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Cándido o el optimismo Voltaire Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cándido o eloptimismo

Voltaire

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I. De cómo Cándido fue criado en un her-moso castillo y de cómo fue arrojado de allí

Vivía en Westfalia, en el castillo del señorbarón de Thunder-ten-tronckh, un mancebo aquien la naturaleza había dotado de la índolemás apacible. Su fisonomía anunciaba su alma;tenía juicio bastante recto y espíritu muy sim-ple; por eso, creo, lo llamaban Cándido. Losantiguos criados de la casa sospechaban queera hijo de la hermana del señor barón y de unbondadoso y honrado hidalgo de la vecindad,con quien jamás consintió en casarse la doncellaporque él no podía probar arriba de setenta yun cuarteles, debido a que la injuria de lostiempos había acabado con el resto de su árbolgenealógico.

Era el señor barón uno de los caballerosmás poderosos de Westfalia, pues su castillotenía puerta y ventanas; en la sala principalhasta había una colgadura. Los perros del co-

rral componían una jauría cuando era menes-ter; sus palafreneros eran sus picadores, y elvicario de la aldea, su primer capellán; todos lotrataban de Monseñor, todos se echaban a reírcuando decía algún chiste.

La señora baronesa, que pesaba unas tres-cientas cincuenta libras, se había granjeado porello gran consideración, y recibía las visitas contal dignidad que la hacía aún más respetable.Su hija Cunegunda, doncella de diecisiete años,era rubicunda, fresca, rolliza, apetitosa. El hijodel barón era en todo digno de su padre. Elpreceptor Pangloss era el oráculo de la casa, yel pequeño Cándido escuchaba sus leccionescon la docilidad propia de su edad y su carác-ter.

Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmólogo-nigología. Probaba admirablementeque no hay efecto sin causa, y que, en el mejorde los mundos posibles, el castillo de monseñorel barón era el más hermoso de los castillos, y

que la señora baronesa era la mejor de las baro-nesas posibles.

Demostrado está, decía Pangloss que nopueden ser las cosas de otro modo, porquehabiéndose hecho todo con un fin, éste no pue-de menos de ser el mejor de los fines. Nóteseque las narices se hicieron para llevar anteojos;por eso nos ponemos anteojos; las piernas noto-riamente para las calzas, y usamos calzas; laspiedras para ser talladas y hacer castillos; poreso su señoría tiene un hermoso castillo: el ba-rón principal de la provincia ha de estar mejoraposentado que ninguno; y como los marranosnacieron para que se los coman, todo el añocomemos tocino: en consecuencia, los que afir-maron que todo está bien, han dicho una tonte-ría; debieron decir que nada puede estar mejor.

Cándido escuchaba atentamente y creíainocentemente, porque la señorita Cunegundale parecía muy hermosa, aunque nunca sehabía atrevido a decírselo. Deducía que des-pués de la felicidad de haber nacido barón de

Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de feli-cidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero,verla cada día; y el cuarto, oír al maestro Pan-gloss, el filósofo más ilustre de la provincia, y,por consiguiente, de todo el orbe.

Cunegunda, paseándose un día por los al-rededores del castillo, vio entre las matas, en untallar que llamaban el parque, al doctor Pan-gloss que daba una lección de física experimen-tal a la doncella de su madre, morenita muygraciosa y muy dócil. Como la señorita Cune-gunda tenía gran disposición para las ciencias,observó sin pestañear las reiteradas experien-cias de que era testigo; vio con claridad la razónsuficiente del doctor, sus efectos y sus causas, yregresó agitada, pensativa, deseosa de apren-der, figurándose que bien podría ser ella la ra-zón suficiente de Cándido, quien podría tam-bién ser la suya.

Encontró a Cándido de vuelta al castillo, yenrojeció; Cándido también enrojeció. SaludóleCunegunda con voz trémula, y contestó Cándi-

do sin saber lo que decía. Al día siguiente, des-pués de comer, al levantarse de la mesa, se en-contraron detrás de un biombo; Cunegundadejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió; ella letomó inocentemente la mano y el joven besóinocentemente la mano de la señorita con sin-gular vivacidad, sensibilidad y gracia; sus bo-cas se encontraron, sus ojos se inflamaron, susrodillas temblaron, sus manos se extraviaron.En esto estaban cuando acertó a pasar junto albiombo el señor barón de Thunder-ten-tronckh,y reparando en tal causa y tal efecto, echó aCándido del castillo a patadas en el trasero.Cunegunda se desvaneció; cuando volvió en sí,la señora baronesa le dio de bofetadas; y todofue consternación en el más hermoso y agrada-ble de los castillos posibles.

II. Qué fue de Cándido entre los búlgaros

Cándido, arrojado del paraíso terrenal, fueandando mucho tiempo sin saber a dónde, llo-roso, alzando los ojos al cielo, volviéndolos unay otra vez hacia el más hermoso de los castillos,que encerraba a la más linda de las baronesitas;se acostó sin cenar en mitad del campo entredos surcos. Caían gruesos copos de nieve al díasiguiente. Cándido, empapado, llegó arrastrán-dose como pudo al pueblo inmediato, que sellama Valdberghoff-trarbk-dikdorff, sin unochavo en la faltriquera y muerto de hambre yfatiga. Paróse lleno de pesar a la puerta de unataberna, y repararon en él dos hombres convestidos azules. Camarada, dijo uno, aquí te-nemos un gallardo mozo, de la estatura reque-rida. Acercáronse a Cándido y lo convidaron acomer con mucha cortesía. Señores, les dijoCándido con encantadora modestia, muchofavor me hacen ustedes, pero no tengo para

pagar mi parte. Señor, le dijo uno de los azules,las personas de su aspecto y de su mérito nuncapagan. ¿No tiene usted cinco pies y cinco pul-gadas de alto? Sí, señores, ésa es mi estatura,dijo haciendo una cortesía. Vamos, caballero,siéntese usted a la mesa, que no sólo pagare-mos, sino que no consentiremos que un hombrecomo usted ande sin dinero; los hombres hansido hechos para socorrerse unos a otros. Razóntienen ustedes, dijo Cándido; así me lo ha dichomil veces el señor Pangloss, y ya veo que todoes perfecto. Le ruegan que admita unos escu-dos; los toma y quiere dar un vale; pero no loquieren, y se sientan a la mesa. ¿No ama ustedtiernamente?... Sí, señores, respondió Cándido,amo tiernamente a la señorita Cunegunda. Nopreguntamos eso, le dijo uno de aquellos dosseñores, preguntamos si no ama usted tierna-mente al rey de los búlgaros. En modo alguno,dijo, porque no le he visto en mi vida. Vaya,pues es el más encantador de los reyes. ¿Quiereusted que brindemos a su salud? Con mucho

gusto, señores; y brinda. Basta con eso, le dije-ron, ya es usted el apoyo, el defensor, el adalid,el héroe de los búlgaros; su fortuna está hecha,su gloria afianzada. Echáronle al punto un gri-llete al pie y se lo llevan al regimiento; lo hacenvolverse a derecha e izquierda, meter la baque-ta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acele-rar el paso, y le dan treinta palos: al otro díahizo el ejercicio un poco menos mal y no le die-ron más de veinte; al tercero recibe solamentediez, y sus camaradas le tuvieron por un por-tento.

Cándido, estupefacto, aún no podía enten-der bien de qué modo era un héroe. Un día deprimavera se le ocurrió irse a paseo, y siguió sucamino derecho, creyendo que era privilegio dela especie humana y de la especie animal, ser-virse de sus piernas a su antojo. No había an-dado dos leguas, cuando surgen otros cuatrohéroes de seis pies que lo alcanzan, lo atan y lollevan a un calabozo. Le preguntan jurídica-mente si prefería ser fustigado treinta y seis

veces por las baquetas de todo el regimiento, orecibir una vez sola doce balazos en la mollera.Inútilmente alegó que las voluntades eran li-bres y que no quería ni una cosa ni otra; fueforzoso que escogiera, y en virtud de la dádivade Dios que llaman libertad , se resolvió a pasartreinta y seis veces por las baquetas, y sufriódos tandas. Componíase el regimiento de dosmil hombres, lo cual hizo justamente cuatro milbaquetazos que de la nuca al trasero le descu-brieron músculos y nervios. Iban a proceder ala tercera tanda, cuando Cándido, no pudiendoaguantar más, pidió por favor que tuvieran labondad de levantarle la tapa de los sesos; ob-tiene ese favor, se le vendan los ojos, lo hacenhincar de rodillas. En ese momento pasa el reyde los búlgaros, se informa del delito del pa-ciente, y como este rey era hombre de grandesluces, por todo cuanto le dicen de Cándidocomprende que es éste un joven metafísico muyignorante en las cosas del mundo y le otorga elperdón con una clemencia que será muy loada

en todas las gacetas y en todos los siglos. Undiestro cirujano curó a Cándido con los emo-lientes que enseña Dioscórides. Un poco decutis tenía ya, y empezaba a poder andar,cuando dio el rey de los búlgaros batalla al delos ávaros.

III. De cómo se libró Cándido de los búlga-ros, y de lo que le sucedió

No había nada más hermoso, más diestro,más brillante, más bien ordenado que ambosejércitos: las trompetas, los pífanos, los oboes,los tambores, y los cañones formaban tal armo-nía cual nunca hubo en los infiernos. Primera-mente, los cañones derribaron unos seis milhombres de cada parte, después la fusileríabarrió del mejor de los mundos unos nueve odiez mil bribones que infectaban su superficiey, por último, la bayoneta fue la razón suficien-te de la muerte de otros cuantos miles. Todo

ello podía sumar cosa de treinta millares. Cán-dido, que temblaba como un filósofo, se escon-dió lo mejor que pudo durante esta heroicacarnicería.

En fin, mientras ambos reyes hacían cantarun Te Deum , cada uno en su campo, se resolviónuestro héroe ir a discurrir a otra parte sobrelos efectos y las causas. Pasó por encima demuertos y moribundos hacinados y llegó a unlugar inmediato; estaba hecho cenizas; era unaaldea ávara que, conforme a las leyes de dere-cho público, habían incendiado los búlgaros;aquí unos ancianos acribillados de heridas con-templaban morir a sus esposas degolladas, conlos niños apretados a sus pechos ensangrenta-dos. Más allá, exhalaban el postrer suspiro mu-chachas destripadas, después de haber saciadolos deseos naturales de algunos héroes; otras,medio tostadas, clamaban por que las acabarande matar; la tierra estaba sembrada de sesos allado de brazos y piernas cortadas.

Cándido huyó a toda prisa a otra aldea quepertenecía a los búlgaros, y que había sidoigualmente tratada por los héroes ávaros. Alfin, caminando sin cesar por cima de miembrospalpitantes, o atravesando ruinas, salió del tea-tro de la guerra, con algunas cortas provisionesen la mochila y sin olvidar nunca a Cunegunda.Al llegar a Holanda se le acabaron las provisio-nes; mas habiendo oído decir que la gente eramuy rica en este país y que eran cristianos, nole quedó duda de que le darían tan buen tratocomo el que le dieron en el castillo del señorbarón, antes que lo echaran a causa de los be-llos ojos de la señorita Cunegunda.

Pidió limosna a muchos sujetos graves; to-dos le dijeron que si seguía en aquel oficio loencerrarían en una casa de corrección para en-señarle a vivir. Dirigióse luego a un hombreque acababa de hablar una hora seguida en unacrecida asamblea sobre la caridad, y el orador,mirándole de reojo, le dijo: ¿A qué vienes aquí?¿Estás por la buena causa? No hay efecto sin

causa, respondió modestamente Cándido; todoestá encadenado necesariamente y ordenadopara lo mejor; ha sido menester que me echarande casa de la señorita Cunegunda y que medieran carreras de baquetas, y es menester quemendigue el pan hasta que lo pueda ganar;nada de esto podía ser de otra manera. Amigui-to, le dijo el orador, ¿crees que el Papa es elanticristo? Nunca lo había oído, respondióCándido; pero séalo o no, yo no tengo pan quecomer. Ni lo mereces, replicó el otro; anda, bri-bón, anda, miserable, y que no te vuelva a veren mi vida. Asomóse en esto a la ventana lamujer del ministro, y viendo a uno que dudabade que el Papa fuera el anticristo, le tiró a lacabeza un vaso lleno de... ¡Oh cielos, a qué ex-cesos se entregan las damas por celo religioso!

Uno que no había sido bautizado, un buenanabaptista, llamado Jacobo, testigo de la cruel-dad y la ignominia con que trataban a uno desus hermanos, a un ser bípedo y sin plumas,que tenía alma, lo llevó a su casa, lo limpió, le

dio pan y cerveza y dos florines, y además qui-so enseñarle a trabajar en su fábrica de tejidosde Persia que se hacen en Holanda. Cándido,arrodillándose casi a sus plantas, clamaba: Biendecía el maestro Pangloss, que todo era paramejor en este mundo, porque infinitamentemás me conmueve la mucha generosidad deusted que la inhumanidad de aquel señor decapa negra y de su señora mujer.

Yendo al otro día de paseo se encontró conun mendigo cubierto de lepra, casi ciego, lapunta de la nariz carcomida, la boca torcida, losdientes ennegrecidos y el habla gangosa, ator-mentado por una violenta tos, y que a cadaesfuerzo escupía una muela.

IV. De qué modo encontró Cándido a sumaestro de filosofía, el doctor Pangloss, y delo que a éste le aconteció

Cándido, movido a piedad, más que ahorror, dio a este espantoso pordiosero los dos

florines que había recibido del honrado ana-baptista. Miróle de hito en hito la fantasma, yvertiendo lágrimas se le colgó al cuello. Cándi-do retrocedió asustado. ¡Ay!, dijo el infeliz alotro infeliz. Conque ¿no conoces a tu amadomaestro Pangloss? ¿Qué oigo? ¡Usted, mi ama-do maestro! ¡Usted, en tan horrible estado!¿Qué desdicha le ha sucedido? ¿Por qué no estáen el más hermoso de los castillos? ¿Qué se hahecho de la señorita Cunegunda, la perla de lasdoncellas, la obra maestra de la naturaleza? Nopuedo más, dijo Pangloss. Llevóle sin tardanzaCándido al establo del anabaptista, le dio unmendrugo de pan, y cuando Pangloss hubocobrado aliento, Cándido le preguntó: ¿qué esde Cunegunda? Ha muerto, respondió el otro.Desmayóse Cándido al oírlo y su amigo le vol-vió a la vida con un poco de mal vinagre queencontró fortuitamente en el pajar. Abrió Cán-dido los ojos y exclamó: ¡Cunegunda muerta!¡Ah, el mejor de los mundos!, ¿dónde estás?Pero ¿de qué enfermedad ha muerto? ¿Ha sido,

por ventura, la pesadumbre de verme echar apatadas del hermoso castillo de su padre? No,dijo Pangloss, unos soldados búlgaros la des-triparon después que la hubieron violado hastamás no poder; al señor barón, que quiso defen-derla, le rompieron la cabeza. La señora baro-nesa fue cortada en pedazos; mi pobre alumno,tratado lo mismo que su hermana; y en el casti-llo no ha quedado piedra sobre piedra, ni trojes,ni siquiera un carnero, ni un pato, ni un árbol;pero bien nos han vengado, porque los ávaroshan hecho lo mismo a una baronía vecina queera de un señor búlgaro.

Desmayóse otra vez Cándido al oír estalamentable historia; pero vuelto en sí, yhabiendo dicho cuanto tenía que decir, se in-formó de la causa y del efecto y de la razónsuficiente que había puesto a Pangloss en tanlastimoso estado. ¡Ay!, dijo el otro, es el amor:el amor, el consolador del género humano, elconservador del universo, el alma de todos losseres sensibles, el tierno amor. ¡Ah!, dijo Cán-

dido, yo he conocido ese amor, he conocido aese árbitro de los corazones, a esa alma denuestra alma; tan sólo me ha valido un beso yveinte patadas en el trasero. ¿Cómo tan bellacausa ha podido producir en usted tan abomi-nable efecto?

Pangloss respondió en los términos si-guientes: Ya conociste, amado Cándido, a Pa-quita, esa linda doncella de nuestra augustabaronesa; en sus brazos gocé las delicias delparaíso, que han producido los tormentos delinfierno que ahora me consumen: estaba infes-tada por ellos, quizás haya muerto por ellos.Paquita debió este don a un franciscano ins-truidísimo, que había averiguado el origen desu achaque: se lo había dado una vieja condesa,la cual lo había recibido de un capitán de caba-llería que lo hubo de una marquesa, a quien selo dio un paje, que lo cogió de un jesuita, elcual, siendo novicio, lo había recibido en línearecta de uno de los compañeros de Cristóbal

Colón. Yo, por mí, no se lo daré a nadie, porquehe de morir muy pronto.

¡Oh Pangloss, exclamó Cándido, qué extra-ña genealogía! ¿Fue acaso el diablo su funda-dor? En modo alguno, replicó aquel varón emi-nente, era algo indispensable en el mejor de losmundos, un ingrediente necesario; pues si Co-lón no hubiera atrapado en una isla de Américaesta enfermedad que envenena el manantial dela generación, y que a menudo hasta llega aimpedirla, y que manifiestamente se opone algran objetivo de la naturaleza, no tendríamoschocolate ni cochinilla, y se ha de notar quehasta el día de hoy, en nuestro continente, estadolencia nos es peculiar, no menos que la teo-logía escolástica. Todavía no se ha introducidoen Turquía, en la India, en Persia, en China, enSiam ni en el Japón; pero hay razón suficientepara que allí la padezcan dentro de algunossiglos. Mientras tanto, ha hecho maravillososprogresos entre nosotros, especialmente en losgrandes ejércitos, que constan de honrados

mercenarios muy bien educados, los cualesdeciden la suerte de los países; y se puedeafirmar con certeza que cuando pelean treintamil hombres en una batalla campal contra unejército igualmente numeroso, hay cerca deveinte mil galicosos por una y otra parte.

Es algo portentoso, dijo Cándido; pero us-ted debe tratar de curarse. Y ¿cómo me he cu-rar, amiguito, dijo Pangloss, si no tengo unochavo, y en todo este vasto globo a nadie san-gran ni le administran una lavativa sin que pa-gue o sin que alguien pague por él?

Estas últimas razones determinaron a Cán-dido; fue a echarse a los pies de su caritativoanabaptista Jacobo, a quien pintó tan tierna-mente la situación a que se veía reducido suamigo, que el buen hombre no vaciló en hospe-dar al doctor Pangloss y en hacerlo curar a sucosta. La curación no costó a Pangloss más queun ojo y una oreja. Como sabía escribir y contara la perfección, el anabaptista lo hizo su tene-dor de libros. Viéndose precisado al cabo de

dos meses a ir a Lisboa para asuntos de su co-mercio, se embarcó con sus dos filósofos. Pan-gloss le explicaba de qué modo todas las cosasse arreglaban a la perfección. Jacobo no era desu parecer. Fuerza es, decía, que los hombreshayan estragado en algo la naturaleza, porqueno nacieron lobos y se han convertido en lobos.Dios no les dio ni cañones de veinticuatro nibayonetas, y ellos, para destruirse, han fragua-do bayonetas y cañones. También podría men-tar las quiebras y la justicia que embarga losbienes de los fallidos para frustrar a los acree-dores. Todo eso era indispensable, replicaba eldoctor tuerto, y de los males individuales secompone el bien general; de suerte que cuantomás males individuales hay, mejor está el todo.Mientras argumentaba, se oscureció el cielo,soplaron los vientos de los cuatro ángulos delmundo, y a vista del puerto de Lisboa fue em-bestido el navío por la tormenta más horrorosa.

V. Tormenta, naufragio, terremoto, y lo quele sucedió al doctor Pangloss, a Cándido y aJacobo el anabaptista

La mitad de los pasajeros, afligidos y su-friendo esas inconcebibles angustias que el ba-lanceo de un barco produce en los nervios y entodos los humores del cuerpo, agitados, en di-recciones opuestas, no tenían siquiera fuerzaspara inquietarse por el peligro. La otra mitadgritaba y rezaba; las velas estaban rasgadas, losmástiles rotos y abierta la nave; quien podíatrabajaba, nadie escuchaba, nadie mandaba.Algo ayudaba a la faena el anabaptista, queestaba sobre el combés, cuando un furioso ma-rinero le pega un rudo empellón y lo derribasobre las tablas; pero fue tal el esfuerzo quehizo al empujarlo que se cayó de cabeza fueradel navío y quedó colgado y agarrado de unaporción del mástil roto. Acudió el buen Jacoboa socorrerlo y lo ayudó a subir; pero con la

fuerza que para ello hizo, se cayó en el mar avista del marinero, que lo dejó ahogarse sindignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a subienhechor que reaparece un instante y se hun-de para siempre; quiere tirarse tras él al mar;pero lo detiene el filósofo Pangloss, demos-trándole que la bahía de Lisboa ha sido hechaexpresamente para que en ella se ahogara elanabaptista. Probándolo estaba a priori , cuandose abrió el navío, y todos perecieron, menosPangloss, Cándido y el brutal marinero quehabía ahogado al virtuoso anabaptista; el bri-bón llegó nadando hasta la orilla, adonde Cán-dido y Pangloss fueron arrastrados sobre unatabla.

Así que se recobran un poco del susto y delcansancio, se encaminaron a Lisboa. Llevabanalgún dinero, con el cual esperaban librarse delhambre, después de haberse zafado de la tor-menta.

Apenas pusieron los pies en la ciudad, la-mentándose de la muerte de su bienhechor, el

mar hirviente embistió el puerto y arrebatócuantos navíos se hallaban en él anclados; ca-lles y plazas se cubrieron de torbellinos, de lla-mas y cenizas; hundíanse las casas, caíanse lostechos sobre los cimientos, y los cimientos sedispersaban, y treinta mil moradores de todasedades y sexos eran sepultados entre ruinas. Elmarinero, tarareando y blasfemando, decía:Algo ganaremos con esto. ¿Cuál puede ser larazón suficiente de este fenómeno?, decía Pan-gloss; y Cándido exclamaba: Éste es el día deljuicio final. El marinero corrió sin detenerse enmedio de las ruinas, arrostrando la muerte parabuscar dinero; con el dinero encontrado se fue aemborrachar, y después de haber dormido suborrachera compra los favores de la primeraprostituta de buena voluntad que encuentra enmedio de las ruinas de los desplomados edifi-cios y entre los moribundos y los cadáveres.Pangloss, sin embargo, le tiraba de la casaca,diciéndole: Amigo, eso no está bien; eso es pe-car contra la razón universal; ahora no es oca-

sión de holgarse. ¡Por vida del Padre Eterno!,respondió el otro, soy marinero y nacido enBatavia; cuatro veces he pisado el crucifijo encuatro viajes que tengo hechos al Japón. ¡Puesno vienes mal ahora con tu razón universal!

Cándido, que la caída de unas piedrashabía herido, tendido en mitad de la calle ycubierto de ruinas, clamaba a Pangloss: ¡Ay!Tráigame usted un poco de vino y aceite, queme muero. Este temblor de tierra, respondióPangloss, no es cosa nueva: el mismo azote su-frió Lima años pasados; las mismas causas pro-ducen los mismos efectos; sin duda hay unaveta subterránea de azufre que va de Lisboa aLima. Nada es tan probable, dijo Cándido, pe-ro, por Dios, un poco de aceite y vino. ¿Cómoprobable?, replicó el filósofo, sostengo que estádemostrado. Cándido perdió el sentido, y Pan-gloss le llevó un trago de agua de una fuentevecina.

