Página de Froilán Turcios
Prosa Modernista
ALMAS TRÁGICAS
PRIMERA PARTE
I
La lumbre angustiosa del crepúsculo agonizaba en el ocaso. Largas cintas lívidas cruzaban el horizonte,
invadido por las primeras sombras de la noche. El silencio tendía sus grandes alas misteriosas...
Julio concluyó su lectura casi en la oscuridad. Era un poema satánico, impregnado de dolor y de ironía: un
triste canto de blasfemia, en el que se mezclaban sonrisas de piedad y lágrimas coléricas, celestes esperanzas y
hondas dudas maldicientes.
Deslizó el libro en uno de sus bolsillos y con paso de sonámbulo se dirigió a la ciudad. Las luces amarillas de
los faroles brillaban en las calles lóbregas. Caminaba lentamente, con el pensamiento perdido en divagaciones
extrañas, cuando una vocecita musical, que le saludó desde una ventana, le hizo volver a la realidad. Él
contestó al saludo con una frase cariñosa y llegó a su casa, obsesionado por aquel acento argentino, que
vibraba en su alma como una campana de cristal. Una intensa melancolía le invadió de repente: una de esas
bruscas tristezas que caen sobre el ánimo, impregnándolo de intenso deseo de morir, de descansar para
siempre bajo la tierra compasiva de los cementerios.
Ya en su cuarto, encendió la luz y sentado frente a su escritorio, con la cabeza entre las manos permaneció
largo rato, sumergido en un desconsuelo mudo. No salió una lágrima de sus ojos, ni se contrajo un solo
músculo de su rostro: sólo en la actitud se revelaba su dolor íntimo y profundo.
–¡Julio!, oyó decir a su espalda, al mismo tiempo que dos brazos afectuosos le rodeaban el cuello. Al volverse,
el joven se encontró con su madre, que mientras le acariciaba los cabellos desordenados, fijaba en él una
mirada interrogadora y triste.
–Comprendo tu pena, murmuró ella, muy quedo. Estás enamorado de un imposible.
Y bajando aún más la voz, desliza un nombre en los oídos de Julio.
II
A Luciano empezaba a extrañarle la ausencia de su amigo.
–Hace ocho días que no viene a casa– le dijo a su mujer. ¿Estará enfermo?
–No lo creas, Julio es así, un poco raro. Su hermana me ha dicho que se encierra con frecuencia en su cuarto,
durante semanas enteras, que se ocupa en leer y en poner al día sus libros de comercio. Mañana en la noche le
tendremos aquí y ya verás con qué naturalidad excusa su ausencia.
Luciano no insistió. Jamás ponía en duda lo que Alicia decía. Era uno de esos maridos complacientes que se
doblegan a cada paso a la voluntad de la mujer. Rico, lleno de salud, de buena posición social y casado con
una joven encantadora, nada le hacía falta para ser completamente dichoso.
Se casó a los cuarenta años con una niña de diez y seis. Él no se inquietó por saber si el amor había arrojado a
aquella criatura en sus brazos. La conoció en la capital de un departamento e informado de la extrema pobreza
de su familia, se dirigió a los padres, con quienes arregló el matrimonio. ¿Qué mejor partido para ella,
expuesta a quedar huérfana el día menos pensado, por la ancianidad en que ellos iban entrando, que aquel
buen señor de aspecto tan recomendable, y de rostro franco y risueño, cuyo capital la pondría a salvo de toda
miseria, llenando de tranquilidad y bienestar los últimos años de los viejos? ¿Que no lo amaba? Eso era lo de
menos: el amor viene en seguida, con las consideraciones y el trato íntimo.
Cuando Alicia se dio verdadera cuenta de su situación, era ya la señora de Álvarez, ciudadano de
reconocido mérito local, que daba grandes sumas de dinero a un interés crecido y cuya casa de comercio era
de las mejores reputadas en el país.
La vida de Tegucigalpa gustó más a la joven que la del oscuro pueblo en donde pasó su infancia. Muy
pronto sus relaciones se extendieron y su salón de recibo, arreglado con lujo y elegancia, fue el centro de
pequeñas fiestas de confianza, de veladas y conciertos, en donde reinaba siempre la alegría.
Las noches de los sábados brillaba el salón a la luz de las arañas y de los grandes candelabros de plata; y al
compás de la música se deslizaban las parejas, entre el estruendo de las risas y de los aplausos de la
concurrencia. Allí se daba un descanso al ánimo, fastidiado de la vida monótona de la capital. El pókar y el
ajedrez, los juegos de prendas, el baile y el canto, eran las partes de que se componía el programa de aquellas
inolvidables veladas, llenas de familiaridad y de buen gusto y en donde nunca una nota indiscreta llegó a
interrumpir la satisfacción general.
Toda la alegre juventud de ambos sexos se daba cita en aquel precioso local, en cuyos espejos biselados se
reflejaban semblantes angélicos y rostros varoniles de ásperos bigotes, confundidos con los altos peinados de
las señoras y las cabezas blancas de algunos abuelos.
Por lo general, las señoras permanecían, mientras se bailaba, en los gabinetes contiguos al salón, entretenidas
en charlar, comentando los chismes diarios. Algunas veces se acercaban a las puertas y se divertían con el
bullicio y la alegría, con el ir y venir de las parejas y el rumor de las conversaciones, recordando los buenos
tiempos de la juventud, cuando los ancianos que jugaban ahora en los pasillos, silenciosos y atentos,
murmuraban a sus oídos frases galantes y declaraciones de fuego.
Entre todas aquellas hermosas jóvenes se distinguía la dueña de la casa, por un no sé qué especial, por cierto
aire de encantadora elegancia de que quizá las otras carecían, por su género de belleza un tanto rara y por la
exquisitez de sus trajes, de colores delicados y exóticos, de adornos de una refinada sencillez, cuyo secreto sólo
de ella era conocido. En vano sus amigas trataban de imitar su manera de vestir: la imitación, falta de gracia,
sólo servía para hacer resaltar de manera más clara, su distinción especial.
La modista encantada que todas envidiaban era ella misma. Sus dedos de hada eran los creadores de
aquellos prodigios de habilidad, que arrancaban sonrisas de despecho a las menos benévolas. Ella, ayudada
por los periódicos de modas que recibía todas las semanas de Europa, confeccionaba aquellos trajes ligeros y
vaporosos que acariciaban su cuerpo mórbido y cuyos corpiños de encajes de Holanda besaban su pecho de
azucenas suaves y sutiles ondulaciones.
En sus ojos, raros y únicos, tenía Alicia, sin saberlo quizá, el secreto de su simpatía y de su poder. Eran de un
verde intenso, velados misteriosamente por largas pestañas obscuras. Aquellas pupilas extrañas, de rápidos
reflejos metálicos, poseían un encanto sugestivo e insostenible, una atracción inevitable y fatal. Semejaban dos
brillantes gotas de agua marina, en medio de la blancura luminosa de la esclerótica: dos húmedas esmeraldas,
cuyos reflejos eran caricias de una infinita voluptuosidad.
Por lo demás, Alicia era esbelta y linda, de una palidez de alabastro, de boca encendida y sensual y largas
manos aristocráticas. Inteligente y artista, amaba apasionadamente la música, los versos armoniosos y todas
las manifestaciones puras del arte legítimo. En seis años se había perfeccionado, hasta donde era posible, en el
estudio del piano y del arpa, sus instrumentos favoritos a los que hacía sollozar y reír a su antojo. Sus diarias
lecturas de obras contemporáneas la habían llevado al refinamiento artístico, cosa rara de encontrar en una
mujer de estos países centroamericanos, en donde el arte literario, sobre todo para la mujer, jamás llega a
revelar sus íntimos secretos'.
Sin embargo, Alicia no hacía ostentación ridícula de su cultura y de sus conocimientos. Mujer superior,
hablaba con una sencillez deliciosa que cautivaba los ánimos. Su voz, llena de tiernas inflexiones, se apagaba,
se velaba con desfallecimientos musicales; y toda su persona, toda aquella seductora figura, perfumada y
elegante, hacía estremecer involuntariamente a los hombres que la rodeaban. Aquel buen señor de su marido,
con su aspecto sencillote y vulgar, con su inmensa calva reluciente y su voluminoso abdomen, provocaba
envidias silenciosas entre sus amigos íntimos, conocedores, por el trato casi diario, de los méritos excepcio-
nales de su mujer.
Alicia no había amado nunca. Casada por la voluntad egoísta de sus padres, profesaba a su marido una
afectuosa amistad, mezclada de un vivo reconocimiento por sus ternuras solícitas y por las comodidades de
todo género de que la rodeaba. Su capricho era ley en aquella casa, a la que daba vida con su constante
actividad. Prodigaba cuidados casi maternales a la pequeña Hortensia, sobrina de su marido, hija de una
hermana muerta a quien él quería entrañablemente. En aquel matrimonio sin descendencia, ella fue el objeto
de todos los afectos que se hubieran prodigado a los hijos propios.
Hortensia tenía doce años y era una deliciosa muchachita, de dulce y pensativo semblante, de negros ojos
melancólicos. Era juiciosa, de un carácter suave y severo que se diferenciaba por completo del de las demás
niñas de su edad. Su tristeza prematura ponía un sello de simpatía en toda su persona. Apenas sonreía y las
expresiones de su exquisita sensibilidad casi nunca se exteriorizaban, guardándolas en su alma y gozando y
sufriendo con ellas.
Alicia le enseñaba música y algunas ciencias elementales. La iniciaba en los pormenores de las costumbres y
los trabajos del hogar: le revelaba los secretos de su habilidad en la costura y arreglo de los trajes, en los
adornos de los bordados y en la combinación de los colores. Sus pequeños dedos, torpes al principio, fueron
poco a poco adquiriendo elasticidades nerviosas y flexibilidades inteligentes. Comenzó haciendo plegados
insignificantes, después sencillos enlazamientos de cintas y a los doce años arreglaba ella misma sus vestidos,
de enaguas cortas y redondas, de sacos de seda, cerrados hasta el cuello, con graciosos pliegues de encaje en
los puños, regordetes y blancos.
Tenía, además, una profesora de idiomas y pintura, una joven alemana llegada al país hacía algunos años, de
actitud rígida y voz chillona y aflautada. El escaso vocabulario español de que ella podía servirse, habíase
aumentado considerablemente desde que daba clases a Hortensia, quien tomaba un vivo interés en que la
pobre Emy hablara el castellano. En cambio, la extranjera hizo de ella su discípula favorita, esmerándose en
hacerla comprender el francés, el inglés, y la difícil lengua germánica, de pronunciación casi imposible para
labios latinos. Pero en lo que verdaderamente la niña hacía rapidísimos progresos era en piano y en pintura,
artes para las cuales demostraba extraordinarias aptitudes. Admiraba verla en el pincel, bosquejando paisajes
de invierno o acuarelas otoñales. Eran ensayos incorrectos; pero que revelaban ya una sorprendente facilidad
en el arte de Gustavo Doré.
En el piano ejecutaba piezas difíciles, fragmentos de música clásica, melodías severas; y una amiga de Alicia
le daba diariamente clases de canto, en las que su voz, delicada y cristalina, empezó a vibrar con las dulzuras
del ritmo. Alicia la inclinaba a la lectura. Primero la ejercitó en la comprensión de libros infantiles, cuentos
ingleses o narraciones escandinavas; siguiendo a éstos pequeñas novelas instructivas de autores españoles,
exentas en absoluto de todo argumento pasional. Relatos de viajes lejanos, descripciones de costumbres,
recuerdos históricos, leyendas inocentes: de esta ciase de libros ingenuos se componía la biblioteca de
Hortensia. Volúmenes inofensivos, en los cuales su alma infantil y apasionada, su inteligencia observadora por
naturaleza, encontraban distracciones más intensas y útiles que las que le proporcionaban sus amigas, con
juegos banales y necios, capaces sólo de distraer a las niñas vulgares y candidas.
Por temor de que cayera en manos de la pequeña, Alicia guardaba cuidadosamente los libros franceses de
los autores contemporáneos, que un editor extranjero, con quien su marido cultivaba relaciones comerciales, le
remitía por todos los correos. Llegaban aquellas ediciones elegantes, con las páginas vírgenes, con el papel
aún húmedo; y ella se anegaba, con una voluptuosidad espiritual, en las fuertes emanaciones de aquella
literatura malsana, en los perfumes acres, en las quejas angustiosas y apasionadas, en los estremecimientos de
lujuria y en la orgía de carnes y de vahos sexuales de que están saturadas las obras de los artistas parisienses,
cantores del placer refinado y de la caricia dolorosa, de los supremos espasmos carnales y de todas las delicias
prohibidas de las prostituciones elegantes. Afrodita de Pierre Louys, le causó un placer intensísimo; una
embriaguez cerebral que le arrancó algunas lágrimas; lágrimas neurasténicas, motivadas por la crispatura de
sus nervios sensitivos, que no eran sino cuerdas temblorosas del arpa resonante de su cuerpo.
Fuera de las rápidas crisis nerviosas, aquellos libros deliciosamente obscenos no la hacían daño alguno4. Su
contextura física, llena de vigor, por donde circulaba sangre roja y abundante, la preservaba contra cualquiera
acción dañina que pudiera provenirle de sus excitaciones mentales; de tal modo, que lo que en una mujer débil
hubiera sido causa de una afección histérica, para ella constituía un placer inofensivo, del que, por otra parte,
no abusaba nunca.
Otra de las circunstancias que hacía poco peligrosos aquellos libros, para Alicia, era la de que no afectaban ni
excitaban de ningún modo sus sentidos. Leíalos con la misma impasibilidad con que el escultor admira la
desnudez divina de sus diosas de mármol; y sólo los nervios y su sensibilidad intelectual, vibraban durante
algunos segundos, en ciertos pasajes, en que quizá más admiraba la limpidez luminosa del estilo, la riqueza
fastuosa de la expresión, que la imagen vivida que se agitaba en el fondo. Así, en Afrodita, por ejemplo, antes
que las gracias carnales de aquella mártir de la sonrisa, admiraba el vigor y la gracia del autor, que de tan
hermosa manera sabía hacerlas vivir sobre las páginas; impresionándola, aún más que las descripciones de las
orgías ardientes, el canto puro y fraternal de Rhodis y Myrtokleia, más que los besos de fuego de las
cortesanas, el beso de la piedad, que Timón depositó en los helados labios de la Crucificada.
