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Como les guste Manual práctico para los enamorados William Shakespeare Versión novelada de Martín Casillas de Alba

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Como les gusteManual práctico para los enamorados

William Shakespeare

Versión novelada deMartín Casillas de Alba

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A MANERA DE EXPLICACIÓN

COMO LES GUSTE FUE ESCRITA por William Shakespeare (1564-1616) en 1599 y es una de las comedias mejor estructuradas de todas las que escri-bió este dramaturgo isabelino. En esta obra todos los personajes están enamorados, sobre todo Rosalinda, que pasa de ser maestra del amor a una de sus vícti-mas, para ofrecernos esto que podríamos llamar “un manual práctico para los enamorados”, después de verla tomar agua de su propio chocolate. A lo lar-go de la trama, entendemos cómo reconocer a los que están enamorados, cuál es su comportamiento y cuáles son las locuras que son capaces de hacer los que dicen estar bajo los efectos de esta pasión.

Shakespeare trata en esta obra los asuntos del amor y del odio —entre hermanos—, desde dife-rentes puntos de vista, profundidades y niveles has-ta llegar a un final feliz, a pesar de que la trama se va complicando de tal manera que debe intervenir deus ex machina para desenredar los nudos de la madeja.

Esta versión novelada es libre y está escrita en un español moderno que intenta ser más accesible para los lectores en este idioma, con un vocabulario y un estilo para que fluya de tal manera que puedan descubrir lo ingenioso de sus personajes, las historias

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enredadas y las metáforas como las que abundan en esta comedia.

Después de haber coordinado un taller de Shakespeare en la Universidad Pedagógica Nacional en 2007, entendí por qué no se leía a este emblemá-tico autor: en primer lugar, porque leerlo en el ori-ginal es difícil; en segundo lugar, me di cuenta de que leer una obra de teatro es como caminar por el empedrado y, en tercer lugar, porque algunas ver-siones disponibles usan un español anacrónico que hace más difícil su comprensión.

Sabemos que, al traducir a Shakespeare, se pierde el ritmo, la melodía y el juego de palabras. Sí, pero nos quedan —bien traducidas— las imágenes, las metáforas, la trama y, sobre todo, sus personajes, que son como nuestros espejos, y eso es más que su-ficiente para disfrutarla al máximo, sobre todo si lo-gramos apreciar la energía que hay entre sus líneas.

Fue entonces cuando decidí escribir estas ver-siones, adaptando cada una de ellas como si fuera una novela escrita en un español más cercano al que usan los jóvenes de estas latitudes, para que puedan leer-la de corrido, la disfruten más y tengan la sensación de haber tenido una buena experiencia en su vida.

Seleccioné veinte citas y las publicamos al fi-nal de la obra, en el idioma original y en español, de modo que los lectores puedan practicar su in-glés o pulir su Shakespeare. Ojalá disfruten la ge-nialidad de este dramaturgo y que estos personajes se integren a su vida. Ahora vean lo que nos propo-ne Rosalinda en este que, digo, es como un manual práctico para los enamorados.

Martín Casillas de Alba

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LA LUCHA DE DOS HERMANOS MENORES

UNA VEZ, UN VIEJO DUQUE fue desterrado por su hermano menor, quien confiscó y tomó posesión de sus propiedades para instalarse en el palacio y ro-dearse de una nueva Corte, y controlar así el ámbi-to del ducado.

Dentro de este territorio vivían dos de los hi-jos del fallecido caballero Rowland de Boys: el mayor se llamaba Oliverio, seguido de Jaques, un estudian-te que, según los informes que recibía Oliverio, iba muy bien tanto en conducta como en aprovecha-miento. El menor se llamaba Orlando y éste no tuvo tan buena suerte. Su hermano mayor ignoró el tes-tamento de su padre, lo puso a trabajar en el campo sin darle instrucción alguna y le ordenó vivir en una rústica cabaña, construida cerca del potrero, y en la que se guardaba el ganado, acompañado por el viejo Adán, un fiel sirviente de su padre.

Cuando empieza nuestra historia, vemos a Orlando trabajando en el jardín y quejándose con el viejo Adán del trato que ha recibido de su hermano. No entiende por qué lo desprecia de esta manera si los tres son hijos de la misma madre y, seguramente, del mismo padre.

—Según recuerdo, Adán —le decía Orlando

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a su sirviente, mientras desbrozaba ahí donde pensa-ba sembrar un durazno—, a la muerte de mi padre heredé un millón de coronas y, en su testamento, le encargó a mi hermano que, con ese dinero, me edu-cara lo mejor que pudiera. Ahí empieza mi desgra-cia, Adán, ¿puedes llamar a esto “educación” para un caballero, como lo que soy, si es parecida a la que le dan a los bueyes de la yunta? Te prometo, Adán, que están mejor criados los caballos de mi hermano pues, con el forraje que les dan, les brilla más la piel; luego, contrató a unos caballerangos que cobran una fortuna para que los entrenen, ¡ah!, pero eso sí, cuan-do se trata de su hermano, no se preocupa de nada, excepto de que crezca como un cerdo en su chique-ro. No me da nada, pero eso sí, esa nada es tan abun-dante como lo poco que me ha dado la Naturaleza y, luego, quiere escatimar los gastos, exigiéndome que almuerce con sus criados, y no permite que ocupe el lugar que me corresponde por ser su hermano y uno de los hijos de sir Rowland. Si dependiera de él, me fregaría más todo el tiempo a pesar de que los tres, como bien sabes, hemos nacido de buena cuna. Ya estoy harto de ese comportamiento, Adán, y creo que el espíritu de mi padre, que está dentro de mí, empieza a rebelarse contra esta servidumbre. No aguanto más. El problema es que no sé qué ha-cer para librarme de esta esclavitud.

