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Atzavares Tercer Premio de Relato Corto • Año 2008 Universidad Miguel Hernández Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria Delegación de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Atzavares

Tercer Premio de Relato Corto • Año 2008Universidad Miguel Hernández

Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Dirección: Secretariado de Extensión UniversitariaCoordinación: Josep Sou

Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria© Pórtico: Fernando Borrás

© Textos: sus autores© Diseño y Maquetación: Silvia Viana. Octubre, 2008

© Impresión: Alfagráfic Impressors - EditorsISBN:

Depósito legal:

Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

Atzavares

Tercer Premio de Relato Corto • Año 2008Universidad Miguel Hernández

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Pórtico

El lenguaje es la ciudad para cuya edificacióncada ser humano ha aportado una piedra.

Ralph W. Emerson

Guadiana refrescante, cada año, por el mismo tiempo, emerge Atzavarescon aguas renovadas y cristalinas. Como cada año, un torrente de palabras, unmurmullo de voces que se cruzan en la fronda de las hojas del modesto, perointenso, libro de relatos. Pensamientos, susurros que se alzan, diálogos quecruzan el éter, alientos que se perciben sutiles por debajo de las palabras coci-das a fuego lento, líneas que nunca se cruzan, savia siempre renovada de uncanon poético que se presume cercano…alivio del manantial de la inspiración.

Y con las voces, las palabras, los susurros y los alientos nos hacemos unaidea clara de las emociones que habitan cada rincón de las narraciones. Y vivi-mos por extensión transferida cada esperanza, cada instante de recuerdo, cadasuspiro que remonta el vuelo de la novedad. Y nos abismamos, con cada autor,en la pasión creativa, en la vocación de contar historias, en la posibilidad detocar el alma de los hombres con el sutil mimbre de la palabra hecha literatura.

Saludamos la nueva entrega de Atzavares, ya un clásico, con la firme volun-tad de aguardar, con cierta impaciencia, a que crezca la nueva primavera de losvocablos en la edición futura que nos espera. Maduración de la prosa en elcrisol de las ideas.

Fernando Borrás RocherVicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria

Universidad Miguel Hernández de Elche

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Presidente: José Luis Vicente Ferris, escritor, poeta y ensayista, Profesor delDepartamento de Arte, Humanidades y Ciencias Sociales y Jurídicas de laUniversidad Miguel Hernández de Elche.

Vocal: María Cristina Pastor Valcárcel, Delegada de Estudiantes de Centro de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche.

Secretario: Carlos José Navas Alejo, Profesor del Departamento de EstudiosEconómicos y Financieros de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

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Jurado

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Primer Premio: Marta Agudo Barriuso con el relato Felipa Murdoch.

Segundo Premio: Juan Antonio Fernández Blasco con el relato Tragicomediasobre sustrato de NPK.

Tercer Premio: Rubén Montes Sáez con el relato Los mirlos grises de Kosovo.

• Marta Alfonso Marhuenda con el relato Un porqué, unas hierbas y un sillón.

• Susana Almenara de Riquer con el relato El Alquimista y las sillas.

• Rubén Ballestar Urbán con el relato La paradoja de los gemelos.

• Sergio Buitrago Albarrán con el relato El invierno en sus ojos.

• Jesús Cano Martínez (Nino Rippi) con el relato Desmemoria.

• Lorena Córcoles Borrás con el relato El palacio del alma.

• Gregorio José Fernández Nadal con el relato El día S.

• Julia Lamo Herrero con el relato El hombre que nunca nació.

• Juan Antonio López López con el relato Una tarde de enfermedad.

• Eloy Martínez Tortosa con el relato 5 días.

• Nadine Michelle Thêry con el relato Apuesta segura.

• Cristina Navarro Sánchez con el relato Domésticos.

• Silvia Otero Rodríguez con el relato Un cuaderno en blanco.

• Jorge Salazar Martínez con el relato Makelele ingresa en prisión.

• Jaime Selva Martínez con el relato Mierda.

• Pedro José Tovar Llort con el relato El Silencio delatador.

• Miguel Ángel Valero Miralles con el relato Shock.

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Premiados

Seleccionados para su publicación

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Relatos

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Felipa Murdochde

Marta Agudo BarriusoPrimer Premio

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Felipa Murdoch tenía varias hermanas y según los cánones de belleza de laépoca era la menos guapa de todas. Pero quizá por su mirada, que traslucía unainteligencia aguda y un fino sentido del humor, quizá por su sonrisa cálida, quizáporque su piel caoba emitía luz aún ahora a sus 65 años, era la más hermosa.

Felipa Murdoch se encontraba en una situación que muchos humanos cali-ficarían de inusual y muchos otros de imposible. Estaba en la antesala delinfierno esperando al diablo. A Mr D, como había decidido llamarle para evi-tar que el miedo hiciera mella en ella. En la espera rememoraba el único sueñoque recordaba haber tenido, hace ya 60 años. Su tatarabuelo Felipe –cómosabía que era su tatarabuelo era un misterio, pero lo sabía– sentado en unsillón orejero con ella en sus rodillas le explicó el trato que hizo con el diablo.“A cambio de mi alma le pedí una vida tranquila, plena, satisfactoria, sin sufri-miento, para mi y mis descendientes”. Ella le miraba, fascinada al ver a unhombre tan viejo que se llamaba como ella y que se parecía tanto al señor delcuadro del salón. “Pero como no quería perder mi alma le dije que sería suyael día que un descendiente mío se llamara como yo”. Acarició la cabeza deFelipa y continuó “él aceptó con una condición, el alma de mi descendientetambién sería suya. Le contesté que no podía vender un alma que no era mía,él respondió que había un vacío legal, que mi descendiente perdería su alma siél le batía en un duelo de violines.”

La puerta se abrió y Felipa Murdoch entró, violín en mano, a un enormeanfiteatro. Mr D elegante, delgado, bello, frío, la esperaba en medio del esce-nario. Mr D que aunque caído seguía siendo un ángel, parecía un hombre o unamujer según se mirara. Mr D le explicó, con voz suave, las bases de esta com-petición. “Mi bestia ahí sentada, –y señaló a un ser imposible– es el juez, gru-ñirá a la peor actuación y callará cuando sea perfecta” había una terceraposibilidad que nunca había ocurrido y el diablo, que es un poco tramposo,calló. “Tocaremos dos piezas, la primera la elijo yo, la segunda tú. El que toquemejor las dos gana. Si hay empate” –y aquí sonrió con la arrogancia del que

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sabe que siempre gana– “tú elegirás una tercera que será la del desempate”.Este gesto se lo permitía porque, como ya se ha dicho, nadie le ha superadotocando el violín. “Si aún así la bestia no gruñe a ninguno de los dos, tu almaserá mía”. Felipa Murdoch alzó la mirada para protestar, no eran justos ni el juezni el juicio, pero estaba en el infierno, no había nada que negociar y calló.

Su tatarabuelo continuó con la historia. “Acepté, y lo primero que hice fueprohibir usar mi nombre a nadie de mi linaje. Y funcionó hasta que tu madre aquien el diablo insufló rebeldía, decidió llamarte Felipa. Y por eso estoy aquí,para avisarte, para decirte que tienes que aprender a tocar el violín, que mi almaya está perdida y que la tuya está en juego”. Y Felipa Murdoch se levantó esamañana y desde entonces se recuerda tocando el violín.

Mr D se colocó el violín en el hombro y tocó un capricho de Paganini. Era laprimera vez que Felipa Murdoch escuchaba una pieza tan difícil tocada contanta perfección y sin embargo…

Pero la bestia no gruñó. Su turno. Respiró hondo, cerró los ojos y dejó queel arco acariciara las cuerdas. Lo hizo bien, pero no tan bien como Mr D y la bes-tia enseñó los dientes. Ahora elegía ella. Felipa Murdoch pensó en el “sinembargo”, había algo que faltaba y creía saber qué era. Se arriesgó y tocó unadetrás de otra las 4 tormentas de las 4 estaciones de Vivaldi, puso –nunca mejordicho– su alma en ello, sintió las gotas de lluvia, las ráfagas de viento, el grani-zo y la nieve. Y la bestia aulló bajito. Mr D, silencioso, entornó los ojos y la miróno sin cierta admiración. Y empezó a tocar las mismas piezas. Felipa Murdoch,que se dio cuenta de que no hay violinista en la tierra que pueda llegar a esosagudos, bajar a esos graves con tanta fluidez, tuvo miedo. El diablo acabó y labestia juzgó su interpretación con un silencio. El diablo, que aunque tramposoes un caballero, se inclinó ante ella y le dijo que había un empate, que eligierala tercera pieza. Felipa Murdoch entendió que el aullido superaba al silencio.¿Qué elegir? Si su teoría era cierta… Se decidió. Carraspeó, estiró la espalda yel cuello y comenzó a tocar el concierto para violín opus 61 de Beethoven.Tocaba con la facilidad que da la experiencia y con el calor de sus recuerdos,recordó los días en que paseaba con su perro Cam, recordó el sabor del cola-cao en las meriendas, recordó el olor del mar, recordó la pasión de Juan, recor-dó las lágrimas al ver el cuadro del niño sevillano que pintó Murillo, recordó elcuento de Salvatore, recordó la risa de su único hijo. Y la bestia aulló y aulló. YMr. D, que aunque tramposo sabe cuando ha perdido, no tocó la tercera vez.Se acercó a ella, le cogió la mano y la besó. Su beso fue de hielo pero a ella uncalambre de fuego le recorrió la espalda. Felipa Murdoch pensó que si le hubie-ra conocido a los 20 años se habría enamorado de él. Mr D rió ante el pensa-miento de ella porque sabía que las mujeres siempre se enamoran de canallas.

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Felipa Murdoch le miró a los ojos, calculadores, y agradeció todo lo que su vidale había dado, todo lo que había aprendido, todo lo que había sentido, las lágri-mas, las risas, el placer y el dolor. Y supo que en Mr D, sabio e infinito, la capa-cidad de sentir murió el día en que fue desterrado. Y por eso la pasión, el calor,la vida nunca impregnarían los solos de Mr D y sin ellos, su bestia jamás llora-ría. Y sintió pena por él. Y ya no tuvo miedo de su nombre.

Felipa Murdoch se acercó al diablo, le sonrió con ternura y salió triunfantedel anfiteatro llevándose su alma con ella.

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Tragicomedia sobresustrato de NPK

de

Juan Antonio Fernández BlascoSegundo Premio

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Les voy a confesar algo inconfesable. Algo que me reconcome por dentrodesde hace mucho tiempo. Siento que quizá no tengo licencia para hacerlo,pero a la vez me inunda la imperiosa necesidad de desahogarme. De contarlo.De quitarme este nudo en la garganta de una vez por todas. Y es que, caballe-ros y damas que sostienen el papel en sus manos, tengo que hacerles saber queestoy desarrollando un odio profundo hacia todo lo que viene a ser la razahumana, aquella que puebla nuestra geografía desde Albacete hasta los confi-nes de Galicia. Es decir, a lo largo de todo el mundo.

Hago extensible este odio hacia todo aquel que se comporte como el serhumano que a continuación describo, y me solidarizo con tantos y tantos com-pañeros que, estoy seguro, sufren en este momento por las mismas absurdasrazones, y en condiciones similares. Condiciones que nos han hecho ruborizarpor completo, que nos denigran, que hacen de nuestro día a día un continuosuplicio. Han convertido nuestra vida en una suerte de lotería estéril del desti-no, en una infructuosa y perpetua espera. Y creo firmemente que, llegados aeste extremo, va a ser difícil resarcirnos de tanto agravio. Lo creo por encima detodo y frente a todo, a capa y espada. A raíces juntillas.

Antes de entrar en materia, les pondré en antecedentes. Resulta que desdehace un tiempo habito en una huerta adosada. No sé a ciencia cierta a qué seencuentra adosada, pero he oído utilizar varias veces ese término para referirsea las casas del ser humano y, si les soy sincero, me ha parecido una buena ideaapropiarme de la expresión. Creo que tiene una adecuadísima musicalidad,pega con todo; prueben si no: nave adosada, madriguera adosada, puente ado-sado. Parece que su sola pronunciación embellezca cualquier habitáculo, dian-tres. Bueno, continuemos. Mi facilidad para irme por las ramas, cualidad de laque adolezco, como acaban de comprobar, se deriva del simple hecho de quevivo entre ellas. Son verdes ramas, carnosas y pubescentes de un tomaterojoven que me da cobijo. Bajo su amparo comparto estancia con tomates rojos,otros rojísimos, tomates amarillos y unos cuantos tomatitos verdes, de sobra

Dedicado a mi perro “Tarzán”Porque aunque te empeñases en sugerir lo contrario,

todos sabíamos que te comiste a aquellas gallinas. Cabrón.

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inmaduros en todos los aspectos. Todos ellos conforman mi familia más cerca-na, pero nuestra tribu al completo abarca un espectro mucho más amplio decolores y variedades. A escasos tres pasos de mí, por ejemplo, se encuentran misprimos hermanos, los pimientos. Los hay verdes y rojos, y dicen que su pigmen-tación varía en función de la frecuencia con la que toman el Sol. Últimamentehan llegado unos parientes suyos, que a su vez son primos lejanos míos: los jala-peños. A primera vista igual de simpáticos, pero con un trasfondo más pican-tón. Son realmente adorables y muy divertidos. Viven con el resto de pimientosy su promiscuidad es de sobra conocida hasta en el último recoveco de nuestraanimada tahúlla. Si pudieran mirar un poquito más al fondo, situados justo a miderecha, encontrarían a los limones. Suelen ser personajes brillantes sobre susramas, altivos. Parece como si el viento de las alturas les hiciera sentir legitima-rios de esa prepotencia de la que siempre hacen gala. A mí me ponen nerviosomuchas veces, porque se les oye murmurar en cuanto hay un soplo de brisa y,aunque pocos lo escuchemos, se comenta que pasan el día cuchicheando, cri-ticando con su ácido humor al resto de compañeros. Mucho más calmadas,dónde va a parar, resultan mis vecinas de la izquierda: las lechugas. De semblan-te tranquilo y actitud parsimoniosa, consiguen hacer de la palabra desidia unaespecie de modo de vida. Su compañía no me acaba de desagradar, sincera-mente, porque a menudo las observo y pienso en que hay gente que se lomonta peor que yo. De algún modo me hacen sentir menos desgraciado. El pro-blema es que a ellas parece bastarles con eso para ser felices, simplemente seespachorran entre el resto del follaje y ¡hala!, a ver la vida pasar. Me descon-ciertan muchas veces, pero creo que tengo bastante que aprender de su formade ser. Bueno, y con quien me gustaría aprender más de un par de cosas seríacon los frutos de la higuera. Me resultan fascinantes, se lo prometo. A pesar deque vivan en la periferia de la huerta, puedo apreciar desde la lejanía su carác-ter dulce y profundamente aromatizado. Soy adicto a pasar tardes orientadohacia los higos, recreándome en su existir melancólico. Me abrazo a cualquierramilla y los contemplo gráciles, sugerentes, batiendo sus alas verdes con esacadencia de otoño perenne que les atribuye el reflejo del ocaso. No sé, ahorapor ejemplo, hablando de ellos, me da por pensar en cosas buenas, en no sertan drástico. Creo que me sensibilizan un poco. Posiblemente consigan inclusovariar mi percepción sobre las cosas, atenuar la gravedad de todo esto, pero nopor ello voy a dejar de explicarles el motivo de mi arraigado malestar.

Verán. Hace algunos días –o mejor dicho, algunas semanas ya– que mevengo considerando alguien maduro. Alguien dispuesto, preparado. Desde queeché raíces, he aprendido a ser constante en mi camino hacia la excelenciavegetal, a ser honesto con mis semejantes, a distinguir lo bueno de lo salado.

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No les engaño si afirmo que he crecido con el afán propio del que se sabe útily necesario para el mundo. Esta convicción, de hecho –y lo digo sin ánimo defanfarronear– me ha llevado a convertirme en el número uno de entre los de miespecie en lo que concierne a cuestiones fotosintéticas. Nadie con tan pocamateria prima consiguió tanto rendimiento. Nadie, repito. No es una cuestiónde economicidad –y ni mucho menos pretendo criticar el bendito lecho nutriti-vo sobre el que me asiento–, es simplemente una cuestión de aptitud, de efi-ciencia, de adecuación superlativa al ambiente que me han ofrecido.

El problema llega cuando uno hace su trabajo y no lo ve recompensado.Vamos a ver. Si yo me estoy rompiendo las hojas cada día para dar lo máximode mí, si me levanto antes que cualquier otro vegetal, animal o insecto existen-te en medio kilómetro a la redonda para dar el cien por cien, no entiendo porqué no se tiene que reconocer mi labor como es debido. Es algo que me tocalas pepitas, en serio. Miren, día tras días veo cómo el ser humano irrumpe ennuestro hábitat. Selectivo, desconfiado, nos observa y examina como si fuéra-mos pedazos de carne. Muchos nos tocan, palpan nuestro tallo y calculan elpeso de todo nuestro cuerpo para luego, siempre al final, arrancar del arbus-to a unos cuantos elegidos. Pues bien, yo NUNCA estoy entre ellos. Y lo digocon mayúsculas porque no lo entiendo, no me cabe en los lóculos, me pareceuna total sinrazón. Lo frustrante de todo esto ya no es sólo aguantar el nume-rito del examen expeditivo, en el que uno tiene que erguirse como si fuera unavulgar berenjena y mostrar su piel tersa en extremo, a más no poder. Lo maloes, sobre todo, el instante que sucede al fracaso en la selección. Ese silencio.El sentimiento de rechazo, la sensación de derrota y la consecuente incerti-dumbre que me invade tras ese momento. Incertidumbre acerca de si tendréocasión de salir de aquí algún día, de si podré alcanzar mi objetivo. Les juroque hago esfuerzos por no ruborizarme más de la cuenta cada vez que estoocurre. Lo haría, y de hecho he pensado en hacerlo, pero soy totalmente cons-ciente de que me encuentro en mi perfecto punto de madurez, y ruborizarmemás significaría estropearme, echar a perder tanto esfuerzo, tirar por la bordasemejante maravilla de la constancia y el buen hacer genético. Creo que lanaturaleza perdería mucho si lo hago, y el ser humano aún más, pero si les soysincero, a estas alturas ya simplemente me comporto así por orgullo.¡Acabáramos! ¿Acaso no saben lo que están subestimando? No lo saben, por-que en caso de hacerlo yo no estaría aquí, colgado y mirando desfilar a losescarabajos. Me siento encerrado en esta estructura, noto que ya no es misitio. Antes me parecía estar en un bosque de esmeralda y, ahora mismo, hastael sentido poético de las cosas ha desaparecido, soy incapaz de evocarlo, se haido, como los pimientos de enfrente que acaban de recoger.

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Ahora me da por pensar en ellos, en esos pimientos, y no puedo evitar sen-tir cierta envidia por su reciente fortuna, por el mundo de sensaciones y múlti-ples contrastes que a buen seguro estarán a punto de conocer. Me apuesto unpar de hojas a que en estos momentos alguien estará pensando en cocinarlos.Tal vez para algo sencillo, nada recargado: una ensalada de verano, un adere-zo para anchoas, o quizá simplemente acaben siendo jugosos pimientos asa-dos. O bueno, quién sabe, es posible que tengan la suprema suerte deconvertirse en la guarnición de un plato combinado, o mejor, ¡de una paella!Qué dichosos serían, imagínense, mezclados con semejantes delicias: el arroz,aceite de oliva, un poquito de azafrán, las suculentas carnes, algo de vinotinto… maldita sea, si tuviera capacidad para sentir eso que ustedes llamanhambre, apuesto a que la tendría. Ojalá pudiera. Ojalá no me embargase estasensación de impotencia. El saberme tan poco reconocido. Y lo peor de todoes que estoy segurísimo de que sería un gran, grandísimo condimento, porqueaparte de las obvias cualidades que me han sido atribuidas, conservo la saluda-ble ilusión de convertirme aún en algo importante, en una obra maestra. Y esoa la larga también influye en el resultado. Estoy convencido de que tengo cua-lidades, de que podría hacer grandes cosas. Podría formar parte del plato queharía sentirse feliz y satisfecho al incipiente aprendiz de cocina. Resultaría mara-villado con mi sofisticado punto de acidez y mi incomparable sabor. O podríaser la guinda que culmina la comida del Domingo; todos dirían extrañados“¿cómo te ha podido salir tan bien hoy el sofrito, con el mal trazo que siemprehas tenido para la cocina?”, entonces yo me callaría, confiado, y dejaría intuiruna leve mueca de secreta felicidad, seguramente en forma de pícara sonrisa,discreta y afilada. Y lo haría porque me sentiría partícipe de todo aquello. Nosólo partícipe, ¡actor principal!, y entonces ya podría suspirar por fin y vivirsabiéndome eternamente realizado. Pero aún habría más formas excelentes depasar a la eternidad. Yo podría, por ejemplo, ser el sutil matiz que hace saltarla chispa de la pasión en una cena de enamorados, porque sepan: los huma-nos, a pesar de su racionalidad, en el fondo son seres muy instintivos, funcio-nan muchas veces por impulsos, y según mis antepasados (los tomatesancestrales, venidos de un lugar llamado América, que no sé bien si queda máscerca de Galicia o de Albacete) nosotros tenemos capacidades afrodisíacas.¡Afrodisíacas, nada menos! Es decir, que la trascendencia de nuestros efectospodría no tener límites. Podríamos ser el cooperador necesario de un delito deamor, un noviazgo otoñal, o incluso la creación de una familia. ¡Cuántas y cuánbellas posibilidades! ¿Se imaginan lo poderoso que me siento siendo conscien-te de todo esto? Bueno, más que poderoso, frustrado. Frustrado por sabermecapaz de tanto y, a la vez, por tener la constante incertidumbre de no saber si

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podré hacer todo esto realidad. Porque ya se ha convertido en una cuestiónque no depende de mí. Yo ya he cumplido mi parte, y no me sale de las semi-llas seguir sufriendo siempre y siempre por el mismo motivo. Me hierve la savia.Me puede. ¿Quién sabe cómo terminaré? ¿Cuál será mi vocación postrera?

Estos últimos días he dejado un poco de lado mi pánico a las alturas y, sinquererlo, me he entretenido más de lo recomendable mirando al suelo. He vistocosas terribles. Finales verdaderamente dramáticos. Sin ir más lejos, ahora con-templo lo que parece ser un ejército de hormigas arrastrando los restos delcadáver de un higo desahuciado. Lleva la piel medio arrancada y las vísceras deazabache se mezclan más y más con el polvo a medida que la procesión avan-za. Me compadezco de él. Qué irónico, ha hecho el trayecto más largo de suextinta vida para acabar metido en una cueva y ser devorado por fascículos. Omiren, miren un poco más allá. ¡Oh no! Esos pájaros picoteando al fresón. Sujugo se vierte en la tierra a borbotones, a causa de las dentelladas fresicidas.Veo todo esto y me entran ganas de exclamar a los cuatro vientos aquella fraselapidaria, ¿la recuerdan? “¡Oh naturaleza mía, ¿por qué me has abandona-do?!” Creo que era así, ¿no?

En cualquier caso, que no cunda el pánico. Relativicemos. A ver, entiendoque las reglas cíclicas de la existencia impongan naufragios de este tipo. Es decir,sé que al fin y al cabo todos estamos llamados a seguir cierto orden natural pre-establecido. Pero, diablos, entiendan ustedes que yo he adquirido una formaciónespecial, he seguido un cuidadoso proceso que, de acabar derivando en propó-sitos semejantes, convertiría toda esta ardua y dedicada labor en poco más quepapel mojado. Sería un fracaso estrepitoso, palmario. No me lo nieguen.

En el fondo no creo que pida tanto. Incluso me conformaría con acabar con-vertido en conserva de tomate. Oh sí, piénsenlo por un momento. Qué hermo-so sería permanecer enfrascado en aquellos botes, acompañado exclusivamentede mis hermanos y la exquisita incertidumbre de saber cuándo, cuándo llegaríael momento de convertirme en algo refinado, especial. Un producto final bienelaborado. Sería feliz. Paciente, resguardado tras esa burbuja de vidrio, tenien-do la certeza de que, a corto o largo plazo, mi cometido se cumpliría. Que mehabrían empleado con delicadeza y científico cálculo. Con la medida justa, ladosis exacta. Y con los acompañantes idóneos, exhaustivamente preselecciona-dos, que formarían conmigo un equipo perfecto, equilibrado. Juntos iríamospor siempre de la mano, y sobre nuestras riendas cabalgarían los alquimistas delbuen hacer culinario. Al fin y al cabo, por si no se han dado cuenta, yo sóloquiero que me devuelvan parte del esfuerzo que he dedicado a este propósito.Sólo pido una justa, equitativa retribución, porque he luchado mucho. Porquees mi sueño. Ustedes en el fondo lo saben y me entienden, ¿verdad?

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Pero esperen. Esperen un momento. Veo sombras, escucho pasos.Silencio. De nuevo el ser humano se acerca. Puede ser mi última oportu-

nidad. Esperen.Se acerca más. Y más. Contengo la respiración. Llega y permanece con la

mirada fija unos segundos en mi parcela, pero de repente frena en seco. Seacerca la mano al mentón, parece que duda. Por momentos desiste y gira sobresí mismo, dándome la espalda. Expiro. Pero esperen, vuelve a girarse. Me mira.Por fin me mira. Es tarde para inspirar. Le devuelvo la mirada, tímido, miniatu-rizado. Mi cuerpo se encuentra entre un bosque de ramas verdes, pero sientola mente ubicarse ya entre molinillos de pimienta negra y un festival de cerdosen adobo. Silencio. Se acerca aún más. Definitivamente soy el foco de su aten-ción, el hallazgo definitivo en su búsqueda, el ying de su yang. Lo sé porque mevuelve a mirar, ahora separando el follaje que nos distancia. Le devuelvo la mira-da de nuevo, loco de complicidad, y advierto cómo la timidez del asalto prece-dente deviene ahora un sentimiento de total entrega. Acerca poco a poco sumano y según lo hace mi temperatura corporal aumenta progresivamente. Mepreparo para el episodio más esperado de mi vida. Quiero saborearlo, regode-arme en él. Cierro los poros, dejando que el Sol se refleje en mí como nunca loha hecho antes, pletórico de deseo, exultante. Justo en el instante exacto enque su piel entra en contacto con la mía, noto que el Universo, la creación y laexistencia en general tienen un sentido. Son un todo, y ese todo se manifiestaen esta liturgia. “¡Arráncame, hazme tuyo!”. Y en el preciso momento en queme va a dar libertad, el zumbido de una abeja lo sobresalta, y este sobresalto lotraduce él en un violento espasmo de intensidad suficiente como para que untomate perfectamente maduro experimente, de forma literal, el singular privile-gio de ser un vegetal que vuela por los aires. Aterrizo aturdido, alejado de mihogar. Veo que hay un minúsculo humano que juguetea como un poseso entrearbustos y matorrales. Él, a su vez, advierte mi presencia, toma carrerilla y, congesto implacable, se acerca y me obliga a pronunciar mi primera y última pala-bra en el lenguaje de los humanos: ¡CHOF!

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Los mirlos grises deKosovo

de

Rubén Montes SáezTercer Premio

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Tras los cristales empañados se despertaban a lo lejos las primeras luces queanunciaban a los pasajeros los últimos minutos de sueño en el avión. Los mur-mullos se elevaban paulatinamente y los desperezos se aferraban semidormidosa sus asientos. El pasillo era un hervidero de maletas, tacones, abrigos, sombre-ros y bastones. Fuera estaba oscuro y por la escarcha que relumbraba desde lapista se adivinaba que hacía frío. A pesar del tiempo invernal, hacía escasos díasque había llegado el otoño a Belgrado.

En el bar del aeropuerto Ivana me esperaba con dos tazas de café caliente yuna sonrisa de bienvenida. Tirando sin aliento de mi maleta, que había perdidouna rueda en medio de tanto desconcierto, y con las manos congeladas, salí porfin del pelotón. Ivana era una amiga serbia que se había ofrecido a acompañar-me y a hacer de intérprete en mi particular aventura por Kosovo. El motivo demi visita no era otro que el de conocer la situación de aquellas tierras abatidaspor la guerra. No sé bien si fue mi labor como periodista, mi espíritu inquieto ouna mezcla de los dos lo que me había llevado hasta allí, pero de alguna mane-ra sentía que su verdadera historia debía descubrirla por mí mismo y no por lasinformaciones distorsionadas que llegaban desde una Serbia bipolar. Habíanpasado menos de tres meses desde que la OTAN pusiera fin al conflicto deforma tajante. Y desde entonces, nada se había vuelto a saber acerca de losucedido. Por ello me sedujo la idea de mirar de nuevo hacia el Kosovo olvida-do para rescatar su historia más humana, la de los miles de refugiados que habí-an vuelto a sus casas después de meses anónimos perdidos en lo desconocido.Poder fotografiar las secuelas que latían entre los escombros y escuchar testi-monios directos de las víctimas de la guerra para, así, construir una miradacomún sobre los protagonistas que habían vivido el auténtico drama kosovar.

