Gaceta del Centenario nº 40 - 11 de Abril de 2002

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    N 40 - 11 de Abril de 2002

    SUMARIO

    1.Alas y Olas de Espaa Del libro:Escritos y discursos a la Falange por I. B. Anzotegui.

    ALAS Y OLAS DE ESPAA

    PorIgnacio B. Anzotegui

    Del libro Escritos y discursos a la Falange [1]

    Excelentsimos seores: jerarquas y camaradas de la Falange, seoras y seores: La Revolucin Francesa ha muerto. Ya antes

    de morir ola a podrido: por eso algunos creen que todava vive, porque todava huele. Muri de mala muerte en las alcobas

    parlamentarias, a manos de sus propios soldados que volvan de las trincheras del 14. Dej un viudo inconsolable -el liberalismo-de quien tuvo una cantidad de hijos: porque la Revolucin Francesa tena hijos hasta con su marido. Hijos que hoy todava le

    organizan funerales laicos con hediondez de flores marchitas y de ideas marchitas.

    Contra esos hijos y contra esas flores y contra esas empresas, contra los empresarios del estraperlo sentimentalista, libramos ya

    la ltima batalla. Lejos, quiz demasiado lejos, se pierde el eco del ltimo estampido de la guerra militar; demasiado lejos como

    para no aorarlo como se aora un juego de la infancia, una inocente diversin de sangre. Porque la guerra que hoy jugamos

    carece aun de la inocencia de matar. No es la nuestra guerra de armas sino de almas: del alma que quiere salvar al mundo contra

    el alma que quiere perderse con el mundo: del hombre redimido contra el hombre desesperado: del sueo occidental contra la

    blasfemia oriental.

    All en 1453, Constantinopla caa en poder de los turcos, y con ella la puerta extrema de la fortaleza europea. Roma, segunda

    vez fracasada, ceda el paso a una nueva edad. Pero otra Roma -la Espaa romana, visigtica y celtbera- amaneca entonces enel cuadrante de la rosa, y aquella edad que para Europa comenzaba con un fracaso, aquella triste edad de los csares n partibus

    infidelium y de los megaduques de utilera, aquella triste edad tuvo una Espaa que, revolvindose todava contra la

    dominacin africana, acu ducados y parti en demanda de tierras de infieles. La ms europea de las naciones de Europa

    cerraba la frontera -no fue esta vez Francia la que lo hizo- y abra la puerta del mar. Hacia el Oriente la cristiandad se debata en

    la miseria de su pequeez provinciana: hacia el Poniente, Espaa -seora y seera- se lanzaba alucinadamente a la conquista de

    la Cruz del Sur. Europa, toda la Europa transpirenaica, viva la historia del Renacimiento, mientras Espaa, toda la Espaa

    preamericana, preparaba la historia del Descubrimiento. De aquel lado de los Pirineos la otra Europa armaba su tinglado sobre

    un paisaje cruzado de carreras de faunos perseguidores de ninfas; de este lado de los Pirineos la otra Europa armaba carabelas

    para rescatar a un continente de la idolatra. Hacia el Oriente, el renacimiento de la fruta pasada; hacia el Poniente la cida fruta

    de la dentera del precipitado descubrimiento; del descubrimiento precipitado, porque Espaa es esencialmente toda

    precipitacin; precipitacin por querer imprudentemente y para seguir queriendo como en el primer da, precipitacin para

    arrojarse y para quedarse definitivamente, como slo saben hacerlo los que son capaces de obrar precipitadamente. De aquel

    lado de los Pirineos la hambruna pagana que venda el sexo y el sentido al precio de unas pocas divisas de amor; de este lado delos Pirineos, la hombra cristiana de los escuadrones conquistadores que, soando acaso o por si acaso con indias cuarteleras,

    marchaba hacia los puertos de la ltima aventura seria realizada por una nacin.