Hablando de pájaros, por ahí escuchamos el trino. Adán, que estaba frente al joven Orlando, vio que se acercaba Oliverio a sus espaldas. Por eso le dijo que bajara un poco el tono de voz, que por ahí se acercaba “el pájaro mayor”.

En ese momento Orlando se volteó para me-

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dir la distancia a la que se encontraba su hermano y le dijo al viejo Adán que se fijara bien para que ob-servara cómo lo trataba, a ver si no tenía razón en todo lo que le había comentado.

—¡Hola, tú! —le dijo Oliverio a su hermano menor—. ¿Qué haces aquí?

Orlando dejó a un lado el azadón y contestó:—Nada, tal como tú quieres que haga, ¿o no?—Ahora, ¿qué estás echando a perder? —le

preguntó Oliverio en un tono burlón y con una ac-titud que parecía todo menos la de un hermano.

—Ya te dije que nada. Pues siendo tu pobre e indigno hermano, me la paso deshaciendo lo que Dios hizo en pleno ejercicio de su ociosidad. Nada.

—Pues, ¿sabes qué, hermano? ¿Por qué no te buscas otro trabajo o, mejor dicho, por qué no te vas al demonio?

—¿Quieres que cuide tus puercos y me sien-te a comer cáscaras con ellos? ¿Crees que ya me gasté mi herencia y por eso tengo que aguantar todas es-tas desgracias?

Oliverio no estaba de humor, dio un paso adelante como queriendo pelear y le preguntó si no sabía dónde estaba.

—Claro que lo sé, imbécil, estoy en tu huerta.—¿Y sabes delante de quién estás?Orlando, sabiendo dónde y con quién estaba,

se acercó sin temor y enfrentó a su hermano mayor diciéndole:

—Más te vale que seas tú el que sepa delante de quién estás, porque lo que yo sí sé es que eres mi hermano mayor y que deberías tratarme mejor por-que, entre otras cosas, somos de la misma sangre y

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aunque la ley universal reconoce que eres mi supe-rior por ser el primogénito, esa misma ley, acompa-ñada de la tradición, no me priva de tener la misma sangre, aunque hubiera entre nosotros veinte her-manos. Tengo de mi padre lo mismo que tú tienes, y pienso que el hecho de que tú nacieras antes que yo, debería acercarte más y hacer que me tuvieras más respeto.

Oliverio consideró que aquellas palabras eran un reto y que lo había ofendido, por eso le pegó una bofetada y le dijo:

—¿Qué estás diciendo, muchacho?Lo que no sabía Oliverio era que su herma-

no menor tenía buenos reflejos y reaccionaba igual que una bestia salvaje, tal como lo había aprendido en el campo. Al sentirse golpeado, Orlando le sal-tó al cuello, lo agarró de la garganta y se la apretó con fuerza con la mano izquierda. Había cerrado los dientes, tomado una buena bocanada de aire y frun-cido el ceño y, sin soltarlo un instante, le dijo:

—Vamos, vamos, vamos, hermano mayor. Para esto de la defensa, parece que no eres nada bueno.

Oliverio trataba de zafarse de esa mano tan fuerte que le apretaba el cuello, tanto que sentía que se asfixiaba. Intentó gritarle que era un villano y lo que dijo le salió más como un mugido. Orlan-do respondió que no era ningún villano y, que en caso de que no se acordara, él también era hijo de sir Rowland de Boys.

—Aunque tú no lo creas, él fue mi padre y por eso tú eres tan villano como aquel que diga que mi padre engendró a unos villanos. Mira, Oliverio, si no fueras mi hermano, no te quitaría la mano de

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la garganta y, con la otra, te arrancaría la lengua por andar diciendo estas estupideces.

El viejo Adán, viendo cómo estaban trabados, trató de intervenir y les pidió que tuvieran calma:

—Por favor, suéltalo, Orlando, y mejor den-se la mano.

—Suéltame, te digo —alcanzó a gemir Oli-verio, sin poder moverse y apenas pudiendo respirar.

—No lo haré —contestó Orlando, arrebata-do de coraje—, no lo haré hasta que quiera. Antes tienes que escucharme: mi padre te ordenó en su tes-tamento que me dieras una buena educación, pero tú no le hiciste el menor caso y decidiste educarme como jornalero, menospreciando mis cualidades y mi rango de caballero. Quiero que sepas que dentro de mí, el espíritu paterno se ha fortalecido y no so-porto más el sometimiento al que me has forzado. Por tanto, o me permites educarme con los ejerci-cios que corresponden a un caballero o me entregas el legado que me dejó mi padre y con eso me largo de aquí a buscar fortuna.

Oliverio tomó con fuerza el brazo de Orlan-do para ver si así lograba librarse, pero fue inútil. Ya estaba morado. Entre la sofocación y el ahogo, al-canzó a decirle:

—¿Y qué vas a hacer con eso? ¿Mendigar des-pués de que te lo hayas gastado? Está bien, ¡suélta-me!, no dejaré que me fastidies más. Te daré la parte que te toca. Vamos, te suplico, ¡suéltame!

Una vez que Orlando escuchó que estaba dis-puesto a darle su parte, lo soltó, lo empujó y le dijo, sin más historias, que ya no lo molestaría más hasta que le entregara lo que le correspondía.

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Oliverio se dio media vuelta y se fue molesto, sobándose el cuello y con la garganta adolorida. Al irse, no se le ocurrió otra cosa que desahogarse con Adán, el viejo sirviente, a quien le dijo:

—Y tú, ¡viejo perro!, vete con él.Adán frunció el ceño, extrañado y dolido por

lo que le había dicho, pues no entendía a qué se de-bía ese trato inmerecido, igual o peor que el que le daba a su hermano menor. Por eso, cuando vio que se iba, pensó en voz alta:

—¿Dijiste perro viejo? ¿Ésa es mi recompen-sa? ¡Ah! Es tan cierto, que he perdido los dientes por estar a tu servicio. ¡Que Dios esté con mi antiguo amo! Él nunca hubiera dicho esto.