Nada más abrir la puerta del bar Ivana saltó de su silla y corrió a abrazarme.Hacía cinco años que no nos veíamos y mi visita a Serbia, tal y como estaban lascosas, la puso muy contenta. En aquellos momentos tan duros, un viejo amigoera la fórmula ideal para aliviar su tristeza. Le expliqué mi proyecto y mis obje-

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tivos, y al principio se mostró algo reacia a ayudarme a tratar con albanokoso-vares, pues el sentimiento de odio hacia éstos era tan profundo en el puebloserbio que había llegado a calar hasta en una persona tan humilde como Ivana.Sin embargo, tras ver mis buenas intenciones, decidió traspasar esa barrera quemuy pocos consiguen burlar. Una barrera que destruye los prejuicios y se extien-de más allá de la ignorancia de la razón humana.

En Serbia la cuestión etnológica era un asunto muy complicado debido a susdos perspectivas tan radicales, pero mi propósito era acabar con la visión equi-vocada que se tenía del conflicto y hacer ver a los que miraban sin juicio que laguerra se había cobrado más víctimas que culpables había engendrado; que allíno existían los vencedores, más bien sobraban los vencidos. En Kosovo todos,tanto serbios como albaneses, habían sido opresores y oprimidos.

Un par de recuerdos más y un puñado de carcajadas me sirvieron para con-seguir el beneplácito de Ivana. Cuando terminamos nuestros cafés y el humo delos cigarrillos hacía irrespirable el aire de aquella habitación, pagamos y sentí denuevo la sacudida gélida del otoño belgradense.

A la mañana siguiente el sol remoloneaba entre las nubes y los nervios meinvadían todo el cuerpo. El día que iniciaba mi andadura por las tierras kosova-res había empezado. Con la cámara preparada, un bloc y tres bolígrafos, y unasganas apasionadas de vivir sus historias, Ivana y yo pusimos rumbo al Campo delos Mirlos, –sobrenombre de origen eslavo con el que se conoce naturalmentea la provincia de Kosovo–.

Después de unos cuantos acelerones, el autobús con el que partimosarrancó de forma accidentada y el paisaje empezó a correr a lentamente. Elreloj marchitaba las horas una a una y desde la ventana las escalofriantesimágenes que se sucedían iban en aumento a medida que avanzábamoshacia el sur. Ivana prefirió dormir con el fin de despistar el mareo y desviarla mirada de aquellos atroces recuerdos, pero yo no podía apartarla, estabahipnotizado por aquel paisaje devastado que supuraba tantos sentimientosviolados. Conforme íbamos descendiendo, el horizonte congelaba los pocosrayos de sol que sorteaban el amargo cielo de nubes. Al entrar en Kosovono quedaba ni un rayo en cielo. Las placas de hielo de la carretera cristali-zaban la tierra hendida mientras la pobreza, el hambre y la miseria se dila-taban tras sus grietas. Todo se volvía de un gris opaco que entrecortaba larespiración. Las montañas y sus mantos ebúrneos encerraban gritos y esta-llidos y esparcían el silencio más allá de las fronteras. Allí la vida se mirabaa sí misma callada. Cuando cruzamos la línea imaginaria que delimitaba laprovincia noté cómo la angustia se desesperaba y el corazón se me encogía.Era una sensación que me oprimía fuertemente el pecho. En el aire, la tris-

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teza, el miedo y la desolación se perdían en un laberinto que desorientabaa aquél que entraba.

Kosovo es el lugar con mayores tasas de desempleo e índices de analfabe-tismo de toda Europa. El 75% de su población no supera los treinta años y lamitad de ésta es menor de veinte. Allí conviven multitud de grupos étnicos: ser-bios, albaneses, bosnios, goranis, turcos, gitanos, romans, askalis… que hanhecho de las luchas interétnicas las principales responsables de tantos enfrenta-mientos. El liderazgo que ejerció Serbia durante el período bélico tomó un cariztan radical y extremista que desembocó en la defensa armada de un exacerba-do nacionalismo autoritario. Belgrado se dejó vencer por sus mitos y conspira-ciones y acabó preso de sus manipulaciones. La propaganda efectista adquirióel papel principal de la ofensiva y esa política propagandística que se manifes-taba desde la capital actuó como un arma de doble filo. Así pues, la imagen delos serbios se devaluó hasta hacerles perder su autoridad moral y atrapó a losalbanokosovares en una red de abusos y mentiras.

Así comenzaron a fraguarse los sentimientos de odio y desprecio entre ser-bios y albaneses en el territorio kosovar y se creó una convivencia artificialdonde la tensión se desbordó cuando abrieron fuego los kalashnikovs. El tiem-po se detuvo tras la guerra hiriendo a centenares de personas que buscaban susrecuerdos, diluyendo los colores de sus ciudades y escondiendo a aquellos quealimentaron la culpa en su conciencia. El agua salía contaminada de los grifos,la economía estaba destrozada, no se jugaba en las calles, no abrían los teatros,no había música… todo se había quedado vacío. Por las desiertas callejuelassólo deambulaba un espíritu común que pretendía albergar nuevas historiasque ocultaran la tristeza, o por lo menos, que la disfrazaran. Sus caminantesquerían solapar la hostilidad y dejarse ayudar los unos a los otros para dejar dever su tierra agredida y unir sus miradas en la misma dirección.

Kosovo era una pieza mal encajada en un puzzle, que había perdido laforma de sus lados en el rompecabezas equivocado. Los kosovares guardabanen su interior resquicios desalentados que no podían olvidar, pero ante la derro-ta y las penurias, no perdieron los valores que atesoraban. Mis primeras relacio-nes con ellos se nutrieron de su amabilidad y crecieron fuertes por su gentilezay simpatía. Me ofrecieron todo lo poco tenían y me regalaron sus palabras. Suhospitalidad no conocía límites y los engrandecía a pasos agigantados en lasimpresiones que se iban grabando en mi cabeza.

Fue así, entre negras paredes carbonizadas y brisas frías de aire gastado,como nacieron los protagonistas de mis historias. Los héroes que abandonaríanla violencia y acabarían con aquella patria desolada de ilusiones cabizbajas. Losreflejos que enseñarían el Kosovo que adolece de mísera tristeza a los ojos de

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la Europa exquisita, que disimula y cree no haber sufrido jamás el horror que searrastra en el corazón de los Balcanes.

Aquellos mirlos grises, cuyas alas batían alígeras, sentían como el céfirocomenzaba a despertar ya su aletargado vuelo.

Por un frenazo en seco y por los gritos que profería el conductor del auto-bús, supe que habíamos llegado al escenario que imaginaba desde hacíatiempo. Las luces nacaradas del cielo tintaban los tejados y la bruma se escar-chaba entre ventanas desvencijadas. Mitrovica, la ciudad esclava, se abría consus vastos enigmas ante mí. Era la famosa ciudad del norte de Kosovo, la delpuente, la ciudad partida, la ciudad de los dos mundos, las dos mitades, lasdos vidas y las dos aguas de un río que separaba dos etnias: al norte, la mino-ría serbokosovar, y al sur, las familias albanokosovares. El río Íbar rompíaMitrovica protegiendo a los habitantes de cada orilla. Apenas había contactoentre ellos. Cruzar el umbral fronterizo que lindaba las dos comunidades exi-gía algo más que valor. Sus calles exhalaban humos que adormecían suspasiones, las amistades quedaban secuestradas en celdas enfrentadas por elodio étnico y el rencor, los amores se inflamaban efímeros en la clandestini-dad. Así era Mitrovica, un tesoro de cristal que se rompió, una ciudad gris quepocas veces sonreía y muchas se ahogaba.

Con la voz ronca y pausada, Goran Vujovic relataba sus días huyendo de lasbombas y disparos que perforaron su vida y la de su mujer, desaparecida hacíacuatro meses. Era un hombre de ojos vidriosos y piel cetrina que respiraba len-tamente cada palabra que pronunciaba. Vivía en un edificio del norte deMitrovica junto con el resto de serbios que conformaban la minoría étnica.Goran se despojaba de aquellos recuerdos ácidos con el perfil serio mientras losgarabatos que yo apuntaba en el bloc se enzarzaban en una vertiginosa perse-cución por comprender los hechos que salían de su boca. Cada segundo quepasaba, apresaba su memoria entre las páginas de mi cuaderno.

Todo transcurría de manera acelerada: los bombardeos que destrozaron suhogar, sus manos escarbando desesperadas entre los escombros en busca desu esposa, las casas quemadas, los cementerios profanados… El lado serbiohabía derrochado su poder y su población civil se había convertido, contradic-toriamente, en la víctima de las sangrientas acciones nacionalistas de sugobierno. Las injustificadas represiones y la limpieza étnica que soportaron losalbanokosovares se habían vuelto contra ella y ahora debía pagar las conse-cuencias de aquel régimen que violentó las diferencias de forma tan agresiva.Goran lamentaba que la imagen del pueblo serbio hubiera quedado mancha-da, al igual que lo hacía Zjelko, un joven con el que compartía habitación. Unmuchacho cuyos padres habían sido tiroteados en la puerta de su casa a

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manos de extremistas albanokosovares, que guardaba un odio inmortal hacialos asesinos de su familia. Después de la guerra, los serbios que habían vuel-to a Mitrovica tras meses en el exilio, añoraban la patria que dejaron morirentre fuego y miedo y enmudecían ante el dominio ajeno. En esos momen-tos, Goran y Zjelko sufrían el duro regreso que los había devuelto a su tierraacallando los gritos de venganza de su interior y volviendo invisibles las hue-llas que quedaron marcadas en el suelo de Kosovo.

Al día siguiente, con la mirada serbia asentada sobre el papel, giré mis pasoshacia el sur y crucé el hemisferio austral. La mañana se abría sin claros en el cieloy con charcos en el suelo. Las gotas de lluvia que colgaban de las ramas de losárboles se precipitaban distraídamente al vacío y los desfasados panfletos polí-ticos navegaban junto a la hojarasca otoñal bajo los bordillos, arrastrados por lacorriente de agua. El aguacero de la pasada noche y la niebla temprana deslu-cían el preludio del alba mientras las últimas luces de las farolas se apagabancentelleando desde el asfalto mojado. Los primeros tanques vigilantes de KFOR,las tropas de la OTAN enviadas a Kosovo para mantener la paz y el orden, patru-llaban las silenciosas calles buscando el sueño desde altas horas de la madruga-da. En Mitrovica sur, la realidad se deshilachaba lentamente por sus costurassalpicadas de barro y entre ellas, se tejía una casita de paredes rojas con mar-cos desconchados en las puertas y ribetes de un verde oxidado en las ventanas,que se asomaba al Íbar desde la ribera sureña. El aroma a melisa y salvia empa-lagaba la pesada brisa y embotaba mi nariz.

Mârija y Aleksandar Dakovic, un matrimonio albanokosovar, vivía allí con sustres niños. Su historia desfilaba entre lejanos días de exilio, campos de refugia-dos y una ciudad asediada de alambradas. El día en que Mârija y su esposoabandonaron Kosovo, lo hacían con dos maletas y una bolsa con treinta mone-das de cobre. Estaban solos, al igual que miles de familias kosovares que huíande las milicias serbias y los extremistas albaneses. Durante el exilio, columnas derefugiados, la mayoría mujeres y niños, caminaban entre los raíles de las llanu-ras de Kosovo con el aliento perdido, los ferrocarriles se llenaban de gente indo-cumentada y los campos de acogida se desbordaban ante las incontables hilerasde personas que llegaban constantemente. Las ayudas humanitarias resultabaninsuficientes y las disputas entre los refugiados por varios pedazos de pan y algode ropa eran cada vez más frecuentes.

Con las manos capturando cada detalle, mis ojos se posaron en los niñosque jugaban tímidamente con Ivana en el jardín: dos niñas y un chico máspequeño. Su pasado, según Mârija, fue muy duro. Aquellos muchachos no eranhijos suyos. Sus padres habían desaparecido y vagaban solos por los alrededo-res del campo de refugiados en su busca. Con ayuda de su marido consiguió

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apartarlos de una red de mafias albanesas que prometía a los refugiados volvera Kosovo en furgonetas alquiladas por un precio que se vendía al tráfico demenores y a un futuro explotado.

Los gestos de Aleksandar describían la desconfianza que sentían los niños alos extraños y el miedo que temblaba en sus pupilas diminutas la primera vezque él y su mujer hablaron con ellos. Las criaturas habían perdido las guías desus vidas en medio del caos y no era fácil ganarse su cariño. Pero el paso deltiempo y el desamparo de los muchachos hizo que Jereha, Vesna y el pequeñoHaris, volvieran a sentir el aliento cálido de una familia junto a Mârija y su espo-so, y recuperaran la sonrisa que una guerra les robó.

Cuando el bolígrafo empezó a soltar sus últimas gotas de tinta supe que miestancia allí preludiaba su final.

Mi profunda gratitud y un sinfín de abrazos hicieron que la despedida de misparticulares héroes kosovares fuese inolvidable. Dos semanas anclado a un tabúy sus incógnitas. Catorce días paseando entre sus misterios y catorce nochessoñando con sus estrellas. Así viví la auténtica historia de Kosovo. La tierra delos fantasmas con dientes de sable que ocultaron la verdad a su pueblo y exten-dieron sobre él sus aullidos de ira.

Bajo una lluvia de sol brillante, el mismo autobús destartalado con el quellegamos, levantó una gran polvareda y partió tambaleándose haciaBelgrado. El frío amargo del primer día se había evaporado y los matorralespardos se mecían con el soplo de poniente bajo los cálidos rayos. Era comosi la vida gris se hubiera quedado atrapada tras un velo. Tras un velo queocultaba los guiños que el aire mustio había petrificado, que franqueaba losmuros psicológicos de la tensión humana y respiraba tras el ardor del hori-zonte, que eclipsaba las sombras de gente sin bandera que asfixiaba suslágrimas. Kosovo y su corazón cicatrizaban así sus heridas con la ayuda demás de un millón de latidos.

El rostro pálido y serio de Ivana respondió a mi adiós premeditado.Quedaban tres horas para compartir los últimos momentos del viaje y ningunoquería abrir fuego con un triste desenlace, pero al final, fui yo quién decidió ter-minar aquellos magníficos días con los agradecimientos que ella se merecía y losbuenos deseos de un viejo amigo que le debía una.

Perdí los brazos de Ivana agitándose descontroladamente tras la puerta deembarque mientras sacaba un chicle del bolsillo y me acomodaba los auricula-res a los oídos. Me esperaban tres largas horas de vuelo. Todo mi trabajo yahabía llegado a su fin. Los mirlos grises de Kosovo habían levantado por fin elvuelo y su silueta se difuminaba en el aire esparciendo su verdadera historiaante los ojos del que mira sin la razón estúpida.

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Un porqué, unas hierbasy un sillón

de

Marta Alfonso MarhuendaSeleccionado

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Hay veces en que la vida te da una lección sin que tú se la hayas pedido. Cuando menos te lo esperas se te presenta una situación de lo más extraña y

presientes que algo importante va a suceder. Intentas ignorarlo pero no puedes. Te levantas como cada día y pretendes sumirte en tu cotidianidad. Sales de

casa y sientes que algo ha cambiado, pero no sabes qué es. Buscas el cambioen tu vecino, en la tendera de la esquina e incluso en la esquina misma. Mirasel cielo que hoy se ha vuelto diferente, también el sol brilla de otra manera y elviento huele como llegado de otra parte. Nada es igual que ayer, no entiendesqué pasa, no logras encontrar una explicación para este cambio. Aunque, cier-tamente, haya ejercido una gran influencia sobre ti o tu entorno.

Ha sido un día rarísimo lleno de nuevas sensaciones, así que decides no ir adormir hasta comprender el porqué. Le das vueltas y vueltas en la cabeza bus-cando la razón de estas sensaciones... pero quizá no la haya, o quizá no estádonde la buscas. Un día leíste que no hay una explicación para todo. Aún asíno te das por vencido, este asunto te está quitando el sueño. Son las cuatro dela mañana y el despertador ya está programado para sonar a las siete y diezcomo cada martes. Tomas una infusión de unas hierbas que encuentras en tudespensa. Curiosamente nunca habías visto ese frasco. Te relajas. Y recostadoen el sillón heredado de tu abuelo todo comienza aparentemente a aclararse.¿Te estarás quedando dormido? Esto no tiene pinta de ser un sueño.

Son recuerdos. Recuerdas a tu abuelo, a tu madre y a tu padre. Sus sabiaspalabras retumban en ti como el trueno de una tormenta de verano:

–piensa bien y acertarás–,–no hay misterio mayor que uno mismo–,–somos un ser más del planeta–.Estas palabras a las que nunca habías dado especial importancia las recuer-

das ahora como portadoras de una verdad absoluta.De repente comienzas a recordar tu infancia bañada en un color rosa fanta-

sía. Recuerdas las flores que solías mirar en la montaña y las nubes cambiando

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de forma sólo para divertirte a ti. ¡Sólo para divertirte a ti! Es en ese momento,al tener ese pensamiento egocéntrico, que te sientes caer como por un aguje-ro negro y una sensación de vacuidad invade tu cuerpo. ¿Cómo? Esto no es unrecuerdo. No viviste esto cuando eras pequeño. ¿Qué está pasando?

Tras varios segundos de caída libre comienzas a pensar que quizá cuandoeras niño no estabas preparado para vivir estas emociones o que tal vez no sedieron las condiciones para vivirlas. Lo cierto es que ahora te ves ahí, ¿cayendohacia algún lugar?, ¿quizá un lugar desconocido? Tú, que estabas recostado entu sillón preferido te estabas dirigiendo ahora hacia algún lugar, sin saber cómoni adónde. Tal vez a ningún sitio.

¡Tal vez estás muriendo…! Y te dejas llevar. No encuentras fuerzas para abrirlos ojos. Quizá no los tienes cerrados...

De repente te ves envuelto en arena, en un desierto desconocido para ti.¡Que extraño! Sientes que abres los ojos. Pero no ves más que arena alrededor.Arena, dunas inmensas y llanuras que se pierden en el infinito.

Cuando consigues salir del letargo que te ha causado la caída comienzas acaminar. Caminas y exploras tu entorno. ¡No hay nada! Sólo un sol que abo-chorna y el sudor que se apodera de cada parte de tu cuerpo y te deshidrata unpoco más con cada gota liberada. Con tanto caminar bajo el asfixiante sol y sinllegar a ningún lugar comienzas a sentir una sed tremenda. Tu gargantacomienza a estar tan seca como este desierto, sin una sola muestra de la míni-ma gota de agua más que las incesantes gotas de sudor que desprendes.Quieres salir de aquí. Pero no puedes. Esto es una locura. ¿Te habrás vuelto locoy vives ahora en una paranoia que te atrapa? Tienes tanta sed que apenas pue-des ya tragar saliva. Se entrecruzan en tu cabeza imágenes de una especie degrifo divino soltando agua a presión y de grandes lagos de agua fría. Quieresvolver a tu apartamento que tan bien te equiparon esos expertos en cómodasviviendas, en las que no le falta a uno de nada, en las que basta con apretar unbotón para satisfacer cualquier necesidad, en las que uno olvida incluso queesas necesidades son básicas para la supervivencia.

Pasa el tiempo y sigues aquí. Ahora a la sed la acompaña el hambre. Quiénsabe cuanto tiempo habrá pasado. Te encuentras desnudo y sin nadie a alrede-dor. Además comienzas a no tener fuerzas para explorar. Necesitas comer; notienes monedas y aunque las tuvieras no te servirían de nada aquí. No encon-trarás ningún supermercado. Ni siquiera ves animales, y si los hubiera, ¿seríascapaz de ingeniártelas para comerte aunque fuera uno sólo? Nadie te enseñónunca a cazar ni a construir ningún tipo de arma. Ni tan sólo un tirachinas.Tampoco sabes cómo hacer fuego sin un maldito mechero… Igualmente tam-poco hay aquí maderas que quemar. Ni siquiera ves plantas. ¡Está todo seco!

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Decides quedarte quieto y no perder más energía. Has perdido la fe en poderabandonar el lugar. Ahora ésta es tu realidad y tienes que aceptarla. No puedesescapar de ella aunque quieras. Empiezas a aceptar la situación, empiezas aaceptarte a ti mismo.

Sigue pasando el tiempo y, como es normal, llega la noche. Y con ella el fríodel desierto. Te levantas y torpemente buscas cobijo motivado por una fuerzasobrenatural. A oscuras caminas y, aunque tu vista es excelente, o al menos esocreías hasta el momento, tropiezas con una puntiaguda piedra que se te clava enla pierna y te hace brotar la sangre a borbotones. ¡Dios mío! Si no estabas ya muer-to éste debía ser el momento de abandonar tu cuerpo. Vas a morir aquí. Ahora.

Muerto de sed, de hambre, de frío y desangrado. Nada ni nadie va a venira socorrerte, ya has comprobado que estás solo aquí. Solo, solo. Millones depensamientos pasan como reflejos por tu mente. Pero no sucede como siemprehabías escuchado. Sólo te vienen recuerdos sin importancia.

Ninguna revelación. Recuerdas un día de lluvia junto a tu madre. Recuerdasun día en que machacaste un pajarito herido y el castigo de tu padre por haber-lo hecho. Recuerdas estar con tu abuelo mirando la luna y las estrellas… y unapuesta de sol en el Océano Pacífico. ¡Estas muriendo y no te viene a la menteninguna revelación! No te sientes desgraciado, te sientes en paz con la lluvia, elpájaro, la luna, las estrellas y el sol. Te sientes en paz contigo mismo.

Es entonces cuando verdaderamente todo se aclara. Al pensar bien se acier-ta… no había que esperar ninguna revelación.

Te preguntas por qué vas a morir y entonces comprendes; somos serestotalmente dependientes unos de otros. Dependes cada día de millones decosas pequeñas y grandes que nos permiten vivir. Piensas largo rato en ladependencia, en cuán dependiente eres. Dependes de todo. Desde las peque-ñas partículas de oxígeno que generan las plantas hasta del gran sol que ali-menta esas plantas y te protege del frío. Dependes del viento que permite laslluvias y la reproducción. De esa agua sagrada que cae del cielo y nos calmala sed a todos y a todo.

Dependes de otros seres que te permiten alimentarte y relacionarte. Ellostambién dependen de ti. Tú eres una parte más de este ciclo vital. Ahora entien-des las palabras de tu padre, –somos un ser más del planeta–. Humanos, ani-males, plantas, cuerpos estelares, fuerzas terrestres como la rotación, latranslación, la fuerza gravitatoria, los fenómenos meteorológicos… Es la armo-nía entre todas estas cosas lo que hace posible la vida de cada una de ellas, deforma que se convierten en inseparables para la eternidad. Todo depende detodo. ¿Qué te hace pensar que eres ajeno a todo esto?, ¿que eres algo más quesimplemente una cosa más?

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Ciclos armónicos perfectamente relacionados entre sí, creados por la perfec-ción de la Madre Naturaleza. Ella lo es todo y el resto es sólo una parte de eseTodo, ni más ni menos importante. Pasas tiempo tendido pensando en tu nivelde dependencia. Te preguntas cuál es entonces tu grado de libertad, piensas encuán atado estás a la naturaleza. Te preguntas qué es realmente la libertad ydescubres cuánto se ha sesgado su significado últimamente. Cuando te sientesmorir razonas que la libertad, en su esencia, debería ser aquello que permite acualquier ser cubrir siempre las necesidades que realmente tiene.

Que nunca falten la tierra fértil, las plantas y árboles, los animales libres, elagua, el sol, el oxígeno y las buenas compañías… esto nos hará libres.

Es entonces, cuando sientes que finalmente abandonas tu cuerpo, cuandodejas de sentir esas necesidades que te amarran a la tierra, que sientes una tre-menda sensación de calma. Abres los ojos y te encuentras de nuevo recostadoen tu sillón, ahora más cómodo y hermoso que nunca. Te levantas y nada extra-ñado por lo que acababas de vivir te dices convencido:

–Si no cuidamos nuestro entorno no hay un nosotros que cuidar–.Entonces comprendes. Lo que ayer sentías no era un cambio en tu entorno.

Era un cambio en ti que te hacía apreciar todo como a ti mismo. Suena el despertador. Son las siete y diez. Te lavas la cara y vas a tu trabajo

dando gracias al universo por su perfección y prometiéndote a ti mismo que noserás tú quien rompa esa armonía de la que todos dependemos.

Hoy y por siempre tienes en la cabeza la frase que algún sabio escribió: Loque la naturaleza ha unido que no lo separe el hombre.

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El alquimista y las sillasde

Susana Almenara de RiquerSeleccionado

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Había un extraño hombrecillo, un alquimista frustrado, que trataba inútil-mente de entender el alma humana.

Después de muchos intentos fallidos, de muchas horas dedicadas a breba-jes inservibles, consiguió concretar en unas gotas de líquido su ansiada fórmu-la para despertar la consciencia de la existencia en todo aquel objeto que seempapara con ellas.

Derramó un poco de este líquido por unas cuantas sillas viejas y accidental-mente también por una nueva, recién comprada en el mercado del pueblo.

Lo hizo con cuidado de no mancharse las manos, pues no quería que éstascobraran vida propia.

Pasaron semanas, y no sucedió nada extraño o digno de contar.Pensó si sólo con unas cuantas gotas sobre unas sillas se podría conseguir

algún efecto. “No, claro que no” se dijo, “les hace falta memoria, un almacéndonde puedan guardar sus propios recuerdos”.

Así el alquimista decidió consultar a una bruja, una vieja amiga de sus tiem-pos de aprendiz.

Ésta le proporcionó una caja por cada silla, en la que introdujo una especiede gel incoloro. Cada caja constituiría la memoria de una silla cuando se colo-cara sobre ella. Además, aconsejó al alquimista dotar a las sillas de bocas, ojosy oídos. Ella le ayudaría con unos cuantos conjuros.

Así alquimista y bruja colocaron las cajas sobre las sillas. Tallaron y pintarondespués bocas, ojos y oídos a las sillas viejas. Pero en el momento en el que elalquimista marcaba la zona dónde pretendía tallar la boca a la silla nueva, lamen-tó tener que estropear tan maravilloso mueble, mueble que tanto dinero le habíacostado en el mercado, con sus manos ancianas y temblorosas, sin destreza algu-na para la carpintería. Viendo cómo habían quedado las bocas, los ojos y losoídos de las sillas viejas, comenzó a imaginar cómo quedaría en su preciada sillanueva una de esas bocas horrendas, con dientes desalineados, desproporciona-

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damente grandes y asimétricas, o unos de esos pares de ojos, que no parecíanpares, sino todo lo contrario, pues en nada se parecía el uno a su pareja; nisiquiera coincidían en la dirección a la que miraban. Esta imagen le causó talespanto que decidió llamar a un carpintero, que extrañado, esculpió una hermo-sa boca y unos brillantes ojos en la parte anterior del respaldo de la silla nueva yagujereó sus laterales para que hicieran de perfectos conductos auditivos.

Pasaban los días y nada sucedía.El alquimista volvió a consultar a su amiga la bruja.“¡Oh! ¡Nada sucede! ¿Qué he de hacer ahora? ¡Nada surte efecto!”“No te preocupes. Dime ¿Acaso has enseñado a hablar a las sillas?”“Pues no, no pensé que debiera…”“¿Y cómo pretendes que hablen si no hay quién les enseñe? ¡Ah! Y no te

olvides de poner aceite en sus comisuras”.Los ojos del alquimista se abrieron. Muy agradecido besó las manos de la

bruja y corrió hacia su casa para empezar a enseñar a las sillas.

Empezó por lo básico “yo, alquimista, tú, silla”, y las sillas repetían “yo,alquimista, tú silla”.

Resultó que las voces de las sillas viejas eran todas similares en su estridente,feo y enervante sonido, sin embargo, de la nueva, ya sea por la perfecta redon-dez elíptica de su boca, o por la alineación exacta de sus dientes, emanaba unsonido precioso, bellísimo, que acompañado de una pronunciación exquisita,deleitó al alquimista. Pero éste, ávido conocedor de los lados oscuros del almahumana, y de los efectos que los celos y la envidia podían tener sobre los obje-tos de su experimento, se esforzó en disimular la predilección que sentía por lasilla nueva dedicando exactamente el mismo tiempo a cada una de las sillas.

De esta manera colocó a todas las sillas formando un semicírculo mientrascontinuaba repitiendo “yo, alquimista, tú, silla”, y las sillas respondían al unísono“yo, alquimista, tú, silla”. El tiempo que pasó tratando que aprendieran algo tanbásico se le antojaba infinito, hasta que por fin, después de meses de esfuerzouna de las sillas viejas, por error, por una simple confusión, contestó: “tú, alqui-mista, yo, silla”. Entonces el alquimista saltó de alegría, y las sillas, en su confu-sión comenzaron a repetir de manera desordenada: “tú, alquimista, yo, silla”,“tú, alquimista, yo, silla”, “tú, alquimista, yo, silla”, “tú, alquimista, yo, silla”…

Fue entonces cuando las sillas aprendieron que eran sillas.Quedado este asunto tan importante resuelto el alquimista pudo continuar

con sus enseñanzas y en unos pocos meses las sillas lograron dominar el len-guaje humano.