    EL DESCUBRIMIENTO

    Mientras Europa acunaba a la anti-Inmaculada, que es la Revolucin Francesa, Espaa defina de facto el dogma de la

    Inmaculada. Imprudentemente le tentaba el dogma ms difcil, por ser el ms potico. El sentido espaol del milagro que

    permanentemente vive en nuestra raza exiga que la Madre de Dios naciera sin pecado, y de puro ms papista que el Papa

    termin acertando con Dios. As, de puro empecinada en toda empresa que tuviera un poco de poesa, Espaa, nuestra Europa,

    de espalda a la otra Europa, Espaa, la que cree todava en la excelsa teologa de las echadoras de cartas, crey entonces, con fe

    de poesa, en aquel echador de cartas marinas, hijo de un colchonero italiano, que ley su destino y supo besar para su gloria y la

    nuestra, con galantera de genovs comerciante, la mano de la Reina Nuestra Seora. Haba, en medio de todo, quiz algo de

    msica de Bellini; pero entre acorde y acorde Isabel, la mujer de la dura realidad potica, adivinaba ya la velluda mano de un

    Pinzn espaol empuando el timn de la Empresa. Porque el descubrimiento de nuestra Amrica no se llev a cabo con la fcil

    literatura de un Coln improvisado ni con unas cartas de presentacin sentimentalmente arrancadas a dos monjes de La Rbida.

    Se llev a cabo no con la nerviosidad de solterona que el genovs quera, sino con el realismo castrense que pone Espaa en todo

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    lo que hace; no a la buena de Dios sino forzando antes la buena de Dios; no entregando vidas y haciendas al titiritero vendedor

    de sueos, sino confiando el cuidado de los sueos a aquellos grandes gonfalonieros de aventuras marineras que fueron los

    Pinzones.

    De esa armona de movimientos aparentemente contradictorios, de ese vivir como soando y de ese soar a fondo como

    viviendo, de la altura y de la hondura, naci Amrica a la luz del mundo.

    Por algo el mar Atlntico se llamaba el mar Tenebroso; porque Amrica dorma en las clidas tinieblas de un Trtaro

    inenarrablemente desesperado. Era preciso que llegara hasta ella la pincelada de luz que en las velas del Descubrimiento

    animaban ya su verde, su rojo, su azul y su oro, su plata y su gualda, para que, hecha todo color, se quemara en el incendio del

    ms luminoso imperio de la tierra. Era preciso que las carabelas embarazadas -como Isabel cabalgara tantas veces- marcharan

    empujando, vientos y peligros para poner en la soledad definitiva de la noche la certidumbre del amanecer. Era preciso derrotar

    con el ruiseor anglico al papagayo diablico charlatn y verde, hijo de la serpiente del rbol del Paraso. Era necesario vencer

    al puma agazapado en la complicidad de la noche con la alondra disparada hacia la aurora.

    ESPAA SALE DE ESPAA

    Por eso sali Espaa de Espaa: para ganar una tierra nueva y dejarse ganar por ella; para ganarla entregndosele, que es la nica

    manera de proceder del amor. No la movi la necesidad de dar un espacio vital a su podero, ni la de obtener los medios con que

    pagarse lujos que ignoraba o armas que no necesitaba, sino la permanente vocacin suya de vuelo y de reposo, de noviazgo y de

    casa puesta, que da tono a nuestra Historia, y sobre todo esa irrefrenable tentacin de meterse a redentora, que de haber sidoespaol Poncio Pilato hubiera, si no torcido el curso de la Redencin, convertido la noche del monte de los Olivos en un

    magnfico progroom de San Bartolom. Arrolladoramente triunfante en la Pennsula, duea virtualmente de la Europa

    transpirenaica, Espaa tena sus manos demasiado ocupadas y, como hoy, tena el mundo colgado de sus pies. Humanamente

    Espaa poda prescindir de Amrica, pero Amrica no poda prescindir de Ella; y ella, la novia de todas las esperanzas, la duea

    de casa de todos los desconsuelos, march al encuentro de la desconsolada esperanza que balbuceaba su nombre en el desamparo

    rusoniano de Amrica. Por eso sali Espaa de Espaa: no para conquistar un continente y hacerlo de sus mercaderes, sino para

    darle un contenido; no para explotarlo en su extensin costera a la manera fenicia, sino para entrarle a la manera romana; no para

    saquearlo, sino para fecundarlo; para hacer un solo imperio territorial primero, hasta que los azares y los pesares lo partieran en

    pedazos, y definitivamente espiritual luego, con una unidad que ni pesares ni azares pueden separar.

