, como hombre cuya conducta intachable se puso de manifiesto siempre en los diversos cargos públicos en los que tuvo ocasión de actuar, no ha hecho sino crecer con el transcurso del tiempo».

Del volumen en que el señor licenciado Páez dio a luz los escritos inéditos de su amigo, tomamos -con la debida autorización suya- las reflexiones y estudios que damos a continuación, a propósito de los cuales Páez expresa el siguiente acertado juicio: «En las reflexiones que van a leerse manifiéstase pensador -603- hondo, imparcial, sereno; ansioso de no engañarse con fingidas grandezas nacionales, sino ante todo y sobre todo de encontrar la verdad y descubrir el remedio que cure los males nacionales. Hay un fondo de pesimismo en muchas de esas reflexiones, pero es un pesimismo saludable, que nos invita a entrar dentro de nosotros mismos, para conocernos mejor y corregirnos. El total desencanto producido en su alma por el actuar de muchos políticos que, usurpando el nombre liberal, hicieron labor y lucro personal miserable y ruin, le lleva a exagerar por reacción, a veces, la grandeza de un hombre de estado como García Moreno, para el cual los fondos públicos fueron siempre sagrados, y cuyas manos no buscaron jamás con avidez el dinero, ese excremento del demonio, que dijo Papini, que ensucia tan a menudo las manos y la conciencia de los políticos».

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Otros datos pertinentes a nuestro autor nos los comunica Barrera en su siempre útil Historia de la Literatura Ecuatoriana. «Muy mozo participó en la lucha política, concurriendo a Congresos, interpelando a los hombres públicos, imponiendo con su conducta severa a cuantos lo rodeaban. No era un ambicioso de poder, sino un ciudadano desprendido que atacaba los vicios sociales y dejaba que la conducción política se llevara a cabo por los que aspiraban a la figuración y al mando».

«Murió joven -añade Barrera, que también conoció y trató a Quevedo-. Dejó la poca fortuna que tenía para beneficio de la Sociedad Jurídico-Literaria, a la que perteneció al llegar a la capital de la República desde su ciudad provinciana, y para los obreros de la provincia de Pichincha. Dejó también una cantidad de apuntamientos, de datos, de esbozos de trabajo, que han sido recogidos piadosamente por un amigo fiel de Quevedo, el licenciado Roberto Páez, quien los recogió en volumen, junto a los estudios varios entregados a la Revista de la Sociedad antes nombrada».

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Nos queda por añadir que su filantropía ha sido fructuosa, como acaece con toda acción verdaderamente desinteresada; un modesto barrio que comenzó a formarse a base de sus donativos, lleva su nombre: Belisario Quevedo, y es ahora uno de los sectores más populosos de la capital.

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Notas sobre el carácter del Pueblo Ecuatoriano

Junto con el autoritarismo político y el fanatismo religioso, hemos recibido con la sangre española el dogmatismo pedagógico.

Aun la lengua impone cierta forma de educación: «hay mucha retórica en las lenguas del mediodía», como dice Fouillé, y de consiguiente mucha retórica en la educación de esos pueblos.

Los defectos tradicionales de la voluntad española, agravados por el trastorno del descubrimiento de América, que encendió las imaginaciones y debilitó las voluntades, no han hecho más que aumentar al contacto con la sangre india, acostumbrada a la esclavitud incásica confirmada durante el coloniaje. Ligereza, movilidad, horror a los grandes esfuerzos, sobre todo a los esfuerzos continuados y monótonos; propensión a una pereza -606- agitada que hace más ruido que trabajo; preferencia de un trabajo violento de poca duración a un trabajo reposado y duradero, tomado en dosis proporcionadas; abandono de los negocios para última hora, contando siempre con el azar y la suerte por no querer o no poder prever las contingencias más inevitables; tales son los rasgos más salientes de nuestro carácter. Por eso los colegios están atestados y los campos abandonados; por eso en los colegios la indolencia de todo el curso se justifica con el estudio indigesto de las vísperas de examen. Por eso vemos cómo fracasan las pequeñas empresas, que exigen apenas mediana preparación. Se pasa el tiempo en hablar mal del Gobierno y en no hacer nada. La labor de la oposición es

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puramente crítica demoledora; acción negativa; en vez de ser como debería, constructora y positiva.

La veneración inmaculada con que hemos mirado a Bolívar y a Sucre, poniendo su imagen por sobre las aspiraciones partidaristas; el arranque insólito en pro de la libertad americana, anticipándonos a todo otro pueblo; las ofertas generosas a Bolívar escarnecido por Colombia, odiado por Venezuela; los sacrificios hechos en favor de la independencia peruana; la aislada protesta contra la ocupación de Roma por Víctor Manuel; el ardimiento generoso con que se ha abrazado la causa de Cuba y los Boers; el delirante patriotismo evidenciado en el conflicto con el Perú, ya en el encuartelamiento general, ya en los rasgos espartanos de muchas madres, ya en la largueza de los donativos, ya en la suspensión prolongada de todo negocio, y particularmente en el franqueamiento del abismo que separaba al pueblo del Gobierno, abismo tinto en sangre, repleto de ignominia y peculados, esparcido de cadáveres envueltos en la despedazada bandera de todas las libertades públicas; son rasgos de generosidad que alientan la esperanza, desmedrada por los defectos de raza y de educación.

Los pueblos más atrasados, como el grupo de nuestros indios, muestran una constitución social grandemente esclava de las tradiciones, como que en ellos dominan -607- la actividad instintiva sobre la reflexiva, y la imitación sobre la invención. Sus características suelen ser: impulsos violentos y pasajeros, falta de previsión y de prudencia, derroche de fuerza y productos; imaginación mitológica, religión supersticiosa y moral puramente exterior.

La educación superficial que busca no el saber sino el bien parecer, demasiado general y vaga a la vez que uniforme y aplastante, no está en relación con las necesidades del país y despierta en los espíritus deseos de una posición social a la que no se puede llegar sino por la corrupción y el presupuesto. Estos defectos generales de la educación latina, son más visibles y más funestos en los países pobres y principiantes como el nuestro.

La aspiración enciclopédica, la falta de instinto para la división del trabajo intelectual y material; la creencia de que el talento es, puede y sirve para todo, se nota claramente en nuestros programas de enseñanza, que abrazan desde el alfa hasta el omega del saber; se descubre también en nuestros hombres, a la vez doctores, generales, estadistas, literatos y cuanto se puede ser; hállase igualmente en nuestros profesores que con igual suficiencia hablan de los astros como de las sales y de los géneros literarios. Como si se jugara ajedrez, a un hombre le ponemos en una cátedra, después en la dirección de un camino y luego en un puesto diplomático.

Se equivocaba groseramente, en uno de sus Mensajes al Congreso, el presidente Leónidas Plaza, cuando sostenía que el gran remedio para las dolencias nacionales está en el número de las escuelas que hay en el país, siendo así que no importa tanto su número como su calidad. Si la escuela no suministra al alma nacional lo que debe suministrar, es inútil hasta cierto punto. Ya Guillermo de Alemania ha dicho: «Es necesario educar a la juventud alemana de modo que responda a las necesidades presentes de la posición que la patria tiene en el continente y también para colocarla a la altura de -608- su deber en la lucha por la vida». Nosotros también debemos ser un pueblo conquistador, pero conquistador de lo que es nuestro Oriente. Debemos también de manera sistemática preparar a nuestras generaciones no sólo a la lucha por la vida

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nacional, sino también a la lucha por la vida individual dentro de la nación, porque viendo estamos cómo todos nuestros elementos de riqueza y producción nos arrebata el elemento extranjero, emprendedor, activo y económico. Los ecuatorianos debemos pensar y meditar no una sino mil veces en que bien pudiera suceder que la conquista económica que los elementos extranjeros ejercen dentro del Ecuador nos redujera a las mismas condiciones que al indio le redujo la conquista por las armas.

No hay hombre de mayor buena fe que el inglés en sus relaciones privadas y no hay nación más ajena a esa virtud en sus asuntos internacionales que la nación inglesa. No es, pues, extraño encontrar contradicción entre el carácter individual y el colectivo. El guayaquileño, generoso y expansivo como individuo, es reconcentrado y hasta egoísta como colectividad. Una junta de notables que formula una lista de candidatos para la Presidencia de la República, no incluye en ella sino nombres guayaquileños. La oposición a todo ferrocarril que no parta de Durán es casi un dogma de fe para todo guayaquileño, y esa oposición ha sido en todo tiempo tenaz y sistemática. Sus parques, a excepción de la estatua del Libertador, no nos muestran sino a hombres de Guayaquil, a algunos de los cuales había que erigir monumentos, pero después de haber saldado la deuda que tenemos con Colón, con Isabel la Católica y con otros. Mientras en el interior de la República se declama contra la desgraciada suerte del maestro de escuela, olvidado por el Gobierno, en Guayaquil se piden sueldos sólo para los profesores del Guayas. Sabido es, por lo demás, que el guayaquileño mira al serrano con cierto aire de superioridad, afable algunas veces aunque por lo general displicente.

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En política, la Sierra es romántica, la Costa positivista. La primera habla de tiranías, la segunda de peculados. García Moreno es servidor fervoroso del dios éxito y Olmedo inspira sus mejores cantos en Junín y Miñarica, altares del mismo dios; al paso que Carrión, Borrero, Espinosa, débiles por temperamento y por respeto a la ley, prefieren caer antes que violar la Constitución.

En cuanto a religión, cunde en la Costa la indiferencia, no nacida del raciocinio, sino de la falta de toda creencia, indiferencia de los hombres de negocios que si no cuidan de dar educación religiosa a sus hijos, alargan una peseta al cura para el culto de la parroquia. En cuanto a la Sierra podemos decir lo que de los españoles dijo Fouillé: no proviene su fanatismo como el del alemán o el del anglosajón de un impulso interior místico, de un pensamiento absorto en Dios, sino más bien de la devoción inflexible a los actos externos de la religión, al culto y prácticas religiosas; prácticas del culto externo tan desarrolladas en el interior del país, que una observación estadística me reveló que en Quito había 53 sacristanes y 14 tenedores de libros. El hombre del campo, futura base de la nacionalidad, o más bien sistema óseo de ella, aunque es más sincero y más moral, es menos religioso, menos fanático; tiene creencias nada aparatosas ni fiesteras. Por lo que hace al indio, su religión es puramente exterior.

Hay dos tipos del pueblo ecuatoriano, no hay que olvidar: el costeño que habita en clima ardiente y por cuyas venas corre mucha sangre negra, y el serrano del clima benigno que tiene cuatro quintos de sangre india, si acaso no es indio puro. El primero es alegre, vengativo, ocioso; el segundo melancólico, tranquilo, indolente. Terribles son las pasiones del que llamamos montuvio y del indio, pero aquél las desborda tumultuosamente y hiere, al paso que el último las guarda para ocasión propicia y pone

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a su servicio la astucia. El chagra, que ha resultado de la fusión de las otras clases y es el tipo ya adaptado al medio físico, tiene características muy -610- simpáticas: afable, hospitalario, lleno de pundonor, con hábitos de trabajo y disciplina, religioso, conservador, apegado al terruño, sobrio, tiene pasiones sencillas y monótonas; enemigo de las armas es el nervio vigoroso de la nacionalidad ecuatoriana, que poco tiene que esperar de la estupidez del indio y de la holgazanería del blanco, entregado a los libros y a la charla.