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Incluso aprendieron a distinguir entre alegría, frustración y tristeza tan bien,que llegaron al punto de saber imitar tales expresiones del alma humana.

* * *

Sucedió una noche. Cuando el alquimista se hallaba en su cama profunda-mente dormido. Cuando la luz de la luna llena colándose por la ventana alumbra-ba con tonos grisáceos cada silla, sin distinguir entre ellas a ninguna en especial.Todas igualmente iluminadas, formando un semicírculo se miraban las caras. Unade las viejas sillas que se encontraba al lado de la nueva comenzó a hablar.

–Decidme. ¿Me parezco más a la silla de mi derecha, o a la de mi izquierda?O bien… ¿Soy distinta de las dos?

–A la de tu izquierda, te pareces más a la de tu izquierda ¿y yo? –Contestóotra silla vieja.

La silla nueva comprendió entonces que era distinta a las demás.Las sillas viejas comprendieron entonces que la silla nueva era distinta a ellas.

* * *

Y comenzaron las burlas. El alquimista no les enseñó ningún improperio, tampoco les enseñó a distin-

guir entre lo hermoso y lo horrible, pero sí les enseñó a reír, les enseñó la ale-gría cuando rió por primera vez de orgullo al ver que las sillas hablaban. Cuandovio sus propósitos cumplidos.

Y la alegría de las sillas viejas, su orgullo, no era otro que el de sentirse pro-tegidas por sus iguales. No estaban solas. No eran la silla nueva.

El alquimista también les había enseñado qué era la tristeza, la frustración.Todas las sillas, cuando todavía no sabían hablar, vieron sus lágrimas resbalar porsus mejillas al ver su fracaso, al ver que no era capaz de enseñar a hablar a las sillas.

Y la pena de la silla nueva no era otra que la de sentirse distinta, como ajenaa todas las demás. Era la única sola y la única triste.

Aquella noche unas estruendosas risas malévolas, y un llanto, hermoso y triste ala vez, despertaron al alquimista, que no tardó en darse cuenta de lo que sucedía.

Como quería continuar durmiendo, colocó tiras de esparadrapo en todaslas bocas.

Ya no se oyó ningún ruido hasta dos días después.

* * *

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El alquimista había comunicado ya sus logros a la comunidad científica de todoel mundo y había seleccionado a las mentes más preclaras de ésta para asistir auna pequeña demostración de sus descubrimientos en el mismo salón de su casa.

Mañana sería el día y quince serían los asistentes a tan esperado acontecimiento. Así decidió comprar quince sillas nuevas en el mercado, idénticas a la que ya

tenía en casa, pero sin sus anejos humanos.Cuando se colocaron las quince sillas nuevas en el salón, reinó el desconcier-

to entre todas las demás, y aunque no podían hablar, pues sus labios estabanpegados, el ceño fruncido de las sillas viejas, indicaba desconfianza y temor ylos enormes ojos de la silla nueva, abiertos en su máxima expresión, eran refle-jo de su esperanza. Ya no se sentía sola. Esas sillas eran más y se parecían a ella.

* * *

Llegó el tan esperado día para el alquimista, sólo quedaba una cosa por hacer.Metió a todas las sillas viejas en la habitación contigua y las cubrió con una

sábana negra.Quitó el esparadrapo a la silla nueva y empezó a practicar con ella con vis-

tas a la presentación de la tarde.–Yo alquimista tú silla. –Dijo el alquimista.–Yo silla tú alquimista. –Respondió la silla.Y continuaron hasta que sonó el timbre.La silla permanecía en un silencio expectante mientras el alquimista se ale-

jaba para abrir la puerta.Las mentes más preclaras del mundo se acomodaron en las quince sillas dis-

puestas para ello, y miraban a la silla que se encontraba en el improvisado esce-nario con cierta incredulidad.

Comenzó la demostración.–Yo alquimista tú silla. –Dijo el alquimista.–Yo silla tú alquimista. –Respondió la silla.Un suave ¡Oh! Salió de las bocas de las mentes preclaras y recorrió toda la

estancia. “¡Es maravilloso!” “¡Genial!” “¡No puede ser cierto!” “¡Qué sonidotan hermoso el de su voz!” Decían los unos mientras los otros se esforzaban porpronunciar palabra sin éxito, pues la sorpresa les enmudeció.

La silla nueva sonreía condescendiente a tan amable público. Sintió de repente la alegría, y una preciosa carcajada comenzó a brotar

en su boca.En otra habitación las sillas viejas lloraban en un forzado silencio, pues eran

conscientes de todo lo que sucedía aquélla tarde en el salón contiguo, lo oían

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todo desde allí. Sintieron el desprecio de su maestro. Sintieron por primera vezla envidia. Y las lágrimas resbalaban por sus respaldos.

Sí, Las lágrimas resbalaban por sus respaldos y se encontraban convergiendo ensus deformadas bocas. Lentamente el pegamento dejaba de cumplir su funciónadhesiva. Los esparadrapos caían. Los terribles llantos se escucharon en toda la casa.

Otro ¡Oh! Salió de las bocas de las mentes preclaras. Pero esta vez era de horror.“¿Qué es eso?”, “Es terrible”, “Abominable”…Un pequeño grupo de tres hombres, los más temerarios, abrieron la puerta de

la habitación de la que se suponía procedía tal esperpéntico sonido. Cogieron lasábana negra con las puntas de los dedos y la levantaron con auténtico pánico.

Otro ¡Oh! Se escuchó. Esta vez de asco.“¡Son engendros!”, “¡Monstruos!”, “¡Es indignante! ¿Cuándo pensaba

usted contarnos esto?”.–Fu-fu-eron sólo intentos fallidos, e-e-rrores. Trató de defenderse el aver-

gonzado alquimista.Casi no se le oía con el terrible llanto de las sillas viejas, que no cesaba.–¿Cuándo serán destruidas? –Preguntó una mente preclara, teniendo que

alzar mucho la voz.El alquimista permanecía con la cabeza gacha, pero contestó con firmeza: –Hoy mismo.–Yo quiero estar presente, asegurarme de que lo que dice es cierto.–No habrá problema.Al final todas las mentes preclaras decidieron quedarse para ver la destruc-

ción de los engendros terribles, y si era necesario, participar en ella.Consiguieron una máquina de fabricar serrín. La colocaron en el jardín.Una a una las sillas viejas fueron introducidas en el enorme embudo de la

máquina. Ésta poseía en su extremo una sierra con movimiento continuo deatrás hacia adelante y unas enormes cuchillas giratorias que convertían en polvotodo lo que tocaban.

Las sillas lloraban y gemían al predecir su destino cruel; suplicaban con susvoces terribles; “¡Clemencia!”, “¡Piedad!”.

Las mentes preclaras y el alquimista agachaban la cabeza, apartaban la mira-da ante tal espectáculo.

“Es lo que se debe hacer”. Se repetían mentalmente mientras cogían lassillas para introducirlas en el embudo. “Nadie quiere ver estos horrores”.“Deben destruirse”.

La silla nueva, al contrario, reía y reía, se sentía querida, mejor que lasdemás, distinta en su magnificencia, en su perfección. Se alegraba del fin que

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iban a tener las otras sillas. Sintió el placer de la venganza, y aún cuando yaestaban todas convertidas en serrín, reía y reía, sin poder parar.

Terminó la fabricación de serrín. La silla nueva seguía riendo.Las mentes preclaras se sintieron mejor al dejar de oír los insoportables llantos.Viendo reír a la silla nueva el alquimista se sintió decepcionado. Había cometido un error.Había olvidado la compasión.

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La paradoja de losgemelos

de

Rubén Ballestar UrbánSeleccionado

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He escuchado tantas veces esta historia de boca de mi padre, que casipuedo recitarla de memoria: “En una aldea encantada dónde los hombres nopueden llegar, o quizá de dónde los hombres no pueden escapar; en una aldeamágica donde las cosas inverosímiles se vuelven corrientes y las extravaganciasfilosóficas y psicológicas están a la orden del día; en esa aldea tan maravillosaen la que todo es posible y nada parece del todo real, había una vez un hom-bre desacompasado”.

Existe una extraña teoría científica según la cuál dos gemelos envejecerían avelocidades diferentes si uno de ellos viajase por el espacio a una velocidad cer-cana a la de la luz y el otro se quedara en la Tierra esperando. Cuando el pri-mero regresara de sus vacaciones estelares, todavía joven y fuerte, el segundoya sería un anciano encorvado de piel traslúcida y huesos quebradizos. El tiem-po habría transcurrido de manera diferente para cada uno de ellos. No se tratade un milagro. Es algo científico. Se puede demostrar.

C había leído mucho sobre ello en los últimos meses. Por mucho que lointentaba, C no lograba pensar en otra cosa, no conseguía fijar su concentra-ción en otros asuntos. La paradoja de los gemelos regresaba una y otra vez asu martirizada conciencia, despertando numerosos interrogantes y poniendoa la vista temores e incertidumbres que reconocía como propios. Claro que Ctenía miedo a envejecer. Por supuesto que a C le causaba pánico la idea de lamuerte; a nadie le hace gracia tener que morir. Pero C no era como la mayo-ría de las personas. C no se conformaba con quejarse y ver pasar el tiempoantes sus narices, cada día más muerto. C había resuelto actuar. A diferenciade muchos otros hombres, C había invertido toda su juventud y parte de lamadurez en el logro de una ambiciosa empresa: retrasar su envejecimiento,fuera como fuera, a toda costa.

C estudió alquimia cuando era más joven y realizó prácticas en el taller delun importante alquimista local, pero no dio con la fórmula de la eterna juven-tud: las pócimas siempre le quedaban sosas y no humeaban lo suficiente. Poco

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después consiguió una beca para meditar en un templo del Tibet, pero se juntódemasiado con los demás alumnos extranjeros de intercambio, y sus trances ysus levitaciones se debían más al alcohol de las fiestas que a los mantras y a lasabiduría de los Sacerdotes. Como ocurre con todo ese tipo de becas, obtuvoun diploma pero no sacó nada en claro. Hacía a penas unos años había logra-do que lo contrataran como conejillo de indias de una conocida industria deproductos cosméticos; probaban en su cuerpo las últimas cremas hidratantesexperimentales, le inyectaban extractos de distintas especies de alga, le bom-bardeaban con partículas alfa y partículas beta, le bañaban con lodos y colo-caban rodajas de pepino sobre su frente. Pero la empresa quebró y todosacabaron en la calle, incluido él mismo. Ahora a C sólo le quedaba la impor-tante e interesante cantidad de dinero de la indemnización y todo el tiempodel mundo para dedicarse completamente a su único objetivo en esta vida:retasar su propia muerte.

C le daba vueltas y más vueltas a la paradoja de los gemelos. El tiempo notiene por qué pasar para todos por igual, se repetía a si mismo una y otra vez, eltiempo no tiene por qué transcurrir para todos de la misma manera. Ese pensa-miento llenaba su mente las veinticuatro horas del día, minuto a minuto. Inclusocuando dormía, en sus sueños, se repetía una y otra vez la misma cantinela: eltiempo no tiene por qué pasar para todos por igual, no tiene que hacerlo de lamisma manera. Y, de tanto repetirlo y repetirlo, acabó por no creer otra cosa.

En la aldea, ya sabían de las peculiares patologías psicológicas de C, estabanacostumbrados a sus rarezas y a sus manías. Todos le consideraban algo así comoun quijote o un visionario, como un loco o un sabio demente. Algunos, como lahija del panadero, le compadecían. Otros, como los dueños del bar de la plaza,se reían de él. La mayoría le señalaban con el dedo y susurraban al verle pasar.

Pero su comportamiento en los últimos meses carecía de todo sentido lógi-co, escapaba a la razón, no había quién lo comprendiera. Tal era la magnitud desu obsesión, que C ya no decía otra cosa que no fuera el tiempo no tiene porqué pasar para todos por igual, el tiempo no tiene por qué transcurrir para todosde la misma manera, o alguna variante gramatical de las anteriores oraciones. Nisiquiera la hija del panadero era capaz de evitar la carcajada cuando C, entretembleques y tics diversos, en lugar de pedir una hogaza de pan, murmuraba: eltiempo no tiene que ser para todos igual; o cuando, al despedirse, en lugar dedecir adiós, exclamaba: no de la misma manera. A los habitantes de la aldea,comunicarse con C comenzaba a parecerles algo demasiado complicado y tre-mendamente costoso. Resultaba francamente difícil, y casi exacerbante, averi-guar si cuando C gritaba en mitad de misa de domingo en la iglesia el tiempo esmoldeable, realmente trataba de decir amén o feliz navidad. La carnicera apren-

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dió a distinguir enseguida entre no es igual para cada uno de nosotros (que sig-nificaba que C se llevaría dos filetes de ternera y una ristra de longanizas) y esdiferente para cada persona (que implicaba que C compraría lomo de cerdo ycroquetas y que se llevaría también algunas sobras para echárselas al perro).

Las conversaciones con C resultaban siempre caóticas e indescifrables, y yaa penas nadie quería charlar con él. Muchos cambiaban de acera cuando se cru-zaban con él en la calle. Les daba miedo. Tratar de hablar con C era como inten-tar pescar la luna reflejada en un arroyo. Algunos temían perder la cordura alentablar diálogo con él. Sólo algunos antiguos amigos se atrevían a dirigirse aél, con cierta lástima y una generosa dosis de cariño.

–Buenos días, C, ¿qué tal te encuentras? Hacía tiempo que no te veía.–El tiempo pasa de manera diferente para ti que para mí.–Deberías pasarte alguna tarde por el bar a jugar a las cartas con nosotros.–Es diferente para cada cuál.–Los amigos te echan de menos, hace muchos años que no sales a vernos.–Siempre es diferente, depende de la persona.–Bueno, C, me alegro de veras de verte. Pásate una tarde por el bar y nos

tomamos un café.–El tiempo no pasa igual para todos.–Adiós, C. Cuídate. –Es moldeable.C únicamente creía en aquel principio, en aquella ley, en aquel paradigma

maldito, en aquellas frases que, a fuerza de repetirlas, se habían transformadoen dogma de fe para su psique debilitada y asustadiza. La posibilidad de que laparadoja de los gemelos fuese reproducible sin necesidad de abandonar laatmósfera terrestre, sin necesidad de viajar al espacio, alimentaba todas susesperanzas y calmaba sus temores más profundos. Para un ser humano con uncurriculum vitae como el de C, con un nivel avanzado de alquimia, becado enun templo tibetano, y con nociones de farmacia y bioquímica, dar con la solu-ción a su conflicto era sólo cuestión de tiempo.

Un buen día, C desapareció. Selló las ventanas y cerró la puerta con llave.En la mano únicamente portaba una pequeña maleta y a su pequeña mascotacanina. La hija del panadero vio cómo se marchaba por el único camino que lle-gaba a la aldea. A nadie le extrañó este suceso. Al fin y al cabo, C siempre esta-ba yendo y viendo, visitando templos y estudiando con viejos alquimistas depaíses remotos. Nadie lo echó en falta, de hecho, fueron varios los que agrade-cieron su ausencia, ya que a partir de aquel momento no existiría el peligro deencontrárselo por sorpresa en la plaza y tener que conversar con él. Un pueblosin C era un pueblo más tranquilo, más corriente, más normal. Algunos se pre-

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ocuparon por él; en qué lugar sobreviviría un hombre con las dolencias psicoló-gicas de C, quién le entendería cuándo únicamente pronunciara, una y otra vezla misma cantinela de siempre: el tiempo no tiene por qué pasar para todos porigual, el tiempo no tiene por qué transcurrir para todos de la misma manera.

La vida en la aldea continuó su curso. De vez en cuando alguien se acorda-ba de C y hablaba de él como si se tratase de un muerto. Los viejos amigos con-tinuaron visitando diariamente el bar, tomando cafés y jugando una partida alguiñote. Algunos murieron y otros nacieron; el resto se dedicó únicamente aestorbar. Durante más de veinte años, ningún habitante de aquella aldea suponada de C. No regresó ni un sólo día a comprar el pan, ni a llenar agua de lafuente, ni siquiera a dar sus acostumbrados paseos por la montaña. La rumoro-logía popular se hinchó de nuevo con descabellados chismes sobre su personay sus oscuras intenciones. En el mercado se decía que había perdido el juicio,que se había recluido en el bosque como un animal y que únicamente se ali-mentaba de las ratas que poblaban su morada. En las canciones que las niñasutilizaban para sus juegos de comba, C era un brujo terrible que hacía cosqui-llas a las chiquillas a cambio de sus dulces besos. Sus amigos nunca abordabanaquel tema y sólo bajaban un poco la cabeza cuando escuchaban hablar de él.Pero nadie, absolutamente nadie, ni en la aldea ni en el resto del mundo, cono-cía la tarea a la que C se había entregado todo aquel tiempo.

Y un buen día C regresó a la aldea. Papá todavía recuerda aquella lejanatarde de noviembre, aunque sólo sea en sueños, como dice él. C apareció enmedio de la plaza, elegantemente vestido y con un enorme reloj de arena a sulado. Muchos de los que allí le observaban ni siquiera le conocían. Había pasa-do mucho tiempo. Todos los niños, entre ellos mi padre, habían nacido despuésde su último viaje; los más ancianos habían muerto, y la hija de la panadera vivíacómodamente en la ciudad, con su esposo. Muchos de los que sí le conocíansintieron algo de miedo, un poco de alegría y mucha curiosidad. Sus antiguosamigos le observaban con recelo y con cierto reproche. Veinte años son muchosaños. C, sin embargo, no parecía haber envejecido demasiado. A su lado, y caside su misma estatura, el gigantesco reloj de arena reflejaba los rayos del sol,mientras la sílice caía del recipiente superior al inferior, produciendo un ligeropero molesto siseo como de reptil. Mi padre asegura que aquel extraño sonidoresaltaba por encima de la voz de C cuando éste se dirigió a los presentes yexplicó su larga ausencia.

–El tiempo no tiene por qué pasar para todos por igual, el tiempo no tienepor qué transcurrir para todos de la misma manera. Yo marché un día en buscade la respuesta a una pregunta que nunca debí formular. He gastado todo midinero, todos los días de mi vida en hallar un remedio para el envejecimiento. Y

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hoy, tantos años después, regreso a mi aldea con la convicción de no haber per-dido ni un solo minuto en esta desaforada cuenta atrás.

Mi padre suele contarnos la historia de C cada veinticuatro de diciembre,cuando nos reunimos alrededor de la mesa para celebrar la navidad. Siemprerecuerda los mismos detalles, los mismos matices: el pálido rostro de C y elextraño brillo que desprendía su monumental reloj de arena. Siempre le deja-mos hablar, aunque todos conocemos de sobra los pormenores de su anécdo-ta, repetida sistemáticamente cada nochebuena desde que yo era sólo unchaval. He escuchado tantas veces la misma narración, que a veces es como siyo mismo hubiese estado allí aquella lejana tarde de noviembre.

–Este reloj es mi única esperanza. Lo construyó para mí un viejo artesano dela India; en él he empleado mis últimos ahorros. Cada vuelta de arena se corres-ponde con la duración de un día entero. La sutil diferencia, en la que radica lamagia de este aparato, es que la arena tarda cuarenta y ocho horas en caer deuno al otro recipiente, en lugar de veinticuatro. De esta manera, por cada mesque vosotros viváis, yo únicamente habré consumido dos semanas de mi exis-tencia. En un solo año, os habré sacado a todos ciento ochenta y dos días deventaja. Envejeceré a un ritmo mucho más pausado que vosotros. Y la muertedeberá esperar el doble.

Después tomó en sus brazos su reloj de arena y regresó a su casa. Que Chabía perdido definitivamente el juicio era algo que nadie podía negar. Los veci-nos discutieron el caso y se mofaron de aquel loco soñador, que creía haberresuelto el gran misterio de la vida. Sus antiguos amigos le compadecían yhablaban sobre él con pesadumbre y resignación. No hacía falta ser muy listopara darse cuenta que un reloj de arena modificado no podía cambiar el cursodel tiempo, ni su velocidad, ni nada de nada. Aunque sus días fuesen de cua-renta y ocho horas, esas cuarenta y ocho horas habrían transcurrido, tanto paraél como para el resto del mundo: el tiempo no se puede frenar. Pero C, total-mente obnubilado por la paradoja de los gemelos, creía férreamente en el mila-gro de su reloj de arena mágico. Y nadie, por mucho que lo intentara, podríamodificar aquella descabellada convicción.

Mi padre suele acabar siempre el relato de la misma manera, año tras año:baja el tono de su quebradiza voz, se agacha ligeramente, y murmura el finalde la historia como si temiese que alguien más pudiese escucharle, como si setratase de un importante secreto que nadie más debiese conocer.

Al parecer, nadie volvió a ver jamás a C. Se enclaustró en su hogar con elreloj de arena hindú como única compañía, cerró la puerta y nunca más volvióa salir. Algunos vecinos, preocupados por su salud, llamaron a su puerta, peroC nunca respondía. Las luces de su casa permanecían día y noche encendidas,

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sin descanso, y desde la calle se escuchaban algunos ruidos que provenían delinterior. Algunas noches se podía intuir a través de las cortinas la pesada som-bra de C, caminando en círculos durante horas enteras.

Ahí termina la historia. Todo eso es cuánto mi padre puede recordar. No haynada más. Después, como cada año, se recuesta en su sofá, da un último tragoa su copa de sidra y se queda adormilado, como exhausto. Nunca ha respondi-do a ninguna de mis preguntas. Yo sólo era un niño cuando sucedió todo aque-llo, alega, y conozco más acerca del asunto por lo que me contaron mis padresque por lo que yo mismo vi; no quieras saber más de lo que yo mismo sé, con-cluye antes de caer profundamente dormido.

Ni mi padre, ni nadie en la aldea, conoce con exactitud qué sucedió final-mente con el pobre y excéntrico protagonista de esta delirante leyenda. En elcementerio no existe ninguna lápida con su nombre, o al menos eso asegurapapá. La casa continúa en pie, abatida por los años y por el frío y punzante vien-to del valle, descolorida y sucia. Como suele suceder con este tipo de leyendaspopulares, el misterio del personaje se trasladó a su morada, que se yergue fren-te a la vieja panadería, demostrando que la fábula pudo ser alguna vez real. Acausa de este mito, que sigue vivo gracias a algunas cantinelas infantiles y avarias canciones de cuna, la supuesta casa de C nunca ha sido profanada, y con-tinúa cerrada a cal y canto, misteriosa y amenazante, oscura y quebradiza.

Ya de madrugada, cuando todos digieren en sueños la abundante cena navi-deña y las palabras de mi padre resuenan todavía en mis oídos, suelo acercar-me hasta la puerta del lúgubre edificio, intrigado por ese halo romántico ydemencial. Me gusta la sensación que produce en mí la calle desierta y el vien-to frío del invierno, erizando el vello de mi nuca y congelando la sangre de miscapilares. Me gusta la visión decadente y ruinosa que ofrece la enigmática casa.Si me esfuerzo, casi puedo entrever a través de las rendijas de la puerta unextraño brillo amarillento, como de luz eléctrica. Si presto la suficiente atención,incluso soy capaz de distinguir algunos sonidos en su interior. Y, si permanezcoallí un buen rato, acabo reconociendo la sombra de C tras los sucios ventana-les, caminando en círculos. Entonces sé que es momento de regresar a mi casa,meterme en la cama, olvidarlo todo y no jugar más a misterios y fantasmas.

La casa de C es uno de los mejores recuerdos que guardo de mi pueblo, yquizás uno de los motivos que me incitan a volver, año tras año, a pasar las bre-ves vacaciones con mi familia. Escuchar la leyenda de C de boca de mi padre, yel posterior peregrinaje al solitario lugar de los hechos, se ha convertido para míen un ritual que cumplo anualmente con fervor y devoción. Sin embargo, intu-yo que al místico edificio a penas le quedan unos años en pie. Finalmente caerápor su propio peso, por su propio olvido; o será derruido, y alguien construirá

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un bloque de pisos o una sucursal bancaria en su lugar. Mi padre, inevitable-mente, morirá. Los habitantes de la aldea olvidarán la historia de C; nada decantinelas infantiles, nada de nanas, nada de misterios innecesarios, nada demagia. Es una verdadera lástima, pero el tiempo pasa para todos por igual,incluso para los mitos y las leyendas populares, incluso para los fantasmas. Y nisiquiera el testimonio escrito de una historia basta para salvarla de ese eternodiscurrir incesante y atropellado al que todos nos abandonamos. El olvido, al finy al cabo, es sólo cuestión de tiempo.

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El invierno en sus ojosde

Sergio Buitrago AlbarránSeleccionado

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Hoy no ha sonado el despertador. El cuerpo de Marta parece haberseimpregnado de ese estimulante precioso, llamado ilusión, que hace saltar de lacama con una sonrisa sin apenas esfuerzo. Por fin llegó el día: hoy es el partidode fútbol entre los chicos de su barrio con los del barrio del puerto. A Marta lequeda algo más de tiempo para desayunar, en compañía de su madre, antes departir juntas, ésta última a la compra y la niña al colegio.

El ambiente de fiesta se respira sin trabas entres sus compañeros de sextocurso de primaria. En la hora de lengua se decide la alineación, y ella, como nopodía ser de otra forma, entra dentro del grupo de chavales que disputaran esamisma tarde la importante contienda. Y es que sus dotes futbolísticas salierona la luz desde muy pequeñita, casi al mismo tiempo en que aprendía a andarya daba pataditas al balón de su hermano Jorge; incluso demostraba unamayor destreza que él, que sin embargo era dos años mayor que la niña.Víctor, uno de sus compañeros de clase y capitán del equipo, conocedor de esedon de la niña, no quiere desaprovechar uno de los mejores efectivos de losque dispone para el combate.

En clase de matemáticas, el profesor se esfuerza por lograr que los chavalesaprendan de una vez por todas, a operar correctamente con aquellas fraccionesde números enteros mientras que ellos se afanan en una tarea que les resultamucho más trascendente, como es el diseño de la táctica de juego que emple-arán en el partido. Como siempre, Gonzalo, Manu, Miguel, Javier y hasta el pro-pio Víctor, entre susurros, ponen en debate sus amplísimos conocimientos enmateria futbolística con el objetivo de diseñar una táctica infalible que les per-mita alcanzar la victoria, y que terminará degenerando en la misma tácticaimperfecta pero llena de magia de siempre. Termina la clase sin que al esmera-do profesor le halla quedado claro si los niños realmente han terminado deentender todo lo que les ha contado durante la misma.

En el recreo los niños devoran muy ágilmente el almuerzo, no por satisfaceruna necesidad alimenticia, si no más bien por tener mucho más tiempo para

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realizar el ensayo final con la pelota. Lo harán enfrentándose en un pequeñopartido con sus compañeros de quinto de primaria.

Tras el merecido descanso matinal, aprovechado para realizar el último ensa-yo antes de la contienda, durante la clase de inglés, los chavales no encuentrandicha lengua apropiada para expresarse entre ellos reiteradas veces lo importan-te que es ganar el partido que jugarán por la tarde. Y es que, como se diría enel argot futbolero, se ha ido “calentando” demasiado, hay que demostrarles alos chicos del puerto quienes son superiores en esto del fútbol. Manu insiste enque hay que hacer que se “traguen” todos y cada uno de los comentarios quehan hecho en los últimos días anteriores y Marta ve la batalla de la tarde comouna cuestión de orgullo personal. Suena la ansiada campana que los sacará delcolegio y les permitirá hablar del tema sin cortapisas ni preocupaciones por serinterrumpidos por Toñi, la profesora de inglés, pidiéndoles una vez más que nohablen entre ellos y atiendan a la clase.

De regreso a casa, Marta, justo antes de entrar en su postigo se intercambiaun cordial saludo con Doña Carmen, la vecina del bloque de enfrente del suyo.La mujer, muy amiga de su madre a pesar de ser mucho mayor que ella, cono-ce a la niña desde que nació; no han sido pocas las veces en que ambas hanestado en casa de la otra. De hecho, muchas veces Doña Carmen y su madre,Elisa, han preparado juntas unos exquisitos dulces que Doña Carmen aprendióa preparar en su pueblo natal y que son la delicia de la niña. Nada más llegar acasa la comida ya está servida, y se sientan a la mesa únicamente madre e hija.El padre de Marta come en el trabajo y su hermano Jorge se levanta más tem-prano que ella para ir al instituto, en done estudia segundo de secundaria, y nollega a casa hasta que no es casi la hora de que Marta se marche de nuevo alcolegio. Las dos dialogan mientras comen de aquel tema de conversación quedurante las últimas semanas se ha convertido en el preferido del barrio; y no,esta vez, por desgracia, no tiene nada que ver con la el partido que en pocashoras disputarán Marta y sus amigos:

–Mamá, ¿Por qué la chica del segundo siempre está tan triste?–Dicen las vecinas que no se lleva muy bien con su marido.–¿Es que no se quieren?–No cariño, es que a veces las personas no se entienden; piensan de mane-

ra diferente y no son capaces de llegar a un acuerdo.–Doña Carmen le decía el otro día a la madre de Manu que ella piensa que

su marido “le da mala vida”. Yo pasaba por allí y le pregunté qué sí estabaenferma la chica del segundo y ella me dijo que no, que lo que le pasaba eraque el invierno se había quedado en sus ojos, todavía no llegaba a ellos la pri-mavera y por eso parecía estar triste, pero que está perfectamente.