Al día siguiente, metiéndose por entre losescombros, encontraron algunos alimentos y

recobraron un poco sus fuerzas. Después traba-jaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a loshabitantes que habían escapado de la muerte.Algunos vecinos socorridos por ellos, les dieronla mejor comida que en tamaño desastre se po-día esperar: verdad que fue muy triste el ban-quete; los convidados bañaban el pan con suslágrimas, pero Pangloss los consolaba afirman-do que no podían suceder las cosas de otra ma-nera, porque todo esto, decía, es conforme a lomejor; porque si hay un volcán en Lisboa, nopodía estar en otra parte; porque es imposibleque las cosas dejen de estar donde están, puestodo está bien.

Un hombrecito vestido de negro, familiarde la Inquisición, que junto a él estaba sentado,tomó cortésmente la palabra: Sin duda, caballe-ro, no cree usted en el pecado original, porquesi todo es para mejor, no ha habido caída nicastigo.

Perdóneme su excelencia, le respondió conmás cortesía Pangloss, porque la caída del hom-

bre y su maldición entran necesariamente en elmejor de los mundos posibles. Por lo tanto ¿es-te caballero no cree que seamos libres?, dijo elfamiliar de la Inquisición. Otra vez ha de per-donar su excelencia, replicó Pangloss, la liber-tad puede subsistir con la necesidad absoluta;porque era necesario que fuéramos libres; por-que finalmente la voluntad determinada... Enmedio de la frase estaba Pangloss, cuando hizoel familiar una seña a su secretario que le es-canciaba vino de Porto o de Oporto.

VI. De cómo se hizo un magnífico auto defe para impedir los terremotos y de los dos-cientos azotes que pegaron a Cándido

Pasado el terremoto que había destruidolas tres cuartas partes de Lisboa, los sabios delpaís no encontraron un medio más eficaz paraprevenir una total ruina que ofrecer al puebloun magnífico auto de fe. La Universidad deCoimbra decidió que el espectáculo de unas

cuantas personas quemadas a fuego lento contoda solemnidad es infalible secreto para impe-dir que la tierra tiemble.

Con este objeto se había apresado a un viz-caíno, convicto de haberse casado con su co-madre, y a dos portugueses que al comer unpollo le habían sacado la grasa: después de lacomida se llevaron atados al doctor Pangloss ya su discípulo, a uno por haber hablado, y alotro por haber escuchado con aire de aproba-ción. Pusiéronlos separados en unos aposentosmuy frescos, donde nunca incomodaba el sol, yde allí a ocho días los vistieron con un sambeni-to y les engalanaron la cabeza con unas mitrasde papel: la coraza y el sambenito de Cándidollevaban llamas boca abajo y diablos sin garrasni rabos; pero los diablos de Pangloss teníanrabo y garras, y las llamas ardían hacia arriba.Así vestidos salieron en procesión, y oyeron unsermón muy patético, al cual se siguió una be-llísima salmodia. Cándido, mientras duró lamúsica, fue azotado a compás, el vizcaíno y los

dos que no habían querido comer la grasa delpollo fueron quemados y Pangloss fue ahorca-do, aun cuando ésa no era la costumbre. Aquelmismo día la tierra tembló de nuevo con unestruendo espantoso.

Cándido, aterrado, sobrecogido, desespe-rado, ensangrentado, se decía: Si éste es el me-jor de los mundos posibles, ¿cómo serán losotros? Vaya con Dios, si no hubieran hecho másque azotarme; ya lo habían hecho los búlgaros.Pero tú, querido Pangloss, el más grande de losfilósofos, ¿era necesario verte ahorcar sin saberpor qué? ¡Oh, mi amado anabaptista, el mejorde los hombres! ¿Era necesario que te ahogarasen el puerto? ¡Oh, señorita Cunegunda, perlade las doncellas! ¿Era necesario que te abrieranel vientre? ¿Por qué te han sacado el redaño?

Volvíase a su casa, sin poder tenerse en pie,predicado, azotado, absuelto y bendito, cuandose le acercó una vieja que le dijo: Hijo mío,¡ánimo y sígueme!

VII. De cómo una vieja cuidó a Cándido yde cómo éste encontró a la que amaba

No cobró ánimo Cándido, pero siguió a lavieja a una casucha, donde le dio su conductoraun pote de pomada para untarse y le dejó decomer y de beber; luego le enseñó una camitamuy aseada; junto a la camita había un vestidocompleto. Come, hijo, bebe y duerme, le dijo yque Nuestra Señora de Atocha, el señor SanAntonio de Padua y el señor Santiago de Com-postela te asistan; mañana volveré. Cándido,asombrado de cuanto había visto y padecido, ymás aun de la caridad de la vieja, quiso besarlela mano. No es mi mano la que has de besar, ledijo la vieja; mañana volveré. Úntate con lapomada, come y duerme.

Cándido comió y durmió, no obstante susmuchas desventuras. Al día siguiente le trae lavieja de almorzar, le observa la espalda, se larestriega con otra pomada y luego le trae de

comer; a la noche vuelve y le trae de cenar. Altercer día fue la misma ceremonia. ¿Quién esusted?, le decía Cándido; ¿quién le ha inspiradotanta bondad? ¿Cómo puedo agradecerle? Labuena mujer no respondía, pero volvió aquellanoche y no trajo de cenar. Ven conmigo, le dijoy no chistes; diciendo esto cogió a Cándido delbrazo y echó a andar con él por el campo.Hacen medio cuarto de legua aproximadamen-te y llegan a una casa, cercada de canales y jar-dines. Llama la vieja a un postigo, abren y llevaa Cándido por una escalera secreta a un gabine-te dorado, le deja sobre un canapé de terciope-lo, cierra la puerta y se marcha. Cándido creíasoñar, y miraba su vida entera como un sueñofunesto y el momento presente como un sueñodelicioso.

Pronto volvió la vieja, sustentando con difi-cultad del brazo a una trémula mujer, de majes-tuosa estatura, cubierta de piedras preciosas ycubierta con un velo. Alza ese velo, dijo a Cán-dido la vieja. Arrímase el mozo y alza con ma-

no tímida el velo. ¡Qué instante! ¡Qué sorpresa!Cree estar viendo a la señorita Cunegunda, yasí era. Fáltale el aliento, no puede articularpalabra y cae a sus pies. Cunegunda se dejacaer sobre el canapé; la vieja los inunda convinagre aromático; vuelven en sí, se hablan;primero son palabras entrecortadas, preguntasy respuestas que se cruzan, suspiros, lágrimas,gritos. La vieja, recomendándoles que haganmenos bulla, los deja libres. ¡Conque es usted!,dice Cándido. ¡Conque usted vive y yo la en-cuentro en Portugal! ¿No ha sido, pues, viola-da? ¿No le han abierto el vientre, como mehabía asegurado el filósofo Pangloss? Sí, replicóla hermosa Cunegunda, pero no siempre sonmortales esos accidentes. ¿Y mataron a su pa-dre y a su madre? Por desgracia, respondióllorando Cunegunda. ¿Y su hermano? Tambiénmataron a mi hermano. Pues ¿por qué está us-ted en Portugal? ¿Cómo ha sabido que tambiényo lo estaba? ¿Por qué me ha hecho venir a estacasa? Se lo diré, replicó la dama; pero antes es

necesario que usted me cuente todo aquelloque le ha sucedido desde el inocente beso queme dio y las patadas con que se lo hicieron pa-gar.

Obedeció Cándido con profundo respeto, ycomo estaba confuso, tenía débil y trémula lavoz, y aunque aún le dolía no poco el espinazo,contó con la mayor ingenuidad todo lo quehabía padecido desde el momento de su sepa-ración. Alzaba Cunegunda los ojos al cielo; llo-raba tiernas lágrimas por la muerte del buenanabaptista y de Pangloss; habló después comosigue a Cándido, quien no perdía una palabra yse la devoraba con los ojos.

VIII. Historia de Cunegunda

Dormía profundamente en mi cama, cuan-do plugo al cielo que entraron los búlgaros ennuestro hermoso Castillo de Thunder-ten-tronckh; degollaron a mi padre y a mi hermanoe hicieron tajadas a mi madre. Un búlgaro, de

seis pies de altura, viendo que me había des-mayado con esta escena, se puso a violarme;con lo cual volví en mí, y empecé a debatirme, amorderlo, arañarlo y a intentar sacarle los ojos,no sabiendo que era cosa de estilo cuanto suce-día en el castillo de mi padre: pero el belitre medio una cuchillada en el costado izquierdo, dela cual conservo todavía la señal. ¡Ah! Esperoverla, dijo el ingenuo Cándido. Ya la verá us-ted, dijo Cunegunda; pero continuemos. Conti-núe usted, dijo Cándido.

Cunegunda volvió a tomar el hilo de suhistoria: Entró un capitán búlgaro; me vio llenade sangre, debajo del soldado, que no se inco-modaba. El capitán se indignó por el poco res-peto que le demostraba ese bárbaro y lo matósobre mi cuerpo; hízome luego vendar la heriday me llevó prisionera de guerra a su guarnición.Allí lavaba las pocas camisas que él tenía y leguisaba la comida; él decía que era muy bonitay también he de confesar que era muy lindomozo, que tenía la piel suave y blanca, pero

poco entendimiento y menos filosofía; prontose echaba de ver que no lo había educado eldoctor Pangloss. Al cabo de tres meses perdiótodo su dinero y, harto de mí, me vendió a unjudío llamado don Isacar, que comerciaba enHolanda y en Portugal y amaba apasionada-mente a las mujeres. Prendóse mucho de mí eltal judío; pero nada pudo conseguir, que me heresistido a él mejor que al soldado búlgaro;porque una mujer decente bien puede ser vio-lada una vez; pero eso mismo fortalece su vir-tud. El judío, para domesticarme, me ha traídoa la casa de campo que usted ve. Hasta ahorahabía creído que no había nada en la tierra máshermoso que el castillo de Thunder-ten-tronckh, pero he salido de mi error.

El gran inquisidor me vio un día en misa;no me quitó los ojos de encima y me hizo decirque tenía que hablar de un asunto secreto. Lle-váronme a su palacio y yo le dije quiénes eranmis padres. Representóme entonces cuán in-digno de mi jerarquía era pertenecer a un israe-

lita. Su Ilustrísima propuso a don Isacar que lehiciera cesión de mí, y éste, que es banquero depalacio y hombre de mucho poder, no quisoconsentirlo. El inquisidor le amenazó con unauto de fe. Al fin atemorizóse mi judío e hizoun ajuste en virtud del cual la casa y yo habíande ser de ambos en condominio; el judío se re-servó los lunes, los miércoles, y los sábados, yel inquisidor los demás días de la semana. Seismeses ha que subsiste este convenio, aunque nosin frecuentes contiendas, porque muchas veceshan disputado sobre si la noche de sábado adomingo pertenecía a la ley antigua o a la nue-va. Hasta ahora me he resistido a los dos; y poreste motivo pienso que me quieren tanto.

Finalmente, por conjurar la plaga de los te-rremotos e intimidar a don Isacar, le plugo alilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto defe. Honróme convidándome a la fiesta; me die-ron uno de los mejores asientos, y se sirvieronrefrescos a las señoras en el intervalo de la misay la ejecución. Confieso que estaba sobrecogida

de horror al ver quemar a los dos judíos y alhonrado vizcaíno casado con su comadre; pero¡cuál no fue mi sorpresa, mi espanto, mi turba-ción cuando vi cubierto por un sambenito ybajo una mitra un rostro parecido al de Pan-gloss! Restreguéme los ojos, miré con atención,le vi ahorcar y me desmayé. Apenas había vuel-to en mí, cuando le vi a usted desnudo; allí mihorror, mi consternación, mi desconsuelo y midesesperación. La piel de usted, lo digo de ve-ras, es más blanca y más encarnada que la demi capitán de búlgaros, y eso redobló los sen-timientos que me abrumaban, que me devora-ban. Iba a decir a gritos: Deteneos, bárbaros;pero me faltó la voz, y habría sido inútil. Mien-tras azotaban a usted, yo me decía: ¿Cómo esposible que se encuentren en Lisboa el amableCándido y el sabio Pangloss, uno para recibirdoscientos azotes y el otro para ser ahorcadopor orden del ilustrísimo señor inquisidor quetanto me ama? ¡Qué cruelmente me engañaba

Pangloss cuando me decía que todo es perfectoen el mundo!

Agitada, desesperada, fuera de mí unas ve-ces y muriéndome otras de pesar, pensaba en lamatanza de mi padre, mi madre y mi hermano,en la insolencia de aquel soez soldado búlgaroque me dio una cuchillada, en mi oficio de la-vandera y cocinera, en mi capitán búlgaro, enmi ruin don Isacar, en mi abominable inquisi-dor, en el ahorcamiento del doctor Pangloss, enese gran miserere con salmodias durante el cualle dieron a usted doscientos azotes y sobre todoen el beso que di a usted detrás del biombo laúltima vez que nos vimos. Agradecí a Dios quenos volvía a reunir por medio de tantas prue-bas, y encargué a mi criada vieja que cuidara deusted y me le trajera cuando fuese posible. Hadesempeñado muy bien mi encargo y he disfru-tado el imponderable gusto de ver a usted nue-vamente, de oírle, de hablarle. Debe de tener unhambre devoradora; yo también tengo apetito;empecemos por cenar.

Sentáronse, pues, ambos a la mesa, y des-pués de cenar volvieron al hermoso canapé deque ya he hablado. Sobre él estaban, cuandollegó el signor don Isacar, uno de los amos decasa; que era sábado y venía a gozar de susderechos y a explicar su tierno amor.

IX. Qué fue de Cunegunda, de Cándido,del Gran Inquisidor y de un judío

Isacar era el hebreo más colérico que sehaya visto en Israel desde la cautividad de Ba-bilonia. ¿Qué es esto, dijo, perra galilea? ¿Con-que no te basta con el señor inquisidor? ¿Tam-bién ese pícaro debe compartirte? Al decir estosaca un largo puñal que siempre llevaba en elcinto, y creyendo que su contrario no traía ar-mas, se lanza sobre él. Pero la vieja había dadoa nuestro buen westfaliano una espada con elvestido completo de que hablamos; desenvai-nóla Cándido, a pesar de su mansedumbre, y

mató al israelita, que cayó a los pies de la bellaCunegunda.

¡Virgen Santísima!, exclamó ésta; ¿qué seráde nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Siviene la justicia, estamos perdidos. Si no hubie-ran ahorcado a Pangloss, dijo Cándido, él nosdaría un consejo en este apuro, porque era granfilósofo, pero, a falta de Pangloss, consultemosa la vieja. Era ésta muy discreta, y empezaba adar su parecer, cuando abrieron otra puerteci-lla. Era la una de la madrugada; había ya prin-cipiado el domingo, día que pertenecía al graninquisidor. Al entrar éste ve al azotado Cándi-do con la espada en la mano, un muerto en elsuelo, Cunegunda, asustada y la vieja dandoconsejos.

En este instante se le ocurrieron a Cándidolas siguientes ideas y discurrió así: Si pido auxi-lio, este santo varón me hará quemar infalible-mente, y otro tanto podrá hacer a Cunegunda;me ha hecho azotar sin misericordia, es mi rivaly yo estoy en vena de matar: no hay que dete-

nerse. Este discurso fue tan bien hilado comopronto, y sin dar tiempo a que se recobrase elinquisidor de su sorpresa, lo atravesó de partea parte de una estocada, y lo dejó tendido juntoal israelita. Buena la tenemos, dijo Cunegunda;ya no hay remisión: estamos excomulgados yha llegado nuestra última hora. ¿Cómo hahecho usted, siendo de tan mansa condición,para matar en dos minutos a un prelado y a unjudío? Hermosa señorita, respondió Cándido,cuando uno está enamorado, celoso y azotadopor la Inquisición, no sabe lo que hace.

Rompió entonces la vieja el silencio, y dijo:En la caballeriza hay tres caballos andalucescon sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzadoCándido; esta señora tiene doblones y diaman-tes, montemos a caballo y vamos a Cádiz, aun-que yo sólo puedo sentarme sobre una nalga. Eltiempo está hermosísimo y da contento viajarcon el fresco de la noche.

Cándido ensilló volando los tres caballos, yCunegunda, él y la vieja anduvieron dieciséis

leguas sin parar. Mientras iban andando, vino ala casa de Cunegunda la Santa Hermandad,enterraron a Su Ilustrísima en una suntuosaiglesia y a Isacar lo tiraron a un muladar.

Ya estaban Cándido, Cunegunda y la viejaen la aldea de Aracena, en mitad de los montesde Sierra Morena, y decían lo que sigue en unmesón.

X. De la triste situación en que Cándido,Cunegunda y la vieja llegaron a Cádiz y decómo se embarcaron para América

¿Quién me habrá robado mis doblones ymis diamantes?, decía llorando Cunegunda;¿cómo hemos de vivir? ¿Qué hemos de hacer?¿Dónde he de hallar inquisidores y judíos queme den otros? ¡Ay!, dijo la vieja, mucho mesospecho de un reverendo padre franciscanoque ayer durmió en Badajoz en nuestra posada.Líbreme Dios de hacer juicios temerarios; perodos veces entró en nuestro cuarto y se fue mu-

cho antes que nosotros. ¡Ah!, dijo Cándido,muchas veces me ha probado el buen Panglossque los bienes de la tierra son comunes a todosy que cada uno tiene igual derecho a su pose-sión. Conforme a estos principios, el francisca-no nos había de haber dejado con qué acabarnuestro camino. ¿Conque nada te queda, her-mosa Cunegunda? Ni un maravedí, respondióésta. ¿Y qué haremos?, exclamó Cándido. Ven-damos uno de los caballos, dijo la vieja; yomontaré a la grupa del de la Señorita, aunquesólo puedo tenerme sobre una nalga, y así lle-garemos a Cádiz.

En el mismo mesón había un prior de losbenedictinos, que compró barato el caballo.Cándido, Cunegunda y la vieja atravesaronLucena, Chilla, Lebrija, y llegaron por fin a Cá-diz, donde estaban equipando una escuadrapara poner en razón a los reverendos padresjesuitas del Paraguay, que habían excitado auna de sus rancherías de indios contra los reyesde España y Portugal, cerca de la colonia del

Sacramento. Cándido, que había servido en latropa búlgara, hizo el ejercicio a la búlgara contanto donaire, ligereza, maña, agilidad y des-embarazo, ante el general del pequeño ejército,que éste le dio el mando de una compañía deinfantería. Helo, pues, capitán; con esta gradua-ción se embarcó en compañía de su señoritaCunegunda, de la vieja, de dos criados y de losdos caballos andaluces que habían pertenecidoal Gran Inquisidor de Portugal.

Durante todo el viaje discurrieron larga-mente sobre la filosofía del pobre Pangloss.Vamos a otro mundo, decía Cándido, y es en él,sin duda, donde todo está bien; porque debe-mos confesar que este nuestro mundo tiene susdefectillos físicos y morales. Te quiero con todami alma, decía Cunegunda; pero todavía llevoel corazón traspasado con lo que he visto y pa-decido. Todo irá bien, replicó Cándido; ya elmar de este nuevo mundo vale más que nues-tros mares de Europa; es más tranquilo y losvientos son más constantes; no cabe duda de

que el Nuevo Mundo es el mejor de los mundosposibles. ¡Dios lo quiera!, dijo Cunegunda; perotan horrendas catástrofes he sufrido en el mío,que apenas si me queda en el corazón resquiciode esperanza. Ustedes se quejan, les dijo la vie-ja; pues sepan que no han pasado por infortu-nios como los míos. Sonrióse Cunegunda deldisparate de la buena mujer, que se alababa deser más desgraciada que ella. ¡Ay!, le dijo, amenos que usted haya sido violada por dosbúlgaros, que le hayan dado dos cuchilladas enel vientre, que hayan demolido dos de sus cas-tillos, que hayan degollado en su presencia ados padres y a dos madres y que haya visto ados de sus amantes azotados en un auto de fe,no sé cómo pueda ganarme; sin contar que henacido baronesa con setenta y dos cuarteles enmi escudo de armas y después he descendido acocinera. Señorita, replicó la vieja, usted nosabe cuál ha sido mi cuna; y si le enseñara mitrasero, no hablaría del modo que habla y sus-pendería su juicio. Este discurso provocó una

gran curiosidad en Cándido y Cunegunda; lavieja la satisfizo con las palabras siguientes.

XI. Historia de la vieja

No siempre he tenido los ojos legañosos yribeteados de escarlata; no siempre la nariz meha tocado el mentón, ni he sido siempre frego-na. Soy hija del papa Urbano X y de la princesade Palestrina.40 Hasta que tuve catorce añosme criaron en un palacio, al cual no hubieranpodido servir de caballeriza todos los castillosde vuestros barones tudescos, y era más ricouno de mis trajes que todas las magnificenciasde la Westfalia. Crecía en gracia, en talento ybeldad, en medio de placeres, respetos y espe-ranzas, y ya inspiraba amor. Formábase mi pe-cho; pero, ¡qué pecho! Blanco, firme, talladocomo el de la Venus de Médicis; ¡y qué ojos!¡Qué párpados! ¡Qué negras cejas! ¡Qué llamassalían de mis pupilas y borraban el centelleo delos astros, según decían los poetas del barrio!

Las doncellas que me desnudaban y me vestíanse quedaban absortas cuando me contemplabanpor detrás y por delante, y todos los hombreshubieran querido estar en su lugar.

Celebráronse mis desposorios con un prín-cipe soberano de Masa Carrara. Dios mío, ¡quépríncipe! Tan hermoso como yo, lleno de dul-zura y atractivos, brillante el ingenio, ardientede amor: yo lo amaba como quien quiere porvez primera, con idolatría, con arrebato. Dispu-siéronse las bodas con pompa y magnificencianunca vistas: todo era fiestas, torneos, óperasbufas, y en toda Italia se hicieron sonetos en mielogio, de los cuales ni siquiera hubo uno pasa-ble. Ya rayaba la aurora de mi felicidad, cuandouna marquesa vieja, a quien había cortejado mipríncipe, lo convidó a tomar chocolate con ellay el desventurado murió al cabo de dos horas,presa de horribles convulsiones; pero esto esfriolera para lo que falta. Mi madre, desespera-da, pero mucho menos afligida que yo, quisoperder de vista por algún tiempo esta funesta

mansión. Teníamos una hacienda muy pingüeen las inmediaciones de Gaeta y nos embarca-mos para este puerto en una galera del país,dorada como el altar de San Pedro en Roma. Heaquí que un pirata de Salé nos da caza y nosaborda; nuestros soldados se defendieron comobuenos soldados del Papa: tiraron las armas yse hincaron de rodillas, pidiendo al pirata laabsolución in articulo mortis .

En breve los desnudaron como monos, y lomismo hicieron con mi madre, con nuestrasdoncellas, conmigo. Es portentosa la prestezacon que estos caballeros desnudan a la gente;pero lo que más me extrañó fue que a todos nosmetieron el dedo en un sitio donde nosotras, lasmujeres, no estamos acostumbradas a metersino cánulas. Parecióme muy rara esta ceremo-nia: así juzga de todo el que no ha salido de supaís; muy pronto supe que era para ver si enaquel sitio habíamos escondido algunos di-amantes; es una costumbre establecida detiempo inmemorial en las naciones civilizadas

que vigilan los mares; los religiosos caballerosde Malta nunca lo omiten cuando apresan aturcos y a turcas, porque es ley del derecho degentes que nunca ha sido derogada.