No sabemos si Oliverio lo escuchó o no, pero Orlando le hizo una seña a su hermano cuando ya se había retirado de prisa, al tiempo que le ofreció su brazo al viejo sirviente para que se apoyara y pudie-ran los dos irse caminando a la cabaña.

Cuando el hermano mayor llegó a su casa so-lariega, frustrado e impotente frente a la fuerza bruta de su hermano menor, le daba vueltas al incidente, murmuraba e imaginaba cómo vengarse y bajarle los ánimos a su hermano, que se había atrevido a atacar-lo de esa manera.

—¿Te me quieres encaramar, eh? —murmu-raba—. Bueno, ya verás cómo voy a podarte para que no sigas trepando. ¡Hola, Dennis! —en ese mo-mento saludó al sirviente que lo estaba esperando a la entrada de su casa.

Oliverio se fue directo a su recámara para re-frescarse con el agua de la palangana y, una vez que lo hizo, llamó a Dennis para preguntarle qué había

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pasado y si por casualidad no había llegado Carlos, el luchador del Duque, que había quedado de ir a verlo para tratar un asunto urgente.

Carlos había llegado hacía poco y Dennis lo había pasado a la sala para que esperara a su patrón, que no tardaría en llegar.

—Dile que pase... —le pidió Oliverio, esbo-zando una sonrisa y diciéndose—: éste puede ser un buen recurso, pues el Duque ha programado una lu-cha para mañana.

Carlos era un luchador gigante contratado por el duque Federico para que ganara, en su nom-bre y sin piedad, todas las luchas que organizaba en el palacio para diversión de la Corte.

Cuando Oliverio lo vio entrar, entendió por qué triunfaba en todas las luchas. Su entrada fue más bien parsimoniosa: por el peso se veía forzado a caminar de esa manera. Oliverio lo saludó como ca-ballero que era, le dio la mano para estrechar la del luchador y ahí pudo sentir, con gusto, que era como apretar una piedra.

—Bon jour, monsieur Carlos. ¿Qué noticias tiene de la nueva Corte? —así lo recibió.

—De la Corte no hay novedades, señor, todo sigue igual. Es decir, el viejo Duque ha sido desterra-do por su hermano menor, el nuevo Duque. Tres o cuatro caballeros que lo apreciaban decidieron des-terrarse voluntariamente para acompañarlo y, como puede imaginarse, mientras las tierras y los bienes de estos nobles y las del viejo Duque le permitan enri-quecerse de nuevo, los deja que se vayan por ahí, va-gando en completa libertad.

Oliverio ya sabía lo que había dicho el lucha-

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dor. De pronto se acordó de que el viejo Duque te-nía una hija a la que quería mucho y le extrañó no saber qué había pasado con ella. Por eso le preguntó si habían desterrado o no a una joven dama llama-da Rosalinda.

—No, señor. Celia, la prima e hija del nuevo Duque, la quiere mucho, pues crecieron juntas des-de la cuna, y si el viejo Duque se hubiera ido con todo y su hija, seguro que su prima la hubiese segui-do en su exilio a donde fuera, porque de otra mane-ra, se habría muerto de pena. Ahora las dos están en la Corte y, tal parece, la joven es apreciada por su tío como si fuera su propia hija. Nunca se había visto en Corte alguna que dos doncellas se quisieran tan-to como estas dos jóvenes.

—¿Y a dónde se fue a vivir el viejo Duque? —le preguntó Oliverio, más por curiosidad que por otra cosa y antes de saber para qué quería verlo.

—Señor, dicen que se fue al bosque de Arden y que se ha rodeado de gente alegre; dicen que vive como lo hacía el viejo Robin Hood en Inglaterra. También afirman por ahí que todos los días llegan otros jóvenes a vivir con él y que todos pasan el tiem-po sin mayor problema, como vivían en la Edad de Oro en el paraíso terrenal. Eso es lo que dicen.

Oliverio aprovechó la pausa que hizo el lu-chador y pensó que era el momento para tratar el tema que le interesaba. Por eso le preguntó si era cierto que el nuevo Duque había organizado una lu-cha para divertir a la Corte al día siguiente, tal como lo anunciaban los heraldos.

—Tal cual, señor. Por eso quería hablar con usted de un asunto que puede ser importante: me

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han dicho, sin que nadie más lo supiera, que Or-lando, su hermano menor, vendría disfrazado a la Corte para retarme y luchar contra mí, alardeando que desea ganarme. La lucha de mañana, señor, es sólo por mi honor, por mi nombre y por mi fama para que, de esta manera, pueda mantener el presti-gio que tanto trabajo me ha costado tener. Si alguien sale sin una costilla rota, podrá decir que es afortu-nado. Tengo entendido que su hermano es joven y no muy fuerte. Por eso vine con usted y, con mucho respeto, para advertirle de este suceso, pues no qui-siera lastimarlo como puedo hacerlo, pues, como le digo, ahora esta lucha es sólo para defender mi ho-nor. Por tanto, le informo esto que se dice para ver si usted logra disuadirlo, pues parece que él lo está buscando en contra de mi voluntad.

Oliverio tomó una bocanada de aire, hizo un gesto como si estuviera preocupado para aguardar el tiempo necesario y responderle. En realidad, no le preocupaba para nada su hermano, más bien, le di-ría algún argumento o una mentira piadosa para que sus deseos se cumplieran y pudiera así vengarse de su hermano Orlando sin que nadie adivinara sus deseos, sobre todo ahora que se le ofrecía en charola de plata esta oportunidad.