Hay una característica general en la vida del pueblo ecuatoriano, que es como el hilo que sostiene la sarta; esta característica general es la violencia acompañada de la mala fe en diferentes matices. El indio trata a palos al borrico, a su mujer y a sus hijos y roba al patrón siempre que puede; el patrón trata a palos al indio y también le roba no dándole el salario que merece. El comerciante roba a sus clientes de buena fe y acaba por quebrar con perjuicio de sus acreedores, quiebra que la justicia, alegándola, en parte, verdadera excusa de las trampas de los clientes a quienes se ha vendido a crédito, acepta de buen grado.

El influjo social del ejemplo de don Vicente León, que después de haber pasado una vida de privaciones intencionadamente, legó sus bienes cuantiosos al un tiempo célebre Colegio de Latacunga, merece que se lo tome muy en cuenta, pues es una muestra evidente de lo que pueden en un medio social dado la imitación y el buen ejemplo. En efecto, al mismo Colegio se han hecho por otras personas donativos de alguna consideración, tal el de un mil sucres dejado por el doctor Rafael Quevedo. Las señoras doña Ana y doña Mercedes Páez legaron su cuantiosa fortuna para la fundación del Hospital de Latacunga. Una casa de beneficencia que se abrirá con el tiempo ha de tener por capital la herencia dejada por la señora M. Tapia y los legados de más de ochenta mil sucres del señor don Pantaleón Estupiñán. Una señorita Jácome que poseía una pequeña propiedad la legó al Hospital y una parte de sus bienes los legó el doctor Cajiao para la Instrucción primaria. En Latacunga no he encontrado un sólo ejemplo de bienes dejados para -611- una basílica o un monasterio, o para una serie infinita de misas y responsos como ocurre en Quito; con razón los sacerdotes se quejan de la poca fe que hay en Latacunga, fe que según ellos se debe traducir en donativos estériles para el prójimo, pero muy fecundos para la divinidad.

Hemos tomado en nuestra reglamentación política por modelo a Francia, en sus virtudes y defectos, y ahora así como Francia sufre el malestar causado por la Universidad, también lo sufrimos nosotros, adaptados desde luego a nuestro medio social; la Universidad produce allá socialistas y aspirantes a la división de los capitales, aquí produce políticos y aspirantes al presupuesto. La Escuela Politécnica de París ha dado anarquistas para el patíbulo; la Sorbona, Jefes para el socialismo, y en sus aulas acepta cursos de colectivismo. Nuestras Universidades si no han sido revolucionarias, han sido serviles; universitarios fraguaron la muerte de García Moreno. Descalificados, no comprendidos, abogados sin pleitos, escritores sin lectores, farmacéuticos y médicos sin clientes, profesores mal retribuidos, titulados sin función, empleados incapaces, no sueñan sino en crear, por medios violentos, una sociedad en que serían los dueños. Así se expresa Gustavo Le Bon de Francia, lo cual es lo mismo que decir: abogados sin pleitos, médicos sin clientes, estudiantes fracasados, comerciantes quebrados, militares separados, periodistas sin subvención, políticos sin función, no sueñan sino en derrocar al gobierno para formar otro, cuyo presupuesto invadirían, cuyas tropelías aplaudirían, cuyos crímenes justificarían, después de haber transformado el gobierno a nombre de la

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honradez y de la libertad. Las Universidades ecuatorianas han suministrado alto porcentaje de esos elementos nocivos para la sociedad, dañosos para la patria, porque si acaso han sabido educar, no han sabido formar caracteres, formar hombres, única tarea de veras útil y provechosa.

Los ecuatorianos sentimos una innata necesidad de tutela gubernativa, generada por nuestra incapacidad para -612- gobernarnos. A este respecto estamos todavía en los tiempos heroicos de Grecia y Roma; estamos en los tiempos primitivos en los que, como dice Montesquieu, son los individuos los que forman al Estado y no el Estado el que forma a los individuos. Sentimos la necesidad de un caudillo, de un salvador, de un héroe como los que nos pinta Carlyle. Queremos siempre encontrar un hombre para darle junto con la suma de todos los poderes la suma de todas las libertades a las que renunciamos gustosos. El estado descrito nos recuerda las teorías filosóficas acerca de la Historia, forjadas por el gigantesco genio de Hegel. Cree este insigne autor que el progreso de la humanidad presenta tres aspectos: aquel en que sólo uno es libre, aquel en que muchos son libres y aquel en que todos son libres. El primer aspecto o tipo pertenece a las civilizaciones de Oriente, el segundo a Grecia y Roma, y el último es característico de la civilización contemporánea. En el Ecuador estamos todavía en la época en que un nombre resume toda la labor social; la historia ecuatoriana es la historia de Flores, de García Moreno y de Alfaro. Estos nombres significan épocas históricas, tanto como Hércules, Teseo o Rómulo; épocas históricas, en las cuales la masa social es o pesa como si fuera nada.

En la vida política del Ecuador podemos hacer una distinción bien marcada entre guerras civiles propiamente dichas, que han afectado hondamente al país en sí mismas y no sólo en sus consecuencias, tales como el cambio entre buenos y malos gobernantes o viceversa, y revoluciones o cuartelazos, que más bien han determinado sólo un cambio personal y una beligerancia más corta y más superficial. Verdaderas guerras civiles han sido la del año 35, la del 45, la del 83 y la del 95. En los primeros treinta años de vida de la República separada de la Gran Colombia, a más de algunos cuartelazos y revoluciones sofocadas, hemos tenido tres guerras civiles de importancia y en los cincuenta años posteriores sólo dos de ellas. Ahora bien este fenómeno es explicable si se tiene en cuenta que como efecto de la guerra de -613- la independencia debía producirse, y se produjo en realidad, una muy grande desmoralización; efecto de ésta son las guerras civiles, las que a su vez producen mayor desmoralización, de suerte que las guerras civiles respecto de la desmoralización de un país actúan como efecto y como causa a la vez. Los primeros treinta años de historia ecuatoriana son tristemente corrompidos: opresiones, peculados, robos, la llenan toda entera; apenas si deben exceptuarse las administraciones de Rocafuerte y Noboa, mas el primero no pudo sacudirse de la negra tutela de Flores y el segundo fue tan débil y tan inadaptado que a los pocos meses de haber aceptado el poder hubo de volver a la vida privada. Nunca como respecto de la primera época de nuestra historia tienen tanta aplicación las palabras de Taine: «La moralidad de un pueblo está tan íntimamente unida a la fijeza de sus costumbres como la del individuo lo está a la regularidad de las suyas; que no hay que extrañarse de ver en las épocas de perturbación y de crisis, a las naciones revueltas por la larga lucha de dos civilizaciones, de dos partidos o de dos ejércitos, señalarse por su excepcional criminalidad».

La vida más amplia y más intensa, que determina nuestra historia y exige nuestro porvenir dentro de la convivencia armónica del internacionalismo americano, nos habla

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muy alto de la siempre diferida conquista de nuestro Oriente, del Oriente ecuatoriano. ¿Podemos convivir en el consorcio americano renunciando a nuestro Oriente? Éste es el gran problema que la sociología resuelve negativamente. Quizá no existe un derecho abstracto, quizá no existen derechos de origen semi-sobrenatural y quizá, lo que es más, no hacen falta para explicar las leyes de la vida, leyes biológicas y sociales, en una síntesis elevada que llamamos leyes morales; bastarán en tiempos no muy lejanos para satisfacer las exigencias de la conducta. Pues bien, las leyes de la vida nos dicen a grito herido: conquistad el Oriente; organizad vuestra vida sobre la base territorial de modo adecuado, a fin de que podáis tomar parte activa y fecunda en el consorcio americano, en la convivencia universal. -614- ¿Pueden acaso convivir fraternalmente el capitalista y el pordiosero, que muere en el silencio confundido entre sus andrajos? Y pordioseros seremos los ecuatorianos si no conquistamos el Oriente; pordioseros sentados en medio del desierto a la sombra del triste molle, porque desierto estéril es nuestro callejón interandino como lo ha demostrado abundantemente Wolf. Queda pues sentado muy en claro, que renunciar al Oriente equivale para el Ecuador a renunciar a su vida como nación independiente.

El carácter que debemos desarrollar por medio de la educación, puede definirse desde el punto de vista psicológico: la tendencia a desarrollar en sí, con la mayor intensidad posible, y a hacer dominar en el exterior, con la mayor extensión que se puede, su propia individualidad. Lo que constituye sobre todo al individuo es su fuerza de voluntad, y una actividad exuberante, que se coloca ante todo obstáculo con gran dominación, con un espíritu de lucha que siempre se niega a ceder y que quiere ser vencedor a todo trance. Esta poderosa personalidad implica necesariamente una intensa conciencia del yo y un sentimiento paralelo de complacencia en él. Implica asimismo un sentimiento profundo de la responsabilidad personal; la costumbre de contar consigo mismo y no responder más que a sí mismo en sus actos. En ciertos respectos podemos nosotros los ecuatorianos aparecer dotados de poderosa individualidad al presentarnos indisciplinados y rebeldes; pero una voluntad verdaderamente enérgica no excluye la obediencia a la regia, que, al contrario, exige el dominio de sí mismo; por otra parte, indisciplina, movilidad, facilidad en el olvido de las reglas, dificultad para ofrecer una obediencia sostenida y paciente, hábito de contar con el apoyo ajeno, de confiar siempre en otro, de descargar sobre otro la propia responsabilidad, todo esto no constituye un valor positivo, fundado en la fuerza y en el valor personales; ésta es más bien una personalidad negativa por falta de voluntad e imperio sobre sí mismo, como también por falta de unión con los demás. Demuestra carácter -615- quien sabe cumplir estrictamente con su deber, e impide así que el encargo de hacerla cumplir restrinja su individualidad imponiéndose por la fuerza.

La devoción de la Costa ha tomado más bien que las vías del ascetismo las de la filantropía y la caridad. Funda escuelas, casas de artes y oficios, asilos de huérfanos; el clero se ocupa en labores de cristianismo práctico, mientras que en la Sierra se reconcentra en los monasterios, en una estéril devoción, hace templos, erige capillas, celebra fiestas pomposas y pasa el tiempo en bordar y hacer flores para los altares. En la Costa, en cambio, Mercedes Molina, hija de Baba, educada en Guayaquil, en su amor a Dios recibe la inspiración de fundar un instituto dedicado a la enseñanza de los huérfanos. La devoción de Quito produce una Marianita de Jesús, fragante azucena cuya aroma, sin traducirse en frutos positivos, se extingue al pie de un púlpito. Muchos pueblos hay en la costa que recuerdan el nombre de legatarios y donatarios que fundaron Institutos de educación y beneficencia, en tanto que en la Sierra, se puede citar

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el nombre de uno que otro convento, o el de otro que dejó treinta y tres series de misas gregorianas, si ya no es el de aquel que benefició toda su vida a una iglesia. Devotos románticos, poetas, políticos, cándidos, científicos de gabinete, abogados casuistas, médicos que creen en milagros, ha producido en gran número la Sierra, en contraposición con los filántropos, banqueros, comerciantes, políticos de acción, prácticos y entendidos, con los abogados, sociólogos, y médicos realistas que ha fecundado la Costa.

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De «Política y Sociología»

1.- Los cuatro partidos políticos. La Humanidad es liberal

Los cimientos del edificio social son construidos por fuerzas económicas. La religión, el arte, la ciencia, la política se organizan como la carne alrededor del hueso, al contorno de la constitución económica de cada pueblo. El esqueleto de las naciones está en la manera de producir, distribuir y consumir la riqueza. A este esqueleto se adhieren, sobre él viven las constituciones políticas y administrativas, las organizaciones de instrucción y cultura, los organismos éticos y religiosos que llamamos iglesias.

