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ARPAS ETERNAS TOMO 3
HILARION DE MONTE NEBO
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ARPAS ETERNAS
Alborada Cristiana
JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ
(Hilarión de Monte Nebo)
ARPAS ETERNAS TOMO 3
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Tomo III
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JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ
Esta insigne espiritualista argentina, nació en la ciudad de Villa Marta, Provincia de
Córdoba, el 18 de marzo de 1893, y pasó al más allá el 1? de agosto de 1965. Conocida en
la intimidad como Mamina, fue un ser de gran sensibilidad, inegoísta y humilde, con un
caudal de amor tan extraordinario que le permitió realizar los más grandes sacrificios.
Más de treinta años en unión de sus Guías espirituales, le llevó dar término a su obra y a
su pacto con el Amado, con el Gran Instructor de nuestra humanidad: Cristo, que tanto
significó para ella, como para todas las almas que le pertenecen desde tiempos remotos.
Escritora genial, dotada de una mente cual lente de cristal purísimo, concebía sus inspiradas
obras viendo desarrollarse las escenas como en una película, pero con vida propia, sintiendo
en sí misma todo el amor y el dolor de los personajes que intervenían, lo que en forma de
relato o diálogo era luego volcado a la escritura con tal vivencia, que al leerse se interviene
sin querer en el argumento como parte integrante del mismo.
La instructiva lectura de sus iluminadores libros titulados: Orígenes de la Civilización
Adámica; Arpas Eternas; Cumbres y Llanuras; Moisés; Pequeñas Joyas Espirituales; El
Huerto Escondido; como también de sus numerosas poesías místicas y profanas, llevan a
todo corazón con profundidad de sentimiento y meridiana claridad, ese conocimiento, bondad
y paz, que son expresiones del Divino Amor y la Eterna Belleza.
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EN LA FORTALEZA DEL REY JEBUZ
Caía la tarde como en un suntuoso lecho de rosas bermejas y de arrayanes dorados,
mientras un resplandeciente sol de ocaso, ceñía su aureola de gloría al Monte Sión,
coronado de palacios, al Monte Moría, pedestal grandioso del Templo de Salomón, y a los
altivos cerros llamados de la Corona, por la circunvalación que forman en torno a la gloriosa
ciudad de David.
Jhasua con Simónides salía del palacio de Ithamar, después haber escuchado sonriente
y por tercera o cuarta vez, las tiernas recomendaciones de su madre, de su hermana y de
Nebai, que tenían por él una constante solicitud.
Judá, Marcos y Faqui, habían salido unas horas antes, pues eran, según Simónides, los
lugartenientes del Soberano Rey de Israel, y debían anticipársele para disponerlo todo
debidamente y evitar indiscreciones de algunos de los concurrentes.
La Gran Plaza-Mercado de la Puerta de Jaffa, era a esa hora una infernal gritería en
todos los dialectos del oriente, debido a que se intensificaba el ardor de las ventas, lo mismo
en las grandes tiendas donde se exhibían las más ricas telas y preciosos tejidos de plata, oro
y piedras preciosas, que en los míseros tenduchos donde unas pocas cestas de higos y
granadas, junto a una enorme fuente de manteca o una pila de quesos de cabra, formaban
toda la riqueza del vendedor. El día terminaba, y la competencia mercantil' crecía hasta tal
punto, que un observador imparcial podía pensar: A esta pobre gente se le va la vida, en el
afán de realizar una venta más en el día.
Simónides de un vistazo comprendió cuáles eran los verdaderos vendedores y cuáles los
simulados, o simples espectadores. Se acercó a un tenducho que tenía excelentes frutas de
Alejandría, de Chipre y de Arabia. Su dueño era un anciano con dos niños.
—Te compro todo cuanto tienes —le dijo—, si me lo entregas en las cestas en que está
todo colocado.
— ¡Amo!... ¿en qué traigo yo mis productos mañana? —le contestó el buen hombre,
espantado de la exigencia de aquel cliente.