—Carlos —le dijo con cierta solemnidad el caballero Oliverio—, te agradezco mucho que ha-yas tenido este detalle y por eso habré de retribuir-te como se debe. Pero déjame decirte algunas cosas: primero, que ya tenía noticias de esta locura, tan es así, que hoy mismo traté de disuadirlo, pero ya sa-bes cómo son de impulsivos los jóvenes de esta gene-ración: él está resuelto a hacerlo, pues es uno de los

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franceses más tercos que conozco, lleno de ambicio-nes y muy envidioso frente a las cualidades de los de-más; la verdad, Carlos, es una especie de conspirador capaz de traicionar a quien sea a la menor provoca-ción. Por desgracia, ahora está en mi contra, ¡con-tra mí, que soy su hermano mayor!, ¿me entiendes? No cabe duda de que es un problema. Por eso, haz lo que sea más conveniente, pues a mí me da lo mismo si le rompes la nuca o las costillas con el dedo. Pero, más te vale que te prevengas, porque si le causas al-gún daño o si no cubres el mínimo de gloria, si sale de esa lucha vivo, seguro que te va a buscar después para vengarse, utilizando veneno o atacándote por la espalda a traición. Estoy seguro de que no te de-jará nunca hasta que cobre su venganza con tu vida. Así que, casi con las lágrimas en los ojos, te digo que no conozco a alguien que, siendo tan joven, sea tan malvado como mi hermano y eso que ahora te lo he descrito de una manera fraternal, porque si te diera otros detalles y te explicara cómo es en realidad, llo-rarías, al mismo tiempo que me sonrojaría de pena y tú, asombrado, te quedarías pálido.

Carlos se quedó con la boca abierta al escu-char lo que le dijo este caballero acerca de su herma-no e ignorando por completo que fuese tan perverso. Después de oír esto, sintió como si le hubieran qui-tado un peso de encima y se felicitó de haber ido a ver a este caballero, pues ahora estaba más tranquilo si lo destrozaba mañana en la lucha.

—No se preocupe, señor, pues le digo una cosa: si se presenta mañana, le daré su merecido y, si después de que hayamos luchado, se puede sostener sobre sus pies, no volveré a luchar por premio algu-

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no, ni por nada... —y diciendo esto, antes de salir de la habitación, inclinó su voluminoso torso para des-pedirse con un “Dios guarde a su señoría”.

Oliverio llamó a Dennis para que lo acom-pañara hasta la puerta y, antes de que Carlos saliera, como quien no quiere la cosa, le entregó una bolsi-ta de cuero con varias monedas de oro que tenía a la mano justo para este tipo de servicios. Cuando se quedó solo, sin darse cuenta se sobó una vez más el cuello y pensó, sonriendo:

—Ojalá pueda ver el final... pero la verdad... —y se quedó callado por un momento— no sé por qué odio tanto a Orlando, más que a nadie... me doy cuenta de que es amable y también reconozco que, a pesar de no tener escuela, es instruido y tiene sus ideales y, por alguna razón, es querido y aprecia-do por todo el mundo y, en particular, por mi gente, con la que come todos los días... tal vez por eso me siento despreciado. Pero no será por mucho tiempo, pues tal parece que este luchador va a resolver mi problema. No me queda otra que animar a este mu-chacho para que no se raje y se enfrente a Carlos, el luchador del Duque, y muestre así su valentía.

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¿QUÉ TE PARECE SI ME ENAMORO?

ROSALINDA, LA HIJA DEL VIEJO Duque desterra-do, estaba con Celia, su prima hermana e hija única del ahora Duque usurpador. Las dos se querían mu-cho y se divertían más, pues como ya sabemos, se habían criado juntas desde que nacieron.

Pero ese día no tenían mucho que hacer y se la pasaban inventando una que otra travesura, ima-ginando de quién burlarse o cómo practicar un poco su ingenio con Touchstone, el bufón de la Corte, el “Piedra-de-toque” o el “Tocabolas” o como gus-te llamarlo.

Ese día, Rosalinda había amanecido depri-mida, un poco nostálgica y triste. No estaba de hu-mor como en otras ocasiones. Extrañaba a su padre. Cuando Celia la vio tirada en el suelo, se puso un poco nerviosa y empezó a preguntarle por qué no es-taba animada como otros días. Tal vez (pensaba), “ya no me quieres con todas tus fuerzas, como me querías antes” y así, tratando de animarla un poco, le dijo:

—¿Sabes qué, prima? Si mi tío, tu padre el desterrado, hubiera exiliado a tu tío, que es mi padre y nuevo Duque, yo le habría enseñado a mi corazón, lo más pronto que hubiese podido, que sustituyera a tu padre como si fuera el mío, con tal de que siguié-

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ramos juntas. Así es como tú deberías hacerle ahora si es que me quieres tanto como yo a ti.

Rosalinda se levantó de su asiento y, movien-do la cabeza de un lado para el otro, como si no entendiera lo que le pasaba, respondió a Celia ha-ciendo un pequeño esfuerzo.

—Está bien, prima, te prometo que trataré de olvidar lo que me pasa para estar de mejor ánimo contigo —le dijo Rosalinda, tratando de animarse y dejar la depresión para otro día.

Celia le agradeció que lo intentara y empezó a jugar con una serie de explicaciones, más bien inge-niosas, para convencerla del cariño que le tenía.

—Como bien sabes, mi padre sólo me tiene a mí de hija y no creo que vaya a tener más. Por eso, ten en cuenta que, cuando él muera, tú vas a ser la heredera, porque todo lo que tiene ahora se lo arre-bató a tu padre por la fuerza y, por eso, yo misma te lo voy a devolver, nada más por el cariño que te ten-go. Palabra de honor que lo haré y, si rompo este ju-ramento, ¡que me convierta en un monstruo! Por lo tanto, dulce Rosa, querida Rosa, alégrate.

Después de escuchar estas promesas, a Ro-salinda no le quedó otra más que sonreír, reco-nociendo el esfuerzo que hacía su prima para que se animara, como si la herencia fuese la causa de su desánimo. Por eso, reaccionó con cariño, se levan-tó, se arregló un poco el vestido y el pelo y, tratando de que se desvaneciera su pesadumbre, le propuso lo siguiente:

—Bueno, está bien. Vamos a ver, ¿a qué te gustaría jugar?