    Por si acaso, entr en Amrica a mano armada, pero no para asesinar hombres, sino para descabezar dioses; porque si la

    conquista fue obra de espaoles, la obra de Espaa fue la redencin, que deba cumplirse con la cruz de la espada; con la cruz de

    la espada, a pesar del sentimentalismo folklrico del obispo mariteniano fray Bartolom de las Casas, que utilizaran luego para

    conspirar contra el orden catlico -quiero decir contra el orden espaol de Europa- los santones laicos del tercer partido, que en

    aquella poca se llamaba la Reforma y en nuestros das se llama el liberalismo. Deba la redencin cumplirse con la cruz de la

    espada no slo para descabezar dioses, sino tambin para defenderla de los ataques armados que, ms o menos oficialmente,

    intentaban contra ella las naciones que ambicionaban alzarse con el producto lquido de la conquista. Espaa tena el deber de

    probar ante el mundo que lo que le haba tocado en suerte, le haba tocado en derecho, que lo que Dios le haba dado, le haba

    sido confiado. Por eso quiso y pudo hacer de su Amrica una fortaleza; por eso Amrica fue siempre -y hoy mi patria lo recuerda

    orgullosamente- el fortn de Espaa. No un fro arsenal de recursos guerreros, ni siquiera un ajetreado cuartel despavorido de

    rdenes llevadas a la carrera, sino una santabrbara de la vida espaola; una como frontera de la tierra conocida con la Tierra

    Prometida del Cielo, donde Espaa entera -mayorazgos y segundones, cortesanos y porquerizos- se entrenaba en la Tebaida

    tropical que Dios le sealara. Porque gesta de frontera fue la de Amrica, arriesgada y gozosa, como todas las que Espaa llev a

    cabo; gesta iniciada con fervor de primera y con decisin de ltima porque cada vez que Espaa se lanza a la vida lo hace como

    lanzndose a la muerte; porque se entrega embalada, con un estilo espiritual que pertenece a su propio ser irrenunciable.

    LO QUE SOMOS LOS AMERICANOS

    Por eso los americanos somos lo que somos. Podemos ser santos; pero lo somos espaolamente, sin mojigatera de converso

    tardo y sin arrumacos de vieja calumniadora; podemos ser pecadores, pero lo somos espaolamente, pecando con

    desobediencia, pero no con rebelde deslealtad, rindiendo con la conciencia misma la desobediencia, el pleito-homenaje debido a

    Aquel a quien debemos todo acatamiento. Podemos ser santos, y lo somos en familia, a la manera medieval, con un vaso de vino

    delante, pidiendo a Dios el honrado pan de cada da. Podemos ser pecadores, y lo somos como hijos, con la seguridad por

    adelantado de que alcanzaremos el perdn, no porque nos creamos con derecho a pecar, sino porque nos sabemos con derechos

    de hijos. Santos y pecadores tocados de esa sobrenaturalidad amorosa que le permite al santo decir: He cado afortunadamente

    para levantarme hacia Dios; y le permite al pecador balbucear al odo de la mujer amada: Te quiero tanto que no tengo

    necesidad de besarte.

    As nos hizo Espaa. As nacimos de ella. Y fuimos desde siempre, los americanos espaoles, americanos fieles al sentido

    espaol con que nacimos, y que es la sntesis armoniosa de los cinco sentidos servidores del alma. Nacimos no de una aventura

    afortunada, sino de un destino. De un destino hecho con el luminoso barro que dio cuerpo a las estrellas y a Espaa, a la

