Bergamin Por Nada Del Mundo

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    José Bergamín.

    Por nada del mundo.(anarquismo ycatolicismo)

      Aun vive en mi recuerdo, fronterizo de la adolescencia, casi de la niñez, aquelrincón de la librería de Pueyo, en Madrid, caída entre escombros (“cerrada por derribo”)

    hace ya muchos años. Entre aquellos escombros, proféticos de los que hoy encontraríamosal paso por el mismo sitio, los de la vieja guarida romántica de nuestro primer anarquismointelectual adquieren ahora, entre mis recuerdos, una resonancia profunda.No andaban muy lejanas, entonces, las sombras románticas de Mateo Morral, SoledadVillafranca, Francisco Ferrer, el viejo Nakens. Vivas sombras aun, cuando yo buscabaentre los libros del casi agonizante Pueyo, apenas advertido por unos ojillos escrutadores,parapetados tras la enorme nariz, nuevos “alimentos terrestres” a mis primeras inquietudesde espíritu; apetencia de libertad, de verdad, de justicia, sucesora de una crisis de fe, deuna juvenil tribulación religiosa. Lecturas de Bakunine, Kropotkine, Herzen... Poco antes,El Desesperado, de León Bloy. Y, aparte, Dostoiewski. De pronto, el chasquido de un lati-gazo, sobre los ojos, cruzándome la cara; un grito: “¡anarquistas!” Como “perros judíos”.

    Como “perros cristianos”. Salta la sangre al rostro. Vergüenza y dolor. Nietzsche. Uncristianismo confesado junto a un anarquismo inconfesable, se sienten fustigados al mismotiempo. La lectura de Nietzsche, fulminante, fue el rayo y el trueno. ¿Tormenta pasajera?¿Lluvia primaveral? ¡Cuánto tiempo sin calma! ¡Tempestades beethovenianas en un vasode agua! ¡Temporal deshecho de mi vida! ¡Adolecer de todo! ¡Diminuto terremoto mental,y sentimental, íntimo! ¡Fracaso autobabélico de cristales! ¡Diez años de busca y rebuscadesasosegada, impaciente, por la que llamó un poeta (Juan Ramón Jiménez) “espantosaedad media” de la juventud! Lecturas y lecturas. Libros devorados con hambre espiritualpantagruélica. Y un pedazo de hielo sobre la frente ardorosa, febril: el “Brant” de Ibsen;“or en tanto fuego helada”, que diría nuestro Calderón. El dedo de esta poesía del Nortepulsa sobre mi abierto corazón llagado, la intensa ebre. “¿No has oído decir que Dios

    ha muerto?” Me arrojaba y clavaba como un dardo su angustia, Nietzsche. Pero bajo lahumareda del fuego ibseniano latía aún la brasa viva, palpitante como el latente y patentetestimonio humano de la sangre: “Dios es caridad.” Después, Kierkegaard. Y Unamuno.

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    Perros anarquistas como perros cristianos, ¿no serán los mismos perros con collares distin-tos?Muchos años más tarde morían juntos en Jaca, fusilados, casi sin causa, por el agonizantefantasma del Estado monárquico, el de la sombría y mentirosa restauración borbónica(caída entre escombros: “cerrada por derribo”), dos jóvenes ociales españoles, leales a supalabra y a su hombría de bien; a su amistad y decisión; a su buena voluntad humana: a su

    conducta. Morían fraternalmente. Este único bautismo de sangre de la naciente o rena-ciente República española entrelazaba dos entusiasmos inocentes: el del joven anarquistaFermín Galán y el del joven católico García Hernández. El anarquista y el católico, juntos,daban su sangre por una misma causa. — sin causa?— Por una misma cosa. Por que “unasola cosa importa”, dice el Evangelio. ¿Qué cosa, qué causa pudo unir, o reunir, a estosdos jóvenes españoles hasta la muerte? ¿Juntar al anarquista y al católico, como dos perrospara un mismo lobo? ¿O, acaso, como dos perros para una misma luna?