No diré si fue cosa dura para una jovenprincesa que la llevaran cautiva a Marruecoscon su madre; bien pueden ustedes figurarsecuanto padeceríamos en el navío pirata. Mimadre todavía era muy hermosa; nuestras ca-mareras, y hasta simples criadas, eran más lin-das que cuantas mujeres pueden hallarse entoda África; yo era un embeleso, la beldad, lagracia misma, y era doncella; pero no lo fuimucho tiempo, pues el capitán corsario me ro-bó la flor que estaba destinada al hermoso prín-cipe de Masa Carrara. Tratábase de un negroabominable, que creía que me honraba con suscaricias. Sin duda la princesa de Palestrina y yodebíamos de ser muy robustas cuando resisti-mos a todo cuanto pasamos hasta llegar a Ma-rruecos. Pero, ¡adelante!, son cosas tan comu-nes, que no merecen mentarse siquiera.

Cuando llegamos corrían ríos de sangrepor Marruecos; cada uno de los cincuenta hijosdel emperador Muley-Ismael tenía su partido,lo que producía cincuenta guerras civiles denegros contra negros, de negros contra moros,de moros contra moros, de mulatos contra mu-latos, y todo el ámbito del imperio era una con-tinua carnicería.

Apenas hubimos desembarcado, acudieronunos negros de una facción enemiga de la demi pirata para quitarle el botín. Después deloro y los diamantes, la cosa de más precio quehabía éramos nosotras, y presencié un combatecomo nunca se ve en nuestros climas europeos,porque los pueblos septentrionales no tienen lasangre tan ardiente, ni es en ellos la pasión porlas mujeres lo que es entre africanos. Parece quelos europeos tienen leche en las venas; vitriolo,fuego, parece correr por las de los habitantesdel monte Atlante y de los países vecinos. Pe-learon con la furia de los leones, los tigres y lassierpes de la comarca para saber quién había de

ser nuestro dueño. Agarró un moro a mi madrepor el brazo derecho, el asistente de mi capitánretúvola por el izquierdo; un soldado moro lacogió de una pierna y uno de nuestros piratasse asía de la otra, y casi todas nuestras donce-llas se encontraron en un momento tiradas porcuatro soldados. Mi capitán se había puestodelante de mí, y blandiendo la cimitarra dabamuerte a cuantos se oponían a su furor. Final-mente, vi a todas nuestras italianas y a mi ma-dre desgarradas, acribilladas de heridas yhechas pedazos; mis compañeros cautivos,aquellos que los habían cautivado, soldados,marineros, negros, moros, blancos, mulatos, ymi capitán por último, todos murieron, y yoquedé agonizando sobre un montón de cadáve-res. Las mismas escenas se repetían, como essabido, en un espacio de más de trescientasleguas, sin que nadie faltase a las cinco oracio-nes diarias que ordena Mahoma.

Zaféme con mucho trabajo de tanta multi-tud de sangrientos cadáveres amontonados, y

llegué arrastrándome al pie de un gran naranjoque había a orillas de un arroyo; allí caí, rendi-da del susto, del cansancio, del horror, de ladesesperación y del hambre. Muy pronto missentidos postrados se entregaron a un sueñoque más que sosiego era letargo. En este estadode insensibilidad y flaqueza estaba entre la viday la muerte, cuando me sentí comprimida poruna cosa que bullía sobre mi cuerpo; y abriendolos ojos vi a un hombre blanco y de buena tra-za, que suspirando decía entre dientes: Oh chesciagura d'essere senza cogl...

XII. Prosiguen las desgracias de la vieja

Atónita y alborozada de oír el idioma de mipatria y no menos sorprendida de las palabrasque decía aquel hombre, le respondí que mayo-res desgracias había que el desmán de que selamentaba, informándole en pocas palabras delos horrores que había sufrido; después de estovolví a desmayarme. Llevóme a una casa veci-

na, hizo que me metieran en la cama, y me di-eran de comer, me sirvió, me consoló, me hala-gó, me dijo que no había visto nunca en su vidacriatura más hermosa ni había sentido nuncamás que ahora la falta de aquello que nadiepodía devolverle. Nací en Nápoles, me dijo,donde castran todos los años a dos o tres milchiquillos; unos se mueren, otros adquierenmejor voz que las mujeres y otros van a gober-nar Estados. Me hicieron esta operación consuma felicidad, y he sido músico de la capillade la señora princesa de Palestrina. ¡De mi ma-dre!, exclamé. ¡De su madre!, exclamó llorando.¡Conque es usted aquella princesita que crié yohasta que tuvo seis años y daba muestras de sertan hermosa como es usted! Ésa misma soy, ymi madre está a cuatrocientos pasos de aquí,hecha tajadas, bajo un montón de cadáveres...

Contéle entonces cuanto me había sucedi-do, y él también me narró sus aventuras, y medijo que era ministro plenipotenciario de unapotencia cristiana ante el rey de Marruecos,

para firmar un tratado con este monarca, envirtud del cual se le suministrarían navíos, ca-ñones y pólvora para ayudarle a exterminar elcomercio de los demás cristianos. Ya he termi-nado mi misión, añadió el honrado eunuco, yme voy a embarcar a Ceuta, de donde la llevaréa usted a Italia. Ma che sciagura d'essere senzacogl...

Dile las gracias vertiendo tiernas lágrimas,y en vez de llevarme a Italia me condujo a Ar-gel, y me vendió al Dey. Apenas me había ven-dido, se manifestó en la ciudad con toda sufuria aquella peste que ha dado la vuelta porÁfrica, Europa y Asia. Señorita, usted ha vistotemblores de tierra; pero ¿ha padecido la peste?Nunca, respondió la baronesa.

Si la hubiera padecido confesaría usted quecon ella no tienen comparación los terremotos.Es muy frecuente en África, y yo la he padeci-do. Figúrese usted qué situación para la hija deun papa, de quince años de edad, que en el es-pacio de tres meses había sufrido pobreza y

esclavitud, había sido violada casi todos losdías, había visto hacer cuatro pedazos a su ma-dre, había padecido las plagas de la guerra ydel hambre y se moría de la peste en Argel.Verdad es que no morí; pero pereció mi eunu-co, el Dey y casi todo el serrallo.

Cuando calmó un poco la desolación de es-ta espantosa peste, vendieron a los esclavos delDey. Compróme un mercader que me llevó aTúnez, donde me vendió a otro mercader, elcual me revendió en Trípoli; de Trípoli me re-vendieron en Alejandría, de Alejandría en Es-mirna y de Esmirna en Constantinopla: al cabovine a parar a manos de un agá de los geníza-ros que en breve recibió orden de ir a defendera Azof contra los rusos, que la tenían sitiada.

El agá, hombre muy elegante, llevó consigoa todo su serrallo, y nos alojó en un fortín sobrela laguna Meótides, guardado por dos eunucosnegros y veinte soldados. Fueron muertos mi-llares de rusos, pero nos pagaron con creces:entraron en Azof a sangre y fuego y no se per-

donó edad ni sexo; sólo quedó nuestro fortín,que los enemigos quisieron tomar por hambre.Los veinte genízaros juraron no rendirse; losapuros del hambre a que se vieron reducidoslos forzaron a comerse a los dos eunucos por nofaltar al juramento, y al cabo de pocos días re-solvieron comerse a las mujeres.

Teníamos un imán, muy piadoso y caritati-vo, que les predicó un sermón elocuente, exhor-tándolos a que no nos mataran del todo. Cor-tad, dijo, una nalga a cada una de estas señoras,con la cual os regalaréis a vuestro paladar; si esmenester, les cortaréis la otra dentro de algunosdías: el cielo remunerará obra tan caritativa yrecibiréis socorro.

Como era tan elocuente, los persuadió ynos hicieron tan horrorosa operación. Púsonosel imán el mismo ungüento que se pone a lascriaturas recién circuncidadas: todas estábamosa punto de morir.

Apenas habían comido los genízaros la car-ne que nos habían quitado, desembarcaron los

rusos en unos barcos chatos, y no se escapó convida ni siquiera un genízaro: los rusos no tuvie-ron consideración por el estado en que noshallábamos. En todas partes se encuentran ciru-janos franceses; uno que era muy hábil nos to-mó a su cargo y nos curó, y toda mi vida recor-daré que, así que se cerraron mis llagas, merequirió de amores. Nos exhortó luego a tenerpaciencia, afirmándonos que lo mismo habíasucedido en otros muchos sitios y que era ésa laley de la guerra.

Luego que pudieron andar mis compañe-ras, las condujeron a Moscú, y yo cupe en suer-te a un boyardo que me hizo su hortelana y medaba veinte zurrazos diarios. Al cabo de dosaños fue descuartizado este señor, con unatreintena de boyardos, por no sé qué enredo depalacio; aprovechándome de la ocasión me es-capé, atravesé la Rusia entera y serví muchotiempo en los mesones, primero de Riga y lue-go de Rostock, de Vismar, de Lipsia, de Casel,de Utrech, de Leyden, de La Haya y de Roter-

dam. Así he envejecido en el oprobio y la mise-ria, con no más que la mitad del trasero, siem-pre acordándome de que era hija de un papa.Cien veces he querido suicidarme; mas me sen-tía con apego a la vida. Acaso esta ridícula fla-queza es una de nuestras propensiones másfunestas; ¿hay mayor necedad que empeñarseen llevar continuamente encima una carga quesiempre anhela uno tirar por tierra; horrorizar-se de su existencia y querer existir, acariciar laserpiente que nos devora hasta que nos hayacomido el corazón?

En los países a donde me ha llevado misuerte, y en los mesones donde he servido, hevisto infinita cantidad de personas que execra-ban su existencia; pero sólo he visto doce quepusieron fin voluntariamente a sus cuitas: tresnegros, cuatro ingleses, cuatro ginebrinos y unalemán llamado Robek. Al fin me tomó porcriada el judío don Isacar, y me llevó junto austed, hermosa señorita, donde sólo he pensa-do en su felicidad, interesándome más en sus

aventuras que en las mías; y nunca hubieramentado mis desgracias si no me hubiera ustedpicado un poco, y si no fuese costumbre de losque viajan contar cuentos para matar el tiempo.Señorita, tengo experiencia y sé lo que es elmundo; vaya usted preguntando a cada pasaje-ro, uno por uno, la historia de su vida, y mandeque me arrojen de cabeza al mar si encuentrauno solo que no haya maldecido cien veces dela existencia y que no se haya creído el másdesventurado de los mortales.

XIII. De cómo Cándido tuvo que separarsede la hermosa Cunegunda y de la vieja

Oída la historia de la vieja, la hermosa Cu-negunda la trató con toda la urbanidad y eldecoro que se merecía una persona de tan altajerarquía y de tanto mérito, y admitió su pro-puesta. Rogó a todos los pasajeros que le conta-ran sus aventuras, uno después de otro, y Cán-dido y ella confesaron que tenía razón la vieja.

¡Lástima es, decía Cándido, que hayan ahorca-do, contra lo que es práctica, al sabio Panglossen un auto de fe! Cosas maravillosas nos diríaacerca del mal físico y del mal moral que cu-bren mares y tierras, y yo me sentiría con valorpara hacerle algunas objeciones.

Mientras contaba cada uno su historia, ibaandando el navío, y al fin llegó a Buenos Aires.Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja sepresentaron ante el gobernador don Fernandode Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos ySouza, cuya arrogancia era propia de un hom-bre poseedor de tantos apellidos. Hablaba a losotros hombres con la más noble altivez, levan-tando la nariz y alzando implacablemente lavoz, en un tono tan imponente, afectando ade-manes tan orgullosos, que cuantos lo saludabansentían tentaciones de abofetearlo. Amaba fu-riosamente a las mujeres, y Cunegunda le pare-ció la más hermosa criatura del mundo. Lo pri-mero que hizo fue preguntar si era mujer delcapitán. Sobresaltóse Cándido del tono con que

acompañó esta pregunta y no se atrevió a decirque fuese su mujer, porque verdaderamente nolo era, ni menos que fuese su hermana, porqueno lo era tampoco, y aunque esta mentira ofi-ciosa era muy frecuentemente usada por losantiguos y hubiera podido ser de utilidad a losmodernos, el alma de Cándido era demasiadopura para traicionar la verdad. Esta señorita,dijo, me ha de favorecer con su mano y supli-camos ambos a su excelencia que se digne sernuestro padrino. Oyendo esto, don Fernandode Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos ySouza, se atusó con la izquierda el bigote, rióamargamente y ordenó al Capitán Cándido quefuera a pasar revista a su compañía. Obedecióéste y se quedó el gobernador a solas con laseñorita Cunegunda; le declaró su amor, previ-niéndole que al día siguiente sería su esposopor delante o por detrás de la iglesia, como másplaciera a Cunegunda. Pidióle ésta un cuarto dehora para pensarlo bien, consultarlo con la viejay resolverse.

La vieja dijo a Cunegunda: señorita, ustedtiene setenta y dos cuarteles y ni un ochavo, yestá en su mano ser la mujer del señor másprincipal de la América meridional, que tieneunos bigotes estupendos, ¿es del caso mostraruna fidelidad a toda prueba? Los búlgaros laviolaron a usted, un inquisidor y un judío handisfrutado sus favores; la desdicha da legítimosderechos. Si yo fuera usted, confieso que notendría reparo ninguno en casarme con el señorgobernador, y hacer rico al señor capitán Cán-dido. Mientras así hablaba la vieja, con la auto-ridad que su prudencia y sus canas le daban,vieron entrar al puerto un barquito que traía unalcalde y dos alguaciles; y era ésta la causa desu arribo.

No se había equivocado la vieja en sospe-char que el ladrón del dinero y las joyas de Cu-negunda, en Badajoz, cuando venía huyendocon Cándido, era un franciscano de manga an-cha. El fraile quiso vender a un joyero algunasde las piedras preciosas robadas, y éste advirtió

que eran las mismas que él le había vendido algran inquisidor. El franciscano, antes de que loahorcaran confesó a quién y cómo las habíarobado y el camino que llevaban Cándido yCunegunda. Ya se sabía la fuga de ambos: fue-ron, pues, en su seguimiento hasta Cádiz, y sinperder tiempo salió un navío en su demanda.Ya estaba la embarcación al ancla en el puertode Buenos Aires, y corrió la voz de que iba adesembarcar un alcalde del crimen, que veníaen busca de los asesinos del ilustrísimo graninquisidor. Al punto comprendió la discretavieja lo que había que hacer. Usted no puedeescaparse, dijo a Cunegunda, ni tiene nada quetemer, que no fue usted quien mató a Su Ilustrí-sima; y fuera de eso, el gobernador enamoradono consentirá que la maltraten; con que no hayque afligirse. Va luego corriendo a Cándido y ledice: Escápate, hijo mío, si no quieres que de-ntro de una hora te quemen vivo. No quedabaun momento que perder; pero, ¿cómo se había

de apartar de Cunegunda? ¿Y dónde hallaríaasilo?

XIV. De cómo recibieron a Cándido y a Ca-cambo los jesuitas del Paraguay

Cándido había traído consigo de Cádiz uncriado, como se encuentran muchos en lospuertos de mar de España. Era un cuarterón,hijo de un mestizo de Tucumán, y había sidomonaguillo, sacristán, marinero, monje, comi-sionista, soldado, lacayo. Llamábase Cacambo yquería mucho a su amo, porque su amo eramuy bueno. Ensilló en un abrir y cerrar de ojoslos dos caballos andaluces, y dijo a Cándido:Vamos, señor, sigamos el consejo de la vieja yechemos a correr sin mirar siquiera hacia atrás.Cándido lloraba: ¡Oh, mi amada Cunegunda!¿Conque es fuerza que te abandone cuando ibael señor gobernador a ser padrino de nuestrasbodas? ¿Qué será de mi Cunegunda, que trajede tan lejos? Será lo que Dios quiera, dijo Ca-

cambo: las mujeres para todo encuentran sali-da; Dios las proteje, vámonos. ¿Adónde mellevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué nos haremos sinCunegunda?, decía Cándido. Voto a Santiagode Compostela, replicó Cacambo; usted veníacon ánimo de pelear contra los jesuitas, puesvamos a pelear en su favor. Yo sé el camino y lellevaré a usted a su reino; y tendrán muchacomplacencia en poseer un capitán que hace elejercicio a la búlgara. Usted hará una fortunaprodigiosa; que cuando no tiene uno lo que hamenester en un mundo, lo busca en el otro, y esgran satisfacción ver y hacer cosas nuevas.

¿Conque tú ya has estado en el Paraguay?,le preguntó Cándido. Por cierto, replicó Ca-cambo; he sido fámulo en el colegio de laAsunción y conozco el reino de los padres lomismo que las calles de Cádiz. Es un reino ad-mirable. Ya tiene más de trescientas leguas dediámetro, y se divide en treinta provincias. Lospadres son dueños de todo y los pueblos notienen nada; es la obra maestra de la razón y la

justicia. No sé de nada más divino que esospadres, que aquí hacen la guerra a los reyes deEspaña y Portugal y los confiesan en Europa;aquí matan a los españoles y en Madrid lesabren el cielo; vaya, es cosa que me encanta.Vamos a prisa, que va usted a ser el más afor-tunado de los hombres. ¡Qué gusto para lospadres cuando sepan que les llega un capitánque sabe el ejercicio búlgaro!

Así que llegaron a la primera barrera, dijoCacambo a la guardia avanzada que un capitánquería hablar con el señor comandante. Avisa-ron a la gran guardia y un oficial paraguayo fuecorriendo a echarse a los pies del comandantepara darle parte de esta nueva. Desarmaronprimero a Cándido y a Cacambo, y les cogieronsus caballos andaluces; introdujéronlos luegoentre dos filas de soldados, al cabo de los cualesestaba el comandante, con su tricornio, la espa-da ceñida, la sotana remangada, y una alabardaen la mano: hizo una seña y al punto, veinticua-tro soldados rodearon a los recién venidos. Dí-

joles un sargento que esperasen, porque no lespodía hablar el comandante, habiendo manda-do el padre provincial que ningún españolabriera la boca como no fuese en su presencia,ni se detuviera arriba de tres horas en el país.¿Y dónde está el reverendo padre provincial?,dijo Cacambo. En la parada, desde que dijomisa, y no podrán ustedes besarle las espuelashasta de aquí a tres horas. Pero el señor capitán,que se está muriendo de hambre lo mismo queyo, dijo Cacambo, no es español: es alemán, yme parece que podríamos almorzar mientrasllega Su Ilustrísima.

Fuese incontinenti el sargento a dar cuentaal comandante. Bendito sea Dios, dijo este se-ñor; si es alemán, bien podemos hablar; llévenlea mi enramada. Llevaron al punto a Cándido aun gabinete de verdura, ornado de una muybonita columnata de mármol verde y oro, y dejaulas con papagayos, picaflores, pájaros-moscas, gallinas de Guinea y otros pájaros ex-traños. Los esperaba un excelente almuerzo

servido en vajilla de oro y, mientras los para-guayos comían maíz en escudillas de madera, yen campo raso, al calor del sol, el reverendopadre comandante entró en la enramada. Eraun hermoso joven, blanco y rosado, las cejasarqueadas, los ojos despiertos, encarnadas lasorejas, rojos los labios, el ademán altivo, perocon una altivez que no era la de un español nila de un jesuita. Fueron restituidas a Cándido ya Cacambo las armas que les habían quitado, ycon ellas los dos caballos andaluces; Cacamboles echó un pienso cerca de la enramada, sinperderlos de vista, temiendo que le jugaranalguna treta.

Besó Cándido la sotana del comandante yse sentaron ambos a la mesa. ¿Conque es ustedalemán?, le dijo el jesuita en este idioma. Sí,padre reverendísimo, dijo Cándido. Miráronseuno y otro, al pronunciar estas palabras, conuna sorpresa y una emoción que no podíancontener en el pecho. ¿De qué país de Alemaniaes usted?, dijo el jesuita. De la sucia provincia

de Westfalia, replicó Cándido; he nacido en elcastillo de Thunder-ten-tronckh. ¡Dios mío! ¿Esposible?, exclamó el comandante. ¡Qué mila-gro!, gritaba Cándido. ¿Es usted?, decía el co-mandante. No puede ser, replicaba Cándido. Selanzan uno sobre otro, se abrazan, derraman unmar de lágrimas. ¿Conque es usted mi reveren-do padre?, ¡usted, el hermano de la hermosaCunegunda, usted, que fue muerto por los búl-garos: usted, hijo del señor barón; usted, jesuitaen el Paraguay! Vaya que en este mundo se vencosas extrañas. ¡Oh Pangloss, Pangloss, quéjúbilo fuera el tuyo si no te hubieran ahorcado!

Hizo retirar el comandante a los esclavosnegros y a los paraguayos, que le escanciabanvino en vasos de cristal de roca y dio mil vecesgracias a Dios y a San Ignacio, estrechando ensus brazos a Cándido, mientras que por losrostros de ambos corrían las lágrimas. Más seenternecerá usted, se asombrará y perderá eljuicio, continuó Cándido, cuando sepa que laseñorita Cunegunda, su hermana, a quien cree

destripada, goza de buena salud. ¿En dónde?Aquí cerca, en casa del señor gobernador deBuenos Aires, y yo he venido con ella a la gue-rra. Cada palabra que en esta larga conversa-ción decían era un prodigio nuevo: toda su al-ma la tenían pendiente de la lengua, atenta enlos oídos y brillándoles en los ojos. A fuer dealemanes, estuvieron largo rato sentados a lamesa, mientras venía el reverendo padre pro-vincial, y el comandante habló así a su amadoCándido.

XV. De cómo Cándido mató al hermano desu querida Cunegunda

Toda mi vida recordaré aquel espantosodía en que vi matar a mi padre y a mi madre yviolar a mi hermana. Cuando se retiraron losbúlgaros, nadie pudo dar razón de esta adora-ble hermana, y echaron en una carreta a mimadre, a mi padre, y a mí, a dos criados y a tresmuchachos degollados, para enterrarnos en

una iglesia de jesuitas que dista dos leguas delcastillo de mi padre. Un jesuita nos roció conagua bendita, que estaba muy salada; me entra-ron una gotas en los ojos, y advirtió el padreque hacían mis párpados un movimiento decontracción: púsome la mano en el corazón, y losintió latir: me socorrieron y al cabo de tressemanas me hallé sano. Ya sabe usted, queridoCándido, que era yo muy bonito; creció mihermosura con la edad, de suerte que el reve-rendo padre Croust, rector de la casa, me tomómucho cariño, y me dio el hábito de novicio:poco después me enviaron a Roma. El padregeneral necesitaba una leva de jóvenes jesuitasalemanes. Los soberanos del Paraguay recibenla menor cantidad posible de jesuitas españoles,y prefieren a los extranjeros, de quien se tienenpor más seguros. El reverendo padre generalme creyó bueno para el cultivo de esta viña, yvinimos juntos un polaco, un tirolés y yo. Asíque llegué, me ordenaron de subdiácono, y medieron una tenencia: y ya soy coronel y sacer-

dote. Las tropas del rey de España serán recibi-das con brío, y yo salgo fiador de que se han devolver excomulgadas y vencidas. La Providen-cia le ha traído a usted aquí para secundarnos.Pero, ¿es cierto que mi querida Cunegunda estámuy cerca, en casa del gobernador de BuenosAires? Cándido juró que nada era más cierto, yde nuevo se echaron a llorar.