A pesar de la exhuberancia de su sangre, Alicia era casta y le repugnaba instintivamente el placer material.
Su temperamento y sus gustos la impulsaban a buscar goces más nobles que los que ofrece la materia, siempre
torpe para satisfacer a los espíritus elevados.
Pero aquellos libros, inofensivos para ella, para Hortensia habrían sido una revelación harto prematura de los
misterios de la vida. Incapaz por su edad y por su incompleta educación artística para comprender sus
bellezas literarias, las imágenes eróticas habrían herido groseramente su alma candorosa, nido de purezas
ingenuas y de vagas idealidades. Esto lo comprendía Alicia de manera precisa y clara; por lo cual, las
espléndidas ediciones de sus autores favoritos se hallaban ocultas en el fondo de las cómodas perfumadas,
confundidas con los abanicos, los sombreros y los delicados trajes-de seda, olorosos a mujer joven y sana.
Además, sus relaciones amistosas, compuestas de personas de escasa ilustración mental, hubieran llamado
inmoralidad a su apasionamiento por aquellos libros raros, ininteligibles para sus cerebros mediocres,
acostumbrados a las novelas insustanciales de Pérez Escrich o a las relaciones soporíferas de Fernández y
González.
III
Aquella noche Julio se vistió con un esmero especial.
Cuando Adela llamó suavemente a la puerta de su cuarto, para indicarle que estaba lista, él se encontraba
todavía en camisa.
–Espérate, hermanita, le gritó. Sólo tardaré algunos minutos.
Poco después apareció en el salón, en donde le esperaban su madre y su hermana.
Una sonrisa de orgullo y satisfacción apareció en los marchitos labios de doña Luisa, al ver a su hijo. Era, en
verdad, un guapo mozo, de gallarda estatura y aire distinguido. Vestía, con suprema elegancia, levita negra,
chaleco blanco y pantalón claro.
–Es el retrato de mi hermano Enrique, cuando tenía veinticinco años, dijo la anciana señora.
Aquella familia, compuesta de la madre y los dos hijos, era de las más acomodadas de Tegucigalpa. El padre,
abogado notable en el foro hondureño, había muerto, dejándoles una crecida fortuna, que el hijo duplicó, a
fuerza de inteligencia y trabajo. Julio era el ídolo de las dos mujeres, a quienes él amaba apasionadamente.
IV
Julio sintió un malestar indefinible al ver a Alicia en brazos de otro, que la estrechaba ardientemente en los
voluptuosos giros de uno de esos valses tropicales, que hacen circular la sangre como lava derretida.
Tenía impulsos de levantarse y abofetear a aquel necio, que a cada momento se inclinaba sobre ella,
hablándole en voz baja.
Presa de una sofocación extraordinaria, se retiró a una de las ventanas del salón que caían a la calle. Allí,
detrás de los grandes cortinajes de púrpura, su mirada se perdió en la densa oscuridad de la noche y su
malestar fue atenuándose por instantes. Helados soplos de invierno le acariciaban la frente, apagando su
fiebre. Transcurrían los minutos, sin que él se diera cuenta de ello, sumergido en una vaga abstracción. De un
lado oía el sonoro rumor de la fiesta y del otro el gotear acompasado de la lluvia.
De pronto, la cortina se entreabrió, y al volverse, Julio se encontró con Alicia.
–Hace ya mucho tiempo que le busco a usted, amigo mío. Empezaba a creer que se había retirado... ¿Qué
hace usted ahí tan silencioso?
–Ya usted lo ve –contestó el joven, fríamente. Miraba caer la lluvia.
–¿Y se olvidó que la danza que está para terminar es la que debíamos bailar juntos?
–No lo recordaba.
–Algo le pasa a usted, Julio –dijo ella, tomándole una mano y acercándose al joven hasta rozar su hombro
izquierdo con la punta de sus cabellos.
Por toda respuesta, él la atrajo hacia sí, y estrechándola apasionadamente sobre su corazón, la besó en el
cuello y en la boca.
Alicia no se defendió. Lo amaba, estaba loca por él, y era imposible que pudiera resistirle. Había previsto
que un día u otro él tendría que confesar su pasión, que adivinó desde el primer momento; pero no se imaginó
que aquella declaración fuera hecha tan de pronto y de manera tan audaz.
–Imprudente –le dijo muy quedo, separándose de sus brazos–. Te espero sentada al piano.
Y después de arreglarse el cabello, desapareció de la ventana.
Julio se sintió invadido por una felicidad sobrehumana. Durante algunos minutos no se hizo cargo 4e la
realidad. Sus manos ardían y dentro de su pecho su corazón agonizaba de amor. Los ritmos musicales le
hacían el efecto de aladas caricias y sus recuerdos y sus impresiones se anegaban en un mar de ternura
deleitosa y suprema. ¡Qué gran verdad es ésa, de que la vida del hombre es una antítesis eterna de la risa y el
llanto, de la tristeza y el dolor!
El joven olvidó por completo su antigua pena y se levantó con el semblante lleno de esa tranquila serenidad
con que el supremo infortunio, o la suprema dicha, oculta las sensaciones de los espíritus superiores. Con su
movimiento rodó por el suelo una flor que había quedado enredada en los encajes de la cortina. Él la recogió.
Era una de las camelias que adornaban el seno de Alicia. La besó con delirio, colocándola en seguida en el ojal
de su levita.
Mientras ella tocaba una gavota, él, a su lado, daba vuelta a las hojas del libro de música. La devoraba con
los ojos, aspiraba su perfume. Hubiera deseado aspirarla toda ella, sofocarla en un abrazo y morir recogiendo
en su boca el último aliento de aquella mujer encantadora.
Al levantarse del piano, Julio le ofreció el brazo.
–No bailes más –le dijo. Estoy celoso, y si volviera a verte en brazos de otro, cometería una imprudencia o
me harías morir de dolor.
–¡Tonto! –exclamó ella, con su voz apagada; velada ahora por una emoción que apenas podía ocultar. –Si tú
eres el único hombre que he amado y a quien amaré hasta la muerte. ¿No quieres que baile? Pues bien, nunca
volveré a incomodarte por eso. Nunca volveré a bailar.
Ya en su cuarto, mientras se desnudaba, Julio violentó su memoria, haciendo acudir a ella todos los
recuerdos de su pasión. El marido de Alicia era un viejo amigo de su madre y de allí nacieron las relaciones
íntimas de las dos familias. Poco a poco, con el transcurso de los años, sin notarlo tal vez, el afecto fraternal
que había unido a los jóvenes desde que se conocieron fue tomando proporciones alarmantes, de tal modo,
que cuando quisieron remediar el mal, era demasiado tarde. Una fuerza obstinada y fatal empujaba el uno
hacia el otro, y sólo la muerte hubiera sido capaz de romper el lazo, cada día más fuerte, con que les ató el
destino.
Cuando su madre, con lágrimas en los ojos, le hizo comprender el peligro, señalándole el profundo abismo
que abría a sus pies; cuando invocó sus sentimientos de nobleza y lealtad y la honra de su casa y la paz de su
conciencia, a fin de que respetara las canas y el hogar de aquel amigo casi anciano que desde niño le había
querido profundamente y que le honraba con su absoluta confianza, Julio, exasperado por el lógico
razonamiento de doña Luisa y por la fuerza de su pasión incontenible, le declaró que su amor era más grande
que todos los demás sentimientos juntos que pudieran luchar en su alma: que sin el corazón de aquella mujer
su vida sería una eterna noche de duelo: que era tan ardiente su locura, que moriría si Alicia no llegaba a
amarle.
Dijo esto con tal acento de verdad, que su madre, que le conocía a fondo y nunca le había oído mentir, no
objetó una palabra más. Sabía que Julio hablaba con toda la serenidad de su espíritu, conocía su carácter y
temió por su vida. Desde entonces, ocultando sus hondas amarguras, se propuso sacrificar sus generosos
instintos, sus nobles delicadezas y simular una ignorancia completa en todo lo que entre su hijo y Alicia
pudiera suceder. Era el sacrificio más grande que su cariño maternal, aumentando al conocer la desgracia de
Julio, le aconsejaba.
Luciano, siempre ocupado, viajando constantemente a Guatemala y El Salvador, con motivo de sus negocios
comerciales; con su carácter confiado, incapaz de recelar, ni por un momento, de la fidelidad de su mujer, a
quien veneraba; estimando y queriendo a Julio de una manera rara entre dos hombres unidos por un simple
lazo de amistad, era, sin duda alguna, el cómplice inconsciente, el trabajador más asiduo en la obra de su
propia deshonra. Conocedor de la pasión de su mujer por la literatura y por la música, no perdía ocasión de
unir a los dos jóvenes en sus impresiones por aquellas artes. Constantemente hacía llamar a Julio para que
ensayara con Alicia alguna pieza nueva, a cuatro manos; o para que leyeran juntos los últimos libros recibidos.
Y mientras él se retiraba a sus habitaciones para engolfarse en sus libros de comercio, Alicia y Julio quedaban
solos en el salón, velado por tupidos cortinajes; siempre atentos al más ligero ruido que viniera del exterior.
Así, en aquellas familiaridades intelectuales, profundamente unidos por sus simpatías á los mismos autores;
ambos de inteligencia ilustrada y exquisita; ambos jóvenes; él simpático y buen mozo, ella seductora, en el
radioso esplendor de su belleza, empezaron a sentir los estremecimientos del amor eterno y absoluto en que
muy luego se incendiarían sus almas.
Julio era uno de esos hombres raros, uno de esos artistas legítimos, que sin haber escrito jamás un verso o
una frase armoniosa, comprenden intensamente, por la vocación desarrollada con el estudio continuo, todos
los secretos de las literaturas contemporáneas, impregnadas de sutiles refinamientos. Comerciante por el
acaso, y poeta por naturaleza, en las líneas rojizas y azules de sus diarios comerciales, su imaginación colorista
creía ver fantásticos pentagramas, repletos de ritmos fastuosos y resonantes, o versos de exóticas consonancias,
que despertaban en el fondo de su ser sensaciones adormecidas y melodías arcanas. Sentía y comprendía
hondamente la verdadera literatura y si a ello no dedicaba su talento era por el orgullo de ciertos refinados
que les impide expresar en forma escrita sus ideas, teniendo la certeza de que en el molde limitado del idioma
no podrían caber sus vibrantes estados del alma, sus ideales errabundos y todas las inquietudes del extraño
mundo interior que cada artista lleva dentro de sí mismo. Julio no había encontrado el traje digno de vestir sus
ideas geniales y magníficas. Hubiera querido escribir en un idioma quintaesenciado, en que cada frase
expresara un color y cada verso un perfume, una sensación ignota, una lágrima o siquiera una sonrisa; y a falta
de este lenguaje soñado, en que el estilo metálico ondulara, riera y sollozara, se abstenía en absoluto de
escribir, por miedo de caer en las imperdonables vulgaridades, con que la enorme multitud de escritores y
malos poetas americanos han profanado el Arte Puro, sagrado para las almas excelsas.
V
Alicia había ahondado en el espíritu de Julio; y aquella delicadeza exquisita por el ideal que ella amaba,
aquella íntima comunidad de ideas, fue uno de los lazos de seducción más poderosos con que el alma del
joven aprisionó la suya. El encanto fue mutuo; pues más que el espléndido tesoro de su cuerpo, amaba Julio el
espíritu extraordinario de aquella mujer, en que había un pájaro divino, que cantaba eternamente en su oído
embriagadoras canciones musicales.
Sin embargo, un sentimiento noble le impulsaba a huir de la seducción de aquella sirena; y así se explicaban
sus inmotivadas ausencias, al final de las cuales volvía taciturno, más enamorado que nunca.
Pero desde la noche en que la tuvo en sus brazos, comprendió que toda lucha sería inútil y se abandonó por
completo a las sensaciones ardientes de su pasión.
VI
Julio acostumbraba ir al "Club de Amigos" en las primeras horas de la noche. Allí se distraía un poco,
jugando billar o charlando con los conocidos, que no otra cosa eran para él los jóvenes concurrentes al Club,
con quienes fumaba y bebía un vaso de cerveza; casi todos muchachos alegres, de inteligencias vulgares, con
quienes no le ligaba simpatía alguna. Mientras ellos hablaban de cosas banales, de puerilidades insignificantes,
sus ideas estaban muy lejos; y solamente cuando el juego de billar le obligaba a ello, cambiaba con alguno
frases rápidas, a propósito de la partida empezada.
Agradábale, a veces, oír las discusiones que se suscitaban entre ellos, sobre asuntos superficiales, incapaces
de ocupar la atención de un hombre de talento; o sobre temas demasiado elevados para que pudieran
comprenderlos sus cabezas vacías.
–Hombre! –decía Luis Romero, jovencillo imberbe y demacrado– figúrate que ayer hubo quien me aseguraba
que Rubén Darío es mejor poeta que Batres Montúfar. ¿Has visto?
Y su naricilla se crispaba cómicamente, en señal de protesta.
–No me extraña que lo diga algún bardo decadente, de ésos que escriben cosas que no se entienden. Yo
nunca he podido leer los disparates que escribe ese Darío, que me parece inferior a todos los poetas que
contiene la Galería de don Ramón Uñarte. ¿No te parece Julio?
–Estoy en un todo de acuerdo contigo.
Y Julio se quedaba mirando al que le interrogaba, conteniéndose para no abofetearle. Con aquellos bárbaros
lo mejor era estar siempre de acuerdo, o reventarlos, echándoles en cara su ignorancia y su vulgaridad.