      La convivencia política del Estado y de la Iglesia durante la restauraciónborbónica había corrompido mutuamente, en su ejercicio temporal, en su administracióny desarrollo público, ambas instituciones. Si es cierto, como certeramente acusó José

    Ortega y Gasset de su “Delenda est Monarchia”, que la restauración había mantenido suexistencia por el halago a todos los vicios nacionales, no lo es menos que la Iglesia católicaen España, colaboradora anarquizante de aquel Estado, había propagado y ampliado estehalago vicioso, esta corrupción nacional, llevándola hasta sus propios, extremados limites,linderos ya de la inquietud religiosa del hombre. Si el Estado se había prostituido, laIglesia, la organización eclesiástica de la Iglesia española, se había profanado. Casi todoel “orden sacerdotal” era clericalismo: desorden eclesiástico. Como el orden público delEstado, desorden establecido forzosamente en la injusticia. Por eso, aquellos hombres,aquellas juventudes, que, como la mía, sufrieron la amarga inquietud y angustia espiritualreligiosa, sólo encontraban en la apariencia y tramoya de una Iglesia corrompida por elcostumbrismo motivos estéticos y morales de repugnancia viva. Aquel clericalismo absor-

    bente, iniciado con la decadencia de la casa de Austria y ya denunciado por Antonio Pérez,en su “Norte de Príncipes”, como una enfermedad mortal para los españoles, adquiría aprincipios de nuestro siglo, por esa mutua convivencia que señalo entre Estado e Iglesia,igualmente positivistas o positivizadas, igualmente antipopulares y, por consiguiente,antirreligiosas, su grado máximo de efectividad corrompida y corruptora. No sabemosquién servía a quién, o a quién servían ambos, en esa mutua, recíproca convivencia públicade viciosas corrupciones. No sabemos si lo sabemos demasiado. La Iglesia, por no estarseparada, al contrario, por estar injerta en el Estado, casi con fundida con él, se corrompíapor el Estado, contagiándose o compartiendo con el Estado mismo la corrupción viciosa desus principios.Pero ¿qué signicaba esta Iglesia? ¿Qué signicaba este Estado? La más absoluta y tota-

    lizadora ausencia de autoridad moral, espiritual; la más extensa y plena actividad públicaanarquizante. “Sombra y mentira de España” —llamó certeramente el poeta Maragall aaquel Estado—; “Sombra y mentira de Cristo” pudo llamarse, paralelamente, a aquellamixticada Iglesia.No hubo una voz católica que proclamase a tiempo, entre nosotros, el Delenda est Eccles-sia, in dispensable e ineludible para libertar a la verdadera Iglesia de Cristo, en el tiempo,de esta terrible corrupción mortal de su administración pública española en nuestro tiempo.El dominio preponderante de la Compañía de Jesús, lejos de evitar tantos males, contribu-yó poderosamente a acrecentarlos; poniéndose al servicio de aquellas fuerzas capitalistas,opresoras seculares del pueblo español; cultivando su situación de preponderancia econó-mica en positivo benecio inmediato de orden oportunista; colocándose al nivel, en suma,

    al más bajo nivel de la ignorancia e indiferencia religiosa de la burguesía adinerada. Todaslas demás órdenes religiosas, cada cual en lo suyo, colaboraban en este escandaloso tráco.Sobre todo en la explotación industrial, comercial, de la llamada enseñanza religiosa; que

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    no lo fue nunca: que fue siempre enseñanza laica dada por religiosos. Colaboración anar-quizante y remuneradora con el Estado. Impopular y aun antipopular.La separación de la Iglesia y el pueblo, en nuestra España, era un hecho de gravedad ytrascendencia mucho más honda que la formal separación entre la Iglesia y el Estado,declarada al advenimiento, aún próximo, de la República democrática española.

      La Iglesia y el pueblo separados, ¿cuál es peor anarquía? ¿La de un pueblo quequiere ser libre, justamente libre, independiente, verdadero? ¿O la de una Iglesia sometida,que quiere o tiene que esclavizarse a los poderes de este mundo, para tratar de so meterlosy esclavizarlos? ¿Y a qué? ¿A la ley de Cristo? Pues ¿de este modo se trata de imponer ladivina ley? ¿Por amor, y por amor cristiano, se toman las armas? ¿Por caridad se hace laguerra, destruyendo pueblos enteros, con ancianos, mujeres, niños, enfermos; asesinandoa los trabajadores indefensos; persiguiéndolos y ejecutándoles, después de haberlos perse-guido, con la crueldad más renada y espantosa? “Venceréis” —les dijo la voz verdaderadel cristiano, agonizante Unamuno, ya en los linderos de la muerte—. —“Venceréis, perono convenceréis”—. ¿Y cuál es la misión de la Iglesia cristiana, vencer o con vencer? ¿Elapostolado o la destrucción? ¿La muerte o la vida? ¿La paz o la guerra?