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–¡Marta!, ya te he dicho muchas veces que no te metas en conversacionesajenas. Además a nosotros no nos importa lo que le pase a la vecina del segun-do. Eso es cosa de ella y no nos tenemos que meter.

El tono de voz, visiblemente irritado de su madre, hace que Marta decida noseguir con la conversación. Un par de yogures de fresa como postre servirántambién para limar las pequeñas asperezas que acaban de surgir entre madre ehija y olvidar lo sucedido:

–Marta, ¿Entonces vas a ir esta tarde a jugar ese partido con los chicos detu clase?

–Claro que sí mama, tenemos que “machacarlos”, demostrarles que somosmejores ellos.

–Te cuidado, los chicos son más brutos que las chicas. Ya sabes que no megusta que juegues al fútbol, ¿Por qué no te juntas con las demás chicas de tu edad?

–Es que me gusta jugar al fútbol, y además me lo paso muy bien con Víctor,Miguel, Javier, Gonzalo, Manu y los demás chicos.

–Si hija, pero… ¡ya sabes lo que pienso!La niña, de vuelta al colegio, se siente algo contrariada por la opinión que

tiene su madre acerca de que ella le guste jugar al fútbol y tenga más amigoschicos que chicas. Además por más vueltas que le da no entiende muy bien quequiere decir Doña Carmen con aquello de que a la vecina del segundo su mari-do “le da mala vida”, y mucho menos aquello tan raro de la primavera y elinvierno que le explicó. No entiende la razón por la cual los mayores complicantanto las cosas, ella lo ve todo mucho más sencillo.

En clase de naturales, algunos chavales intercambian comentarios intrans-cendentes, fruto de la impaciencia, acerca del partido que se disputará ya den-tro de pocas horas. Marta, esta vez, concentra todos sus sentidos en entenderbien la estructura de los animales vertebrados. Le apasionan las ciencias. Porúltimo, la niña aprovechará la clase de plástica para ponerse al día acerca de losúltimos preparativos del partido. A la cinco en punto de la tarde suena la cam-pana, es hora de ir a casa a dejar los libros y preparase, no hay que perder tiem-po que a las seis en punto comienza el duelo.

A la seis de menos diez de la tarde, hay determinadas ocasiones en las queno cabe la demora, Marta ya va de camino a la plaza, escenario de la contien-da entre los chicos del barrio de Marta y el barrio del puerto. La niña respira unaire de fiesta en las calles poco usual. En la plaza, a pocos metros del pequeñocampo de fútbol improvisado y delimitado por el mobiliario urbano de la misma,se encuentran sentadas Doña Carmen, Francisca, la esposa del charcutero yotras vecinas que hacen una pequeña pausa en la conversación que mantienenpara saludar a la niña nada más verla llegar. Y es que no hay otro tema de con-

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versación en el barrio. Desde que llegó aquella chica delgada de aspecto frágily melancólico, la vecina del segundo piso del bloque de Marta, todo el barriointuye la causa de su tristeza y de los morados que piden auxilio en su rostro.Todo el mundo comenta la crueldad de quien retiene el invierno en los ojos dela vecina del segundo, pero nadie cree poder o deber ayudarla.

Nada más llegar sus compañeros de colegio ya la están esperando, a faltade Miguel que sólo se retrasará cinco minutos más. A las seis en punto apare-cen los rivales acompañados por un nutrido grupo de chavales que no quiereperderse la contienda. Nada más llegar se saludan los dos capitanes y los juga-dores de ambos equipos ocupan sus posiciones en el improvisado terreno dejuego. De repente, Marta observa como el capitán del equipo contrario, un tipoalto, delgado y huesudo con cara de pocos amigos no deja de mirarla de formainsistente con aspecto burlón. Justo antes de comenzar el encuentro lanza susprimeras palabras:

–¿La niña también juega? –Pues claro, responde Víctor.–¡Esto es un partido serio!–Ella es de nuestro equipo, se apresura a decir Miguel.–La niñas no juegan al fútbol, poned a un suplente, ella que se valla.–¡A ver si te vas a tener que ir tú!, le responde Víctor visiblemente alterado.–¡Qué se valla!, repite una vez más el de los pocos amigos.–¡Cállate de una vez y empecemos ya!, son la únicas palabras que acierta a

decir Javier ante una situación para él incomprensible, pues Marta siempre hajugado con ellos y él ve de lo más normal que lo siga haciendo, de hecho, nuncase había parado a pensar si las chicas debían o no jugar al fútbol.

–¡Déjalos Pedro! así juegan con uno menos, le dice un compañero del equi-po de que tiene como capitán al de los pocos amigos, que ya sabemos que sellama Pedro.

–¡Si no juega ella no jugamos ninguno!, grita con todas sus fuerzas, muyenfadado, Manu mientras es apaciguado por Gonzalo.

Esta es una de esas situaciones en las que parece detenerse el mundo paraque se formen vínculos afectivos entre personas, Marta acaba de sentir comoGonzalo se ha ganado su admiración, y tanto ella como él, ahora seguro quesaben bien que es eso de la amistad.

–Niña, vete a ayudar a tu mamaita y no te metas en cosas de hombres, insis-te Pedro con un marcado acento de burla.

–¡No me da la gana!, son las primeras palabras que pronuncia Marta, con-trariada de estar metida en una situación que jamás esperaba y que ademásno entiende.

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–Sin ella no jugamos, protesta con tono firme Víctor.–Esta niñata os está complicado las cosas, ¡que se valla ya de una vez!, vuel-

ve a insistir Pedro.–Pues nos iremos todos, confirma Víctor.–Sí os vais nosotros ganamos, dice Pedro.Marta, que ha comenzado a notar un nudo en el estómago y cierta hume-

dad en sus ojos, continua perpleja por no entender aquella situación. Ve comomuchos de sus compañeros y amigos la defienden e incluso parecen entendersu causa y aquello que la niña siente. De repente, Pedro, el muchacho de lospocos amigos, comienza a lanzarle piedras mientras le repite una y mil vecesque se vaya. Gonzalo y Víctor tratan de resguardarla mientras Manu no logralanzarse al cuello de Pedro al ser sujetado por Miguel. Es Doña Carmen la quepone remedio a toda esta trifulca agarrando al chico con cara de pocos amigospor el brazo mientras le increpa:

–No le tires piedras a la niña ¡desvergonzado!, ¡A ver si te las vas a tenerque ver conmigo!, y tú, Marta, vámonos hija que éstos son unos salvajes.

Doña Carmen se aleja del terreno de juego con Marta empapada en lágri-mas cogida del brazo mientras le dice:

–Es que esto es cosa de hombres hija, tú tienes que estar con las demásniñas, ayudar a tu madre y dejarlos a ellos con sus cosas.

Marta, una vez se ha secado las lágrimas, decide irse a casa, a la salida dela plaza se gira para mirar con tristeza el improvisado campo de batalla endonde ya han caído unos pocos, tras ella, Gonzalo y Víctor se han marchado.Pero no han faltado muchachos de su clase para sustuir las tres bajas y jugar elencuentro. Y es que, esta tarde, no todos han descubierto el verdadero signifi-cado de la palabra amistad. En cualquier caso, todos han perdido el partido.

De regreso a casa, Marta se cruza con aquella vecina del segundo, en cuyosojos parece haberse instalado cómodamente un invierno que se resiste a dejarpaso a la primavera. Tal vez ahora parece entender un poco más lo que dicenaquellos ojos. Y es que hay batallas que no pueden ganar sólo las leyes, es nece-sario que la sociedad aprenda a inculcar a las futuras generaciones unos valo-res basados en la igualdad y el respeto, que pueden llegar a salvar vidas en unfuturo; desterrando para siempre unas ideas arcaicas que acercan el invierno alrostro de muchas mujeres. Es necesario que Marta y otras muchas más jueguensu particular partido y alguien le explique a Pedro que pueden hacerlo perfec-tamente. Es tarea de todos lograr que regrese la primavera a los ojos de aque-llas mujeres en las que se ha instalado el invierno y lo destierre para siempre.

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Desmemoriade

Jesús Cano Martínez (Nino Rippi)Seleccionado

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¿Se acuerdan ustedes de aquel púgil –negro creo que era- que decía aque-llo de “estoy hecho un mulo”? Yo no.

Pero me lo dicen los que dicen ser mis familiares y amigos. ¡Qué bien queestás, Venancio! Estás hecho un chaval. Estás hecho un mulo, como Legrá.Y entonces me acuerdo del púgil. Sí: era un negro feo, flaco y parlanchín,con las piernas más largas que una gamba y la boca más grande que unbuzón de correos, que, no recuerdo bien por qué, combatía bajo la banderaespañola. Como si aquí hubiera negros; morenitos sí que somos, sí, ¡peronegros como el betún…!

Estás hecho un chaval, estás hecho un chaval… ¿Cómo quieren que esté ami edad? No creo tener más de cincuenta años; y ahora, esa edad ya no es la deun viejo. Como lo era cuando mi padre o mi abuelo, hace ya…ni me acuerdo.

La verdad es que no recuerdo muy bien cuando nací, ni siquiera recuerdoque lo supiera nunca, o si tuve alguna vez papeles. ¡Para lo que me sirven! Yono sé leer ni escribir, o eso creo, ya que no me acuerdo si alguna vez supe. Asíque cuando veo ese pedazo de cartulina (¿cómo se llama?), ah sí, el carné, yveo el fotomatón de la esquina, pregunto: ¿éste tío quien es? Tú, Venancio,¿quién va a ser?, me responden; y siguen y siguen, emperrados en darme datos:que si me llamo Venancio Rodríguez Palomares, que si nací en Astorga en1925…Pero estoy seguro de que no paso de los cincuenta. A mi edad, en misituación ¡¿cómo coño quieren que esté?!

Por de pronto vivo solo y mondo. Tengo un perro y un gato que no sé comose llaman y yo les digo Perro y Gato; pero estos no son de la familia, o eso creo.¿Qué cómo se llevan? Pues cómo se van a llevar… ¡como los perros y los gatos!Se pasan todo el día corriendo por la finca uno detrás del otro; me divierten consus peleas de mentirillas.

Yo me lo hago todo. Como cuando y cuanto quiero y place. En la neverasiempre tengo alguna cosa de que echar mano, aunque, la verdad, ni siquierasé cómo ha llegado hasta allí. Engracia, que dice ser mi sobrina, me pregunta

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de vez en cuando, como si fuera ella la que me aprovisiona: ¿Has comido, tío?¿Te ha gustado lo que te he traído, tío? Sí, ahora la Engracia, que si tío por aquí,que si tío por allá, se ha hecho de intendencia, ¡no te jode!

Y si me quiero mear encima me meo, porque no tengo a ninguna mujer queme mande. Dicen que se me olvida, y que me hago encima porque los esfínte-res andan ya flojos (qué querrá decir esa palabra tan complicada). ¡Cómo se meva olvidar comer! No es que se me olvide, lo que pasa es que no recuerdo muybien si tengo despensa. ¡Cómo se me va a olvidar mear o cagar! Es que no sési tengo retrete en casa. Ya se sabe, una casa tan antigua, aislada en el campo,no recuerdo si tuvo alguna vez esas comodidades de señoritos. Cuando me vie-nen las ganas, me vienen; cómo no me voy a acordar. Y entonces voy y hago loque proceda en cada caso. Tal que siempre, según recuerdo, adonde me pille,en cualquier rincón de la finca.

A veces, sin embargo, me parece evocar a una mujer en mi vida. Aparece ydesaparece como un fantasma etéreo e inaprensible como deben ser los fantas-mas. Si tengo ganas, aparece atractiva, blanca de piel, lozana, con una melenamorena que le llega hasta la riñonera. Me sonríe, extiende los brazos buscán-dome, me estremece su presencia. Pero otras veces aparece seria y gruñona, meriñe y me recomienda que haga esto o lo otro. Como la que dice ser mi sobri-na, ahora no recuerdo bien su nombre.

No sé quien es, ni si alguna vez tuvo que ver algo conmigo; algo de eso quevosotros sabéis tan bien como yo, lo que tiene que pasar entre un hombre y unamujer. Pero su recuerdo se hace persistente muchas veces ¡para que luegodigan que he perdido la memoria!

¿No te acuerdas de mamá? Me preguntan ellos cuando vienen de fuera, consus modernos y potentes automóviles que asustan a mi perro y a mi gato yhasta todos los animales de alrededor con su estruendo. ¿A qué mamá se refie-ren, a la mía? ¡Hombre!, no soy tan tonto que no sepa que he nacido de mujer,como todos. Pero si quieren que les diga la verdad, no me acuerdo ni de lamadre que me parió. Yo creo que se refieren al fantasma que se me aparece devez en cuando; tanto si es el bueno, con su sonrisa tierna y su mirada dulce,como si es el malo, gruñón y enfurecido; que yo sé que coincide con mi estadode ánimo, pero es el mismo.

El fantasma se parece a una fotografía, algo amarillenta y deslucida, queellos me enseñan insistentemente (hasta llegaron a colocarla sobre mi mesillade noche en alguna ocasión) para que recuerde. Esta es mamá, ves. Mira queguapa era. Y una mujer de tez blanquecina, rostro sonriente, ojos claros y largamelena de pelo negro, aparece en esa foto ante mis narices. Pero yo la quitouna y otra vez de encima de la mesilla, tantas veces como ellos me la ponen. Y

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si es su madre y la mía, entonces esos que me llaman papá serían mis herma-nos; a mi no me engañan.

Otras veces me arrastran hasta esa habitación tan grande, llena de librospolvorientos en dos pisos, que permanece cerrada casi siempre. Se empeñan enque vea aquellos libros, de literatura, de geografía, de historia, dicen; que supo-nen me he leído a lo largo de mi vida. Pero si no sé leer, coño, ¿cómo tengoque decirlo? Y refunfuñan a mis espaldas diciendo cosas que no entiendo,como “hay que ver, qué pena de hombre, con la gran cultura que ha tenido…”y cosas por el estilo.

La única ventaja de sus visitas tan ruidosas y alborotadoras es que, por unavez, me sacan de mi rutina diaria. Una de las mujeres, que dice ser mi nuera (yhay que ver lo buena moza que está hecha, si yo la cogiera…), me baña y mepone una muda limpia para vestirme. Otros hacen la comida, generalmente enel jardín –algo descuidado, es verdad–, asando carne en las brasas del fuegoque hacen en la era con unos sarmientos secos. Me dejan beber vino, aunquesin exagerar, me dicen. Hablan y hablan y me distraen. Sobretodo cuando vie-nen esos críos inquietos y revoltosos que dicen ser mis nietos, y que se pasantodo el día detrás del perro y el gato ahuyentándolos con varas y piedras. Obajan al río cercano, cuya brisa se percibe cuando me siento en el porche cadavez que quiero, a pescar. Abuelo, llévanos a pescar, dicen todos a grito pelado.Dejad al abuelo tranquilo, niños, les gritan las mujeres. ¡Abuelo! Sí, sí, río yopara mis adentros. Si yo la pillara… Iba a saber ésa si soy un abuelo o qué. A laotra no, es más enjuta y antipática; siempre está gruñendo. La verdad, ahoraque lo pienso, una parece el fantasma bueno y la otra el fantasma malo. ¿Ellos?¿Los que dicen ser mis hijos? Ni fu ni fa; se nota a la legua que les va bien enla vida, pero seguro que no saben tratar a sus mujeres como Dios manda, esose nota; eso lo advierto hasta yo que dicen que estoy medio lelo.

Y entre risas y palabras, habla que te habla, pasan la tarde, y me distraen demis pensamientos. Pero por lo que veo, no logran sacarme por entero de miensimismamiento, de ese dulce sopor que me invade después de comer, sobre-todo si como tan abundantemente como en estas ocasiones. Y les sorprendohablando de mí, haciendo planes secretos a mi costa.

En realidad, yo creo que quieren llevarme a un asilo para viejos, sean mis her-manos o mis hijos, si es que son algo mío, con la excusa esa de mi desmemoria(demencia senil creo que dicen que tengo), para quedarse con la finca y contodo. En la casa ya va quedando cada vez menos; cada viaje que hacen desapa-recen mil cosas, se creen que no me entero. Y la finca, porque no pueden llevár-sela, que si no… Ni siquiera sé si tengo dinero que pueda interesar a estasalimañas. Y no porque no me acuerde, sino porque yo nunca fui persona intere-

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sada, sino más bien desprendida y generosa. Así que si tengo dinero que se loqueden, a mi no me hace falta nada. Pero que me dejen aquí en mi casa, en mifinca, con mi perro y con mi gato. Comiendo cómo y cuando quiera. Meándomeencima si me da la gana. Sin nadie que me mande. Con la presencia amable deesa mujer morena clara que me viene a la memoria de vez en cuando.

Que me dejen solo con mis pocos recuerdos. ¿No dicen que no tengomemoria? Que se lo creen ellos, que les conviene pensarlo así…

Físicamente me encuentro fuerte y ágil. Como ellos dicen, estoy hecho unmulo, como aquel negro… ¿cómo se llamaba?

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El Palacio del almade

Lorena Córcoles BorrásSeleccionado

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Alguien me dijo alguna vez que todo aquello que nos sucede a lo largo dela vida perdura para siempre en nuestra memoria. Existen los recuerdos muer-tos, aquellos recuerdos dormidos que despiertan cuando un hecho concretoocurre y te transporta, de un modo u otro, al lejano momento en que todosucedió. Este recuerdo que yo le cuento estaba más vivo de lo que jamás hubie-se imaginado…

Hace unas semanas, dos, quizás tres, ya no lo sé, estaba viendo un progra-ma de televisión de esos en el que los reportajes sobre la gente, sus pueblos, yla vida cotidiana, son los protagonistas. Mi abuela Cecilia, que ya roza casi losnoventa años, sentada en su silla de ruedas y resistiendo con pocas ganas a lavida, miraba sin ver, junto a mi, un programa dedicado a palacios perdidos entierras de nuestra península, algunos destruidos por el tiempo, y otros conser-vados por el alma.

Hace meses que Cecilia no habla, la vida nunca ha sido fácil para ella, yahora, tras la muerte de uno de sus hijos, se consume poco a poco, acompaña-da por la falta de ganas de comer, sonreír, hablar y en definitiva, vivir. El gemi-do de un llanto atrapó mi atención cuando me giré y la vi con los ojospenetrados en el viejo televisor e inundados en un mar de lágrimas repitiendoen voz baja “no puede ser…”.

En la pantalla sólo aparecía una joven entrevistando a un anciano y mostran-do, de fondo, un precioso palacio perdido entre las montañas que envuelven laciudad condal. No podía entender nada, la envolví con mis brazos, y llorandocomo una niña, empezó a hablar de algo que llevaba demasiado tiempo ente-rrado en su memoria.

Sobre los años veinte Cecilia nació en el seno de una familia humilde y tannumerosa como era digna de su época. Desde muy niña empezó a hacersecargo de las tareas del hogar, a cuidar de sus hermanos pequeños y de una

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madre enferma que murió cuando ella cumplía los trece años. Nunca entendiólos golpes que daba la vida, ni por qué la gente debía pasar hambre… pero qui-zás lo que jamás pudo comprender fue el por qué su padre debía recurrir a ellapara calmar todas estas desgracias, metiéndose en su cama cada noche, y aca-riciándola con desprecio debajo de las sabanas. Recién cumplidos los dieciséis lasituación rozaba los límites de la desesperación, y con el alma partida en dos,dejó a sus hermanos y decidió huir de aquella vida lo más lejos posible. No teníadonde ir, ni dinero para poder sostenerse, pero tras meses vagando entre som-bras compartidas con penurias y condiciones infrahumanas, acabó por refugiar-se en una ciudad lejana de la que sólo había oído hablar.

Fue suerte o quizás la fuerza del destino pero acabó sirviendo para una delas familias más prestigiosas de la ciudad. Parecía que la vida le sonreía, des-pués de tanto tiempo volvía a dormir bajo un techo, disponía de un platocaliente cada día y empezaba a relacionarse con la gente. Lo recuerda con unahumilde sonrisa, dice que, a pesar de las continuas humillaciones por parte desus señores, allí fue feliz. Compartía las horas de cocina y limpieza con lasdemás sirvientas, entre risas y sueños, anhelando una vida que sabía quejamás tendría. Cecilia nunca desveló a nadie las noches de pesadillas que pasójunto a su padre, pero sentía verdadero temor hacia los hombres y ni si quie-ra podía imaginar que las caricias y los besos eran capaces de producir unaexquisita sensación de verdadero placer. Gozaba del único día libre que teníaa la semana para pasear por la ciudad y no olvidaba ir a la iglesia a rezar porsus hermanos. Siempre se lamentó de no saber escribir, de no poder jamásvolver a dirigirse a ellos.

Tras varios meses desde su llegada al palacio en el que vivía, aunque sólofuese en la parte trasera y rodeada de frío y polvo, llegó el verano, y fue enton-ces cuando el corazón se le paró por primera vez.

Enrique era el hijo mayor de los señores Rodríguez, y acababa de regresardel colegio donde estaba internado para pasar el verano junto a su familia. Fueen la hora de la cena cuando Cecilia sacó los platos, que se le derrumbaron enel suelo al ver por primera vez aquella cara. Sintió como una fuerza extraña leoprimía el pecho. El señor Rodríguez se levantó de la mesa y ante la miradacobarde de su familia cogió a Cecilia de los pelos arrastrándola hasta la cocina,y lleno de furia le dijo que si algo así volvía a suceder no volvería a pisar aque-lla casa. Esa noche no consiguió dormir y con las lágrimas volvieron a aparecerlas imágenes en las que su padre se le insinuaba por debajo de las sabanas. Noolvidará jamás el momento del día siguiente en el que un joven Enrique entra-ba en la cocina para preguntarle si se encontraba bien tras lo que había sucedi-do la noche anterior.

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Enrique no cabía en su sorpresa desde que había visto, al regresar a su casa,la cara de esa muchacha. Su piel, hecha como de una fina porcelana, aquellosojos negros que delataban una tristeza incalculable y su frágil cuerpo, hacíanque esa joven no hubiese pasado desapercibida para nadie.

Los encuentros inesperados entre pasillos, salones y jardines, se hacían cadavez más comunes, y las miradas y sonrisas no podían evitar delatar a esos dosadolescentes.

Nadie preguntó si estaban preparados para aquello, si debían dejar queaquella atracción siguiese creciendo, nadie quiso saber si en verdad estaban dis-puestos a mirarse, a sentirse, y con el tiempo, a quererse. El destino, egocéntri-co y caprichoso como sólo él suele ser, decidió por ellos. Así fue, sus vidas,confusas y tan distintas, se mezclaron con el transcurso del tiempo y poco apoco se empezó a crear su propia historia de amor.

Un amor de novela, un amor de sueños… un amor imposible.Enrique Rodríguez había crecido exprimiendo y saboreando miles de libros,

y a parte de una estricta educación recibida en el internado donde estaba, habíabasado su bagaje cultural en las preciosas historias que se plasmaban en tantasy distintas páginas. Aquello le hizo ser diferente a su familia, le hizo compren-der que la historia había estado envuelta por tantas injusticias que no merecíala pena entender de clases sociales, razas o culturas.

Cecilia nunca supo leer ni escribir, pero Enrique sabía como arrancarle lamayor sonrisa, cuando cada tarde ella le sacaba la merienda al jardín y él conun libro entre las manos le recitaba en voz baja los versos más dulces de algu-na exquisita poesía.

La clandestinidad siempre ha sido protagonista de sensaciones de miedoque a todos nos gusta tener, pero un amor clandestino, y más, un amor prohi-bido, no podía acabar bien.

Habían pasado ya tres años desde que mi abuela había llegado por primeravez a aquel precioso palacio, y había soportado, junto a su amado, la distanciade cada invierno esperando con ansia la llegada del calor. No pasaba un segun-do en el que no pensase en él, en el que no soñase con su cara, o en el que nocerrase los ojos para intentar recordar su olor. Tres años escondiendo un amorque no era más que el sentido de su vida.

Todo cambió, de repente, al finalizar el verano de 1939, cuando una asus-tada Cecilia descubrió la causa por la que hacía un par de meses que no habíatenido la menstruación. Escondió su situación bajo ropas anchas tanto tiempocomo le fue posible, pero llegó el momento en el que la circunstancia era másque evidente. El señor Rodríguez no lo dudó ni un segundo, sin ni si quiera

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saber que la criatura que se engendraba en aquellas entrañas era su propionieto, despidió a Cecilia.

Graciela, una de sus compañeras de limpieza y cocina, la más mayor y la únicaque tenía un hogar junto a su familia más allá de aquel palacio, la acogió en sucasa, siendo solamente ella la sabedora de la identidad del padre de aquel niño.

Con las flores de la primavera nació Francisco, el hijo mayor de mi abuela, mipadre. Cecilia pasó cada noche de su embarazo llorando y lamentando que Enriqueno estuviese con ella, intentando concienciarse de que no iba a estar jamás.

Cuando Enrique llegó aquel verano y preguntó por una de las criadas, suspadres, que jamás le habían prestado demasiada atención a sus preocupacionesse extrañaron que se interesase por algo así.

–La muy fresca, que tuvo el valor de quedarse embarazada y ocultarlo paraseguir viviendo aquí. Y claro, la tuvimos que despedir… –Le explicó su padrecon una odiosa carcajada.

A Enrique se le paró el corazón al enterarse de la noticia, pero era conscien-te que nadie permitiría jamás su relación con aquella criada, y sabía que si supadre se enteraba que aquel hijo era suyo, sería capaz de matarle para hacerledesaparecer. Sabía el dolor y el sufrimiento que estaría pasando su preciosajoven de porcelana, y sabía el dolor que sentiría cuando se enterase que suspadres habían organizado su boda con una refinada y adinerada jovencita, elpróximo invierno. Cobarde y envenenado por el miedo que no le dejaba enfren-tarse a aquel padre al que siempre odió, convenció a Graciela para que dijesealgo que hundiría el alma de Cecilia para siempre.

–Acuérdate Graciela, sólo le puedes decir que he muerto, debes hacerlo por ella,para que siga viviendo alejada de mí, alejada de todo esto. Si no lo haces y ella mebusca, mi padre la matará, y matará a nuestro hijo. Debes hacerlo por ella, para queno sufra jamás, para que no se entere de esta estúpida boda que han planeado,para que no crea nunca que he dejado de quererla, porque siempre la querré.

Cecilia creyó morir cuando recibió aquella noticia, pero su pequeño era lomejor que podía guardar de toda aquella historia. Francisco tenía los mismosojos que su padre, la misma nariz, los mismos labios. De un modo u otro,Enrique estaría con ella para siempre.

Con los años tuvo que aparentar que había superado aquella muerte comomejor pudo, pero su alma seguiría rota el resto de su vida. Cuando Franciscocumplió los siete años, Cecilia se casó con un primo de Graciela, un hombrehumilde y trabajador que había estado enamorado de ella desde el primermomento en el que la vio. Quiso al pequeño Francisco como a su propio hijo, yle dio, además, tres hermanitos. En tiempos de posguerra dejaron una antiguaBarcelona para irse, en busca de trabajo, a vivir a la ciudad de Alicante.

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Mi padre murió hace unos meses, de un cáncer de pulmón al que habíaresistido con fuerza durante varios años. Él nunca conoció su verdadera histo-ria, su verdadero origen, jamás supo de la existencia de aquel palacio, ni deaquel padre que adoraba la poesía. Quizás fue mejor así.

Hace meses que mi abuela no habla, que no come, y que no sonríe. Dicen queninguna madre es capaz de superar la muerte de un hijo, y ahora sé que la muer-te de mi padre supuso para mi abuela la muerte definitiva de alguien que habíapermanecido vivo cada vez que Francisco hablaba, gritaba, sonreía o lloraba.

Cecilia seguía llorando con los ojos clavados en el televisor cuando terminóde despertar en voz alta el recuerdo silenciado más preciado e importante de suvida. No dejaba de pensar por qué la vida le había fallado hasta el final, desve-lándole pocas horas antes de su fin, a través de un programa de esos quehablan de los pueblos, de la gente y la vida cotidiana, que en Barcelona seguíaexistiendo ese palacio, ahora en ruinas, y que un viejo Enrique seguía vivo trasmás de sesenta años desaparecido.

Cecilia murió hace unas semanas, dos, quizás tres, no sé. Murió aquellanoche en la que vimos aquel programa de televisión, murió en mis brazos, enco-gida como una niña, llorando y sonriendo, recordando esos ojos que había vistoa través del televisor y que ahora, eran ellos los que delataban una tristeza incal-culable arrastrada a lo largo de la vida. El palacio que se veía en televisión con-servaba un jardín en pésimas condiciones, las paredes de la casa estabaninfinitamente deterioradas, y en su interior ya no había ni un solo mueble, perolos ojos de Cecilia no llegaron a ver nada de eso, a través del televisor ella siguióviendo un precioso jardín, repleto de flores, con la mesa preparada para sacarla merienda, veía las paredes tan brillantes que parecían de cristal, y recordabala elegancia de cada mueble que envolvía cada una de las salas… aquel palaciono había cambiado con el tiempo, porque aquel día Cecilia regresó a él parapoder, por fin, recuperar su alma.