No se hartaba el barón de abrazar a Cándi-do, llamándolo su hermano y su libertador.Acaso podremos, querido Cándido, le dijo, en-trar vencedores los dos juntos en Buenos Aires,y recuperar a mi hermana Cunegunda. No de-seo otra cosa, respondió Cándido, porque meiba a casar con ella y todavía espero ser su es-poso. ¡Insolente!, replicó el barón: ¡Pretendercasarte con mi hermana, que tiene setenta y doscuarteles!, ¡y tienes el descaro de hablarme detan temerario pensamiento! Confuso Cándidoal oír estas razones, le respondió: Reverendopadre, importan un bledo todos los cuarteles deeste mundo; yo he sacado a la hermana de

vuestra reverencia de los brazos de un judío yun inquisidor; ella me está agradecida y quiereser mi mujer; el maestro Pangloss me ha dichoque todos los hombres somos iguales, y Cune-gunda ha de ser mía. Eso lo veremos, bribón,dijo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh,desenvainando la espada y pegándole un pla-nazo en la mejilla. Cándido desenvaina la suyay la hunde hasta el mango en el vientre del ba-rón jesuita; pero al sacarla humeando en san-gre, se echó a llorar. ¡Ah, Dios mío, dijo, he qui-tado la vida a mi antiguo amo, mi amigo, micuñado! Soy el mejor hombre del mundo, y yallevo muertos tres hombres, y de estos tres, dosson clérigos.

Acudió Cacambo, que estaba de centinela ala puerta de la enramada. Tenemos que vendercaras nuestras vidas, le dijo su amo; sin dudavan a entrar en la enramada: muramos con lasarmas en la mano. Cacambo sin inmutarse, co-gió la sotana del barón, se la echó a Cándidopor encima, le puso el tricornio del cadáver y lo

hizo montar a caballo; todo esto se ejecutó enun momento. Galopemos, señor; creerán que esusted un jesuita que lleva órdenes, y antes quevengan tras de nosotros habremos ya pasado lafrontera. Volaba ya al pronunciar estas pala-bras, gritando en español: ¡Sitio, sitio para elreverendo padre coronel!

XVI. Qué fue de los dos viajeros con dosmuchachas, dos monos y los salvajes llamadosorejones

Ya habían pasado las barreras Cándido ysu criado, y todavía ninguno en el campo sabíala muerte del jesuita tudesco. El vigilante Ca-cambo no se había olvidado de hacer buenaprovisión de pan, chocolate, jamón, fruta y bo-tas de vino, y así se metieron con sus caballosandaluces en un país desconocido, donde nodescubrieron ningún sendero trillado: al cabose ofreció a su vista una hermosa pradera rega-da de arroyuelos, y nuestros dos caminantes

dejaron pacer sus caballerías. Cacambo propu-so a su amo que comiese, dándole con el conse-jo el ejemplo. ¿Cómo quieres, le dijo Cándido,que coma jamón, después de haber muerto alhijo del señor barón, y viéndome condenado ano mirar nunca más a la bella Cunegunda?¿Qué me valdrá alargar mis desventuradosaños, debiendo pasarlos lejos de ella, en el re-mordimiento y la desesperación? ¿Qué dirá elDiario de Trevoux?

Y mientras hablaba, no dejaba de comer. Elsol iba a ponerse, cuando los dos extraviadoscaminantes oyen unos blandos quejidos comode mujeres; pero no sabían si eran de dolor o dealegría: levantáronse, empero, a toda prisa conel susto y la inquietud que cualquiera cosa in-funde en un país desconocido. Daban estosgritos dos muchachas desnudas, que corríancon mucha ligereza por la pradera, y en su se-guimiento iban dos monos mordiéndoles lasnalgas. Movióse Cándido a compasión; habíaaprendido a tirar con los búlgaros, y era tan

diestro que derribaba una avellana del árbol sintocar hojas; cogió, pues, su escopeta madrileñade dos caños, tiró y mató ambos monos. Bendi-to sea Dios, querido Cacambo, dijo, que de ta-maño peligro he librado a esas dos pobres cria-turas; si cometí un pecado en matar a un inqui-sidor y a un jesuita, ya he satisfecho a Dios li-brando de la muerte a dos muchachas, que aca-so son dos señoritas de gran condición; y estaaventura no puede menos de granjearnos mu-cho provecho en el país.

Iba a decir más, pero se le heló la sangre yel habla cuando vio que las dos muchachasabrazaban amorosamente a los monos, inunda-ban de llanto los cadáveres y henchían el vientocon los más dolientes gritos. No esperaba yotanta bondad, dijo a Cacambo, el cual replicó:Buena la hemos hecho, señor. Los que usted hamatado eran los amantes de estas dos señoritas¡Amantes! ¿Cómo es posible? Cacambo, tú teestás burlando. ¿Cómo quieres que te crea?Amado señor, replicó Cacambo, usted de todo

se asombra. ¿Por qué extraña tanto que en al-gunos países sean los monos favorecidos de lasdamas, si son cuarterones de hombre, lo mismoque yo soy cuarterón de español? ¡Ah!, repusoCándido, bien me acuerdo haber oído decir ami maestro Pangloss que antiguamente sucedí-an esos casos, y que de estas mezclas procedie-ron los egipanes, los faunos, los sátiros que vie-ron muchos principales personajes de la anti-güedad; pero yo lo tenía por fábulas. Ya puedeusted convencerse ahora, dijo Cacambo, de queson verdades, y ya ve cómo procede la genteque no ha tenido cierta educación; lo que metemo es que estas damas nos metan en algúnatolladero.

Persuadido Cándido por tan sólidas re-flexiones, se desvió de la pradera y se metió enuna selva donde cenó con Cacambo; y despuésque hubieron ambos echado sendas maldicio-nes al inquisidor de Portugal, al gobernador deBuenos Aires y al barón, se quedaron dormidossobre la hierba. Al despertar sintieron que no se

podían mover y era la causa que, por la noche,los orejones, moradores del país, a quienes loshabían denunciado las dos damas, los habíanatado con cuerdas hechas de cortezas de árbo-les. Cercábanlos unos cincuenta orejones des-nudos y armados con flechas, mazas y hachasde pedernal: unos hacían hervir un grandísimocaldero, otros aguzaban asadores, y todos cla-maban: Un jesuita, un jesuita; ahora nos venga-remos y nos regalaremos; a comer jesuita, acomer jesuita.

Bien se lo había dicho a usted, dijo con tris-te voz Cacambo, que las muchachas aquellasnos jugarían una mala pasada. Cándido miran-do los asadores y el caldero, dijo: sin duda quevan a cocernos o asarnos. ¡Ah! ¿Qué diría eldoctor Pangloss si viera lo que es la pura natu-raleza? Todo está bien, enhorabuena; pero con-fesemos que es muy triste haber perdido a laseñorita Cunegunda y ser ensartado en un asa-dor por los orejones. Cacambo, que nunca sealteraba por nada, dijo al desconsolado Cándi-

do: No se aflija usted, que yo entiendo algo lajerga de estos pueblos y les voy a hablar. Nodejes de recordarles, dijo Cándido, que es unaatroz inhumanidad cocer a la gente en aguahirviendo, y muy poco cristiano.

Señores, dijo alzando la voz Cacambo: us-tedes piensan que se van a comer a un jesuita, yfuera muy bien hecho, que no hay cosa másconforme a la justicia que tratar así a sus ene-migos. Efectivamente, el derecho natural ense-ña a matar al prójimo, y así es costumbre entodo el mundo: nosotros no ejercitamos el dere-cho de comérnoslo porque tenemos otros man-jares con que regalarnos; pero ustedes no estánen el mismo caso, y más vale comerse a susenemigos que abandonar a los cuervos y a lascornejas el fruto de la victoria: Mas ustedes,señores, no se querrán comer a sus amigos.Ustedes creen que van a ensartar a un jesuita enel asador, pero asarán al defensor de ustedes, alenemigo de sus enemigos. Yo he nacido envuestro mismo país, este señor que estáis vien-

do es mi amo, y lejos de ser jesuita, acaba dematar a un jesuita y se ha traído los despojos:éste es el motivo de vuestro error. Para verificarlo que os digo, coged su sotana, llevadla a laprimera barrera del reino de los Padres, e in-formaos si es cierto que mi amo ha matado a unjesuita. Poco tiempo será necesario, y luego nospodéis comer si averiguáis que es mentira; perosi os he dicho la verdad, harto bien sabéis losprincipios de derecho público, la moral y lasleyes, para que no seamos absueltos.

Pareció justa la proposición a los orejones,y comisionaron a dos prohombres para que conla mayor presteza se informaran de la verdad:los diputados desempeñaron su comisión conmucha sagacidad, y volvieron con buenas noti-cias. Desataron, pues, los orejones a los dospresos, les hicieron mil agasajos, les dieron ví-veres y los condujeron hasta los confines de suEstado, gritando muy alegremente: No es jesui-ta, no es jesuita.

No se hartaba Cándido de admirar el moti-vo por que le habían puesto en libertad. ¡Quépueblo, decía, qué gente, qué costumbres! Si nohubiera tenido la fortuna de atravesar de unaestocada de parte a parte al hermano de la se-ñorita Cunegunda, me comían sin remisión.Verdad es que la naturaleza pura es buena,cuando en vez de comerme me han agasajadotanto estas gentes desde que supieron que noera yo jesuita.

XVII. Llegada de Cándido con su sirvientea El Dorado y lo que vieron allí

Cuando estuvieron en la frontera de losorejones, ya ve usted, dijo Cacambo a Cándido,que este hemisferio vale tan poco como el otro;créame, y volvámonos a Europa por el caminomás corto. ¿Cómo volver, respondió Cándido, yadónde ir? Si me vuelvo a mi país, los ávaros ylos búlgaros arrasan todo a sangre y fuego; si aPortugal, me queman; si nos quedamos en este

país, correremos peligro de que nos asen vivos.Y ¿cómo abandonar esta parte del mundo don-de habita Cunegunda?

Encaminémonos a Cayena, dijo Cacambo;allí encontraremos franceses que andan portodo el mundo y que podrán auxiliarnos. AcasoDios tenga misericordia de nosotros.

No era fácil ir a Cayena; bien sabían, pocomás o menos, hacia qué parte se habían de diri-gir; pero las montañas, los ríos, los precipicios,los salteadores y los salvajes eran obstáculosterribles. Los caballos se murieron de cansan-cio, las provisiones se acabaron y Cándido yCacambo se mantuvieron por espacio de unmes con frutas silvestres. Al cabo llegaron aorillas de un riachuelo poblado de cocoteros,que les conservaron la vida y la esperanza. Ca-cambo, que era de tan buen consejo como lavieja, dijo a Cándido: Ya no podemos ir mástiempo a pie, sobrado hemos andado; una ca-noa vacía estoy viendo a la orilla del río, llené-mosla de cocos, metámonos dentro y dejémo-

nos llevar de la corriente; un río va a pararsiempre a algún lugar habitado, y si no vemoscosas gratas, a lo menos veremos cosas nuevas.Vamos allá, dijo Cándido, y encomendémonosa la Providencia.

Navegaron por espacio de algunas leguasentre riberas, unas veces amenas, otras áridas,aquí llanas y allá escarpadas. El río iba conti-nuamente ensanchando, y al cabo se perdióbajo una bóveda de atroces peñascos que casillegaban al río. Tuvieron ambos caminantes laosadía de dejarse arrastrar por las olas debajode esta bóveda, y el río, que en ese sitio se es-trechaba, los llevó con horroroso estrépito ynunca vista velocidad. Al cabo de veinticuatrohoras vieron de nuevo la luz; pero la canoa sehizo añicos en los escollos y tuvieron que andara gatas de uno en otro peñasco una legua ente-ra; finalmente avistaron un inmenso horizontecercado de inaccesibles montañas. Todo el paísestaba cultivado, no menos para recrear el gus-to que para satisfacer las necesidades; en todas

partes lo útil se unía con lo agradable; veíanselos caminos reales cubiertos, o mejor dicho,ornados de carruajes de forma elegante y deluciente material, llevando mujeres y hombresde peregrina hermosura, y tirados rápidamentepor grandes carneros encarnados, más ligerosque los mejores caballos de Andalucía, Tetuány Mequínez.

Mejor tierra es ésta, dijo Cándido, que laWestfalia; y se apeó con Cacambo en el primerpueblo que halló. Algunos muchachos de laaldea, vestidos de tisú de oro hecho pedazos,estaban jugando al tejo a la entrada del lugar;nuestros dos hombres del viejo mundo se di-vertían en mirarlos. Eran los tejos unas piezasredondas muy anchas, amarillas, encarnadas yverdes, que lanzaban brillo singular: cogieronalgunas y eran oro, esmeraldas, rubíes, de tantovalor, que el de menos precio hubiera sido lamás rica joya del trono del Gran Mongol. Estosmuchachos, dijo Cacambo, son sin duda loshijos del rey que están jugando al tejo. En esto

se asomó el maestro de primeras letras del lu-gar, y dijo a los muchachos que ya era hora deentrar en la escuela. Ése es, dijo Cándido, elpreceptor de la familia real.

Los chicos del lugar abandonaron al puntoel juego, y tiraron los tejos y cuanto para diver-tirse les había servido. Cogiólos Cándido, yacercándose a todo correr al preceptor, se lospresentó con mucha humildad, diciéndole porseñas que sus Altezas Reales se habían dejadoolvidado aquel oro y aquellas piedras precio-sas. Echóse a reír el maestro, y los tiró al suelo;miró luego atentamente a Cándido, y siguió sucamino.

Los caminantes se dieron prisa en coger eloro, los rubíes y las esmeraldas. ¿Dónde esta-mos?, decía Cándido; es necesario que los hijosdel rey de este país hayan sido bien educados,pues les enseñan a no hacer caso del oro ni delas piedras preciosas.

No estaba Cacambo menos atónito queCándido. Al fin llegaron a la primera casa del

lugar, construida como un palacio de Europa; ala puerta había agolpada una muchedumbre degente, de dentro oíase resonar una música me-lodiosa, y se respiraba un delicioso olor demanjares. Arrimóse Cacambo a la puerta y oyóhablar peruano, que era su lengua materna,pues ya sabe todo el mundo que Cacambohabía nacido en Tucumán, en un pueblo dondeno se conoce otro idioma. Yo le serviré a ustedde intérprete, dijo a Cándido; entremos, queéste es un mesón.

Al punto dos mozos y dos criadas del me-són, vestidos de tela de oro, y los cabellos pren-didos con lazos de seda, los convidaron a quese sentaran a la mesa. Sirvieron en ella cuatrosopas con dos papagayos cada una, un cóndorcocido que pesaba doscientas libras, dos monosasados, de un sabor muy delicado, trescientospicaflores en un plato, y seiscientos pájaros-moscas en otro, exquisitas frutas y pasteleríadeliciosa, todo en platos de cristal de roca; los

mozos y sirvientas del mesón escanciaban va-rios licores hechos con caña de azúcar.

Casi todos los comensales eran mercaderesy cocheros, de una imponderable urbanidad,que con la discreción más circunspecta hicierona Cacambo algunas preguntas y respondieron alas de éste, dejándole muy satisfecho con susrespuestas. Cuando se acabó la comida, Ca-cambo y Cándido creyeron que pagaban muybien el gasto tirando en la mesa dos de aquellasgrandes piezas de oro que habían cogido; perosoltaron la carcajada el huésped y la huéspeda,y no pudieron durante largo rato contener larisa: al fin se serenaron y el huésped les dijo:Bien vemos, señores, que son ustedes extranje-ros; y como no estamos acostumbrados a verninguno, ustedes perdonen si nos hemos echa-do a reír cuando nos han querido pagar con laspiedras de nuestros caminos reales. Sin dudausted no tiene moneda del país; pero tampocose necesita para comer aquí, porque todas lasposadas, establecidas para comodidad del co-

mercio, las paga el gobierno. Aquí han comidoustedes mal, porque están en una pobre aldea;pero en las demás partes los recibirán como semerecen. Explicaba Cacambo a Cándido todocuanto decía el huésped, y lo escuchaba Cándi-do con tanto asombro y maravilla como Ca-cambo ponía en hablarle. ¿Qué país es éste,decían ambos, ignorado por los otros de la tie-rra, donde la naturaleza difiere tanto de lanuestra? Probablemente, es el país donde todoestá bien, añadía Cándido, que alguno ha dehaber de esa especie; y, diga lo que quiera mimaestro Pangloss, muchas veces he advertidoque todo andaba bastante mal en Westfalia.

XVIII. Lo que vieron en El Dorado

Cacambo manifestó su curiosidad al hués-ped, y éste le dijo: Yo soy un ignorante, y no mearrepiento de serlo; pero en el pueblo tenemosa un anciano retirado de la corte, que es el hom-bre más docto del reino, y el más comunicativo.

Dicho esto, llevó a Cacambo a casa del anciano.Cándido, desempeñando un papel secundario,acompañaba a su criado. Entraron ambos enuna casa sin pompa, porque las puertas no eranmás que de plata y los techos de los aposentosde oro, pero estaban labrados con tan fino gus-to, que los más ricos techos no eran superioresa ellos; la antesala sólo estaba incrustada derubíes y esmeraldas, pero el orden con que todoestaba arreglado reparaba esta excesiva simpli-cidad.

Recibió el anciano a los dos extranjeros enun sofá de plumas de picaflor y les ofreció va-rios licores en vasos de diamante; luego satisfi-zo su curiosidad en estos términos: Yo tengociento sesenta y dos años, y mi difunto padre,caballerizo del rey, me contó las asombrosasrevoluciones del Perú que él había presenciado.El reino donde estamos es la antigua patria delos Incas, que cometieron el disparate de aban-donarla por ir a sojuzgar parte del mundo, yque al fin fueron destruidos por los españoles.

Más prudentes fueron los príncipes de sufamilia que permanecieron en su patria y porconsentimiento de la nación dispusieron que nosaliera nunca ningún habitante de nuestro pe-queño reino, por lo cual se ha mantenido intac-ta nuestra inocencia y felicidad. Los españoleshan tenido una confusa idea de este país, quehan llamado El Dorado , y un inglés, el caballeroRaleigh, llegó aquí hace unos cien años; perocomo estamos rodeados de peñascos inaborda-bles y de precipicios, siempre hemos vividoexentos de la rapacidad de los europeos, queaman con furor inconcebible los pedruscos y ellodo de nuestra tierra y que, para apoderarsede ellos hubieran acabado con todos nosotrossin dejar uno vivo.

Fue larga la conversación, y se trató en ellade la forma de gobierno, de las costumbres, delas mujeres, de los teatros y de las artes; final-mente, Cándido, que era muy aficionado a lametafísica, preguntó, por medio de Cacambo, sitenían religión los moradores.

Sonrojóse un poco el anciano y respondió:Pues ¿cómo lo dudáis? ¿Creéis que tan ingratossomos? Preguntó Cacambo con mucha humil-dad qué religión era la de El Dorado. Otra vezse abochornó el anciano y le replicó: ¿Acasopuede haber dos religiones? Nuestra religión esla de todo el mundo: adoramos a Dios noche ydía. ¿Y no adoráis más que un solo Dios?, repu-so Cacambo, sirviendo de intérprete a las du-das de Cándido. ¡Como si hubiera dos, o tres, ocuatro!, dijo el anciano. ¡Vaya, que las personasde vuestro mundo hacen preguntas muy raras!No se hartaba Cándido de preguntar al buenviejo, y quería saber qué era lo que pedían aDios en El Dorado. No le pedimos nada, dijo elrespetable y buen sabio, y nada tenemos quepedirle, pues nos ha dado todo cuanto necesi-tamos; pero le tributamos sin cesar acción degracias. Cándido tuvo curiosidad de ver a lossacerdotes y preguntó dónde estaban; el vene-rable anciano le dijo sonriéndose: Amigo mío,aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los

jefes de familia cantan todas las mañanas so-lemnes cánticos de acción de gracias, queacompañan cinco o seis músicos. ¿No tenéisfrailes que enseñen, disputen, gobiernen, enre-den y quemen a los que no son de su parecer?Menester sería que estuviéramos locos, respon-dió el anciano; aquí todos somos de un mismoparecer y no entendemos qué significan vues-tros frailes. Estaba Cándido como extáticooyendo estas razones y decía para sí: Muy dis-tinto país es éste de Westfalia y del castillo delseñor barón; si nuestro amigo Pangloss hubieravisto El Dorado, no diría que el castillo deThunder-ten-tronckh era lo mejor que había enla tierra. Es necesario viajar.

Acabada esta larga conversación, hizo elbuen anciano preparar un coche tirado por seiscarneros, y dio a los dos caminantes doce desus criados para que los llevaran a la corte.Perdonad, les dijo, si me priva mi edad de lahonra de acompañaros; pero el rey os agasajaráde modo que quedéis gustosos, y sin duda dis-

culparéis las costumbres del país, si alguna deellas os desagrada.

Montaron en coche Cándido y Cacambo;los seis carneros iban volando, y en menos decuatro horas llegaron al palacio del rey, situadoen un extremo de la capital. La puerta principaltenía doscientos veinte pies de alto y cien deancho, y no es dable decir de qué materia era;harto se ve qué superioridad prodigiosa necesi-taba tener sobre esos pedruscos y esa arena quenosotros llamamos oro y piedras preciosas.

Al apearse Cándido y Cacambo del coche,fueron recibidos por veinte hermosas doncellasde la guardia real, que los llevaron al baño y losvistieron con un ropaje de plumón de picaflor;luego los principales oficiales y oficialas de pa-lacio los condujeron al aposento de Su Majes-tad, entre dos filas de mil músicos cada una.Cuando estuvieron cerca de la sala del trono,preguntó Cacambo a uno de los oficiales prin-cipales cómo habían de saludar a Su Majestad,si hincados de rodillas o arrastrándose por el

suelo; si habían de poner las manos en la cabe-za o en el trasero; si habían de lamer el polvode la sala; en resumen: cuáles eran las ceremo-nias. La práctica, dijo el oficial, es dar un abrazoal rey y besarle en ambas mejillas. Abalanzá-ronse, pues, Cándido y Cacambo al cuello deSu Majestad, el cual correspondió con la mayorafabilidad, y los convidó cortésmente a cenar.Entre tanto les enseñaron la ciudad, los edifi-cios públicos que escalaban las nubes, las pla-zas del mercado, ornadas de mil columnas, lasfuentes de agua clara, las de agua rosada, las delicores de caña, que sin parar corrían en vastasplazas empedradas con una especie de piedraspreciosas que esparcían un olor parecido al delclavo y la canela. Quiso Cándido ver la sala delcrimen y el tribunal, y le dijeron que no loshabía, porque ninguno litigaba; se informó sihabía cárcel y le fue dicho que no; pero lo quemás sorpresa y satisfacción le causó fue el pala-cio de las Ciencias, donde vio una galería de

dos mil pasos, llena toda de instrumentos defísica y matemáticas.

Habiendo recorrido aquella tarde como lamilésima parte de la ciudad, los trajeron devuelta a palacio. Cándido se sentó a la mesaentre Su Majestad, su criado Cacambo y mu-chas señoras, y no se puede ponderar la delica-deza de los manjares, ni los dichos agudos quede boca del monarca se oían. Cacambo le expli-caba a Cándido las frases ingeniosas del rey, y,aunque traducidas, parecían siempre ingenio-sas; de todo cuanto asombraba a Cándido, nofue esto lo que menos lo asombró.