Sus conversaciones sobre libros siempre se referían a Escrich, Paul de Kock o Ponson du Terrail. Fuera de
esos autores, no conocían una palabra en materia de letras. Hablarles del nuevo movimiento literario,
quererles explicar lo que es el modernismo, habría sido como dirigirles un discurso en hebreo.
Cuando Julio se cansaba de oír sus charlas pueriles, tomaba su sombrero y su bastón y arrojando la última
bocanada de humo, se retiraba sin saludar.
Aquellos necios le consideraban orgulloso y le tenían envidia. El les tenía lástima, casi los despreciaba.
Iba al Club para matar el tiempo, por oír los chismes del día, por variar de escenario.
VII
Un domingo por la mañana encontró en casa de la señorita B, con quienes cultivaba antiguas relaciones, a un
joven moreno, de presencia simpática y cierto aire "de elegancia que impresionaba a primera vista.
Tendría su misma edad, veinticinco o veintisiete años.
Una de las jóvenes hizo la presentación de estilo.
Era sudamericano, de Buenos Aires. Se llamaba Rafael Mendoza, y una desgracia íntima le había arrojado a
estos países.
–¿Rafael Mendoza, el poeta? –preguntó Julio sorprendido.
Y comprendiendo por la sutil sonrisa que apareció en los labios del joven, que era el mismo delicioso artista
que él había admirado en las revistas americanas, sin poder dominar su entusiasmo, le abrazó fraternalmente.
Desde entonces una viva y profunda simpatía, que después se convirtió en un afecto hondo y fuerte, unió
aquellos espíritus varoniles y sentidores, que el destino, siempre caprichoso, había acercado; haciendo que el
argentino atravesara países y mares, para venir, desde las orillas del Plata, a encontrarse en un salón de
Tegucigalpa con el amigo que más inolvidable huella debía dejar en su vida.
VIII
Adela tenía quince años y era muy bella. Educada por su hermano, moralmente se parecía a Julio, aunque en
la parte física no se notaba un sólo rasgo de semejanza entre ambos. Julio, para cuya naturaleza observadora
nada se ocultaba, había llamado sobre esto la atención de su madre.
–Yo tampoco me parecía a mis hermanos, contestaba doña Luisa sencillamente.
–Sin embargo, es raro que mientras Adela es de un parecido asombroso con el retrato de mi padre, yo no lo
recuerde en un sólo detalle.
Adela aseguraba que sus ojos eran exactamente iguales a los de Julio. Efectivamente, ambos tenían los
mismos ojos de la madre, grandes y negros, brillantes y expresivos en los dos hermanos y ya apagados y
tristes en la señora.
Julio adoraba a la pequeña Adela. Había sido para ella un padre benévolo y cariñoso, un amigo complaciente
y delicado, siempre solícito y raras veces severo. Cuidaba de que aquella tierna alma ingenua se conservara
intacta, por lo que, sin que ella apenas se diese cuenta, iba tratando de eliminarle amistades que en el porvenir
podrían serle funestas.
Adela entretenía sus ocios leyendo libros útiles y agradables, ejercitándose en el piano y cultivando flores
extrañas y delicadas. Julio la llevaba a algunas fiestas, en las que ella hacía el papel de vieja. No bailaba nunca.
En las reuniones de los Álvarez tocaba piano o se entretenía con alguna señora en jugar ajedrez. Le gustaba el
bullicio de las fiestas; pero no sentía deseo alguno de tomar parte en ellas. Era de un temperamento reposado
y dulce y en su frente graciosa se advertía ya esa tristeza prematura de los seres infortunados.
–¿Qué estás leyendo? –le preguntó una tarde su hermano, encontrándola con el mismo libro con que la dejó
al salir.
–Un libro de versos de tu amigo Rafael Mendoza. Se titula Ondas muertas y me parece admirable. En él he
encontrado más dolor y más tristeza que en todos los demás libros que he leído.
–Rafael es un gran poeta. No conozco un espíritu más exquisito y elevado que el suyo. A propósito: él me
hablaba ayer con tan entusiasmo de tu persona, que no es remoto se enamore de ti. Por lo demás, no hace aún
medio año que le conoces y ya te expresas de él como de un antiguo amigo.
–Lo quiero por triste. Hemos simpatizado. Pero mi afecto para él es puramente amistoso y de la misma
manera juzgo el que me profesa.
–Eres franca y te creo. Sin embargo –añadió bajando la voz– no pienses que me disgustaría eso. Él es
honrado, laborioso y de una inteligencia extraordinaria; y con placer lo aceptaría como hermano.
La joven no contestó una palabra. Se quedó impasible, mirando a través de los cristales de la ventana las
rosas del jardín, que mecían los cálidos vientos de la tarde.
¿Estaría enamorada? Un sentimiento dulce y grato germinaba en su corazón. Lo sentía palpitar y
desarrollarse. Era como una llama, débil y trémula, que amenazara convertirse en incendio. Desde que conoció
a Rafael, su vida cambió de tal modo, que a ella misma le causaba asombro. Antes, apenas le preocupaban los
trajes. Ahora ponía cuidadoso esmero en vestir con elegancia, desvelándose por aparecer más bonita de lo que
era.
Cuando Rafael llegaba, una extraña turbación la acometía y cuando se iba la embargaba una vaga tristeza,
una especie de temor de quedarse sola. Conocía sus pasos, su risa, su voz; y todos sus movimientos y actitudes
le eran familiares. Le parecía que desde muchos años atrás le era habitual su presencia.
IX
La primera vez que Julio llevó a Rafael a casa de Alicia, éste salió muy satisfecho de haberla conocido.
–Es una mujer encantadora –le dijo a su amigo.
Julio tuvo que hacer un esfuerzo violento, para no gritarle en un arrebato de orgullo:
–Es mía. Me pertenece en cuerpo y alma.
Pero la que verdaderamente sedujo desde el primer momento a Rafael fue la pequeña Hortensia, por su
carácter de belleza, de una gracia severa y delicada.
–Mira, Julio. Como esa niña, así de linda, así de triste, era una hermanita mía que murió a los diez y seis
años. Te aseguro que el parecido es exacto. Yo quería mucho a la pobre Fidelina y ahora que he vuelto a
encontrarme con sus dulces ojos y con sus rosados labios ingenuos, en el semblante de otra criatura, me parece
que he recobrado algo de aquella adorada muertecita.
Él se ofreció a Luciano y a Alicia para completar la educación de la niña, con la enseñanza de ciencias
superiores. Escogería para la clase una hora en que le dejaran libre sus ocupaciones en el establecimiento de
Rafael, donde trabajaba hacía mucho tiempo. El matrimonio acogió agradecido la oferta.
Pronto se estableció, entre el maestro y la discípulo, esa tierna confianza que, con el trato diario, une a dos
seres de' edades diferentes. Al cabo de algún tiempo, Hortensia llegó a considerar la hora de clase como una
fiesta esperada con placer. Rafael la conmovía con sus explicaciones sencillas y claras, que tomaban un carácter
interesante y novelesco cuando se referían a los lejanos mundos que flotan en el espacio, o a los soles y a los
astros, a las estrellas errantes y a los cometas, cuyas inmensas colas luminosas, como cabelleras incendiadas,
había visto de muy pequeña en los textos de Astronomía.
En materia literaria, le hacía conocer la obra de los clásicos de las diferentes edades, comparándolas con las
modernas y explicándole detenidamente la diferencia de ideales de sus autores; y las evoluciones por que han
pasado todas las literaturas universales, hasta llegar a las de nuestros días.
Él se asombraba de la extraordinaria facilidad de comprensión de la niña, de la flexibilidad de su inteligencia
y del buen gusto natural que demostraba en las bellas artes. La hacía leer, durante un largo rato, páginas
magistrales de los grandes maestros contemporáneos, para afinar sus oídos en las armonías del estilo. Ya eran
prosas francesas de fastuosas resonancias: ya versos castellanos, sonoros y límpidos. Su vocecita cadenciosa y
musical se entusiasmaba en los altos períodos o en las estrofas lapidarias. Él corregía los defectos de su
vocalización infantil, el dejo monótono con que terminaba las oraciones, las pausas demasiado largas o
demasiado prolongadas; y estimulándola con el ejemplo, leía a su vez extensos períodos, con su acento
varonil, que vibraba sonoramente en amplios párrafos. Ella le escuchaba encantada, con la fresca boca
entreabierta y los ojos húmedos de emoción. Después hacía esfuerzos admirables por imitarlo; y tanto empeño
puso en ello, que en algunas semanas de ejercicio constante leía con una corrección casi absoluta.
X
La casa de Luciano Álvarez era de las más hermosas de Tegucigalpa. Situada a una cuadra del Parque
Central, de maciza construcción española, con cuatro corredores pintados al óleo, ocho estancias amplias y un
salón espacioso con dos pequeños gabinetes laterales, poseía todas las comodidades necesarias para una
numerosa familia. El comedor, situado en el pasillo de la derecha, era una angosta sala de madera decorada
con lujo.
La casa tenía dos patios. El primero estaba sembrado de pequeñas plantas, de flores raras, de madreselvas y
rosales, al que daban sombra altas palmeras y naranjos. En el segundo patio estaban las caballerizas. Un ancho
portón de piedra servía de entrada general. Seis enormes balcones de hierro daban a la calle.
Todos los departamentos estaban arreglados con verdadero buen gusto, con derroche de elegancia. Los
tapices, las alfombras, los cortinajes, los cuadros, las arañas, el mobiliario, todo lo que constituye el completó
adorno de una casa, era bello y exquisito. El salón y los-pequeños gabinetes –ocupados por la biblioteca y la
sala de costura– estaban situados al lado de la calle. Luciano ocupaba las tres habitaciones de la izquierda; las
tres de la derecha eran las de Alicia y Hortensia; y los dos extensos cuartos del frente servían para las criadas.
Luciano poseía, además, otras casas. En la de altos, situada en una de las esquinas del Parque, se encontraban
su establecimiento comercial y sus almacenes.
Hortensia recibía sus clases en el establecimiento de la biblioteca. Alicia presenciaba, algunas veces, las que
Rafael daba a la niña. También a ella le gustaba oír a aquel hombre tan simpático y distinguido. Fuera del
agradecimiento que para él tenía, por la solicitud desinteresada con que enseñaba a su sobrina, la joven le
admiraba apasionadamente como artista y lo quería porque era el íntimo amigo de Julio.
En sus largas conversaciones de arte, Alicia llegó a sondear aquel espíritu sutil y complicado; pero en vano
procuró hacerle confesar sus propias penas, la honda tristeza que se revelaba en la melancolía de sus
recuerdos. El guardaba, hasta para con Julio, una absoluta reserva en todo lo que tenía relación con sus
asuntos íntimos.
–¿Ha amado usted mucho? –le preguntó un día Alicia.
–Ardientemente –contestó él–, he amado como un loco, con una fuerza inexpresable. Y también he odiado
con energías mortales, después de una crisis de celos satánicos, en que mi corazón era un mártir que lloraba
lágrimas de fuego.
–¿Y ahora?
–Ahora... no tengo corazón. O si lo tengo, duerme bajo un helado sudario, como los cadáveres. Allí donde
existió una pasión, sólo hay ahora una gran piedad y una sonrisa de ironía.
–¿Y no habrá un acento sagrado que pueda levantar de su sepulcro a ese nuevo Lázaro? Usted es un joven,
Rafael, y es casi seguro que volverá otro amor a reanimar su alma.
Él no replicó; pero sobre sus labios espirituales vagó por un instante una sonrisa enigmática y sus grandes
ojos acariciaron las verdes pupilas de la joven, con una mirada de incredulidad.
XI
Rafael era un caso psicológico digno de estudio. En su personalidad había mucha gracia femenina, en
antítesis con su alma varonil. Poseía una imaginación fastuosa, una irisada fantasía, llena de claros de luna y
de nieblas errabundas. Su poesía, de un refinamiento exquisito, de una absoluta elegancia, había sugestionado,
había embriagado a muchas almas enfermas de ideal; y su prosa, de vibraciones cristalinas, de deleitosas
músicas, de ásperas sonoridades, seducía, encantaba a los espíritus superiores.
Era una flor exótica su frase ondulante, su verso alado, tembloroso, impecable. Quizá su producción no
encerraba ideas rigurosamente nuevas, ni teorías únicas, ni grattides concepciones geniales; pero la forma era
tan deslumbrante, tan original, tan saturada de perfumes embriagadores, tan fresca y llena de claridades
extraordinarias, que la admiración del lector reventaba en aplausos, brotaba espontánea, irresistible, como una
corriente impetuosa que ningún dique puede contener.
Trabajó durante muchos años en los grandes diarios argentinos, y su pluma, favorita del color y de la
armonía, le hizo sobresalir entre la pléyade de brillantes inteligencias en que es pródiga su patria.
Su último libro –tres prodigiosos estudios sobre Verlaine, Gabriel D'Annunzio y Eugenio de Castro –le
habían conquistado merecido renombre como crítico sutil y complejo, de profundo análisis psicológico y de
rarísimo y delicado criterio artístico. En aquellas semblanzas vibrantes –bosquejos exactos de un cincel
lapidario– en aquellas descripciones policromáticas, llenas de teorías luminosas y doctrinas universales,
aparecían, vividos, palpables, de cuerpo entero, Eugenio de Castro, el inimitable artista, músico de la palabra:
Verlaine, el pobre Lelián, con su pierna anquilótica, con sus tristezas sexuales y sus cantos angélicos; y Gabriel
D'Annunzio, glorioso príncipe del Arte, bello como un crepúsculo, enamorado de las sinfonías sobrenaturales,
de las prodigiosas abstracciones líricas, de todo lo enorme y único que por medio de la frase trágica pueda
hacer estremecerse a la humanidad.