Celia brincó de gusto y aplaudió de felicidad,

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nada más de ver a su prima tan dispuesta a cambiar de ánimo.

—¿Qué tal si nos sentamos por ahí y nos bur-lamos de la hilandera Fortuna, le arrebatamos su rueca y vemos si, de ahora en adelante, reparte los dones más parejos?

Rosalinda esbozó una sonrisa al imaginarse la locura que le proponía Celia y que pudieran hacer eso con la Fortuna. Le siguió el juego y le confirmó que estaba totalmente de acuerdo.

—Ojalá, prima, pudiéramos hacerlo, porque, la verdad, la Fortuna reparte muy mal los dones, tal vez porque está ciega y le falla el tino, sobre todo cuando trata de distribuir los dones a las mujeres.

—Tienes razón, prima: a las que hace hermo-sas, las hace deshonestas y a las que son honradas, las hace poco agraciadas.

—No, no, Celia —le contestó Rosalinda—, no hay que confundir el trabajo y la responsabili-dad de la Fortuna con el de la Naturaleza: la prime-ra sólo es responsable de los dones mundanos y nada tiene que ver con los rasgos, pues ésos dependen de la Naturaleza.

—¿Ah, no? Entonces, cuando la Naturaleza hace hermosa a una criatura, ¿no puede, por Fortu-na, caer en el fuego? Aunque la Naturaleza nos haya dado el ingenio para burlarnos de la Fortuna, ¿no será por culpa de la Fortuna que nos mande, por ejemplo, a este bufón que está llegando, interrum-piendo nuestra plática tan sabrosa como estaba?

Celia había visto a través de la ventana que Touchstone estaba por entrar y que traía, segura-mente, algún recado o alguna broma o las dos cosas.

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Antes de que entrara, Rosalinda alcanzó a aclararle a Celia que, tal como ella pensaba, la Fortu-na podría ser cruel con la Naturaleza y, justo cuando había dicho esto, entró el bufón y, viéndolo, añadió lo siguiente:

—Sobre todo —dijo Rosalinda, subiendo un poco el tono de voz—, cuando permite que un ton-to por Naturaleza interrumpa al ingenio en acción, como ese que nos ofrece la Naturaleza... ¿Verdad, Touchstone?

Celia pidió al bufón que se callara, poniendo su dedo índice en la boca, mientras terminaba esta discusión con su querida prima, para contestarle, en tono doctoral:

—Quizá la llegada de éste —señalando al bu-fón con la mano— no sea tanto una obra de la For-tuna, sino de la Naturaleza que, de pronto, se da cuenta de que nuestros ingenios son algo torpes para discutir de esas diosas y, por eso, nos ha enviado a este tonto monumental, hecho al natural, para que nos sirva como “piedra de toque” y le saquemos pun-ta a nuestro desgastado ingenio, porque ya sabes que la estupidez del necio es la inteligencia del discre-to —y cuando terminó de decir esto, volteó a ver a Touchstone para darle la bienvenida y preguntarle—: ¿Qué tal, Ingenio? ¿Y, ahora, qué traes entre manos?

Touchstone saludó a las dos con una ligera y torpe genuflexión y le anunció a Celia que su padre quería verla.

—¿Ahora también le haces de mensajero? —le dijo Celia sonriendo como buena bribona que era.

—No, por mi honor, simplemente me orde-naron que viniera por usted.

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—¿Por tu honor? ¿Dónde aprendiste a hacer estos juramentos, bufón?

—Los aprendí, señora, de cierto caballero que un día juraba por su honor y decía que las bo-tanas estaban buenas y al mismo tiempo juraba “por su honor” que la mostaza no servía de nada. Ahora, yo afirmo que las botanas eran las que no servían de nada y que la mostaza era la que estaba muy buena; sin embargo, el caballero no era un perjuro.

—¿Cómo pruebas esto que dices con ese cau-dal de conocimientos que nos abruman? —le pre-guntó Celia, tirando un anzuelo para ver si picaba el bufón.

Rosalinda le siguió el juego.—Sí, eso es, bufón, desembucha tu sabiduría.El bufón sabía que estaba en medio de dos in-

geniosas damas, bravas como ellas solas y que, por eso mismo, más le valía encontrar una buena res-puesta. Por lo pronto, sólo se le ocurrió confirmar que él sabía muy bien dónde estaba:

—Ahora veo cómo avanzan las dos, sí, bue-no, sóbense sus frentes y juren por sus barbas que soy ladino.

Celia le respondió de inmediato:—¿Por nuestras barbas? Bueno, si las tuviéra-

mos, diríamos que eso es lo que eres.Éste era el juego que empezó entre los tres,

que sabían usar las palabras con doble sentido, lan-zadas a dos o tres bandas sin rebote pronto. El bu-fón, más que interrumpirlas, se había integrado al juego a pesar de que el tema inicial era otro, aunque ahora giraba para probar cuán astuto podía ser.

—¿Ladino? Bueno, si lo fuera, claro que lo

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sería. Pero ya veo que lo que ustedes hacen es jurar por lo que no existe, por tanto, las acuso de sacríle-gas. También lo era ese caballero que juraba por su honor, porque ¡claro!, no lo tenía o, si lo tuvo algu-na vez, se le había agotado por los juramentos que había hecho antes de probar si las fritangas eran las que estaban buenas o si lo que estaba mejor era la mostaza.

—Basta, bufón, y dinos: ¿quién era ese caba-llero que juraba y que tanto influyó en ti?

—¡Ah!, ése era y es una persona apreciada por el viejo Federico, tu padre —le dijo a Celia.

—Si mi padre lo estima, eso es más que sufi-ciente para confirmar su honorabilidad. ¡Basta! No hables más de él. Uno de estos días, bufón, te van a dar unos buenos azotes por irrespetuoso. ¿Cómo que el viejo Federico?