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    vencedora de la Media Luna y a la Luna, al oro de sol de la bandera espaola y al sol de mi bandera. Nacimos con el orgullo

    propio de los hijos legtimos y con la legtima seguridad de los hijos naturales. Por eso, a pesar de todas las tentativas de la

    propaganda antiespaola, tenemos el legtimo y natural orgullo, la seguridad natural y legtima que da la autntica filiacin. Por

    eso, vencedores de la guerra de nervios desencadenada sobre nuestra Amrica, sabemos que somos algo ms que los ocasionales

    descendientes de unos bandidos encarnizados. Nos sabemos, hoy como nunca, no libertos, sino libres desde la eternidad, como

    nietos que somos de los conquistadores. A nuestra Argentina no se la engaa ya con novelas truculentas de los capitanes

    violadores de indias invariablemente vrgenes y de indios necesariamente inocentes. Pasaron ya los aos en que una minora

    dominadora de Amrica crea en los criminales de guerra de la Conquista. Quedaron atrs los tiempos en que Corts y Pizarro

    aparecan ante los ojos americanos como los precursores de los modernos campos de concentracin acribillados de estacadas y

    rodeados de perros embravecidos. Los hijos de los lectores de los folletines histricos hemos aprendido a leer un poco la

    Historia; y hemos, sobre todo, aprendido a vivir la Historia revivindonos. Si nuestros padres se avergonzaron de los suyos,

    queremos reconciliar a ellos con nuestros abuelos, que es reconciliar la sangre con su verdadero ritmo, para que la raza no pierda

    otra vez el paso. Queremos -porque nos sabemos con derecho a ello- imponer a todos los hombres el reconocimiento del

    privilegio de nuestra filiacin; de nuestra filiacin, que es ni ms ni menos que el reconocimiento de nuestra Argentina.

    Pretendemos para nosotros la casa en que nacimos; su tono, su fina austeridad y su alegra aventurera, su manera de odiar y de

    perdonar, su seoro de siempre, que hizo del pueblo espaol, antes que un pueblo soberano, un pueblo prncipe; prncipe por

    primeroporque fue el primer pueblo europeo con personalidad de nacin y prncipe por excelente- porque ser el nico pueblo,

    porque seremos el nico pueblo que en el susto del Juicio Final reclamar todava el derecho de sentarse a la diestra del Hijo,

    haciendo aicos de un puntapi, como el Cid del Romancero, el trono de marfil de algn Rey de Francia atrasado de noticias.

    Cientos de aos de literatura antiespaola no fueron suficientes para hundirnos. Nosotros, los de la generacin de los nietos; los

    que alborozadamente comprendimos aquel llamado de Psichari: Luchemos frente a nuestros padres, al lado de nuestros

    antepasados; nosotros, los hijos todava cargados del lastre de tinieblas a que nos conden una generacin que, no pudiendo ser

    libre, se llam liberal, queremos para nuestros hijos la gloria de un orden nuevo que contine la nueva orden de nosotros losprecursores.

    Porque recuperamos ya nuestro sitio en la historia, no podemos renunciar a nuestra historia, ni siquiera a nuestra novela

    histrica. Pero podemos, s, avergonzarnos de nuestros novelistas como avergonzndonos de un retrato de familia; no nos

    avergonzamos de nuestra familia, sino del fotgrafo que impuso su estilo al grupo familiar.

    NUESTRA HISTORIA

    Nosotros, los hispanoamericanos -mejor dicho, los americanos espaoles, para no disimular con palabras una realidad

    gloriosamente irrenunciable- tenemos una historia limpia, porque nuestra historia es una ejecutoria de limpieza de sangre; limpia

    hasta en sus errores, porque si erramos, lo hicimos de una manera generosa.

    Llegarnos a Amrica con la Santa Mara, que tena nombre de Virgen; con la Pinta, que tena nombre de sobrenombre, y

    con la Nia, que tena nombre de nia. Llegamos mandados por un Rey y una Reina que informaron toda la Historia Espaola;

    porque para ello lucharon los primeros habitantes de la Pennsula y en su presencia siguen desarrollndose los acontecimientos

    de los ms apartados pueblos de nuestra sangre. Un Rey y una Reina que, fundando un Imperio cuando todava no tenan un

    reino, confirmaron a Espaa en la seguridad del estilo espaol; el estilo que le permite contar permanentemente con lo

    imposible; porque para nosotros lo no imposible es lo no aburrido, lo posible tan seguramente imaginado que hace de lo

    imposible la prefigura de lo posible. Un Rey y una Reina que nos dieron las llaves del mar para que realizramos la gran cruzada

    espaola de la Conquista de Amrica, porque no poda admitirse que las Cruzadas continuaran siendo las nicas empresas