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El día Sde

Gregorio Joséé Fernández NadalSeleccionado

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Cinco pitidos cortos, constantes, dan paso a un sincronizado y estruendosocierre de pesadas puertas. El escape externo de la cabeza del tren expulsa unanube de humo carbonizado, a la vez que aquel viejo cercanías empieza su cuar-to viaje del día. En el tercer vagón, el más ruidoso, ese que queda justo debajodel motor, está Sergio, recostado en uno de los incómodos asientos. Como cadalunes, se ha sentado en la sección del vagón más cercana a la cabeza del tren,que se une con el siguiente vagón por medio de un inestable paréntesis de gomanegra y dos puertecitas con su correspondiente ojo de buey. Alejado de la ciu-dad, el tren comienza a traquetear de un lado a otro, y a contagiar los cuerposde sus pasajeros con una danza involuntaria. Entre el ir y venir de su relajado cue-llo, Sergio quiere cerrar los ojos para poder dormir un rato. Son las ocho de lamañana y la luz ya penetra en los vagones con la fuerza de un sol de mediodía.Llega temprano la primavera. Antes de dejar caer del todo sus párpados, entrela rejilla de sus pestañas, Sergio mira detenidamente como el sol también viajaen los asientos de ese cercanías. Por los pequeños ojos de buey de las puerteci-tas que separan los dos vagones anexados, observa como los pesados rayos deluz cruzan los cristales de las ventanillas del vagón siguiente. La polvareda derayos de sol y la suciedad de las ventanas de aquel caducado cercanías, convier-ten a Sergio, un estudiante de derecho en el año 2008, en un abogado de fina-les de los años 70 que se dirige al trabajo con un ducados encendido entre susdedos. Tras la última calada, colilla al suelo, duerme, por fin.

Le sorprende que haya tan poca luz en el cielo. Cuando bajaba las escaleraspensaba que la luz le iba a doler en los ojos. Sin embargo, ha tenido que cogerel paraguas y caminar sobre una húmeda calle, contra un húmedo viento y bajouna gris y húmeda capa de nubes. Le sorprende que no haya casi nadie por lacalle: se supone que este día no hay otra cosa que hacer. Sus pasos son lentos,cuidadosos y prudentes. No ha querido ponerse los zapatos: para ir allí al lado,puede hacerlo en zapatillas de andar por casa. El suelo resbala. Las zapatillas

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son demasiado viejas, ya casi no dan calor. Se le están enfriando los pies. Lopeor de esa calle es la gran pendiente que compone su final. Se agarra a lamojada barandilla que acompaña a unos pocos y estrechos escalones, que unenla calle con la Plaza de España. Por fin en la plaza, contempla la expansión dela misma, rodeada de edificios, el ayuntamiento y la iglesia. Y ahí, al fondo, estála Casa de la Cultura. El suelo está más resbaladizo que en su calle. Empieza aver gente, paraguas con piernas. Es el momento de andar más despacio. Noquiere que le pase como a su vecina Maravillas, que se escurrió en el suelo undía y tuvo que denunciar al alcalde. Ya ha llegado a la Casa de la Cultura, relu-ciente con su esplendorosa fachada azul, como siempre. Cierra el paraguas, lorecoge en su mano. Un gentío se agrupa debajo del porche, todos ellos, fuman-do. Es el momento de descubrir a que habitación debe dirigirse. No pregunta.Sigue observado por encima de sus aportilladas gafas, ante la posibilidad deencontrar algún cartel que indique a dónde ir. No hay ningún letrero, ningúncartel, nada. Sólo una muchedumbre risueña y ruidosa agolpada en la puertasin querer salir para no mojarse. Su intuición, o, quizá, sus ganas de marcharsede allí cuanto antes, le hacen avanzar hacia la habitación que queda a su dere-cha. No pregunta, avanza. Sin mirar a nadie, se introduce en una cabina demadera. Cierra la cortina. Nadie se ha percatado de su presencia.

Esta tarde, la lluvia, por sorpresa, ha inundado el asfalto polvoriento del cen-tro de la ciudad. Una risa da paso a un gruñir de pisadas aceleradas por la rapi-dez con que las gotas rompen contra los envejecidos toldos de losestablecimientos. Entre un suave murmullo de quejidos, caricias de agua fría, lamuchedumbre se expande asustada, huyendo de la oscuridad que portan unasnubes cada vez más cercanas. Ella corre justo por el centro de una de las estre-chas calles que quedan cercanas a la universidad, dejando que la lluvia hume-dezca su largo y castaño cabello. A su paso, va salpicando con retazos deenvidia y pequeñas gotas a las ancianas que iban a dar su paseo dominical. Ensus rostros se aprecia la arrogancia de quien mira con recelo el paso del tiempoy, por otra parte, la ternura de quien mira el rostro melancólico de una personatriste. Avergonzada huye más rápidamente de las estrechas calles buscando losespacios abiertos, como la plaza en la que se levanta el gran teatro. Una vez allí,no sabe a dónde dirigirse. La verdad es que no encuentra una explicación máso menos razonada para justificar la repentina salida de casa una tarde de lluvia,sin un paraguas. La mejor solución es, quizá, la de emborracharse en el bar másfrecuentado del centro, donde todos puedan ver lo injusta que puede llegar aser la vida. O, quizá, sea mejor ir perdiendo el control, poco a poco, en la tascamás arrinconada de este barrio tan elitista. La segunda opción parece que es la

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que mejor corresponde con su bolsillo. Chupito a chupito va desprendiendo desu pelo las gotas de la huida. Secado su pelo, los primeros síntomas de un res-friado potencial comienzan a aparecer por la garganta. Ya no queda lluvia en elsuelo que sostiene el frágil taburete donde está sentada. En la barra, únicamen-te se abrazan unas pequeñas gotas. Las mismas que acarician el lunar que lucea un lado de su delicada barbilla. Las mismas gotas que se desprenden de sushinchados y enrojecidos ojos.

Lleva desde las ocho de la mañana ahí sentado, y aún nadie le ha llama-do para preguntarle si necesita cualquier cosa. Ningún compañero ha tenidola sutileza de preguntar cómo estaba, si quería que alguien le sustituyeradurante un rato, o si, por casualidad, tenía sed o hambre. Nadie. Por nohablar de los miembros de la ejecutiva, siempre tan amables, siempre tan dis-ponibles, pero hoy, que ellos llaman el día D, no se han dignado a darse unavuelta por esta mesa. Las únicas veces que Sergio ha movido la boca en estecolegio ha sido para decir “sí” cuando la presidenta de su mesa le ha pregun-tado si estaba de acuerdo con que un anciano, que había perdido el carné deidentidad, no podía votar, por no llevar un documento acreditativo válido. Laverdad es que Sergio siempre ha defendido que cuanta más gente vote siem-pre es mejor para la democracia, pero las personas que componían aquellamesa, sobre todo la presidenta, no parecían muy dispuestas a estudiar unapropuesta que saliera de su boca y menos del partido al que representa. Lashoras pasan lentamente a base de nombres tachados de una interminablelista. El móvil no suena, parece muerto, incomunicado, abandonado por lasondas que radian otros móviles. Tampoco nadie, además de los del partido,quiere saber nada sobre él. Desolado mira una y otra vez el móvil, cada vezque los nombres de los votantes le dan algún respiro. Se resigna y guarda elteléfono en su bolsillo. Tras unos instantes vuelve a colocarlo en un lado de lamesa. ¿Por qué no llamará? En los momentos de descanso, además de mirarconstantemente su teléfono, mira al resto de miembros de la mesa, observadetenidamente sus caras. Todos parecen agotados después de una larga jor-nada, que aun no se sabe como terminará. También suele echar un vistazo ala cabina que hay colocada justo enfrente de él. Mira si las papeletas de supartido siguen ahí, colocadas como siempre. La gente se agolpa en la puertadel colegio para echar un cigarro. Esas son las ocasiones en las que Sergio searrepiente de no ser fumador, de no tener la excusa para poder salir a la calley charlar con el resto de fumadores. Las horas pasan. Sigue tachando nom-bres. De repente, un estruendo de papeles arrugándose dentro de la cabinairrumpe en la monótona normalidad de la tarde.

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No sabe qué hacer en ese sitio tan estrecho. Hacía meses que no veía la tele.Sólo estaba allí por una cuestión de orgullo. Para que su hermana, que venía avisitarlo tres veces por semana, viera que él también puede hacer cosas por símismo. Se había vestido con un pantalón de chándal que tenía encima de la sillade su escritorio y con una chaqueta de lana, un tanto polvorienta, que llevabacolgada en la percha desde el pasado otoño. Debajo de ambas ropas, se escon-día el pijama, su único compañero y amigo fiel. Recuerda haber cogido el dni.Mete la mano en su bolsillo, depositándola allí junto a su caducado carné y elpaquete de tabaco. Con la otra, cuenta el número de papeletas distintas quequedan dispuestas en pequeñas bandejas de madera. Quizás sea éste. Con lasdos manos recoge cuidadosamente una débil papeleta en la que aparece impre-sa una lista de nombres que desconoce. Busca el sobre. Agobiado por la estre-chez de la cabina, por la falta de espacio de movimiento, comienza registrarnerviosamente todas las bandejas. Incluso, mira por debajo de los distintosmontones de papeletas. Por fin encuentra el sobre. Introduce la papeleta quehabía arrugado y humedecido en su mano, y la introduce, sin querer mirar, enel sobre que también acababa de arrugar en la otra mano. Qué más da arruga-do que liso. Aliviado por haber finalizado una nueva hazaña, observa que justoen la mesita, cuyo borde no para de hincarse en sus debilitados muslos, descan-sa otro montón de papeles. Éstos, más grandes que los de los estantes, son deotro color y, en ellos, hay una infinidad de pequeñas listas de nombres, quetampoco conoce. Junto a cada nombre, una recuadro en blanco. Junto al mon-tón de folios, un bolígrafo atado a una cuerdecilla que surge de la pared de lacabina. Para esos folios de distinto color, están los otros sobres de distinto color.Escribe algunas cruces. Coge el sobre. Intenta doblar el papel lo más rápida-mente posible. Mal doblado lo introduce con dificultades en el pequeño sobre.Olvida cerrar sus dos sobres. Qué más da cerrado que abierto. En una mano,porta los dos engordados sobres. Con la otra, corre la cortina. Dirigiendo sucabeza al suelo, abandona la cabina. Durante un instante, mira el resto de lahabitación por encima de las gafas. Un grupo de gente, sentada en un conjun-to alargado de mesas de despacho, presidido por dos grandes urnas de plásti-co, lo mira. Las caras ofrecen unanimidad en los gestos. La extrañeza, unida conla incomodidad, son las dos frases que entablan una comunicación no verbalentre los observadores y él, el observado. “¿Me deja el dni, por favor?”, susu-rra la voz estridente y ácida de una mujer que está de pie justo a la altura de lasurnas. Él no habla, avanza. Saca el carné de su bolsillo con la mano que teníadesocupada. Se lo entrega a esa cuarentona repipi, sin dejar de dirigirse alsuelo. Ella agarra con violencia el carné y grita hacia su lado derecho: “GinésJiménez Jiménez”. A los cinco segundos un nuevo grito invade la sala: “el tres-

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cientos cuarenta y dos”. “¿Me da los sobres?”, pregunta aquella arpía con vozde loro. Mientras la mano que anteriormente había sido despojada de su carnéqueda escondida en su bolsillo, la otra se levanta lentamente hacia arriba hastaser alcanzada por los alargados dedos de la bruja. Despojado de los sobres, conla mirada perdida, cabizbajo, empieza de nuevo a andar, esta vez, hacia la puer-ta. Por las ventanas que dan luz a aquella habitación se puede ver que el sol dela tarde ha apartado del cielo las nubes y la lluvia. Ya encaminado hacia la sali-da, da un segundo paso. “Votó”, escucha a su espalda.

No sabía que tenía activado el servicio de buzón de voz en su móvil, cuan-do un mensaje apareció en la pantalla acompañada de una electrónica melodía.“Alguien ha dejado un mensaje para usted en su buzón de voz”. Para compro-bar el temido mensaje, Lorena sólo tiene que pulsar el uno. Lo pulsa. Las prime-ras palabras del mensaje identifican su voz. Se lo temía. Cariño perdóname. Yasé que es lo que digo siempre y que estás harta de escucharlo. Me ha sido impo-sible estar ahí contigo. Ya sabes como son estas cosas. Por favor, llámame.Anoche no debimos hacer lo que hicimos. Y menos por teléfono. No quieroromper, pero si es algo inevitable, prefiero que lo hagamos en algún parquedonde no solamos ir. Si aun crees que podemos solucionarlo llámame. Seguroque la semana que viene podré estar ahí. Aunque ya sé que eso llevo diciéndo-telo mucho tiempo. Dame otra oportunidad. Lo siento. Te quiero. Una lágrimacae al suelo, a la vez que sus piernas empiezan a temblar. Empieza a ponersenerviosa. Siempre ha tenido problemas de respiración, sobre todo, cuando ledan esos malditos ataques de ansiedad. Empieza a caminar de un lado a otro.Siente como la rabia se inyecta en sus venas. Está muy nerviosa. Otra lágrimacae al suelo. Su móvil queda destrozado en el suelo, tras lanzarlo con todas susfuerzas y pisotearlo con la débil planta de sus sandalias de verano. No volverá allamar a nadie nunca. Grita. Coge las llaves y el bolso que había dejado encimade la cama. Baja las escaleras velozmente. Sale a la calle y mira al cielo. Pareceque va a llover. Una última lágrima cae al suelo.

Por fin pisa la calle, de regreso a casa. Son casi las dos de la madrugada ylos compañeros se dirigen a la sede, a celebrarlo. Sergio no tiene el cuerpo parafiestas. Ella no llamó. El relente de la noche va congelando su rostro. Tienesueño. Nunca había estado en una mesa electoral como interventor y despuésde aquel día, jura que no volverá a estarlo. Hasta el recuento fue aburrido.Tampoco nadie de la organización llamó a Sergio para decirle los sondeos a piede urna, ni siquiera los resultados para el Congreso. Sin embargo, se sintió afor-tunado de haber estado en aquella mesa. Cruzando las calles y los parques,

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desde el colegio hasta su casa, va recordando su imagen. La imagen del poeta.Cuando aquel hombre salió encorvado de la cabina, después de armar unescándalo con las papeletas y los sobres, nunca pensó que se trataba del poeta.Los pocos pelos que cubrían su cuadrada cabeza estaban tan despeinados queparecía que aquel hombre había dormido la siesta en un banco del parque. Lapesadez con la que movía sus piernas hacía que aparentara un falso desequili-brio. Y esas enormes gafas, de pasta marrón oscuro, eran como las que lleva-ban los políticos en la Transición. Sin embargo, era el poeta. La verdad es que,a pesar de sentir lástima por su desaliñado aspecto, Sergio se siente reconfor-tado de recordar al poeta así. Incluso, sabe que ese es el verdadero aspecto físi-co de los buenos poetas. Sonríe al recordarse a sí mismo espiándolo por laventana. Al llegar casa, ve como todas las persianas están bajadas, no hay nin-guna luz encendida. Se sienta en el sofá, con el móvil en la mano y suspira.Vuelve a sonreír al verse reflejado en la pantalla de la tele. Aunque esté apaga-da, puede ver en ella como el poeta, en la puerta del colegio, mira al cielo yenciende un ducados. Parece una escena propia de finales de los años 70.Sergio, con lágrimas en los ojos, siente como el sueño se pasea por sus párpa-dos. Sabe que esa noche no dormirá.

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El hombre quenunca nació

de

Julia Lamo HerreroSeleccionado

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Fue en el mes de abril cuando Miguel de Belmonte dejó de existir. No recor-daba la fecha de su nacimiento, pero imaginaba que sería ya mayor. O eso creía.No era consciente que vivía en una de las épocas más oscuras que pasaría lahumanidad. Epidemias, guerras, hambre. Suciedad. Los ratones, fiel inquilinosde las viviendas, y las arañas, visitantes perennes de los techos de las tabernas.Ésa era la vida de Miguel de Belmonte, el rudo hombre que ahora yacía en unacelda pasando su última noche. Afortunadamente. Porque el ladonzuelo esta-ba agotado de vivir, de esa vida que no le ofrecía ya nada. Ahora se dejaba lle-var por ella, igual que de niño observaba las plumas llevadas por el viento, ysoplaba y soplaba, y le hacía gracia ver que cambiaban de dirección según leapeteciera. Eran las únicas veces que se había sentido dueño de algo.

Pero ahora, ahora ya no era un niño en medio del camino. Semidesnudo,estaba sentado con la cabeza apoyada en el frío muro, esperando impacienteel amanecer. Desde que llegó allí, no había intentado hablar ni una vez, puestode nada hubiera servido. Su boca, ese agujero sin lengua –“¡por mentiroso!”dijeron en el juicio– era ahora un incordio que le recordaba los besos apasiona-dos que un día había dado. Siempre eran besos pagados de distintas mujeresque casi tenían la boca gastada. Miguel de Belmonte, ese hombre receloso, nohabía conocido más amor que las noches lujuriosas en tabernas baratas, conalguien que probablemente no volvería a ver nunca.

Deseaba que amaneciera. La noche, un largo tormento, caía sobre la ciudaddormida como un velo de luto, sintiendo lo que iba a ocurrir horas después. Elpreso seguía en su celda, escuchando algún carro entrometido que pasaba porla calle. Al fondo se veía una tenue luz y seguido de un crepitar de antorcha.¡Oh, si pudiera cogerla y calentarse las sucias manos!

El resto de presos miraban en algún lugar perdido de las mazmorras. Habíauno que lloraba y otro más que hasta dormía. Miguel de Belmonte casi sonrióal ver al hombre entre sueños, ¿dormir? ¿Por qué dormir? Dentro de nadaalcanzaría el sueño eterno. ¿Y llorar? Lo miraba con burla al hombre que rom-

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pía el silencio de la noche con sus llantos y gemidos. No valía la pena llorar. Lamuerte es algo que nos alcanzará a todos.

Volvió a refugiarse en sus recuerdos. ¿Hacía cuánto que no lloraba? Esa flui-da agua no había emergido de sus ojos nunca. O eso quería recordar. Ni cuan-do su padre, el maestro que le enseñó el persuasivo arte de robar, murió. Miguelde Belmonte recordaba muy bien aquello: había viajado desde Toledo aValencia. Solo. Sin más dinero que el que recogía de bolsillos ajenos. Estuvo tresprimaveras en tierras levantinas. Y cuando regresó y preguntó por su padre, losvecinos señalaron el trozo de tierra donde se encontraba. Miguel de Belmontese quedó un largo rato allí, mirando el árido suelo y preguntándose si debíarezar. Pero su padre no le había enseñado a rezar. O quizás debería llorar, peroera una práctica que estaba vetada. Así que no se le ocurrió otra cosa que dibu-jar un círculo en el barro y susurró “padre, que ya he vuelto”. Después de eso,jamás se acercó a ese trozo de tierra. No valía la pena: de su padre, ya no que-darían más que unos huesos que podían ser confundidos por lo de cualquiera,y su círculo, haría tiempo que habría desaparecido. Quizás fue el no llorar lo queformó de cemento cada herido de su corazón y lo transformó tan duro, tanroca, que ni los cimientos de la parroquia eran más resistentes.

Poco le habló ese hombre que yacía bajo tierra, Salvador de Belmonte, desu madre, o “Esa fulana” como la llamaba. De niño, a veces se imaginaba quesu madre era aquella desconocida que iba a recoger agua del pozo. O era esaotra que despellejaba a una liebre. O esa que iba enlutada desde hacía años. Aveces incluso imaginaba que sus madres eran todas, pero con el paso de losaños, se hizo la idea de que su madre, no era ninguna. Él había nacido total-mente de de su padre, como Afrodita de Poseidón, olvidando su matriz.

Notó que algo le correteaba por el brazo. Una araña. Se entretuvo unosminutos mirándola. Le soplaba cuando estaba a punto de llegar al codo, y elinsecto, fiel a sus impulsos, volvía a emprender la subida incansable. Después laapartó de un manotazo, y se arrepintió de ello, puesto que era la única compa-ñía en aquel lugar, aún estando rodeado de otros presos. Ahora ya no podíahablar, pero aunque así fuera, jamás habría entablado una conversación conningún maleante que allí se encontraba. Y es que, los mejores amigos deMiguel de Belmonte eran la clandestinidad y la soledad. Desconfiado y meticu-loso en sus amistades, apenas recordaba a José Méndez, aquel muchacho defamilia judío conversa con el que juraron amistad eterna. Méndez. El muchachode bucles rizados y oscuros, con el que jugaba en la plaza de Toledo a pesar deque su familia le castigara severamente por tener como amigo a un bastardo.El judío jamás participaba en los pequeños hurtos, pero sí le avisaba, incluso ledefendía y mentía por él en el caso de que sospecharan del raquítico Miguelillo.

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Pero un día, José Méndez se enamoró de una joven, tan judía, tan conver-sa y tan rica como él. Poco más se vieron después de aquello. Miguel deBelmonte, años después, entró a hurtadillas en el patio de la casa del que erasu amigo y le robó unas cuantas gallinas y pavos del corral. El judío siemprepensó que fue por despecho. El ladrón, lo hizo por hambre.

Escuchó a lo lejos las campanadas de la catedral y casi sonrió para dentro,acordándose de todos aquellos fieles que vivían censurados y cohibidos, ofre-ciendo su décima parte y haciendo ayuno por algo inexistente. Pero luego frun-ció el ceño. ¿Y si en Dios existía? ¿Quién era él, Miguel de Belmonte, para poneren duda la existencia del Supremo? Él, que no tenía patria, ni segundo apellido,ni parroquia propia en la cual constara que fue bautizado. No sabía dónde habíanacido. Su padre siempre le decía que él era “hijo de los caminos”. Que no sepreocupara. Que la patria no hace a uno, sino que es uno quien hace de supatria lo que quiere. Así que durante años anduvo de aldea en aldea, de ciudaden ciudad, sin tener lecho propio. Miguel de Belmonte era, tal como predijo supadre “hijo de los caminos”: sin costumbres propias, se atenía incluso al acen-to del lugar donde llegaba. Maldita la vida que tuvo. Malvivía en la periferia delas ciudades, huyendo de la sociedad, repudiado.

Y cuando muriera, su existencia ya no sería siquiera nada. Una gota evapo-rada. Ni un rastro de él nunca más. Como si nunca hubiera existido. Un escalo-frío le recorrió la espalda. Le entraron ganas de gritar. Se cogió a los oxidadosbarrotes y miró con ansiedad al resto de presos. Deseó que Dios existiera, y rezósin saber rezar, para que así Él lo castigara al fuego eterno. Pero que lo castiga-ra, no lo ignorara. Le espantaba la idea de no sen, de no despertar. Sufriría, sí,sufriría en las llamas del infierno si eso le otorgaba la existencia.

El corazón le latía con fuerza. En ningún libro de empadronamiento, en nin-guna parroquia costaría su nombre. Miguel de Belmonte desaparecía. Volvió agritar, mientras sus compañeros lo miraban apáticos. Así estuvo, agarrado a losbarrotes oxidados, con los ojos hundidos en el miedo. Hubiera escrito su nom-bren en la pared de piedra, pero no sabía escribir. Quería dejar una huella, unamarca, algo que hiciera constar de su presencia en la vida.

–¡Escribir, escribir que he muerto! –gritó. Pero de su boca deforme salió unhorrible grito animal.

Cuando vinieron los guardias a por él, descubrieron sorprendidos que elbasto ladrón, se había orinado encima. Miguel de Belmonte les gritó que escri-bieran que había muerto. Pero ellos lo agarraron con asco y lo arrastraron hastasalir del edificio.

La niebla cubría la mañana de abril. La soga ya estaba preparada, y el pue-blo, también. A un lado estaba el párroco y uno de los más importantes villanos

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cercanos. Mientras preparaban su final, Miguel de Belmonte observó con angus-tia que el grueso libro donde se inscribía a los nacidos y a lo fallecidos, perma-necía cerrado. El ladronzuelo, el que había sido agrio y huraño, lloró como unniño y volvió a gritar con la voz entrecortada: “¡escribir que he muerto!”.

Su voz se calló. La masa, aún estuvo un rato insultando el cuerpo que se balan-ceaba. El villano y el párroco se despidieron con cortesía. A caballo, fueron a rea-lizar el acto por el que habían condenado al culpable: el primero a robar el dinero,el esfuerzo, la dignidad e incluso las mujeres de sus criados. Pero robar hasta unlímite, sin llegar a la pobreza, puesto que un campesino mal alimentado, podía tra-bajar, mientras que un campesino desfallecido, era un enfermo inútil. El párrocopor su parte, se dirigió a la Iglesia con el fin de robar sueños y encarcelar almas: ellas tenía presas, las aterrorizaba hasta conseguir sus propósitos.

Y así fue cómo una mañana de abril, Miguel de Belmonte, el hombre quenunca existió, desapareció para siempre.

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Una tarde deenfermedad

de

Juan Antonio López LópezSeleccionado

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El abuelo entró despacio a la habitación para no despertar a su nieto, puessu hija le había dicho que estaba durmiendo. Pero no fue así.

–¿Cómo está mi nieto favorito? –preguntó el abuelo abriendo los brazospara recibir un fuerte abrazo de su nieto que estaba en la cama.

–Bien, abuelito. Aunque lo mejor de todo es que mamá me está tratandocomo un príncipe y además, me estoy perdiendo el cole –le confesó entre risas.

–¡Qué golfo eres! –le dijo el abuelo pellizcándole la mejilla a su nieto–. Peroel cole te va bien, ¿no?

–Las matemáticas me van genial, pero la historia no me gusta porque meaburre mucho –aclaró el nieto.

–¿Aburrido? Pues yo recuerdo, cuando era joven, que mi abuelo mecontaba historias sobre España y me podía pasar horas y horas escuchán-dole hablar.

–¿Y por qué no me cuentas tú alguna?–¿De verdad quieres? –para sorpresa del abuelo, su nieto dijo que sí con la

cabeza, y continuó hablando–. A ver que te cuento... Mientras el abuelo pensaba, se hizo el silencio en la habitación. –¡Ya lo tengo! Esta historia comienza con dos reyes, que se habían casado

para unir los dos reinos más importantes de España: el Reino de Castilla y elReino de Aragón. Ambos tenían que terminar una misión que ya habían empe-zado sus padres, y era la de concluir con la reconquista de los territorios queaños atrás los musulmanes les habían arrebatado. El final de la guerra estabacerca pues sólo faltaban por conquistar los terrenos del reino de Granada...

–¡La ciudad de Baeza ha caído mi señor! Las tropas castellanas se estánaproximando a Granada –expuso exhausto el espía que acaba de llegar a la saladonde estaba su rey.

–¿Son muchos, Yusuf? –preguntó Boabdil sin dejar de mirar por el rosetónque daba al patio de los Leones.

A mi madre. A mi abuela.Las dos granadinas de mi vida.

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–¡Miles, mi señor! Y quieren terminar con esta guerra –se apresuró a decir.Boabdil sabía que sus tropas no eran tan tenaces como las castellanas, y que tarde

o temprano Baeza iba a caer como lo habían hecho antes Ronda o la misma Málaga.Pero algo no iba bien. No esperaba recibir la noticia tan pronto. Se suponía que sushombres debían haber dado más tiempo a Granada para prepararse a la batalla.

–¿Y qué hacemos ahora? –pero a esta pregunta no obtuvo respuesta.

–¿Qué va a hacer Boabdil, abuelito? –interrumpió el nieto con ganas desaber más sobre la historia–. Los Reyes Católicos son mucho más fuertes, ¿no?

–¡Tranquilo, tranquilo! No quieras adelantarte –dijo el abuelo haciéndole ungesto para que se volviera a acostar en la cama–. Las tropas castellanas avanza-ban más rápido de lo que el rey musulmán quería. Mientras tanto, comenzó areunirse con sus oficiales para preparar alguna estrategia defensiva...

–¡Mi señor, tenemos que resistir! –señaló el capitán. - ¿Y como lo hacemos si la conquista de Granada ha servido para que

Castilla y Aragón unan definitivamente sus fuerzas? Además, sabes que nues-tro ejército no está preparado para enfrentarse a los expertos artilleros que hanvenido del norte para batallar contra nosotros.

–¿Entonces qué sugerís, mi señor, que debemos rendirnos? –No lo sé Said, no lo sé ¡Dejadme solo por favor!Said obedeció las ordenes de su rey, y abandonó la sala pensando que la ren-

dición era una acción de cobardes, y que si tenían que perder, debía ser luchan-do. Pero Boabdil no pensaba igual. Sentándose en su trono y utilizando sumano para mantener erguida su cabeza, pensó que ya había sido derramadademasiada sangre en los campos de batalla, y no quería que su amada Granadaquedara manchada por el dolor y el sufrimiento de la guerra. Iba a perder sutrono, pero no permitiría que murieran más vidas inocentes.