    Es inútil que quieran velarnos con mentiras el sentido sencillamente popular de la autori-dad espiritual y divina de la Iglesia. Esa autoridad no es legítima, ni ecaz siquiera, cuandose la confunde, para imponerla tiránicamente por la fuerza, con la fuerza; y con la fuerzasólo, a su vez ilegítima y anarquizante. Es inútil que quieran arrojar a los ojos abiertos denuestra fe las densas humaredas acusadoras de las iglesias incendiadas en España. Lasiglesias, los templos incendiados en nuestro suelo, ofrecen su testimonio acusador másevidente cuando se vuelven contra aquellos mismos que los profanaron utilizándolos comoarsenales de armas homicidas, después de haberlos convertido en el instrumento antipopu-lar de sus propagandas políticas. La Iglesia despoblada, impopularizada en España, ¿porquién, o quiénes, lo había sido?

      No lejos de aquel rincón romántico de la vieja librería de Pueyo, de que ni losescombros ya subsisten, se eleva, en mi recuerdo, otra ruina, entre escombros recientes.Voy a citar aquí las mismas palabras con que, desde Madrid, en octubre de 1936, le expli-caba al director de Esprit, mi amigo Em. Mounnier, algo sobre el incendio de una iglesiamadrileña; la de San Luis, a que ahora me reero, en la calle de la Montera; no lejos, comodigo, en mi memoria, de aquella cuna o cobijo romántico de íntimos anarquismos incipien-tes:

    “Conocía yo muy bien aquella iglesia. La visitaba con frecuencia porque erauno de los lugares más típicos y característicos de este costumbrismo católico español,tan evidentemente anticristiano; el que en una degeneración sucesiva de bellas supersti-

    ciones estéticas populares, por el culto de algunas imágenes, había venido, poco a poco,en Madrid, en Toledo, en Granada, en Sevilla, en tantos y tantos lugares de vieja tradiciónreligiosa acostumbrada de los católicos, a convertirse en una lamentable especulación co-mercial, supersticiosamente inmoral, antiestética, sin salvar siquiera de su viejísimo saborde reminiscencia pagana el aspecto noble de la tradición conservada. En la iglesia de SanLuis se veneraba una imagen, del XVII creo, conocida antiguamente por el Cristo de la Fe.Y digo antiguamente porque a partir de algunos años, veinte o treinta, desde que yo la heconocido, la titulaban sus supersticiosos adoradores: el Cristo del dinero. ¿Por qué? Porquerezarle con esta petición de dinero, entregándole, naturalmente, una modesta cantidad enprenda, en testimonio de tal deseo, era obtener, según sus creyentes (?), una riqueza casisegura. Contando con esto, a la puerta de aquella iglesia se vendían décimos de la Lotería

    Nacional, que eran cuidadosamente tocados, luego, por sus compradores a los pies delCristo, para que cayesen. Y en este supersticioso ritual coincidían las mujeres de vidaairada, próximas pobladoras de aquel barrio, con las futuras madres cristianas que acudían

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    también a la iglesia para rogar a otra conocida imagen de la misma, ésta de bello títulosupersticioso: la Virgen del buen parto y de la buena leche, el poder obtener ambas cosaspara su próximo desembarazo. Añadiendo, naturalmente, a esta petición, también otra:la del dinero, con o sin décimo de lotería. A todo esto, el párroco de este templo, o al quecorrespondía este templo, parece ser que no tenía sus cuentas muy claras con el Obispadoen relación con el famoso rendimiento en dinero del no menos famoso Cristo. Y parece

    ser que este rendimiento no era muy escaso, a pesar de lo cual, el tal cura párroco (en cuyodomicilio aparecieron luego numerosas joyas de aquella iglesia) había montado a espaldasde la iglesia un pequeño negocio de alquiler de locales para garaje; a espaldas de la iglesia,digo, pero en el mismo edicio, donde había habitualmente, por eso, algunas cantidades degasolina, que indudablemente contribuyeron a facilitar el incendio. En uno de esos garajesencerró su coche mucho tiempo una conocidísima bailarina madrileña llamada la Chelito,famosa por la obscenidad de su repertorio, que se exhibía en un frontón convertido enteatrillo y muy próximo a la iglesia. También se dice que el consabido cura párroco ejercíaalgún otro negocio en el mismo edicio del templo, como el tener montado un despachopara vender leche. No sé si en relación sugerida por el culto a la imagen de la Virgen. ¡Yqué sé yo qué más! Todo, buen empleo del adinerado rendimiento del castizo peticional al