En ese momento Touchstone se dio cuenta con quién hablaba y trató de sacar su metida de pata:

—¡Qué lástima que los locos no pueden ha-blar con sensatez de las locuras que hacen los cuerdos!

Celia volteó a ver a Rosalinda para que la ayu-dara con esta discusión que no iba a ningún lado, sobre todo, después de lo que había dicho el bufón.

—Es cierto lo que dices, bufón: si se calla el poco juicio de los locos, entonces, la locura de los cuerdos sale a relucir en grande, ¿no?... ¡Vaya!, esto parece que se está convirtiendo en una reunión cor-tesana. ¡Miren quién llega! Monsieur Le Beau, el se-ñor “Hermosillo”.

Rosalinda, que ya estaba lista para agregar lo que se le había ocurrido sobre lo que pasaría si los locos fuesen capaces de decir las locuras de los

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cuerdos, se lo aguantó para otra ocasión, pues en ese momento entraba el señor Le Beau, un hombre que daba la impresión de tener los cachetes inflados, por lo que se les ocurrió decir que venía con la boca llena de noticias.

Celia lo conocía bien y sabía que era ceremo-nioso. Por eso le dijo a su prima en voz baja:

—Noticias que seguro nos van a hacer regur-gitar, como lo hacen las palomas para alimentar a sus crías —y, dirigiéndose a monsieur Le Beau lo sa-ludó diciéndole—: Bonjour, monsieur Le Beau, ¿qué hay de nuevo?

“Hermosillo”, como buen cortesano, hizo la genuflexión de protocolo y les comentó que por la mañana se habían perdido de “una buena mancha”, cuando lo que quiso decir era “una buena lucha”. Por eso Celia, luego, luego, le preguntó:

—¿Mancha? ¿De qué color?—¿Cómo de qué color, señora? No sé cómo

contestarle...—Bueno —dijo Celia, que parecía que había

desayunado pico de gallo—, pues del color que lo permita su ingenio y la ocasión.

—O el Destino —agregó Touchstone.—¡Bien dicho, bufón! Eso sí que es aplastante...—Aplastante será —dijo el bufón— si no

conservo mi “peste”, es decir, mi “puesto”.Rosalinda, conectada con el sentido que le

daba el bufón, reviró la conversación, cerrando de esta manera:

—Bufón, tú apestas y estás rancio... ya perdis-te el olor de los hombres, has ingresado a la senectud.

El señor Le Beau parpadeaba una y otra vez.

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Estaba perplejo y no entendía nada de lo que esta-ban diciendo los tres, sobre todo el bufón frente a las dos doncellas.

—Señoras —dijo con toda solemnidad—, yo sólo vine a informarles que el Duque ha organizado una última lucha hoy y, en vista de que se han per-dido las primeras tres que, aquí entre nous, estuvie-ron muy interesantes, ¿quieren que les cuente desde el principio?

—El principio, mi querido Le Beau, está muerto y enterrado —dijo Celia, para confundirlo todavía más de lo que estaba.

—Bueno, pues llegó al cuadrilátero un ancia-no con sus tres hijos, que habían decidido enfrentar al luchador del Duque —empezó diciendo Le Beau sin que le importara mucho si querían o no escuchar su historia.

—Me late que éste es el principio de uno de esos viejos cuentos —comentó Celia.

—Pues ahí estaban —dijo Le Beau—, tres apuestos jóvenes de buena estatura y porte. El ma-yor de ellos fue el primero que se enfrentó a Car-los, el luchador del Duque, quien en poco tiempo le rompió tres costillas, lo tiró al suelo y lo dejó casi sin vida. Así fue con el segundo y el tercero y, en fin, ahora los tres están inmovilizados, mientras su an-ciano padre se lamenta de tener una pérdida total en tan poco tiempo. Toda la Corte está conmovida y llora al lado de este pobre viejo su tragedia.

Todos se quedaron callados y voltearon a ver-se. No podían creer que esa lucha convertida en tragedia fuese algo divertido. Touchstone fue el pri-mero que abrió la boca.

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—No cabe la menor duda de que todos los días se aprende algo nuevo. Ésta es la primera vez que me entero que ver cómo le rompen las costillas a alguien es un pasatiempo para las damas.

Rosalinda, por su parte, se sentía confundida. Estaba segura de que su padre nunca habría organi-zado un espectáculo de esa naturaleza para entrete-ner a la Corte. Por eso no se contuvo y les dijo:

—¿Alguien más quiere seguir escuchando esta estúpida melodía? ¿Alguien más en esta vida es aficionado a que le rompan las costillas? ¿Qué hace-mos, prima, vamos a ver la lucha?

—Si quieren —dijo Le Beau—, no tienen que ir a ningún lado, porque la arena se ha instalado aquí afuera, en el salón que está junto al de ustedes y que está tan cerca que prácticamente ya estamos en primera fila.

Se escucharon las fanfarrias anunciando la llegada del Duque y, por tanto, el inicio del espec- táculo. Los que estaban con Celia no lo pensaron dos veces y salieron, impulsados por el morbo, a ver de qué se trataba la famosa lucha.

El duque Federico comentaba a los que es-taban a su alrededor que, por alguna razón desco-nocida, un joven se había atrevido a retar al mejor luchador que había en su ducado y que, tal parece, no quería entender razones ni había tenido en cuen-ta los resultados de las tres luchas anteriores. Por todo esto, sabía que ese joven corría serios peligros.

Las dos primas escucharon lo que dijo el Du-que y por eso vieron hacia el improvisado cuadrilá-tero para preguntar a Le Beau si ese joven que estaba ahí, medio desnudo, era el susodicho retador. Le

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Beau confirmó que ésa era, efectivamente, la próxi-ma víctima y las dos jóvenes se conmovieron sola-mente de verlo.