Estos dos paladines luminosos –D'Annunzio y de Castro– eran, sobre todo, para Rafael, la síntesis del
supremo ideal artístico. En ellos encontraba casi realizado su ensueño literario: cristalizar la palabra, convertir
en música sutil el sonido de las frases, hacer del ritmo un cántico argentino: limpiar, escrupulosamente, las
asonancias monótonas, las oraciones, en los largos períodos: convertir en una portentosa melodía verbal la
explosión de un dolor o de un placer; pero de una manera tan intensa, que todos los nervios se contrajeran
bruscamente y los ojos se llenaran de lágrimas.
El ideal perseguido por Flaubert le encantaba y de allí su viva simpatía por el pobre loco Maupassant, el
discípulo de aquél que con mayor sinceridad y mejor talento siguió las huellas del maestro, superándole." De
ahí que Arturo Rimbaud le sedujera con su teoría deliciosa; que los encantadores artistas franceses ejercieran
sobre él tan absoluta influencia: por su arte delicado y espiritual, poblado de rarezas exóticas, de mágicas
resonancias y de dolores perfumados; y más que todo, por su odio a lo vulgar, por su repugnancia instintiva
por el cliché literario y los giros banales de los retóricos.
Amaba Rafael esos finos ingenios parisienses, saturados de un refinamiento enfermizo, casi doloroso; pero
de un encanto más dulce que una caricia femenina. Y él, con su alma intensa, con su espíritu en que vibraba un
arpa sonora, sentía la nostalgia de las almas y los espíritus de aquellos artífices que poblaban de líricos
gemidos, de lamentos quejumbrosos, el encantado París de la decadencia. El mismo se consideraba parisiense,
por el ideal simbólico, por el miraje de la torre de marfil, por la sutilidad de la concepción y de la forma; y aún
más por la tristeza habitual, por la melancolía de la carne, por la castidad mística. Sin conocer la Damasco
seductora, le eran familiares sus jóvenes ingenios y todo el arte pomposo de la capital de Francia.
Lutecia, la histórica, era la patria de sus ideales, de su espíritu solitario, de su cerebro fantástico. Para ella
iban sus inmensas nostalgias, sus ilusiones errantes, sus anhelos visionarios; ella, como una tierna visión
maternal, le llamaba en sueños, le abría sus brazos, le acariciaba piadosamente... Y él se despertaba con
espejismos de un París mágico, que cruzaba fugaz, entre sus neblinas de colores...
SEGUNDA PARTE
I
Pasaron los años.
Una noche, a consecuencia de una violenta discusión en el Club, Rafael, exasperado por la terquedad y por la
frase torpe e hiriente con que le interpeló uno de esos mozalbetes de tres por el cuarto, se levantó indignado y
le dio-una tremenda bofetada, que le hizo rodar bajó la mesa.
El escándalo que se promovió con aquel incidente fue inmenso. Todos los amigos del ofendido saltaron sobre
el joven, que se defendió con el bastón. Julio, que jugaba billar en el salón contiguo, acudió en su defensa.
Derribó a dos o tres, y viendo que uno de ellos, completamente ebrio, se dirigía revólver en mano sobre Rafael,
de un salto cubrió a su amigo con su cuerpo, avanzando después sobre su contrario, con los puños crispados.
Sonó la detonación en el preciso momento en que Julio le desarmaba, arrojándole de espaldas contra el suelo.
Acudieron varios agentes de policía, y en medio de la confusión, el dueño del establecimiento, que había
presenciado la valiente audacia de aquellos jóvenes, quiso favorecerlos, sacándolos a la calle por una puerta
excusada.
Agarrados del brazo, caminaron sin dirección fija. De pronto, Julio se paró.
–No puedo más –dijo. Me ahogo.
–¿Qué tienes? –le preguntó Rafael, sosteniéndolo.
El, por toda respuesta, llevó la mano de su amigo a su pecho. La retiró bañada en sangre.
Rafael lo comprendió todo; y con esa serenidad de los hombres fuertes en los peligros, hizo un esfuerzo
poderoso y tomando en sus brazos a su amigo, ya desvanecido, echó a andar. La noche era obscura y los
faroles estaban apagados. Caminó así algunos minutos, sin pararse, sin encontrar a nadie. Luego se detuvo
frente a un ancho portón, y depositando su carga, llamó con violencia. Aquélla era la casa de Julio. Un criado
salió a abrir.
Las señoras no estaban.
–Mejor –exclamó el joven.
Y ayudado por el sirviente, que no volvía de su asombro, transportó a Julio a su cuarto.
–Ve, vuela a casa del doctor Rodríguez, que venga inmediatamente. Explícale el asunto y dile que el caso es
gravísimo.
Luego se puso a desnudar al herido. Cuando el médico entró, Julio aún no había recobrado el conocimiento.
Estaba sobre el lecho, con los ojos cerrados, pálido y ensangrentado. El doctor le examinó cuidadosamente,
lavándole y haciéndole la primera cura.
–La herida es mortal, dijo, después de un largo rato. –Pero creo que su vigorosa juventud y una asistencia
esmerada le salvarán.
Rafael apretó nerviosamente la mano del médico.
II
Una pequeña lámpara de bronce –cubierta de un lado por una pantalla verde– iluminaba la estancia, en
donde hacía una semana se agitaba Julio, presa de intensísimo letargo.
Aquella noche –mientras Rafael descansaba en un sofá del salón y doña Luisa en la pieza contigua– Adela y
Alicia velaban al enfermo.
El médico había asegurado que si no se presentaba una complicación, la fiebre cedería hacia la madrugada y
el herido recobraría el conocimiento. Alicia leía con los codos apoyados sobre el mármol de la mesa.
Reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido por el tic tac monótono del pequeño reloj fijado en la pared.
Aprovechando un momento en que Adela dormitaba, la joven se acercó de puntillas a la cabecera de Julio. Su
hermosa cabeza varonil se hundía en la almohada, con los cabellos en desorden. Su mano derecha, de una
perfección admirable, descansaba sobre el cobertor; y bajo la camisa finísima se descubría el pecho –ancho y
robusto, de una blancura absoluta– vendado fuertemente por en medio.
Alicia estuvo contemplando, durante algunos minutos, con una indefinible expresión de amorosa angustia,
la frente triste, las hondas ojeras violáceas, las facciones marchitas de su amante.
En un rapto de amor supremo y ternura desolada, se inclinó sobre él, y después de arreglar con sus dedos
sutiles el negro bigote y de acariciarle con caricias de seda, le besó en la boca, con un beso apretado, largo y
ardiente, con uno de esos besos refinados e intensos, con que las mujeres apasionadas se entregan al hombre
que aman.
Julio se estremeció y abrió los grandes ojos, cerrándolos después tras un prolongado suspiro.
III
Al día siguiente–y como el médico lo había previsto– Julio quedó fuera de peligro. Volvió a la vida bajo la
dulcísima sensación de una caricia deleitosa. –¿Sería un recuerdo o un ensueño?– El sintió sobre sus labios
helados la voluptuosa presión de unos labios de fuego; y cuando abrió los ojos, el perfume de la mujer amada
le envolvió en una onda de frescura, cerrándolos cuando se desvanecía en el aire su figura angélica con los
cabellos sueltos y flotantes. Un ligero desmayo le privó de la palabra...
Durante las interminables semanas de la convalecencia, en los días en que la joven no podía ir a casa de Julio,
le escribía carotas leves, impregnadas de su aroma favorito. Para el enamorado eran una delicia aquellos
delicados plieguecillos azules. Los contestaba sin moverse de su asiento, con su letra temblorosa por la
alteración del pulso- Reíase –antes de introducirlas en el sobre– de aquellas líneas desiguales, en cuyos
caracteres casi infantiles se estremecía la inquietud de su amor.
Al cabo de un mes, de rigurosa dieta y cuidados solícitos, Julio pudo bajar al jardín, apoyado en el brazo de
Adela.
La mañana era cálida y luminosa.
La primavera había hecho reventar los botones y una vasta explosión de perfumes se escapaba de los rosales,
de los cuadros de lirios y de los geranios en flor. Una parvada de clarineros bulliciosos picoteaba las cortezas
de oro de las naranjas y multitud de gorrioncillos azules y pardos metían los largos aguijones de sus picos en
los pequeños huecos de los cálices. La luz de un sol de abril ponía claras ondulaciones sobre la intensa
verdura de las hojas, haciendo brillar el rocío como temblorosos diamantes. Bajo el dombo del cielo –de un
azur profundo– la naturaleza tenía estremecimientos hondos. En la atmósfera, poblada de átomos brillantes,
de cantos y de rumores, flotaba el alma de todas las caricias, de todas las esperanzas, de todas las ilusiones.
Julio sintió, hasta en lo más íntimo de su sensibilidad, aquel formidable rejuvenecimiento de los seres y de
las cosas. Aspiró con deleite el aire embalsamado y sus ojos onerosos se anegaron en aquella lánguida
embriaguez de colores y sonidos. La vida se le presentaba con nuevos encantos y la naturaleza con su alegría
vibradora despertaba en él sentimientos profundos.
La naturaleza –pensó. La suprema fuerza y el eterno prodigio. La hembra maternal, de cuyo seno siempre
palpitante, brotan todos los gérmenes. La hembra inmortal fecundada por Dios en el lecho de los siglos.
–Descansemos un momento –dijo Julio, que se fatigaba.
Se sentaron en un banco rústico, bajo el tupido follaje de un jazminero, cuyas flores, de un perfume delicado,
semejaban estrellas. Era un amplio nido de verdura, a donde llegaban tamizados los rayos del sol.
A sus espaldas, sobre el césped, Julio sintió un leve ruido. Antes que con los ojos, vio a Alicia con su
pensamiento, adivinándola instintivamente.
La vio avanzar, risueña y ligera, vestida de blanco, con un ramito de lilas sobre el pecho.
El joven la acarició con una larga mirada de amor.
Hablaron mucho rato, con voz alegre, dominando sus impresiones, evocando recuerdos amables.
–Por el último correo me han llegado algunos libros encantadores, que hoy enviaré a usted. Sólo dejaré uno,
verdaderamente raro, para que lo leamos juntos. He recibido, además, las últimas composiciones musicales de
los maestros alemanes.
El seguía, en éxtasis, los movimientos de su boca graciosa, húmeda y excitante.
Cuando no estaban solos, le hablaba de usted, con aire de fingida seriedad, que a ambos hacía sonreír.
Adela se alejó, entretenida en coger mariposas.
Entonces Julio se acercó a la joven, tomó una de sus manos y anegándose en la luz de sus verdes pupilas
metálicas.
–¡Qué bella es la vida, cuando se ama, Alicia! –exclamó con su acento apasionado. No sabes tú, no te
imaginas, hasta qué grado llega mi adoración por ti. Pero, ¿por qué perteneces a otro hombre? ¿Por qué no
eres absolutamente mía? Tengo celos de tu marido y sufro horriblemente cuando me imagino que él puede
acariciarte y poseerte siempre que se le antoje. Crimen negro y horrendo es el de los padres que hacen uso de
su poder y de influencia para imponer un marido a una joven inocente, para entregar a las torpes caricias de
un hombre» un cuerpo virginal que quizá se subleva! A pesar de todo, qué triste es nuestro amor. En medio
de los esplendores de esta mañana poblada de cálidos aromas, ¡qué felices seríamos si pudiéramos amarnos en
libertad, sin que la conciencia temblara a la par de nuestras almas!...
Los ojos de la joven expresaron un dolor angustioso.
–Perdóname –dijo él– besándola en la boca, vaso perfumado a donde iban a caer algunas gotas de llanto.
Entonces, al sentir aquella amarga delicia, al saborear intensamente la dulzura de su boca, mezclada a la
amargura" de sus lágrimas, comprendió Julio cuan injusto era en atormentarla así, ya que por ley fatal todo en
la vida es una mezcla de placer y de duelo...
–Es una lástima –añadió– que se me hayan ocurrido esos reproches estériles. No pienses más en ellos, te lo
ruego.
Y para hacerla olvidar su indiscreción, le habló de su amor con un lirismo penetrante y hondo.
–Antes de conocerte –hace cuatro años– mi espíritu era una llama inmóvil, de apagados reflejos, de mustias
claridades. Hoy es un sol de cálidas lumbres, cuyo ocaso sólo podría iluminar la losa de mi sepulcro. Tú
llenas por completo mi existencia. Vives en mí con formas múltiples, en cada una de mis sensaciones y oculta
en el pliegue de todos mis recuerdos. A ti van, como al mar los ríos, mis pensamientos y mis inquietudes y
mis hondas ternuras. Todo lo que me estremece y agita, admiración y deseo, locura y felicidad, todo me viene
de ti. Eres mi obsesión intensa, mi dolor aleve, mi gloria y mí amor. Me sugestionas y me enloqueces; y soy un
errante sonámbulo a quien no debes despertar jamás. Quisiera sacrificarme por ti, darte hasta la última gota
de mi sangre y morir besando tus pies. Deseara que murieras en mis brazos cuando te poseo y deseara
poseerte con tal fuerza de sensaciones que todos tus nervios se rompieran y quedaras para siempre exánime y
bañada en lágrimas. ¡Oh amor mío! ¡Oh mujer querida! Mi pasión es más grande que el tiempo y que la
muerte; y en el fondo de la tumba las frías oquedades de mi cerebro se llenarían de células amorosas para
soñar contigo en la eternidad!
Alicia le escuchaba toda trémula. Cada una de sus frases era una caricia impalpable, que caía lentamente en
su corazón.
Cuando Julio acabó de hablar, ella, enloquecida, le abrazó apasionadamente...
Y como temiendo que la rindiera la dulce embriaguez que la embargaba, le dijo:
–Vamonos, Julio mío. Aún no estás del todo restablecido y la humedad del jardín puede hacerte daño.
IV
Rafael fue el alma de la casa de Julio, durante la enfermedad de su amigo. Él se consideraba inconsciente-
mente culpable de lo ocurrido. Doña Luisa y su hija –turbadas y confundidas por aquella desgracia– apenas se
daban cuenta de lo que les pasaba en los primeros días; pero el joven se multiplicaba, rodeando al enfermo de
toda clase de cuidados. Causaba admiración su energía física, que le permitió no separarse del cuarto del
herido, en las noches en que su estado febril requería necesariamente junto a él la presencia de un hombre.