    Cristo.Hubo, en aquellos días, pequeños disturbios en Madrid, provocados por los jóvenes fascis-tas de Falange Española. Unos cuantos mozalbetes entraron aquella tarde en el templo deSan Luis, que estaba casi total mente vacío, precisamente a aquella hora. Ninguna personadel templo pudo, por lo visto, avisar a tiempo de haber evitado la fechoría. Y la iglesiaardió en unas horas: las que tardaron sus incendiarios en prenderla. Dos o tres capillas ar-dieron aquella tarde en Madrid del mismo modo. ¿Qué mano las prendía? Políticamente sehizo pábulo escandaloso de ello; en su consecuencia tuvo, nada menos, que dimitir algúnministro. Las clases de orden se llevaban las manos a la cabeza proclamando su espanto.¡Las gentes de orden! Mas la pregunta quedaba en el aire, entre llama radas últimas, entrebocanadas de humo, desvaneciéndose. La pregunta mantenía ya apenas su ardor entre el

    rescoldo. ¿Quién quemaba iglesias en España? ¿Qué mano las prendía?A pocos días de esto encontré en la calle a un joven sacerdote católico al que mucho esti-mo. Hablé con él de aquellas quemas: le dije mis dudas sobre su turbio origen de provoca-doras maniobras. Me respondió, con profundo sentimiento de la realidad española:“No se inquiete usted por averiguarlo: es igual; para mí que la mano que ha prendido fuegoa la iglesia de San Luis ha sido la de un providencial designio; ha sido la mano de Dios.”“Dios escribe derecho con líneas torcidas.” —Este viejo proverbio español que gustabacitar Santa Teresa, explica y justica, a nuestro entender, muchas cosas. Explicaría, y jus-ticaría, sobrenaturalmente, la política internacional de la Iglesia. Explicaría y justicaría,en principio, que la Iglesia de Cristo en el tiempo, en el mundo, pueda vincularse, aparen-temente, de este modo, a eso que se llama política internacional.

    Pero hay que descifrar por esas líneas torcidas de la historia, la recta voluntad divina. (Diosparece anarquista. Y en una humorada de Chesterton le encontramos simbolizado doble-mente: como jefe de los anarquistas y, al mismo tiempo, de la policía. Suprema paradojaanarquizante.)

      Mas volvamos a nuestra cuestión esencial: la sepa ración de la Iglesia cristianay el pueblo; o los pueblos de Dios. (Los pueblos siempre son de Dios; aunque ellos no locrean, ni lo quieran; y sus malos pastores no lo sepan, y hasta los condenen por eso, conesta culpable, criminal ignorancia.) ¿La separación de la Iglesia temporal y el pueblo esalgo, exclusivamente, característicamente español, en nuestro tiempo, o es sencillamenteespañol el modo trágico, fogoso y sangriento, pero claro, terriblemente claro y verdadero,

    en que el hecho de esta separación nos ha planteado ahora, dramáticamente, a los españo-les, su interrogante?¿No es ésta la hora, cuando autoridades eclesiásticas españolas toman las armas —de

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    hecho y de derecho (?)— por amor a Cristo, para imponer su ley, contra un pueblo entero,entero y verdadero; no es ésta la hora de que en la conciencia cristiana se plantee contoda claridad, a la luz de ese fuego y de esa sangre, cuáles son los límites del anarquismoautoritario o autoridad anarquizante, esto es, cuál es la verdadera frontera de la autoridad yrespetabilidad de aquellas eclesiásticas jerarquías?Cuando la política internacional de Italia aparece tan cínicamente vinculada, de modo in-

    separable, al parecer, con las representaciones italianas del Vaticano en todos los países delmundo, ¿no es hora de que la conciencia cristiana de cualquier hombre, en cualquier país,se plantee, claramente, cómo y hasta qué límite su obediencia espiritual a la autoridad dela Iglesia no puede convertirse, manejada por hábiles dedos, en el instrumento traicionerode su fe al servicio de un Estado pagano, enemigo del cristianismo, bárbaro destructor depueblos en su sola, diabólica ambición tiránica de imperar?¿Dónde está el anarquismo? ¿En un puñado de hombres indisciplinados, en el pueblo,o en las instituciones públicas transformadas en fuerzas rebeldes de opresión injusta, dedestrucción y muerte?¿No hay un ansia de anarquismo universal, estatal, totalizador, imperialista, cesarista, quecoincide con un catolicismo clericalmente corrompido, anárquico y anarquizante?