Escaso papel desempeñan en la vida de los pueblos la razón, la reflexión, la voluntariedad consciente. El -618- resorte de su conducta está en las reconditeces del instinto de conservación y adquisición, en las entrañas inconscientes del sentimiento vital.

Las resoluciones mediatas coronan el edificio de la vida, pero no lo hacen; pone el rótulo en el ánfora de las convicciones, mas no fabrican el contenido de ella. La lógica, el raciocinio fijan detalles, elaboran catecismos, formulan programas, pero son incapaces para forjar el ideal de una doctrina, la cálida fuerza de un partido, el cauce espiritual de una dirección política.

Las pequeñas ocupaciones de la vida encaminada a sostener la existencia, el modo y forma como a la producción concurren los elementos sociales, la parte que cada uno de éstos toma en la riqueza una vez producida, van lentamente destilando en el alma de las multitudes tales o cuales sentimientos, elaborando tales o cuales hábitos, deseos y tendencias.

Los partidos políticos también reflejan lejanamente direcciones económicas.

Puede o no estar organizado el partido de los retrógrados, pero hay en todas partes elementos para él, porque hay hombres a quienes los progresos económicos han herido con herida de muerte.

En el presente están desorbitados, el porvenir no les ofrece reivindicación ninguna, aman el pasado y esperan su retorno, porque es preciso amar y esperar algo. No se adaptan al presente y tampoco tienen fuerzas para clavar una esperanza en el porvenir.

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Sienten cariño a las cosas idas, a las ideas muertas, a las instituciones desvanecidas en el tiempo. Viven entre tumbas, su cansada frente apoyan sobre escombros, en sus sandalias y sobre su cabeza llevan el polvo de los muertos.

A esta manera de ser política corresponde generalmente un temperamento fisiológicamente bilioso.

Aquellos que se hallan satisfechos de la suerte, o porque son dueños de las grandes ventajas, privilegios y consideraciones que la sociedad puede ofrecer, o porque -619- han limitado sus anhelos y deseos a sus condiciones miserables de existencia, forman el partido conservador.

El banquero guayaquileño a quien el orden actual de cosas ofrece todas las ventajas y explotaciones económicas y políticas que nuestro misérrimo país puede ofrecer, y el desdichado labriego de nuestras serranías en cuya alma ha muerto el último deseo de variación y mejoría, constituyen psicológicamente un solo partido, el partido que siente la necesidad de que los minutos se parezcan entre sí, de que las horas nazcan gemelas, de que los lustros sean monótonos y de que la losa uniforme de los siglos mate el germen de toda novedad, de todo iniciativa y cambio.

Los extremos se tocan: el que lo tiene todo o el que ha perdido toda esperanza forman el gran bloque de las resistencias a toda iniciativa, el velo negro y pesado que retarda el amanecer de nuevos días. Por sus ocupaciones, por su actividad, en la fisiología de estas gentes llega a formarse notable cantidad de linfa.

Hay otras gentes en que predomina el sistema nervioso y que no llevan en el alma ni el revulsivo despecho ni la estúpida conformidad. Sienten el ansia de las iniciaciones, les ahogan los moldes y los marcos viejos mantenidos por el convencionalismo, su curiosidad les lleva a mirar por los resquicios del porvenir y surge en su alma un sobrante de energía capaz de remover una iniquidad, destruir un privilegio, luchar contra una tiranía sea de la naturaleza que fuese. Las almas de este temple forman el gran partido liberal.

El liberal mira el presente con amorosa compasión, y trabaja sobre él con esperanza para redimir el porvenir de sus asperezas y maldades.

Ayuda a las cosas y los hombres en su crecer y mejorar; enciende luz en las oscuridades; echa aceite en las heridas; cruza de puentes los abismos; dice una palabra de amistad entre los enojos; a los ciegos cura y en los incurados mantiene la esperanza de que un día verán. Tiene fe en la futura cosecha de su huerto; tiene -620- constancia en trabajar sobre él, y tiene también paciencia para no atropellar la tarea del tiempo ni el horario que la naturaleza y la vida han puesto a sus revelaciones.

Por lo común los hombres fuertes, pletóricos de energías, a quienes la organización social, sin poder aplastarlos, presenta obstáculos y más obstáculos, van a parar al radicalismo. El radical odia el presente, detesta el pasado, niega las prerrogativas del tiempo y las curvas que dan la naturaleza y la vida, y quiere de un salto, atropellando hombres y cosas, derechos e instituciones, encarnar en los hechos sus violentos ideales, fabricados con retazos incompletos del porvenir. Los radicales son el acre e indispensable fermento de las horas solemnemente revolucionarias de la vida. Las

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grandes revelaciones de la historia a ellos debe la humanidad. Cuando la masa conservadora se vuelve dura y agresiva con tendencias al retroceso, el liberalismo en virtud del espontáneo equilibrio de las fuerzas sociales, avanza en grados hacia el radicalismo.

Los retrógrados, despechados del progreso, son pocos; los conservadores, satisfechos de la existencia, son muchos; los liberales que reforman incesantemente las condiciones de la existencia, son la innúmera legión humana; los radicales, actores de los grandes y raros momentos de la vida, también son pocos.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada momento más que antes. La liberalización, como diría un matemático, sigue una progresión creciente en el tiempo y el espacio.

En los últimos cuatrocientos años ha hecho la humanidad muchísimo más que en los seis mil años transcurridos desde que han asomado los primeros imperios organizados; y en este período mucho más también que en los doscientos siglos pasados desde que el hombre empezó a encender fuego y recogerse a las cavernas, abandonando la vida que en las selvas había llevado durante los doscientos mil años anteriores que cuenta su existencia.

-621-

La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. El distintivo de la especie humana sobre los demás animales no es ni la linfa, ni la bilis; es el sistema nervioso de volumen incomparablemente mayor. Por la masa encefálica es el hombre rey de la creación, allí está su corona de monarca, y esa corona, esa masa ha ido creciendo al través de los siglos. Los cráneos primitivos son pequeños, los actuales mucho mayores, los de los genios excepcionalmente enormes.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. Por eso hemos abandonado los instrumentos de piedra que usaron nuestros antepasados, hemos dejado de comernos a nuestros semejantes, hemos hecho esto que llamamos civilización y progreso.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. Por eso ya no arrojamos a los creyentes ante las fieras ni a los increyentes a las llamas, por eso los reyes ya no son déspotas y los pueblos son soberanos, por eso se derrumban día a día los explotadores y se aumenta el radio de la justicia.

Todos los placeres, las comodidades, los derechos, el saber, las dulzuras espirituales de la vida han creado el liberalismo. A él debe el mundo lo que es. Por él llegará a ser nuestra patria una democracia de verdad.

2.- Los gobernantes en las democracias latinoamericanas

Sería absurdo, ridículo pretender que los gobiernos dejando de gobernar, se pongan a dar a las multitudes lecciones técnicamente pedagógicas para formar el espíritu

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nacional. No, los gobiernos y los gobernantes, al gobernar, educan a las multitudes con la sugestiva pedagogía del ejemplo.

Y toda notabilidad personal, todo hombre de prestigio, sin pensarlo, sin quererlo, con sólo cumplir la tarea social de su profesión u oficio, hace también obra educativa en la misma forma.

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Nosotros, nacionalidad en génesis, no tenemos ni arte, ni ciencia, ni culto, ni cultura, ni dirección económica, ni vida política característicamente nacionales, hijas del alma colectiva. Estamos, como es natural, en una época de tanteos y vacilaciones en que las cosas, las ideas y los sentimientos públicos se hallan en vías de formación.

De aquí que toda notabilidad individual de la clase que sea, lleva en sus manos el cincel con que contribuye a formar o deformar el espíritu general. Todo individuo de posición conspicua, al cumplir su tarea, su negocio propio, hace obra de trascendencia social a la vez.

Pero en pueblos latinos, en nuestros pueblos americanos especialmente, ninguna persona, institución o actividad atrae tanto la atención de las multitudes como la persona de los gobernantes y su labor colectiva llamada gobierno.

Es incuestionable el influjo educativo de los grandes hombres sobre las multitudes. Pues bien, en nuestras pigmeas democracias, idólatras del poder, los gobernantes, sean quienes sean personalmente, son grandes hombres para las multitudes.

Si es ésta una buena cualidad, no lo afirmó; y si es un defecto en comparación a la manera de ser de los pueblos sajones, debemos pensar, resueltamente, en sacar del mal la mayor suma posible de bienes.

Tal vez por residuos de tradición incásica y española o por exigencias transitorias de la época, es la verdad que nuestros pueblos tienen la vista fija en los gobiernos y de los gobiernos se quejan a cada momento y de ellos esperan todas las facilidades de la vida y hasta la salvación eterna.

Éste es el hecho que no se puede desvirtuar con sólo calificarlo de defectuoso y echar unas parrafadas oratorias contra él; es la premisa que debe servir de antecedente a toda conducta política que aspire a hincar raíces -623- en la realidad psicológica del pueblo gobernado; es la necesidad que debe ser destruida o satisfecha por cualquiera que se atreva a tomar sobre sí la carga del gobierno.

En nuestra democracia latinoamericana es preciso que el gobierno lo haga todo, como imperiosamente lo piden los pueblos, o que, circunscribiendo su acción a lo que buena o debidamente puede hacer, despierte -con su ejemplo de laboriosidad, método y eficacia- en las multitudes el deseo de trabajar ellas por su cuenta y no esperarlo todo de él.

Ésta es la disyuntiva infranqueable que se presenta por delante.

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Nuestros gobiernos, al abrazarlo todo, arraigan en las multitudes el prejuicio de esperar todo del gobierno; y por otra parte, haciéndolo mal todo, infunden en el ánimo ciudadano el descontento de todo, el pesimismo, la quejumbrosidad, el anhelo revolucionario, es decir, el de cambiar una jerarquía de gobernantes que todo lo hace mal por otra que supone que todo lo hará mejor.

En el alma de las multitudes va dejando huellas desastrosas de torcidas esperanzas y matadoras decepciones, contemplar cómo la administración se reduce a meras fórmulas y expedientes, un ir y venir de papeles y oficinistas; cómo las altas finanzas son lucro para los amigos políticos y las pequeñas para los corchetes del poder; cómo los gobiernos sirven de biombo a los caciques de la milicia o la banca, que dirigen la cosa pública a su antojo y sin responsabilidad; cómo el afán de los funcionarios es dejar correr las horas con el menor número de dificultades, ladeando los negocios públicos; cómo la administración fiscal y municipal es el desbarajuste más acabado y ridículo; cómo las habilidades del hombre de Estado se hacen consistir en engañar a unos, amilanar a otros y reírse de las aspiraciones de una opinión pública naciente; cómo la venalidad, el favoritismo y el ocio van por cauce propio en las oficinas públicas, -624- en juntas y jurados de toda clase, en informes y certificaciones de cualquier género.

A estrecho e ignaro egoísmo en las clases directores, meditado escepticismo en los espíritus jóvenes, indiferencia en las clases inferiores, se reduce toda nuestra vida al rededor de la cosa pública.

¡Cuán tonificante sería para el espíritu público que los gobiernos hicieran algo mucho más hondo que cobrar impuestos y pagar sueldos, nombrar funcionarios y dictar reglamentos!

No queremos gobierno de círculo, sino de prestigio nacional que gobierne sobre la voluntad que coopera, no sobre la indiferencia que deja hacer.

