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Infodiversidad Sociedad de Investigaciones Bibliotecológicas [email protected] ISSN (Versión impresa): 1514-514X ARGENTINA 2007 Rosa María Fernández de Zamora / Héctor Guillermo Alfaro López REFLEXIONES EN TORNO DE LA BIBLIOFILIA Y EL PATRIMONIO CULTURAL: EL CASO DE LOS IMPRESOS MEXICANOS DEL SIGLO XV Infodiversidad, número 011 Sociedad de Investigaciones Bibliotecológicas Buenos Aires, Argentina pp. 41-64 Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal Universidad Autónoma del Estado de México http://redalyc.uaemex.mx

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InfodiversidadSociedad de Investigaciones Bibliotecoló[email protected] ISSN (Versión impresa): 1514-514XARGENTINA

2007 Rosa María Fernández de Zamora / Héctor Guillermo Alfaro López

REFLEXIONES EN TORNO DE LA BIBLIOFILIA Y EL PATRIMONIO CULTURAL: EL CASO DE LOS IMPRESOS MEXICANOS DEL SIGLO XV

Infodiversidad, número 011 Sociedad de Investigaciones Bibliotecológicas

Buenos Aires, Argentina pp. 41-64

Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal

Universidad Autónoma del Estado de México

http://redalyc.uaemex.mx

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Refl exiones en torno de la bibliofi lia y el patrimonio cultural: el caso de los impresos mexicanos del siglo XVI

Dra. ROSA MARÍA FERNÁNDEZ DE ZAMORA*

HÉCTOR GUILLERMO ALFARO LÓPEZ**

La magia del nacionalismo es la conversión del azar en destino.

BENEDICT ANDERSONResumenAnaliza los impresos mexicanos del siglo XVI, las causas de su dispersión en bibliotecas extranjeras y el proceso de recuperación de ese patrimonio cultural iniciado en el siglo XIX por bibliófi los, bibliografos e historiadores de los pri-meros libros novohispánicos.

Palabras clavebibliofi lia - patrimonio cultural - impresos mexicanos - siglo XVI - México

AbstractIt analyzes the Mexican forms of the XVI century, the causes of their disper-sion in foregin libraries and the process of recovery of that cultural patrimony begun in the XIX century by bibliophiles, bibliographers and historians of the fi rst new hispanic books.

Key-wordsMéxico - cultural patrimony

Introducción

En el orden cultural uno de los acontecimientos más importantes en el ocaso de un milenio y en el nacimiento del milenio que estamos viviendo es el de la sistemática recuperación y protección del patrimo-nio nacional de diversos países. Este fenómeno en sí no es nuevo, pero lo que le da su carácter distintivo es la universalidad, la instituciona-

* Dra. Rosa María Fernández de Zamora, Investigadora del CUIB. E-mail: [email protected]

** Héctor Guillermo Alfaro López, Dr. en Estudios Latinoamericanos. Investi-gador del CUIB. E-mail: [email protected]

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lidad y la organización que adquiere en la actualidad. Todo lo cual se ha visto refl ejado en el programa Memoria del Mundo de la UNESCO y de otros organismos que buscan establecer y desarrollar programas y proyectos nacionales, regionales e internacionales que promuevan el conocimiento , la preservación, uso y difusión del patrimonio docu-mental, aprovechando la convergencia de tecnologías y los aspectos políticos y sociales que dominan este principio de siglo. Es impor-tante resaltar la dimensión universal que la concepción de patrimonio cultural ha alcanzado en nuestros días, la cual es entendida en doble sentido: primero, en cuanto a los bienes culturales y, segundo, en lo que se refi ere a la extensión de aquellos que los usufructúan. Ya no sólo se estiman como patrimonio aquellos bienes a los que se les atribuía un valor por su riqueza material o estética en sí; el registro se ha ampliado para incorporar dentro del patrimonio cultural una amplia gama de objetos, entre los que cabe resaltar, para nuestro tema, los bibliográfi cos que tengan una particular signifi cación. Asimismo se considera que el patrimonio cultural ha de ser usufructuado por el conjunto de los inte-grantes de cada nación, y, de hecho, por el mundo entero, porque en sí mismo es memoria del mundo. Ya no es, pues, patrimonio exclusivo de ciertos grupos o élites. Así, el patrimonio cultural de cada nación es un fragmento particular y distintivo del patrimonio cultural de la huma-nidad. Esta visión del patrimonio cultural se encuentra apuntalada por grupos de instituciones tanto a nivel nacional como internacional y no ya sólo por poderosos mecenas como ocurría aún no hace mucho tiem-po. Lo que ha redundado en que se pueda articular una organización que permite la colaboración entre las diversas naciones para recuperar y proteger sus respectivos patrimonios pero que contribuye a que esos patrimonios nacionales sean difundidos entre distintos países para que se les considere precisamente como patrimonio de la humanidad. Dentro de este contexto cultural adquieren una especial relevancia los impresos mexicanos del siglo XVI, los cuales, como veremos, merecen por derecho propio y con toda dignidad ser considerados no sólo como patrimonio cultural de México sino también de la humanidad.

Ahora bien, para entender mejor la profunda signifi cación de estos impresos es pertinente refl exionar sobre aquellos factores y circuns-tancias que los rodean y que los convierten en un fenómeno de gran complejidad, que va más allá de lo meramente histórico o bibliográfi co,

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y que es precisamente lo que termina por hacerlos parte de la memoria del mundo. Para seguir ese camino comencemos por defi nir y explicar qué es el patrimonio cultural:

En resumen, podemos defi nir el patrimonio cultural como el conjunto de manifestaciones u objetos nacidos de la producción humana, que una sociedad ha recibido como herencia histórica, y que constituyen elementos signifi cativos de su identidad como pueblo. Tales manifes-taciones u objetos constituyen testimonios importantes del progreso de la civilización y ejercen una función modélica o referencial para toda sociedad, de ahí su consideración como bienes culturales. El valor que se les atribuye va más allá de su antigüedad o su estética, puesto que se consideran bienes culturales los que son de carácter histórico y artístico, pero también los de carácter archivístico, documental, biblio-gráfi co, material y etnográfi co, junto con las creaciones y aportaciones del momento presente y el denominado legado inmaterial. La función referencial de los bienes culturales infl uye en la percepción del destino histórico de cada comunidad, en sus sentimientos de identidad nacional, en sus potencialidades de desarrollo, en el sentido de sus relaciones sociales, y en el modo en que interacciona con el medio ambiente.1

Esta larga defi nición de patrimonio cultural tiene la virtud de abrir problemas de relevancia que se encuentran entretejidos con el tema de los impresos mexicanos del siglo XVI y que al buscar darles respuesta nos permite comprender mejor la complejidad de tales impresos. Ex-trayendo los elementos centrales de la defi nición supracitada se puede decir que el patrimonio cultural está constituido por una variada pro-ducción humana que las sociedades reciben como legado de su propio pasado, lo cual les da sentido como pueblo. Su valor no radica sólo en su historicidad o forma externa. De hecho su valor patrimonial radica en que dan un sentido de unidad comunitaria, de destino nacional y de identidad, propiciando además a formas específi cas de interacción con el medio ambiente. Cuando los bienes culturales reúnen de manera integral estos elementos se constituyen en entidades referenciales para toda sociedad, es decir, pasan a universalizarse para ser patrimonio cultural de la humanidad. Refl exionemos con detenimiento esto.