Veló junto a su lecho toda la semana que duró el peligro, sin desmayar, aplicándole con exactitud matemática
los medicamentos; teniendo para él solicitudes fraternales.
En aquellas interminables y tristes veladas fue cuando la pasión que empezaba a germinar en el alma de
Adela se desarrolló con todo el vigor de la juventud. Rafael se hizo dueño absoluto de aquel corazón puro y
sensible, sin intentarlo siquiera, ni darse apenas cuenta de ello. Demostraba a la joven ese afecto que nos
inspiran las hermanas de nuestros amigos íntimos; afecto respetuoso y desinteresado, que nunca pasa de los
límites de las amistades comunes.
Por ciertas circunstancias y detalles que de ninguna manera pueden escaparse a la observación de un
hombre de talento, Rafael llegó a comprender la desgraciada pasión que había inspirado a la joven. Fueron
también para él revelaciones mudas, pero elocuentes, su extraña turbación cuando él la hablaba, las miradas
de sus hermosos ojos obstinadamente fijos en su persona y que había sorprendido, sin que ella lo notara, en el
fondo de los espejos; y más que todo, la tristeza continua y tenaz que se advertía en el rostro de Adela: tristeza
natural de toda mujer enamorada que ha llegado a comprender el imposible de su pasión.
Rafael se sintió rebelado contra la crueldad de su propia suerte, al hacerse cargo de aquella irremediable
desgracia. Porque él no la amaba: porque su corazón permanecía frío y mudo ante los estremecimientos
pasionales de aquel corazón inocente, cuya calma había turbado para siempre.
El joven tembló ante la probabilidad de que aquel incidente íntimo pudiera poner término a la amistad de
Julio. Amaba a aquel amigo generoso, con uno de esos afectos profundos que perduran toda la vida, a pesar de
las distancias y de los tiempos. Era un cariño de hermano, sin el cual le era ya imposible vivir... Y pensando en
que podía perderle, se sintió, por vez primera, débil y cobarde; capaz del engaño y del sacrificio de su propia
alma..., ¡pero Dios mío!..., ¿por qué en el momento en que se le ocurriera casarse con aquella niña, fingiendo
un amor que no existía, surgió en el fondo de su espíritu, con todo el poder de una mágica evocación, como
una protesta celosa, una figura delicada y pensativa, de negros ojos melancólicos y errabundos?
¡Hortensia! –murmuró, con un acento indefinible y hondo, como si contestara a una pregunta interior.
Y el denso velo, bajo el cual desde hacía algunas semanas se agitaban impresiones confusas y
estremecimientos nuevos, se rasgó, como por encanto, haciéndole conocer el misterio de su porvenir.
V
Estaba –no cabía duda– enamorado locamente de aquella niña. Ahora que un rayo de luz había penetrado
desde lo más recóndito de su ser, iluminando sus dudas, mil pequeños detalles, mil recuerdos aislados, antes
sin valor alguno y ahora reveladores y palpitantes, se agruparon en su mente y agitaron su corazón.
Poco a poco, día por día, en aquellos tres años en que él la había visto convertirse de niña en mujer, en que
constantemente la tenía a su lado, oyendo su voz, aspirando su aliento, el espíritu del joven se fue uniendo de
tal modo al de su discípula, que ahora, en que él comprendía su situación, llegó a convencerse, con esa
evidencia extraña de los seres superiores, que si ella era indiferente a su amor, su cerebro se paralizaría y su
corazón dejaría de latir.
Tras largas meditaciones, Rafael encontró natural el amoroso impulso que le encadenaba a ser la sombra de
aquella angelical figura; el reflejo de aquella estrella; ¡el creyente ciego de aquel Dios! Él conocía todos los
tesoros únicos e inestimables de su alma en flor; sus pudores, sus ingenuidades, sus castas inocencias. Era
purísima, adorable, casi divina. Había visto desarrollarse, al par de su inteligencia brillante y excepcional, su
cuerpo delicado, de redondeces seductoras. Sus brazos se modelaban suavemente en las finas telas y bajo las
sedas vaporosas de sus corpiños empezaba a dibujarse la dulce curvatura de sus senos floridos.
Su rosero tenía un encanto ideal. Era de un óvalo perfecto, de sonrosada palidez, con un aire de tristeza y
melancolía, que le daba una gracia que Rafael no había observado jamás en otro rostro de mujer. La cabellera
castaña y abundante formaba un marco oscuro en su frente adorable: los ojos, soles de misterio, tenían
miradas pensativas; la nariz era pequeña, la boca rosada y fresca, de labios ingenuos, que al hablar se movían
deliciosamente; formándosele, cuando ella sonreía, dos encantadores hoyuelos en las mejillas.
Con estos encantos físicos y morales, era casi imposible que Rafael se escapara a la seducción poderosa e
inconsciente de aquella niña. Siempre observó para con ella una conducta uniforme: severo y cariñoso al
mismo tiempo, jamás llegó a la familiaridad. Adela, a medida que iba haciéndose mujer-cita, se hacía más
formal; y ya no tenía para él aquella confianza de sus primeros tiempos. Ahora ponía más espacio entre su
asiento y el de su maestro y se apenaba por cualquier error en que incurría al dar sus lecciones.
Rafael no recordaba nada concreto que pudiera hacerle creer que ella le quería más que como a un viejo
amigo, que como a un maestro afectuoso y solícito. Demostraba placer en verle, oía con gusto todo lo que él
decía y le sonreía cuando al llegar y al despedirse, Rafael estrechaba tiernamente su mano, conservándola
entre las suyas durante algunos segundos. Pero en ciertas ocasiones era con él casi indiferente. Fuera de la
hora de clase, cuando el joven llegaba de visita a su casa, tenía para él seriedades impasibles, que le hacían
daño, poniéndole malhumorado.
A fuerza de meditar sobre el mismo tema durante días y noches, con pretexto de cualquiera cosa y en el
lugar en que se encontrase, Rafael llegó a formular esta desesperada conclusión:
–No me ama.
Él era viejo, comparado con ella. Le doblaba la edad: ella tenía quince años, él treinta. Entre ambos, podría
caber otra vida; y le atormentaba la idea de que bien pudiera ser su padre, viéndola tan infantil, tan inocente,
con sus sombreros ligeros y sus vestidos cortos y verse él mismo, tan grave, tan serio, vestido de negro, y
aparentando más edad de la que tenía.
De seguro que Hortensia no había pensado jamás en aquello y que de haberlo pensado, le encontraba bueno
para amigo, pero no para novio, a pesar de todos sus méritos; Cualquier jovencillo insignificante quizá valdría
más que él en este sentido...
Y al solo pensamiento de que aquella criatura adorada pudiera ser de otro; de que otro hombre sería dueño
de aquella boca, de aquel casto seno y de aquellos ojos, una ola de amargura le llenaba el alma y una mano de
hierro le estrujaba el corazón.
Cierta noche encontró en casa de Alicia a un joven bien vestido, de gallarda figura y maneras desenvueltas.
–Samuel Castro –dijo la joven, presentándolo.
Rafael le saludó, sin darle la mano.
Una violenta sospecha cruzó por su mente. Él conocía a aquel tipejo. Presuntuoso y majadero,
instintivamente Rafael le había tratado con la mayor indiferencia, cuando le encontraba en casa de alguna de
sus amigas.
Como si no advirtiera su presencia, casi dándole la espalda, Rafael se puso a hablar con la joven de varios
asuntos. De improviso, como estimulado por un recuerdo, se levantó, estrechó la mano de Alicia, y saludando
apenas a Samuel, salió del salón.
Un día horrible le mordía el alma. Se informó con una amiga y supo que aquel hombre visitaba todos los
días la casa: que era el marido que Luciano Álvarez deseaba dar a su sobrina; y otros muchos detalles que le
hicieron el efecto de profundas estocadas. ¡Y él que nada se imaginaba!
De aquella fecha en adelante sabía cuando Samuel almorzaba en casa de Luciano, cuando salían a paseo,
cuando hacía a la joven algún regalo...
Los celos le pusieron sombrío. Se volvió taciturno. Era, a veces, brusco con Hortensia, que extrañaba sobre
manera aquel cambio. El no la perdonaba que le hubiera ocultado la verdad.
Entonces fue cuando Julio –que desde su enfermedad quería más a su amigo– viéndole en aquel estado de
sufrimiento, le suplicó que le contara su pena, echándole en cara su falta de confianza y estimulándolo con
palabras afables y fraternales.
Ya era tiempo de referirle a Julio aquella desgracia que lo mataba. Y lo hizo con frases ardientes, con
explosiones de ternura quemante, con tal fuerza de pasión, que el joven se asustó. Sin embargo, él ya conocía
aquella extraña locura; la había sentido con igual intensidad, aunque se guardó mucho de confesarlo.
–Te he abierto mi corazón. Aconséjame ahora. Dime qué debo hacer.
Julio le recomendó que no perdiera la calma, ni se dejara abatir. Lo esencial era saber si la joven lo amaba. Lo
demás corría de su cuenta. Él hablaría con Alicia y todo se arreglaría satisfactoriamente.
Hablaron largo rato. Rafael se separó de su amigo con el ánimo más tranquilo, iluminado por un tenue fulgor
de esperanza, ahora sólo le faltaba averiguar el secreto del corazón de Hortensia.
VI
Durante la enfermedad de Julio, las fiestas- de los Álvarez se interrumpieron. Luciano fue diariamente a
informarse del herido; y aquel cariño desinteresado y profundo del buen hombre, apenaba a Julio, hasta
hacerle daño. Su corazón noble y generoso sufría con el engaño de que hacía víctima a aquel viejo amigo que
tantas consideraciones le dispensaba.
Luciano tuvo que hacer un viaje a Guatemala y como su ausencia podría durar algunos meses, suplicó a Julio
se encargase de sus negocios comerciales, mientras él regresaba.
Desde entonces y con el pretexto de aquellos negocios, Julio pasaba la mayor parte del tiempo en casa de
Alicia.
¡Qué dulces días aquéllos, qué inolvidables noches de amor! Se abandonaron, enloquecidos, a la embriaguez
de su ardiente pasión y el mundo desapareció por completo para ellos, envueltos en una neblina perfumada,
en un velo azul de ilusión y de ensueño, más suave y más grato que el calor de las sábanas nupciales!
Y cosa rara en una ciudad pequeña como Tegucigalpa, en donde nada puede pasar oculto: aquellas
relaciones criminales eran un profundo misterio para todos. Solamente la madre de Julio las conocía. Jamás la
menor prudencia atrajo sobre ellos la malignidad de los vecinos desocupados. Todos juzgaban al joven el
mejor amigo de Luciano y de su mujer; y nunca el más ligero indicio les hizo pensar en la posibilidad del
adulterio. Ni Rafael conocía el hondo secreto del alma de su amigo.
Cuando no estaban solos, Alicia y Julio se trataban como dos buenos y antiguos amigos, sin llegar a jamás a
la más insignificante familiaridad. Y nunca se abandonaban a transporte de pasión, sin asegurarse antes de
que nadie podía entrar al lugar donde se hallaban. Delante de Hortensia, sobre todo, ambos fingían tan
admirablemente, que a la niña no le asaltó jamás una duda.
Julio tenía con Hortensia esas confianzas autorizadas por el trato constante. Le tenía cariño a la pequeña.
Habíase acostumbrado a verla diariamente, desde niña, con su dulce carita meditabunda y su cuerpecillo ágil
y elegante. La recordaba con placer desde cuando tenía ocho años, en que la miraba desde el balcón de su
cuarto, entretenida en el jardín en formar grandes ramilletes de rosas, acompañada de Adela, que le llevaba
dos años de edad, y era, naturalmente, más crecida. A pesar de esa diferencia de años, eran íntimas amigas
aquellas muchachitas, cuyo diverso género de belleza había hecho pensar a Julio en dos ángeles de dos cielos
diferentes.
Las dos eran tristes; pero la tristeza de Adela era más honda, más humana, más inconsolable; mientras que
la de Hortensia era una dulce melancolía, una expresión de lánguida ternura, impresa hasta en sus
movimientos, que tenían dejadeces de caricias. Se parecían, moralmente, en el carácter reservado, poco dado a
expansiones y alegrías ruidosas; y aun más en su afición a los libros y a la música. Eran silenciosas, amigas de
la soledad, del misterio de los plenilunios y de las luces violetas de las alboradas.
Recién llegado Rafael, hacía tres años –les había leído a las dos uno de sus libros de colores, CANCIONES
DEL CREPÚSCULO. Era en mayo. En las tardes bajaban al jardín' de la casa de Adela –desde donde se
descubrían, por el ocaso, las líneas azules de los horizontes– y allí, sentados sobre los céspedes amarillentos,
escuchaban aquellas dos almas vibrantes y sensibles, la música de las estrofas lapidarias, sobrecogidas por un
misterioso sentimiento, por una impresión indecible que las hacía permanecer, mientras duraba la lectura,
sumergidas en un silencio casi religioso. Con las manos unidas, con las pupilas húmedas, las dos pequeñas se
embriagaban, escuchando los tenues ritmos de aquellos versos apasionados.
Era una colección de leyendas meridionales, de cuentos melancólicos, impregnados de un intenso colorido.
Eran los cantos de las almas enfermas; el himno de los sangrientos ocasos, poblados de brumas amarillas; la
canción de los piélagos escarlatas, que anegan los horizontes; el saludo fúnebre a los negros lutos de la noche,
que tiende sobre el mundo su cabellera de sombras.
El estilo, el verso, ondulaba como una serpiente, cintilaba, gemía con sonoridades cristalinas. Eran páginas
adorables, en que la agonía de la tarde se mezclaba a la agonía de las almas desoladas, de las almas trágicas,
que buscaban en los solemnes silencios nocturnos, la imagen y el misterio de los helados sepulcros.