    espaolas realizadas por no espaoles. Con ese mandato llegamos a Amrica, dueos de poderes legtimos fundados en la

    necesidad de la evangelizacin, y con ese mandato y con esos poderes continuamos nuestra empresa bajo la proteccin del guila

    electrizada de la Casa de los Habsburgo. Carlos, los tres Felipes y el otro Carlos. Los cinco Reyes de una sola dinasta que

    ofrecan a los ojos del mundo el espectculo del ms slido Imperio; hasta que con el anochecer del ltimo, mediante uncubileteo de escribanos y de testamento jugado entre beatas y medianoche, el Trono espaol -el incmodo Trono de los grandes

    Monarcas- se convirtiera en una plcida mecedora de sueos enciclopedistas.

    Nos instalamos en Amrica y la gobernamos y nos gobernamos en ella. Nos gobernamos y no nos gobernaron, porque el

    gobierno de Espaa no estaba en manos de una oficina metropolitana, sino en las de un Rey, que es como decir en las de Espaa

    misma; de un Rey que, reuniendo realeza y realismo, confiaba, por necesidad acaso y sin esfuerzo, en la honradez de sus

    hombres lanzados a la remota campaa. Nos instalamos en Amrica sin tutelas administrativas y sin ms Constituciones que

    alguna vaga capitulacin ms parecida a un recordatorio que a un contrato. Nuestras autoridades eran ya americanas por el solo

    hecho de pisar el continente americano con autorizacin de Espaa, porque la nacionalidad espaola, cruzando el mar, se haba

    extendido hasta Amrica y confundido con ella. Porque la Conquista, en lo que tuvo de guerra, fue guerra por la unidad; por la

    unidad que Isabel reclamara, con palabras de reina, en una de las clusulas de su testamento: A nuestros amigos los indios....

    LA VERDADERA LEYENDA NEGRA

    Pero muertos Isabel y Fernando, muerto Carlos, y los tres Felipes, y el otro Carlos, la leyenda negra hinc sus negras uas en

    la carne de Espaa. Y Espaa se avergonz de ser espaola y Amrica llor por la suerte de Espaa. Francia, la enemiga

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    tradicional de Europa; Francia, a la que unos pocos honderos pusimos en fuga en la casa de Roncesvalles; Francia, la de la

    empolvada decadencia, impona su sucesor advenedizo a la vieja dinasta de los Austria; la Monarqua abandonaba el castillo y,

    de espaldas a la realidad del paisaje, pona sus ojos en el tapiz. Con el Castillo perda realidad y realismo, inaugurando la era del

    regalismo. Reyes medrosamente devotos, jaqueados de ministros masnicos, trocaban la guerra contra el infiel por la novena

    entre apstatas, los hermanos indios de las reducciones jesuticas por la menuda tranquilidad palaciega, Gibraltar, por la pequea

    bufonera de una paz. As, de tumbo en tumbo, la Corte espaola perda a Espaa y con Espaa perda a Amrica. En los jardines

    de Aranjuez, el hijo del conquistador era apenas una moneda; una pobre moneda que serva para ajustar treguas y pactos y en

    cuya cara -reverso de la Cruz- figuraba la cabeza empelucada de un Borbn. El engranaje reemplazaba a la comunidad familiar y

    la organizacin al organismo, porque el alma de Espaa se haba separado del cuerpo de la Corte. El Rey no era ya el padre de la

    Nacin, sino un diplomtico ms o menos acreditado ante una representacin del pueblo, que se llamaba a s misma el Consejo

    de Ministros y que no representaba al pueblo. Espaa lo saba, como lo saba Amrica, y fue por eso que suscit a Goya, el

    vengador, para que rematara, con un desesperado frenes de carnicero, a Carlos IV y a su familia. Goya ejecut a la Monarqua y

    con ella al sentido dinstico que alentaba en el pueblo espaol: en el pueblo de la Pennsula y en el de Amrica. Nosotros lo

    vimos probablemente antes que vosotros. La guerra de Sucesin termin para vosotros con la derrota del Archiduque y para

    nosotros con vuestra derrota. Y si vosotros perdisteis la dinasta austriaca, nosotros perdimos la Pennsula. Amrica, que jams

    haba sido una posesin de Espaa, sino una posicin espaola; Amrica, la avanzada extrema del Imperio, la posicin extrema,

    deba vivir su extremismo. Su realidad peda realeza y no meramente administracin, y en la era borbnica el orden

    administrativo privaba sobre el orden imperial. Por eso Amrica no poda ser borbnica, porque los Borbones no podan

    comprender la necesidad para la cual Amrica haba nacido y a la que quera servir. Por eso la Espaa de los Austria -que era

    Amrica- se levant en armas contra la Pennsula borbnica.

    NUESTRA GUERRA

    Nuestra guerra no fue la guerra de secesin, sino de sucesin. Una guerra carlista, en la que el pretendiente se llamaba Carlos el

    Emperador. Lo sabamos o no lo sabamos, pero la hicimos para restaurar a Espaa en su autntica personalidad como lo

    demuestra hoy la Historia. Lo sabamos o no lo sabamos entonces, como saban o no saban los conquistadores, individualmente

    considerados, la razn de la conquista. Quiz no hiciramos nuestra guerra para, sino porqu; quiz no para restablecer el sentido

    espaol, sino porque ramos espaoles; quizs ignorbamos el fin por ella perseguido, pero tenamos una manera, y esa manera

    nos pona en camino de un fin. Esa manera espaola, que necesariamente deba conducirnos a un fin espaol; como en el

    silogismo los medios conocidos conducen al fin desconocido, o mejor dicho, que se aparenta desconocer. Que se aparenta

    desconocer, insisto, porque en realidad lo conocan los verdaderos hombres de nuestra guerra de la Independencia; y si no que lo

    diga el general San Martn, que, vencedor de naciones, propona en Lima, ante el vencido, la formacin de un gran Imperio

    federal de naciones hispanas. As pensaba la ms alta figura de la historia americana; el hombre que en Bailn, peleando contra

    las tropas de aquel pirata llamado familiarmente Napolen, cubri de gloria a las armas espaolas; el hombre a quien el

    Gobierno de su Patria encaden al destierro cuando mandaban en ella los leguleyos postborbnicos; el hombre que ofreci suespada otra vez a la Patria, contra ingleses y franceses, cuando gobernaba en ella aquel otro Csar de la historia de Amrica, el

    brigadier general Juan Manuel de Rosas.

    LA JUVENTUD

    As piensa y as siente la juventud de Espaa, la que por eterna no tiene edad y por espaola no quiere que el mar sea una

    frontera. La juventud que ha dejado de ser la promesa adulada antes por todos los divos del liberalismo y por todas las jamonas

    de la democracia para presentarse como una realidad; como la realidad que es, ceida y ardiente, con los pies asentados sobre la

    tierra para marchar sobre ella, y con los ojos puestos en el horizonte para marchar hacia el cielo; la juventud que hoy reconoce

    como suyos los mismos hombres que ayer se combatieron militarmente con las mismas armas, que velaron juntos bajo la noche

    incendiada como un trigal sonoro; la juventud que desde el extremo occidental de Europa hasta la extremidad austral de Amrica

    afirma su propia decisin de vida frente a un mundo empeado en despearse. Vuestra historia espaola es la nuestra argentina.

    Olas de Espaa mecieron el desvelado sueo del descubrimiento y alas de Espaa batieron el aire bajo nuestro cielo. Olas

    espaolas llevaron en sus manos de encaje a la Santa Mara -que tena nombre de Virgen-, a la Pinta -que tena nombre de

    sobrenombre- y a la Nia -que tena nombre de nia-, y alas espaolas rubricaron con rbricas de hierro nuestro aire para que

    nuestra historia, para que Amrica, fuera y continuara siendo, nuestra Amrica imperecederamente. El continente espaol con

    contenido espaol. El continente donde se prolonga la Historia espaola en alas y olas; el de la Historia Una, Grande y Libre que

    quera Jos Antonio.

    [1] Texto tomado de la edicin realizada en Buenos Aires por Editorial Santiago Apstol y Ediciones Nueva Espaa en 1999,

    quienes, a su vez lo toman de la 1 edicin publicada por la Asesora Nacional de Formacin Poltica del Frente de Juventudes.