En México la fotografía se ha distinguido por formar un registro pormenorizado y muy variado

de la muerte y sus derivados. Desde mediados del siglo XIX, se han hecho en nuestro país retratos de niños muertos;

durante la Revolución mexicana la foto jugó un papel determinante para documentar el deceso de

los líderes de la revuelta armada; a partir de los años 20 del siglo pasado los hechos de sangre ocuparon muchas

páginas de diarios y revistas. Dos especialistas de la Dirección de Estudios Históricos

del INAH hablan sobre la muerte en la fotografía mexicana.

Por Jorge Luis Berdeja

imágenes de Cristos y mártires del rito católico con lo que nos recuerda que hay vida después de la muerte, ya sea en el cielo o el infierno.

La fotografía heredó a partir de 1839, como uno de sus temas principales, los retratos de infantes muertos, de las pinturas conocidas como vanitas (la vida como “vanidad de vanidades”), señaló Rebeca Monroy.

La investigadora considera que la caracte-rística objetual de la fotografía le da un carácter de documento veraz y fiel, lo que permite registrar el hecho mismo de la muerte y dejar una huella imborrable para los deudos.

Nuestro gusto por la muerte viene desde los tiempos prehispánicos. Para el mexi-cano la muerte es un hecho cotidiano, las representaciones de calaveras y esqueletos más que atemorizarnos nos gustan y las celebramos. La muerte está todo el tiempo con nosotros y, antes que tenerle miedo, nos reímos y jugamos con ella”, destacó la doc-tora Rebeca Monroy, especialista en historia de las imágenes de la Dirección de Estudios Históricos (DEH), del INAH.

“En la época de la Colonia, la convivencia cotidiana con la muerte se combinó con las

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Para ejemplificar el poder evocativo de las imágenes fotográficas, recordó que David Alfaro Siqueiros solía contar la anécdota de que llegó a un pueblo y lo anunciaron como un artista. La gente le pidió que hiciera el retrato de un niño fallecido. Sacó su bloc y sus lápices y comenzó a dibujar al difunto, pero el padre del infante lo impidió argu-mentando que lo que la familia quería era una fotografía y no un dibujo.

En las primeras décadas del siglo XX, la foto-grafía jugó un importante papel no sólo para registrar para la posteridad las convulsiones sociales, como la Revolución mexicana, sino también los hechos históricos.

Fotógrafos como Agustín Víctor Casasola, Hugo Brehme, Samuel Tinoco, Antonio Gardu-ño, Manuel Ramos, Gerónimo Hernández, Ar-mando Salmerón, Eduardo Melhado y los her-manos Rousset, entre tantos otros, “tenían una conciencia histórico social, sabían que estaban haciendo un documento tanto para los periódi-cos como para las futuras generaciones”, comentó la doctora Monroy.

Además, la fotografía sirvió como testigo irrefutable de la muerte de los caudillos revo-lucionarios. “Sólo a través de la imagen se pue-de constatar que Emiliano Zapata murió, que Francisco Villa cayó en una celada y que Ca-rranza fue ejecutado. Es tal el poder de la ima-gen que se exhibe como prueba, la ropa ensan-grentada de los generales muertos”, explicó.

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Fotografía de Emiliano Zapata

Sucede lo contrario cuando no hay una fotografía de por medio, la gente duda de la muerte de perSonajeS hiStóricoS, deSde Bin laden haSta pedro infante, que para la imaginación popular Siguen vivoS”.

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Fusilamiento

En los años 20 y 30 del siglo pasado, la prensa industrial “empezó a publicar notas de asesinatos prácticamente todos los días. Al revisar los diarios, se observa una necrofilia filtrada a través de la imagen fotográfica”, asegura la maestra Gabriela Pulido, investigadora de la DEH.

Recordó que en 1933 regresó del exilio el periodista y editor Félix B. Palavicini e incluyó en su revista Todo una página de necrofilia, a la usanza del periodismo de Estados Unidos, porque sabía que la muerte vende y que había una particular atracción por los homicidios y por saber qué pasaba por la mente de los criminales.

Enrique “El Gordo Díaz”, citó, fue un precursor de la nota roja en muchos sentidos, pues le tocó cubrir los asesinatos políticos del presidente Álvaro Obregón, a manos de José de León Toral, y del activista Julio Antonio Mella, cuya compañera era la fotógrafa italiana Tina Modotti.

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Desde 1939 y hasta 1959 circuló Magazine de Policía donde se hacían montajes y recreaciones de homicidios muy sonados. Para los años 50, surgieron las revistas Alarma! y el periódico La Prensa, con una profusión de imágenes sangrientas de accidentes de todo tipo y asesinatos.

Entre los maestros del género sobresale el fotógrafo Enrique Metinides, cuyo trabajo mórbido a últimas fechas ha sido revalorado desde la óptica del arte. También se habla de quien fuera su maestro, el fotógrafo Adrián Devars Jr., que ponía a posar los cadáveres en la morgue.

Gabriela Pulido considera que la fascinación de la gente por la nota roja se debe a que “somos una sociedad acostumbrada a pensar en la muerte de muchas maneras y, además, porque en su momento fue un periodismo muy barato”.

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Fotografía de Enrique Metinides

Fotografía de Yolanda Andrade

En el campo de la fotografía artística, “ha existido en México un gran desarrollo, desde Manuel Álvarez Bravo. Con él se gestó una obra que es más mexicana que surrealista, porque podía observar nuestra realidad y capturar nuestra particular relación con la muerte”, señaló la maestra Monroy.

Desde la imagen antropológica y también en la fotografía de autor llama la atención el trabajo de Mariana Yampolsky, “que tiene excelentes ejemplos de cementerios y una calavera asomándose por una lápida”, citó.

Muchísimos fotógrafos actuales han

desarrollado el tema de la muerte, como Flor Garduño, Graciela Iturbide, Gerardo Suter, Javier Hinojosa, Antonio Turok, Yolanda Andrade y Eniac Martínez.

En el campo del fotorreportaje, Rebeca Monroy mencionó la obra de Nacho López y de Héctor Garcí a. Además recordó que en los altares de muertos y en las lápidas de los cementerios, la gente sigue colocando retratos de los difuntos “porque tenemos la idea de que la fotografía es un documento fiel de la realidad, lo que nos permite mantener el recuerdo vivo de alguien que ya no está”.

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Fotografía de Manuel Álvarez Bravo

Las imágenes proceden de los fondos del SINAFO-INAH, de los libros: Héctor García (Turner, DGE, Equilibrista, Conaculta, 2004), Luces sobre México (Conaculta-INAH, editorial RM, 2006), El ojo de vidrio. Cien años de fotografía del México indio (Bancomext, 1993), México inédito (Basilisco editores, AGN Conaculta, INBA, 1999), y webposting.

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