1 Llull Peñalba, Josué. “Evolución del concepto y de la signifi cación social del pa-trimonio cultural”, en Arte, individuo y sociedad, vol. 17, España, 2005, pp. 181-182.

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Las sociedades en su dinámica cotidiana producen una serie de bienes que tienen diversas funciones y que llenan necesidades de variada índole; entre tales bienes los de carácter cultural tienen una signifi cación especial, porque no llenan necesidades inmediatas como por ejemplo las de comer o vestir, sino que son bienes que satisfacen necesidades intelectuales o, de manera más amplia, espirituales. Estos bienes culturales asimismo son producto de las fuerzas sociales e históricas del contexto en que son produ-cidas, todo lo cual deja su impronta de manera indeleble tanto en la forma como en el contenido de ellos. Metafóricamente puede decirse que tales bienes semejan un espejo en donde se refl eja la sociedad que los ha produ-cido. Cuando ese espejo ha sobrevivido a la destrucción del tiempo, esto es, a las posteriores generaciones y a la ignorancia, las sociedades al recupe-rarlo lo convierten en su herencia histórica a través del cual contemplan de sí una imagen especial, hecha a la medida de sus aspiraciones. La imagen que les devuelve el patrimonio cultural no es la misma que esos bienes les dieron a sus productores originales sino que es una imagen que ha sufrido múltiples reelaboraciones en las que está implícita la memoria social, la necesidad de la unidad comunitaria, el destino de la nación y la identidad nacional. Es una imagen en la que se escuchan los ecos del pasado y las voces de los anhelos futuros de un pueblo. Los bienes culturales al alcanzar esa trascendencia para el pueblo que los ha producido los convierten tam-bién en una “función modélica o referencial para toda sociedad”, en otras palabras, en patrimonio cultural de la humanidad; un ejemplo preclaro de todo esto nos lo ofrecen precisamente los impresos mexicanos del siglo XVI. Veamos, pues, el largo recorrido que han seguido tales impresos que los ha llevado a constituirse en un patrimonio cultural.

Los impresos mexicanos del siglo XVI

La primera imprenta se instaló en la ciudad de México Teno-chtitlán en 1539, gracias a las gestiones conjuntas de Zumárraga y de Mendoza: primera imprenta, primer obispo y primer virrey. Primera imprenta en México y en el continente americano, primera imprenta fuera de Europa. Era natural, dada la posición de Sevilla y la impor-tancia de la casa de los Cromberger, que las gestiones que llevaron a cabo Zumárraga y Mendoza, entre 1533 y 1534, con objeto de que se autorizara el establecimiento de una imprenta en México terminaran

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favorablemente y que Juan Cromberger se interesara fi nalmente por el negocio. En junio de 1539 Cromberger y su ofi cial cajista (“componedor de letras de molde”) Juan Pablos (Giovanni Paoli) fi rmaron un contrato por el cual el segundo se comprometía a embarcarse hacia la Nueva Es-paña para instalar en la ciudad de México una imprenta, con recursos y herramientas proporcionadas por Cromberger. Juan Pablos llegó a México probablemente hacia septiembre de 1539 y aquí vivió y trabajó como impresor hasta su muerte en 1560. Durante los primeros años de su actividad, hasta 1546, los libros salidos de la imprenta llevaban la indicación de haber sido impresos en “Casa de Juan Cromberger. A partir de 1548 los libros llevan el pie “En casa de Juan Pablos”.

Así pues la imprenta en México llega a México cuando el mundo del libro en Europa está dominado por un combate religioso en el que las dos fuerzas, católicos y protestantes, usan los impresos para sus fi nes proselitistas conscientes de las posibilidades revolucionarias que ofrece la imprenta y del uso del libro como instrumento del poder.

Tras Juan Pablos se establecieron en la Nueva España varios im-presores que publicaron un valioso conjunto de obras. Las obras que estos impresores produjeron confi guran el más antiguo patrimonio impreso del mundo fuera de Europa, valioso no sólo por su antigüedad y excepcionalidad en el contexto mundial, sino porque los impresores novohispanos lograron producir importantes obras por su contenido y bellas por su aspecto externo, a más de otras muchas marcadas por una intención muy precisa como lo fue contribuir a la imposición del dominio del español y a la evangelización y educación de los indígenas. El libro como instrumento de aculturación.

Es este un fenómeno único en la historia: el intento de sustituir una cultura por otra, unas veces con violencia, otras mediante presión religiosa; el de imponer una forma de vida totalmente ajena a comu-nidades hasta entonces aisladas que habían desarrollado de manera propia una visión de la realidad fruto de su entorno y de su historia. Como bien señala Luis Resines: la diferencia fundamental con otras situaciones históricas estriba en que se trata de un contexto totalmente diverso, y que no se pueden señalar como antecedentes los primeros siglos de la Iglesia que intentaban cristianizar a personas que, si bien eran paganas, participaban con los cristianos del mismo modelo cultu-ral de referencias, ni tampoco la experiencia de “conversión” llevada a

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cabo en España en el período anterior al descubrimiento de América, con judíos y musulmanes porque los integrantes de las tres religiones formaban un conjunto singular y sin precedentes que había generado una cultura única de la que todos participaban, el cristianismo formaba parte del entorno en que habían crecido. No fue el caso de españoles e indios con sendas culturas ajenas entre sí, y que se van intercomuni-cando bien por la imposición, bien por la tolerancia.2

Podría decirse, siguiendo a Chartier, que en la representación del mundo que se habían hecho las culturas mesoamericanas, irrumpió violentamente otra representación totalmente ajena. Para introducirla, los españoles utilizaron, entre otras formas de poder, a la imprenta

“... así los textos y el manejo de los libros no constituyen más que una de las numerosas series de prácticas que modelan las diversas repre-sentaciones y experiencias”.3

Esto permitió que por vez primera en la historia, la imprenta de tipos móviles fuera utilizada para imponer una religión, una cultura y un estilo de vida diferentes. Muchos de esos impresos mexicanos del siglo XVI tuvieron como objetivo la incorporación masiva de los pue-blos mesoamericanos a la cultura occidental, porque, como bien dice Gruzinski, no sólo se trataba de “hispanizar” sino que el intento iba más allá, era más ambicioso, sólo así se explica la enseñanza del latín o de la música, cuando aparentemente hubiera bastado con la conversión al cristianismo.4 De ese trascendente momento de la formación de lo que será México dan cuenta los impresos novohispanos del XVI y de esa rica vida intelectual y cultural que se desarrolló en la Nueva España, en sus colegios, conventos, bibliotecas institucionales y personales. Todo ello sustentado por la introducción de la primera imprenta y por la apertura de la primera universidad en el Nuevo Mundo, que convirtió al virreina-to de la Nueva España en el más prestigioso de la Corona española.

2 Resines, Luis. Catecismos americanos del siglo XVI. Salamanca: Junta de Castilla y León, 1992, vol. 1, pp. 23-24.

3 Chartier, Roger. El mundo como representación, 2ª. Ed. Barcelona, Gedisa, 1995, p. 11.

4 Gruzinski, Serge. La colonización de lo imaginario: sociedades indígenas y occi-dentalización en el México español, siglos XVI-XVIII, México: FCE, 1991, pp. 279-280.

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Los principales impresores que trabajaron en México durante el siglo XVI fueron Juan Cromberger, Juan Pablos “primer impresor real-mente del Nuevo Mundo”, Antonio de Espinosa, Pedro Ocharte, Pedro Balli, Antonio Ricardo, Enrico Martínez y Melchor Ocharte, pero a estos nombres hay que sumar los de Jerónima Gutiérrez, la viuda de Juan Pablos, la viuda de Pedro Ocharte, Cornelio Adrián César y Luis Ocharte Figueroa quienes también trabajaron “el arte de la imprenta”. Estos impresores publicaron libros y folletos de diversos contenidos tanto religiosos como laicos o profanos: doctrinas, catecismos, gra-máticas, vocabularios, textos de música, de medicina, leyes, etcétera. También imprimieron hojas sueltas como tesis, formularios, estampas. Fueron los impresos necesarios para apoyar las diversas actividades de evangelización, de gobierno, de educación que se realizaron en este siglo. Los impresores en el siglo XVI publicaron únicamente lo que pudieron, sólo lo indispensable, los altos costos de impresión fueron pa-tentes: el papel se importaba de España y llegó a escasear, igualmente la tinta y la mayoría de los tipos y planchas. Además las restricciones impuestas por la corona y por la Iglesia infl uyeron en el tiempo de impresión; de esos impresos que tuvieron un uso diario intenso que los destruía los que han llegado a nosotros generalmente se hallan en mal estado e incompletos y no han llegado todos.

Si se compara la producción de la imprenta novohispana en el siglo XVI con la de algunas ciudades españolas, se observa que el número de obras impresas es semejante, por ejemplo Valladolid, que fungió en ocasiones como capital de Castilla, produjo 371 títulos; Toledo, que fue capital bajo Carlos V, imprimió 439 títulos; Córdoba, de gran prestigio bajo el dominio árabe y que no mantuvo en el dominio cristiano, sólo publicó 51 obras; y que decir de Segovia, que sólo imprimió 11 títulos. La ciudad de México Tenochtitlán, recién salida de una guerra de con-quista y aún con escaso público lector produjo cerca de 300 impresos entre libros, folletos y hojas sueltas. La producción novohispana es pues equivalente a la de algunas ciudades españolas, debe observarse que esas ciudades tenían acceso fácil a los insumos necesarios, especial-mente papel y tintas, mientras que México tenía que depender de una lenta y muchas veces accidentada llegada de los materiales.5

5 Véase Lenz, Hanz. Historia del papel en México y cosas relacionadas: 1525-1990. 2ª. Ed. México: Miguel Ángel Porrúa. CNICP, 2001.

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También puede compararse con lo que se imprimió en las otras ciudades americanas y asiáticas que contaron con imprenta europea de tipos móviles en el siglo XVI: Lima, Goa, Macao, Filipinas, y ciudades japonesas como Takaku y Amakusa; en este caso tanto en cantidad como en calidad y variedad la producción novohispana es la más sobresaliente.

Los impresos del siglo XVI en México son por tanto el producto del impacto de dos civilizaciones, una de las cuales es dominada por la otra. Pero la civilización dominada de múltiples formas marca la pauta de actuación y producción cultural de la civilización do-minante, sobre todo en el periodo inmediatamente posterior de la conquista a lo largo del siglo XVI. Después se logrará la unifi cación sincrética de la cultura, dando como resultado una cultura diferen-cial y distintiva de sus matrices culturales de origen. En el siglo XVI la naciente sociedad novohispana vivió en permanente tensión: confl icto y acomodación fueron su signo distintivo. Esto es lo que se manifi esta en la dinámica de la vida cotidiana. Las necesidades de la población de una u otra forma se encuentran marcadas por esa impronta, lo que repercute en los bienes que se producen para satisfacer esas necesidades. En el terreno de los bienes culturales esto se manifi esta con más agudeza.

En Europa la escritura comenzó a tener desde la época griega un papel predominante, que con el paso de los siglos fue defi niéndose y consolidándose mayormente. En los siglos fi nales de la Edad Media la escritura se encontraba bien cimentada y constituía un factor decisivo para organizar a la sociedad, todo lo cual preparó el contexto para la invención de la imprenta de Gutemberg. En el momento en que Europa transita hacia la cultura impresa sale también de su frontera continental para descubrir y conquistar continentes y pueblos antes desconocidos o sólo conocidos por rumores e intuiciones. Pueblos sobre los que va a verter lo mejor así como lo más cuestionable de su civilización: entre ello ocupa un lugar preponderante su cultura impresa.

Como ya se dijo con anterioridad, el establecimiento de la pri-mera imprenta fuera de Europa se llevó a cabo en la Nueva España, México, lo que signifi có que la fusión cultural que se estaba dando en ese momento ahí iba a estar signada por la palabra impresa europea. Pero la actuación y producción de la palabra impresa fue orientada por

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las necesidades del momento, es decir, por las pautas que el pueblo dominado daba para asimilar la cultura dominante española, de ahí el carácter didáctico y religioso de esos primeros impresos mexicanos; lo cual hicieron de manera atingente esos primeros impresores de los que ya se hizo referencia. Estos impresores además no sólo se conformaron con llenar esa función didáctica y religiosa sino que también realiza-ron espléndidas obras maestras por su acabado y belleza que merecen fi gurar entre muchas de las mejores obras impresas europeas de la época. Como puede deducirse por todo lo expuesto es que los impresos mexicanos del siglo XVI se convirtieron en un espejo que refl ejaba los más profundos movimientos y fuerzas que confi guraban a la sociedad novohispana de ese momento. Ese espejo fue roto por las generaciones posteriores y por los dramáticos cambios histórico sociales que vivió el país. Lo que redundó en la destrucción y dispersión de la mayor parte de los impresos del siglo XVI. La recuperación y recomposición de sus fragmentos tuvo que esperar hasta el siglo XIX. Mientras tanto en torno a ellos fueron tejiéndose los hilos de la memoria social, lo cual sería factor decisivo para su recuperación y valorización como patrimonio cultural.

Es conveniente especifi car que aquí estamos haciendo una clara distinción entre memoria individual y memoria social, puesto que si bien entre ambas hay elementos comunes y de continuidad, también hay diferencias, sobre lo cual no ahondaremos. Así pues, hemos de entender memoria social como aquella que:

Tiene un inmenso papel social. Nos dice quiénes somos, insertando nuestros yoes presentes en nuestros pasados y, de este modo, susten-tando cada aspecto de lo que los historiadores suelen llamar ahora mentalités. Para muchos grupos, esto signifi ca volver a armar el rom-pecabezas: inventar el pasado para que se ajuste al presente o, igual-mente, el presente para ajustarlo al pasado. Conservamos el pasado a expensas de descontextualizarlo y borrarlo parcialmente.6

6 Fentress, James y Wickham Chris. Memoria social, Madrid: Cátedra, 2003, p. 238.

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El siglo XIX, la bibliofi lia y el patrimonio cultural

En la medida que la sociedad novohispana dejaba atrás el trauma fundacional de la conquista y se defi nía mejor la organización social y cultural paralelamente se iba gestando la memoria social, necesaria para decirle a la colectividad quien es a partir de insertar su yo en ese pasado que acababa recientemente de dejar atrás. Mas para que ese pasado pueda estar presente en la memoria se requiere también la existencia, la presencia de objetos o bienes provenientes de esa época. Entidad cuya presencia material conjura el olvido. El pasado se va ar-mando a la par que se recuperan y recomponen los bienes que él legó. Pero ese recomponer implica un inventar el pasado para ajustarlo al presente o viceversa, con lo que se conserva “el pasado a expensas de descontextualizarlo y borrarlo parcialmente” Esa descontextualiza-ción del pasado que lleva a cabo la memoria no es una mera distorsión arbitraria, muy por el contrario pretende organizar y hacer legible el presente y, más aún, proyectar el futuro deseable de la colectividad: es la “conversión del azar en destino”. Los bienes culturales represen-tan la medida del tiempo y el deseo de una sociedad; son producidos, destruidos, dispersados, reencontrados, recompuestos y revalorizados creativamente según las necesidades colectivas, como lo muestran los impresos mexicanos del siglo XVI, muchos de cuyos títulos se dispersaron en bibliotecas extranjeras, así como otros fueron lamenta-blemente destruidos.

Si bien un buen número de títulos originales se localiza en biblio-tecas mexicanas, otros muchos están en bibliotecas extranjeras, es por tanto necesario mencionar los motivos de la fuga de estos emblemáticos impresos a colecciones y bibliotecas de otros países.7 A nuestro pare-cer fueron dos las razones que motivaron que los impresos mexicanos virreinales, pero en especial los del siglo XVI, emigraran a países europeos y a los Estados Unidos de Norteamérica; se presentaron los aspectos siguientes:

7 Para localizar los impresos, véase el capitulo dos de :Rosa María Fernández Esquivel. Los impresos mexicanos del siglo XVI: Su presencia como patrimonio cultural del nuevo siglo. México: UNAM, 2006. Tesis de doctorado.

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a) Aspectos ideológico/políticos: la nacionalización de los bienes del clero y el poco aprecio de los liberales por el legado cultural novohispano. A esto se unió la carencia de una Biblioteca Na-cional.

b) Aspectos económicos/culturales: el resurgimiento de la bibliofi -lia en el siglo XIX promovió un exitoso comercio del libro que aunado a las carencias económicas del país propició la venta de obras mexicanas a coleccionistas extranjeros.

México es un país mestizo en el que se han idealizado las mitades de nuestra historia: la indígena por los liberales que niegan la otra mitad virreinal, y viceversa a juicio de los conservadores. Esta ambi-valencia que se inició en el siglo XIX persiste en el México contempo-ráneo. Sin embargo, la colonia nos legó aspectos espirituales, artísticos y culturales que los conservadores trataron de preservar como fue el caso de obras de arte, monumentos, libros y documentos. Por su parte los liberales se vieron en la necesidad de integrar el perfi l de un Estado nacional, sobre lo que Florescano asienta, al referirse a la fundación del Museo Nacional:

La construcción del Estado, como la construcción de la memoria histó-rica nacional, ocurren en un proceso simultáneo de rechazo a la domi-nación anterior y de creación de una nueva identidad que, por fuerza, en lugar de ser integradora, es un proceso desgarrado que acepta una parte del pasado pero rechaza otra; en este caso el pasado colonial.8

Los liberales consideraron que el régimen colonial había privi-legiado una estructura social en la que la Iglesia ocupaba un lugar predominante por lo que fue ésta una de las primeras instituciones que debían reformar, pues estimaban que al lado de una “Iglesia rica se en-contraba un Estado pobre”. Así “...los intentos por desplazar a la Iglesia de su función de soporte ideológico e instrumento de cohesión social promovieron un largo confl icto cuya solución se encontró hasta 1867

8 Florescano, Enrique. “La creación del Museo Nacional de Antropología”, en . Florescano, E. (coordinador), El patrimonio de México, México: CONACULTA/FCE, 1997, v. 2, p. 151.

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con la república restaurada...”9 La nacionalización de las propiedades eclesiásticas que quizás más infl uyó en la historia de México, dice Jan Bazant, fue la decretada el 2 de noviembre de 1789 en Francia. Más tarde, durante las guerras napoleónicas y revolucionarias, este remedio para la quiebra del erario se propagó a España y después a las colonias americanas, y así se decretó en Nueva España, por la real cédula del 26 de diciembre de 1804, un préstamo forzoso de las fundaciones piadosas con el fi n de pagar la deuda pública española, esta desamortización dis-frazada fue suspendida antes de la guerra de independencia, “pero no sin que el gobierno hubiera ya recogido más de 12 millones de pesos, cantidad muy grande entonces.”10 Los confl ictos Iglesia-Estado poste-riores a la independencia llevaron al clero a resistir todos los intentos de reforma emprendidos por el gobierno, por lo que el viejo proyecto de sanear la hacienda nacional mediante la desamortización de los bienes eclesiásticos no fue fácilmente concretado, el proceso fue lento y duró muchos años.11

La ley de nacionalización de los bienes del clero fue promulgada el 12 de junio de 1859; el articulo 1 establecía: “Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular han estado admi-nistrando con diversos títulos...” A su vez los artículos 5 y 12 decían,

5. Se suprimen en toda la república las órdenes de los religiosos regula-res que existen, cualquiera que sea la advocación con que se hayan eri-gido [...] 12. Los libros impresos, manuscritos, pinturas, antigüedades y demás objetos pertenecientes a las comunidades religiosas suprimidas, se aplicarán a los museos, liceos, bibliotecas y otros establecimientos públicos.12

9 Lafuente, Ramiro. Un mundo poco visible: imprentas y bibliotecas en México durante el siglo XIX, México: CUIB, 1992, p. 23.

10 Bazant, Jan. Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875). Aspectos económi-cos y sociales de la revolución liberal. 2ª. Ed. México: COLMEX, 1984, pp.5-6.

11 Aquino, Faustino A. “La postura del clero mexicano ante el decreto de la in-cautación de bienes eclesiásticos del 11 de enero

12 “Ley de Nacionalización de los bienes del clero. 12 de junio de 1859”, en Dublán, Manuel y Lozano, José María. Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia de la República, Ed. Ofi cial, México: Imprenta de Comercio, 1859, v. 8, pp. 680-681.

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Pero como bien asienta Ramiro Lafuente,13 al convertir a las bi-bliotecas públicas en custodias de los acervos expropiados a la Iglesia, el gobierno no implementó ninguna política respecto al rescate y con-servación del patrimonio bibliográfi co nacional. Se puede decir que los liberales actuaron ante los libros y documentos coloniales tal como lo hicieron los españoles ante los códices prehispánicos, con lo cual, naturalmente, propiciaron su destrucción y su éxodo. De esta manera a partir de la Ilustración, el poco aprecio que los liberales tanto europeos como mexicanos manifestaron por la producción intelectual eclesiás-tica en general, y en particular por las obras típicas de la bibliotecas conventuales, se tradujo en el descuido con que se llevaron a cabo las confi scaciones. Voltaire comentaba irónicamente, hablando de los libros raros y valiosos adquiridos por el duque de La Vallière que se trataba de “[...] la belle collection de livres rares et ilisibles”.14

Este descuido, como se ve, no se dio sólo en México, también estu-vo presente en Francia y en España. Después de la Revolución Francesa la dispersión y confi scación de las bibliotecas religiosas y de los nobles también llevó a saqueos y pérdida de obras. Mendoza Díaz Maroto y Sobolovsky nos informan ampliamente cómo las revoluciones y las confi scaciones de los bienes del clero propiciaron la pérdida del patri-monio documental español.15 En México, sin embargo, las quejas por la pérdida y el éxodo de documentos se empieza a manifestar bastante a tiempo antes de aplicarse las leyes de Reforma. José Mariano Beristáin de Souza en 1796, al buscar y recopilar la información necesaria para su Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, da cuenta de los nu-merosos documentos que habían salido del país y dice:

Además adquirí noticias auténticas de lo que podían encerrar los archi-vos, aunque estos no se me franquearan, como era de esperar por afec-tados misterios y escrupulosidades impertinentes, cuando es constante,

13 Lafuente, R. op., cit., p. 74.14 Coq, Dominique. “Le parangon du bilbiothèque française: le duc de La Vallière

et sa collection”, en Histoire des bibliothèques françaises. Les bibliothèques sous l’Ancien Régime, París: Promodis-Editions du Cercle de la Librairie, 1988, p. 289.

15 Mendoza Díaz-Maroto, Francisco. La pasión por los libros. Un acercamiento a la bibliofi lia, Madrid: Espasa-Calpe, 2002. Sobolevsky, Sergio. Bibliofi lia romántica española (1850), Valencia: Castalia, 1951.

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que en algunos de ellos ha habido tanto descuido, que lo más precioso que contenían, está ya en poder de los extranjeros.16

Los periódicos mexicanos informaron del desorden con que se hizo el traslado de las bibliotecas de los conventos a las bibliotecas del gobierno, así el diario La sociedad del domingo 13 de noviembre de 1864, en el editorial titulado “Bibliografía Mexicana”, que podría atribuirse a Joaquín García Icazbalceta, manifi esta la poca visión del país al no conservar los documentos necesarios para el conocimiento de los hechos históricos.

La mayor parte de esos escritos eran obra de los misioneros, o los tenían ellos en su poder por haberlos obtenido de los indios con quie-nes estaban en continua y estrecha comunicación; natural era que se guardasen en las librerías de los conventos. Ya desde el principio el gobierno obtuvo, con su autoridad, que los frailes le entregasen muchos de esos trabajos... pro una vez comenzada la decadencia de las órdenes religiosas, las librerías de los conventos, a pesar de las censuras que las resguardan, dieron paso franco a sus tesoros, y sufrieron un verdadero saqueo, lento y oculto, más no por eso menos desastroso. Sus mas (sic) preciosos libros y manuscritos pasaron a poder de particulares, y de allí muchos al extranjero, de donde ahora tenemos que volver a traerlos a gran costa y con mucha difi cultad. Nuestras revoluciones ayudaron a la obra de destrucción. Los conventos eran siempre cuarteles y lugares preferidos para las asonadas. Los soldados no respetaban ciertamente las bibliotecas y más de una vez los libros dieron el papel necesario para los cartuchos... A pesar de todo, no es despreciable lo que mila-grosamente se ha salvado de tanto naufragio.

Más tarde don Joaquín García Icazbalceta, en 1869, reiteraba que el desorden de las bibliotecas conventuales que favoreció el pillaje ejercido especialmente por extranjeros era ya un antiguo mal, puesto que se llevaban fuera del país lo mejor que teníamos; sin que faltasen algunos curiosos, de aquellos que no consideran robo la extracción furtiva y apropiación de un libro sólo porque a su juicio el dueño no

16 Citado por López Anguiano, Leticia, López Saucedo, M. A. y Ríos Martínez, J. J., en La biblioteca Hispano-Americana Septentrional de José Mariano Beristáin de Souza... México, 1998, Tesis-UNAM, p. 59.

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sabe estimarlo como merece. “La extinción de las órdenes religiosas, y la nacionalización de sus bibliotecas, vino a coronar el estrago. Ex-traídos los libros sin orden ni concierto... perdiéronse muchos.”17 A esta situación habría que añadir la tardanza de la fundación y operación defi nitivas de la Biblioteca Nacional –de 1833 a 1867/1884– para que de esta manera el país hubiese contado con una biblioteca que se ocu-para formalmente de este legado colonial. Mucho se ha escrito sobre la historia de la Biblioteca Nacional. A partir de entonces y hasta ahora mucho se ha lamentado la pérdida de documentos y libros mexicanos, baste mencionar a Juan B. Iguíniz, Joaquín Fernández de Córdoba, Alfonso Reyes, Alicia Perales Ojeda, Salvador Ugarte y Luis González y González, cuyos escritos señalan ya sea el desorden de la nacionali-zación y el abuso de varios personajes que fueron comisionados para revisar el proceso de traslado, o el hecho de que numerosas bibliotecas fueran a parar al extranjero. Salvador Ugarte en la Noticia bibliográ-fi ca que precede la edición facsimilar que hizo en 1950 de la Oración en laudanza de la Jurisprudencia de Juan Bautista Balli, resume muy acertadamente la situación de los primeros impresos mexicanos:

La bibliografía mexicana del siglo XVI ha despertado siempre un apasionante interés, tal vez porque en México fue donde se estable-ció la primera imprenta en el Nuevo Mundo y de ella salieron obras interesantísimas tanto por las materias de que tratan como por su in-menso valor tipográfi co que compite con la producción de las prensas europeas de aquella época. Por esta razón las grandes bibliotecas del mundo entero están siempre al acecho de cualquier impreso mexicano del siglo XVI que aparece, y así han logrado reunir colecciones im-portantísimas de estos libros. En nuestro pobre país, por negligencia, por ignorancia o por afán de lucro, se han dejado escapar hacia el ex-tranjero gran número de estas obras que nunca debieron haber salido de México. Por fortuna, el Museo Nacional, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional conservan valiosas colecciones, y aun en algunas bibliotecas particulares existen numerosos buenos libros. Dios permita que estas joyas nunca salgan de nuestra patria.18

17 Icazbalceta García, J. “Documentos históricos”, en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. 1869, 2ª. Época, v. 1, 1869, pp. 193-194.

18 Ugarte, Salvador. “Noticia bibliográfi ca”, en Oración en laudanza de la juris-prudencia, México: UNAM: Facultad de Derecho, 1953, p. 11.

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A su vez el historiador Luis González y González advierte en un breve párrafo sobre la actitud de indiferencia que tuvieron los liberales ante la salida del país de los impresos coloniales, “La malquerencia del pasado [colonial] explica la indulgencia con que los liberales en el poder vieron la emigración de los libros mexicanos que lo testimonian”.19

En relación con las bibliotecas que emigraron al extranjero, es conocido que en un año (1869) salieron del país y fueron rematadas en Europa las bibliotecas de José María Andrade y Agustín Fischer, y poco más tarde partieron las de José Fernando Ramírez (1880) y Ni-colás León. Este último sostuvo que “estas ventas dieron a conocer en Europa los libros raros e interesantes de México y desde entonces se estimaron, buscaron y conservaron por los bibliófi los de ambos mun-dos”, añade también que vino a aumentarse la estimación a los libros de México. Nicolás León no menciona que esos catálogos los hizo para vender esas “selectas partes de su biblioteca” a bibliotecas extranjeras; incluían valiosos y raros ejemplares de la imprenta mexicana del siglo XVI, en total vendió cuatro bibliotecas sin que nadie se lo impidiera. Comenzó así la incorporación de los impresos coloniales mexicanos al fructífero comercio europeo del libro. García Icazbalceta señalaba que en 1851, durante la Exposición Universal celebrada en Londres en el British Museum, se hizo una exhibición especial de las ediciones más notables de todo el mundo en las que fi guraba la Doctrina del padre Córdova, con una nota de ser el primer libro impreso en México, lo cual indica que ya los impresos mexicanos del siglo XVI empezaban a ser apreciados en el mundo bibliográfi co europeo.20

En el siglo XX otras ricas bibliotecas particulares fueron vendidas en el extranjero; comprendían, la mayoría de ellas, numerosos impresos novohispanos, como ejemplo, las del Barón Kaska, Antonio Peñafi el, Genaro García, Joaquín García Icazbalceta y Luis González Obregón; algunas fueron adquiridas por bibliófi los y pasaron a formar parte, más tarde, de importantes bibliotecas o bien fueron adquiridas directamente por bibliotecas, tal es el caso de las colecciones que se encuentran en

19 González y González, Luis. “Nueve aventuras de la bibliografía mexicana”, en Historia mexicana. vol. 10, no. 1, 1960, p. 30.

20 García Icazbalceta, J. Obras. Opúsculos varios. México: Agüeros, 1898, p. 200. Se refi ere a la Doctrina cristiana para instrucción e información de los indios: por manera de historia. México: Juan Cromberger, 1544.

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la British Library, la Bibliothèque National de Francia, las bibliote-cas Brancroft, New York Public, Newberry, Huntington, John Carter Brown, Benson de la University of Texas en Austin, entre otras. Todo lo anterior demuestra el poco interés y cuidado que se ha tenido por estos valiosos libros en las bibliotecas mexicanas y el gran aprecio que han tenido en otros ámbitos ajenos a su entorno histórico; sin embargo también refl eja el motivo de lucro por parte de sus propietarios y el des-cuido e indiferencia de las autoridades mexicanas al no prever y evitar este comercio por medio de una legislación que prohibiera la salida de estos documentos y de un presupuesto que permitiera adquirirlos para la nación.

Lo expuesto previamente, esto es, la venta y el éxodo de esas valiosas colecciones de documentos mexicanos, está estrechamente relacionado con el resurgimiento de la bibliofi lia en Europa y la apari-ción de esta afi ción en México y en los Estados Unidos de Norteamé-rica. Las bibliotecas formadas por Joaquín García Icazbalceta y José María Andrade fueron producto de su “bibliofi lia”, de su amor por los documentos raros y valiosos, especialmente mexicanos y, en el caso de algunos, de su deseo de rescatarlos y preservarlos como valiosos testimonios de la historia cultural de México. Para García Icazbalceta fueron las herramientas de trabajo para su gran labor bibliográfi ca e histórica. Podría afi rmarse que ellos y otros bibliófi los del siglo XIX nunca pensaron en vender sus bibliotecas –y menos fuera de Méxi-co– por considerarlas, sin mencionarlo así, patrimonio de la nación.21 Es evidente que trabajos de hombres como García Icazbalceta encajan en esa corriente: rescatar, preservar y difundir valores del pasado que en el caso de un país recientemente independizado, contribuyeran a consolidar una identidad nacional.

La historia del libro y de las bibliotecas nos cuenta que la biblio-fi lia ha existido siempre, desde que el “libro” aparece en cualquiera de las presentaciones que ha tenido a lo largo de su existencia, pero tal y como hoy se entiende la bibliofi lia nace en el siglo XVIII, cuando surge un interés especial por ciertos libros que empiezan a designarse como “raros y curiosos”. Alrededor de este fenómeno se desarrolla un nuevo tipo de comercio y de compradores o coleccionistas que da lugar

21 No puede decirse lo mismo de otras bibliotecas como la Genaro García.

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a un mercado muy importante de estos documentos en el que no sólo participa la nobleza sino un nuevo tipo de “bibliófi lo”; gente del comer-cio, de las fi nanzas o de los negocios. Si bien se señala que la nobleza inglesa es la que da el tono, porque fueron los primeros en empezar a coleccionar libros incunables y convertirse en grandes coleccionistas de libros antiguos, especialmente de incunables ingleses, y quienes se interesaron además por las impresiones de los clásicos grecolatinos, de la Biblia y de otros primeros impresos europeos, también aparecie-ron movimientos semejantes en otros lugares como los Países Bajos y Francia. Sin embargo, se reconoce que fue Inglaterra en donde se formó la primera asociación de bibliófi los al establecerse, en 1812, el Club Roxburghe, que se propuso la tarea de publicar reproducciones o facsímiles de manuscritos o libros raros, y que igualmente fue la sede de la primera subasta de libros, práctica que pronto se extendió por todo el mundo, y también de la publicación de catálogos especiales para la venta de libros raros.22 Es en ese momento cuando se consolida el término y el concepto de “libro raro”.

Centros importantes de esta actividades fueron París, Londres, Amsterdam y Leipzig; a ellos acudían los bibliófi los tanto europeos como los de Estados Unidos. Ésas fueron las ciudades en las que se remataron los libros de los bibliófi los y libreros mexicanos en el siglo XIX y principios del XX por las librerías K,W, Hiersemann, List & Francke, Puttick and Simpson, Quaritch, W. Blacke y Nicolás León convertido en librero y con amplias relaciones con los anticuarios europeos para quienes conseguía valiosos libros.23 El amor que por los monumentos del pasado despertó el romanticismo contribuyó mucho a la salvación de estos tesoros en Europa. Este movimiento propició el coleccionismo que puede ser considerado como la primera forma de la valoración del patrimonio cultural por el deseo de preservar esos testimonios del pasado como parte de la identidad de las naciones que surgían. Fuerzas intelectuales e ideológicas actuaron de trasfondo en el resurgimiento de este fenómeno. El coleccionismo toma conciencia del

22 Viardot, Jan. “Naissance de la bibliophilie: le cabinets de livres rares”, en His-toire des bibliothèques françaises. Les bibliothèques sous l’Ancien Régime,1630-1789, París: Promodis-Editions du Cercle de la Librairie, 1988, pp. 268-269.

23 Iguíniz, Juan B. “El éxodo de documentos y libros mexicanos al extranjero”, en Bol. Biblioteca Nacional, 2ª. Época, vol. 4, n. 3, 1953, pp.14-15.

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pasado de la cultura de una nación encarnado en un objeto cultural en este caso el libro, que adquirirá el estatus de patrimonio cultural.

Igualmente en México el coleccionismo y la bibliofi lia fl orecieron en el siglo XIX. No parece, señala Manuel Romero de Terreros,24 sino que los azarosos tiempos de nuestra independencia y nuestra intermina-bles luchas intestinas les inspiraban a ciertos grupos sociales un cons-tante deseo de cultivar y recrear el espíritu de paz de las bibliotecas, y que gracias a ello se salvaron valiosos libros mexicanos. Personajes con diferencias políticas e ideológicas como Carlos María Bustamante, José María Lafragua, Lucas Alamán, Joaquín García Icazbalceta, José María Vigil, Francisco del Paso y Troncoso, Manuel Orozco y Brerra, compartieron el interés por la preservación de los impresos mexicanos como importantes testimonios del patrimonio cultural de México.25 De esta manera el auge de la bibliofi lia en parte colaboró con la preserva-ción de los documentos, pero debido al auge del comercio del libro an-tiguo, que surgió y prosperó en el siglo XIX y primera mitad del siglo XX, ayudó todavía en mayor medida a su dispersión. Se puede concluir con las palabras de Juan B. Iguíniz, válidas para este nuevo siglo:

“Después de habernos enterado... del inaudito despojo de nuestro patrimonio bibliográfi co, y de examinar las circunstancias que lo han ocasionado, llegamos a la conclusión de que el exorbitante número de libros y piezas documentales que han salido del país, traspasa los límites de lo imaginado... Huelga deplorar lo sucedido y lamentar lo irremediable, pero ojalá la dolorosa experiencia recibida nos enseñe por lo menos a estimar no a dilapidar nuestro caudal bibliográfi co, que aunque mermado, todavía es de consideración”.26

24 Romero de Terreros, Manuel. “Bibliófi los mexicanos”, en Los escritores y los libros, México: Secretaría de Hacienda, 1960, p. 116.

25 García Ayluardo, Clara. “Historias de papel: Los archivos en México”, en El pa-trimonio nacional de México, Coord. Enrique Florescano. México: FCE, 1997, p. 261.

26 Iguiniz, J. B. op. cit., p. 27. Pero debe señalarse, además, la necesidad de regis-trar y dar a conocer, a través de catálogos públicos automatizados y copias digitalizadas en Internet, estos tesoros bibliográfi cos existentes en las bibliotecas mexicanas para hacerlos más visibles y de esta manera apreciar mejor su importancia y promover la conservación de este invaluable patrimonio de nuestra cultura y de nuestra identidad.

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A semejanza de Jano la bibliofi lia tiene dos rostros: el que mira hacia el pasado y el que se abre al futuro. Mirando hacia el pasado para recuperar los libros antiguos contribuyó a su dispersión; pero ese mismo mirar al pasado permite que su acción se proyecte al futuro para ser factor importante en su constitución como patrimonio cultural. La bibliofi lia o, más exactamente, los bibliófi los en el momento histórico que se dan a la labor de recuperar los libros antiguos se convierten en una encarnación de la memoria social, lo que redunda en que esta actividad sea parte del proceso de invención del pasado que en ese mo-mento está llevando a cabo el pueblo mexicano y que de hecho forma también parte de un movimiento más amplio que se está realizando en el mundo occidental. En el siglo XIX en Europa se da el ascenso y confrontación de varias corrientes intelectuales e ideológicos que van a cambiar el panorama cultural hasta nuestros días,27 y dentro de ese movimiento se afi rmó la tendencia recuperativa del patrimonio cultural de las naciones, lo que a su vez contribuyó a la defi nición y fortaleci-miento de la propia concepción de nación y a sus derivados ideológicos: nacionalidad y nacionalismo. Una de las tendencias intelectuales que fue decisiva en todo este proceso fue el Romanticismo con su acentua-miento en el historicismo y el particularismo nacionalista:

Por esta razón el Romanticismo apareció en muchas ocasiones car-gado de una fuerte conciencia nacionalista, y las modas estéticas del ochocientos que se inspiraron en determinados modelos históricos, se consideraron legítimas herederas de los viejos estilos nacionales para representar lo mejor de cada pueblo. En contra del clasicismo como estilo imperante en la Europa de aquella época, el Romanticismo em-pezó a creer en la relatividad de la historia, que podía traerse de nuevo al presente para mirarla desde una óptica diferente.28

El Romanticismo promovió la recuperación del pasado particular de cada pueblo; pasado que se expresa en las obras, los bienes creados por el pueblo. Y en esos bienes se plasma lo más específi co y defi nito-rio del ser del pueblo. De ahí que al recuperar esos bienes del pasado

27 Stromberg, Roland N. Historia intelectual europea desde 1789, Madrid: De-bate, 1990.

28 Llull Peñalba, J., op., cit., p. 189.

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el pueblo descubre lo que ha sido y quién es en el presente pero desde la perspectiva de lo más particular y propio, que lo diferencian de los demás pueblos. Por lo mismo esos bienes culturales deben ser usufruc-tuados por la colectividad en su conjunto y ya no sólo por una elite que los consideraba patrimonio propio; esta es la vinculación emocional que el Romanticismo logró establecer entre cada miembro de la co-lectividad y su pasado histórico, “como base del espíritu nacional de los pueblos”29 Para ello había que recuperar esos bienes del pasado en su unicidad diferenciadora y defi nitoria. El bien cultural único y en el que se expresa el espíritu de la época30 que le dio nacimiento. Entre la bibliofi lia y el Romanticismo se da por consiguiente una consonan-cia de intereses y objetivos. Los bibliófi los tienen una conciencia del pasado en la medida que lo ven plasmado en los libros antiguos, los cuales son vestigios que refi eren la historia particular del país. Pero son libros especiales, únicos, porque han salido de la circulación de los demás objetos semejantes, pero también han salido del uso común que las personas pueden hacer cotidianamente de ellos. Cada uno de esos ejemplares únicos ya no son concebidos como libros para ser leídos, sino para ser coleccionados por aquellos que conocen su especifi cidad, su unicidad, los bibliófi los. Esa unicidad que hace “raros y curiosos” a estos libros es la que les otorga un carácter arquetípico. El proceso de recuperación de libros, iniciado por los bibliófi los, fue complementado por los bibliógrafos, que dieron orden y representación racional a ese legado. Mientras la bibliofi lia es motivada por el coleccionismo, la bibliografía es movida por la comprensión erudita. Y es en esa dimen-sión de comprensión donde se conformó la imagen defi nitiva de los impresos del siglo XVI como patrimonio cultural.