Rosalinda ya no se acordaba que le había di-cho a su prima que, para divertirse, podía jugar a enamorarse, pero como casi siempre lo que desea-mos que suceda brinca cuando menos lo esperamos, parece que al sólo ver al indefenso luchador y, sin darse cuenta, caía en ese juego inesperado. Algo se movió en su interior; algo que no sabía si correspon-día a la ternura, al deseo o al morbo. Tal vez por eso no pudo contener lo que le pasaba por la cabeza y dijo a media voz:

—A pesar de ser tan joven, es afortunado.El Duque preguntó a su hija y a su sobrina si

querían quedarse a ver la pelea, pues conociendo la desigualdad que había entre su luchador y el joven retador, todo hacía suponer que sería demoledora. Les sugirió que intentaran disuadirlo de la lucha, a lo mejor a ellas sí les hacía caso, a ver si podían con-vencerlo de que sería mejor abandonar lo que pare-cía una necedad.

Celia le pidió a monsieur Le Beau que le dijera al joven retador que viniera con ellas, pues querían hablarle. El retador era el joven Orlando, que acep-tó sin dudarlo ni por un momento. Siguió a “Her-mosillo” hasta donde estaban las dos doncellas. Una vez que estuvo cerca de ellas, las saludó y les dijo con toda formalidad:

—Las escucho con respeto y obediencia.Mientras Celia le explicaba lo que pensaba de

esa lucha, Rosalinda estaba boquiabierta, sin poder quitarle la vista de encima.

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—Joven caballero —empezó a decirle Celia en un tono amistoso—, no cabe la menor duda de que tienes un ánimo audaz para tus años. Pero ya conoces los crueles resultados de las luchas anteriores y tam-bién conoces la fuerza de este luchador al que estás retando. Si te vieras con tus propios ojos o si juzgaras con tu propio juicio lo irreflexivo que es esta aventura a la que te has lanzado, estoy segura de que cambia-rías de opinión. Te suplicamos que, por tu prove-cho, cuides tu vida y renuncies a este brutal intento.

Rosalinda, con la respiración medio cortada le dijo:

—Hazlo así, joven; tu reputación y tu valor no sufrirán detrimento alguno. Nosotras —continuó con la voz más clara— nos haremos cargo sin nin-gún problema de que el Duque suspenda la lucha.

Orlando volteó a verlas y les contestó pausa-damente, como si hubiera pensado antes de retar a ese monstruo lo que iba a decirles:

—Les ruego que no me castiguen con su des-precio ni con sus amargos pensamientos (por los cuales me confieso culpable), pues tendré que negar las peticiones a este par de hermosas damas. ¿Por qué no mejor expresan con sus lindos ojos buenos deseos para que me acompañen en esta prueba? Quiero que sepan que si la pierdo, cargaré con mi vergüenza sa-biendo que nunca he sido agraciado y, si me muero, quedará difunto aquel que quería morir sin causar daño alguno a sus amigos, porque no tengo ninguno con quien lamentarlo. No es que desprecie el mun-do, porque no poseo nada en él, sólo estoy seguro de que ocupo un lugar que podrá ser ocupado por al-guien mejor cuando quede vacante.

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Sin pensarlo dos veces, Rosalinda le dijo:—Que te acompañen todas las pocas fuerzas

que tengo.—Y las mías también te estarán acompañan-

do —le dijo Celia. Sin más, un Orlando sonriente se dio la media

vuelta para bajar al cuadrilátero, donde ya lo espe-raba Carlos, el luchador, que preguntaba dónde es-taba ese galán deseoso de reposar en la madre tierra.

Rosalinda alcanzó a desearle que le fuera bien, sin que le importara que la oyera el duque Federico.

Se establecieron las reglas de la lucha y el Du-que anunció al público que sería a una caída. Las dos primas, más nerviosas que nadie, tomaron su lu-gar sin dejar de comentar en todo momento lo que les pasaba por la cabeza.

Rosalinda le decía a su prima que deseaba que ese joven fuese Hércules (el fortachón mitológi-co que salió victorioso de las doce tareas que le había encargado Euristeo, su primo), para que lo ayudara en esta terrible tarea en la que se había metido. Por su parte, Celia quería que sus ojos lanzaran rayos con los que podría saber quién caería primero.

La lucha empezó y se parecía a esas que había entre un enorme oso y un ligero mastín o entre un toro y un tigre ágil y de patas ligeras que ahora ten-saba sus nervios, abría las fosas nasales para respirar profundo, sacaba los ojos de las cavernas como si fue-ran dos cañones que intentaban salir de sus troneras, apretaba los dientes y se movía de un lado para el otro, como si estuviera enjaulado, hasta que encon-tró el momento justo en el que a su contrincante le falló por un instante el equilibrio y, aprovechándolo,

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tenso como estaba, usó parte de la masa corporal y la fuerza del enemigo para derribarlo, como si se hu-biera desplomado un elefante, de un golpe contun-dente contra el suelo. El palacio se sacudió y el piso trepidó como si hubiera temblado.

Al tiempo que caía, se escuchó un grito de alivio por parte del público. Las primas, que estaban en primera fila, gritaban felices y levantaban los bra-zos en señal de victoria sin importarles el protocolo de la Corte ni la presencia del duque Federico, mu-cho menos si había perdido su temible luchador.

Carlos se quedó tirado boca arriba sin poder moverse, respirando con dificultad. Tuvieron que venir en su auxilio cuatro asistentes del Duque para cargarlo y sacarlo de ahí. El Duque estaba molesto por la sorpresiva derrota, pero no le quedaba otra que colocar la corona de olivo al triunfador de la contienda.

Orlando, sudoroso pero feliz, se acercó al Du-que siguiendo al señor Le Beau, que era el encarga-do de guiarlo.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —le pregun-tó el Duque en seco.

—Orlando, señor, soy el más joven de los hi-jos de sir Rowland de Boys —apellido que se pro-nuncia como de buá, como se pronuncia en francés el bosque.