Un mes estuvieron en este hospicio, Cán-dido decía continuamente a Cacambo: Es cierto,amigo mío, que el castillo donde nací no puedecompararse con el país donde estamos; pero laseñorita Cunegunda no habita en él, y sin dudaque a ti tampoco te falta en Europa una mujerque quieras. Si nos quedamos aquí seremos unode tantos, pero si volvemos a nuestro mundocon sólo una docena de carneros cargados de

piedras de El Dorado, seremos más ricos quetodos los monarcas juntos, no tendremos quetemer a los inquisidores, y con facilidad po-dremos recobrar a la señorita Cunegunda.

Este razonamiento plació a Cacambo: tal esla manía de correr mundo, de ser consideradoentre los suyos, de hacer alarde de lo que havisto uno en sus viajes, que los dos afortunadosresolvieron dejar de serlo, y se despidieron deSu Majestad.

Cometéis un disparate, les dijo el rey. Biensé que mi país vale poco; mas cuando se hallauno medianamente bien en un lugar debe que-darse en él. Yo no tengo, por cierto, derechopara detener a los extranjeros, tiranía tanopuesta a nuestra práctica como a nuestras le-yes. Todo hombre es libre, y os podéis ir cuan-do queráis; pero es muy ardua empresa salir deeste país: no es posible subir al raudo río por elcual habéis llegado milagrosamente, y que co-rre bajo bóvedas de peñascos: las montañas quecercan mis dominios tienen cuatro mil varas de

altura, y son derechas como torres; su anchuraabarca un espacio de diez leguas, y no es posi-ble bajarlas como no sea despeñándose. Pero siestáis resueltos a iros, voy a dar orden a losintendentes de máquinas para que hagan unaque os transporte con comodidad; y cuando oshayan conducido al otro lado de las montañas,nadie os podrá acompañar, porque tienenhecho voto mis vasallos de no pasar nunca surecinto, y no son tan imprudentes que lo que-branten: en cuanto a lo demás, pedidme lo quemás os acomode. No pedimos que Vuestra Ma-jestad nos dé otra cosa, dijo Cacambo, que al-gunos carneros cargados de víveres, de piedrasy barro del país. Rióse el rey, y dijo: No sé quépasión sienten los europeos por nuestro barroamarillo; pero llevaos todo el que podáis, ybuen provecho os haga.

Inmediatamente dio orden a sus ingenierosde que hicieran una máquina para izar fueradel reino a estos dos hombres extraordinarios:tres mil buenos físicos trabajaron en ella, y se

concluyó al cabo de quince días, sin costar arri-ba de cien millones de duros, moneda del país.Metieron en la máquina a Cándido y a Cacam-bo: dos carneros grandes encarnados teníanpuesta la silla y el freno para que montasen enellos así que hubiesen pasado los montes, y losseguían otros veinte cargados de víveres, trein-ta con preseas de las cosas más curiosas que enel país había y cincuenta con oro, diamantes yotras piedras preciosas. El rey dio un cariñosoabrazo a los dos vagabundos. Fue cosa de versu partida, y el ingenioso modo con que losizaron a ellos y a sus carneros hasta la cumbrede las montañas. Habiéndolos dejado en parajeseguro, se despidieron de ellos los físicos, yCándido no tuvo otro deseo ni otra idea que ira presentar sus carneros a la señorita Cune-gunda. Llevamos, decía, con qué pagar al go-bernador de Buenos Aires, si es dable ponerprecio a mi Cunegunda; vamos a la isla de Ca-yena, embarquémonos y en seguida veremosqué reino podremos comprar.

XIX. Lo que les ocurrió en Surinam y decómo Cándido conoció a Martín

La primera jornada de nuestros dos cami-nantes fue bastante agradable, alentados por laidea de encontrarse posesores de mayores teso-ros que cuantos en Asia, Europa y África sepodían reunir. El enamorado Cándido grabó elnombre de Cunegunda en las cortezas de losárboles. En la segunda jornada se hundieron enpantanos dos carneros y perecieron con la cargaque llevaban, otros dos se murieron de cansan-cio algunos días después; luego perecieron dehambre de siete a ocho en un desierto; de allí aalgunos días se cayeron otros en unos precipi-cios; por fin, a los cien días de viaje no les que-daron más que dos carneros. Cándido dijo aCacambo: Ya ves, amigo, qué deleznables sonlas riquezas de este mundo; nada hay sólido,como no sea la virtud y la dicha de ver nueva-mente a la señorita Cunegunda. Confiésolo así,

dijo Cacambo; pero todavía tenemos dos carne-ros con más tesoros que cuantos podrá poseerel rey de España, y desde aquí diviso una ciu-dad que presumo ha de ser Surinám, coloniaholandesa. Al término de nuestras miseriastocamos y al principio de nuestra ventura.

En las inmediaciones del pueblo encontra-ron a un negro tendido en el suelo, que no teníamás que la mitad de su vestido, esto es, unoscalzoncillos de lienzo azul; al pobre le faltaba lapierna izquierda y la mano derecha. ¡Dios mío!,le dijo Cándido, ¿qué haces ahí, amigo, en laterrible situación en que te veo? Estoy aguar-dando a mi amo el señor de Vanderdendur,famoso negociante, respondió el negro. ¿Hasido, por ventura, el señor Vanderdendur quiental te ha parado?, dijo Cándido. Sí, señor, res-pondió el negro; así es de práctica: nos dan unpar de calzoncillos de lienzo dos veces al añopara que nos vistamos; cuando trabajamos enlos ingenios de azúcar, y nos coge un dedo lapiedra del molino, nos cortan la mano; cuando

nos queremos escapar, nos cortan una pierna;yo me he visto en ambos casos, y a ese precio secome azúcar en Europa. Sin embargo, cuandomi madre me vendió en la costa de Guinea, pordos escudos patagones, me dijo: Hijo mío, dagracias a nuestros fetiches y adóralos sin cesarpara que vivas feliz; ya logras de ellos la graciade ser esclavo de nuestros señores los blancos yde hacer afortunados a tu padre y a tu madre.Yo no sé, ¡ay!, si los he hecho afortunados; loque sé es que ellos me han hecho muy desdi-chado, y que los perros, los monos y los papa-gayos lo son mil veces menos que nosotros. Losfetiches holandeses que me han convertido,dicen que los blancos y los negros somos hijosde Adán. Yo no soy genealogista: pero si lospredicadores dicen la verdad, todos somosprimos hermanos; y no es posible portarse deun modo más horroroso con sus propios pa-rientes.

¡Oh, Pangloss!, exclamó Cándido, estaabominación no la habías adivinado: se acabó,

será fuerza que abjure de tu optimismo. ¿Quées el optimismo?, dijo Cacambo. ¡Ah!, respon-dió Cándido, es la manía de sustentar que todoestá bien cuando está uno muy mal. Vertía lá-grimas al decirlo, contemplando al negro, yentró llorando en Surinám.

Lo primero que preguntaron fue si había enel puerto algún navío que se pudiera fletar aBuenos Aires. El hombre a quien se lo pregun-taron era justamente un patrón español, que seofreció a negociar honradamente con ellos, y lesdio cita en una hostería, adonde Cándido yCacambo le fueron a esperar con sus carneros.

Cándido, que llevaba siempre el corazón enlas manos, contó todas sus aventuras al españoly le confesó que quería raptar a la señorita Cu-negunda. Ya me guardaré yo, le respondióaquél, de pasarles a ustedes a Buenos Aires,porque sería irremisiblemente ahorcado, y us-tedes ni más ni menos; la hermosa Cunegundaes la favorita de Monseñor. Este dicho fue unapuñalada en el corazón de Cándido; lloró amar-

gamente, y después de su llanto, llamandoaparte a Cacambo, le dijo: Escucha, queridoamigo, lo que tienes que hacer: cada uno denosotros lleva en el bolsillo uno o dos millonesde pesos en diamantes, y tú eres más astuto queyo; vete a Buenos Aires en busca de Cunegun-da. Si pone el gobernador alguna dificultad,dale cien mil duros; si no basta, dale doscientosmil: tú no has muerto a inquisidor ninguno ynadie te perseguirá. Yo fletaré otro navío y teiré a esperar a Venecia, que es país libre, dondeno hay ni búlgaros, ni ávaros, ni judíos, ni in-quisidores que temer. Parecióle bien a Cacambotan prudente determinación. Lo afligía separar-se de un amo tan bueno; pero la satisfacción deservirle pudo más que el sentimiento de dejarle.Abrazáronse derramando muchas lágrimas,Cándido le encomendó que no se olvidara de labuena vieja, y Cacambo partió aquel mismodía; el tal Cacambo era un excelente individuo.

Detúvose algún tiempo Cándido en Suri-nám, esperando a que hubiese otro patrón que

lo llevase a Italia con los dos carneros que lehabían quedado. Tomó criados para su servicio,y compró todo cuanto era necesario para unlargo viaje; finalmente, se le presentó el señorVanderdendur, armador de una gruesa embar-cación. ¿Cuánto pide usted, le preguntó, porllevarme directamente a Venecia, con mis cria-dos, mi bagaje y los dos carneros que usted ve?El patrón pidió diez mil duros y Cándido se losofreció sin rebaja. ¡Hola, hola!, dijo entre sí elprudente Vanderdendur. ¿Conque este extran-jero da diez mil duros sin regatear? Menester esque sea muy rico. Volvió de allí a un rato y dijoque no podía hacer el viaje por menos de veintemil. Veinte mil le daré a usted, dijo Cándido.Toma, dijo en voz baja el mercader, ¿conque daveinte mil duros con la misma facilidad quediez mil? Otra vez volvió, y dijo que no le po-día llevar a Venecia si no le daba treinta milduros. Pues treinta mil serán, respondió Cán-dido. ¡Ah!, ¡ah!, murmuró el holandés; treintamil duros no le cuestan nada a este hombre; sin

duda que en los dos carneros lleva inmensostesoros; no insistamos más; hagamos que nospague los treinta mil duros, y luego veremos.Vendió Cándido los diamantes, que el más chi-co valía más que todo cuanto dinero le habíapedido el patrón, y le pagó adelantado. Estabanya embarcados los dos carneros, y seguía Cán-dido de lejos en una lancha para ir al navío queestaba en la rada; el patrón se aprovecha de laocasión, leva anclas y sesga el mar llevando elviento en popa. En breve lo pierde de vistaCándido, confuso y estupefacto. ¡Ay!, exclama-ba, esta picardía es digna del antiguo hemisfe-rio. Vuélvese a la playa anegado en su dolor, yhabiendo perdido lo que bastaba para hacerricos a veinte monarcas. Fuera de sí, se va a darparte al juez holandés, y en el arrebato de suturbación llama muy recio a la puerta; entra,cuenta su cuita, y alza la voz algo más de lo queera regular. Lo primero que hizo el juez fuecondenarle a pagar diez mil duros por la bullaque había metido: oyóle luego con mucha pa-

chorra, le prometió que examinaría el asuntoasí que volviera el mercader, y exigió otros diezmil duros por los derechos de audiencia.

Esta conducta acabó de desesperar a Cán-dido; y aunque a la verdad había padecidootras desgracias mil veces más crueles, la calmadel juez y del patrón que le había robado leexaltaron la cólera y le ocasionaron una negramelancolía. Presentábase a su mente la maldadhumana en toda su fealdad, y sólo pensamien-tos tristes revolvía. Por fin, estando dispuesto asalir para Burdeos un navío francés, y no que-dándole carneros cargados de diamantes queembarcar, ajustó en lo que valía un camarotedel navío, y mandó pregonar en la ciudad quepagaba el viaje, la manutención y daba dos milduros a un hombre de bien que le quisieraacompañar, con la condición de que fuese elmás descontento de su suerte y el más desdi-chado de la provincia.

Presentóse una cáfila tal de pretendientes,que no hubieran podido caber en una escuadra.

Queriendo Cándido escoger los que mejor edu-cados parecían, señaló hasta unos veinte que leparecieron más sociables, y todos pretendíanque merecían la preferencia. Reuniólos en suposada y los convidó a cenar, poniendo porcondición que hiciese cada uno de ellos jura-mento de contar con sinceridad su propia histo-ria, y prometiendo escoger al que más digno decompasión y, a justo título, más descontento desu suerte le pareciese, y dar a los demás unagratificación. Duró la sesión hasta las cuatro dela madrugada; y al oír sus aventuras o desven-turas se acordaba Cándido de lo que le habíadicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y dela apuesta que había hecho de que no había unoen el navío a quien no hubiesen acontecidogravísimas desdichas. A cada desgracia quecontaban, pensaba en Pangloss y decía: el talPangloss apurado se había de ver para demos-trar su sistema: yo quisiera que se hallase aquí.Es cierto que si todo está bien es en El Dorado,pero no en el resto del mundo. Finalmente, se

determinó en favor de un hombre docto y po-bre, que había trabajado diez años para los li-breros de Amsterdam. Cándido pensó que nohabía en el mundo otro oficio más lamentable.

Este sabio, que era hombre de muy buenapasta, había sido robado por su mujer, apo-rreado por su hijo, y su hija le había abandona-do para escaparse con un portugués. Le acaba-ban de quitar un miserable empleo del cualvivía y lo perseguían los predicadores de Suri-nám porque lo tachaban de sociniano. Hase deconfesar que los demás eran por lo menos tandesventurados como él; pero Cándido esperabaque con el sabio se aburriría menos en el viaje.Todos sus competidores se quejaron de la injus-ticia manifiesta de Cándido; mas éste los calmórepartiendo cien duros a cada uno.

XX. De lo que sucedió a Cándido y a Mar-tín en alta mar

Embarcóse, pues, para Burdeos con Cándi-do, el docto anciano, cuyo nombre era Martín.Ambos habían visto y habían padecido mucho;y aun cuando el navío hubiera ido de Surinámal Japón por el cabo de Buena Esperanza, no leshubiera en todo el viaje faltado materia paradiscurrir acerca del mal físico y el mal moral.

Verdad es que Cándido le sacaba muchasventajas a Martín, porque éste no tenía cosaninguna que esperar, y aquél llevaba la espe-ranza de ver nuevamente a la señorita Cune-gunda y le quedaban oro y diamantes; de suer-te que si bien había perdido cien carneros car-gados de las mayores riquezas de la tierra, y leroía continuamente la bribonada del patrónholandés, cuando pensaba en lo que aún lleva-ba en su bolsillo, y hablaba de Cunegunda, so-bre todo después de comer, se inclinaba hacia

el sistema de Pangloss. Y usted, señor Martín,le dijo al sabio, ¿qué piensa de todo esto? ¿Quéopina del mal físico y el mal moral? Señor, res-pondió Martín, los clérigos me han acusado deser sociniano; pero la verdad es que soy mani-queo. Usted se burla, replicó Cándido, ya nohay maniqueos en el mundo. Pues yo en elmundo estoy, dijo Martín, y no creo en otracosa. Menester es que tenga usted el diablo enel cuerpo, repuso Cándido. Tanto se mezcla enlos asuntos de este mundo, dijo Martín, quebien puede ser que esté en mi cuerpo lo mismoque en todas partes. Confieso que cuando tien-do la vista por este globo o glóbulo, se me figu-ra que Dios le ha dejado a disposición de un sermaléfico, exceptuando siempre a El Dorado.Aún no he visto un pueblo que no desee la rui-na del pueblo vecino, ni una familia que noquiera exterminar otra familia. En todas parteslos débiles execran a los poderosos y se postrana sus plantas, y los poderosos los tratan comorebaños, desollándolos y comiéndoselos. Un

millón de asesinos en regimientos recorren Eu-ropa entera, saqueando y matando con disci-plina, porque no saben oficio más honroso; enlas ciudades que en apariencia disfrutan paz yen que florecen las artes, están roídos los hom-bres de más envidia, inquietudes y afanes quecuantas plagas padece una ciudad sitiada. To-davía son más crueles los pesares secretos quelas miserias públicas; en resumen: he visto tan-to y he padecido tanto, que soy maniqueo.

Cosas buenas hay, no obstante, replicóCándido. Podrá ser, decía Martín, mas no lasconozco.

En esta disputa estaban cuando se oyerondescargas de artillería. De uno en otro instantecrecía el estruendo y todos se armaron de unanteojo. Veíanse como a distancia de tres millasdos navíos que combatían, y los trajo el vientotan cerca del navío francés a uno y a otro, quetuvieron el gusto de mirar el combate muy a susabor. Al cabo uno de los navíos descargó unaandanada con tanto tino y acierto, y tan a flor

de agua, que echó a pique a su contrario. Mar-tín y Cándido distinguieron con mucha clari-dad la cubierta de la nave donde zozobrabanunos cien hombres; todos alzaban las manos alcielo dando espantosos gritos; al momento fue-ron tragados por el mar.

Vea usted, dijo Martín, pues así se tratanlos hombres unos a otros. Verdad es, dijo Cán-dido, que anda aquí la mano del diablo. Di-ciendo esto advirtió algo de un encarnado muysubido, que nadaba junto al navío; echaron lalancha para ver qué era, y resultó ser uno desus carneros. Más se alegró Cándido por haberrecobrado este carnero, que lo que había senti-do la pérdida de los otros cien cargados congruesos diamantes de El Dorado.

En breve reconoció el capitán del navíofrancés que el del navío sumergidor era espa-ñol, y el del navío sumergido un pirata holan-dés, el mismo que había robado a Cándido.Con el pirata se hundieron en el mar las inmen-sas riquezas de que se había apoderado el in-

fame y sólo se libertó un carnero. Ya ve usted,dijo Cándido a Martín, que a veces llevan losdelitos su merecido: este pícaro holandés hasufrido una pena digna de sus maldades. Estábien, dijo Martín, mas ¿por qué han muerto lospasajeros que venían en su navío?; Dios ha cas-tigado al malo y el diablo ha ahogado a losbuenos.

Seguían en tanto su ruta el navío francés yel español, y Cándido continuaba sus conversa-ciones con Martín. Quince días sin parar dispu-taron, y tan adelantados estaban el último díacomo el primero; pero hablaban, se comunica-ban sus ideas y se consolaban. Cándido, pasan-do la mano por el lomo a su carnero, le decía: Sihe podido hallarte a ti, también podré hallar aCunegunda.

XXI. De la plática que sostuvieron Cándidoy Martín al acercarse a las costas de Francia

Avistáronse al fin las costas de Francia. ¿Haestado usted en Francia, señor Martín?, dijoCándido. Sí, señor, respondió Martín, y he re-corrido muchas provincias: en unas la mitad delos habitantes son locos, en otras, demasiadoastutos; en éstas, bastante buenazos y bastantetontos; en aquéllas se dan de inteligentes. Entodas la ocupación principal es el amor, mur-murar la segunda, decir majaderías la tercera.¿Y conoce usted París, señor Martín? ConozcoParís; allí hay de todas clases, es un caos, ungentío donde todos anhelan placeres y casi na-die los halla, a lo menos según me ha parecido.Estuve poco tiempo; al llegar me robaron cuan-to traía unos rateros en la feria de San Germán;luego me tomaron a mí por ladrón y me tuvie-ron ocho días en la cárcel, y al salir libre entrécomo corrector en una imprenta para ganar con

qué volverme a pie a Holanda. He conocido lagentuza escritora, la gentuza enredadora y lagentuza religiosa. Dicen que hay algunas per-sonas muy cultas en esa ciudad: quiero creerlo.

Por mí no tengo ninguna curiosidad porver Francia, dijo Cándido; bien puede ustedconsiderar que quien ha vivido un mes en ElDorado no se preocupa de ver nada en estemundo, como no sea la señorita Cunegunda.Voy a esperarla a Venecia y atravesaremosFrancia para ir a Italia. ¿Me acompañará usted?Con mil amores, respondió Martín; dicen queVenecia sólo es buena para los nobles venecia-nos, pero que agasajan mucho a los extranjerosque llevan dinero; yo no lo tengo, pero usted,sí, y le seguiré adondequiera que fuere.Hablando de otra cosa, dijo Cándido, ¿cree us-ted que la tierra haya sido antiguamente mar,como lo afirma ese libraco que pertenece alcapitán del buque? No, por cierto, replicó Mar-tín, ni tampoco los demás adefesios que nosquieren hacer tragar de un tiempo a esta parte.

Pues ¿para qué piensa usted que fue creado elmundo?, continuó Cándido. Para hacernos ra-biar, respondió Martín. ¿No se asombra usted,siguió Cándido, del amor de dos muchachasdel país de los orejones por los dos monos cuyaaventura le conté? Muy lejos de eso, repusoMartín; no veo que tenga nada de extraño esapasión, y he visto tantas cosas extraordinarias,que nada me parece extraordinario. ¿Cree us-ted, le dijo Cándido, que en todo tiempo sehayan degollado los hombres como hacen hoy,y que siempre hayan sido embusteros, aleves,pérfidos, ingratos, bribones, flacos, volubles,cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, codi-ciosos, ambiciosos, sanguinarios, calumniado-res, disolutos, fanáticos, hipócritas y necios?¿Cree usted, replicó Martín, que los milanos sehayan siempre engullido las palomas cuandohan podido dar con ellas? Sin duda, dijo Cán-dido. Pues bien, continuó Martín, si los milanossiempre han tenido las mismas inclinaciones,¿por qué quiere usted que las de los hombres

hayan variado? ¡Oh, dijo Cándido, eso es muydiferente, porque el libre albedrío!... Así discu-rrían cuando arribaron a Burdeos.

XXII. De lo que sucedió en Francia a Cán-dido y a Martín

No se detuvo Cándido en Burdeos mástiempo que el que le fue necesario para venderalgunos pedruscos de El Dorado y comprar unabuena silla de posta de dos asientos, porque nopodía ya vivir sin su filósofo Martín. Lo únicoque sintió fue tenerse que separar de la Aca-demia de Ciencias de Burdeos, la cual propusopor asunto del premio de aquel año determinarpor qué la lana de aquel carnero era encarnada,y se le adjudicó a un sabio del Norte, que de-mostró por A más B, menos C dividido por Z,que era forzoso que aquel carnero fuera encar-nado y que se muriera de la morriña.

Cuantos caminantes encontraba Cándidoen los mesones le decían: Vamos a París. Este

general prurito le inspiró al fin deseos de veresta capital, con lo cual no se desviaba muchode Venecia. Entró por el arrabal de San Marce-lo, y creyó que estaba en la más sucia aldea deWestfalia. Apenas llegó a la posada, le acometióuna ligera enfermedad originada por sus fati-gas; y como llevaba al dedo un enorme diaman-te, y habían advertido en su coche una caja muypesada, al punto se le acercaron dos doctoresmédicos que no había mandado llamar, variosíntimos amigos que no se apartaban de él, y dosdevotas que le hacían caldos. Decía Martín:Bien me acuerdo de haber estado yo malo enParís, cuando mi primer viaje; pero era muypobre: por eso no tuve amigos, ni devotas, nimédicos, y sané muy pronto.