Queremos que el gobierno nos hable con sus hechos el lenguaje amado de la patria; que sus propósitos nos señalen un ideal, que en sus procedimientos veamos entusiasmo, justicia, amor, que vengan a sacudir y elevar la inercia de nuestra vida; que con su labor tesonera, activa, disciplinada, paciente, siembre en las almas la semilla del esfuerzo y la constancia.

Queremos que se despierte en las multitudes la ilusión del porvenir, que se nos haga amar el presente, que se provoque en nosotros el arrepentimiento de las horas hasta aquí perdidas entre la inacción matadora y el odio revolucionario.

Queremos que se tenga intensa fe en los destinos de la patria; que nuestro porvenir nacional no sea una duda ni un problema; que si hay una incógnita, más allá, ella se convierta, a fuerza de voluntad, en fuente de luz, de trabajo, de vida, de energía.

La fe en los destinos del porvenir es la primera fuerza para elaborarlos. El escepticismo es la agonía de los pueblos.

¿Y quién puede infiltrar fe, sugestionar a nuestros pueblos de ánimo desfallecido, mejor que los gobernantes, si más que gobernantes son hombres de ardiente convicción, -625- de vivo entusiasmo cívico, que buscan el servir a la patria, antes que mostrarse

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esquivos y displicentes, rehuyendo la labor política, como importunados por el afán cívico de la multitud que quiere ahora cual nunca, ejercer su derecho soberano de sufragio.

Los candidatos, en las modernas democracias, ofrecen sus servicios a la multitud electoral; no es el pueblo soberano quien va a la puerta de los políticos a mendigar patronato y olímpica dirección.

-[626]- -627-

Julio Enrique Moreno

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Humanidad y Espiritualidad

Bosquejo de una

antropología sociológica

A muchos de los amables estudiosos aquí presentes les habrá ocurrido, llegados a cierta etapa de la existencia, sentir lo que podría llamarse la necesidad mental máxima, esto es la de poner orden en nuestras ideas relativas a los perennes temas fundamentales: el mundo y la vida, el homo sapiens y su significación en el cosmos.

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Necesidad mental he dicho, y conviene que empecemos por rectificar que se trata propiamente de un impulso vital de rango superior. Pronto vamos a ver que lo específicamente humano aparece y defínese en el punto -un punto comprensivo de milenios en que el homínido que nos describen los antropólogos objetiva su ser mismo y, consciente de sus primarias energías vitales, se acomoda progresivamente al medio circundante.

Sin sociología no hay política posible. Sin psicología nadie logrará reducir la confusión en el trato consigo mismo y con los demás. Sin antropología se perdería la conciencia de los oscuros fundamentos de aquello en que hemos sido dados.

Karl Jaspers

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En ocasión de esta conferencia se me permitirá la nota previa indicando que su contenido ofrece algo como la expresión de aquel arranque existencial coordinador a que comenzaba refiriéndome. Es el caso de otra estudioso que, en su hora otoñal, a vuelta de copiosas lecturas y lentas rumias mentales, llega al trance de necesitar vitalmente un centro de integración de los dos grandes dominios: la vida de la razón y la razón de la vida.

En lo que va a escucharse hay, por lo mismo, la vivida, la espontánea cooperación al propiciamiento de una atmósfera intelectual y moral que debiéramos desear que fuese respirable en lo posible para todos. ¿Cómo así?, preguntarán algunos. Yo respondo: porque los problemas de la existencia se resuelven, a la postre, en problemas de comprensión. Por lo cual todo esfuerzo discursivo sintético, que procure superar las concepciones criticistas e idealistas, al conducirnos a un plano de perspectivismo relativista de las cosas, permitirá entrever el sentido del mundo humano en lo esencial. Estos profundos atisbos tienen en la esfera de los valores del hombre más virtud estimulativa y de dirección que todos los moralismos doctrinales, que todos los sistemas cerrados de la filosofía de cátedra y de las ciencias positivas.

En culturas retrasadas, como la nuestra, que soportan en mayor escala el peso muerto de influencias atávicas y dogmatismos irreductibles, dificultándose un punto de vista amplio para la ética y la filosofía de la sociedad, se impone aún más la conveniencia de manipular con juicios esenciales sobre la base de realidad multiforme a que han llegado el saber y el vivir humanos. -631- No sólo que el movimiento de ideas filosófico-científicas entre nosotros es insignificante, sino que hasta en los sectores intelectuales mismos se vive a menudo de desechos de ideas, de restos de doctrinas hace tiempo abandonadas o ya superadas.

¿No nos ha acontecido, por ejemplo, notar que personas al parecer de entera cultura mental recibían con cierto estupor la alusión a lo síquico en los vegetales y aun en los animales? Para esas personas, probablemente, continuaban en vigencia el psicologismo escolástico o el dualismo cartesiano, que responden al tradicional concepto metafísico o substancialista del alma. Según esto, tenía que causarles congruente desazón el aserto de que la psicología pertenece al campo de las ciencias naturales y no al de las disciplinas filosóficas.

Asimismo, no es raro el tipo de cultivados mentales nuestros para quienes hay sólo la preponderancia de la sicología animal «superior» que siglos ha sintetizó Plauto en la frase: «El hombre, lobo para el hombre». La concepción humanista de éste, que el progreso del saber y de la vida social ha afirmado, en fuerza misma de los nexos morales y los contrastes históricos, viene práctica y preconscientemente a desconocerse. El que sienta la convivencia civilizada primordialmente como una sorda lucha de lobos carniceros habrá de hacer fisga de las ideas de un orden y una finalidad en dicha convivencia. La concepción de la vida queda en este caso condicionada y falseada por aquella parcial concepción del hombre, que a su vez es influida por una visión demasiado pesimista del mecanismo de la comunidad humana.

El alcance sociológico de esas o parecidas concepciones en un pueblo salta a la vista, por consiguiente. Podrá ese pueblo hallarse en un estado de cultura nada propio al interés por los problemas filosóficos. Pero, si ha de orientarse en sentido de humanización, necesita no falsificar o mutilar el concepto de la especie humana

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haciéndolo gravitar hacia el plano de un estado de naturaleza -632- o hacia el de una vacua y no auténtica espiritualidad.

Insensiblemente, abocamos aquí al tema cardinal de la presente conferencia; tema que -lo diré de pasada, contra una errónea anfibología ambiente- no por revestir significación universal deja de tener el valor de lo inmediato nuestro y de lo que es propio. Si nos interesa el conocimiento de la estructura geofísica del país y de nuestro proceso histórico, mayor debe ser el interés que tengamos por explorar nuestras zonas síquicas y el mundo espiritual nuestro.

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Concepto de «lo humano»

Anticipé ya la observación de que lo específicamente humano adivino y hubo de coincidir con el momento -midiéndolo por períodos geológicos- en que el hombre primitivo hacía objeto de consideración su ser mismo, lo cual le llevaba a un sentido de relación progresiva con su contorno. La formación de la conciencia del yo y la proyección de esa conciencia del yo y la proyección de esa conciencia al mundo exterior, cuyos diversos fenómenos se interpretan como ocultas fuerzas personales, a imagen y semejanza del hombre, constituyen conceptualmente las positivas propiedades por las que aquél inicia su hominificación y la vida histórico-cultural.

Conforme a éste, tenemos que cada grupo humano encuentra en su propio medio los antecedentes que condicionan lo peculiar de sus rasgos antropomorfos y de sus concepciones y formas de vida. En este sentido, precisa la aclaración de que, al decir hombre primitivo y cultura primitiva, no se alude a ninguna unidad de evolución -634- del hombre; aún más, debe entenderse que aquellas formas culturales de los pueblos salvajes representan evoluciones múltiples y heterogéneas entre sí. Lo que sí ocurrió constantemente es que movimientos migratorios y fusionistas permitieron la gestación de culturas mixtas, produciendo naturalmente algo nuevo y muchas veces superior.

Pero, como la naturaleza es una en sus infinitas manifestaciones sensibles, que sirven para crear cierto estado religioso de ánimo en el ser consciente, y como esta conciencia le llevaba al hombre primitivo a procurar capacitarse en la lucha por la existencia, sucede que, no obstante diferencias de varia índole, los pueblos más antiguos ofrecen ya grandes analogías de conjunto en lo teorético -creencias mágicas y concepciones cósmicas- así como en el ejercicio de lo que se llamaría ulteriormente la razón práctica.

Ello justifica lo que dice el eminente geólogo y paleontólogo Hugo Obermaier, catedrático de la Universidad de Madrid: «Puede reconocerse ya hoy, en el Mundo Antiguo, una zona cultural primigenia, enraizada en la era glaciar: empieza en la India, extiéndese por Mesopotamia y Siria, y sigue por el África del Norte y llega a Europa occidental (España, Italia, Francia e Inglaterra). Trátase de una civilización caracterizada por el hacha de mano -la época de la piedra- cuyos grupos se hallan en estrecha interdependencia, y que, a pesar de su extraordinaria extensión, en todos aquellos puntos verdaderamente esenciales consta de los mismos elementos y se desarrolla según una dirección y orden idénticos. Representa el círculo cultural

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cuaternario más antiguo y más satisfactoriamente conocido, a través del cual se abre paso la ciencia actualmente».

Con referencia a ese círculo cultural cuaternario es, pues, que se habla de los orígenes de la humanidad. Expresión, como se ve, un tanto impropia, si queremos limitarla inicialmente al concepto de «lo humano», o sea, al proceso por el que nuestro antepasado comenzaba a -635- merecer la calidad de sujeto e iba a diferenciarse esencialmente de la especie animal. Hoy parece ya incuestionable que, si se necesitaron miles de siglos para esa primigenia diferenciación, un género de coexistencia de cultura ínfima como la observada aún hoy en los pueblos salvajes, no pudo alcanzarse sino en la prolongación de otro -no tan inmenso- período evolutivo.

Cualesquiera que sean los modos descriptivos o interpretativos sobre el hombre prehistórico -y hay una ingente literatura al respecto- cabe blandir, pues, el filo de este concepto tajante, decisivo en biología sicológica: lo humano es la conciencia de sí propio, que en el ser vivo llamado hombre le lleva a trabajar con noción del logro de los fines de su activismo; por tanto, que le conduce al desarrollo de sus instintos sociales y a la consiguiente conquista de una posición singular en el mundo. En el principio fue la acción, podemos ahora repetir con plenitud de significado. Activismo es ya aquí germen de voluntad y libertad, pero a la vez de organización. No ya el estacionario vivir animal en grupos, sino el quehacer -cerebración, mano inteligente- y el entenderse -lenguaje, capacidad nominativa- en vía hacia la verdadera comunidad humana es lo que rubrica aquella posición alcanzada por el hombre en la naturaleza. «Lo humano» se ampliaría luego en la vasta interconexión de tensiones, luchas e ideales de la «Humanidad».

Nos hallamos lógicamente, en presencia de otra realidad biosicológica. El centro determinante del animal consistía en su medio ambiente; el del ser humano va a consistir en su propia individuación crecientemente afirmativa, creadora y renovadora de formas de vida. Producto de la naturaleza, tendrá por ello mismo una conciencia cósmica (que no es sólo el sentimiento cósmico ni la imagen del universo). Esta conciencia cósmica, de que en algún modo ni aun un bosquimano carece, al implicar la tensión constante del anhelo comprensivo, hará que se opere la maravilla de constituirse el mundo cultural hasta aquí realizado. Y este mundo, por cierto, no es tampoco una realización definitiva, pues le están -636- reservados quizá otros milenios para más elevadas formas de existencia (como proceso social e histórico). En sentido biológico estricto, encuéntrase que el hombre ha alcanzado su fijación orgánica y que en cuanto especie tendrá su término mucho antes de la extinción de las otras formas vitales terrestres que ha de preceder al trastorno de la constitución de nuestro planeta en el sistema solar.