La madre se asomó por la puerta de la habitación sin hacer ruido y vio a supadre hablando en voz alta. Estaba narrando una historia a su hijo, el cual lemiraba con los ojos bien abiertos, intentando no perder ningún detalle de loque su abuelo le estaba contando. Su padre se levantó de repente y comenzóa andar por la sala. Estaba imitando a alguien que estaba pensando, y en unode esos cambios de dirección vio a su hija que le estaba mirando, regalándole aella una sonrisa acompañada de un guiño.

–Boabdil se rendía, y esa actitud hizo que sus hombres se dividieran en dosbandos: los que apoyaban la rendición y los que no. Nadie sabía que pasaría,hasta que las tropas llegaron a las murallas de Granada.....

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–Los castellanos ya están aquí Boabdil –dijo Aixa. –Lo sé madre, me lo anunció Said hace unas horas –repuso el rey.–¡A que esperas para atacar! –gritó Aixa, esperando que su hijo reacciona-

ra, pero al ver que no surgía efecto continuó hablando–. Entonces, los rumoresque dicen que Granada se rinde son ciertos.

–¡Si madre! ¡Granada se rinde! ¿No te das cuenta que pelear sólo traeráconsigo más muerte? Admite de una vez que hemos perdido. Las tropas caste-llanas son muy poderosas y nosotros ya no tenemos ningún apoyo en todo elterritorio. ¡Ya no hay nada que hacer!

Madre e hijo se quedaron mirándose a los ojos, pero Boabdil sólo encontróambición en la mirada de su madre. Segundos más tarde, Axia abandonó la salacon su ataque de ira tan característico. Boabil no había conocido nunca a unamujer más ambiciosa. Él era rey gracias a ella, pues con su apoyo logró doble-gar a su padre y a su tío. Pero una vez llegó al trono, se dio cuenta que la ayudaque le prestó tenía como único objetivo el de lograr el poder que su padreMuley le había negado siempre. Por suerte, descubrió a tiempo las verdaderasintenciones de su madre, manteniendo la compostura necesaria para hacersevaler como único poseedor del dominio del trono de Granada.

La tos de su nieto hizo que el abuelo detuviera la historia. Al acercar sumano, notó que su nieto estaba ardiendo de fiebre. La madre, al escuchar a suhijo, fue a ver que sucedía en la habitación.

–¡Hija mía! –se apresuró a decir el abuelo –. Está muy caliente. Ponle el ter-mómetro a ver cuanta fiebre tiene.

–Aquí tienes –dijo la madre acercándole a su hijo un termómetro digital. Al poco rato, el pitido del termómetro avisaba que ya podían ver la tempe-

ratura.–¡38 y medio! –dijo la madre–. Tómate la pastilla antes de que te suba más

la fiebre –le ordenó a su hijo, el cual obedeció sin rechistar. El abuelo, al ver el estado de su nieto fue a despedirse, pero su nieto le aga-

rró el brazo para que se acercara a él.–Abuelito, no puedes irte sin contarme el final de la historia.–¡Pero si estás enfermo! –y al ver la cara de su nieto, no pudo decirle que

no–. ¡Vale, vale! Te contaré el final.

Ya había regresado el mensajero que Boabdil había mandado para pedir unaaudiencia en su nombre a los Reyes Católicos. Esa misma tarde se reunirían en lasierra blanca. Pero antes, quiso pasear por última vez por los jardines de laAlhambra como rey, porque ahora no podía negarlo, ya había perdido Granada.

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La recepción fue a la hora prevista. Las tropas castellanas estaban detrás desus reyes. Boabdil quedó impresionado al ver a tantos soldados reunidos.¿Cómo iba a luchar contra ellos? En ese momento supo que había tomado ladecisión correcta.

–Sus majestades, me presento en esta audiencia con ustedes para entrega-ros las llaves de Granada –anunció Boabdil–. Sé que de este modo me aseguroque esta guerra finaliza, y con ella, la posibilidad de que mis tierras no siganmanchándose con sangre de gente inocente.

–Rey Mohammad XII –le interrumpió la reina Isabel I–, mi marido y yo apre-ciamos mucho esta tierra, y al igual que vos, tan sólo queremos terminar conesta guerra. Por su buena acción, nos comprometemos a que nadie más mori-rá, y que les permitiremos vivir en estas tierras que a partir de ahora estarán bajonuestro mandato.

Boabdil no pudo regresar a su palacio. Los Reyes Católicos entraron por lasmurallas de Granada como los vencedores, aclamados por miles de granadinos.Ahora debía ir al exilio. Empezaba un duro viaje, y se prometió a si mismo queno miraría atrás. Pero no pudo contenerse. Cuando estaba en la colina más altade las Alpujarras, Boabdil se giró para ver por última vez a la Alhambra. Allí esta-ba, iluminada por el atardecer del día. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo,estremeciéndole hasta el punto que sus ojos se humedecieron. Boabdil lloró sinocultarse, pues perdió lo que más amaba. Pero sintió que alguien se le acerca-ba por detrás que le dijo algo que pasaría a formar parte de la leyenda.

–Hijo mío, no llores como mujer lo que no has sabido defender como unhombre. Eso ya no sirve de nada.

El abuelo ya se había despedido de su nieto y se disponía a abandonar lahabitación.

–Abuelito, ¿tú hubieras luchado? –preguntó el nieto antes de que su abue-lo saliera de su cuarto.

–Pues nunca me lo he planteado. ¿Me dejas que me lo piense y mañana tedigo que habría hecho yo? –su nieto dijo que sí con la cabeza entregándole sumejor sonrisa a su abuelo.

–¡Hasta mañana abuelito!–¡Hasta mañana!

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5 díasde

Eloy Martínez TortosaSeleccionado

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Diario personal del Dr. Perkins. 8:00 h. del 23 de abril de 2042A fecha de hoy, se ha decidido activar el diario automático del Dr. Perkins.

El robot del domicilio escribirá los acontecimientos acaecidos tanto en presen-cia como en ausencia del Dr., sin el conocimiento de éste, todos los días a las 8,16 y 0 horas hasta su desactivación. Debido a su carácter secreto, este docu-mento sólo podrá ser visto por las autoridades militares competentes bajo códi-go de seguridad Alfa-IX.

A las 6:42 hubo un fallo en el sistema de contención de las jaulas deexperimentación 3, 4 y 7. Los sujetos 3 y 7 se encontraban dormidos en esemomento por lo que el sistema de seguridad solventó el problema de formaeficaz, pero el sujeto 4 escapó del laboratorio y se perdió su rastro vitalvarios minutos más tarde. El Dr. Perkins permanece dormido mientras seescribe el mensaje.

Diario personal del Dr. Perkins. 16:00 h. del 23 de abril de 2042Tras su aclimatación a un nuevo día, el Dr. Perkins bajó a su laboratorio y

descubrió los hechos descritos en el anterior mensaje. Se mostró muy preocu-pado por los posibles efectos del nuevo medicamento que acababa de probaren el sujeto 4, así que revisó las cintas de seguridad.

Tras visualizar las grabaciones, llegó a la conclusión de que se trataba de unefecto secundario de desorientación y extrema agresividad. Sin darle mayorimportancia y a la espera de que el sujeto 4 volviera por sí mismo cuando le fal-tara la comida, decidió refinar un poco más el medicamento y administrárseloa los sujetos 8 y 9, que ya habían mostrado signos de extrema depresión y senegaban a ingerir alimentos.

Diario personal del Dr. Perkins. 0:00 h. del 24 de abril de 2042Los sujetos 8 y 9 han aumentado su actividad de forma considerable y han

empezado a golpear la puerta de sus jaulas. Además, han comido sobremane-

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ra, ingiriendo un 320% de su cantidad calórica diaria estándar. El Dr. Perkinspermanece ajeno a la situación mientras busca comida en la ciudad. A las 23:11h. regresa al domicilio para cenar y ver algunas películas pero previamente cie-rra la puerta de salida con llave.

Diario personal del Dr. Perkins. 8:00 h. del 24 de abril de 2042Los sujetos 8 y 9 han logrado escapar con serias contusiones en sus extre-

midades debidas al golpeo incesante de su jaula. El sistema de seguridad de lahabitación del Dr. Perkins y su esposa ha evitado un incidente grave y los suje-tos han sido abatidos con dardos tranquilizantes y devueltos a sus jaulas. Siguesin haber noticias del sujeto 4.

Diario personal del Dr. Perkins. 16:00 h. del 24 de abril de 2042El Dr. se levantó al recibir la visita del servicio secreto, indicándole que debía

desistir en sus investigaciones al ser incapaz de recluir a los sujetos de experi-mentación, y devolviéndole al sujeto 4 que fue trasladado a la jaula reforzada.

El Dr. Perkins, haciendo caso omiso de la orden, revisó las grabaciones deseguridad y determinó que el medicamento estaba haciendo el efecto deseadopero de forma demasiado eficiente. A las 14:13 h. empezó a trabajar en elnuevo refinamiento y todavía continúa al escribir este mensaje.

Diario personal del Dr. Perkins. 0:00 h. del 25 de abril de 2042El Dr. continúa con sus investigaciones en el laboratorio y sólo ha salido para

avisar a su esposa y comer algo. Al parecer el medicamento está casi listo. Meveo obligado a informar a las autoridades militares de la conducta del Dr.Perkins. Mensaje de aviso enviado a las 23:30 h.

Diario personal del Dr. Perkins. 8:00 h. del 25 de abril de 2042Las autoridades me han ordenado seguir de cerca los movimientos del Dr. Si

fuera humano escribiría alguna ironía. Esta mañana el Dr. Perkins no se ha levantado puesto que no llegó a

acostarse. A las 2:14 h. logró terminar su medicamento y se lo administróa los sujetos 1 y 5. Se mantuvo a la espera hasta 2 horas más tarde cuan-to empezó a surtir efecto. La frecuencia y el gasto cardíaco han aumenta-do pero sin salirse de los niveles normales, la frecuencia respiratoria parecehaberse estabilizado en 16 por minuto. Vistos los resultados, el doctoradministra un sedante al sujeto 1 y realiza una biopsia cerebral para com-probar los niveles de serotonina. Los resultados estarán alrededor de las13:00 horas.

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Diario personal del Dr. Perkins. 16:00 h. del 25 de abril de 2042El doctor se ha quedado dormido a las 9:00 h. mientras intentaba distraer-

se con una revista a la espera de que su esposa despertase. Cuando se escribióeste mensaje todavía seguía dormido.

El gobierno militar en persona me ha ordenado no interferir en los planesdel Dr. mientras los resultados de su nueva investigación no estén claros. En elcaso de haber encontrado una cura para la Gran Depresión, debería avisarlesinmediatamente. A modo de nota propia, no entiendo porqué se le ordenóparar en su investigación si realmente quieren una cura.

Diario personal del Dr. Perkins. 0:00 h. del 26 de abril de 2042El Dr. Perkins se levantó a las 18:00 h. y fue raudo a ver los resultados de la biop-

sia. Al parecer, los niveles de serotonina han aumentado hasta ser los de un huma-no normal. La cura para la Gran Depresión ha sido encontrada y probada enlaboratorio con sujetos vivos por lo que informo debidamente como se me ordenó.

El Dr. y su esposa han estado hablando del hallazgo, transcribo parte de laconversación de forma literal:

–¡Cariño, creo que he encontrado la cura!–¿De verdad?–Eso parece, hay un sujeto que ha elevado sus niveles de serotonina al

rango normal.–¿Y por fin podremos dejar de experimentar con otras personas? Sabes que

odio el trabajo que haces.–Te lo he explicado mil veces, es algo necesario para la humanidad. Desde que el

90% de la población sufre una depresión severa el número de suicidios ha crecidoexponencialmente y no hay otra manera de crear una cura de forma rápida y segura.

–Ya pero… sigo diciendo que es demasiado inhumano.

Diario personal del Dr. Perkins. 8:00 h. del 26 de abril de 2042Un suceso en el laboratorio hizo acudir al Dr. Perkins inmediatamente a las

0:23 h. Al ver como el sujeto 5 se había curado de la depresión, el resto de suje-tos presentes estaban golpeando sus jaulas. Al llegar el Dr. todos ellos comen-zaron a rogarle que se les inyectara la misma medicina. El Dr. no accedió puestoque es muy difícil conseguir sujetos de experimentación vivos. La negativa pro-vocó dos suicidios entre los sujetos 2 y 11.

Diario personal del Dr. Perkins. 16:00 h. del 26 de abril de 2042El Dr. ha estado trabajando en una forma de aerosol del medicamento

para transmitirlo por el aire a toda la población. Las investigaciones hasta

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ahora parecen infructuosas pero no tardarán en ser viables. El sujeto 5 per-manece sin cambios.

Las autoridades me han ordenado cerrar todas las puertas del domiciliohasta nueva orden. Debido a que el Dr. no tiene programada salida algunahasta pasado mañana, tardarán en darse cuenta de su reclusión.

Diario personal del Dr. Perkins. 0:00 h. del 27 de abril de 2042El aerosol fue terminado a las 21:34 h. y probada su eficacia en el sujeto 10.

El Dr. Perkins ha mandado un comunicado a todos los laboratorios del mundo queha sido debidamente interceptado, por lo que no llegará nunca a su destino.

Tras el envío, el Dr. celebró con su esposa una cena.

Diario personal del Dr. Perkins. 8:00 h. del 27 de abril de 2042El Dr. se levantó a las 12:30 h. y encendió su ordenador. Extrañado por no

haber recibido contestación ni aplauso alguno, me preguntó acerca de si la comu-nicación había llegado correctamente a los destinatarios. Le contesté que sí.

Diario personal del Dr. Perkins. 16:00 h. del 27 de abril de 2042A las 16:24 h. llegaron los militares al domicilio. Tras derribar con explosivos

la puerta de entrada, amordazaron al Dr. Perkins y a su esposa. Entró en esce-na el Capitán General Teal’c del Ejército de Tierra. Se dirigió al Dr. en los siguien-tes términos:

–Querido Joe, nos has sido de gran ayuda. Desde que la Gran Depresióntuvo lugar hacer 4 años has buscado incesantemente la cura para la enferme-dad. Ahora no podemos permitir que caiga en malas manos, así que se la admi-nistraremos sólo a aquellos individuos que admitan la implantación del nuevochip de control mental que ha desarrollado Inteligencia. Entiende que es muchomejor un mundo de subordinados leales hasta la muerte y que no se planteendudas a una humanidad llena de libertades y oportunidades. Al fin y al cabo esoes precisamente lo que derivó en la Gran Depresión. ¿Quién iba a imaginar queaquellos que se las prometían tan felices por el “Estado del Bienestar” no serí-an capaces de soportar el más leve contratiempo sin caer en una depresión mor-tal? Resulta irónico, ¿verdad?

La vida del Dr. Perkins y esposa acabó a las 16:28 horas del 27 de abril de 2042.

Fin del diario personal de Dr. Perkins

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Apuesta segurade

Nadine Michelle ThêrySeleccionado

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I

Sin saber por qué algo la atraía irremediablemente hacia sus labios. Y a lavez, algo dentro suyo luchaba contra ello. Eso no era lo normal, no era lo quedebía hacer. Pero tantos años preguntándose cómo se sentiría besarla...

Se besaron muchas veces, pero nunca de aquella manera.Ahora, por alguna jugarreta del destino, estaban allí. Solas. Frente a frente.

Abril nadaba en sus ojos azules y Belén se perdía en sus ojos grises. Ambas pre-guntándose si debían cruzar esa línea. Esa que separaba los besos de amigasborrachas de los besos de dos mujeres frente a frente y a solas.

Distinto, suave, húmedo, blando, largo, dulce, así sintió Abril los labios deBelén. Distinto, suave, húmedo, amargo, muy amargo, así sintió Belén los labiosde Abril. Se besaron como dos amantes separados por una larga guerra. Y dela misma manera se tocaron. Como si de ello dependieran sus vidas.

Desorientadas por la novedad de sus cuerpos y la familiaridad a la vez, comodelante de un espejo, sus dedos corrían rápidos entre las ropas. Se desnudaron.Y sin saber cómo, guiadas por el instinto, se deslizaron la una sobre la otra conla misma suavidad que el viento acaricia las hojas de los árboles; con la mismanaturalidad que el Sol besa la Tierra y con la misma pasión que un escritor des-virga un papel.

Mientras Belén disfrutaba del perfume de su piel, no podía evitar pensarcómo se lo explicaría a su novio. Esas mariposas que se arremolinaban en suinterior, desde los tobillos hasta la cabeza. Algo que nunca había sentidoantes... Cómo le explicaría que estaba enamorada de Abril. Cómo le diría queno podía casarse sabiéndolo a ciencia cierta como ahora las cosquillas de loscabellos de Abril sobre su ombligo le confirmaban. Durante años fue sólo unasospecha. Algo que no le quitaba el sueño, ni impedía lo que sentía por él. Paraella fue solo una simple curiosidad que todas las chicas tienen. Ahora creía queen el fondo siempre supo la verdad, que estaba enamorada de Abril desde que

A mis padres.A mi Pitufo Gruñón.

Gracias por creer en mí.

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tenían quince años. Pero algo dentro de sí la empujaba a pensar que solo esta-ba confundiendo una bonita amistad, una profunda amistad, una férrea unión.A veces pasa cuando encuentras a una persona que se parece tanto a ti, que tecomprende tanto que desnudas tu alma ante ella.

¿Y sus padres?¿Cómo se lo diría a sus padres? Cómo le diría a su madre quecancelaba la boda y que el traje que había encargado ya no se podía devolver...que no le daría nietas a las que vestir con esos vestiditos que tanto odiaba ellade pequeña. Y cómo le explicaría a su hermano que Guillermo no le llevaría másal fútbol a los palcos VIP del Real Madrid. Como mucho, Abril lo podía acom-pañar a comprarse ropa y hacerle descuentos en el Zara en el que trabajaba.

Belén no quería que acabara. Deseaba fervientemente seguir enredada alcuerpo de Abril toda la vida. Porque sabía que cuando este momento termina-ra habría que tomar decisiones que harían que se arrepintiera de haber cruza-do la línea. Daba igual lo que eligiera, en cualquier caso, ella siempre resultaríaherida. La diferencia era a cuántos más arrastraría con ella y cuánto tiempo tar-daría en cicatrizar.

Abril no pensaba. Era feliz. Al fin y al cabo, no estaba traicionado a nadie.Quizá por primera vez en su vida era fiel a sí misma. Con el amplio historial mas-culino que había pasado por la misma cama en la que ahora estaba, a veces deforma simultánea, era difícil creer que se sintiera tan cómoda, tan libre, tangenuina, entre los brazos de una mujer. Lo único que pensó es que todos esoshombres en años nunca le hicieron sentir lo que aquella joven inexperta...

II

El silencio les sangraba los oídos. Todo había acabado y ninguna de las dosse atrevía a hablar. El mismo silencio que las había amparado horas antes, ahoralas aplastaba, las presionaba, las desolaba.

–¿Y ahora qué? –dijo Abril.–No lo sé...–Ha sido increíble, no me lo imaginaba así...–Te quiero, Abril.–Yo a ti también, ya lo sabes. –Pero yo no te quiero como siempre creí que te quería... yo...–Bel, se me hace tarde para ir al trabajo ¿Me esperas aquí? Solo son dos horas.- Vale...Como siempre que le suena el móvil, Belén revuelve el bolso sin éxito. Para

cuando lo encuentra, ya han colgado. Era Guillermo. Sintió que alguien leestrujaba el corazón. El nombre de su prometido en la pantalla del teléfono

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le recordó cómo acababa de destrozar sus vidas, su vida juntos, al menos. Ymientras se le encogía el alma, marcó el número de Guillermo, dispuesta adejarlo todo por amor.

Siente las llaves girar en la cerradura. Abril entra y Belén la abraza fuerte y labesa apasionadamente. Pero Abril no está tan entusiasmada. Estas dos últimashoras había estado pensando en lo que había pasado. Pensando que el sexo conBelén era maravilloso, y que la amaba desde que tenía quince años. Pero que unarelación con ella sería imposible. La amaba, pero no estaba dispuesta a luchar porello. No estaba dispuesta a perderlo todo por ella, a luchar contra la sociedad, aaguantar esa presión, a ser tan distinta. Para Abril el amor siempre había sidoalgo fugaz, fácil, público, normal... y no quería que eso cambiara.

–Abril, tengo que contarte algo.–Sí, yo también tengo que decirte algo, Bel...–He dejado a Guillermo.–¡¿Qué?! –gritó sobresaltada por la culpa y la vergüenza–Sí, ya sé que es duro. Fueron muchos años juntos, y la boda... ¡Ya lo sé! No

me mires así. Ya bastante tengo con saber que le cagué la vida. Pero ¿crees quesería más feliz durmiendo con una esposa que piensa en su mejor amiga cuan-do hacen el amor?

–Si no se entera, sí.–El quizá sí, pero yo no puedo seguir engañándome Abril, después de lo que

pasó... ahora sé que te amo.Se hizo un silencio. Los pensamientos de Abril volaban a la velocidad del soni-

do, de un lado a otro. Belén lo había dejado todo por ella, y ella no quería dejarnada por ella. Quería ponerle fin. Tendría que haber hablado primero. No era deesas personas que se movían por la compasión y la pena. Se levantó bruscamen-te de la silla y con todo el desprecio que sus ojos grises podían arrojar, le espetó:

–Yo no te amo.–¿Qué?... –susurró Belén, una pregunta retórica, que no necesitaba respues-

ta. Lo había oído perfectamente.–¡Que no te amo, Belén! ¡¿Por qué coño has hecho eso?! ¡¿Por qué has

mandado todo a tomar por el culo por un simple polvo?! ¡Estuvo bien, peronada más, es sólo sexo! ¡¿Estás loca?!

–¡No!... Estaba enamorada...–¿Enamorada de quién, Belén?–Ahora ya no lo sé.Belén se fue, dando un portazo. Y Abril se quedó sola, más sola que nunca,

de pie, en medio del salón. Convencida que era el mejor y último favor que lehacía a su mejor amiga; a la mujer que amaba.

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III

Sabía que era una apuesta arriesgada. Un doble o nada. Pero no pensabaque la ruleta se fuera a detener tan pronto. Las historias de amor no eran paraBelén. Historia de amor era lo que tenía con Guillermo. La única persona quehabría hecho la misma apuesta que ella, un doble o nada, si el premio hubiesesido ella. Él era la única persona capaz de perdonarla por haberle destrozado elcorazón. La adoraba, la idolatraba, la soñaba... pero no iba a volver. Ella habíasido muy clara:

–Estoy enamorada de otra persona.Lo sintió llorar. Y el corazón se le ahogó en el propio mar de sus ojos. Algo

le decía que estaba por cometer el peor error de su vida. Mientras él lloraba des-consoladamente a través del teléfono, ella se desesperaba por abrazarlo, porconsolarlo, por besarlo... por quedarse con él, por protegerlo toda la vida... peroeso no era amor, no podía serlo. Amor era lo que sentía por Abril, ¿no? Todoeso que ahora, de repente, se desvanecía.

Ahora, en la soledad de su piso, acostada en el lado que él ocupaba cuan-do dormían juntos pensaba... ¿Qué es el amor? No sabía la respuesta a esa pre-gunta. Fue incapaz de respondérsela. Solo sabía que lo había perdido. Yentonces la pregunta fue otra: ¿A quién he perdido?

En ese mismo instante se levantó de la cama. Y corrió hacia la puerta deentrada, buscando la respuesta.

–Nadie te va a querer nunca como te quiero yo.–Lo sé –dijo Belén hundiéndose en sus ojos verdes y aferrándose a sus brazos.Allí estaba la respuesta. El amor había vuelto y la apuesta había terminado.

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Domésticosde

Cristina Navarro SánchezSeleccionado

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–Estoy reventado.–¿Un duro día de trabajo?–Un día más.–Come primo, come y descansa que buena falta te hace.–¿Y tú..., ya saliste a pasear?–No, no, hace mucho calor...a la fresca vendrá.

Calló el caballo un poco avergonzado por su comodidad.Suspiró el burro.

–Qué vida ésta.–De verdad, ¡no es justo que te hagan trabajar como...!–¿...Cómo...?–¡Tanto, vaya!–Como un burro ibas a decir.

Callaron los dos.

–Y tú aquí encerrado.–Por el calor, vendrá más tarde.–¿A la fresca?–Vendrá, y traerá azúcar.–¿Fue ayer que no vino?–Trabajasteis hasta tarde creo recordar.

Calló el caballo, ¡qué envidioso este burro!, pensó por no pensar más,pero lo perdonó enseguida, después de todo era normal, todo el día en elcampo, debía estar muy cansado, y luego el trato que le daba, no era justo,y él allí descansando...

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Calló el burro, ¡qué orgulloso éste caballo!, pensó por no pensar, pero esnormal, todo el día esperando que lo saquen a pasear. Y en voz alta dijo paraluego arrepentirse,

–un caballo no nace para estar encerrado.–ni un burro para trabajar.

Y así se hirieron los dos con mucha pena y cada uno se paró a recordar siesto era así o no, pero era una cuestión difícil de aclarar.

–¿Sabes primo?, el aire del campo, los días de bueno en la madrugada, eslimpio y nuevo y hay muchas cosas que hacer, mucho por arreglar, caminamosjuntos por el sendero que esta como recién puesto y la huerta se ve pequeñitaa lo lejos, falta un rato para llegar.

–Por la tarde, cuando el sol cae el campo empieza a relajarse, sin más quehacer, y trotamos por puro placer, el sendero se recoge a la vuelta detrás nues-tro y la cuadra se ve pequeñita a lo lejos, todavía queda para regresar.

Los dos quedaron en silencio cada cual a sus cosas buenas, que si la luz deldía, el almendro de la puerta, el olor a tierra si llovía...

El burro estaba agotado pero no de trabajar, al fin y al cabo lo poco que sabíade sí mismo era por su utilidad, lo que más le dolía era el trato que le daba, lehablaba lo mismo que al capazo cuando más. Le ayudaba, todo el día le ayudabaen su trabajo y habían acabado pensando que era una herramienta para usar.Alguna vez le había castigado con dureza por negarse a obedecerle y le llamaba“burro estúpido que no entiendes na”, ¡cómo si ésta fuera la razón! ¿no entenderlo que se te ordena...? A veces sólo le decía “burro más que burro” y le dolía tanto.

Los días que volvía así, herido y magullado, el caballo se preocupaba por él,

–¿qué ha ocurrido?–Nada, me tropecé con la realidad.–Si me pegara así le dejaría, le daría una coz y me marcharía,

el burro miraba entonces los surcos que al otro le dejaban las riendas.

–si me pegara como a ti – se precipitaba a aclarar.–¿Una coz como esas de la puerta decías...?

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Y agacharon la cabeza sin tener más que hablar.

Sentía tristeza el caballo, pero no de pasear, también tenía su utilidad y muyorgulloso estaba de ella. Además había que valorar lo bueno del trato, la ama-bilidad, el azúcar, el agua más limpia...Cierto que soñaba con el campo abierto,el monte, el río corriendo, ¿pero acaso no tenía techo y alimento del que no setenía que preocupar? Había nacido allí y hasta donde podía recordar era feliz.Si acaso se quejaba era porque no le dejase decidir más. Algunos días se enfu-rruñaba con la puerta y la emprendía a coces con ella y otras veces el senderoque hubiera elegido hubiera sido el de la derecha,

–...sólo por pasar junto a los manzanos.–¿Por qué no has tirado para allá?–Porque con las riendas me tira de la cabeza hacia atrás y pierdo la orienta-

ción y si levanto las patas también el equilibrio y así me gobierna.–Yo me quedo quieto y no hay quien me mueva.–Pues siempre nos encontramos a la vuelta.–Sí, los dos muy libres de regresar.

Y por ahí no quiso seguir el caballo y el burro arrepentido susurró un perdo-na en su cabeza y por cambiar rápido de tema preguntó:

–¿Qué te gustaría ser si no fueses caballo?–Después de caballo diría...no me importaría ser pantera.–¿Pantera?–Sí, de esas que viven en la selva.–¿En la selva?–¿No has oído hablar de la selva?–No, ni de la selva ni de panteras.–Pues son tan negras como yo, quizás más, y rápidas, las más astutas de la

selva, es difícil verlas, sólo si ellas te encuentran–Yo, después de burro, querría ser gato.–¿Gato? ¿y por qué?–Porque nadie les molesta–Eso no es así, a veces los persiguen para prenderles la cola y les hacen las

mil perrerías–Va, ya me encargaría yo de correr, sería un riesgo pero me las arreglaría.–Son unos vagabundos–¿Cómo para quedarse?

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–¿Sabes?, creo que son primos de las panteras.–¿Cómo tu y yo?–Sí, sólo que ellos no han crecido puerta con puerta.

Se pensaban así entre los dos con tristeza, el burro aceptando resignado surealidad y cuestionándola más tozuda que eficazmente al reconocerla, el caba-llo amando tanto su libertad como para imaginarse en ella, sin embargo cadauno reconocía con tanta pasión su fuerza que el burro se encabezonaba en elcampo y el caballo se lucía el que más en las ferias.