Como una melodía que se desvanece se apagaba la voz de Rafael...
El jardín, entre tanto, se había colmado de tinieblas, y bajo el cielo pálido brotaban las primeras estrellas. Sólo
allá, en el occidente, se percibía aún un reflejo lívido, una luz mortecina, el último parpadeo del crepúsculo.
Se retiraban las dos niñas con una dulce opresión en el pecho, en cuyo fondo sentían el brote de las primeras
rosas de amor, una armonía, una claridad, un gran deseo de llorar y reír; un algo desconocido que las
angustiaba, agitando sus candidos corpiños y sus labios húmedos.
Después, una profunda reserva de parte de Adela fue enfriando la amistad de los jóvenes. Al cabo de tres
años, sólo quedaba de aquel fraternal afecto una simpatía indecisa, un cariño de fórmula.
VII
–Tengo que darte un consejo, pequeña– le dijo una mañana Julio a Hortensia.
–Bueno. Ahora mismo; comprometiéndome a seguirlo al pie de la letra.
–No; mañana será. Estoy muy ocupado y el asunto es muy largo.
Y mientras ella insistía, llamaron a la puerta. Era Samuel Castro, el novio.
Entró saludando ceremoniosamente, con la garganta oprimida por un enorme cuello Sport. Llevaba encima
las esencias de toda una perfumería. Iba vestido con un traje de levita, última moda que la víspera había
recibido de París. En sus dedos y en su pechera, de una irreprochable blancura, lucía grandes brillantes. Y en
su gesto, en su actitud, en la mirada sin expresión de sus redondos ojos claros, en sus bigotes exageradamente
retorcidos, había un algo tan cómico, tan ridículo, que Julio no pudo sofocar* una carcajada.
Hablábamos de Ud., amigo Castro –exclamó, mirando al joven burlonamente.
–¿Y se puede saber el motivo?, preguntó él, algo turbado.
–Decíamos que era usted el joven más elegante de la capital.
–Y el más inteligente–añadió Hortensia, con una Yaga sonrisa.
–Gracias... gracias. Yo... yo no tengo esos méritos.
–Pero tiene usted mucho dinero, querido; y eso debe consolarle.
Y Julio, casi ahogado de la risa, se fue, dejándolos solos.
VIII
Aquella mañana, al entrar Rafael a casa de Alicia, ésta salía de paseo.
Atravesó de puntillas el salón y entró a la biblioteca sin hacer el menor ruido. De espaldas a la ventana,
inclinada sobre el caballete, Hortensia pintaba. Rafael se estremeció. Rápidamente, en aquel rostro incompleto,
apenas bosquejado, que se veía en el lienzo, reconoció su propio rostro. Una ola de felicidad le anegó el alma.
Regresó en silencio por donde había llegado. Llamó a la puerta con dos ligeros golpes, como acostumbraba a
hacerlo diariamente.
Cuando Rafael entró, el lienzo había desaparecido en uno de los cajones de la mesa y la joven desarmaba el
caballete.
–He venido a interrumpirla?
–No, de ningún modo. Mientras usted llegaba, me entretenía en borronear.
–¿Y qué pintaba usted? –la interrogó con su acento familiar.
–Flores –dijo ella, toda turbada.
–Cuando las concluya podrá usted verlas.
Él la miró fijamente, como queriendo descubrir, en el fondo de sus grandes pupilas, el secreto de su corazón.
–Vengo a despedirme de usted –dijo, de pronto. Me voy mañana para el Sur y es probable que nunca
volvamos a vernos.
La joven palideció intensamente.
–¿Y por qué se va usted? –pudo apenas murmurar, con voz ahogada.
–Porque soy muy desgraciado, sabiendo que usted se casará pronto. Porque la adoro y no podré soportar
que usted sea de otro.
Hortensia vaciló y tuvo que apoyarse en la mesa para no caerse.
Y como Rafael se acercara para sostenerla, ella se abrazó a su cuello sollozando.
Él la retuvo largo tiempo, prisionera en sus brazos, trémula y desvanecida. Aspiraba el casto perfume de su
cabellera desatada, sintiendo caer sobre sus manos la lluvia de su llanto.
Después de aquellos dulces momentos, los dos sentados en un mismo sillón, hablaron con la intima
familiaridad de dos novios.
Acostumbrados a verse todos los días, durante tres años, el natural pudor de la joven cedió a la confianza
que había entre ellos y a la violencia de sus impresiones.
Se dijeron todo lo que en mucho tiempo callaron sus labios. Ella jamás pensó casarse con aquel figurín que le
daban por novio. Con ella no harían lo que con su tía Alicia, un negocio. Prefería vivir pobre con él, que
millonada en compañía de alguno que quisiera comprarla. Se separaron al oír la voz de Alicia en los
corredores.
–Hoy la clase ha durado más tiempo que el de costumbre –exclamó la joven alegremente, al entrar.
–Sí –dijo él. Explicaba a Hortensia algunas de las más curiosas teorías astronómicas de Flammarión. Y como
en ciertos días el exceso de trabajo me impide venir, los dos de acuerdo, reponíamos ahora el tiempo perdido.
IX
–Te felicito con toda mi alma– dijo Julio –después que su amigo, con una alegría rebosante, le contó la escena
anterior. El matrimonio es hecho. Si necesitas dinero, toma de mi caja el que gustes. Bien sabes que todo lo
mío te pertenece.
–Gracias, querido. Por ahora sólo te suplico que te entiendas con Alicia y escribas a Luciano. Quiero que se
arregle este asunto lo más pronto posible. Por correo de hoy pediré mis papeles a Buenos Aires.
Cuando Julio le contó el secreto de su amigo, Alicia no pudo menos que sonreírse, recordando la
conversación que tuvo con el joven y en la cual él se mostró tan escéptico en asuntos de amor. Escribió a
Luciano a Guatemala, suplicándole no se opusiera a aquellas relaciones, y halagándole, para conseguir su
intento, con frases de estudiado efecto.
Un mes tardó en llegar la contestación. Tras algunos párrafos, llenos de vaguedades y reticencias, daba su
consentimiento para que se recibiera a Rafael como novio de su sobrina. A su regreso se efectuaría el
matrimonio.
Desde aquel momento, Rafael se sintió el hombre más feliz de la tierra. Pasaba casi todo el tiempo que su
trabajo le dejaba libre, en aquel pequeño gabinete de la biblioteca, charlando, leyendo o viendo coser a
Hortensia. Considerábase dichoso estando a su lado, oyendo su voz, admirando las gracias exquisitas de su
persona. En la noche, mientras Alicia hacía vibrar el piano, ejecutando fragmentos de las estruendosas óperas
wagnerianas, ellos, con las manos unidas, hablaban en voz baja de esas cosas íntimas con que los enamorados
acrecientan su pasión.
X
Adela oyó impasible la noticia del próximo matrimonio de Hortensia. Con su instinto de mujer enamorada y
celosa, comprendió, desde hacía dos años, el amor silencioso de su amiga, y el que empezaba a germinar en el
corazón de Rafael. Ya esperaba aquel desenlace...
Su madre y su hermano –que conocían la funesta pasión de la joven- quedaron sorprendidos, viendo la
absoluta indiferencia con que ella acogió la nueva. Pero ¡ay! era que ellos quizá ignoraban que la herida de los
celos no puede curarse... y que a veces, bajo una glacial apariencia, ruge en el alma de las mujeres apasionadas
la tempestad más negra, de cuyo seno surge la muerte.
Ella fingía de tal manera, que ni Rafael, ni Julio, ni doña Luisa, ni persona alguna que pudiera acercársele,
hubiera notado en su rostro la más ligera señal de dolor. Distraída en sus ocupaciones habituales, quedábase
por algunos momentos inmóvil, con la mirada perdida, como si sus ojos buscasen un punto luminoso y lejano.
XI
Luciano regresó a fines de enero, al mismo tiempo que recibía Rafael los documentos pedidos a la Argentina,
que acreditaban que el joven era viudo.
–¿Viudo? –le preguntó Julio. Nada me habías contado de tu primer matrimonio. Yo te creía soltero.
Por la frente de Rafael pasó una sombra de muerte y en sus ojos brilló una luz siniestra.
Apretando nerviosamente la mano de su amigo, le interrogó:
–¿Quieres saber el secreto de mi vida?
Julio no le había visto nunca tan exaltado. Comprendió que su amigo sufría y no quiso aumentar su pena.
–Nada me cuentes –le dijo. Hay cosas tan íntimas, hay secretos tan hondos, que más vale no revelarlos
nunca.
–Mi corazón será de hoy más un libro siempre abierto para ti. Eres grande y generoso y te quiero más que si
fueras mi hermano.
Estaban en el cuarto que Rafael ocupaba, en una de las casas del centro de la ciudad. Era de noche.
El joven cerró cuidadosamente la puerta; y volviéndose hacia el sofá en que su amigo fumaba, le dijo con voz
sorda:
–Encargo a tu amistad que evite, por todos los medios posibles que Hortensia sepa que yo he sido casado. Si
ella me interrogara sobre este punto, tendría que mentirle o que contarle la verdad; y en ambos casos nuestro
amor se llenará de sombras.
–Ahora, escucha. Hace seis años –cuando tenía veinticuatro– me casé en Buenos Aires con una mujer
bellísima. Éramos de una misma edad y nos amábamos con delirio. Durante dos años me hizo completamente
feliz. Yo tenía un amigo íntimo, a quien casi llegué a querer tanto como a ti. Llegaba a mi casa con la confianza
con que tú llegas a la de Luciano. Yo le juzgaba un hombre honrado y noble, incapaz de una traición. Una
tarde recibí un anónimo. En el primer momento pensé romperlo, inspirado por el desprecio que me inspiran
esos papeluchos asquerosos, escritos por manos cobardes y dictados por almas ruines.
"Si quieres convencerte de lo que valen el amor y la amistad, ve esta noche, a las diez, al cuarto núm... calle
de... en donde encontrarás a tu mujer, en compañía de... tu íntimo amigo Pablo Méndez". Después había un
largo relato de mi deshonra. Se fijaban fechas y sitios; explicándose todo lo que se refería al adulterio.
Aquel escrito me hizo el efecto de una puñalada en mitad del corazón.
Creí volverme loco.
Por no sé qué especial estado de ánimo, no dudé de que fuera verdad todo lo que decía la horrible carta.
Aquella noche salía un vapor para las Antillas. Recogí todo el dinero que pude, arreglé mi equipaje y con el
mayor misterio lo hice llevar a bordo. Como el vapor zarparía a las doce, me entendí con el Capitán para que
mandara a recogerme a tierra veinte minutos antes de aquella hora.
Sonaba la última campanada de las diez en un reloj público, cuando llamé con violencia a la habitación
indicada. Como nadie contestara, en un arrebato de ira, de dos puñetazos hice saltar la cerradura.
Antes de que Pablo tuviera tiempo de impedirme la entrada, me hallaba yo en medio de la estancia... Mi
mujer había intentado ocultarse tras uno de los extensos cortinajes. Cuando me vio, se quedó aterrada.
Después de cerrar la puerta, saqué del bolsillo anterior de la levita, dos anchos puñales; y entregando uno a
Pablo:
–Defiéndete –le dije, fríamente. De lo contrario, me veré obligado a matarte como a un perro.
Él no se movió. Entonces, acercándome, le di un bofetón. De un salto cayó sobre mí. Rodamos sobre la
alfombra durante algunos segundos. La lucha fue breve y silenciosa. Él me causó una honda herida en el
muslo. Yo le partí el cuello de una tremenda puñalada.
–¿Y tu mujer? –preguntó Julio– impresionado por aquel horrible relato.
–Sin dar un grito, ni hacer un solo movimiento, permanecía en medio del cuarto. Hubiera podido huir; pero
el terror la paralizó. En aquel instante supremo la vi hermosísima.
Brillaban sus ojos y temblaban sus manos y sus labios. Sus cabellos flotantes le cubrían la espalda...
Yo la miré con una expresión extrahumana. Después la tomé en mis brazos y derribándola sobre un sofá, la
ahorqué con sus mismos cabellos.
Permanecí en aquella estancia fúnebre hasta la hora en que debía embarcarme.
Antes de salir, una honda piedad se apoderó de mi alma. Levanté del suelo el cadáver de Pablo y lo arrojé
sobre el sofá en que estaba el de mi esposa. Junté sus cabezas. Ambas tenían los ojos abiertos. Yo estreché la
mano derecha de Pablo, como en nuestras despedidas fraternales. Después me incliné sobre la adúltera y besé
sus labios fríos... Y las cuatro pupilas cristalizadas parecía que me miraban irónicamente...
TERCERA PARTE
I
Fue en los últimos días de agosto, cuando Alicia le comunicó a Julio que estaba embarazada.
–Es el hijo del amor –añadió, bajando la cabeza.
A él, al principio, le aterró la noticia. Pero poco a poco, la satisfacción íntima, el orgullo de su pasión,
triunfaron de sus escrúpulos y de sus inquietudes. Su amor cantaba en el fondo de su espíritu un himno de
triunfo. Pronto sería padre. La mujer amada, carne de su carne, alma de su espíritu, llevaba en su seno el fruto
de sus ardientes caricias.
II
Luciano estuvo a punto de volverse loco de placer, la noche en que Alicia le hizo conocer su estado. La
asedió a preguntas, y la obligó a que le diera multitud de pormenores...
–¡Un hijo! ¡Era lo único que me faltaba para ser feliz! Haré de él todo un hombre. Se educará en Europa, y no
omitiré medio alguno para que su existencia sea brillante.
Aprenderá idiomas y todo lo que se refiera con el comercio. Será un segundo ejemplar de mi personalidad
comercial; y tal vez llegará a banquero ¡qué sé yo! Y se casará con quien le dé la gana, porque ahora el dinero
lo hace todo. Ya conozco el camino... Y no se me diga que las grandes pasiones engendran la felicidad.