Resulta entonces escasamente inteligible la tesis planteada en antropología filosófica por los modernos metafísicos; que lo que hace hombre al hombre corresponde a un nuevo principio de todo extraño a lo síquico y a cuanto podemos llamar vida. Más todavía consideran ese principio como opuesto a toda vida en general. Lo denominan espíritu, una palabra que comprende el concepto de razón y también una determinada especie de intuiciones y de actos emocionales y volitivos. El representante de esta clase de antropólogos-filósofos es acaso Max Scheler, cuya muerte, acaecida hace un decenio, dejó a Europa sin la mente mejor que poseía, según exhaustivo elogio de crítico tan precavido como Ortega y Gasset. Su conferencia (1928) acerca de El puesto del hombre en el cosmos, pronunciado en la Escuela de Sabiduría, que fundó el conde Keyserling,

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revela hasta qué extremo los credos metafísicos pueden falsear el juicio de las mentes más esclarecidas.

Para el notable pensador germano, la planta ofrece el grado ínfimo de lo síquico. Consiste en un estado íntimo, que califica de «impulso afectivo extático», en el que no se advierten todavía ni conciencia, ni sensación, ni representación. En cuanto centro de tal impulso, la planta no puede ya confundirse con los campos de fuerzas cuyos conjuntos llamamos cuerpos inorgánicos. Como organismo, es un ser animado que, nutriéndose de su medio, obedece o responde a un movimiento integral de desarrollo. En el impulso afectivo se contiene también la capacidad de reproducción, una capacidad de carácter pasivo (agentes para la fecundación son el viento, las aves y los insectos). Finalmente, la planta presenta -637- cierta fisiognómica de sus procesos internos: se pone marchita o lozana, vigorosa o raquítica.

Con respecto al animal, el impulso afectivo ya no es estático. Se convierte en «instinto» o, mejor dicho, en conducta instintiva, la cual requiere o posee las siguientes notas: una relación de sentido, un cierto ritmo, estar siempre al servicio de la especie (o de otra con la que la especie propia se encuentre en relación vital) y ser en sus rasgos fundamentales innata y hereditaria. Lo de innata no implica un automatismo de las formas instintivas de conducta. Todo se resume diciendo que el repertorio de las cualidades sensibles que posee un organismo animal nunca es mayor que el repertorio de sus movimientos espontáneos. Las resistencias, atrayentes o repelentes, que el medio circundante opone a estos movimientos le llevan al animal a una reflexión de sensación, y entonces surge un estado de intimidad «consciente», por primitivo que sea. Ninguna sensación es mera secuela de estímulo, sino siempre función de una atención impulsiva. Por esto la base de toda memoria radica en el reflejo que Paulov denomina «reflejo condicionado». Junto al principio de la memoria actúan los fenómenos de la repetición y la imitación, que son modos de notificación entre los compañeros de especie y se transmiten a las generaciones venideras. Pero pueden presentarse al animal situaciones nuevas no sólo para la especie, sino sobre todo para el individuo, y en circunstancias tales sorprendemos además la forma de un razonamiento embrionario en el fin impulsivo. Las experiencias llevadas a cabo por Wolfgang Köhler con chimpancés han demostrado claramente este hecho: que las acciones de los animales superiores no pueden explicarse todas por instintos y procesos asociativos, ya que en algunos casos hay auténticas acciones inteligentes. Es un error -dice Scheler- negar al animal la acción electiva y creer que siempre le mueve el impulso más fuerte en cada caso, como si fuera un mecanismo de impulsos. Lo que el animal no tiene es la facultad de preferir entre los valores mismos; por ejemplo, lo útil y lo agradable.

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Y he ahí que, con todo ello, cuando trata de la diferencia esencial entre el animal y el hombre, no acierta el filósofo a encontrarla en otro ámbito que en el de ese quid nuevo que ha llamado espíritu. Y el espíritu implica una relación de estructura ontológica; un mundo espiritual cuyo centro activo, que no hay que entender por centro anímico, denominamos la persona en el hombre. Ese mundo es el de las ideas normativas y los valores morales existentes en nexo inviolable con el acto voluntario, con el conducirse autónomo. Queda establecida con esto la existencia de una primaria identificación genérica -la persona colectiva compleja de la humanidad- entre las conciencias personales, en distinto grado y varia medida, según los individuos, los

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pueblos, las razas... La progenie humana se deslinda y logra su exaltación en esta estructura de actos que es la correalización de lo personal y del mundo espiritual. Scheler llega, en su radicalismo espiritualista, y alejándose de las densas páginas que había escrito sobre el trabajo y el conocimiento, a la engañosa simplificación de este enunciado: «Entre un chimpancé listo y Edison, considerando a éste sólo como técnico, no existe más que una diferencia de grado, aunque ésta sea muy grande».

Como vemos, la deslindación esencial que se buscaba viene a obtenerse mediante un doble concepto abstracto: el del espíritu y el de la formación de la persona por «actos valiosos» puros, aunque estimulados por impulsos vitales. El tema antropológico deviene casi exclusivo tema metafísico. No sabemos desde cuándo hay espíritu; en otras palabras, no vislumbramos cómo ha podido formarse el ser espiritual llamado hombre emergiendo del fondo de la naturaleza. El orbe de los valores no morales y que era igualmente privativo del hombre se ha desplazado y se torna inexplicable. La antítesis no ha conducido a la síntesis. Mientras situamos el problema sobre la base cierta de los procesos biosíquicos, venidos desde la raíz ignota de la vida, cabe atisbar la serie unitaria de complicaciones de la acción -639- creadora en el tiempo. Con la tesis que enuncia lo antitético de la vida y el espíritu, aunque reconociendo su relación mutua, tanto que la «vida es lo único que puede realizar el espíritu», la consecuencia es que se vuelven inconcebibles las peculiaridades de lo humano.

Entrevisto el sistema de conexiones totalitario del advenimiento de la estirpe humana, está bien, por lo tanto, que se considere la objetivación de sí mismo como el centro de actos espirituales; centro desde el cual puede el hombre referir sus impulsos a un «mundo» ordenado sustancial o valorativamente. Pero ninguna sutileza logrará convencernos de que la forma y la medida en que el pensamiento se desarrolla en el hombre no están ligadas a los factores originarios, a la manera de ir sintiendo ese mundo moral los grupos humanos. Y esto no es simple relación mutua entre la vida y el espíritu. Es afán vital por superar aquellos sentimientos valorativos. Sin su procedencia de la misma pura naturaleza, la especie humana no se ofrecería como una unidad total viva.

Lo antedicho equivale al reparo de que la filosofía del conocer no ha de traducirse en desconocimiento de la ciencia del ser. Explicar por parciales atributos del yo la posición del hombre, menospreciando su experiencia milenaria en pos de la autoformación por la reflexividad, equivale a mutilar o desconocer su realidad auténtica, a rebajar más bien el ponderado concepto de la dignidad de la persona humana. El dinamismo de la razón, no frente a la vida, sino manifestándose en más vida, ¿habíamos de convertirlo en idealismo desrazonable?

Esta actitud cautelosa ante el tumulto de las teorías que pretenden la interpretación de lo humano no se tome, pues, como otra teoría, como sicologismo naturalista o vitalismo pragmático. Es la actitud invenciblemente realista que repugna explicar el rango del hombre desconectándolo de la serie de formas infinitamente evolucionadas de la vida. Porque el hombre ha creído poder definir su propia naturaleza, sobre la base de la doctrina -640- de que el ser de las cosas debe tener un fundamento absoluto, no hemos de desalojar la realidad en ventaja de esa dialéctica interpretativa. Por el espíritu de sistema se ha ido al alarde de un irrefrenado discurrir sobre el sistema del espíritu. No es extraño, así, que el vocablo filósofo personifique para muchos al que divaga en el aislamiento dogmático, ajeno al hervor de lo viviente en nosotros.

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Convengamos, pues, en que sólo una filosofía extravital o antirrealista puede hablar con suficiencia de los puros actos del espíritu y sus leyes. El inveterado y formidable equívoco depende de que se clasifican como no vitales los actos y las relaciones entre éstos en que predominan el intelecto y la voluntad guiados por la norma moral. Se habla de valores superiores a la vida, y no se considera que la jerarquía de todos los valores obedece justamente al empeño metodológico de comprender la intimidad humana. Trátase en él y con él de una suerte de anatomía esquematizada de tal intimidad. El complejo de problemas sicológicos que ella entraña ha tenido que llevar por esto a la disciplina filosófica llamada Teoría del conocimiento, en que a la vez sus cultores no se entienden porque les estorba un máximum de metafísica. Algo análogo acaece con el dominio teórico de la lógica, que estructura los pensamientos -no el pensar, función síquica- como creaciones intemporales y cuyas leyes coloca fuera del acontecer vital. Y otro tanto ocurre con la fenomenología, que modernamente pretende ser la ciencia filosófica fundamental, mas en relación íntima con las dos anteriores. En todos los casos, se alude a elementos que traspasan la esfera de lo síquico y que son calificados de objetos ideales. Por este método se ha creado junto al mundo de las vivencias el de las esencias, junto al mundo de la realidad el de la idealidad.

Lo erróneo ha estado en hacer de la contraposición de esos dos mundos un dogma de conceptuación e interpretación de la naturaleza humana. La percepción de lo constitutivo del hombre y la percepción de lo normativo -641- para éste en la vida de relación se creyó que son cosas plenamente separables, aunque conexionadas. Asignamos, de esta suerte, al sujeto pensante y actuante no sólo una conciencia universal, sino un mundo suprasensible y un espíritu eterno. De aquí brota un hervidero de contradicciones, cuya elucidación ocupa maniáticamente a los filósofos y convierte la historia de la filosofía en la prueba más grandiosa de lo inasequible de un sistema filosófico de certeza absoluta. En ocasiones, un mismo sistema delata la contradicción flagrante, y con razón ha podido mostrar el profesor Teodoro Celms que el idealismo fenomenológico de Husserl representa unidos el criticismo de Kant, hostil a la metafísica, y la metafísica espiritualista de Leibnitz, inteligencia a su vez abarcadora de lo más disconforme.

Avanzando en el propósito central de esta charla, opongamos al enunciado scheleriano el siguiente: sólo desde el hombre primitivo hasta el hombre contemporáneo cabe hablar de que no hay más que diferencias de grado, aunque éstas sean muy grandes. Entre el uno y el otro extremo, de lo que se trata, en definitiva, es de la multiplicidad de formas del convivir humano. Con el surgimiento del yo, los rasgos sicológicos del yo, los rasgos sicológicos fundamentales de una cultura -concepción del mundo y nexo orgánico de convivencia, que se traducen en trabajo y en creaciones llamadas espirituales- tienen ya un centro fijo. De este centro no participan en manera alguna las especies animales, incapaces, por ende, de toda cultura. Vida humana y etapas culturales se implicarán recíproca y necesariamente. Al hombre llamado del paleolítico inferior le sucederá el del paleolítico superior y a éste el del neolítico y de las edades prehistóricas de los metales (divisiones, todas caracterizadas, como sabemos, por los materiales que se utilizan para la fabricación de armas y de utensilios). Al nomadismo de los pueblos cazadores y colectores seguirá el sedentarismo de grupos ligados con la labranza de tierras, y estos rudimentos de economía determinarán el sistema del matriarcado, el cual a su vez ha de repercutir en las maneras de pensar y sentir colectivas. -642- Junto o en oposición a los pueblos matriarcales se desarrollarán las culturas en cuyas formas sociales y concepciones del mundo predomina el carácter

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patriarcal, y en todas, al propio tiempo que se acentúa en muchos aspectos la individualidad, irá afirmándose la coacción de la comunidad sobre el individuo.