Al fin bajó el sol y vino la fresca y el destino apareció por la puerta, el caba-llo no cabía en sí de alegría y relinchaba de verlo o de verse fuera, es fácil con-fundirse cuando vienen juntos lo bueno y lo malo a abrirte la puerta.

El burro los vio partir ambos dos a ambos lados de la rienda.

–Hasta luego hermano, nos vemos a la vuelta.

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Un cuaderno en blancode

Silvia Otero RodríguezSeleccionado

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El escritor mojó su pluma y empezó a deslizarla sobre el papel, dejando unrastro negro que se entrelazaba formando el final de otro cuento.

Cuando acabó de escribir cerró de golpe la libreta donde tenía todas sus his-torias, derramando un poco de tinta sobre ella, y se tumbó boca arriba en lacama, pensando.

Vivía de alquiler. Solo. Siempre solo. Envejeciendo mientras veía caer las hojasde los árboles tras la ventana. Llenándose de canas como sus libros de polvo.

Tal vez esa era la razón por la que escribía, porque necesitaba vivir momentos queen la vida real no podía sentir. Y tener algo a lo que amar. Para él sus protagonistaseran sus hermanos, y su pluma, su mundo. Podía hacer nacer un mar de una pági-na en blanco, crear flores de tinta y acariciar vestidos de seda cosidos con palabras.Tan sólo con un movimiento de muñeca. De todas formas, ¿qué era lo real? ¿Quéestaba encerrado en una diminuta y descuidada habitación o qué era capaz de arro-jarse desde un acantilado y caer lentamente, mientras veía cómo el cielo bordaba unapuesta de sol? No le importaba. Amar las letras no era tan descabellado. Él creía quesólo unos pocos privilegiados tenían acceso a lo que él sentía. Era como ser Dios.

Podía crear y destruir ciudades, montañas y ríos, teñir el cielo de cualquiercolor y desencadenar tormentas o bailes de estrellas fugaces. Jugaba a hacernacer niños, que morirían cuando él lo ordenase, se enamorarían de quien élquisiera y serían felices o tristes con tan solo dejar caer un par de lágrimasnegras desde la pluma al papel.

A menudo creía que su propia vida también era un cuento. Y que su escri-tor quería que fuera triste, con muchas descripciones y pocos diálogos…

Nunca había querido publicar nada. Su mundo de tinta era sólo para él ycada vez que leía uno de sus propios cuentos se sentía especial, único…, tal vezun poco feliz…, y ese sentimiento no lo quería compartir con nadie.

Esa mañana sus manos arrugadas cogieron una bolsa de pan y asieron elpomo de la puerta. Salió a la calle, respiró hondo y se dirigió hacia un pequeño

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parque al que rodeaba una verja blanca y oxidada. La puerta gimió, saludándo-le con su voz chirriante, cuando el escritor entró en el melancólico jardín.

Le encantaba ir allí, porque estaba tan descuidado, con tanta maleza y tanalejado de la ciudad, que nunca había nadie que le molestara mientras estabasentado en su banco favorito, igual de despintado que la verja de la entrada,aferrado a una bolsa de pan duro.

Y es que el único momento del día en el que no escribía era aquel en el queiba al viejo parque a dar de comer a los patos. Les arrojaba las migajas duras ypensaba en su próxima historia mientras ellos sumergían la cabeza bajo los nenú-fares, como si buscaran un tesoro que se hundía lentamente hacia el fondo.

Ese día todo estaba mojado por la tormenta de la noche anterior y los árbo-les brillaban con los escasos rayos de sol que lograban atravesar sus hojas. Unsauce lloraba.

Todo era silencio. Húmedo.Cerró los ojos, dispuesto a adormecerse bajo las lagunas de sol, como hacía

siempre, y en ese momento algo se movió al otro lado del estanque. Tardó uninstante en levantar la vista, sobresaltado, pero cuando miró hacia la orilla ya nohabía nada… Sólo árboles…

Otro movimiento. Volvió a mirar.Esta vez una diminuta figura estaba de pie a lo lejos, observándole como si

mirara un espejo. Tras un largo rato movió lentamente una pierna y dio un pasohacia delante.

Muy lentamente.Se acercó bordeando la orilla hasta que el anciano pudo ver su cara. Era una

niña. Tenía largos cabellos rizados y castaños que le llegaban hasta la cintura, yunos ojos grises que parecían reflejar el tormentoso cielo.

Y esos ojos de niebla le miraban en silencio.–Cuéntame un cuento –fue lo único que le dijo.El escritor dudó. Parecía una niña perdida, pero no se atrevió a preguntarle

por sus padres. Tampoco le preguntó su nombre. Ella se lo había pedido muyclaramente: quería un cuento. Y él sabía muchos.

Por primera vez, el escritor no vio nada malo en que alguien disfrutara desus relatos, así que empezó a contarle el cuento que había terminado aquellamisma tarde.

La pequeña se acercaba lentamente mientras el hombre hablaba, y alfinal se sentó en el banco con él. No le quitaba los ojos de encima. Y no leinterrumpía.

Sólo escuchaba y le miraba…

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Cuando el escritor acabó el cuento, la niña se bajó del banco, le miró denuevo y se fue como había venido, bordeando el lago mientras el viento le hacíaondear el vestido de color gris ceniza.

Al llegar a su habitación, el hombre aún seguía teniendo aquellos ojos pol-vorientos clavados en su mente.

Para distraerse, decidió pasar a limpio su último relato. Así lo tendría termi-nado y se podría ir a la cama pensando en una nueva historia.

La libreta estaba en el mismo sitio. La acarició suavemente y suspiró. Conlentitud, levantó la tapa… Pero al abrirla no encontró nada.

Ni una línea, ni un punto. Sus trazos de tinta retorcida se habían teñido delblanco del papel. Pasó las páginas, pero estaban vacías. Como el día en el quela había comprado. Sin el cuento.

Asombrado, miró de nuevo la tapa del cuaderno y vio la mancha negra quela tinta había dejado la noche anterior. Era su libreta, seguro. Sus palabras habí-an desaparecido.

Al levantar la vista del estanque de los nenúfares, volvió a verla. Ella, al igualque el día anterior, se le acercó, pero esta vez se sentó directamente a su lado.

–Quiero otro.El escritor aún estaba asustado por haber perdido su cuento de una forma

tan misteriosa, pero no se atrevió a decepcionar, o, mejor dicho, a desobedecer,a esos ojos de hormigón que esperaban. Y le contó otro. Otro del mar. La ver-dad es que la mayoría de sus cuentos eran sobre cómo se imaginaba el océa-no, porque nunca lo había llegado a ver.

Éste tenía un final muy triste. La niña le miró con sus tormentosos ojos y se quejó:–¿Por qué tiene que acabar así?El escritor apartó con dificultad los ojos de ella.–Porque la vida es así. Triste.La niña se levantó y se fue, sin decir nada más.Mientras la veía alejarse, el hombre tuvo un presentimiento. Corrió hasta su

habitación alquilada y buscó el cuento que le acababa de contar a la chiquilla.Abrió el cuaderno; estaba en blanco. Empezó a pasar páginas y, cuando ya

no esperaba encontrar nada, vio que había una página que aún estaba escrita.Era la última. El final del cuento.

Al día siguiente le volvió a contar otro, a pesar de saber que se quedaría sinél. No podía evitarlo, esa niña le embrujaba y no podía resistirse.

La niña se fue sin pronunciar palabra.

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Ese día le había gustado. Y se lo había llevado entero.–Otro –le pidió el cuarto día.Pero esa mañana el escritor no le contó un cuento del mar, sino uno muy

triste, de pobreza y enfermedad; de muerte.–No sigas –le interrumpió al cabo de un rato, con ojos llorosos.Ese día sus letras no desaparecieron, tal y como él esperaba. Al ver que el

cuaderno estaba intacto, el escritor sonrió. Ella sabía lo que buscaba. Pero, ¿quién era? Se podía deshacer fácilmente de aquella niña, pero no

quería. Le atraía su misterio, su soledad y…sus ojos grises.

Día tras día le contó cuentos hermosos y alegres sobre espuma, sirenas,caracolas, sal y agua. Y… sus ojos…

No estaba seguro, pero le pareció que el gris de sus iris era más azulado cadadía y que dejaba de tener la sonrisa vacía. Pero, cuanto más azules se volvíansus ojos, más páginas en blanco tenía en sus cuadernos…

Y la quería. Tanto que siempre que estaba solo la veía caminando a su lado,mirándole con pupilas que empezaban a fundirse, como si alguna vez hubieransido de hielo. Ella le hacía ir sonriendo por la calle, tenderle la mano al aire yhablar con su recuerdo. Se empezó a obsesionar y ya lo único que le importa-ba era contarle cuentos en lugar de crearlos.

Pasó mucho tiempo. Su habitación ya estaba llena de cuadernos en blanco.Aquel día desaparecieron los trazos de tinta del último. Consumidos por una mirada.

Al día siguiente, como siempre, volvió al banco del estanque. Pero la niñano estaba allí.

El hombre esperó mucho tiempo, mientras las hojas secas se posaban en susombrero.

El sauce lloraba.Horas después, cuando desesperanzado se levantó para irse, oyó un chasquido.

Al volverse, sus ojos chocaron con otros azules. Ese día la niña lucía una sonrisa mis-teriosa que intrigó al escritor. Su vestido…blanco. En su mano…un cuaderno.

Ella no dijo nada. Levantó el cuaderno, lo abrió y empezó a leerle un cuento.Una ola le salpicó la arrugada cara de anciano. Su sombrero lo arrastró la

fuerte brisa y sintió los gritos desgarradores de las gaviotas en sus oídos. El mar.Por fin lo veía.

Cuando la niña cerró el cuaderno, al escritor le brillaban y le escocían losojos. Sus labios estaban llenos de sal y su traje goteaba sobre un banco lleno dearena y conchas.

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Los ojos de la niña eran agua y los del hombre ilusión. Ella tomó una peque-ña caracola de su pelo, se la dio y cerró su mano alrededor de la del anciano. Elescritor la asió con tanta fuerza que pequeñas flores rojas mancharon su piel.

A continuación, la pequeña le regaló el cuaderno. Él sabía que se había aca-bado. Para siempre.

–Las letras ponen freno a tu imaginación. No dejes que te aten. Libéralas yvolverás a ver el mar –le susurró.

Posó su pequeña mano sobre el corazón empapado del hombre y se alejólentamente, sin mirar atrás.

Él la vio alejarse entre la neblina marina que aún olía a sal y a brea. Cuandodejó de verla, abrió lentamente el cuaderno de donde la niña había leído elmaravilloso cuento…

Estaba vacío…en blanco…húmedo por los bordes.Y por fin comprendió que no le había robado sus cuentos, le había ayuda-

do a que cada vez que los leyera fueran diferentes.Una página en blanco puede ser tantas cosas… Seguramente más que

una escrita.

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Makelele ingresa enprisión

de

Jorge Salazar MartínezSeleccionado

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No voy a olvidar nunca la mórbida hediondez de aquel minúsculo y oscurolugar de aislamiento. Recién abría los ojos… pensé que me encontraba en elbanco de algún parque o quizá en un portal abandonado. No era así. Mi ropasudada había hecho una perfecta simbiosis con la funda ennegrecida del col-chón sobre el que despertaba. No había más: la total oscuridad, la desorienta-ción, el desasosiego y un avinagrado olor a amoniaco casi sedante ytotalmente nauseabundo.

“¿Qué carallos hago yo aquí?”, acerté a preguntarme. Recuerdo vagamente qué había ocurrido después de Nochevieja. Recuerdo

estar con Álvaro en nuestro garaje, con los pies sobre una mesa con un enor-me cenicero lleno, y bajo la mirada de un perro obeso y un armario que con-tenía una modesta plantación interior de marihuana. Recuerdo el instante enel que me propuso dedicar lo que nos sobraba de nuestras pagas extra navi-deñas –francamente todo-para comprar cien gramos de cocaína para vender-los al doble de su precio. Recuerdo vagamente cómo la risa floja, elnerviosismo, y el sueño me hicieron decir que sí. Me hicieron aceptar un viajeque terminaba en ese oscuro lugar en el que me encontraba, donde el orín serespiraba después de expulsado.

Poco recuerdo después de aquel sí inconsciente. Recuerdo sangre, peleas,borracheras, carreteras, gasolineras, carreras, palmadas en la espalda, mi puñoapretado desencajando la mandíbula sudada de cualquier otro perturbado.Recuerdo haber vivido sin saber cómo la mejor época de mi vida. Recuerdohaber dejado de ser el negro Makelele y haber enterrado definitivamente esamaldita cruz que me obligaba a no ser más que un simple encofrador que mal-gasta su dinero los fines de semana en drogas de lujo. Me olvidé de lo ridículoque sonaba mi acento gallego de Cabo Verde. Me centré en el movedizo aquíy en el efímero ahora. Viví un presente del que pocas veces fui consciente.

Recuerdo las risas, la locura injustificada, las excursiones en grupo a losaseos de las discotecas, el sexo, ¡sentirme alguien! Recuerdo un BMW viejo que

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compramos a un patético yonki en el parking de una discoteca, esa sensaciónúnica que me dio correr a 220 kilómetros por hora en una autopista, el dineroque guardábamos en nuestros bolsillos rotos, una pistola de balines cíclope queamenazaba con su único ojo. Recuerdo el polvo blanco que me abría tantaspuertas, y que me cerraba otras muchas. La bolsa desgastada que lo guardaba.Recuerdo las blanquecinas y carcomidas tarjetas de plástico, recuerdo como mequitaba los recuerdos, los dolores, el hambre, el sueño, para que luego ellos vol-vieran encabritados y rebeldes. Recuerdo soñar con ser Fernando Alonso, mihabitación de quinceañero forrada con afiches de su rostro perfecto y aumen-tado. Recuerdo mi viejo Opel Kadett azul, como el suyo. Rogar que me llama-ran ‘El Nano’. Recuerdo inspirar profundamente. Esa la única vez que respiraspara no seguir viviendo.

–¡Makelele! –gruñó un vozarrón cavernoso desde algún punto de la habita-ción de paredes bañadas en orín reseco.

Se abrió paso un haz de luz blanca que emergió de entre la oscuridad. Amis espaldas se abría una oxidada y pesada puerta de acero. Sentí como la cáp-sula en la que estaba encerrado se deshacía sobre los meados. Un amasijo dehombre de casi metro noventa y generosa barriga me aguardaba sonrienteante el resplandor luminoso del exterior. Vestía de azul. Era un Policía Nacionalque sonreía con complicidad y satisfacción mientras acordonaba mis muñecascon unas gélidas esposas: me conducía a una enorme sala donde solo habíaun inexcrutable hombre de traje y gafas oscuras. Un perfecto yuppie ochente-ro de cabeza ovalada y pelo negro adherido a ella. Lo que le quedaba de ros-tro tras sus ‘Ray Ban’ era una calavera forrada de piel envejecida y grisácea,una nariz puntiaguda y deteriorada, y unos labios finos y decolorados comodos lombrices muertas.

–Estás como una puta cabra, eh. –espetó a modo de saludo con unamedia sonrisa.

–¿Qué carallos hago aquí? –¡Cómo que qué carallos hago aquí! ¿No lo sabes hijoputa? Guardé silencio y agaché la vista hacia donde no pudiera encontrarme con

la amenazante mirada de sus cristales tintados. Mi cerebro bloqueado ante elpánico dejó huir cualquier recuerdo valioso. Conseguí subir la cabeza y mirarlotímidamente a sus ‘Ray Ban’. Sus fosas nasales abriéndose de manera amena-zante olieron mi miedo.

–¡Mataste a una vieja! ¡Gilipollas! –abofeteó impertérrito. El miedo consiguió petrificarme. El olor de los meados había desaparecido,

pero no conseguía apartarlo de mi mente. La noticia demolió lo que me queda-ba de moral. Empecé a sudar copiosamente. Mis vísceras empezaron a revolver-

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se, sentí un desagradable sabor en mi boca. No pude contenerlo. Noté el golpede una desagradable catarata verdosa que golpeó mi boca hinchándola comoel cuerpo de un pez globo. Bajé la cabeza colocándola entre mis languidecidosbrazos, y dejé derramar la nauseabunda catarata sobre las baldosas verdes.

–¡Qué asco de tío! ¡Me has manchado los zapatos! ¡Joder! –¡Tú! –le grité con los labios húmedos y la mirada desencajada– ¿Qué cara-

llos quieres? –Te voy a explicar la versión reducida porque veo que eres un potencial con-

cursante de Gran Hermano… –trepó su mirada por encima de los lentes– Negrode mierda: Seguramente no te acuerdes de mí. Te llevaste mi jodido BMW, medejaste tirado en un parking sin dinero, desnudo y con el mono. Eran las docede la mañana de un domingo soleado como no recuerdo. Te mataría. Pero hayalguien que se ha enamorado de ti y te quiere afuera. Te has convertido en unaleyenda que sale en los periódicos, en el Youtube, y en los móviles de los ado-lescentes. Alguien que te quiere mucho quiere que formes parte de su redil.

–¡Pero si he matado a una vieja!–No importa… –dejó escapar sin apenas mover los labios.–Pero si… ¡Podría ser tu madre fillodeputa!–Pero no lo es…–¡Me cago en la puta! –vociferé tratando de recomponerme– ¡Sorpréndeme

más! ¿Quién me quiere sacar de aquí?, ¿el marido de la vieja?… ¿Cómo coñola maté? –pregunté entre lágrimas.

–Pues con el coche…–¡Oye! ¡Oye! ¡Yo nunca mataría a una señora con el coche! ¡Es más!

¡Nunca mataría a una señora! –Ya lo hiciste… Escucha Makelele no tengo tiempo para más gaitas. Alguien

te va a pagar los mejores abogados para que te saquen de aquí. Este no es tulugar. Y te vamos a sacar.

–¿Quién?–Unos tipos con mucha pasta que quieren que hagas algo.Y se largó, me dejó con las mandíbulas desunidas y los ojos como nísperos,

mientras mis zapatillas de 90 Û se ahogaban en mis propios vómitos. Su pre-sencia se tradujo en una aguda jaqueca y una dolorosa tristura que empezóa carcomerme desde aquel instante. Volví a la celda. Me tumbé sobre el col-chón. Y regresó una tenebrosa oscuridad que atraía los malos recuerdos.Intenté encontrar ese momento en el que le había quitado la vida a esapobre anciana a la que ni recordaba. Nada. Ojalá supiera cómo era su cara.Ojalá pudiera pedirle perdón, pero ¡ya para qué! ¡Estaba muerta! El dolor meinvadió como un virus. Estallé en llanto. ¡Grité! ¡Salté! ¡Me levanté! ¡Agarré

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a golpes esa maldita puerta! ¡Sáquenme de aquí! ¡Grité! ¡Sáquenme deaquí! ¡Maldita sea!

¡Hijos de puta! Oí a un tipo haciendo una mueca de desagrado: “¡Qué ascode tío!” le oí decir después. ¡Y lo había oído! ¡Estaba en mi puta celda! ¡Lohabía oído, joder! Me sentí avergonzado. Oí la familiar risa de mi abuela bur-lándose de mí. “¡Makelele! ¡Makelele!” cantaba con su tremebunda voz: sehabía inventado una nana con mi apodo. La repetía. La repetía. ¡La repetía! Suexperimentado rostro hizo la luz y se proyectó sobre el muro frontal del cubícu-lo. Sus ojos cargados de sufrimiento me clavaban una mirada severa, y de desa-probación, mientras seguía burlándose de mí: “Makelele, Makelele”. ¡Gritéasustado! ¡No! ¡No! ¡No! Mis manos se cubrieron de amargas lágrimas. Metumbé sobre el colchón, lo mordí, degusté su salado sabor. ¡Estoy loco! ¡Estoyloco! ¡Estoy loco! Repetí casi treinta veces. Cerraba los ojos para dormir: ¡paradespertarme de esta pesadilla durmiendo!… era imposible. Salté y golpeé lapuerta, y me dediqué a romperla con mis puños, y sólo así pude olvidar al ros-tro de mi abuela y de la voz del hijo de puta que había venido a verme…Finalmente conseguí dormir sobre el gélido tacto de la puerta metálica, resulta-ba refrescante y reconfortante en esa asfixiante celda que había hecho mía gra-cias al fuerte aroma de mi sudor. Puta cocaína.

Como precaución dejé de mirar a la pared del fondo, no fuera que miabuela se me apareciera de repente. Cerré los ojos y la volví a ver. De niño mellamaba Zè Luís, jamás me había dicho Makelele. Era muy cariñosa y siempreme defendía ante mi inexperta madre. ¡Cuánto diera por verla! ¡Cuánto dierapor ver a mi madre!… A mi hermana. A mi padre. No había venido nadie. Norecuerdo qué les había hecho. Dudo que los hubiera matado: el hombre denegro me lo hubiera dicho… Y ¿mis amigos? Nuestro único interés en comúneran las drogas. Por eso me llamaban Makelele, porque soy negro, del Madridy juego bien al fútbol, por eso me llamaban Makelele, porque ninguno meconocía realmente. Ni yo mismo me conocía hasta que entré en esa celda.Ojalá pudiera llorar arrepentido sobre el hombro de mi madre. Sólo sé quesoñaba con ser Fernando Alonso. Sólo recuerdo que jamás había lloradotanto. Sólo recuerdo que en medio de la oscuridad ideé casi mil formas de qui-tarme por fin la vida.

–Te largas fillodeputa –dijo una voz desconocida y gutural. Al abrirse la celdasentí como mis retinas se zambullían en la luz y se deshacían en ácido sulfúri-co. Cerré los ojos.

–Tengo hambre –conseguí balbucear debilitado– y creo que estoy loco. –Pues te vas a un restaurante y después te pagas un psiquiátrico, bakala

de mierda.

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Enterró sus afilados dedos en mi fino brazo derecho, sentí cómo me inyec-tó la roña de sus uñas. En un ademán violento y vigoroso levantó mi cuerpo delsuelo, recomponiéndose fugazmente el puzzle de mi osamenta flaqueada. Caí.Volví a caer. Y lo único que me asía a la tierra era su brazo gigante sujetándo-me; comprendí que lo más inteligente era dejar de luchar en contra de él, com-prendí que lo que necesitaba era apoyarme. En otro golpe de fuerza me empujóhacia el exterior de aquella mohosa celda a la que llegué a amar. En esta oca-sión no me calzó ese frío par de esposas, no me quedaba fuerza en el cerebropara preguntarle el porqué. Las miradas de los pobladores de la comisaría sediluían como las luces de los coches por la noche y mis pies no se habían acos-tumbrado todavía a andar. El policía abrió la puerta de la comisaría con la manoizquierda y con su otro brazo estampó mi cara contra el polvoriento cristal.Recargó toda su fuerza y peso para abrir definitivamente la puerta gritando ple-tórico: “¡A tomar por culo!”. Me propinó una patada con toda la longitud desu pie sobre mi huesudo trasero. Mis piernas aún no habían reaccionado y rodésobre las escaleras que dan acceso a la comisaría. Sentí mis huesos crujir contrael suelo, la vibración de los dientes clavarse sobre mis mandíbulas y desplomar-me como un muerto. Como un muerto.

–¡El puto Makelele! Compramos al juez, al comisario, al oficial, y hasta a suputa madre para que lo sacaran antes del juicio. Matamos a un tío para que sehiciera pasar por él y la prensa dijera que se había suicidado. ¡Y me lo traesmuerto! ¿No ves? ¡No se mueve! ¡Fodas! ¿Tú es que eres gilipollas o qué Luis?–increpó una ajada y melosa voz de viejo.

–Disculpe patrón –contestó cortésmente un colombiano– no es culpa nues-tra que tuvieran a este tipo casi dos semanas en una celda de aislamiento sincomer. Había matado a la madre del comisario, entienda que el hombre estabamolesto… ¡y con motivo!

–¡Claro! –concluyó un familiar graznido del extrarradio–. ¡Eso lo dices túque te crees importante porque no paras de dar órdenes! ¡Ya quisiera verte yosobornando al facha del juez!

–Fuere como fuere ya está muerto. Lleva dos días con suero y no responde.Ayer no tenía pulso. ¿Qué gaitas hacemos con este fiambre? –concilió una vozconocida. Era el bakala del BMW.

–¡Que no está muerto joder! ¿No ves lo rosado que está? –saltó el abuelo. –¿Cuál rosado, ni qué rosado? ¿No ve que es negro? –contestó el colombia-

no desesperado por la cortesía. –¡Como me vuelvas a hablar así…! ¡Maldito sudaca! –golpeó el patriarca–

¡Que yo ya he visto a muchos muertos, y este no tiene pinta de cadáver! ¡Joder!Era el tío perfecto: negro, sensible y guapo -como le gusta a las mujeres-.

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Agresivo, trabajador y constante, como en el fondo quisieran ser los veinteañe-ros–. ¡Este fillodeputa era perfecto!… Todo lo que llegué a hacer para conse-guirle a mi nieto el protagonista de esa película perfecta que queremos rodar…y mire: ¡Muerto! ¡Era el protagonista de esa película que quiere rodar mi nieto!Esa película que haría que la cocaína molara y nos convertiría en los capos másgrandes de toda Europa. ¿Por qué carallos tuvo que morir joder?

Entonces el anciano emitió un hondo quejido desde las cavernas del alma,luego otro, derrumbó su pesada y mullida anatomía sobre mi cadáver, y empa-pó con lágrimas mi bata de enfermo de hospital. ¡Me emocioné como nunca lohabía hecho! Nunca nadie había llorado por mí. Siempre había sido el chico per-fecto que no da problemas, la gente pensaba que yo era el autómata ideal decolor negro, pero se habían equivocado: Makelele era un ser humano. Quiseabrazar a ese pobre anciano que lloraba desconsolado por mí. Y aunque nopodía, yo seguía intentándolo. Mis párpados pesados se abrieron lentamente,moví mi brazo izquierdo y agarré débilmente el grasiento brazo del abuelo. Lomiré a los ojos, abrí la boca.

–Quiero… que el personaje… se llame ‘Nano’… como Fernando Alonso. Porfavor… ¡no lo vaya a llamar Makelele! –supliqué a trompicones.

El rostro del tierno anciano se descompuso como el algodón de azúcar en laboca de un niño. La emoción del infante no la pudo soportar el maltrecho cora-zón del viejo narcotraficante. Tensó su cuerpo como si hubiera recibido elcorrientazo de la muerte. Y se desplomó en el suelo. Cerré los ojos. Gracias a laalharaca, la satisfacción, el dolor y la sorpresa que transmitían las desconcerta-das voces de los secuaces de aquel Corleone gallego supe que el viejo habíasufrido un infarto. Tanto vicio le pasó factura al pobre abuelo. Qué pena medaba. ¿Cómo habría llegado a estar donde estaba? Con esa mente tan brillan-te bien podría haber sido el dueño de Zara y haberse dedicado a decirle a lasseñoritas y señoritos del S.XXI qué deben vestir para salir a la calle sintiéndoseseguros, triunfadores y brillantes. Bien podría haber sido el Papa. Bien podríahaber sido Dios… Crecí en Europa viviendo el vacuo sueño americano… moríen Europa siendo un producto de marketing cuando lo único que esperaba erael tierno abrazo de un abuelo muerto.

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Mierdade

Jaime Selva MartínezSeleccionado

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“Mierda, estoy respirando” El aire entraba en sus pulmones con dificultad, pero entraba. No quería abrir

los ojos. Esto no era lo planeado. No tenia porque salir así. ¿Cuál había sido elfallo?, mejor no preguntárselo.

“Joder, que es verdad. Estoy vivo. Mierda. ¿Y ahora que hago?” Tanto tiempo preparándolo, y ahora había fallado. “Bueno, lo primero es abrir los ojos. Ya veremos como arreglo este desa-

guisado. Madre mía, si es que no valgo ni para matarme como Dios manda.Mierda”

Con algo de cansancio, consiguió incorporarse sobre la cama. Se asomo alborde de la cama, y contemplo la botella. Estaba tirada por el suelo. No estabarota, pero si abierta y parte del liquido se había esparcido por la habitación.

“Eso, y ahora encima me toca limpiar. Perfecto. Simplemente perfecto” El sarcasmo y la retórica siempre fueron marca propia de su personalidad.

Algo que en el mundo laboral le abrió muchas puertas, pero que en lo perso-nal se las cerró todas.

Comenzó a sentir una sensación de quemazón en la boca del estomago.Poco a poco iba aumentando, pasando de simple molestia al ardor típico cual-quier resaca que se precie. Esa sensación no era nueva. Le costo recordarla, perolas malas sensaciones no se suelen olvidar.

El calor fue bajando de la boca del estomago a los intestinos. Aquello no erabuena señal. Tenia que levantarse. Tenía que ir al aseo, pero no podía. La respi-ración era todavía débil como para poder hacer ese esfuerzo. No podía incor-porarse. Y el liquido de la botella salio, tal y como manda la ley de la gravedad,desde las partes altas a las bajas, ensuciando todas las sabanas.