29 “El romanticismo logró por fi n establecer una vinculación emocional entre las personas y su pasado histórico artístico, como base del espíritu nacional de los pueblos. La vuelta al pasado se hizo entonces con el anhelo de reencontrar las raíces culturales y los elementos signifi cativos que habían determinado a lo largo de la historia la forma de ser de las sociedades contemporáneas. Muchos fi lósofos e histo-riadores del siglo XIX coincidieron en afi rmar que la identidad cultural de los pueblos se confi guraba gracias a la concurrencia de una serie de expresiones colectivas, de carácter anónimo pero compartidas por todos, que sirven de base a un determinado folklore”. Ibíd.., pp. 188-189.

30 Berlin, Isaiah. Las raíces del romanticismo, Madrid: Taurus, 2000.

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Las aportaciones de destacados bibliógrafos y de numerosos bi-bliófi los, historiadores y fi lólogos muestran el valor cultural de esos im-presos y su interés por el destino de esos primeros libros novohispanos, que ha quedado manifi esto en sus notables tratados. De los existentes, sólo cuatro se ocupan de registrar, analizar y ubicar de manera global la producción del siglo XVI, ya que los otros lo hacen parcialmente.31 Las cuatro bibliografías son las de Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo XVI, 1886; José Toribio Medina, La imprenta en México 1539-1821, 1911; Henrry Raup Wagner –Enrique Wagner– Nue-va bibliografía mexicana del siglo XVI, 1940 (en la cubierta 1946) y la más reciente, la nueva edición de 1954 de la Bibliografía mexicana del siglo XVI de García Icazbalceta realizada por Agustín Millares Carlo y su segunda edición de 1981 a la que sólo añadió un apéndice. En su Bibliografía mexicana García Icazbalceta registra 117 obras, aunque menciona que es muy posible que con el tiempo el número de obras identifi cadas aumente. En efecto, con el avance de las investigaciones sus seguidores han detectado nuevas obras que añadir a su listado ori-ginal. Las diferencias que giran en torno a estas cantidades revelan las épocas en que fueron hechos los estudios y la suma de los hallazgos de aquellos que se han interesado en la búsqueda y, en el caso de los bibliófi los, en la posesión de estos impresos. También ha infl uido en la localización el avance bibliotecario en el registro de este tipo de mate-riales. En las cuatro bibliografías mencionadas se describen y registran libros, folletos y hojas sueltas. Estas últimas pueden ser tesis, cartas poder, pagarés y formularios.

El bibliógrafo que con mayor orden presenta su bibliografía es, sin duda, Joaquín García Icazbalceta, sigue un orden cronológico con amplia información sobre los textos, autores y temas. De hecho su bibliografía va a ser la base para las demás bibliografías. Cada una de las bibliografías posteriores a la de García Icazbalceta ha ido ampliando el conocimiento de los impresos del siglo XVI, haciendo nuevos des-cubrimientos o rectifi cando aquellos que ya se conocían o se conocían insufi cientemente hasta llegar a la más reciente bibliografía, la elabora-

31 Ejemplo: Emilio Valtón en su obra Impresos mexicanos del siglo XVI... 1935 sólo se ocupa de los impresos en la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional y el Ar-chivo General de la Nación; Román Zulaica Gárate en Los franciscanos y la imprenta en México trata únicamente de autores y actores franciscanos.

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da por Rosa María Fernández Esquivel, la que puede considerarse hasta el momento como defi nitiva. En la extensa parábola que media entre el año de publicación de la bibliografía de García Icazbalceta (1886) hasta la de Fernández Esquivel (2006),32 se defi ne y consolida el conocimiento organizado y sistemático de los impresos del siglo XVI. Pero a la par, ello coadyuva a que la memoria social construya el pasado a partir de un presente que tiene como referencia esos impresos que le muestran el momento fundacional de la nación. Lo que fue fase recuperativa con la bibliofi lia se convierte en conocimiento organizado con la bibliografía, lo cual permite una visión más completa de ese pasado , lo que signifi ca darle mejores elementos de construcción a la memoria para concebir un pasado que satisfaga necesidades presentes de la colectividad, como lo es por ejemplo la necesidad de la integración de la comunidad nacio-nal. Lo cual se hace mayormente legible cuando se comprende dentro del marco más amplio de la integridad del patrimonio en los diversos órdenes de la cultura.

Los distintos tipos de legado, que pueden haber sido, producidos en las diversas épocas históricas de un pueblo, son legados que le permiten a la memoria reinventar el pasado; pero esa diversidad de épocas en que se forja el legado cultural da una visión más integral del pasado lo cual le brinda a ese pueblo una más completa gama de elementos de su his-toria para conformar mejor esa comunidad imaginada que es la nación, que tiene así un sólido factor de identifi cación y de identidad nacional entre ellos a partir del patrimonio que les ha legado su historia.

“Así pues, con un espíritu antropológico propongo la defi nición siguiente de la nación: una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana. Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión (...). Por último, se imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada

32 Fernández Esquivel, R.M. op. cit.

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caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal.33

Como se infi ere a partir de las palabras citadas de Benedict An-derson, los miembros de una nación jamás conocerán a la mayoría de sus compatriotas pero en su mente vive la imagen de su comunión; de ahí que más allá de la desigualdad y la explotación la nación brinda ese vínculo de hermandad entre ellos. A lo que nosotros agregamos que la condición de posibilidad para que se pueda establecer ese vinculo de hermandad que da lugar a la comunidad imaginada de la nación es la existencia de un patrimonio común y que permite por vía de la memo-ria social inventar el pasado para ajustarlo al presente y viceversa. Lo que redunda en que esa comunidad defi na su identidad nacional y en cuanto tal pueda así proyectar su destino como nación. Los impresos del siglo XVI forman parte del rico patrimonio cultural y por lo mis-mo han contribuido a la integración de la comunidad imaginada y a la forja de la identidad nacional, dando lo que sólo ellos específi camente pueden dar: el momento histórico del nacimiento de la nación mexi-cana, espejo en el que los mexicanos pueden contemplar la imagen de su origen. Imagen que por supuesto es en gran medida una invención, pero necesaria para la autocomprensión de la colectividad.

Al cumplir cabalmente los impresos mexicanos del siglo XVI con lo que hemos expuesto trascienden su particularidad nacional para convertirse en patrimonio cultural de la nación y de humanidad, y esto porque también muestran esa dimensión universal que preexiste en cada pueblo.

México, agosto del 2006

33 Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. Refl exiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo, México: FCE, 2006, pp. 23-25.