Nosotros nos casamos, ¿no es verdad Alicia? sin que estuviéramos enamorados y hemos sido completamente
felices. El amor llega después, con el hábito de la existencia común, con la vida íntima y con los hijos. Yo tengo
grandes proyectos para el que tendremos luego y ya me preocupa hasta el nombre que he de ponerle.
–Pero, amigo mío– le interrumpió Julio. ¿Y si en vez de un varón nace una mujer?
–No, no lo crea usted. Tendré un hijo. Sería una desgracia que fuera mujer. Sin embargo, habría que
contentarse con la suerte...
Él le oía hablar y gesticular, profundamente mortificado. Le tenía una inmensa lástima a aquel buen hombre,
tan bueno, tan lleno de confianza. Su alegría vibraba en su conciencia, con ecos dolientes... Y la piedad del
joven se aumentaba, viéndole tan ridículo, tan cómico, con su aspecto de alcalde de pueblo, con su enorme
vientre y su cara sentimental.
III
Rafael recibió una carta de Buenos Aires, en que un amigo le comunicaba la salida para Honduras –en el
mismo vapor en que le enviaba aquel aviso– de Alberto Méndez. "Ha jurado hace algunas noches, en un café,
vengar sangrientamente a su hermano o morir en la empresa. Yo creía que ese hombre, comprendiendo la
justicia que te obligó a lavar con sangre tu honor, había dejado de pensar en ti con un odio tan profundo; pero
según parece sólo la falta de dinero le había imposibilitado a seguirte "hasta el fin del mundo, si era
necesario", según su propia frase.
Rafael enseñó a Julio aquella carta.
–Alberto Méndez –le dijo– es hermano de Pablo y todo lo que se llama un bandido. Para vengarse, empleará
contra mí todas las armas que encuentre, hasta las más viles. Es artero, audaz, de un frío cinismo. Estoy
perdido si ese hombre llega aquí. Me calumniará, obligándome a matarlo.
–Necesitamos, en este caso, vivir sobre aviso. De seguro que aún no ha desembarcado en Amapala ni en
Puerto Cortés, porque su nombre no está en la lista de pasajeros de los últimos vapores. Hoy telegrafiaré a los
dos puertos, para que se me indique el día en que ese pícaro desembarque. Pierde cuidado. Si es preciso,
aplastaremos al reptil, antes de que envenene con su ponzoña.
IV
En aquellos días fue cuando el alma de Julio sintió los primeros estremecimientos de dolor, con la horrible
desgracia que formó el prólogo del libro negro de su existencia.
Era la noche del primero de noviembre. Sonaban lúgubremente las campanas de todas las iglesias y el
viento, al colarse por las calles estrechas, lanzaba siniestros aullidos.
Desde hacía algún tiempo un hosco presentimiento asediaba el espíritu de Julio, y le perseguía hasta en
sueños. Veía avanzar en su camino un fantasma de duelo, una sombra mortuoria, sin que él pudiera detenerla.
Una videncia extraordinaria le señalaba un peligro cercano, un abismo muy hondo, un algo abstracto y
sombrío... Aquella noche se acostó con una inquietud inexplicable. Se despertó varias veces sobresaltado y
tuvo impulsos de levantarse. Los continuos dobles plañideros doblaban en sus oídos como largos sollozos de
agonía... Parecíale que doblaban dentro de su corazón. Estaba intranquilo, nervioso... ¿Tendría miedo? ¿Miedo
de qué?... El viento lloraba, gemía, haciendo temblar las maderas de las puertas...
A la madrugada creyó sentir unos pasos leves sobre la alfombra, cerca de su lecho; como si alguien respirara
durante algunos segundos a su lado... Después, el roce de una boca sobre sus sienes... Instintivamente
encendió la luz. Una vaporosa figura blanca desapareció tras la cortina de la puerta que comunicaba su cuarto
con el de su hermana.
–¡Adela! –gritó. –¿Eres tú?
La joven, envuelta en un largo peinador, apareció en la puerta.
–¿Te asusté, Julio? –Perdóname. Hace un rato creí que me llamabas y me levanté. Llegué hasta tu lecho,
caminando en la oscuridad; y al convencerme de que dormías, me retiraba, cuando tú encendiste la luz.
–No, no he llamado. Quizá oíste el ruido del viento. Acuéstate pronto, la noche está helada y puedes
resfriarte.
Ella desapareció tras la cortina. Julio apagó la luz y volvió a dormirse con un sueño inquieto, doloroso como
una pesadilla.
A las ocho se despertó. Al ver la luz del día que se filtraba tenuemente por las rendijas de la ventana, sintió
un gran alivio, como si le quitaran de encima una enorme plancha de hierro.
Después de lavarse se dirigió al jardín, creyendo encontrar allí a su hermana.
Doña Luisa cosía en el corredor.
–¿Y Adela?– le preguntó.
–Aún no se ha levantado.
–Es extraño, porque nunca permanece en k cama después de las seis.
Y dominado por una inquietud horrible, se dirigió a la habitación de su hermana.
Al entrar un fuerte olor a láudano le hizo estremecer.
Llegó hasta el lecho de la joven y la llamó en voz baja, para no sobresaltarla. Como no contestara,
desesperado por aquel silencio espantoso, acercóse aún más, y guiado por la claridad indecisa que penetraba
en la alcoba, buscó la cabeza de su hermana sobre la almohada. Su mano derecha se posó sobre la frente de
Adela y casi al mismo tiempo la retiró, lanzando una exclamación de profunda angustia. Aquella frente estaba
fría como si fuera de mármol...
–Se ha matado –pensó.
Y, fatalmente, no se engañaba. Al abrir la ventana pudo ver a la joven con los labios entreabiertos, cerrados
los tristes ojos mártires; pálida y helada, con el rostro invadido por una expresión de dulce melancolía y de
dolor infinito... durmiendo ya el sueño de la eterna calma.
V
–Dime que no me aborreces, querido Julio. Quítame del corazón este horrible peso que me abruma. Yo sé que
en bien de nuestra amistad, debí sofocar en mi alma un amor que podía hacer daño a la pobre Adela; pero yo
estaba seguro de que su funesta pasión se había extinguido. Créeme, amigo mío: si me hubiera imaginado ese
desenlace, habría renunciado a ser feliz, porque yo no quiero una felicidad que pueda costarte a ti un
sufrimiento.
Él le oyó sin interrumpirlo, impresionado por el acento de amargura de sus palabras. Hacía un mes que
Adela descansaba en el cementerio; y en aquel tiempo, sólo el amor de Alicia y la amistad de Rafael le hicieron
no desesperarse por el trágico fin de la pequeña.
–Pareces un niño al hablar de ese modo. ¿Qué culpa tienes tú en lo que me ha sucedido, ni qué tendría yo
que reprocharte? Convéncete, Rafael. El destino, con una mano invisible, mueve los seres y las cosas y sus
leyes son eternas e inmutables. Que no te asalte ninguna duda acerca del cariño que te profeso. Hoy, como
ayer, siempre, serás tú mi hermano y mi mejor amigo.
Y sus manos se estrecharon fraternalmente.
VI
Fuera del tiempo en que se hallaba con Alicia o con Rafael, Julio pasaba encerrado en su cuarto, silencioso,
meditabundo.
Después de la muerte de Adela, doña Luisa fue atacada de una violenta fiebre cerebral, que puso en peligro
su vida.
Presa de un continuo delirio, completamente enloquecida, la anciana, con frases entrecortadas, referíase a un
gran crimen, a un remordimiento, a una expiación... Desde las primeras noches en que velaba a su madre,
oyéndola delirar sobre el mismo tema, Julio empezó a unir frases, fechas y nombres... Pasaron cinco días y una
duda tremenda llenó el corazón del joven. . -
Cierta noche en que la exaltación febril1 era más intensa, Julio, que se paseaba en la alcoba contigua, oyó que
la enferma le llamaba.
–¿Qué deseabas, mamá?
Pero ella no le reconoció.
Con los ojos brillantes, sobrecogida por una especie de miedo súbito, empezó a contar una historia negra, la
historia de su propio adulterio:
–Luciano... era el íntimo amigo... de mi esposo... y yo le engañé... con... su amigo. Lo mismo que Julio está
haciendo con él... con su padre... vengando, sin saberlo... al pobre muerto...
Ella continuó hablando; pero él ya no la oía. Aquel acento quejumbroso, aquella voz adolorida, que parecía
salir del hueco de una tumba, le causó un dolor agudo, asfixiante...
La que se acusaba de aquel crimen horrendo era su madre, a quien había considerado siempre como un
modelo de honradez, como un ejemplo de virtud... Sus ideas se extraviaban, ahora comprendía claramente el
cariño con que Luciano le distinguía, y la falta absoluta de semejanza física que notara entre él y Adela.
–¡Pobre hermana! Vale más que se haya ido ignorándolo todo –pensó el joven.
Y al recordar multitud de detalles que se relacionaban con aquel odioso descubrimiento, se sonrió con ironía,
casi con una mueca de asco.1 Pues qué ¿todo era así en la vida? ¿todo miserable y pequeño? En las grandes
amarguras el hijo va a buscar en el regazo materno un consuelo y una esperanza y se encuentra con que el
regazo es impuro y la blancura de las canas maternales tiene manchas de cieno! Se encuentra con que aquella
boca severa, urna de sagrados consejos, que tantas veces le acarició en la infancia, es una boca marchita por los
besos adúlteros; y que sobre aquellas manos que él amaba religiosamente, que él creía inmaculadas, han caído
los fuegos de las caricias criminales! Y sublevado contra todas las prostituciones y contra todos los engaños,
sintiendo en el fondo del alma un profundo desprecio por las mujeres culpables, cegado de pronto por una
cólera satánica, odió con toda su alma a su madre, deseó su muerte y hasta meditó un momento en ahogarla
entre sus puños crispados... Pero él ¿cómo pensaba así, después de caer también en la misma sima? ¿Acaso no
se encontraba en el fondo de un abismo de abyección y de engaño? Lo que más amaba en el mundo, la mujer
más querida sobre todas las cosas, ¿no era también una adúltera? Y aquel hijo que llevaba ella en su seno ¿no
tendría el mismo derecho de maldecir y odiar, de igual modo, a sus padres? Antes de despreciar a su madre,
¿por qué no empezaba despreciándose a sí mismo? Antes de maldecirla ¿por qué no maldecía a la mujer
amada?...
El joven volvió a sonreír, con los ojos secos y la vista contraída...
Después de todo, quizá no eran ellas las culpables... Recordó que, hacía algunos años, su madre le contó
todas las violencias que su abuela puso en práctica para obligarla a casarse con un hombre a quien no amaba.
Recordó la historia de Alicia... No: las culpables no eran ellas. El amor es un sentimiento despótico, una fuerza
dormida, que algún día tiene que despertar... Puede un hombre, por las intrigas o por el dinero, posesionarse
de una mujer. Es suya, le pertenece. Ella no protesta. Acepta todas sus caricias y todas las expresiones de su
amor. Hasta sonríe, hasta se cree feliz, imaginándose que la vida es aquella monótona continuación de placeres
materiales... Pero un día siente por vez primera que se le revuelve el corazón, que se entristece y se alegra, que
sufre y que goza, oyendo a otro hombre, viéndole, adorándole. Al primer asalto, ella cae en sus brazos, a veces,
sin lucha, porque no tiene la fuerza de otra pasión que la defienda, porque comprende que el amor es absoluto,
y que cuando la sangre arde y el corazón se estremece, de nada valen las teorías del deber, de nada los
principios religiosos, de nada la invocación de todas las honradeces y de rodarlas virtudes! Solamente las
mujeres de almas extraordinarias, de espíritus excepcionales, se salvan en esas batallas formidables, libradas
entre el cerebro y el corazón, entre el abismo y la cumbre, entre la noche de la infamia y el claro día de la
virtud.
Julio meditó durante muchas horas sobre aquellos horribles desgarramientos de las conciencias, por donde
cruzan como ensangrentados relámpagos o como crespones fatídicos, los recuerdos criminales.
–Los padres, con sus viles egoísmos, hacen de sus hijas infames adúlteras– se dijo, al fin. Cuando la mujer se
casa con el hombre que ama, puede ser desgraciada en cualquier otro sentido, pero casi nunca se prostituye.
Hay excepciones, pero son muy raras –concluyó, acordándose del caso de Rafael.
Después, al unir en sus impresiones a su madre y a su amante, el joven fue calmándose poco a poco, hasta
sentir una piadosa lástima por aquella pobre mujer que agonizaba. Trajo a su memoria los dulces recuerdos de
su infancia, sus cuidados y sus caricias y los arrebatos de apasionada ternura de que doña Luisa le hacía
objeto. Él había sido siempre el mimado, el favorito, el niño querido. Y al evocar aquellas remembranzas
amables, la doliente imagen de la triste Adela, se apareció en su espíritu como un ángel de perdón...
Se levantó casi tranquilo y fue a besar la frente de la enferma, que se hallaba sumergida en una vaga
somnolencia.
Desde aquella inolvidable noche de angustia, redobló sus cuidados para con su madre; evitando que
ninguna otra persona entrara al cuarto de la enferma, en las violentas crisis de delirio...
A los pocos días la señora volvió a la vida, más doliente, más quebrantada que nunca. Julio no le dio a
comprender, de modo alguno, que conocía su secreto. Su piedad llegó hasta lo sublime. Le prodigó su cariño,
como antes, cuando ella se enfermaba... Y doña Luisa sentíase menos infortunada, con aquel hijo tan afectuoso
y tan bueno.
Cuando al atravesar los cuartos y los corredores de su casa, como una sombra solitaria, el recuerdo de Adela
le oprimía el corazón, iba ella al cuarto de Julio, y allí, mientras él trabajaba, leía algún viejo libro religioso o
cosía con los dedos trémulos. A su lado, la infeliz vieja, sentía como si se le llenara el alma de esperanza y de
consuelo.