Agachó la cabeza y comenzó a ver lo que sus sensaciones interiores le indi-caban. La sensación de impotencia era superior a él, y comenzaron a salir lágri-

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mas. Poco a poco. Hasta convertirse una lago donde ahogar las penas. Nuncapudo soportar la sensación de sentirse inútil.

El calor se convirtió en dolor, pero no le importaba. Se sentía humillado enesa situación. No atendía a dolores. Simplemente estaba llorando.

Poco a poco fue recobrando las fuerzas. Hizo el ademán de levantarse, peronoto que el líquido seguía saliendo. Decidió no moverse. El mal ya estaba hecho.

“No voy a cambiar el colchón. No puedo. Tengo que volverlo a intentaresta noche”

Cuando se notó vacío, se incorporó. Las lágrimas cesaron, pero el dolorempezaba a aumentar. Pero era una sensación de hombres. Él podía aguantareso, no le importaba ese sufrimiento.

“Soy un hombre, que se joda el estomago”

Con más pena que gloria consiguió ponerse de pie. Resultaba difícil mante-ner el equilibrio, por lo que se apoyo en la mesilla de noche. Volvió a mirar alsuelo. Se miro sus partes y las piernas.

“Vale, esta noche lo vuelvo a intentar, pero tengo que darme una ducha. Asíno puedo salir a la calle. “

Miró el despertador. “Mierda, las 6 de la tarde. Joder, que me cierran la tienda. Rápido. A la

ducha. Venga, vamos campeón. Esta noche no fallamos” No sabe muy bien como, pero consiguió andar hasta la ducha. A la altura

de la cocina pensó en el método del gas. Era algo más bestia, pero eso seguroque no fallaba.

Se convenció asimismo que aquella decisión solo le pertenecía a él. Sus veci-nos no tenían porque sufrir las consecuencias.

Con dificultad consiguió entrar en la ducha, y con mucho esfuerzo giro elgrifo de la ducha.

“Hay que joderse. Mira que el fontanero nos lo dijo. “colocar el monogrifo.Es mas cómodo”. Pero no. Ella que no. Que si esto, si aquello. Y nada. Mequede sin monogrifo. Siempre igual. Siempre. La muy……. Pero que estoydiciendo. Si la quiero. Joder. Por eso la aguantaba. Porque la quiero. Puta vida”

Comenzó a sonar el teléfono. Simplemente, no podía moverse. Hacer elesfuerzo de moverse dentro de la ducha sin perder el equilibrio, ya era unahazaña. Así que, dejo que el teléfono sonara. Total, no quería ver a nadie.

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Tres llamadas consecutivas le hicieron desesperarse, pero el tono del sms lehizo preocuparse. No había quedado con nadie. Hacia casi una semana que esta-ba recluido en casa, pensando en la mejor manera de decidir sobre su futuro.

Una sonrisa irónica. Pensó en la situación. Había pasado una semana, ynadie le había reclamado para nada. La discusión fue fuerte, y el espectáculolamentable para él, bochornoso para los amigos, y porque no decirlo, morbosopara el resto de comensales.

Consiguió salir de la ducha, y tapándose con la toalla como buenamentepudo, se dirigió al comedor para ver el teléfono. Sentía curiosidad.

Era ella.

“T kiero.kiero pelearme cntigo.kiero discutir.kiero llorar.kiero sufrir a tulado.no voy a irme.buscare otro trabajo.no kiero dejarte.kiero k seas papa.kierok seas abuelo.t kiero”

La debilidad le pudo. Cayó de rodillas. Mirando al cielo, dio gracias a Diosde no haberse bebido toda la botella, y comenzó a llorar. No podía ponerse depie. El nerviosismo le podía. Estaba tiritando.

Agarró el teléfono y la llamó.

“¿Lo has leído?” “Si” “Pues anda, deja de hacer el tonto en casa. Ponte guapo que esta noche te

invito a cenar. “ “Te quiero”

“Yo también, tontarrón. Yo también”

Se hizo el silencio. Solo se escuchaban sus lágrimas, y la sonrisa de ella.

“Venga, nos vemos a las 9. Tengo mesa reservada donde siempre. No lle-gues tarde. Tengo que darte una sorpresa.”

“No jodas. ¿En serio?” “No tardes, que tengo hambre. Venga, nos vemos” “De acuerdo. Hasta ahora. Te quiero” “Yo también”

Tumbado en el suelo, comenzó a imaginarse muchas historias. Muchas pelí-culas. Muchas ilusiones. La vida le estaba dando una segunda oportunidad. Ytenia claro que no podía fallar. Ella había tomado una decisión muy importan-

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te. Renunciar a lo que renunciaba no era fácil. Trabajo, sueldo, nivel de vida,tranquilidad y estabilidad. Vamos un regalo que le habían concedido, pero alcual ella renunciaba. Por él. La idea de una familia le ilusionaba. Era lo que elsiempre había querido, y sabia que ella también lo deseaba.

Comenzó a ponerse de pie. El dolor no se había ido. No iba a poder comermucho. Tendría que inventarse alguna excusa. Si ella descubría lo que esa nochehabía intentado hacer, se iría para siempre. Tenia que limpiar la mancha delsuelo. Tendría que cambiar de colchón. Iba a ser complicado. Mas aun, porquedespués de la cena, la experiencia le decía que iban a acabar en la misma cama.Tenia que pensar.

Poco a poco se fue vistiendo, no sin las dificultades propias de su situación. El reloj del despertador parecía que no daba tregua. Eran las ocho. No podía

comprar el colchón. No le daba tiempo. No quería llegar tarde. Hizo cuentas, ydesde su casa hasta el restaurante había veinte minutos. Podía hacer limpieza,recoger los restos de la botella e intentar ocultar, no sabe muy bien como, losrestos depositados sobre el colchón. Anduvo hacia la ventana y la abrió. Hastaahora, no había caído en el hedor que desprendía el colchón. Era insoportable.No podía traerla a casa. Tenia que inventarse una excusa. Tenia que pensar,mientras intentaba limpiar lo que podía ser limpiable.

Salió de casa a las ocho y media. No quería llegar tarde. Además, todavía notenía una excusa. El paseo le podía ayudar a encontrarla. Siempre le gustó pase-ar. Le encantaba salir con ella, y que se cogiera de su brazo. Que se acurrucarasobre su hombro, como buscando protección o simplemente calor. Eso leencantaba.

Llegó pronto. No se había dado cuenta del camino. Pensó que igual se habíasaltado algún semáforo, porque no era consciente del camino recorrido. Optópor esperarla sentado. Todavía le costaba mantener el equilibrio. Otro problemaañadido. No tenía excusa para evitar pasar lo noche juntos en casa, algo com-plicado, la verdad, la conocía y sabia que iba a ser una reconciliación en todaregla. Confiaba en que el vino le ayudara. Pero no sabía como explicar la faltade coordinación, de equilibrio. Eso era más complicado.

“Hola, ¿Cómo estas?” “Bien, no tanto como tu, pero bien”

Si llegara a saber como estaba realmente por dentro, la noche se podríacomplicar. Los dolores no cegaban en su empeño por fastidiar la noche. Ella, sin

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embargo, estaba impecable. Era muy guapa, pero cuando sonreía y estaba ale-gre, era un placer verla. Era luz.

“Bueno, ¿Qué has hecho estos días, que nadie te ha visto el pelo? “Pues nada. En casa. Pensando en muchas cosas. Meditando sobre el futuro” “Y…¿has encontrado alguna respuesta?” “Bueno, te tengo aquí sentada. Enfrente mío. Era lo que quería” “Yo también. Bueno, ¿pedimos?”

Comenzaron a leer la carta. Las reconciliaciones suelen ser así. Sin pregun-tas. Simplemente quieres arreglar las cosas. Buscar la causa de la pelea es algosecundario. Además la solución ya estaba aportada. Ella no iba a irse. Tenía loque quería. Tenía lo que deseaba.

El calor del estomago se hizo mayor. Con ese ardor le iba a costar poderingerir algo. La cena se le iba a complicar. Probablemente, acabaría en el aseo.Lo justificaría con los nervios. No era la primera vez, que esa sensación de ner-viosismo le impedía comer.

El calor se hizo dolor. Aquello no iba bien. Recordó que no había ido al medi-co. Aunque no había conseguido su objetivo, había ingerido parte del líquido.Poco, es cierto. Por eso había fallado. Pero algo había entrado en su estomago.Se puso nervioso. Empezó a sudar, mientras ella seguía leyendo la carta.

“Llévame al hospital. Ya. Rápido.” “¿Qué ocurre? ¿Estas blanco? ¿Qué pasa?”“Luego. Luego. Pero vamonos ya”

Intentó ponerse de pie, pero cayó en redondo al suelo. El golpe hizo tem-blar el suelo del restaurante. Toda le gente se giro hacia él. Se oyeron sillascayéndose. Mesas corriendo. Gritos. Y lágrimas.

No paraba de escuchar lagrimas. Escuchaba mucho ruido, no entendía nada. Pudo leer en sus labios la misma pregunta, una y otra vez: “¿Qué te pasa? ¿Que ocurre?” Intentó mover los labios. Intentó expresar un “te quiero” o un “lo siento”,

pero su lengua no le dejo decirlo.

Cerró los ojos y dejo de respirar.

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El Silencio delatadorde

Pedro José Tovar LlortSeleccionado

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–“Guarda la pistola y corre”- gritó la noche del suceso Toni advirtiendo aManuel de la persecución que se le estaba haciendo.

David no podía creer lo que estaba haciendo, estaba delatando a suOrganización por enésima vez esa semana.

Al enseñarle la agente un sacacorchos ensangrentado, proseguía:–“Entonces Manuel dejó todo atrás y comenzó a correr delante de vuestros

compañeros sin mirar hacia atrás,”–a lo que añadió al cabo de una alargadapausa: –“y ya no recuerdo más”.

–“Y, exactamente, ¿a qué os dedicabais en esa Organización?”–“Intentábamos ayudar a los indefensos de las garras policiales, dándole

cobijo en nuestra sede”–“Y, ¿dónde está esa sede?”–“No me lo sacará jamás”Después de estas conversaciones, las cuales eran diarias, metían el sacacor-

chos entre las uñas de David arrancándosela y dejándolo toda la noche sin curary sin comer, hasta la mañana siguiente que seguirían con el interrogatorio quenunca variaba de preguntas.

Querían volver a David loco, aunque éste era consciente de ello y por elmomento, conservaba su cordura.

El lugar en el que estaba encerrado era oscuro y maloliente, aunque hacía unabrisa que el cuerpo sudado de David agradecía en aquel verano tan caluroso.

Dos meses antes de todo esto, la Organización clandestina “Anarquistasfrente al sistema” iba a celebrar una reunión en una pequeña villa del norte deEspaña. La policía del régimen comunista que se había alzado en el poder esta-ba tras la pista de esta Organización, ya que sabían de su existencia y la con-sideraban un grave peligro para los intereses del régimen. Por ello, lograron,mediante los grandes avances tecnológicos de la época (España era la princi-pal potencia europea en tecnología), colocar un dispositivo en uno de los vehí-culos que transportaba a cinco Paritas –así era como se hacían llamar los

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miembros de la Organización– (pues los altos cargos de la misma insistían enque cada coche llevara a cinco miembros para tratar de no levantar sospecha,ya que el desplazamiento de coches sería mucho menor), y lograron averiguar,a través de coordenadas que emitía el dispositivo, la villa en la que se produjoesta concentración. Cuando llegó la Policía, los Paritas que tenían vigilada lavilla, dieron la alarma y trataron de escapar o esconderse, aunque su malaorganización en cuanto a la huida, dejó el trabajo casi hecho a la Policía, quelos encontró en cuestión de minutos. Consiguieron detener a varios (entre ellosa habitantes del pueblo) y trasladarlos a un lugar secreto para que su interro-gatorio fuese mucho más seguro.

Los arrestados llevaban dos meses encerrados en aquel lugar, en el que nuncahabían estado, respondiendo día tras día a las mismas preguntas y recibiendotorturas cada vez más fuertes, aunque aún no llegaban a ser insoportables.

David respondía todas las noches con sonidos de animales a un leve susurroque provenía de la pared sin saber exactamente lo que era; aunque sospecha-ba de los mismos policías encargados de interrogarlo, para que su locuraaumentase y llegara el momento en el que, David, cansado de las torturas dia-rias y de la rutina, respondiera todo lo que sabía. Pero él aún era consciente ysabía que ese estado tardaría en llegar.

Tras otros dos meses recibiendo torturas, pasando hambre, viviendo en con-diciones infrahumanas y contestando con sonidos de animales todas las nochesa los leves susurros provenientes del otro lado de la pared, David decidió contartodo sobre Manuel, aunque ya que su intención nunca le había fallado y esta-ba seguro que ese susurro de la pared era emitido por policías, esperó hasta lanoche para realizar su decisión. Pasadas las dos y cuarto de la madrugada (tení-an relojes en las celdas) volvió a oír ese susurro, al que contestó:

–“Manuel no existe. Ésa es toda la verdad. Yo soy el jefe de la Organización,yo soy la Organización. Aquel hombre que visteis en el pueblo era un campesi-no obligado por el régimen a realizar tareas de agricultura en contra de su volun-tad, es por ello por lo que vino a la reunión en busca de ayuda. Lo que llevabaen sus brazos era un libro envuelto de los Paritas; una especie de guía de dóndeencontrarnos y a quién dirigirnos. Los Paritas existimos desde hace más de 100años, mucho antes que el régimen, pero siempre hemos estado a la sombra portemor al rechazo del pueblo campesino que en nuestros pensamientos era laprincipal ayuda después de estar aleccionados por nosotros. Yo, soy el jefe de laOrganización, nadie da un paso sin antes comunicármelo, pero tanto yo comocualquier miembro daría su vida por salvar a los Paritas antes de delatarlos...”

–“¡Para!” –se escuchó desde la otra celda, a lo que siguió: –“Me llamoRuth, y sabía que algún día contestarías. He oído hablar mucho de los Paritas,

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aunque en mi época de libertad, por más que los busqué nunca conseguir darcon uno. Tengo entendido que existen más de 100 tipos de organizacionesanarquistas en todo el país…” –y continuó: –“¿me escuchas bien?”

–“Perfectamente” dijo David.–“Pues estas 100 o más organizaciones anti-sistema actúan sin el conoci-

miento de la existencia de las otras organizaciones con sus mismos ideales. Esverdad que la más legendaria sois los Paritas, aunque no es la más numerosa.Sé todo esto porque pertenezco a una de ellas y me informan desde aquí en lacárcel de todos los avances que comete cada una. Muchos de los interrogado-res pertenecen a organizaciones clandestinas, conviven con los policías del régi-men, son infiltrados de esta guerra anti-organización, la cual pretenden ganardesde dentro, y cada vez están más cerca. Según mis informadores, el régimenestá económicamente acabado, no puede financiar tantas brigadas de desarti-culación, la gente muere de hambre y la edad media de mortalidad ha descen-dido a 49 años. El trabajo tiene consumido al total de la ciudadanía, y éstosbuscan cobijo y comida en alguna de las organizaciones, tanto anarquistas, cris-tianas o de cualquier ideología.”

–“Y, ¿por qué no nos sacan de aquí?” –interrumpió David con voz cansada.–“Están buscando la forma de sacarte. El otro día te escuche hablar con

un policía del régimen y soltaste la palabra Parita. En seguida informe a micontacto de que un Parita se encontraba encarcelado y que era imprescindi-ble sacarlo para ponerlo en contacto con las demás organizaciones y así, porfin, dar el golpe definitivo al sistema. Es decir, desde hace aproximadamenteseis meses miembros de diferentes grupos organizados mantienen contactopara ponerse de acuerdo a la hora de actuar. Se ha logrado localizar a más desesenta miembros de grupos diferentes, y se puede llegar a los ochenta en laspróximas semanas. A partir de ahí se daría comienzo a la lucha policial inter-na hasta acabar, probablemente, en una Guerra Civil la cual tendríamos casiganada debido a la escasez de efectivos del régimen, a su encerramientointernacional, y a la falta económica en la que está inmerso el país. No obs-tante, hemos de ser cautos y no adelantarnos a los acontecimientos. Has deseguir contestando a los interrogadores tal y como lo llevas haciendo hastaahora, y por las noches al escuchar mi susurro, responderme y seguir mis indi-caciones.” –concluyó Ruth.

Eran las tres de la madrugada, tan solo faltaban dos horas para el inicio deuna nueva jornada. Al día siguiente, David hizo como si nada hubiese pasadola noche anterior, aunque miraba con impaciencia el reloj esperando la madru-gada. Esa noche, y después de varias semanas escuchando el leve susurro, noapareció, por lo que David empezó a sospechar que había sido víctima de una

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trampa policial. A la noche siguiente, David estuvo pegado a la pared hasta altashoras, y sobre las tres, volvió a aparecer la voz salvadora de Ruth:

–“Ya no es necesario comunicarnos todas las noches, por eso ayer no aparecí.Además, puede ser peligroso.” –dijo Ruth más silenciosamente que la última noche.

–“Pensaba que había sido una trampa” –respondió DavidRuth se mostró afable con David y le contó que pronto lo sacarían de allí.

Solo era cuestión de días, quizá semanas, hasta que el encargado de la cárcelviniese a comunicarle que era libre y sin cargo alguno.

Pasados los meses, esto aún no había ocurrido pero Ruth contaba a Davidque los miembros infiltrados se habían llegado hasta los puestos más altos delgobierno, y la derrota del régimen llegaría en cualquier momento. El régimenagonizaba y eso se notaba en las torturas a David, últimamente ya no eran dia-rias y eran menos dolorosas que anteriormente.

Después de tres meses, comunicaron a David que era libre, y que el sistemaestaba en las últimas. Al salir del sitio en el que estaba encerrado, David estabaalegre e intentó reunirse con los más allegados de su organización, pero al cabode los días descubrió que todos los que él conocía estaban desaparecidos omuertos. Muchos formaban parte del régimen comunista, que al contrario delo que le habían dicho, estaba más fuerte que nunca, y fue ahí cuando se diocuenta que él estaba más inmerso que ninguno. Ruth pertenecía a la policíaencargada de interrogar a los presos.

Pasaron los años y David acataba las normas impuestas como cualquier ciu-dadano, se había convertido en lo que siempre había odiado, entonces se diocuenta que un régimen no se puede destruir desde la clandestinidad.

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Shockde

Miguel Ángel Valero MirallesSeleccionado

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Me duele mucho la pierna izquierda. Además tengo un palpitante dolor enel lado izquierdo del cráneo que me marea y me hace perder el equilibrio. Perome levanto e intento caminar.

La pierna apenas puede sostener el peso de mi cuerpo, pero el suelo pare-ce ceder bajo mis pies a cada paso que doy, como si fuera espuma de afeitar omateria análoga.

En un olvido momentáneo de mi propio dolor me percato de que meencuentro en un lugar desconocido. El aire está viciado, como si hubiera un ver-tedero cerca. El suelo es como de arena negra volcánica, pero de una arena tanfina como la harina de panadero, y no mancha, no se adhiere a la piel y la ropa.Aquí y allá se pueden ver unos extraños matorrales, y digo extraños porque soncompletamente diáfanos, como de celofán. Me acerco y toco uno, pero enseguida aparto la mano al sentir una especie de corrientazo seguido de un pun-zante dolor. Me agacho para ver más de cerca aquellas plantas, y así me doycuenta de que no son plantas, son medusas. Medusas al revés que mantienensus tentáculos urticantes estáticos en el aire.

Empiezo a sentirme confuso pero, inexplicablemente, no pierdo la calma.Una densa serenidad se ha apoderado de todo mi cuerpo impidiéndome poner-me nervioso, no siento miedo, no estoy alterado, simplemente estoy algo deso-rientado y confundido.

Hasta que no he reparado en las medusas no me he dado cuenta de la luz.Parece provenir de todas partes y de ninguna, como si estuviera todo lleno defarolas invisibles que proyectan luz en todas direcciones sin mostrar la fuente dela misma. Algunas medusas proyectan sombras alargadas, como si recibiesen laluz del atardecer, mientras que otras no ofrecen sombra alguna, como si fuesemediodía. No hay sol, no hay luna, no hay estrellas. El cielo está completamen-te gris y uniforme, como si una gigantesca nube, lisa y desteñida, se hubieseinterpuesto entre la tierra y el universo, como si alguien hubiese metido el globoterráqueo dentro de un enorme saco.

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En el horizonte no se ve otra cosa que no sea este absurdo desierto negrode medusas al revés y luces misteriosas. Intento contener el dolor de mi piernay comienzo a caminar.

A cada paso que doy el suelo se estremece y se oye un sonido similar al deun gong golpeado en la lejanía, como a cientos de kilómetros, y cuanto másavanzo más cerca se escucha el gong, ampliándose paulatinamente el sonido ymi confusión. Aprieto el paso, y con ello el sonido del gong aumenta a másvelocidad. Llega un momento en que el sonido se hace insoportable, parecesonar desde arriba, muy por encima de mi cabeza. Ando varios pasos más hastaque el sonido es tan fuerte que aquella techumbre gris, que está en el lugardonde debiera estar el cielo, revienta en miles de billones de pedazos de cristaltemplado. Cuando me reincorporo, ya que durante la explosión no he podidoevitar agazaparme, me doy cuenta de que el paisaje ha cambiado por comple-to. El cielo gris ahora es verde, y el terreno negro ha cambiado también de color,ahora es naranja. Donde antes se veía un gigantesco páramo, ahora hay enor-mes montes y riscos escarpados en los que se puede ver lo que parecen estra-tos de diferentes tonalidades de naranja, amontonados unos encima de otrosformando aquel caótico cúmulo de cordilleras y formaciones montañosas.

En el suelo se pueden ver pequeños hoyuelos cóncavos en cuyo centro hayun pequeño agujero del tamaño de un dedal. De los agujeros salen y entran sinparar unos insectos similares a hormigas, con los ojos iluminados y, en lugar depatas, seis pequeñas ruedecillas montadas en tres ejes. Estos insectos salen, for-man filas y caminan a una velocidad constante, deteniéndose cada cierto tiem-po para dejar pasar a los integrantes de otra fila que avanza transversalmenteen otra dirección, y así todas las filas, formando un enorme entramado de colasinterminables que no tienen origen ni destino conocido.

El dolor de cabeza se está intensificando. La pierna parece que se me ha dor-mido, puedo moverla pero no tengo sensibilidad. Camino vacilante entre lasfilas de hormigas, procurando no pisarlas. Me dirijo, a falta de un destino ometa mejor, hacia las montañas estratificadas. Camino muy despacio por tenerque arrastrar mi pierna y por evitar los insectos. Llego a la ladera de la monta-ña e intento escalarla sin resultado. Las paredes inclinadas de la montaña estánrecubiertas de una sustancia transparente y viscosa que hace imposible cual-quier intento de encaramarse. Ya que no puedo subir a la montaña procedo,pues, a bordearla.

Cuando llevo caminado un trecho, mis ojos vislumbran lo que parece unapequeña aldea. Me aproximo y, a medida que avanzo, me voy dando cuenta deque las casas son más grandes de lo normal. Las puertas miden casi tres metros,las ventanas son enormes agujeros oblongos y rectangulares sin persianas ni

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cortinas ni nada, para poder ver bien lo que sucede en el exterior. Me adentroen la aldea, y el ruido de mis pasos me delata. Los habitantes del pueblocomienzan a salir apresuradamente de sus casas y a dirigirse hacia mí. Casi sindarme cuenta me encuentro rodeado de un grupo de personas que miden másde dos metros cada una. Sus cabezas están claramente desproporcionadas,como si mirases las cabezas de cerca y los cuerpos desde lejos, llevan ropas fos-forescentes y hablan en un extraño dialecto que parece griego, pero que no loes. Ahora empiezo a agobiarme. Esa gente me toca la boca y el pecho mientrashabla en aquel extraño dialecto.

Aprovecho una pequeña nube cuadrada que pasaba por allí para salir deaquel pueblo. Algunas de aquellas extrañas personas me siguen, pero yo lesignoro por completo, la nube en la que viajo es tan cómoda y mullida que meolvido de todo. La cabeza ya no me duele, la pierna tampoco. Al subirme a esteextraño medio de transporte, que me lleva a gran velocidad por el verde cielode aquel estrambótico paraje, siento como si un litro de morfina recorriese misvenas, como si mi cuerpo, por un momento, se convirtiese en una pluma queno sintiese siquiera la levedad de su mínimo peso.

Viajo sin preocuparme en aquella portentosa nube que todo lo cura. Creoque me duermo, pero la duda filosófica de Descartes me impide asegurarlo aciencia cierta, y más en este extraño mundo en el que lo onírico se hace tan pal-pable como el cortante filo de una navaja.

Abro los ojos, la nube se detiene. Una luz intensa y cegadora me iluminadesde arriba como si de una aparición mariana se tratara. Siento que mi cuer-po se aproxima a aquella luz y, conforme me voy acercando, empiezo a no sen-tir mi propio cuerpo. Cuanto más cerca estoy de la luz, más se reduce mi centrovital, mi alma. Como si la vida que mueve todo mi ser físico se contrajese en unsolo punto situado en el centro de mi cabeza. Empiezo a sentir que ya no soyun ser humano, sólo una luz intensa, un potente resplandor que brilla en ellugar donde debería estar el hipotálamo, aproximándome cada vez más haciaaquella otra luz.

En este momento siento un violento golpe. El impacto hace que la anteriorsensación de implosión interior se invierta, haciendo que vuelva a sentir todo micuerpo otra vez, mucho más que antes incluso. Comienzo a notar que caigo, auna velocidad que no es ni lenta ni rápida pero sí constante. La luminiscenciaque me absorbía se va apagando como si la fuente de electricidad que la ali-menta se agotase paulatinamente.

Me sumerjo en una oscuridad total y vuelvo a escuchar lo que parece el dia-lecto de aquellos extraños hombres altos como árboles. Aquel sonido se vahaciendo cada vez más nítido, y a su vez parece que vuelve la luz…

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–Eh! Ha recuperado la consciencia. Sus constantes vitales se muestran esta-bles, y parece que puede hablar.

–¿Dónde coño estoy?–Tranquilo chaval, el golpe te debe haber dejado muy mareado. Te has sal-

vado de milagro.–¿Salvado de qué? Me duele mucho la pierna izquierda y la cabeza la tengo

como si la hubiera metido en el microondas, ¿qué ha pasado?–¿No lo recuerdas? Tranquilo, a veces pasa, que no te acuerdes de los suce-

dido después del accidente es una cosa normal, y más aun cuando hay trauma-tismos en la cabeza.

–¿Accidente? ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?–Tranquilo, iras recordando las cosas progresivamente, la amnesia es conse-

cuencia del shock. Estás en la UCI. –¿En la UCI? ¿Qué me ha pasado?–Pues, por lo que hemos visto nosotros, te has estampado de frente contra

un coche destrozándole la luna delantera con la cabeza. Por lo visto has inten-tado adelantar indebidamente en un atasco y te has tragado de frente el cocheque venía por el carril contrario.

–¿Me tomas el pelo?–Ojala. Descansa muchacho, que por poco no lo cuentas.

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ÍndicePórtico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5

Jurado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .6

Premiados y seleccionados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7

Felipa Murdoch de Marta Agudo Barriuso (primer premio) . . . . . . . . .11

Tragicomedia sobre sustrato de NPK deJuan Antonio Fernández Blasco (segundo premio) . . . . . . . . . . . . . . . .15

Los mirlos grises de Kosovo de Rubén Montes Sáez (tercer premio) . . .23

Un porqué, unas hierbas y un sillón de Marta Alfonso Marhuenda . . .31

El Alquimista y las sillas de Susana Almenara de Riquer . . . . . . . . . . . .37

La paradoja de los gemelos de Rubén Ballestar Urbán . . . . . . . . . . . . .45

El invierno en sus ojos de Sergio Buitrago Albarrán . . . . . . . . . . . . . . .53

Desmemoria de Jesús Cano Martínez (Nino Rippi) . . . . . . . . . . . . . . . .59

El palacio del alma de Lorena Córcoles Borrás . . . . . . . . . . . . . . . . . . .65

El día S de Gregorio José Fernández Nadal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .71

El hombre que nunca nació de Julia Lamo Herrero . . . . . . . . . . . . . . .79

Una tarde de enfermedad de Juan Antonio López López . . . . . . . . . . .85

5 días de Eloy Martínez Tortosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .91

Apuesta segura de Nadine Michelle Thêry . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .97

Domésticos de Cristina Navarro Sánchez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .103

Un cuaderno en blanco de Silvia Otero Rodríguez . . . . . . . . . . . . . . .109

Makelele ingresa en prisión de Jorge Salazar Martínez . . . . . . . . . . .115

Mierda de Jaime Selva Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .123

El Silencio delatador de Pedro José Tovar Llort . . . . . . . . . . . . . . . . . .130

Shock de Miguel Ángel Valero Miralles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .135

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Se acaba de imprimir este libro:

“Atzavares”

en los talleres de Alfagràfic

el día 10 de octubre de 2008

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Atzavares

Tercer Premio de Relato Corto • Año 2008Universidad Miguel Hernández

Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche