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Francisco Fernández MengualFrancisco Fernández MengualFrancisco Fernández MengualFrancisco Fernández Mengual
Profesor de FilosofíaProfesor de FilosofíaProfesor de FilosofíaProfesor de Filosofía
ArtículoArtículoArtículoArtículo
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Exergo
A diferencia de Albert Camus1, no puedo imaginar a
Sísifo dichoso, ni feliz, ni siquiera satisfecho. La
ausencia de sentido invita a la desesperación. Cuerpo y
alma ceden a la tentación de dejarse llevar por la
inmediatez de la tarea que comienza una y otra vez,
que se consume en sí misma sin apuntar hacia ningún
objetivo o meta. Trabajo diario del profesor: no
sucumbir ante los atractivos de la frustración y la
desidia, no entusiasmarse con la inevitable levedad de
las cosas, no acercarse al espejo en el que Sísifo, esta
vez feliz, nos reta con su mirada.
Exordio
Para evitar malentendidos y como medida de
precaución, me permito la licencia de traer aquí dos
acepciones de uno de los términos que aparecen en el
título de este escrito. El Diccionario de la Real
Academia registra trece acepciones del término “valor”,
de las cuales transcribo dos, las más relevantes para
tratar el tema que nos ocupa. En una primera acepción
1 Camus resume el mito del siguiente modo: “Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra vovía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.” La última frase de su célebre ensayo El mito de Sísifo dice así: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
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queda definido como: “Cualidad del ánimo que mueve
a acometer resueltamente grandes empresas y a
arrostrar los peligros.” Por otra parte, también como
“Cualidad que poseen algunas realidades concretas,
consideradas bienes, por lo cual son estimables.”
Blaise Pascal afirmaba que las normas políticas parecen
hechas para gobernar un manicomio. No menos se
puede decir de la ingente cantidad de decretos, órdenes
y leyes que pretenden organizar la Educación -¿o
debería decir la Enseñanza?- en este país que un día
nos vio nacer fruto del azar, la improvisación, el
descuido, la voluntad o el amor. Sea cual fuere la razón
necesaria de nuestra presencia en este mundo y en esta
tierra, dejémosla de lado, de momento, y pasemos a la
cuestión que nos ocupa.
Reflexión
A nadie le pasa desapercibido que, incluso en los
regímenes democráticos, el Estado tiene una cierta
vocación totalitaria; tendencia que se manifiesta, entre
otros, en el ámbito de la Educación. Y el que este
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término haya sustituido al de Enseñanza es ya un
síntoma inequívoco de dicha voluntad totalitaria.
Ya no se trata de instruir en habilidades y
conocimientos, sino de ofrecer a la clientela, los
alumnos y sus familias, una educación total (¿-itaria?):
además de enseñarles contenidos y cómo manejarlos,
hay que forjar sus sentimientos, sus creencias y sus
afectos o convicciones, es decir, educar.
Es el poder el que habla y dicta el “modo de vida” para
evitar cualquier conato de resistencia, cualquier
apuesta por la autonomía. Aquí reside, en mi opinión,
el malentendido con respecto a la Educación en valores
y su relación con el valor del profesor. Porque los
valores no se enseñan; se imponen. Se enseña la
filosofía de Sartre, el ciclo de Krebs o el teorema de
Gödel. La educación exige la imposición de normas
que se cimentan en una serie de valores, siendo su
objetivo la interiorización de los mismos por parte de
los educandos. Los valores no pueden enseñarse como
una teoría física o un teorema matemático, a lo sumo
podemos, por ósmosis existencial, transmitirlos, ya que
son inmanentes a nuestros actos.
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De ahí el pleonasmo “educar o enseñar en valores”.
Como si se pudiese enseñar de otro modo, como si los
valores no estuviesen siempre presentes en todo acto
educativo o instructivo… Entonces, ¿por qué tanta
insistencia en que la Educación sea en valores si lo
contrario es imposible? ¿No será que se pretende que
se eduque en ciertos valores y que el profesor asuma la
tarea, no ya de instruir y formar, sino de forjar
ciudadanos cuya conducta se cimente sobre la
aquiescencia ignorante y la sumisión a un paternalismo
estatal que iguala a todos en la ignorancia y la desidia?