— ¡Hombre! te pago las cestas en lo que ellas valen, pero no puedo perder tiempo en
buscar otras para hacer el traslado. Mira, toma el peso que tiene este bolsillo y creo que
estarás de acuerdo.
El viejo tomó e] bolsillo que era de un azul vivo, lo levantó en alto y su rostro se iluminó
como el que ve una visión de gloria.
Era lo que Simónides buscaba, pues que el bolsillo azul era una de las señales para
reconocer lote recién llegados de fuera, a los hermanos de la Santa Alianza que los
esperaban en Jerusalén.
Realizado el negocio, un numeroso grupo de mirones desocupados se acercaron a
Simónides ofreciéndose para llevarle la compra por unos pocos denarios, al lugar que él
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designara. Estos eran los adherentes aleccionados, para no despertar curiosidades en las
gentes ociosas que pululaban por los mercados, atisbando los pasos de sus semejantes.
—Bien, bien, vamos andando hasta mi almacén de la calle Joppe, donde los caravaneros
recién llegados, esperan el pienso y no quiero que me devoren vivo. Seguidme pues. Estas
palabras las decía Simónides en alta voz como para ser oído de todos los que estaban
alrededor.
Otros vendedores se le acercaron ofreciéndole cantarillos con vino de miel, jarabe de
cerezas, cestas de huevos de patos y aceitunas del Monte de los Olivos.
Como viera él que aún había mirones desocupados, hizo nueva compra de lo ofrecido y
otro bolsillo azul fue levantado en alto para pagar la mercadería.
Ya el lector comprenderá que nuestro buen amigo Simónides recolectó allí unos ochenta
hombres, pobremente vestidos cual si fueran jornaleros de que estaban sin trabajo.
Jhasua había observado sin mayor atención los negocios de su compañero, absorto
completamente en el triste espectáculo de los egoísmos y ambiciones humanas, en la pugna
feroz entre vendedores y compradores buscando sacar late mayores ventajas unos sobre
otros. El latrocinio, el engaño, el embuste malicioso, buscando dar a los objetos un valor que
no tenían; el impudor en la mayoría de las muchachas, aún casi niñas para atraer clientes a
sus negocios, en fin, toda una enredada y negra maraña de miserias que apenaba el alma
contemplar.
— ¡Humanidad, humanidad!... —exclamaba el joven apóstol a media voz—. Infeliz
leprosa ciega, que no conocéis tú mal, ni aciertas con tu camino, porque persigues y matas a
los que te son enviados, para conducirte a la Verdad y a la Luz.
Por fin llegaron al gran bodegón de Simónides, completamente relleno de fardos grandes
y chicos, tal como podemos figurarnos, un inmenso depósito de mercancías de las más
variadas especies y venidas de innumerables ciudades y pueblos.
Tres grandes vías de caravanas se vaciaban allí por entero: la de Damasco que tocaba
en todas las ciudades y pueblos del Jordán, la de Filadelfia que arrastraba con los productos
de la vecina Arabia del Este, y la del Mar Rojo que abarcaba Madian, Edon e Idumea.
¿Quién podía extrañarse de que Simónides, comerciante de Antioquía, tuviera en Jerusalén
un almacén-depósito de grandes proporciones?
Después de cruzar salas y corredores abarrotados de fardos, de bolsas, de cofres, de
cántaros de barro cocido, etc., etc., abrió Simónides un guardarropa lleno de mantas y
cobertores, y detrás de ellos vieron todos una pequeña puerta que daba a la escalerilla del
subsuelo.
Allí comenzaba lo sorprendente y casi maravilloso. Se diría que aquello era obra de
magos y de encantamiento.
Pasada la escalerilla, se abría una gran puerta que daba paso a un pórtico severo y
sencillo, donde una veintena de guardias vestidos a la usanza persa, con larga túnica
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bordada en colores y gracioso gorro de cintas y plumas, con el handjar al hombro, se
paseaban solemneme