A fuerza de sangrías, recetas y médicos, seagravó la enfermedad de Cándido. Un cura delbarrio le ofreció, con mucha dulzura, una en-trada para el otro mundo pagadera al portador.Cándido no la quiso. Las devotas le aseguraronque era una moda nueva. Cándido respondió

que él no era hombre a la moda. Martín quisotirar al cura por la ventana. El cura juró que nose enterraría a Cándido. Martín juró que ente-rraría al cura si éste continuaba importunándo-los. La pelea subió de tono: Martín tomó al curapor los hombros y lo echó groseramente; poresto, que causó gran escándalo, se hizo un pro-ceso verbal. Al fin sanó Cándido, y mientrasestaba convaleciente, le visitaron muchos suje-tos de fino trato, que cenaban con él. Habíajuego fuerte y Cándido se asombraba de quenunca le venían buenos naipes; pero Martín nose asombraba.

Entre los que más concurrían a su casahabía un abate que era de aquellos hombresdiligentes, siempre listos para todo cuanto lesmandan, serviciales, entremetidos, halagado-res, descarados, buenos para todo, que atisba-ban a los forasteros, les cuentan los sucesos másescandalosos de la ciudad y les ofrecen placeresa cualquier precio. Lo primero que hizo fuellevar a la Comedia a Martín y a Cándido. Re-

presentaban una tragedia nueva, y Cándido seencontró al lado de unos cuantos hipercríticos,lo cual no le impidió llorar al ver algunas esce-nas representadas a la perfección. Uno de loshipercríticos que junto a él estaban, le dijo enun entreacto: Hace usted muy mal en llorar; esaactriz es malísima, y el que representa con ellaes peor actor todavía y peor la tragedia que losactores; el autor no sabe palabra de árabe, y, sinembargo, la escena ocurre en Arabia; sin contarcon que es hombre que no cree en las ideas in-natas; mañana le traeré a usted veinte folletoscontra él. Caballero, ¿cuántas composicionesdramáticas tienen ustedes en Francia?, dijoCándido al abate; y éste respondió: Cinco o seismil. Mucho es, dijo Cándido; ¿y cuántas buenashay? Quince o dieciséis, replicó el otro. Muchoes, dijo Martín.

Salió Cándido muy satisfecho con una có-mica que hacía el papel de la reina Isabel deInglaterra en una tragedia muy insulsa quealgunas veces se representa.41 Mucho me gusta

esta actriz, le dijo a Martín, porque se parece ala señorita Cunegunda; quisiera saludarla. Elabate le ofreció presentársela. Cándido, educa-do en Alemania, preguntó qué ceremonias seestilaban en Francia para tratar con las reinasde Inglaterra. Hay que distinguir, dijo el abate:en las provincias las llevan a comer a los meso-nes, en París las respetan cuando son bonitas ylas tiran al muladar después de muertas. ¿Almuladar las reinas?, dijo Cándido. Verdad es,dijo Martín; razón tiene el señor abate: en Parísestaba yo cuando la señora Mónica42 pasó,como dicen, a mejor vida, y le negaron lo queesta gente llama los honores de la sepultura , locual significa podrirse con toda la pobretería dela parroquia en un hediondo cementerio, y laenterraron sola en una esquina de la calle deBorgoña, lo cual le causó, sin duda, muchísimapesadumbre, porque era de natural muy noble.Acción de mala crianza fue, en efecto, dijoCándido. ¿Qué quiere usted, dijo Martín, siestas gentes son así? Imagínese usted todas las

contradicciones y todas las incompatibilidadesposibles, y las hallará reunidas en el gobierno,en los tribunales, en las iglesias y en los espec-táculos de esta extraña nación. ¿Y es cierto queen París se ríe la gente de todo? Verdad es, dijoel abate; pero se ríen rabiando; se lamentan detodo a carcajadas y riéndose se cometen las másdetestables acciones.

¿Quién es, dijo Cándido, aquel marranoque tan mal hablaba de la tragedia que tantome ha hecho llorar, y de los actores que tantoplacer me han dado? Un malandrín, respondióel abate, que se gana la vida hablando mal detodas las composiciones dramáticas y de todoslos libros que salen; que aborrece a todo aquelque es aplaudido, como aborrecen los eunucosa los que gozan; una sierpe de la literatura, quevive de ponzoña y cieno; un folletista. ¿Quéllama usted folletista?, dijo Cándido. Un autorde folletos, dijo el abate, un Fréron.

Así discurrían Cándido, Martín y el abateen la escalera del Coliseo, mientras iba saliendo

la gente, concluida la comedia. Aunque tengomuchos deseos de ver a la señorita Cunegunda,dijo Cándido, bien quisiera cenar con la prime-ra actriz, la señorita Clairon, que me ha pareci-do un portento.

No era hombre el abate que tuviese entradaen casa de la señorita Clairon, que sólo recibíapersonas de calidad. Está ocupada esta noche,respondió; pero tendré la honra de llevar a us-ted a casa de una señora muy distinguida, yconocerá a París como si hubiera vivido en élcuatro años.

Cándido, que naturalmente era amigo desaber, se dejó llevar a casa de tal señora; esta-ban ocupados los tertulianos en jugar al faraón,y doce tristes apuntes tenían cada uno en lamano un juego de naipes, archivo de su malaventura. Reinaba un profundo silencio, teñidoestaba el semblante de los apuntes de una maci-lenta amarillez y se leía la zozobra en el delbanquero; y la señora de la casa, sentada juntoal despiadado banquero, anotaba con ojos de

lince todos los párolis y todos los sietelevarescon que doblaba cada jugador sus naipes,haciéndoselos desdoblar con un cuidado muyescrupuloso, pero con cortesía y sin enfadarse,por temor de perder sus parroquianos. Hacíasellamar la marquesa de Parolignac; su hija, unamuchacha de quince años, era uno de los apun-tes y con un guiñar de ojos advertía a su madrelas trampas de los pobres apuntes, que procu-raban enmendar los rigores de la suerte. Entra-ron el abate, Cándido y Martín, y nadie se le-vantó a darles las buenas noches ni los saludó,ni los miró siquiera; tan ocupados estaban to-dos en sus naipes. Más cortés era la señora ba-ronesa de Thunder-ten-tronckh, pensó Cándi-do.

Acercóse en esto el abate al oído de la mar-quesa, la cual se levantó a medias de la silla,honró a Cándido con una graciosa sonrisa ysaludó a Martín con aire majestuoso; mandóluego que trajeran a Cándido asiento y unabaraja, y éste perdió cincuenta mil francos en

dos tallas. Cenaron luego con mucha joviali-dad, y todos estaban atónitos de que Cándidono sintiese más lo que perdió. Los lacayos, ensu idioma de lacayos, se decían unos a otros:preciso es que sea un milord inglés.

La cena se parecía a casi todas las cenas deParís; primero mucho silencio, luego un estré-pito de palabras que no se entendían, luegochistes, casi todos muy insulsos, noticias falsas,malos razonamientos, algo de política y muchamurmuración; después hablaron de libros nue-vos. ¿Han leído ustedes, preguntó el abate, lanovela del señor Gauchat, doctor en teología?Sí, respondió uno de los convidados, pero nohe podido acabarla. Tenemos una multitud deobras insulsas, pero todas juntas no llegan a ladel señor Gauchat, doctor en teología;43 estoytan hastiado de la inmensidad de libros malosque nos inundan, que me he dedicado a jugar alfaraón. ¿Y qué me dice usted de las Misceláneasdel arcediano Trublet?, dijo el abate. ¡Valientemajadero!, dijo madama de Parolignac. ¡Con

qué minuciosidad dice lo que todo el mundosabe! ¡Con qué pesadez discute lo que no mere-ce indicarse someramente! ¡Con qué falta deingenio se aprovecha del de los demás! Y ¡cómoecha a perder cuanto toca! ¡Cómo me fatiga!Pero ya nunca volverá a fatigarme. Me bastahaber leído algunas páginas suyas.

Había en la mesa un hombre de fino gustoque asintió a cuanto decía la marquesa. Pasaronluego a tratar de teatros, y la dueña de casapreguntó por qué había ciertas tragedias que serepresentaban con frecuencia y que nadie podíaleer. El hombre de fino gusto explicó con mu-cha claridad cómo podía interesar una tragediaque tuviera poquísimo mérito, probando conbreves razones que no bastaba traer por loscabellos una o dos situaciones de aquellas quetan frecuentes son en las novelas y siempreembelesan a los oyentes, sino que es menesterser original sin ser extravagante, a menudosublime y siempre natural; conocer el corazónhumano y saber expresarlo; ser gran poeta, sin

que parezca poeta ninguno de los personajes;saber con perfección su idioma, hablarlo conpureza y con armonía continua, sin sacrificarnunca el sentido a la rima. Todo aquel que noobservara estas reglas, añadió, podrá componeruna o dos tragedias que sean aplaudidas en elteatro, mas nunca sentará plaza de buen escri-tor. Poquísimas tragedias hay buenas: unas sonidilios en diálogos bien escritos y bien versifi-cados; otras, disertaciones de política que in-funden sueño, o amplificaciones que cansan;otras, ensueños de energúmenos en estilo bár-baro, razones deshilvanadas, apóstrofes inter-minables a los dioses, porque no se sabe quédecir a los hombres, falsas máximas y ampulo-sos lugares comunes.

Escuchaba con mucha atención Cándido es-te razonamiento y formóse por él altísima ideadel orador; y como la marquesa había tenido laatención de colocarle a su lado, se tomó la li-cencia de preguntarle al oído quién era unhombre que con tanta justedad hablaba. Es un

docto, dijo la dama, que nunca juega y que metrae a cenar algunas veces el abate, que entien-de perfectamente de tragedias y libros, y que hacompuesto una tragedia que silbaron, y un li-bro del cual un solo ejemplar que me dedicó hasalido de la tienda de su librero. ¡Qué varón taneminente!, dijo Cándido, es otro Pangloss; yvolviéndose hacia él, le dijo: ¿Sin duda, caballe-ro, que para usted todo está perfectamente en elmundo físico y en el moral y nada puede suce-der de otra manera? ¡Yo, caballero!, le respon-dió el docto; pienso lo contrario. Todo me pare-ce que va al revés en nuestro país y que nadiesabe ni cuál es su estado ni cuál su cargo ni loque hace, ni lo que debiera hacer, y que, excep-to la cena, que es bastante jovial, y donde lagente está bastante acorde, todo el resto deltiempo se consume en impertinentes contien-das de jansenistas con molinistas, de parlamen-tarios con eclesiásticos, de literatos con litera-tos, de Palaciegos con Palaciegos, de financieroscon el pueblo, de mujeres con maridos y de

parientes con parientes; es una guerra intermi-nable.

Replicó Cándido: Cosas peores he visto yo;pero un sabio que después tuvo la desgracia deser ahorcado, me enseñó que todas esas cosasson un dechado de perfecciones; son las som-bras de una hermosa pintura. Ese ahorcado sereía de la gente, dijo Martín, y esas sombras sonmanchas horrorosas. Los hombres son los queechan esas manchas, dijo Cándido, y no puedenmenos. ¿Conque no es culpa de ellos?, replicóMartín. Bebían en tanto la mayor parte de losapuntes, que no entendían una palabra de lamateria; Martín discurría con el hombre docto yCándido contaba parte de sus aventuras al amade casa.

Después de cenar llevó la marquesa a sugabinete a Cándido y le sentó en un canapé.¿Conque está usted enamorado perdido de laseñorita Cunegunda, de Thunder-ten-tronckh?Sí, señora, respondió Cándido. Replicóle lamarquesa con una tierna sonrisa: Usted res-

ponde como un mozo de Westfalia; un francésme hubiera dicho: Verdad es, señora, que hequerido a la señorita Cunegunda; pero cuandola miro a usted me temo no quererla. Yo, seño-ra, dijo Cándido, responderé como usted quie-ra. La pasión de usted, dijo la marquesa, empe-zó alzando un pañuelo, y yo quiero que ustedalce mi liga. Con toda mi alma, dijo Cándido, yla levantó del suelo. Ahora quiero que me laponga, continuó la dama, y Cándido se la puso.Mire usted, repuso la dama, usted es extranjero;a mis amantes de París los hago yo penar a ve-ces quince días seguidos, pero a usted me rindodesde la primera noche porque es menestertratar cortésmente a un buen mozo de Westfa-lia. La hermosa había reparado en dos diaman-tes enormes de dos sortijas de su joven extran-jero, y tanto se los alabó, que de los dedos deCándido pasaron a los de la marquesa.

Al volver Cándido a su casa con el abate,sintió algunos remordimientos por haber come-tido una infidelidad a la señorita Cunegunda, y

el señor abate tomó en parte su sentimiento,porque le había cabido una muy pequeña parteen los diez mil duros perdidos por Cándido enel juego y en el valor de los dos brillantes me-dio dados y medio estafados, y era su ánimoaprovecharse todo cuanto pudiera de lo que eltrato de Cándido le podía valer. Hablábale sincesar de Cunegunda, y Cándido le dijo quecuando la viera en Venecia le pediría perdón dela infidelidad que acababa de cometer.

Cada día estaba el abate más cortés y másatento, interesándole todo cuanto decía Cándi-do, todo cuanto hacía y cuanto quería hacer.¿Conque tiene usted una cita en Venecia?, ledijo. Sí, señor abate, respondió Cándido, tengourgencia de reunirme con la señorita Cunegun-da. Llevado entonces del gusto de hablar de suamada, le contó, como era su costumbre, partede sus venturas con esta ilustre westfaliana.Bien creo, dijo el abate, que esa señorita tienemucho talento, y escribe muy bonitas cartas.Nunca me ha escrito, dijo Cándido; figúrese

usted que cuando me echaron del castillo poramor a ella, no le pude escribir; después la creímuerta, después me la encontré, y la volví aperder, y le he despachado un mensajero a dosmil y quinientas leguas de aquí, que aguardocon su respuesta.

Escuchóle con mucha atención el abate, pa-reció algo pensativo y se despidió luego de am-bos extranjeros, abrazándolos tiernamente. Alotro día, antes de levantarse de la cama, dierona Cándido la esquela siguiente: «Muy señormío y querido amante: Ocho días hace que es-toy mala en esta ciudad, y acabo de saber quese encuentra usted en ella. Hubiera ido volandoa echarme en sus brazos si me pudiera mover.He sabido que había usted pasado por Burdeos,donde se ha quedado el fiel Cacambo y la vieja,que llegarán muy en breve. El gobernador deBuenos Aires se ha quedado con todo cuantoCacambo llevaba; pero el corazón de usted mequeda. Venga usted a verme; su presencia medará la vida o hará que me muera de placer.»

Una carta tan tierna y tan inesperada, pusoa Cándido en una indecible alegría, pero la en-fermedad de su amada Cunegunda le traspasa-ba de dolor. Fluctuante entre estos dos senti-mientos, agarra a puñados el oro y los diaman-tes y hace que le lleven con Martín a la posadadonde estaba Cunegunda alojada; entra tem-blando, con la ternura latiéndole el corazón y elhabla interrumpida con sollozos; quiere desco-rrer las cortinas de la cama y manda que trai-gan luz. No haga usted tal, le dijo la criada, laluz le hace mal; y volvió a correr la cortina.Amada Cunegunda, dijo llorando Cándido,¿cómo te hallas? No puede hablar, dijo la cria-da. Entonces la enferma sacó fuera de la camauna mano muy suave que bañó Cándido unlargo rato con lágrimas, y que luego llenó dediamantes, dejando un saco de oro encima deltaburete.

En medio de sus arrebatos aparece un al-guacil acompañado del abate y de seis corche-tes. ¿Conque éstos son, dijo, los dos extranjeros

sospechosos?, y mandó incontinenti que losataran y los llevaran a la cárcel. No tratan deesta manera en El Dorado a los extranjeros, dijoCándido. Más maniqueo soy que nunca, replicóMartín. Pero, señor, ¿adónde nos lleva usted?,dijo Cándido. A un calabozo, respondió el al-guacil.

Martín, que se había recobrado del primersobresalto, sospechó que la señora que se decíaCunegunda era una bribona, el señor abate unbribón que había abusado de Cándido, y el al-guacil otro bribón de quien no era difícil des-prenderse. Por no exponerse a tener que lidiarcon la justicia, y con la impaciencia que tenía dever a la verdadera Cunegunda, Cándido, porconsejo de Martín, ofreció al alguacil tres dia-mantillos de tres mil duros cada uno. ¡Ah!, se-ñor, le dijo el alguacil, aunque hubiere ustedcometido todos los delitos imaginables, sería elhombre más honrado del mundo. ¡Tres di-amantes de tres mil duros cada uno! La vidaperdería yo por usted, antes que enviarlo a un

calabozo. Todos los extranjeros son arrestados,pero déjelo de mi cuenta, que yo tengo un her-mano en Dieppe, en la Normandía, y le llevaréallá, y si tiene usted algunos diamantes quedarle, le tratará como yo. ¿Y por qué arrestan atodos los extranjeros?, dijo Cándido. El abate,tomando entonces la palabra, respondió: Por-que un miserable andrajoso del país de Atreba-cia,44 que había oído decir disparates, ha come-tido un parricidio, no como el del mes de mayode 1610,45 sino como el del mes de diciembrede 1594,46 y como otros muchos cometidosotros años y otros meses por andrajosos quehabían oído decir disparates.

Entonces explicó el alguacil lo que habíadicho el abate. ¡Qué monstruos!, exclamó Cán-dido. ¿Cómo se cometen tamañas atrocidadesen un pueblo que canta y baila? ¿Cuándo saldréyo de este país donde los monos irritan a lostigres? En mi país he visto osos; sólo en El Do-rado he visto hombres. En nombre de Dios,señor alguacil, lléveme usted a Venecia, donde

aguardo a la señorita Cunegunda. Donde yopuedo llevar a usted es a Normandía, dijo elcabo de ronda. Hízole luego quitar los grillos,dijo que se había equivocado, despidió a suscorchetes, y se llevó a Cándido y a Martín aDieppe, entregándolos a su hermano. Había unbuque holandés pequeño en la rada, y el nor-mando, que con el cebo de otros tres diamantesera el más servicial de los mortales, embarcó aCándido y a su acompañante en el tal navío,que iba a dar a la vela para Portsmouth en In-glaterra. No era el camino de Venecia; peroCándido creyó que salía del infierno, y estabaresuelto a dirigirse a Venecia cuando se le pre-sentase la ocasión.

XXIII. Llegada de Cándido y Martín a lascostas de Inglaterra. Lo que allí vieron

¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Mar-tín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¡Lo que es estemundo!, decía Cándido en el navío holandés.

Cosa muy desatinada y muy abominable, res-pondió Martín. Usted ha estado en Inglaterra:¿son tan locos como en Francia? Es locura deotra especie, dijo Martín; ya sabe usted queambas naciones están en guerra por algunasaranzadas de nieve en el Canadá, y por tan dis-creta guerra gastan mucho más que lo que valetodo el Canadá. Decir a usted a punto fijo encuál de los dos países hay más locos de atar,mis cortas luces no alcanzan; lo que sí sé es queen el país que vamos a ver son locos atrabilia-rios.

Diciendo esto abordaron Portsmouth; laorilla del mar estaba cubierta de gente que mi-raba con atención a un hombre gordo,47 hinca-do de rodillas y vendados los ojos, en el combésde uno de los navíos de la escuadra. Cuatrosoldados, apostados frente a él le tiraron cadauno tres balas en el cráneo con el mayor sosie-go, y toda la asamblea se fue muy satisfecha.¿Qué quiere decir esto?, dijo Cándido. ¿Quéperverso demonio reina en todas partes? Pre-

guntó quién era aquel hombre gordo que aca-baban de matar con tanta solemnidad. Un almi-rante, le dijeron. ¿Y por qué han muerto a esealmirante? Porque no ha hecho matar bastantegente; ha dado batalla a un almirante francés yhan considerado que no estaba bastante cercadel enemigo. Pues el almirante francés tan lejosestaba del inglés como éste del francés, replicóCándido. Sin duda, le dijeron; pero en esta tie-rra es conveniente matar de cuando en cuandoalgún almirante para dar más ánimo a los otros.Tanto se irritó y se asombró Cándido con lo queoía y veía, que no quiso siquiera poner pie entierra, y arregló trato con el patrón holandés, ariesgo de que lo robara como el de Surinam,para que lo condujera sin más tardanza a Vene-cia. Al cabo de dos días estuvo listo el patrón.Costearon la Francia, pasaron a vista de Lisboay se estremeció Cándido; desembocaron por elEstrecho en el Mediterráneo y finalmente llega-ron a Venecia. Bendito sea Dios, dijo Cándidodando un abrazo a Martín, que aquí veré a la

hermosa Cunegunda. Con Cacambo cuentoigual que con mí mismo. Todo está bien, todova bien, todo va lo mejor posible.

XXIV. Que trata de fray Hilarión y de Pa-quita

Cuando llegó a Venecia, hizo buscar a Ca-cambo en todas las posadas, en todos los cafésy en casa de todas las mozas de vida alegre;pero no le fue posible dar con él. Todos los díasiba a informarse de todos los navíos y barcos ynadie sabía de Cacambo. ¡Conque he tenido yotiempo, le decía a Martín, para pasar de Suri-nám a Burdeos, para ir de Burdeos a París, deParís a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, paracostear Portugal y España, para atravesar todoel Mediterráneo y pasar algunos meses en Ve-necia, y aún no ha llegado la hermosa Cune-gunda, y en su lugar he topado con una busco-na y un abate! Sin duda ha muerto Cunegunday a mí no me queda más remedio que morir.

¡Ah, cuánto más me hubiera valido quedarmeen aquel paraíso terrenal de El Dorado, quevolver a esta maldita Europa! Razón tiene us-ted, amado Martín, todo es ilusión y calamidad.

Acometióle una negra melancolía y no fueni a la ópera alla moda , ni a las demás diversio-nes del carnaval, ni hubo dama que le causarala más leve tentación. Díjole Martín: Qué senci-llo es usted si se figura que un criado mestizo,que lleva cinco o seis millones en la faltriquera,irá a buscar a su amada al fin del mundo paratraérsela a Venecia; la guardará para sí, si laencuentra, y, si no, tomará otra; aconsejo a us-ted que olvide a Cacambo y a Cunegunda. Mar-tín no era hombre que daba consuelos. Crecía lamelancolía de Cándido, y Martín no se hartabade probarle que eran muy raras la virtud y lafelicidad sobre la tierra, excepto acaso en ElDorado, donde nadie podía entrar.

Sobre esta importante materia disputaban,esperando a Cunegunda, cuando reparó Cán-dido en un joven fraile teatino que se paseaba

por la plaza de San Marcos, llevando del brazoa una moza. El teatino era robusto, fuerte y debuenos colores, los ojos brillantes, la cabezaerguida, el continente reposado y el paso sere-no; la moza, que era muy linda, iba cantando ymiraba con enamorados ojos a su teatino, y decuando en cuando le pellizcaba las mejillas. Meconfesará a lo menos, dijo Cándido a Martín,que estos dos son dichosos. Excepto en El Do-rado, no he encontrado hasta ahora en el mun-do habitable más que desventurados; peroapuesto a que esa moza y ese fraile son felicí-simas criaturas. Yo apuesto a que no, dijo Mar-tín. Convidémoslos a comer, dijo Cándido, yveremos si me equivoco.

Acercóse a ellos, hízoles una reverencia ylos convidó a su posada a comer macarrones,perdices de Lombardía, huevos de sollo, y abeber vino de Montepulciano, Lacrima Christi ,Chipre y Samos. Sonrojóse la mozuela; aceptóel teatino el convite, y le siguió la muchachamirando a Cándido pasmada y confusa, y ver-

tiendo algunas lágrimas. Apenas entró la mo-zuela en el aposento de Cándido, le dijo: Puesqué ¿ya no conoce el Cándido a Paquita? Cán-dido, que oyó estas palabras, y que hasta en-tonces no la había mirado con atención, porquesólo en Cunegunda pensaba, le dijo: ¡Ah, pobrechica! ¿Conque tú eres la que puso al doctorPangloss en el lindo estado en que le vi? ¡Ay,señor!, soy yo en persona, dijo Paquita; ya veoque está usted informado de todo. Supe lashorribles desgracias que sucedieron a la señorabaronesa y a la hermosa Cunegunda, y júrole austed que no ha sido menos adversa mi estrella.Cuando usted me vio era yo una inocente, y uncapuchino, que era mi confesor, me engañó conmucha facilidad; las resultas fueron horribles, yme vi precisada a salir del castillo, poco des-pués que le echó a usted el señor barón a pata-das en el trasero. Si no hubiera tenido lástimade mí un médico famoso, me hubiera muerto;por agradecérselo, fui poco después la queridadel tal médico, y su mujer, endiablada de celos,

me aporreaba sin misericordia todos los días.Era ella una furia; él, el más feo de los hombres,y yo, la más desventurada de las mujeres, apo-rreada sin cesar por un hombre a quien no po-día ver. Bien sabe usted, señor, los peligros quecorre una mujer desapacible que se ha casadocon un médico: aburrido el mío de los rompi-mientos de cabeza que le daba su mujer, un día,para curarla de un resfriado, le administró unremedio tan eficaz que murió en dos horas,presa de horrendas convulsiones. Los parientesde la difunta formaron causa criminal al doctor,el cual se escapó, y a mí me metieron en la cár-cel; y si no hubiera sido algo bonita, no mehubiera salvado mi inocencia. El juez me decla-ró libre, con la condición de ser el sucesor delmédico, y muy en breve me sustituyó por otra;me despidió sin darme un cuarto, y tuve queproseguir en este abominable oficio que a voso-tros los hombres os parece tan gustoso y quepara nosotras es un piélago de desventuras.Víneme a ejercitar mi profesión a Venecia. ¡Ah,

señor, si se figurara usted qué cosa tan in-aguantable es halagar sin diferencia al nego-ciante viejo, al letrado, al gondolero y al abate;estar expuesta a tanto insulto, a tantos malostratamientos; verse a cada paso obligada a pe-dir prestada una falda para hacérsela remangarpor un hombre asqueroso; robada por éste de loque ha ganado con aquél, estafada por los al-guaciles y sin tener otra perspectiva que unahorrible vejez, un hospital y un muladar, confe-saría que soy la más desgraciada criatura deeste mundo! Así descubría Paquita su corazónal buen Cándido, en su gabinete, en presenciade Martín, quien dijo: Ya llevo ganada, comousted ve, la mitad de la apuesta.

Habíase quedado fray Hilarión en el come-dor, bebiendo un trago mientras servían la co-mida. Cándido le dijo a Paquita: Pero si parecí-as tan alegre y tan contenta cuando te encontré;si cantabas y halagabas al teatino con tanta na-turalidad, que te tuve por tan feliz, ¿cómo dicesque eres desdichada? ¡Ah, señor, respondió

Paquita, ésa es otra de las lacras de nuestrooficio! Ayer me robó y me aporreó un oficial, yhoy tengo que fingir que estoy alegre paraagradar a un fraile.

No quiso Cándido oír más, y confesó queMartín tenía razón. Sentáronse luego a la mesacon Paquita y el teatino; fue bastante alegre lacomida, y de sobremesa hablaron con algunaconfianza. Díjole Cándido al fraile: Paréceme,padre, que disfruta vuestra reverencia de unasuerte envidiable. En su semblante brilla la sa-lud y la robustez, su fisonomía indica el bienes-tar, tiene una muy linda moza para su recreo yme parece muy satisfecho con su hábito de tea-tino. ¡Por Dios santo, caballero, respondió frayHilarión, que quisiera que todos los teatinosestuvieran en el fondo del mar y que mil vecesme han dado tentaciones de pegar fuego al con-vento y de hacerme turco! Cuando tenía quinceaños, mis padres, por dejar más caudal a unmaldito hermano mayor (condenado sea), meobligaron a tomar este execrable hábito. El con-

vento es un nido de celos, de rencillas y de de-sesperación. Verdad es que por algunas misio-nes de cuaresma que he predicado me han da-do algunos cuartos, que la mitad me ha robadoel padre guardián; el resto me sirve para man-tener mozas; pero cuando por la noche entro enmi celda me dan ganas de romperme la cabezacontra las paredes, y lo mismo sucede a todoslos demás religiosos.

Volviéndose entonces Martín a Cándido,con su acostumbrada impasibilidad, le dijo:¿Qué tal? ¿He ganado o no la apuesta? Cándidoregaló dos mil duros a Paquita y mil a frayHilarión. Confío, dijo, que con este dinero seránfelices. No lo creo, dijo Martín; con esos mileslos hará usted más infelices todavía. Sea lo quefuere, dijo Cándido, un consuelo tengo, y esque a veces encuentra uno gentes que creía noencontrar nunca; y muy bien podrá sucederque después de haber topado con mi carneroencarnado y con Paquita, me halle un día demanos a boca con Cunegunda. Mucho deseo,

dijo Martín, que sea para la mayor felicidad deusted; pero lo dudo. Es usted escéptico, replicóCándido. Porque he vivido, dijo Martín. Pues¿no ve usted esos gondoleros, dijo Cándido,que no cesan de cantar? Pero no los ve usted ensu casa con sus mujeres y sus chiquillos, repusoMartín. Sus pesadumbres tiene el Dux, y losgondoleros las suyas. Verdad es que, pesándolotodo, más feliz suerte que la del Dux es la delgondolero; pero es tan poca la diferencia, queno merece la pena de un detenido examen. Mehan hablado, dijo Cándido, del señor Pococu-rante, que vive en ese suntuoso palacio situadosobre el Brenta, y que agasaja mucho a los fo-rasteros, y dicen que es un hombre que nuncaha sabido qué cosa es tener pesadumbre. Mu-cho me diera por ver un ente tan raro, dijo Mar-tín. Sin más dilación mandó Cándido a pedirlicencia al señor Pococurante para hacerle unavisita al día siguiente.

XXV. Visita al señor Pococurante, nobleveneciano

Embarcáronse Cándido y Martín en unagóndola y fueron por el Brenta al palacio delnoble Pococurante. Los jardines eran amenos yornados con hermosas estatuas de mármol, elpalacio de una bella arquitectura y el dueño unhombre como de sesenta años y muy rico. Reci-bió a los dos curiosos forasteros con urbanidad,pero sin mucho cumplimiento, cosa que intimi-dó a Cándido y no le pareció mal a Martín.

Al instante dos muchachas bonitas y muyaseadas sirvieron el chocolate: Cándido no pu-do menos de elogiar sus gracias y su hermosu-ra. No son malas chicas, dijo el senador; algu-nas veces mando que duerman conmigo, por-que estoy aburrido de las señoras del pueblo,de sus coqueterías, sus celos, sus contiendas, sumal genio, sus pequeñeces, su orgullo, sus ton-terías, y más aun de los sonetos que tiene uno

que hacer o mandar hacer en elogio suyo; mascon todo ya empiezan a fastidiarme estas mu-chachas.

Después de almorzar se fueron a pasear auna espaciosa galería, y Cándido, asombradode la hermosura de las pinturas, preguntó dequé maestro eran las dos primeras. Son de Ra-fael, dijo el senador, y las compré muy caraspor vanidad algunos años ha; dicen que son lasmás hermosas que tiene Italia, pero a mí no megustan; los colores son muy oscuros, las figurasno están bien perfiladas, ni tienen bastante re-lieve; los ropajes no se parecen en nada al paño;y en una palabra, digan lo que quisieran, yo noalcanzo a ver aquí una feliz imitación de la na-turaleza, y no daré mi aprobación a un cuadrohasta que me parezca ver en él a la propia natu-raleza; mas no los hay de esta especie. Yo tengomuchos, pero ya no los miro.

Pococurante, antes de comer, mandó quedieran un concierto; la música le pareció deli-ciosa a Cándido. Bien puede este estruendo,

dijo Pococurante, divertir media hora, perocuando dura más, a todo el mundo cansa, aun-que nadie se atreve a confesarlo. La música deldía no es otra cosa que el arte de ejecutar cosasdificultosas, y lo que sólo es difícil no gustamucho tiempo. Más me agradaría la ópera, sino hubieran descubierto el secreto de convertir-la en un monstruo que me repugna. Vaya quienquisiere a ver malas tragedias en música, cuyasescenas no paran en más que en traer dos o tresridículas coplas donde luce sus gorjeos unacantarina; saboréese otro en oír a un castradotararear el papel de César o Catón, pasearsetorpemente por las tablas; yo, por mí, muchosaños hace que no veo semejantes majaderías deque tanto se ufana hoy Italia y que tan caraspagan los soberanos extranjeros. Cándido con-tradijo un poco, pero con prudencia, y Martínfue enteramente del parecer del senador.

Sentáronse a la mesa, y después de unaopípara comida entraron en la biblioteca. Cán-dido, que vio un Homero magníficamente en-

cuadernado, alabó mucho el fino gusto de SuIlustrísima. Éste es el libro, dijo, que hacía lasdelicias de Pangloss, el mejor filósofo de Ale-mania. Pues no hace las mías, dijo con muchafrialdad Pococurante; en otro tiempo me hicie-ron creer que sentía placer en leerle, pero esaconstante repetición de batallas que todas sonparecidas, esos dioses siempre en acción, y quenunca hacen nada decisivo; esa Elena, causa dela guerra, y que apenas tiene acción en el poe-ma; esa Troya siempre sitiada, y nunca tomada;todo esto me causaba fastidio mortal. Algunasveces he preguntado a varios hombres doctos siles aburría esta lectura tanto como a mí, y todoslos que hablaban sinceramente me han confe-sado que se les caía el libro de las manos, peroque era indispensable tenerle en su bibliotecacomo un monumento de la antigüedad o comouna medalla enmohecida que no es materia decomercio.

No piensa así Su Excelencia de Virgilio, di-jo Cándido. Convengo, dijo Pococurante, en

que el segundo, el cuarto y el sexto libro de suEneida son excelentes; mas por lo que hace a supiadoso Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Aca-tes, al niño Ascanio, al tonto del rey Latino, a lazafia Amata y a la insulsa Lavinia, creo que nohay cosa más fría ni más desagradable, y másme gusta el Tasso y los cuentos, para arrullarcriaturas, del Ariosto.

¿Me hará Su Excelencia el gusto de decir-me, repuso Cándido, si no le causa gran placerla lectura de Horacio? Máximas hay en él, dijoPococurante, que pueden ser útiles a un hom-bre de mundo, y que reducidas a enérgicos ver-sos se graban con facilidad en la memoria; perono me interesa su viaje a Brindis, ni su descrip-ción de una mala comida, ni la disputa, dignade unos ganapanes, entre no sé qué Pupilo cu-yas razones, dice, estaban llenas de podre , y lasde su contrincante llenas de vinagre . He leídocon asco sus groseros versos contra viejas yhechiceras, y no veo qué mérito tiene decir a suamigo Mecenas que si lo pone en la categoría

de los poetas líricos, tocará los astros con suerguida frente. A los tontos todo les maravillaen un autor apreciado; pero yo, que leo paramí, sólo apruebo lo que me gusta. Cándido, quele habían enseñado a no juzgar nada por símismo, estaba muy atónito con todo cuanto oía,y a Martín le parecía el modo de pensar de Po-cocurante muy conforme a la razón.

¡Ah! Aquí hay un Cicerón, dijo Cándido;sin duda no se cansa Su Excelencia de leerle.Nunca lo creo, respondió el veneciano. ¿Quéme importa que haya defendido a Rabirio o aCluencio? Sobrados pleitos tengo yo sin esosque fallar. Más me hubieran agradado susobras filosóficas; pero cuando he visto que detodo dudaba, he inferido que lo mismo sabía yoque él, y que para ser ignorante no precisaba denadie.

¡Hola! ¡Ochenta tomos de la Academia deCiencias! Algo bueno podrá haber en ellos, ex-clamó Martín. Sí que lo habría, dijo Pococuran-te, si uno de los autores de ese fárrago hubiese

inventado siquiera el arte de hacer alfileres;pero en todos esos libros no se hallan más quesistemas vanos y ninguna cosa útil.

¡Cuántas composiciones estoy viendo, dijoCándido, en italiano, en castellano y en francés!Es verdad, dijo el senador; de tres mil pasan yno hay treinta buenas. En cuanto a esas recopi-laciones de sermones, que todos juntos no equi-valen a una página de Séneca, estos librotes deteología, ya presumirán ustedes que no los abronunca, ni yo ni nadie.

Reparó Martín en unos estantes cargadosde libros ingleses. Creo, dijo, que un republica-no se complacerá con la mayor parte de estasobras con tanta libertad escritas. Sí, respondióPococurante, bella cosa es escribir lo que sesiente, que es la prerrogativa del hombre. Ennuestra Italia sólo se escribe lo que no se siente,y los moradores de la patria de los Césares y losAntoninos no se atreven a concebir una idea sinla venia de un dominico. Mucho me contentaríala libertad que inspira a los ingenios ingleses, si

no estragaran la pasión y el espíritu de partidocuantas dotes apreciables aquélla tiene.

Reparando Cándido en un Milton, le pre-guntó si tenía por un hombre sublime a esteautor. ¿A quién?, dijo Pococurante. ¿A ese bár-baro que en diez libros de duros versos hahecho un prolijo comentario del Génesis? ¿Aese zafio imitador de los griegos, que desfigurala creación, y mientras que Moisés pinta al SerEterno creando el mundo por su palabra, haceque el Mesías coja en un armario del cielo uninmenso compás para trazar su obra? ¡Yo esti-mar a quien ha echado a perder el infierno y eldiablo del Tasso, a quien disfraza a Lucifer,unas veces de sapo, otras de pigmeo, le hacerepetir cien veces el mismo discurso y disputarsobre teología; a quien imitando seriamente lacómica invención de las armas de fuego deAriosto, representa a los diablos tirando caño-nazos en el cielo! Ni yo ni nadie en Italia hapodido gustar de todas esas tristes extravagan-cias. Las Bodas del pecado y de la muerte , y las

culebras que pare el pecado, hacen vomitar atodo hombre de gusto algo delicado, y su proli-ja descripción de un hospital, sólo para un ente-rrador es buena. Este poema oscuro, estrambó-tico y repugnante fue despreciado en su cuna, yyo le trato hoy como le trataron en su patria suscontemporáneos. Por lo demás, digo lo quepienso sin curarme de si los demás piensancomo yo. Cándido estaba muy afligido con es-tas razones, porque respetaba a Homero y no ledesagradaba Milton. ¡Ay!, dijo en voz baja aMartín, mucho me temo que profese este hom-bre un profundo desprecio por nuestros poetasalemanes. Poco inconveniente sería, replicóMartín. ¡Oh, qué hombre tan superior, decíaentre dientes Cándido, qué genio tan divinoeste Pococurante! Nada le agrada.

Después de pasar revista a todos los libros,bajaron al jardín, y Cándido alabó mucho suspreciosidades. No hay cosa de peor gusto, dijoPococurante; aquí no tenemos otra cosa quefruslerías; bien es verdad que mañana voy a

disponer que planten otro de un estilo más no-ble.

Despidiéronse, en fin, ambos de su excelen-cia, y al volverse a su casa, dijo Cándido a Mar-tín: Confiese usted que el señor Pococurante esel más feliz de los humanos, porque es un hom-bre superior a todo cuanto tiene. Pues ¿no con-sidera usted, dijo Martín, que está aburrido detodo cuanto tiene? Mucho tiempo ha que dijoPlatón que no son los mejores estómagos losque vomitan todos los alimentos. Pero ¿no esun gusto, respondió Cándido, criticarlo todo, yhallar defectos donde los demás sólo perfeccio-nes encuentran? Eso es lo mismo, replicó Mar-tín, que decir que da mucho placer no sentirplacer. Según eso, dijo Cándido, no hay otrohombre más feliz que yo cuando vea de nuevoa la señorita Cunegunda. Buena cosa es la espe-ranza, respondió Martín.

Corrían en tanto los días y las semanas, yCacambo no aparecía, y estaba Cándido tansumido en su pesadumbre, que ni siquiera notó

que no habían venido a darle las gracias frayHilarión y Paquita.

XXVI. De cómo Cándido y Martín cenaroncon unos extranjeros y quiénes eran éstos

Un día, yendo Cándido y Martín a sentarsea la mesa con los forasteros alojados en su mis-ma posada, se acercó por detrás al primero unoque tenía la cara de color de hollín de chime-nea, y, agarrándole del brazo, le dijo: Dispón-gase usted a venir con nosotros y no se descui-de. Vuelve Cándido el rostro y reconoce a Ca-cambo; sólo la vista de Cacambo podía causarletanta extrañeza y contento. Poco le faltó paravolverse loco de alegría; y dando mil abrazos asu caro amigo, le dijo: ¿Conque sin duda estácontigo Cunegunda? ¿Dónde está? Llévame averla y a morir de gozo a sus plantas. Cune-gunda no está aquí, dijo Cacambo; está enConstantinopla. ¡Dios mío, en Constantinopla!Pero aunque estuviera en la China, voy allá

volando: vamos. Después de cenar nos iremos,respondió Cacambo; soy esclavo y me está es-perando mi amo, y así es menester que le vayaa servir a la mesa; no diga usted una palabra;cene y estése pronto.

Preocupado Cándido de júbilo y sentimien-to, gozoso por haber vuelto a ver a su fiel agen-te, atónito de verle esclavo, rebosando de laalegría de encontrar a su amada, palpitándoleel pecho y vacilante su razón, se sentó a la mesacon Martín, el cual, sin inmutarse, contemplabatodas estas aventuras, y con otros seis extranje-ros que habían venido a pasar el carnaval aVenecia.

Cacambo, que era el copero de uno de losextranjeros, arrimándose a su amo, al fin de lacomida, le dijo al oído: Vuestra Majestad puedeirse cuando quiera: el buque está pronto; y sefue. Atónitos los convidados se miraban sinchistar, cuando llegándose otro sirviente a suamo, le dijo: Señor, el coche de Vuestra Majes-tad está en Padua y el barco listo. El amo hizo

una seña, y se fue el criado. Otra vez se mirarona la cara los convidados y creció el asombro.Arrimándose luego el tercer criado a otro ex-tranjero, le dijo: Señor, créame Vuestra Majes-tad que no se debe detener más aquí; yo voy adisponerlo todo, y desapareció.

Entonces no dudaron Cándido ni Martín deque era mojiganga de carnaval. El cuarto criadodijo al cuarto amo: Vuestra Majestad se podrá ircuando quiera, y se fue lo mismo que los de-más. Otro tanto dijo el criado quinto al amo;pero el sexto se explicó de muy diferente modocon el sexto forastero, que estaba al lado deCándido, y le dijo: A fe, señor, que nadie quierefiar un ochavo a Vuestra Majestad, ni a mítampoco, y que esta misma noche pudiera sermuy bien que nos metieran en la cárcel, y asívoy a ponerme en salvo: quédese con DiosVuestra Majestad.

Habiéndose marchado todos los criados, sequedaron en silencio Cándido, Martín y los seisforasteros. Rompióle al fin Cándido, diciendo:

Cierto, señores, que es donosa la burla; ¿porqué todos ustedes son reyes? Yo por mí declaroque ni el señor Martín ni yo lo somos. Respon-diendo entonces con mucha dignidad el amo deCacambo, dijo en italiano: Yo no soy un bufón;mi nombre es Acmet III; he sido gran sultán porespacio de muchos años; había destronado a mihermano, y mi sobrino me ha destronado a mí;a mis visires les han cortado la cabeza y yo aca-bo mis días en el viejo serrallo. Mi sobrino, elgran sultán Mahamud, me da licencia para via-jar de cuando en cuando para restablecer misalud, y he venido a pasar el carnaval a Vene-cia.

Después de Acmet habló un mancebo quejunto a él estaba, y dijo: Yo me llamo Iván, hesido emperador de Rusia, y destronado en lacuna. Mi padre y mi madre fueron encarcela-dos, y a mí me criaron en una cárcel. Algunasveces me dan licencia para viajar en compañíade mis guardianes, y he venido a pasar el car-naval a Venecia.

Dijo luego el tercero: Yo soy Carlos Eduar-do, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mipadre sus derechos a la corona. He peleado porsustentarlos; a ochocientos partidarios míos leshan arrancado el corazón y les han sacudidocon él en la cara: a mí me han tenido preso, yahora voy a ver al rey mi padre a Roma, el cualha sido destronado, así como mi abuelo, y asícomo yo, y he venido a pasar el carnaval a Ve-necia.

Habló entonces el cuarto, y dijo: Yo soy reyde los polacos; la suerte de la guerra me ha pri-vado de mis Estados hereditarios; los mismoscontratiempos ha sufrido mi padre; me resignoa los decretos de la Providencia, como hacen elsultán Acmet, el emperador Iván, y el rey Car-los Eduardo, que Dios guarde dilatados años, yhe venido a pasar el carnaval a Venecia.

Dijo después el quinto: También yo soy reyde los polacos,48 y dos veces he perdido mireino; pero la Providencia me ha dado otro Es-tado, en el cual he hecho más bienes que cuan-

tos han podido hacer en las riberas del Vístulatodos los reyes de la Samarcia juntos; tambiénme resigno a los designios de la Providencia, yhe venido a pasar el carnaval a Venecia.

Habló por último el sexto monarca, y dijo:Caballeros, yo no soy tan gran señor como us-tedes, mas al cabo rey he sido como el más pin-tado; mi nombre es Teodoro; fui electo rey enCórcega, me llamaban Majestad , y ahora ape-nas se dignan decirme Monseñor : he hechoacuñar moneda y no tengo un maravedí; teníados secretarios de Estado, y apenas me quedaun lacayo; me he visto en un trono y he estadomucho tiempo en Londres en una cárcel acos-tado sobre paja, y recelo que me suceda aquí lomismo, aunque he venido, como Vuestras Ma-jestades, a pasar el carnaval a Venecia.

Escucharon con magnánima compasión losotros cinco monarcas este razonamiento, y diocada uno veinte cequíes al rey Teodoro paraque comprara vestidos y ropa blanca. Cándidole regaló un brillante de dos mil cequíes.

¿Quién es este particular, dijeron los cinco re-yes, que puede hacer una dádiva cien vecesmás cuantiosa que cualquiera de nosotros, yque efectivamente la hace?

Al levantarse de la mesa, llegaron a la mis-ma posada cuatro Altezas Serenísimas, quetambién habían perdido sus Estados por lasuerte de la guerra, y que venían a pasar el car-naval a Venecia; pero no se informó siquieraCándido de las aventuras de los recién venidos,no pensando sino en ir a buscar a su amadaCunegunda a Constantinopla.