–Julio –le dijo una tarde. –Mucho quería a Adela. Fue un modelo de hija y yo la adoraba; pero ya ves, estoy
viva. De seguro que si tú hubieras sido el muerto, a los dos nos llevan al cementerio.
VII
En los últimos meses, la belleza de Alicia había sufrido un cambio brusco. Estaba más delgada, más pálida.
Sus ojos se entristecieron y un cansancio continuo la hacía languidecer a cada instante. A medida que se
acercaba el término de su embarazo, su salud y sus gracias se extinguían; su tez se marchitaba, y sus manos
parecían dos diáfanos marfiles...
Sin embargo, a ella no se le daba cuidado verse de aquel modo. Juzgaba natural su enfermedad y
olvidándose de todo –de la honradez y de la virtud– sentía un orgullo íntimo de que el hombre amado la
hubiera hecho madre. A un hijo de su marido no le habría querido tanto! Aún sin nacer, el hijo de Julio era ya
para ella un ser sagrado, la síntesis de dos almas extraordinarias y la mezcla de dos sangres ardientes. El le
daría su espíritu fuerte, sus músculos de bronce, toda su hermosura varonil; y ella su simpatía ideal, para que
pudiera llegar, con sólo una mirada, al fondo de todos los corazones.
La joven ocupaba la mayor parte del día en el arreglo del ajuar de su hijo. Gorros, fajas, pañales, camisillas
tenues, todo lo cosió y lo adornó con sus manos débiles y temblorosas. Un íntimo placer la hacía sonreír,
viendo aquellas minúsculas prendas, buenas para abrigar a un muñeco.
Como el matrimonio de Hortensia se había aplazado por la muerte de Adela, todos, de acuerdo, resolvieron
que se verificaría la misma noche en que se bautizara al chiquillo, para hacer de aquellos dos faustos sucesos
una doble fiesta familiar... No se haría, de ningún modo, antes de que pasara un año, por el luto riguroso de la
casa de Julio.
Llegaron, al fin, en una tarde de enero, los primeros dolores del alumbramiento. De improviso, Alicia se
sintió asaltada de un miedo angustioso. Llamado el doctor Rodríguez –el mismo que curó a Julio– aseguró que
la enferma no presentaba ningún síntoma grave y que saldría del paso con toda felicidad. Quedóse en casa
para tranquilizar a Luciano.
Alicia yacía en medio de un amplio lecho, pálida, inmóvil, presa de un terror, de un espanto indecibles. En la
estancia hubiera podido oírse el revolar de un insecto: tan profundo era el silencio.
A las siete los dolores se hicieron insoportables: la infeliz joven sufría horriblemente... ¿Qué pasó después?...
Cuando Julio llegó, el médico le dijo:
–El niño nació asfixiado.
–¿Y ella, y la madre?
–Morirá dentro de diez minutos. La hemorragia es incontenible. Sólo Dios puede salvarla.
Julio sintió como si le dieran un fuerte puñetazo en el cerebro. Las personas y las cosas empezaron a dar
vueltas a su alrededor; y sin darse cuenta del sitio en que estaba, presa de un vértigo, caminó vacilante...
Entró, como un sonámbulo, al cuarto en donde Alicia agonizaba; y sin importarle la presencia de Luciano, se
arrodilló junto al lecho de la moribunda, sofocando un sollozo... Ella lo miró así, con sus verdes pupilas
brillantes, durante algunos segundos, por la vez última...
VIII
A la madrugada se habían retirado todos los amigos de la casa. Sólo velaban el cadáver, Hortensia, Rafael y
Julio, quien, parado a dos pasos del túmulo, contemplaba con los ojos secos, los restos de aquella pálida
hermosura que iluminó su existencia con claridades de amor y de esperanza. Estaba lívido. Parecía petrificado.
El severo traje de negro hacía resaltar la blancura de nieve de la muerta. Sobre su pecho descansaban sus
manos exangües. En su rostro delicado vagaba una sonrisa mustia, que hacía más pronunciadas sus hondas
ojeras violetas. Las luces amarillas de los cirios, al agitarse, ponían sombras errantes sobre aquel rostro
inmóvil.
Un crucifijo de marfil extendía a la cabecera, sus brazos ensangrentados, como en señal de misericordia.
Rafael y Hortensia hablaban en voz muy baja, en el extremo del salón, de espaldas al túmulo.
Julio sentía el estremecimiento de los recuerdos de su amor, que de su cerebro caían a su alma, como gotas
de un llanto de fuego, como lágrimas encendidas que laceraban su corazón! ... Recordó el largo beso
apasionado con que ella le volvió a la vida. Ah! Si él pudiera hacer otro tanto. Y Como impulsado por un
fantasma invisible, se acercó a la muerta y besó sus labios glaciales, con un beso desesperado, en que iba todo
su inmenso dolor, todo el horrible desgarramiento de su ser; pero ella no se estremeció, ni entreabrió las
esmeraldas de sus ojos...
IX
Aquella tarde –después del entierro– Luciano, aguijoneado por una dolorosa curiosidad, por una duda im-
placable, entró en la casa de Alicia y se puso, con manos febriles, a registrar su escritorio. En el fondo de uno
de los cajones interiores, atadas con una cinta azul, encontró las cartas de Julio. Un rugido de dolor se escapó
del pecho del pobre hombre. Las leyó todas, por orden de fechas, como estaban arregladas. Después,
lentamente, una por una, las fue quemando. El crujido leve del papel, al incendiarse, le hacía el efecto de un
largo gemido...
Luciano se asomó a una de las ventanas de la estancia. Llovía y los corredores estaban obscuros y silenciosos.
Él se sintió tan anonadado, tan hundido en un desconsuelo inexpresable, que estuvo a punto de sollozar. La
inmensa pena de haberla perdido, la angustia, el resentimiento póstumo de su traición, el negro desencanto de
su alma, toda la amargura, en fin, de su doble desdicha, le hizo, por un momento, perder la conciencia de lo
que le pasaba. Después de aquella violenta crisis, caminó algunos pasos y se echó de bruces en el lecho de
Alicia, en aquel gran lecho conyugal, en el que había conocido la felicidad. En las cortinas, en las
almohadas,'creyó él sentir todavía el perfume de aquella deliciosa mujer... Sin ella, ¿para qué quería la vida?
Un dolor intenso volvió de nuevo a invadirlo. Pero todo el rencor de su alma fue cediendo, al pensar que la
pobre Alicia dormía ahora, en aquella noche negra, bajo la lluvia inclemente...
X
Tres días permaneció Julio sin salir de su cuarto, sumergido en uno de esos dolores que encanecen las
cabezas y secan los corazones de veinte años. En vano su madre trató de reanimarlo, de hacerlo reconciliarse
con la vida. El casi no la oía. Impasible, frío, indiferente, pasaba las horas con la cabeza entre las manos,
terriblemente abrumado bajo el peso de aquella enorme desgracia.
Llegó a pensar en la tumba, como en el único consuelo para su desdicha; y aún acarició la idea del suicidio...
Pero no: él quería morir de otro modo; por una causa noble, que hiciera fecunda su muerte.
Como si el destino se propusiera realizar aquel desesperado deseo, una fuerza interior le llevó a abrir su
correspondencia, de la que se había olvidado por completo. Sonrió con ironía al leer el nombre escrito en
todos los sobres: "Julio Herrera". No, él no merecía el apellido de aquel hombre honrado. Él sé llamaba Julio
Alvarez.
En uno de los telegramas –fechado dos días antes– uno de sus amigos de Amapala le comunicaba que
Alberto Méndez llegaría a la capital el 15.
–Será mañana –se dijo.
Y una alegría siniestra iluminó su semblante.
Aquel hombre venía a matar a Rafael, a satisfacer una venganza cobarde... Pues bien, él le saldría al camino.
Si lograba quitarle la vida ¿qué le importaba lo demás? Y si por el contrario, él mismo fuera el muerto, tanto
mejor...
Quiso –antes de exponerse a aquella prueba, por si no volvía– visitar la tumba de Alicia.
Al anochecer, se dirigió al cementerio. Una luna amarillenta brillaba en un cielo plomizo, llenando la
atmósfera de una claridad misteriosa. Negros nubarrones errantes, como enormes fantasmas, cruzaban el
espacio.
Detrás de un alto mausoleo, al pie de un ciprés altísimo, estaba el sepulcro de Alicia, a dos metros de
distancia del de Adela. Allí, entre aquellas dos tumbas, que guardaban sus únicos amores sobre la tierra, Julio
se consideró con el alma muerta para siempre. Sentóse sobre unas gradas de piedra y durante un largo rato
trajo a su memoria todos los recuerdos de sus dichas pasadas. El solemne silencio de la noche sólo era
interrumpido por esos rumores extraños que vienen de las lejanías y son como voces apagadas, como ecos de
suspiros agonizantes. Allí, en la soledad callada de la muerte, removiendo entre sus manos la blanda tierra que
cubría a aquel cuerpo amado con delirio, bajo la claridad fantástica del cielo impasible, se creyó Julio un
anciano viajero que hubiera dejado en los zarzales del mundo jirones de su propio corazón y que la víspera de
morir viniera a recordar los días felices, al borde del sepulcro de la mujer querida. Un ardiente deseo de
reunirse con aquella alma amorosa le hacía casi delirar. Soñó con aquel amor inmortal, con ensueños
visionarios; y su poderosa fantasía le hizo recorrer ilimitados espacios llenos de luz, desde cuyas alturas la
amarga realidad le obligaba a escribir inmensas parábolas, que iban a terminar sobre aquel mísero montón de
tierra!
Julio dobló una rodilla sobre aquel sepulcro, y permaneció así algunos minutos, como si estuviera orando. Al
levantarse, un ligero rumor le hizo volver la cabeza. Un hombre le contemplaba, con los brazos cruzados. Era
Luciano. Por su actitud silenciosa, por su doliente inmovilidad, Julio comprendió que lo sabía todo... Sin
dirigirle la palabra, en un frío silencio, el joven salió del cementerio...
XI
Rafael permaneció en el cuarto de su amigo hasta las doce de aquella noche inolvidable. Julio, reanimado por
la idea de muerte que le asediaba, apenas notó la expresión de tristeza que se advertía en el rostro de Rafael,
en el acento de su voz, en toda su persona. Se guardó muy bien de decirle una palabra, que se relacionara,
siquiera vagamente, con el proyecto que al siguiente día pondría en práctica.
La una de la mañana sonaba en el reloj de la catedral, cuando los dos amigos se separaron. ¿Por qué sintieron
aquel impulso mutuo? ¿Por qué, en lugar del fuerte apretón de manos acostumbrado, se abrazaron aquella
noche, como si hubiesen de separarse para un largo viaje...?
Julio no se acostó. Mientras amanecía se ocupó en arreglar sus papeles y en escribir a su madre y a su amigo.
XII
A las dos de la tarde del siguiente día montó a caballo y creyendo a Rafael en casa de Hortensia, pasó por la
casa en que él vivía para recomendarle a un vecino, entregara aquellas cartas, si él no regresaba aquella noche.
–También Rafael ha salido montado, y ¡vea Ud. qué casualidad! Me ha recomendado otra carta para Ud., en
el caso de que no regresara hoy.
Antes de leer aquella carta, Julio lo comprendió todo.
–¡No haberme imaginado esto! –se dijo furioso contra sí mismo. Desde hace dos días debe haber leído la lista
de pasajeros publicada en los periódicos. Después ha pedido y le han dado informes, por telégrafo, de la
llegada de ese hombre.
–¿A qué hora salió Rafael? –preguntó con voz sorda.
–A las doce. Lleva dos horas de camino.
–¡Dos horas nada más! Entonces, le alcanzaría...
Al salir de la ciudad, puso Julio su caballo a galope. Era un hermoso animal, acostumbrado a grandes
jornadas. El joven, resuelto a alcanzar a su amigo, de cualquier modo, corrió desesperadamente durante cuatro
horas, sin lograr su intento. En los caseríos que- atravesaba, deteníase un momento para informarse si Rafael
había pasado; y al oírla contestación afirmativa, redoblaba sus esfuerzos. Un presentimiento cruel multiplicaba
sus energías. Enardecido por la violencia de la carrera y por el fiero entusiasmo que asalta a los hombres
valientes con la seguridad de una próxima lucha, Julio atravesó una inmensa distancia, sin apenas darse
cuenta de ello. Veía pasar casas, árboles y paisajes, con una velocidad vertiginosa. De pronto cerraba los ojos,
con la esperanza de que al abrirlos, vería a Rafael a algunos centenares de pasos, en una de las ondulaciones de
la carretera. Pero todo en vano, sólo divisaba a lo lejos las sinuosidades de las cuestas solitarias...
La tarde empezaba a caer. El sol se ponía, ahogándose en un mar de púrpura, tras las cimas de la cordillera.
Diez minutos después, al subir una áspera cuesta, el caballo, completamente rendido, se paró. La espuela y
el látigo no le hicieron avanzar. Julio, entonces, se desmontó, firmemente decidido a seguir a pie su camino;
pero no avanzó muchos pasos cuando le detuvo horrorizado el espectáculo que se presentó a su vista.
A dos varas de distancia, en un recodo, vio a Rafael boca arriba, con la cara cubierta de polvo, en un charco
de sangre. Tenía dos balazos en el pecho y como cinco terribles puñaladas, una de las cuales le había separado,
casi por completo, la cabeza del tronco. En el suelo, sobre las piedras y los guijarros, se veían señales de una
tremenda lucha...
Las sombras de la noche empezaban a invadir los horizontes. Ya por el oriente todo estaba negro; mientras
las lejanías ensangrentadas del ocaso evocaban las imágenes de un portentoso incendio.
Los campos –colmados de misterio– pobláronse de tristes rumores; y de improviso, al extinguirse en un
rápido relámpago la lumbre del crepúsculo, surgió de los ámbitos sonoros, del seno de los vientos y de las
frondas, un largo y hondo gemido, como si al morir el día sollozara el corazón de la naturaleza.