El Duque se quedó callado un momento. Tomó la corona de olivo y, desganado, se la colo-có en la cabeza y le dijo que le hubiera gustado que fuese hijo de otro hombre —sabía que medio mun-do consideraba a sir Rowland como un noble muy honrado—, pues el caballero de buá había sido siem-

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pre su enemigo y, por supuesto, era buen amigo del desterrado Duque, que dicen que vivía ahora en el buá de Arden. El Duque le colocó la corona de oli-vo y agregó:

—Por la hazaña que realizaste, nada me hu-biera gustado más que descendieras de otra familia... —y, diciendo esto, se dio la media vuelta y salió, no sin antes despedirse de los presentes, murmurando entre dientes, como lo había dicho, que le hubiera gustado que fuese hijo de otro padre.

Orlando lo vio salir y, sin importarle esa des-cortesía, se colocó la corona de olivo y dijo en voz baja:

—Estoy más orgulloso de ser hijo de sir Rowland y le garantizo que no cambiaría mi apelli-do por nada en este mundo, aunque me ofrecieran ser hijo adoptivo del Duque.

Rosalinda, que estaba a su lado, lo escuchó y se acordó de que su padre quería mucho a ese caba-llero De Boys y, según se acordaba, todo el mundo pensaba igual que él.

—Si yo hubiera sabido que este joven era su hijo —pensó Rosalinda—, junto con mis buenos deseos, le hubiera agregado algunas lágrimas, nada más por saber que se aventuraba de esta manera.

Celia le propuso que fueran a felicitarlo y a darle más ánimos, pues le había dolido la manera en la que lo había tratado su padre, sobre todo después de que había triunfado. Cuando llegaron a donde estaba Orlando, Celia le dijo:

—Joven, bien te mereces esa corona y estoy segura de que, si sabes guardar tus promesas de amor como ahora has excedido toda esperanza, tu novia será muy feliz.

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Rosalinda no supo qué más hacer o decir, pero tuvo lo que se llama “un impulso amoroso”: se quitó la cadena de oro que traía colgada —y que le había regalado su padre—, y se la colocó a Orlando mientras le decía:

—Lleva esto por mí, que ahora estoy peleada con la fortuna. Te daría más si a mi mano no le fal-taran los medios.

Mientras decía esto y le colocaba la cadena al-rededor del cuello, no supo qué más hacer o decir, sobre todo porque veía que el joven estaba sorpren-dido de lo que pasaba y no dijo una sola palabra: se había quedado mudo. Por eso, Rosalinda, sin saber qué hacer, volteó a ver a su prima y le preguntó si se iban. Las dos se recogieron un poco la falda, dieron media vuelta y empezaron a salir del salón. Orlan-do, inmóvil, no tardó en acusarse de no haber dicho algo que expresara su emoción y su agradecimiento.

—¿Por qué no pude decir ni siquiera “gracias”? No cabe duda de que mis facultades están abatidas, pues me he quedado parado como si fuera un poste.

Las primas alcanzaron a escuchar que decía algo y voltearon a verlo, creyendo que les hablaba a ellas. Rosalinda se dio la vuelta y se acercó a Orlan-do para preguntarle qué había dicho.

—¿Nos llamaste? —le preguntó Rosalinda.Pero el joven estaba fuera de sí y, una vez más,

no pudo darle respuesta alguna. Sólo abrió lo ojos, asombrado, y Rosalinda, imaginando que a lo mejor se había atrevido demasiado, le dijo:

—Has luchado bien y has derribado más que a tus enemigos —y, diciendo esto, se dio media vuel-ta, tomó de la mano a su prima Celia y salieron.

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Orlando empezó a darse de topes contra la pared y a golpearse con la palma de la mano, tratan-do de entender lo que le había pasado.

—¿Qué emoción es esta que hace que mi len-gua sea inútil y no pueda balbucear lo que deseo? No pude hablarle aunque me buscó de nuevo. ¡Me lleva la fregada con esta mula timidez!

Y así se dio cuenta, cuando vio que la don-cella regresaba para decirle algo, de que no sólo le temblaban las rodillas, sino que también se había quedado mudo y desconcertado. Nunca le había pa-sado esto, nunca antes en su vida.

Sin más, se puso a recoger la ropa con la que había llegado al palacio antes de entrar a la lucha y, en eso estaba, cuando llegó el señor Le Beau, quien le dijo, a las primeras de cambio, que había cono-cido a su padre y que por eso se había atrevido a regresar a verlo para darle un buen consejo: había escuchado al Duque cuando salieron de ahí y sabía que estaba molesto. Conociéndolo como lo conocía, le dijo al joven Orlando que sería mejor que aban-donara el ducado, pues él sabía lo caprichoso que era el Duque y que la derrota de su luchador era incon-cebible, sobre todo, si la había provocado el hijo de uno de sus enemigos. Eso era suficiente para amena-zarlo y buscar vengarse.

Orlando le dio las gracias y aprovechó para preguntarle quiénes eran las dos doncellas con las que había platicado antes y después de la pelea.

Le Beau le dijo que la menor era Celia, la hija del duque Federico, y la otra, Rosalinda, la hija del proscrito viejo Duque, quien se había quedado en el palacio porque así lo quería su tío para que le hiciera

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compañía a su hija. También le explicó cómo se que-rían estas dos primas hermanas y, por último, aña-dió que era notable cómo en esos días el Duque veía con desagrado a su sobrina, pues, por un lado, los cortesanos alababan sus virtudes y, por el otro, com-partían su dolor por haberse quedado huérfana de padre, viviendo lejos de donde éste se encontraba. Por todo esto, le preocupaba que el día menos pen-sado también estallara su furia contra esa doncella.

Después de que Orlando le agradeció la ad-vertencia sobre el Duque y la información sobre las damas, se despidieron los dos formalmente y cada quien se fue para su casa.

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