    Si el hombre libre quiere alzarse contra la Iglesia como contra el Estado, ¿es misión de laIglesia acudir al Estado para someterlo? ¿O al apostolado para convertirlo? ¿Al apostolado,hasta su mayor gloria, la del martirio? Y donde la fuerza del Estado traiciona al pueblo, yel orden sacerdotal traiciona a Cristo, desordenadamente, por la guerra, con el odio, con laviolencia destructora y homicida, bendiciendo sus armas, ofreciendo sus propias riquezasescandalosas para comprarlas: ¿Cuál es, o dónde empieza la anarquía? ¿Y dónde acabará?Es hora de que a la conciencia cristiana de los hombres y de los pueblos se planteen estascuestiones vivas claramente. Sin servir, con su máscara sangrienta, a intereses mortales deeste mundo; que es el único enemigo que un apostolado cristiano tiene que vencer, conven-cido. Con el amor, y por el amor, hasta la muerte; hasta darse las vidas: sin quitarlas. Porel martirio, que es la nalidad más alta, verdadera y pura del hombre religioso cristiano en

    este mundo.Es hora de que los sacerdotes de la Iglesia de Cristo, desde sus más altas jerarquías,prediquen las verdades de la vida y no las mentiras de la muerte. A todo riesgo y coste. Eshora, sobre todo, y sobre todos, de que la conciencia cristiana se pregunte, ante la dolorosay magníca verdad viva de nuestra ensangrentada España, si la Iglesia de Cristo en Romapuede mantener su independencia y su libertad contra la nueva Roma imperialista; silosrepresentantes italianos del Papa en todos los países del mundo lo son del Papa solamente;en una palabra, si la Iglesia cristiana en la Roma de Mussolini puede seguir siendo católicay apostólica. Compatible con nuestro credo; o sea, con nuestra fe y esperanza; con la caridad evangélica.Ha habido un estado de anarquismo en España, natural consecuencia de aquel anarquismo

    de Estado, que desde la restauración de la monarquía se nos imponía a los españoles porla misma fuerza de sus naturales aquezas. Y se nos imponía combinado, entrelazado,amalgamado, con el anarquismo clerical: a favor de las turbias corrientes supersticiosas denuestro costumbrismo católico.Anarquismo de Estado y estado de anarquismo nos cerraban España en un solo, viciosocírculo sangriento. Sólo el pueblo podía romperlo. Sólo por el pueblo podía hacerse latransfusión de sangre vivica dora. A la Iglesia como al Estado. Muchas veces hemosrecordado —y publicado en España— aquellas estupendas palabras de Santa Catalina deSena ofreciéndonos la imagen de la Iglesia de Cristo, en el mundo, en el tiempo —en sutiempo y en su mundo—, apurada, exangüe, anémica: porque sus sacerdotes, religiosos,clérigos, obispos —nos dice la santa con magnica valentía— le chupán, como sangui-

     juelas, la sangre; se alimentan de ella, engordan con ella; y la Iglesia, palidece, decae, semustia por la culpa de sus malos pastores, bebedores materializados de la sangre de Cristo.¡Cuántas veces hemos evocado en nuestra España estas terribles palabras acusadoras de la

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    heroica santa! Estas palabras que la santa quería decir a gritos para que llegasen a todos losoídos. Y aún llegan actúales, a los nuestros.Un a Iglesia despopularizada, Iglesia despoblada, es una Iglesia muerta. Y corrompida.Una Iglesia muerta se corrompe materialmente de clericalismo. Pero entiéndase bien:siempre que me reero a una Iglesia muerta y corrompida, o perseguida, me re eroexclusivamente a aquella parte de la Iglesia en el tiempo, aquella parte de la organización

    social en el mundo, susceptible de pecar mortalmente, de corromperse moralmente, o deser vivamente perseguida. A la Iglesia “cuerpo de pecado”. En modo alguno me reeronunca a la total Iglesia cristiana, visible e invisible, en la plenitud de los tiempos; al cuerpomístico y divino de la Iglesia de Cristo, al orden de la caridad sobrenatural, en que creo, enque espero, a que quiero pertenecer; en una palabra, al pueblo eterno de los eles: a la per-durable, permanente, revolucionaria y popular, espiritual, comunión eterna de los santos. Ala revelación de Cristo.