La Educación, como tarea que trasciende los límites de
la “noble” institución de la Enseñanza, no se puede
codificar en un manual de autoayuda, no es un
conjunto de prescripciones cuya finalidad se reduce a
procurar la salud ciudadana. Enseñar no es poner en
escena los valores. Repito: éstos no se enseñan, ni la
virtud tampoco; se enseña la obediencia, como ya nos
decía Platón. En la Educación, la importancia debería
recaer más en la interrogación que en la respuesta, más
en el porvenir que en la tiranía de lo dado. El valor del
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profesor depende de su apuesta personal por formular
las preguntas oportunas y no de su resignación o de su
voluntaria servidumbre a un sistema que pretende
convertirlo en un sacerdote laico, en el cual su función
consiste en transmitir normas, preceptos,
recomendaciones y...Valores. El valor del profesor
reside en su resistencia a solazarse en la pedagogía
para ahuyentar el pensamiento. El valor del profesor
está íntimamente relacionado con la inminencia de la
pregunta y no con el conocimiento de las respuestas,
pues ser ciudadano en un sistema democrático implica
la osadía, el atrevimiento de preguntar allí donde se ha
establecido que ya están dadas todas las respuestas. La
ignorancia -un valor en alza, no lo olvidemos-
encuentra su lugar natural en la voluntad paternalista
de los “Mandarines”2, los cuales establecen lo que debe
ser pensado, cómo se debe pensar y a qué conclusiones
se ha de llegar, o lo que es lo mismo, la negación del
pensamiento.
La Enseñanza Media, hoy Secundaria, consiste, cada
vez más, en una guardería universal cuyo límite con
2 Término cuyo significado aprendí tras la lectura de Miguel Espinosa, concretamente, de su obra Escuela de Mandarines.
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respecto a los contenidos es el cero (no hay respuesta
allí donde no cabe establecer pregunta alguna), en la
que el profesorado se ve privado de autoridad,
desprovisto de instrumentos disciplinarios y siempre
puesto en cuestión por padres y alumnos. Aquí rige la
lógica del silogismo perverso. Así razona el educando:
como en ocasiones se han cometido injusticias, yo
siempre soy el objeto de las mismas. El paternalismo
triunfa, la victimización se confirma y la
responsabilidad se desvanece. En este contexto viene
de perlas una tercera acepción del término ‘valor’:
“Persona que posee o a la que se le atribuyen
cualidades positivas para desarrollar una determinada
actividad.’ El valor del profesor no depende del valor
que se le otorga por parte de otras instancias o
instituciones, sino de su compromiso con la labor que
desarrolla. Cuanto menos valor se le concede, más valor
necesita para desarrollar su tarea. Es una obviedad,
pero hay que decirlo: cuanto más y mejor intenta
enseñar un profesor, menos valor se le otorga. En
nuestra profesión, la competencia profesional está
penalizada. El profesor-colega, amigo, ha sustituido al
profesor que forma e informa. La ineptitud ya no es un
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problema y la ignorancia es el factor que nivela e
iguala. Lo que debería ser una excepción, la adaptación
curricular (conste en acta que no soy yo el que ha
forjado la expresión), se ha convertido en la norma. ¿Es
la ignorancia el nuevo valor paradigmático que,
combinado con la igualdad, se presenta como el nuevo
principio del que deben emanar normas y
disposiciones? La ecuación resulta paradójica: educar
para igualar a todos, no en la areté, sino en el cero. El
valor del profesor, más allá del que se le otorgue, reside,
precisamente, en resistirse a esta ecuación, en no
someterse a las aporías que se desprenden de la
paradoja. Y mucho valor hay que tener para no
sucumbir a las tentaciones del maligno: todos iguales,
todos ignorantes; y el profesor, como maestro de
ceremonias de este espectáculo. Y cada uno en su
feudo de irresponsabilidad canta una canción cuyo
estribillo es la famosa sentencia de Celine: todos son
culpables salvo yo. En el laberinto de la
postmodernidad, se forja un nuevo rostro que se define
por tres coordenadas: la inocencia, el infantilismo y la
victimización; las cuales definen un lugar común: el
adolescente, cuyo periodo de incubación y desarrollo
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abarca desde la pubertad hasta el momento de su
muerte. Si Valle-Inclán levantase la cabeza, seguro
estoy de ello, haría arder en la hoguera sus escritos y los
sustituiría por la crónica de esta noble institución; pues,
sin esfuerzo alguno, sólo registrando su devenir
cotidiano, nos ofrecería la esencia del esperpento.
La aguja del giradiscos rasga levemente el vinilo. Carlos
Gardel canta Cambalache, esa obra maestra de Enrique
Santos Discépolo: “Hoy resulta que es lo mismo ser
derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso,
estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un
burro que un gran profesor!”
Paco Fernández Mengual
Profesor de Filosofía
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