Maria Cuca

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Danilo Vásquez | Edición 2003 MARIA CUCA María Cuca le decían. Era de mediana estatura. Como todos los de esta tierra. Morena cenicienta, no por la del cuento; sino por lo del color de su piel. Ni delgada ni gorda: término medio. Su actividad no le permitía ni un ápice de grasa en su cuerpo danzarín, pues caminaba como si fuera sobre el mar en plena marcha; es decir, en el preciso instante que caminaba mostraba cierta picardía ing enua; no lo hacía aposta, lo hacía tan natural que parecía picardía adrede; pero no, era tal cual, María Cuca, sin tapujos. Vendía por la mañana verduras. Corrección: revendía. Nones, a ella le daban para que vendiera a cierto precio, la ganancia era suya. Por las tardes María vendía pan. Por las noches, a saber; nunca la vimos en algún menester. Probablemente dormía. En el barrio todos la queríamos, ella también. Eso sí, que no le fuéramos a decir María Cuca, porque se insolentaba y salían pedradas sin miramiento. Mi mamá la quería, como todas las señoras del mercadito. Le compraban porque les caía bien, daba gusto platicar con ella, era como si se platicara con una palomita tortolita, miraba para un lado, para otro; raras veces miraba a los ojos y, cuando lo hacía, realmente calaba, quizás llegaban hasta lo más profundo de sus ojos, los ancestros mayas o a saber que generación más triste representaba ella; porque en verdad se percibía toda la tristeza de una raza incansable, trabajadora y sumisa; porque lo de bravo, era momentáneo. De María nunca se supo quiénes eran sus padres, sus hermanos, tíos o tías, no había nada ni nadie y tampoco ella platicaba sobre su origen y la verdad es que nunca se supo de algún confidente que ella tuviera. Vivía una vida enteramente sumida en una soledad única, nunca se supo de algún marido, novio o pretendiente que María Cuca mostrara. Si lo tenía, lo tenía bien escondido; en todo caso hubiera dado muestras de

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Danilo Vásquez | Edición 2003

MARIA CUCA

María Cuca le decían. Era de mediana estatura. Como todos los de esta tierra. Morena

cenicienta, no por la del cuento; sino por lo del color de su piel. Ni delgada ni gorda:

término medio. Su actividad no le permitía ni un ápice de grasa en su cuerpo danzarín,

pues caminaba como si fuera sobre el mar en plena marcha; es decir, en el preciso

instante que caminaba mostraba cierta picardía ingenua; no lo hacía aposta, lo hacía

tan natural que parecía picardía adrede; pero no, era tal cual, María Cuca, sin tapujos.

Vendía por la mañana verduras. Corrección: revendía. Nones, a ella le daban para que

vendiera a cierto precio, la ganancia era suya. Por las tardes María vendía pan. Por las

noches, a saber; nunca la vimos en algún menester. Probablemente dormía. En el

barrio todos la queríamos, ella también. Eso sí, que no le fuéramos a decir María Cuca,

porque se insolentaba y salían pedradas sin miramiento. Mi mamá la quería, como

todas las señoras del mercadito. Le compraban porque les caía bien, daba gusto

platicar con ella, era como si se platicara con una palomita tortolita, miraba para un

lado, para otro; raras veces miraba a los ojos y, cuando lo hacía, realmente calaba,

quizás llegaban hasta lo más profundo de sus ojos, los ancestros mayas o a saber que

generación más triste representaba ella; porque en verdad se percibía toda la tristeza

de una raza incansable, trabajadora y sumisa; porque lo de bravo, era momentáneo.

De María nunca se supo quiénes eran sus padres, sus hermanos, tíos o tías, no había

nada ni nadie y tampoco ella platicaba sobre su origen y la verdad es que nunca se

supo de algún confidente que ella tuviera. Vivía una vida enteramente sumida en una

soledad única, nunca se supo de algún marido, novio o pretendiente que María Cuca

mostrara. Si lo tenía, lo tenía bien escondido; en todo caso hubiera dado muestras de

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alguna panza; pues en esos tiempos no existían como hoy los anticonceptivos: se

tenían los hijos que dios daba y punto (así decían los abuelos y hay que respetar) o en

todo caso la tal María Cuca, era machorra - que no podía parir- pues.

El tiempo hizo sus piruetas. Se arrancaron infinidad de páginas del calendario y las

cabezas se fueron poniendo blanquecinas. Ya los jóvenes de aquella época no caminan

rápido; el monótono tiempo les aconsejó caminar parsimoniosamente, sin prisas, sin

sofocos. Las casas se agrietaron, no digamos los rostros. Todo envejeció y, la María

Cuca no fue la excepción: envejeció y, ya no le daban las grandes canastas de verduras,

ni de pan, nada. María se fue poniendo triste y muy vieja. Ya no caminaba con picardía

aposta, y nunca más volvió a mirar a los ojos de nadie. Los cipotes de ayer, eran los

hombres de hoy y, María no significaba ni el pasado ni el presente ni el futuro. Era, ni

más ni menos: María Cuca.