Toda la incalculable literatura acerca de los múltiples estadios de evolución del hombre -entendiéndola como existencia social humana- se concentra en ese doble e indivisible aspecto de lo existente: conciencia de individualidad dentro del sentido de comunidad, traduciéndose el todo en voluntad de cultura. La etnología ha llegado en esto a comprobaciones inconclusas y fecundas. Fecundas, porque la valoración sicológica de tantas diferencias hubo de servir en grado extraordinario para una entrevisión total de los complejos vivos de las culturas superiores. Entonces se ha comprendido que también concepciones cósmicas e intuiciones éticas de dichas culturas arrancaban de fuentes oriundas de remotos subsuelos culturales. Y se ha comprobado, además, el hecho de que aún hoy un caudal de estados anímicos y de funciones conceptuales participa o precede de aquellas fuentes, que los modernos sicólogos denominan patrimonio síquico hereditario.

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Lo espiritual

Como no podía menos de ser, ante la evidencia de la persistente de las potencias impulsivas en el nexo de la asociación humana, Scheler reconoce, sí, que el espíritu no tiene por naturaleza ni originariamente energía propia. El espíritu -dice- y la voluntad del hombre no pueden significar nunca más que una dirección y una conducción. Combatir y negar de frente un impulso que se conozca en sí como malo, en vez de dominarlo de modo indirecto, por la realización de actos reputados buenos, es un imposible y resulta siempre contraproducente. En consecuencia, las formas superiores de la existencia no se realizan sino mediante las fuerzas de los estratos inferiores, dirigiéndolas y sublimándolas. La espiritualización del hombre va de abajo arriba y no de arriba abajo. La estructura de las ideas y de los valores revelará una originaria endeblez sin los centros de fuerza de la estructura viviente.

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Traducido lo anterior al concepto realista de la existencia humana, significa, pues, que el gran fundamento común de ésta es un complejo sicológico. La vida cotidiana, la lucha económica y el proceso ideológico implican un juego complicado de estados individuales y colectivos siempre cambiantes. Para que este juego no tenga como única base el impulso o el egoísmo entre los individuos y entre los grupos, propio de nuestros silvestres antepasados, la convivencia social ha ido estableciendo de suyo principios reguladores, formas coactivas diferentes para el orden de vida en comunidad. El sentido de las normas y de las leyes que prescriben cierto ritmo temporal a la conducta -ética personal y régimen jurídico- viene, en suma, a constituir el núcleo de lo espiritual en los pueblos. Su observancia vivida se llama cultura moral superior. Este ideal de un posible y creciente vigorizamiento de la razón vital es lo que sirve para exaltar el concepto de persona, incluso de la que comprende ontológicamente el todo: la humanidad.

No un movimiento antitético, hablando en rigor, ni menos los dos extremos de una cadena, sino el modo unitario ascendente o decadente de la vida social humana,

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representan, pues, lo natural y lo espiritual. Con el contraste de las culturas nacionales, susceptibles simultánea o sucesivamente de crecimientos y decadencias, en grados infinitamente diversos, se compadece, por lo tanto, la fundamental noción de unidad que hace posible la cultura humana. Sobre las articulaciones y determinaciones concretas de los grupos de pueblos se cierne así un espíritu universalista, que recibe toda su dignidad del ideal inmarcesible condensado en la expresión: convivencia justa. La evolución específica del hombre se dirige en sentido no ya biológico sino sociológico. Desde las culturas inferiores aparecen los nexos individualistas, y, por tanto, las concepciones morales, y con el sentido ético de la tradición y la costumbre se va ampliando el círculo de problemas en las culturas superiores. Complicación de nexos es complicación de sicologías; consiguientemente, también de los principios éticos -645- y los modos de comportamiento. De suerte que la convivencia misma es generadora de espíritu y el concepto de humanidad incluye vital y temporalmente el de espiritualidad.

A la luz de tales consideraciones, nos ponemos en aptitud de esta comprensión: a medida que se ha complicado y continúa complicándose la vida, se ha vuelto más problemático el poder del espíritu. Las represiones anímicas impuestas por el avance de la cultura han ido en aumento. La sicopatología está en auge. Nunca tal vez las sicosis por tirantez de relaciones afectaron en tan amplio radio a los grupos humanos. Los «débiles de espíritu», es decir, los que obedecen antes a sus impulsos indómitos que a los íntimos dictados éticos forman legión. Individual y colectivamente, dijéramos que todo el mundo entiende hallarse fuera de algún ordenamiento moral. Confabulación de apetitos y antagonismos de intereses bajo la alegación de motivos aparentemente sociales y morales, constituyen el fondo de la realidad histórico contemporánea. Individuos y corporaciones, pueblos y estados encarnan la contradicción viviente entre los actos y las ideas normativas. Lo que no obsta para que dondequiera se proclame el santo deber de comportarse conforme a los imperativos del honor o la fe o el derecho. Se vive así de una espiritualidad teórica, en pleno ambiente común farisaico.

¿Momento de gran transición? Aunque el término es equívoco, dado que en muchos aspectos el vivir mismo entraña cambio continuo, incesante, no cabe duda de que asistimos a una etapa de radical revisión de los conceptos directivos que han informado por largo tiempo aquel vivir. Se habla y se discute febrilmente sobre la vieja y la nueva moral sexual, sobre el arcaico y el renovado orden de la sociedad, sobre la idea antigua y la idea moderna del Estado. Por tanto, lo que entendemos por nuestra estructura espiritual padece actualmente un deformador dislocamiento. El yo individual y el cuerpo social no encuentran firmeza en sus actitudes, ni menos homogeneidad disciplinaria. Lo homo-géneo -646- -palabra henchida de sentido- está en la dislocada y anarquizada sique colectiva, cuyas leyes son ineluctables. El dominio de sí -señorío de la voluntad- no existe, y entonces todo se reduce a inestabilidad de nuestra vida interior y al más violentado patetismo en la lucha.

En circunstancias tales vacila la existencia, siendo ilusorio hablar de la soberanía y la responsabilidad del espíritu. Si el mundo de las normas mismo está en conmoción, hay que enfrentarse a los hechos según emergen y no contentarnos con teorizar sobre la filosofía de la persona humana. Ya sabemos que el mundo espiritual no es algo sustantivo sino en tanto el ser humano realiza en actos moralmente valiosos la represión y sublimación de sus impulsos. Mientras esas normas se restauren y afiancen, parece lo sensato que la ciencia del hombre se ocupe en ahondar el estudio de su topografía sicofísica. Alsberg, primero, y Carrel, después, quizá exagerando un poco, pues ellos

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mismos son finos analistas, encuentran que todavía el hombre es un desconocido. La propia complicación anímica del hombre moderno y sus manifestaciones patológicas, junto con el integral progreso científico, han hecho sin embargo, que lo que va corrido del siglo XX se caracterizara por una vigorosa renovación de los métodos de esa ciencia del hombre. Ha sido la época de los problemas de la doctrina de las secreciones internas, que ha revolucionado la biología, y del sicoanálisis en relación con el inconsciente de la vida cotidiana, que -aparte complicadas interpretaciones no satisfactorias- ha revolucionado la sicodinámica.

La alusión a aquellos dos campos de disciplina científica nos permite seguir avanzando en el tema de esta conferencia. Cabe sentar como básico lo siguiente: algo decisivo en la caracterología del hombre es su constitución glandular, y, en cuanto a las fuerzas mayores determinantes de sus actos, ellas irrumpen en las oscuras regiones del subconsciente, no de las esferas iluminadas de la conciencia. La química orgánica y la biología -647- sicológica se compenetran y se corresponden. Procesos físico-químicos de lo que llamamos el cuerpo y estados de conciencia o subconsciencia cuyo complejo llamamos el alma, unos y otros en relación indiscernible: he ahí la comprensión del yo. Las manifestaciones humanas de éste se resuelven, pues, siempre en lo sicológico. Es decir, se puede hablar de la determinación de un medio interior común a todo ser viviente. Con ello establecemos la unidad subjetiva o sentimiento de la continuidad del individuo en el curso de una vida.

En este punto preséntase el sencillo y a la par enorme problema de la muerte. Si todo lo síquico transcurre temporalmente en los seres vivos, y la corriente de la conciencia es siempre propiedad privada de un yo, resulta que el concepto de las relaciones temporales forma el fondo continuo de nuestras vivencias. Sin la referencia al tiempo -ayer, hoy, mañana; antes, ahora, después- no podríamos mentar nada del proceso real de nuestra vida. Análogamente, hablamos de la vida de las generaciones: por el proceso genealógico y por el nexo vital sucesivo de las existencias humanas, se explican la sique colectiva y la conciencia histórica. Científica y humanamente, lo existencial es lo temporal.

Pues bien, la traducción subjetiva de aquel movimiento estructural vivo es que la muerte entra como un todo de sentido dentro del ritmo vital de la persona humana. Aunque parezca paradójico, vale decir que es propio de nuestra especie tener en mayor o menor grado la vivencia de la muerte. Me explicaré. En toda conciencia de la propia vida, ésta se nos presenta como un suceso y un proceso dimensionales. Lo que hemos vivido, lo que vivimos y lo que esperamos vivir. Las dimensiones extremas (pues el presente es un dato casi inaprensible) cambian en proporción al tiempo que transcurre de nuestra vida. Contar con mucho futuro equivale a sentirnos niños. Dejar tras de sí algún pasado y apreciar comparativamente que hay más extensión en lo porvenir significa sentirse joven. Una posición en cierta manera equidimensional entre lo vivido -648- y lo que juzgamos que nos resta de vida traduce la edad de la madurez, etapa que con genial intuición resume la frase: «ser ya hombre». Cuando el trozo de futuro queda empequeñecido en grado tal que entrevemos el término de nuestra existencia, es que se ha tocado en la senectud. En la extensión total de la vida sentimos, pues, una experiencia continua, aguijoneante, de que vamos desviviendo para tocar en el límite natural que ha de sobrevenirnos. Esta experiencia constituye sicológicamente la vivencia de la muerte y su gradación ha servido para distinguir entre la edad biológica y la edad cronológica. Como se comprenderá, quedan aparte las cuestiones secundarias de

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que sabemos que la existencia es perecedera y de que se teme o se desea la muerte por tales o cuales motivos.

Veamos ahora los aspectos sociológicos de aquella emoción viviente de la muerte, tan propia del hombre (no la posee el animal, para quien no existe el tiempo y por lo que sólo nosotros nos calificamos de «los mortales»).

La primera gran singularidad en este plano es que las diferencias dimensionales o deslindaciones de edad se traducen en distintas sicologías, factor poderoso y decisivo en la vida de la cultura. Lo que anteriormente designamos como la complexión del yo varía según las edades. Aquellos dos factores íntimamente conexionados e inseparables, lo corporal y lo síquico, son la condición necesaria para captar las relaciones entre causas y efectos del modo de ser de cada individuo. Características corporales y complicaciones anímicas convergen, en última instancia, a un mismo centro, y como a su vez la vida individual es compenetración con otras vidas, tenemos que el tercer factor determinante de aquel modo de ser individual consiste en el contorno social anímico.