XXVII. Del viaje de Cándido a Constanti-nopla

Ya el fiel Cacambo había concertado con elcapitán turco, que había de llevar a Constanti-nopla al sultán Acmet, que recibiera a bordo aCándido y a Martín, y ambos se embarcaron,habiéndose prosternado el primero ante su mi-serable Alteza. Cándido, en el camino, decía a

Martín: ¡Conque hemos cenado con seis reyesdestronados, y, de los seis, a uno he tenido quedarle una limosna! Acaso hay otros muchospríncipes más desgraciados. Yo, a la verdad, nohe perdido más que cien carneros y voy a des-cansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda.Razón tenía Pangloss, amado Martín, todo estábien. Sea enhorabuena, dijo Martín. Increíbleaventura es, empero, continuó Cándido, la queen Venecia nos ha sucedido; porque nunca seha visto ni oído cosa tal en la misma posadaseis monarcas destronados. No es eso más ex-traordinario, replicó Martín, que otras muchascosas que nos han sucedido. Con frecuenciaocurre que un rey sea destronado; y por lo querespecta a la honra que hemos tenido de cenarcon ellos es una friolera que ni siquiera merecementarse.

Apenas estaba Cándido en el navío, se arro-jó en brazos de su antiguo criado y amigo Ca-cambo. ¿Y qué hace Cunegunda?, le dijo. ¿Estodavía un portento de beldad? ¿Me quiere

aún? ¿Cómo está? Sin duda que le has compra-do un palacio en Constantinopla. Señor miamo, le respondió Cacambo, Cunegunda estáfregando platos a orillas del Propóntide, encasa de un príncipe que tiene poquísimos pla-tos, porque es esclava de un antiguo soberanollamado Ragotski, a quien da el Gran Turco tresduros diarios en un asilo; y lo peor es que haperdido su hermosura y que está atrozmentefea. ¡Ay!, fea o hermosa, dijo Cándido, yo soyhombre de bien, y mi obligación es quererlasiempre. Pero ¿cómo se puede encontrar en tanmiserable estado con el millón de duros que túle llevaste? Bueno está eso, respondió Cacambo;¿pues no tuve que dar doscientos mil al señordon Fernando de Ibarra Figueroa MascareñasLampurdos y Souza, gobernador de BuenosAires, para obtener el permiso de traer a Cune-gunda? ¿Y no nos ha robado un pirata todocuanto nos había quedado? ¿No nos ha condu-cido dicho pirata al cabo de Matapán, a Milo, aNicaria, a Samos, a Petri, a los Dardanelos, a

Mármara y a Escútari? Cunegunda y la viejaestán sirviendo al príncipe y yo soy esclavo delsultán destronado. ¡Cuán espantosas calamida-des!, dijo Cándido. Sin embargo, aún me que-dan algunos diamantes, y con facilidad rescata-ré a Cunegunda. ¡Lástima que esté tan fea! Vol-viéndose luego a Martín, le dijo: ¿Quién piensausted que es más digno de compasión, el sultánAcmet, el emperador Iván, el rey CarlosEduardo o yo? No lo sé, dijo Martín, y menesterfuera hallarme dentro del pecho de ustedespara saberlo. ¡Ah!, dijo Cándido, si estuvieraaquí Pangloss, él lo sabría, y nos lo diría. Yo noposeo, respondió Martín, la balanza con quepesaba ese señor Pangloss las miserias y valua-ba las cuitas humanas; mas presumo que hayen la tierra millones de hombres más dignos delástima que el rey Carlos Eduardo, el empera-dor Iván, y el sultán Acmet. Bien puede ser,dijo Cándido.

Pocos días después llegaron al canal delMar Negro. Cándido rescató a precio muy sub-

ido a Cacambo, y sin perder un instante se me-tió con sus compañeros en una galera para ir aorillas del Propóntido en demanda de Cune-gunda, por más fea que estuviese.

Había entre la chusma dos galeotes queremaban muy mal, y a quienes el arráez levan-tino aplicaba de cuando en cuando sendos lati-gazos en las espaldas con el rebenque. Por unmovimiento natural los miró Cándido con másatención que a los demás forzados, arrimándo-se a ellos con lástima; y en algunos rasgos desus caras desfiguradas creyó reconocer ciertoparecido con Pangloss y con el desventuradojesuita, el barón, hermano de Cunegunda. En-ternecido y movido a compasión con esta idea,los contempló con mayor atención, y dijo a Ca-cambo: Por mi vida que si no hubiera vistoahorcar al maestro Pangloss, y no hubiera teni-do la desgracia de matar al barón, creería queson esos que van remando en la galera.

Oyendo los nombres del barón y de Pan-gloss, dieron un agudo grito ambos galeotes, se

pararon en el banco, y dejaron caer los remos.Al punto se lanzó sobre ellos el arráez, menu-deando los latigazos con el rebenque. Deténga-se, deténgase, señor, exclamó Cándido, que ledaré el dinero que me pidiere. ¿Conque es Cán-dido?, decía uno de los forzados. ¿Conque esCándido?, repetía el otro. ¿Es sueño?, decíaCándido; ¿estoy en esta galera? ¿Estoy despier-to? ¿Es el señor barón a quien yo maté? ¿Es elmaestro Pangloss a quien vi ahorcar? Nosotrossomos, nosotros somos, respondían a la par.¿Conque éste es aquel insigne filósofo?, decíaMartín. ¡Ah!, señor arráez levantino, ¿cuántoquiere por el rescate del señor barón de Thun-der-ten-tronckh, uno de los primeros baronesdel imperio, y del señor Pangloss, el metafísicomás profundo de Alemania? Perro cristiano,respondió el arráez, ya que esos dos perros degaleotes cristianos son barones y metafísicos, locual es, sin duda, un cargo muy alto en su país,me has de dar por ellos cincuenta mil cequíes.Yo se los daré, señor; lléveme de un vuelo a

Constantinopla, y al punto será satisfecho; perono, lléveme a casa de la señorita Cunegunda. Elarráez, así que oyó la oferta de Cándido, pusola proa a la ciudad e hizo que remaran con másligereza que un pájaro sesga el aire.

Dio Cándido cien abrazos a Pangloss y albarón. Pues ¿cómo no he matado a usted, miamado barón? Y usted, mi amado Pangloss,¿cómo está vivo habiendo sido ahorcado? ¿Ypor qué están ambos en galeras en Turquía? ¿Escierto que mi querida hermana se encuentra enesta tierra?, dijo el barón. Sí, señor; respondióCacambo. Al fin vuelvo a ver a mi queridoCándido, exclamaba Pangloss. Cándido le pre-sentaba a Martín y a Cacambo: todos se abra-zaban, todos hablaban a la par; bogaba la galeray estaban ya dentro del puerto. Llamaron a unjudío, a quien vendió Cándido por cincuentamil cequíes un diamante que valía cien mil, y eljudío le juró por Abrahán, que no podía dar unochavo más. Incontinenti pagó el rescate delbarón y Pangloss: éste se arrojó a las plantas de

su libertador, bañándolas en lágrimas; aquél ledio las gracias bajando la cabeza, y le prometiópagarle su dinero así que tuviese con qué. Pero¿es posible, decía, que esté en Turquía mi her-mana? Tan posible, replicó Cacambo, que estáfregando platos en casa de un príncipe de Tran-silvania. Llamaron al punto a otros judíos, ven-dió Cándido otros diamantes y partieron todosen otra galera para ir a librar a Cunegunda.

XXVIII. De lo que sucedió a Cándido, Cu-negunda, Pangloss, Martín, etc.

Mil perdones pido a usted, dijo Cándido albarón, mil perdones, padre reverendísimo, dehaberlo traspasado de una estocada. No trate-mos más de eso, dijo el barón; yo confieso queme excedí un poco. Pero una vez que deseausted saber cómo me he visto en galeras, lecontaré que después que me hubo sanado demi herida el hermano boticario del colegio, meacometió y me hizo prisionero una partida es-

pañola, y me pusieron en la cárcel de BuenosAires cuando acababa mi hermana de embar-carse para Europa. Pedí que me enviaran aRoma al padre general, y me nombraron para ira Constantinopla de capellán de la embajada deFrancia. Hacía apenas ocho días que estabadesempeñando las obligaciones de mi empleo,cuando encontré una noche a un icoglán muyjoven y muy lindo; y como hacía mucho calorquiso el mozo bañarse, y yo también me metícon él en el baño, no sabiendo que era delitocapital en un cristiano que le hallaran desnudocon un mancebo musulmán. Un cadí me man-dó dar cien palos en la planta de los pies, y mecondenó a galeras; y pienso que jamás se hacometido injusticia más horrorosa. Ahora que-rría saber por qué se halla mi hermana de fre-gona de un príncipe de Transilvania refugiadoen Turquía.

Y usted, mi amado Pangloss, ¿cómo es po-sible que lo vuelva a ver? Verdad es, dijo Pan-gloss, que me viste ahorcar; iban a quemarme,

pero ya te acuerdas que llovía a chaparronescuando me habían de echar a la hoguera, y queno fue posible encender el fuego; así que meahorcaron sencillamente: y un cirujano, quecompró mi cuerpo, me llevó a su casa, y medisecó; primero me hizo una incisión crucialdesde el ombligo hasta la clavícula. Yo estabamuy mal ahorcado: el ejecutor de las sentenciasde la Santa Inquisición, que era subdiácono,quemaba las personas con la mayor habilidad,pero no tenía práctica en materia de ahorcar: lasoga, que estaba mojada, apretó poco; en fin,todavía estaba vivo. La incisión crucial me hizodar un grito tan desaforado, que el cirujano,atemorizado, se cayó de espaldas; y creyendoque estaba disecando a Lucifer se escapó muer-to de miedo, y volvió a caer escalera abajo. Alestrépito acudió su mujer de un cuarto inme-diato, y viéndome tendido en la mesa, con laincisión crucial, se asustó más que su marido, ycayó encima de él. Cuando volvieron en sí, oíque decía la cirujana a su marido: ¿Quién te

metió a disecar a un hereje? ¿Acaso no sabesque todos ellos tienen metido el diablo en elcuerpo? Me voy corriendo a llamar a un clérigoque le exorcice. Asustado con estas palabrasjunté las pocas fuerzas que me quedaban, y mepuse a gritar: ¡Tengan lástima de mí! Al fin co-bró ánimo el barbero portugués, me dio unoscuantos puntos en la incisión, su mujer me cui-dó y al cabo de quince días estaba ya bueno. Elbarbero me acomodó de lacayo de un caballerode Malta que iba a Venecia; pero, no teniendomi amo con qué mantenerme, me puse a servira un mercader veneciano, y le acompañé aConstantinopla.

Ocurrióme un día la idea de entrar en unamezquita, donde no había más que un imánviejo y una joven beata muy bonita, que rezabasus padrenuestros; tenía descubiertos los pe-chos y entre las dos tetas un ramillete muyhermoso de tulipanes, rosas, anémonas, ranún-culos, jacintos y aurículas. Cayósele el ramille-te, y yo lo cogí, y se lo puse con tanta cortesía

como respeto. Tanto tardaba en ponérselo, quese enfadó el imán; y advirtiendo que era yocristiano, llamó gente. Lleváronme a casa delcadí, que me mandó dar cien varazos en lospies y me envió a galeras, amarrándome justa-mente en la misma galera y al mismo bancoque el señor barón. En ella había cuatro mozosde Marsella, cinco clérigos napolitanos, y dosfrailes de Corfú, que nos aseguraron que casitodos los días sucedían aventuras como lasnuestras. Pretendía el señor barón que le habíanhecho más injusticia que a mí, y yo defendíaque mucho más permitido era volver a ponerun ramillete al pecho de una moza que serhallado desnudo con un icoglán; disputábamoscontinuamente y nos sacudían cien latigazos aldía con la penca, cuando te condujo a nuestragalera la cadena de los sucesos de este univer-so, y nos rescataste. Y, pues, amado Pangloss, ledijo Cándido, cuando se vio usted ahorcado,disecado, molido a palos y remando en galeras,¿pensaba que todo iba perfectamente? Siempre

me estoy en mis trece, respondió Pangloss; queal fin soy filósofo, y un filósofo no se ha dedesdecir, porque no se puede engañar Leibniz,aparte que la armonía preestablecida es la cosamás bella del mundo, no menos que el lleno yla materia sutil.

XXIX. De cómo encontró Cándido a Cune-gunda y a la vieja

Mientras se contaban sus aventuras Cándi-do, el barón, Pangloss, Martín y Cacambo;mientras discurrían acerca de los sucesos con-tingentes o no contingentes de este mundo,disputaban sobre los efectos y las causas, sobreel mal moral y el físico, sobre la libertad y lanecesidad, sobre los consuelos que puede reci-bir quien está en galeras en Turquía, llegaron alas playas de la Propóntida, junto a la moradadel príncipe de Transilvania. Lo primero que seles presentó fue Cunegunda y la vieja, que es-taban tendiendo al sol unas servilletas. Al ver

esta escena, se puso amarillo el barón, y el tier-no y enamorado Cándido, contemplando a Cu-negunda ennegrecida, los ojos legañosos, enju-tos los pechos, la cara arrugada y los brazosamoratados, retrocedió tres pasos y luegoavanzó con buena crianza. Abrazó Cunegundaa Cándido y a su hermano, todos abrazaron a lavieja, y Cándido las rescató a ambas.

Había un cortijillo en las inmediaciones, ypropuso la vieja a Cándido que lo comprase,hasta que toda la compañía hallara mejor aco-modo. Cunegunda, que no sabía que estaba fea,no habiéndoselo dicho nadie, recordó sus pro-mesas a Cándido en tono tan resuelto, que nose atrevió el pobre a replicar. Declaró, pues, albarón, que se iba a casar con su hermana; peroéste dijo: Nunca consentiré yo semejante vilezade su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nun-ca me podrán echar en cara tal ignominia.¿Conque los hijos de mi hermana no podránentrar en los cabildos de Alemania? No, mihermana no se ha de casar como no sea con un

barón del imperio. Cunegunda se postró a susplantas y las bañó en llanto; pero fue en balde.¡Insensato y fatuo, le dijo Cándido, te he libra-do de galeras, he pagado tu rescate y el de tuhermana, que estaba fregando platos y que esfea; soy tan bueno que quiero que sea mi mujer,y todavía quieres tú estorbármelo! Si me dejarallevar de la ira te mataría por segunda vez.Otras ciento me puedes matar, respondió elbarón, pero no te has de casar con mi hermanamientras yo viva.

XXX. Conclusión

En el fondo de su corazón, no tenía Cándi-do ganas ningunas de casarse con Cunegunda;pero la mucha insolencia del barón lo determi-nó a acelerar las bodas, sin contar que Cune-gunda insistía tanto, que no las podía dilatarmás. Consultó, pues a Pangloss, a Martín y alfiel Cacambo. Pangloss compuso una eruditamemoria probando que no tenía el barón dere-

cho ninguno sobre su hermana, y que segúntodas las leyes del imperio podía Cunegundacasarse con Cándido dándole la mano izquier-da; Martín fue de parecer de que tiraran al ba-rón al mar, y Cacambo de que lo entregaran alarráez levantino, el cual le volvería a poner aremar en la galera, ínterin le enviaban al padregeneral por la primera embarcación que diese ala vela para Roma. Pareció bien esta idea; apro-bó la vieja, y sin decir palabra a Cunegunda sepuso en ejecución mediante algún dinero, te-niendo así la satisfacción de engañar a un jesui-ta y escarmentar la vanidad de un barón ale-mán.

Cosa natural era pensar que después detantas desgracias, Cándido, casado con suamada, viviendo en compañía del filósofo Pan-gloss, del filósofo Martín, del prudente Cacam-bo y de la vieja, y habiendo traído tantos di-amantes de la patria de los antiguos Incas, dis-frutaría la vida más feliz; pero tanto lo estafa-ron los judíos, que no le quedaron más bienes

que su pobre cortijo. Su mujer, que cada día eramás fea, se hizo desapacible e inaguantable, yla vieja cayó enferma, y era más regañona to-davía que Cunegunda. Cacambo, que cavaba elhuerto y llevaba a vender las hortalizas a Cons-tantinopla, estaba rendido de faena y maldecíasu suerte. Pangloss se desesperaba porque nolucía su saber en alguna Universidad de Ale-mania; sólo Martín, firmemente convencido deque en todas partes el hombre se encuentramal, llevaba las cosas con paciencia. Algunasveces disputaban Cándido, Martín y Panglosssobre metafísica y moral. Por las ventanas delcortijo se veían pasar con mucha frecuenciabarcos cargados de efendis, bajáes y cadíes queiban desterrados a Lemnos, Mitilene y Erze-rum, y llegar otros bajáes y otros efendis, queocupaban el lugar de los depuestos y que loeran ellos luego; y se veían cabezas rellenasadecuadamente con paja que se llevaban deregalo a la Sublime Puerta. Estas escenas dabanmateria a nuevas disertaciones, y cuando no

disputaban se aburrían tanto, que la vieja seaventuró a decirles un día: Quisiera yo saberqué es peor, ¿ser violada cien veces al día porpiratas negros, verse cortar una nalga, pasarpor baquetas entre los búlgaros, ser azotado yahorcado en un auto de fe, ser disecado, remaren galeras, y finalmente padecer cuantas des-venturas hemos pasado, o estar aquí sin hacernada? Ardua es la cuestión, dijo Cándido.

Suscitó este razonamiento nuevas reflexio-nes, y coligió Martín que el destino del hombreera vivir en las convulsiones de la angustia o enel letargo del tedio; Cándido no se lo concedía,pero no afirmaba nada; Pangloss confesaba quetoda su vida había sido una serie de horrorososinfortunios; pero como una vez había sustenta-do que todo estaba perfecto, seguía sustentán-dolo sin creerlo. Lo que acabó de cimentar losdetestables principios de Martín, de hacer titu-bear más que nunca a Cándido y de poner enconfusión a Pangloss, fue que un día vieronllegar a su cortijo a Paquita y a fray Hilarión en

la más horrenda miseria. En breve tiempo sehabían comido los tres mil duros, se habíandejado, vuelto a juntar y vuelto a reñir, habíansido puestos en la cárcel, se habían escapado, yfinalmente fray Hilarión se había hecho turco.Paquita seguía ejerciendo su oficio, pero ya noganaba con él para comer. Bien había yo pro-nosticado, dijo Martín a Cándido, que en brevedisiparían las dádivas de usted, y serían másmiserables. Usted y Cacambo han rebosado enmillones de pesos y no son más afortunadosque fray Hilarión y Paquita. ¡Ah, dijo Panglossa Paquita, conque te ha traído el cielo con noso-tros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me has cos-tado la punta de la nariz, un ojo y una oreja?¡Qué mudada estás! Válgame Dios, lo que eseste mundo! Esta nueva aventura les dio mar-gen a que filosofaran más que nunca.

En la vecindad vivía un derviche que goza-ba la reputación del mejor filósofo de Turquía.Fueron a consultarle; habló Pangloss por losdemás y le dijo: Maestro, venimos a rogarte que

nos digas para qué fue creado un animal tanextraño como el hombre. ¿Quién te mete eneso?, le dijo el derviche; ¿te importa para algo?Pero, reverendo padre, horribles males hay enla tierra. ¿Qué hace al caso que haya bienes oque haya males? Cuando envía Su Alteza unnavío a Egipto ¿se informa de si se hallan bieno mal los ratones que van en él? Pues ¿qué seha de hacer?, dijo Pangloss. Que te calles, res-pondió el derviche. Yo esperaba, dijo Pangloss,discurrir con vos acerca de las causas y los efec-tos del mejor de los mundos, del origen delmal, de la naturaleza del alma y de la armoníapreestablecida. En respuesta les dio el dervichecon la puerta en las narices.

Mientras estaban en esta conversación, seesparció la voz de que acababan de ahorcar enConstantinopla a dos visires del banco y almuftí y de empalar a varios de sus amigos, ca-tástrofe que metió mucha bulla por espacio dealgunas horas. Al volverse Pangloss, Cándido yMartín a su cortijo encontraron a un buen an-

ciano que estaba tomando el fresco a la puertade su casa, bajo un emparrado de naranjos.Pangloss, que no era menos curioso que razo-nador le preguntó cómo se llamaba el muftí queacababan de ahorcar. No lo sé, respondió elbuen hombre, ni nunca he sabido el nombre demuftí ni de visir alguno. Ignoro absolutamentela aventura de que me habláis; presumo, sí, quegeneralmente los que manejan los negociospúblicos perecen a veces miserablemente, y quebien se lo merecen; pero jamás me informo delos sucesos de Constantinopla, contentándomecon enviar a vender allá las frutas del huertoque labro. Dicho esto, convidó a los extranjerosa entrar en su casa; y sus dos hijas y dos hijosles presentaron muchas especies de sorbetesque ellos mismos fabricaban, de kaimak, guar-necido de cáscaras de azamboa confitadas, denaranjas, limones, limas, piñas, alfóncigos ycafé de Moka, que no estaba mezclado con losmalos cafés de Batavia y las islas de América; yluego las dos hijas del buen musulmán sahu-

maron las barbas de Cándido, Pangloss y Mar-tín. Sin duda que tenéis, dijo Cándido al turco,una vasta y magnífica posesión. Nada más queveinte fanegas de tierra, respondió el turco, quelabro con mis hijos; y el trabajo nos libra de tresinsufribles calamidades: el aburrimiento, elvicio y la necesidad.

Mientras se volvía Cándido a su cortijo ibahaciendo profundas reflexiones en las razonesdel turco, y le dijo a Pangloss y a Martín: Se mefigura que se ha sabido este buen viejo labraruna suerte muy más feliz que la de los seis mo-narcas con quien tuvimos la honra de cenar enVenecia. Las grandezas, dijo Pangloss, son muypeligrosas, según opinan todos los filósofos:Eglón, rey de los moabitas, fue asesinado porAhod; Absalón colgado de los cabellos y atra-vesado con tres saetas; el rey Nadab, hijo deJeroboam, muerto por Baza; el rey Ela porZambri; Ocosías por Jehú; Atalía por Joyada; ylos reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías fueronesclavos. Sabido es de qué modo murieron Cre-

so, Astiago, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro,Perseo, Aníbal, Yugurta, Ariovisto, César,Pompeyo, Nerón, Otón, Vitelio, Domiciano,Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, EnriqueVI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, lostres Enriques de Francia, el emperador EnriqueIV; y nadie ignora... Tampoco ignoro yo, dijoCándido, que es menester cultivar nuestrahuerta. Razón tienes, dijo Pangloss; porquecuando fue colocado el hombre en el paraísodel Edén, fue para labrarle, ut operaretur eum , locual prueba que no nació para el sosiego. Tra-bajemos, pues, sin argumentar, dijo Martín, quees el único medio de que sea la vida tolerable.

Toda la compañía aprobó tan loable deter-minación. Empezó cada uno a ejercitar su habi-lidad, y el cortijo rindió mucho. Verdad es queCunegunda era muy fea, pero hacía excelentespasteles; Paquita bordaba y la vieja cuidaba dela ropa blanca. Hasta fray Hilarión sirvió, puesaprendió a la perfección el oficio de carpinteroy paró en ser hombre de bien. Pangloss decía

algunas veces a Cándido: Todos los sucesosestán encadenados en el mejor de los mundosposibles; porque si no te hubieran echado apatadas en el trasero de un magnífico castillopor el amor de Cunegunda, si no te hubieranmetido en la Inquisición, si no hubieras andadoa pie por las soledades de la América, si nohubieras pegado una buena estocada al barón ysi no hubieras perdido todos tus carneros delbuen país de El Dorado, no estarías aquí ahoracomiendo azamboas en dulce y alfóncigos. Biendice usted, respondió Cándido; pero es necesa-rio cultivar nuestra huerta.