      Por nada del mundo acepta Cristo la tentación diabólica. Es decir, porque elmundo, todo en el mundo y todo el mundo, es nada. La nada es la totalización real de estemundo. La totalización de la nada es el imperio satánico de este mundo. Cristo lo rechaza.

    Su imperio, su reino no es del mundo; de este mundo. Porque es Él el Hijo del Hombre:y todo es di vino para El. Porque es El, el Hijo de Dios: y todo le es humano. El misteriode Jesús ahonda sus raíces en la negación de este mundo. El cristiano, en su nueva vida,misteriosa, rechaza la nada, aparentemente divina, del mundo, porque acepta la totalidad,la plenitud, realmente humana, de su Dios. Por nada del mundo un cristiano acepta latentación diabólica: el imperio o dominio del mundo.Este mundo plenipotenciario de la nada que se llama Imperio o Estado totalizador, esel que al totalizar la nada lo aniquila todo. Su nombre actual es fascismo. Contra él selevantan dos armaciones extremas, para negarlo: la del cristianismo, por principio; la delanarquista, por nalidad. La nalidad, el objeto, o el objetivo, del anarquista es la negacióndel Estado; todo lo contrario del Estado-negación fascista es la negación anarquista del Es-

    tado. (“ qué ser y no más bien nada?”, pregunta el metafísico del fascismo angustiado y an-gustioso, del nacional-socialismo alemán: el lósofo de la nada, Heidegger; y añade: “Lanada no nace de la negación, sino la negación de la nada.”) Pero, entonces (los extremosse tocan), fascismo y anarquismo, ¿no tendrán, por así decirlo, un mismo peso en el vacíoen su vacío total o totalizador? Los extremos se tocan, en el hombre. El Estado-totalizador,el fascismo, aniquila al hombre con la plena vaciedad del Estado. El anarquismo aniquilaal Estado con la plenitud — del hombre. “Vanidad de vanidades y todo vanidad.” Y “si alhombre se le quita la vanidad, ¿qué le queda?” —pregunta Goethe—. Le queda Dios. Ole queda el Estado. ¿Todo o nada? El Estado sin hombre o el hombre sin Estado. O sea,divinización del Estado: “Ídolo feo”; o divinización del hombre: “Bella superstición.” Enambos casos, por su misma contrariedad y contradicción, coinciden el ángel y la bestia.

    Por la salvación de este mundo; que, para el cristiano, no tiene salvación. El juicio nal enque acaba el mundo, para el cristiano, es el principio de su revelación: que es su revolu-ción. Por eso, por principio, decíamos, el cristiano no actuará jamás su vida, no la dará—o deberá darla—jamás, “por nada del mundo”; esto es, que no la vericará jamás, en eltiempo, por nada del mundo temporal por nada de este mundo. Sino por Dios. Su verdad ysu vida son Cristo, para el cristiano. Su camino y su luz. Por nada del mundo podrá negaresta verdad, esta vida, este camino. Por nada del mundo podrá negar su luz. Su revelaciónrevolucionaria del mundo. Su revolución reveladora de Dios. Su “cielo abierto”, en suma;su apocalíptica iluminación. Su invisible luz. No olvidemos que nuestra inmortal mística,nuestra Santa Teresa popular, era para el pueblo, y por el pueblo, una alumbrada. “Y sóloasí, a bulto —y porque nos lo dice la fe— escribía: sabemos que tenemos alma.” A bulto,

    toparon con la Iglesia nuestros Don Quijote y Sancho Panza en la oscuridad. — romperseel alma?—. “Con la Iglesia hemos topado, Sancho” —exclama Don Quijote—. ¿Con quéoscura iglesia invisible? ¿Con qué clara verdad? ¿Con qué templo como una verdad? ¿Con

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    qué especie de alma, en suma, totalizadora de la verdad; alma en pena de corrupción o depersecución, humana o divina? ¿Con qué Iglesia desanimada, de este mundo, desenmas-carada de mundanidad? Don Quijote y Sancho, como Santa Teresa, parecen anarquistas,cuando son cristianos.

      El peligro de la Iglesia católica, en este mundo, es el que presentían Cervantes

    y Santa Teresa —con temporáneos de la Reforma, y no por cierto contrarreformistas, sinorevolucionarios; revolucionarios de verdad, de la verdad—, el riesgo de la Iglesia en elmundo y por el mundo es el de parecer cristiana y ser anarquista. Es éste el desquiciamien-to de la Iglesia de Cristo en el tiempo, soñado o visto en sueños por Santo Domingo: suaceptación diabólica de todo el mundo, por todo el mundo y para todo el mundo. De todo ypor todo lo que no es ni puede ser cristiano porque no es pueblo —porque no es, o por quees nada; porque es y sólo puede ser mundano. Por todas las gentes, en lugar de todos lospueblos. Es la Iglesia anarquista y anarquizante. Esclava de imperar. Ancilla Mundi. Cuan-do todo el mundo es —o se hace, o se dice— católico, es porque nadie es ya cristiano;porque el hombre ya no es cristiano.Persecución o corrupción, se hace entonces el di lema trágico de la Iglesia de Cristo en el

    mundo, en el tiempo. En este mundo, en este tiempo. La corrupción es obra de la muerte.La corrupción denuncia la muerte. La persecución, por el contrario, la vida. Una Iglesiacorrompida es una Iglesia muerta. Pero como en todo lo muerto, deenden su vida losgusanos. “Sus gusanos no mueren”, dama el profeta Isaías. Una Iglesia corrompida declericalismos ofrece abundante pasto mortal a sus gusanos: que no perecerán, de ese modo.El clericalismo es la gusanera de la Iglesia mortal. Entre persecución y corrupción de laIglesia de Cristo en el tiempo, las altas jerarquías de la gusanera clerical elegirán proba-blemente siempre la corrupción mortal que las alimenta; mas para la con ciencia cristiana,desde San Pablo, el perseguidor perseguido, persecución en vida.

      Para la conciencia cristiana, todo lo que se genera en el tiempo se corrompe en el

    tiempo. La Iglesia de Cristo en el mundo, en el tiempo, llamada a desaparecer en el tiempoy con este mundo —y aún antes que él, según la profecía apocalíptica—, se corrompe enla historia por aquellas raíces vivicadoras y mortales que la aprisionan a la historia; porel tiempo que pasa, o los tiempos que pasan, que corren pasajeros. ¡Mal tiempo o malostiempos pasamos, corremos, los creyentes católicos en el mundo! ¿Pues, qué tiempos nofueron malos? ¿Dónde encontrar, con ellos o por ellos —si no contra ellos—, armacióny raticación de nuestra esperanza, de nuestra fe? Seguramente que no en las palabrasde este mundo, en las palabras de este tiempo; de nuestro tiempo pasajero. “La gura delmundo pasa.” “Y sólo el amor quedará”: la palabra divina. Nuestra esperanza, nuestra fe,que es por el oído, según San Pablo, está como el oído en la palabra de Dios y es, comoel oído, por la palabra de Dios. Nuestro oído abierto a la fe como a una luz sobrenatural

    invisible, porque cegó primero nuestros ojos, oyó, como el apóstol, la palabra divina delamor: “¿Por qué me persigues?”Cuando aquella ira, aquella cólera popular española, que determinó en nuestra historiael sentido y la razón de nuestro pensamiento, se levanta de nuevo, con sordo clamorentrañable de mar secreto, ¿se levanta desbordándose en furiosa embestida, al parecer,alzándose contra la Iglesia temporal de Cristo? ¿No es terrible belleza acusadora —comoantes dije— la de nuestros templos incendiados? Expresión barroca, exhaustiva de aquelpensamiento, inmortalizado en el tiempo, en el mundo, por Santa Teresa, Lope, Quevedo,Calderón; por el lenguaje temporal humano de nuestro colérico pueblo español. Aquellacólera en el mundo, o por el mundo, en el tiempo o por el tiempo; aquella ira creadora enel correr de los tiempos mismos de nuestro pensamiento religioso, de nuestro lenguaje

    popular, que es su expresión humana, por divina (vox populi, vox Dei); aquella misma,colérica impaciencia reveladora y revolucionaria de nuestro ser, de nuestra sangre, ¿sealzará ahora, de nuevo, enfurecida, contra su ser mismo? La palabra que fue oración ¿se