De aquí la instintiva diferenciación de éste en grupos por edades. Concepto de suyo relativo, dada la incoercible continuidad de los procesos biológicos, se justifica, sin embargo, por ciertos fundamentales rasgos comunes -649- que la corporeidad y la sique presentan dentro de los llamados ciclos humanos. Y en el estado sico-físico emotivo de lo temporal reside justamente un resorte virtual poderoso para el comportamiento en comunidad. El niño, para «cuando sea grande», y el adolescente para «cuando sea ya hombre», planean una como forma propia actuante que emerge de su intimidad en relación con el medio social en que han venido a la vida. Y el que se siente ya persona cabal hace de la percepción de esta etapa de madurez el signo de conducirse de éste o el otro modo en el resto de su existencia. Un pensador ha dicho por este aspecto que la vida del hombre se caracteriza como la existencia huyéndose de sí misma. En rigor, el sentimiento de lo finito de ésta en cada individuo constituye más bien un elemento de su autoafirmación personal. Los impulsos vitales contrarrestan, de esta suerte, el pesimismo derrotista que parecería propio de la certeza intuitiva del morir.

La primera condición para el ordenamiento de la estructura social de un pueblo es, por consiguiente, conocer en lo posible la sicología de las edades, porque en cada una de éstas reside la constante fuerza de atracción (afinidad vital más que social) que hace buscarse y universe a los coetáneos para la obra común de socialización. Ese conocimiento incumbe, ante todo, a los que tienen la gestión conductora en cada ambiente de las determinaciones individuales: los padres con sus hijos, los maestros con sus alumnos, los médicos con sus enfermos, los gobernantes con las clases gobernadas. Y porque el niño y el adolescente y, en algún menos grado, el joven necesitan mayormente de conducción -capacidad receptiva- explícase que dondequiera haya preferente celo por los estudios de sicología infantil y luego de sicología de la edad juvenil. La pedagogía moderna no descansa en otra base. Consiguientemente, tiene especial preocupación por el índice biológico orgánico. Indigencia fisiológica o anomalías funcionales se traducen fatalmente en anormalidades del carácter.

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Viene en seguida otra manera de profunda diferenciación sicológica: la de los sexos. Si el eje de la concepción de la vida se halla en la vivencia de lo temporal, la vida

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misma toda está penetrada de sentido sexual. Respondiendo a caracteres biológicos diferenciales, la conducta del varón y la conducta de la mujer se contraponen en varios aspectos; al mismo tiempo lo masculino y lo femenino representan la mayor fuerza unitiva y el más alto tiempo de expresión dentro del vivir humano. Trae consigo la esencia de este dualismo de nuestra vida un motivo, entre otros, para que se hable de «la tragedia de la cultura», en su aspecto decisivo: el modo ascensional de la pareja humana. Porque sucede que lo normativo en las relaciones de ésta empieza por la violentación de un impulso biológico en el hombre: el impulso poligámico. La ordenación de la familia, base de la sociedad civilizada, encuentra pues su natural perturbador o entorpecedor en el hombre. Entretanto, hacemos de la castidad de la mujer, si es soltera o de su fidelidad si es casada, el fundamento de su valoración moral-social. Lo frecuente es que la táctica del asedio masculino realice conquistas, procediendo de aquí dolorosos conflictos íntimos y el origen de problemas sociales que afectan en lo hondo a la causa de la cultura.

Con esto subrayamos de nuevo el concepto que guía las reflexiones de orden sicológico-moral aducidas en esta conferencia: es imposible y es contraproducente luchar de modo directo contra las potencias impulsivas. Lo único que podemos y debemos hacer es dominarlas de modo indirecto, por la realización de actos que signifiquen evasión y no represión del impulso. ¿Qué acaece en materia de educación y moralización sexuales, sobre todo en pueblos de religiosismo puramente formalista? Que el empeño de convertir en materia vitanda lo sexual conduce a un resultado opuesto al propósito moralizante. Lo misterioso, lo prohibido repercute en forma de incentivo en un gran número de casos. El instinto hecho conciencia, pero en sentido de pecaminoso, de algo deprimente para la estimación de sí mismo, revierte -651- sobre la intimidad de la persona y envenena su ser.

A la comprobación de este complejo fisio-síquico se reduce buena parte de las disquisiciones contemporáneas sobre patología sexual. Y este efecto desequilibrador, esta tendencia casi deshumanizante, inherentes al moralismo falsamente espiritual, han llevado a no pocos pensadores al tipo de doctrina que ve en el espíritu algo hostil y letal para la vida. Teodoro Lessing declara entre sus convicciones la de que «el mundo del espíritu y sus normas no es sino el indispensable sustitutivo de una vida enferma de humanidad». Y para Luis Klages el espíritu aparece como el principio que cada vez más profundamente destruye la vida y el alma en el curso de la historia humana.

La forma paradójica de filosofías de esta índole no es, como se comprende, sino la reacción áspera contra el espiritualismo erróneo, más que insincero, cuya actividad se limita a ponderar lo perverso o lo bajo de la naturaleza humana y enfrentarla a un ideal inasequible como punto de partida de los actos. Pueden los metafísicos seguir empeñados en creer superable la oposición entre el espíritu y la naturaleza; pero la ciencia de la vida que es la filosofía de la experiencia está ahí, imperturbable e irrefutable, para mostrarnos que, mientras se mantengan aquel concepto de oposición, lo normativo se reducirá a desgarrar de sus conexiones naturales la complexión espiritual del hombre.

No entiendo por complexión espiritual del hombre, consecuentemente, sino su capacidad o posibilidad de vivir formas superiores de conciencia en el complejo de relaciones y de valores que es la vida de la cultura. Retrocediendo al tema de la diferenciación y la relación sexuales, podemos ver un ejemplo claro de la idea

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enunciada. Si el varón es polígamo por naturaleza, tenderá a conquistar hembras en el mayor número. Mientras le domine el instinto originario, apenas si tendrá sentido para otros estímulos que los corporales ni para otras emociones que las de la sensualidad. Es posible que esta -652- concupiscencia de variación le lleve a la saciedad; luego, al embotamiento sicológico y la depresión vital, cuando no a complicarse en situaciones desesperadas e inconfesables. He aquí un modo de comportarse infrahumano. Pero hay lo que se llama la superioridad del instinto. Junto al impulso sexual genérico, un hombre experimentará el vario goce de las emociones sicológicas del trato amoroso. En este trato con el bello sexo verá no sólo la hembra, sino principalmente la mujer, esto es un ser dotado de intimidad y de personalidad; verá que nada eleva tanto el tono de la existencia como el saber gobernar nuestra economía orgánica y con ello lo mejor de nuestras facultades.

El individuo que viva esta experiencia de dirección de los impulsos y de estimulación de los sentimientos habrá, pues, de hecho superado los estados de conciencia inferiores, aquellos que se reducen a la avidez y la embriaguez de la sensualidad sin espiritualidad. No se trata de aquel género de relaciones que solemos llamar amor platónico, ni tampoco de que lo sexual degenere en pasión romántica. Se trata de que el sentido erótico inmanente a la vida propicie un enriquecimiento interior de la propia vida, el ennoblecimiento de la convivencia social. Porque resulta tristemente depresivo para la dignidad de la especie de disociar lo sexual de la noción de relación humana, o sea, de que el acto en que culmina la intimidad de dos seres tiene una conexión estructural con la vivencia básica de la persona. Darse corporalmente no es entregarse personalmente. Hay que insistir siempre en que la persona es el centro activo que impulsa al individuo -hombre o mujer- a superar sus impulsos biológicos por actos valiosos compensadores.

-653-

Bienes y valores

Esto de actos valiosos nos sitúa ya en el punto en que podremos ver convergiendo hacia una significación unitaria lo que hay de múltiple en la naturaleza y la cultura humanas. La manera mejor de comprenderlas es darnos cuenta de que toda la estructura interna de la vida se reduce al complejo de bienes y valores. La profusa literatura existente sobre esta materia concluye con ciertas grandes clasificaciones estimativas: valores vitales, valores espirituales lo intelectual, lo moral, lo estético, valores materiales o económicos y valores religiosos.

Tocante a los valores vitales, podemos decir que todos se resumen en la condición o situación llamada salud. Estar sano, tener vitalidad constituye el bien primario del hombre. Lo que perturba de algún modo esa situación se denomina con exactitud malestar. Todo el que siente que en cualquier región de su organismo hay ruptura del ritmo vital, la cual de ordinario se traduce -654- en dolor, reconoce hallarse enfermo. Nada más inexacto, según esto, que la aserción de algunos de que toda mudanza de cada estado presente es patológica. Sobre el concepto de ritmo vital descansa la fluencia de vida de las edades, y nadie pretenderá negar que lo mismo que el niño y el joven pueden el hombre maduro y el anciano gozar de buena salud, no obstante las profundas diferencias orgánicas y funcionales operadas en el tiempo. Y correlativamente con estas

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diferencias actúan también las síquicas, pudiendo en cada edad ser normales sus manifestaciones. Lo patológico existe cuando un joven, por ejemplo, representa el tipo de sicología de un viejo, o viceversa. Partiendo de esa consideración, hay una moral de las edades. Inútil será agregar que, por todo lo expuesto, el cuidado de la raza -defensa biológica- se ha erigido también en norma de razón y en factor de cultura.

Los valores espirituales, supuesta la condición biológica de no sentirse enfermo, cosa muy distinta del ideal de un organismo sano, dan materia para que las funciones síquicas alcancen caracteres cada vez más elevados o complicados en la convivencia humana. En el estado actual de acumulación y difusión del saber, y cuando la democracia reafirma entre sus postulados el de la educación del mayor número, el problema de la docencia en su aspecto básico -la escuela- y el del fomento de la especialización de las capacidades -connatural y progresiva división del trabajo- representa un vasto sector en los dominios culturales. El conjunto de las instituciones que busca disciplinar al hombre, regular y enriquecer su existencia colectiva, viene a constituir el motor cuya potencialidad se llama organización de la cultura.

Asunto vital para un país será, pues, el de ir ampliando y reformando las condiciones ambientes preestablecidas, en términos que la vida individual y el régimen social alcance grados cada vez superiores. Sin este sentido de las circunstancias sociológico-históricas, tendremos apenas un intrascendente progreso institucional medio, en lo enseñante, y un disputar feroz y estéril de los -655- ismos, en la actitud ideológica. La incapacidad de comportarse bien y de entenderse es el síntoma auténtico no de que los seres humanos tengan diversa índole y piensen de manera distinta, sino de que la educación no ha logrado en ellos su esencial objetivo: el hacerlos razonables. Y ser razonables o, dicho en otros términos, ser comprensivos, en cualquier plano de intereses, equivale a poseer el instrumento moral imprescindible para impulsar la cultura y favorecer una democracia ascendente.

Importa, en consecuencia, anotar que el cultivo mental y la capacitación especializada no son bienes absolutos. El simple «saber cosas» o el dominar una técnica pueden valorarse como cualidades y como medios para los propios o comunes fines utilitarios. Pero no conseguiremos representarnos la calidad espiritual de un individuo o de un grupo sino colocándolos en la escala valorativa del conjunto social, determinada por las peculiaridades y los propósitos inherentes a cada estadio de convivencia. En el engranaje de los intereses y las conductas que llamamos estructura social hay, pues, siempre un eje para garantizar el equilibrio inestable de la existencia colectiva: es el sentido moral. Sobre las fuerzas impulsivas, individuales o profesionales o naciones, que desarrollan la civilización, se cierne siempre un principio dinámico superior, mediante el cual concebimos la posibilidad de una vida común ascendente. La lucha de todos contra todos, de que nos hablara Hobbes, menoscabando el contenido de voluntad de cultura de la misma, no excluye, y antes supone la orientación hacia un orden jurídico y moral de la totalidad. Justamente, la misma táctica con que los egoísmos y ambiciones de toda laya hacen un arma de lo moral o lo legal para defender o contrarrestar posiciones implica el mantenimiento de aquel concepto de un orden integralmente garantizador.