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    hará blasfemia?“Pueblo mío, pueblo mío. ¿Por qué me persigues? ¿Qué te hice?”, canta por Cristo nuestraIglesia católica en su liturgia.Cuando en su soledad agónica contempla el cristiano, ante el mundo desesperado (mundollamado a desesperar como llamado a desaparecer), su propio ser íntimo, desgarrado san-grientamente, tiene que volver sus oídos, cerrando los ojos a la sangre, hacia aquella voz

    misma, voz popular sangrienta, que aun hasta en la blasfemia o por la blasfemia, por servoz divina, dama el cielo. Y esa voz la siente el cristiano en el latido de su propia sangre,en comunión humana con la sangre inocente de su pueblo.Enemigos del pueblo español, unos militares traidores a su Estado y a su Nación, unosclérigos y obispos sacrílegos, vertieron esta sangre inocente. La pro testa colérica de esasangre se alzó con tan fuerte violencia contra sus asesinos, que de tan violentamente levan-tada, parecía, contra el cielo, alzarse contra Dios mismo. Parecía anarquista y era cristiana.“Pueblo mío, pueblo mío. ¿Por qué me persigues?”—clamó la voz divina del amor, la vozdel Justo. Y aquella cólera, justamente, fue a romperse como es puma sangrienta contra laquilla fantasmal de una Iglesia, embarcación borracha de este mundo, que quería traspasarcontra su corriente revolucionaria y reveladora el temporal deshecho de la historia.

    Al parecer, y según se dice, una parte anarquista del pueblo español, encolerizado, sin-tiendo el peligro más hondo para su ser, el de su libertad y su independencia en trance demortal agonía, clamó en su propia sangre, que, vertida inocente, como la de Cristo, fuelibertadora de toda sangre por la palabra. ¿Y blasfemó? ¿Negó como el apóstol? ¿Y alchocar contra el Santo Nombre de Dios fue arrastrando, como caída, a todos aquellos quela provocaron injustamente? ¿A los que, peor que la blasfemia, habían puesto, sacrílegos,en el vacío de la muerte, de ese mundo de muerte, el nombre de Dios, su santo nombre? ¿Alos que habían traicionado a su Dios por el perjurio? ¿A los que habían tomado el nombrede Dios sanguinariamente en vano? Trágicamente en vano. Porque la vanidad humana,cuando se ahonda de ese modo mortal en el tiempo, es siempre trágica: máscara del mun-do, de la muerte; máscara del crimen; en denitiva, deicida. Máscara de Satán.

      Los malos pastores que abandonaron primero, traicionando y persiguiendo des-pués —con fútiles pretextos ideológicos: con mentiras mortales—, al pueblo español, a to-dos los pueblos de España, a todos esos pueblos de Dios, tienen hoy sus manos manchadascon su sangre. Y son esas mismas manos, sacrílegas, las que puestas en la Víctima Santa,al consagrar, re dimen, sin saberlo, aquella sangre popular inocente: porque la juntan con lade su Dios en el Sacricio. Sublime misterio de nuestra fe, de nuestra esperanza. Consuelode todos los creyentes católicos, que hemos querido permanecer eles a la paz de Cristo:al mandamiento de su amor; al orden de su caridad. Ahora es, para nosotros, esa sangre,redentora y redimida, la que cumple, más allá de este tiempo, y de este mundo, más alláde la muerte, en la plenitud de los tiempos esperada, la palabra divina. Palabra de libertad

    y de justicia; de vida y esperanza. La palabra de Dios, que por la sangre, tan injustamentevertida, grita con la voz muda de esa misma sangre popular derramada.

    José Bergamín (Madrid, 1895-Donosti, 1983). Escritor católico, cercano al partido comunista (conlos comunistas hasta la muerte y ni un paso más) y a la escritura vanguardista (conceptismo yconceptualismo, ni vanguardia ni retaguardia: precipicio) y popular (buscar las raíces es una

    forma subterránea del aéreo irse por las ramas), durante la guerra civil española fue presidentede la Alianza de Intelectuales Antifascista para la Defensa de la Cultura, creador de la Junta parala Defensa del Tesoro Artístico. El texto, escrito entre 1936 y 1939, pertenece a Detrás de la cruz,publicado en México en 1941.