Y es que el valor de los valores humanos radica en el hombre mismo, cuya vida está condicionada por su propia disciplina. La fenomenología de esta disciplina se traduce, por tanto, en el proceso de la conciencia cultural; -656- proceso que variará según la

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raza, el pueblo, la época de que se trate. Ideas, costumbres, instituciones, régimen jurídico corresponderán al grado de la capacidad valorativa dominante. Entonces se explica la infinidad de formas en los dominios cognoscitivos, morales, artísticos, religiosos, etc., que caracteriza la vida llamada espiritual. Y la visión de este hecho nos suministra el dato de lo fácil que es confundir espiritualidad -dominio sobre las zonas inferiores de la existencia- con ejercicio del intelecto o expresión de estados anímicos que en veces acusan precisamente el sacrificio de valores superiores en la conducta humana. Así se explica también que en todo tiempo, y más en período de madura civilización, se haya hablado de anarquía intelectual, de doctrinas disolventes, de moralidades perversas, de arte morboso, de religiones sanguinarias y feroces. Frente al tropel de tensiones y de acciones que es toda comunidad humana, la espiritualidad significará algo idealmente orgánico normando la vida, o no será nada.

Y que el progreso de la espiritualidad ha estado bien lejos de corresponder al gigantesco avance de la técnica científica y sus complicadas proyecciones económicas lo demuestra la dramática realidad histórica del presente. El materialismo estuvo antes en los poderes determinantes del régimen existencial moderno que en las mentes que invocaran los hechos para plantear la doctrina del determinismo económico. Y puesto que la crítica de este régimen llegaba a lo íntimo de la conciencia vital de la mayoría de los humanos, debía venir el desencadenamiento de fuerzas expresivas de un estado de cultura inferior, pero por ello mismo delatoras de la responsabilidad de los poderosos y anunciadores de posibilidades de una más humana vinculación en el futuro. La preponderancia de la parte subjetiva -moral del resentimiento- en la actitud y la expresión es lo inevitable en quienes poco o nada han aprendido sobre la complicada estructura de la sociedad. Pero la significación de tan fulminantes reacciones sicológicas, compartidas patéticamente en común, reside en que les va dando a las masas creciente participación en aspectos que antes no habían -657- entrado en su esfera, o sea, en que van adquiriendo sentido para los caracteres y los nexos íntimos de aquella estructura y ensanchando así el círculo de la vida síquica propia. La conmoción tiene, pues, en el fondo, un alcance y una dinámica espirituales. Se concibe que, si muchos hablan de la rebelión de las masas, porque se fijan sólo en sus gestos de exclusividad combativa, en que la negación de los valores llamados burgueses entra por mucho, haya otros para quienes el sentido humanista de la contienda social merece la consideración preferente.

En efecto, lo que se atisba a través de la maraña de criterios y actitudes en boga es que el sentimiento del derecho a una nueva forma de existencia se presenta en las clases proletarias bajo un impulso significativamente unitario. Y cuando un fenómeno tal acontece, es que también una nueva conciencia moral se dispone a vivir la comunidad humana. No en vano se ha repetido tanto que la cuestión social es una cuestión moral. Si fuera el lugar oportuno, quedaría aquí en claro, conforme a lo dicho, cuán incomprensivo es considerar la economía como algo externo e instrumental en la sociedad. Como la simple y espontánea o intervenida asociación utilitaria de los individuos. No; la economía no es una simple estructura orgánica de medios -prefines, los denominan algunos- para los altos fines sociales. En vez de decir que está al servicio de la vida, parece lo exacto afirmar que corresponde al fondo de la vida misma. Si sus resultados se resuelven en producción y circulación, y alrededor de esta doble función social gira el maremágnum de aspectos de la vida -capital y trabajo, suelo y máquinas, ciencias y técnica, progreso y miseria, profesiones e instituciones, intereses de clases e intereses de estados- resulta forzoso convenir en que únicamente una valoración

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normativa de tan dispersos y entrecruzados elementos puede acercarnos a la comprensión y dirección del conjunto cultural.

Dentro de este orden de ideas, de marcado carácter sicológico e histórico, si queremos intentar un modo de -658- síntesis de los esquemas fundamentales constitutivos de aquel conjunto, cabe enunciar que economía y sociedad y estado representan indivisamente ahora el primer plano para la conciencia cultural en marcha. Se ha complicado la conexión de sentido de los intereses y las conductas humanas. Son fenómenos de crisis en la cultura, en que se hace imposible arribar a una relativa fijación de sus contenidos. De ahí lo escabroso e inseguro del terreno en que han de actuar el economista, el sociólogo, el hombre de Estado. La política económica, la política social o pedagógica y la política estatal e internacional han llegado a ser algo de que ninguna persona consciente puede creerse excluida; algo que la encadena a su propio destino y la obliga por lo menos a un redoblamiento de la emoción vital. En la realidad misma, por esto, se busca un cauce de entendimiento colectivo, antes que en el despliegue de las doctrinas y los planes de acción.

Si las doctrinas político-sociales aturden al hombre y lo sumen en la mera pluralidad de su existencia, con las doctrinas religiosas ocurre algo más grave. Observa Romain Rolland que, en el mundo cristiano, el escollo para la comprensión mutua entre los hombres suele ser la palabra Dios; es decir, aquello que precisamente tenía la misión de unirlos. Todo porque no se ha comprendido su significación, porque se la ha despojado de su espíritu. En vez de entenderla -concluye- como la realización interior creciente de lo que concibe de más alto la naturaleza humana, hemos confinado la religión en un cuerpo de sacerdotes, en las sectas, en los templos, en los libros, en los dogmas, en las ceremonias, en las supersticiones... La disciplina espiritual se ha confundido con devoción sentimental, la voluntad de perfección con uniformidad de sumisión. Cualquiera disonancia externa conduce entonces a la intolerancia interna, la cual comporta la ausencia de espiritualidad.

Lo que pasa es que una disposición interior de tal calidad no arraiga fácilmente en el limo convulso de la sique humana. Siempre fueron raros los temperamentos -659- específicamente religiosos, aquellos que como seres sociales viven su fe en la profunda realidad normativa. Porque el núcleo de esta realidad para todo creyente está en que abarca o comprende el Bien Sumo; esto es, la suprema y eterna realización de la persona. La idea de Dios se da en forma de sentimiento metafísico de un centro último de valoraciones, suscitado como ideal a la existencia humana. En este caso, no se trata de un antropomorfismo, sino de la vivencia de un concepto de plenitud que es la personalidad. La verdadera conciencia religiosa es, pues, fundamentalmente, de significación moral viviente. El hombre de temple religioso pondrá un acento de dignificadora elevación personal en los contenidos de la vida entera.

Pero las más de las gentes hacen, ciertamente, de la religión un cultivo místico-romántico en el que todo referirse a los seres divinos se agota por lo común en la imploración de amparo para las necesidades y conflictos del vivir cotidiano. Los valores religiosos se confinan a un orden de emociones individuales, no de intuiciones de significación ética. Entonces la religión degenera en antropomorfismo, en proliferación de actitudes sectarias y devotistas. De aquí la distinción de religión y religiones. La una es intuición de un valor supremo, comprensivo de todos los valores espirituales; las otras son concreción de esa certeza intuitiva en doctrinas, cultos y organizaciones

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jerárquicas. La religión es un complejo de vivencias individual, en que la aproximación a lo divino y la interna necesidad de perfección moral dentro de los estados mudables de la vida implican algo correlativo; las religiones son pensamientos sobre la divinidad, símbolos intelectualistas. Por eso de muchos creyentes cabe decir que son irreligiosos, porque toda su religiosidad se limita a creer doctrinas religiosas, a seguir rutinariamente las formas del culto. Por eso igualmente se infiere que no tiene sentido la cuestión de la verdad de la religión. Ésta puede ser de mayor o menor autenticidad, de mayor o menor profundidad.

En el plano de las normaciones sociológicas, volvemos, pues, a ver que los valores humanos, en su infinita -660- multiplicidad, no son independientes entre sí, aunque responden esencialmente a medidas de intensidad y grados de jerarquía. Si la producción de la cultura tiene una raíz antropológica, el ideal de esa cultura consiste en el poder de ir informando de sentido moral la vida toda. Quien puede, debe: es el gran postulado comprensivo de la verdadera estructura humanista de la existencia. Naturaleza y espíritu, diferencia en las capacidades humanas y ordenación de justicia de su ejercicio vienen a compenetrarse en formaciones culturales progresivas. Valores individuales, valores nacionales y valores universales resumen así el problema cultural en conjunto.

-661-

Hacia el mañana milenario

Y aquí está la esencia de la actualidad de este problema en el mundo. La oposición de intereses dentro de cada esfera de aquellos valores y el conflicto y al propio tiempo la conexión entre todas ellas, pues hay un sentido de cultura universalista, condición del moderno concepto de humanidad, han llevado la vida a una tensión de fuerzas tal que aun los capaces de mirar lejos encuentran que representa el momento más difícil para la familia humana.

A mi entender, contribuye a esta impresión de desconcierto y a esta especie de pánico universal el que olvidamos que, para llegar al presente estado de convivencia, ha necesitado el hombre una enormidad de millares de años. Subconscientemente discurrimos como si estuviese próximo el remate o coronamiento de la evolución humana. Aplicamos al proceso de vida de los pueblos y de la humanidad el criterio de medida temporal de nuestras caducas existencias individuales. No advertimos -662- que el vivir de nuestra época ocupa un punto microscópico en cierta manera intermedio entre milenios transcurridos y otros por transcurrir.

¿Qué sentido tiene esto? Un sentido plenamente educador. No se pretende la adopción de un temperamento dilatorio en la lucha por la cultura. Se quiere que nos demos cuenta de que la vida histórica está condicionada por las limitaciones de su propia complicación de desenvolvimiento y de que resulta contraproducente pretender forzarla con un sentido de temporalidad particularista. El concepto de la política se agita dentro de esta atropellada exigencia de actualismo, creyendo en órdenes de vida absolutos, y por eso, frente a la estática de la tradición, cunden los arrebatos demoledores y los regímenes de violencia. Pero ello acusa lo parcial y precario, y la honda realidad es la odisea de las generaciones en experiencias siempre renovadas.

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Si comprendemos que el orden de vida natural de la especie humana se opera milenariamente, el concepto de evolución y duración de ésta en el mundo hará entonces que nuestra batalladora impaciencia se modere y nuestro pesimismo se muestre un tanto atenuado y esperanzado. En la valoración de la cultura ya no nos sentiremos cercanos a la catástrofe ni tampoco nos ilusionaremos con la aproximación a un estado ideal. Ni teología de la historia, ni endiosamiento del Estado abatiendo la personalidad y arrebañando a los hombres en una sistemática dirección. ¡De esta suerte, la voluntad de dominio, que ha sido el acicate de la lucha eterna entre los individuos y entre los pueblos, se sublimará en dominio de la voluntad, para que cultura y vida culminen algún día en humana espiritualidad casi plena!

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