Post on 24-Jul-2020
Roberto Pavanello
Flambus Green El ejército de sapos
Ilustraciones deStefano Turconi
Traducción de Marinella Terzi
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La primavera estaba llegando a Futura.Aunque no lo indicase el calendario, se notaba por
el color más claro del cielo, las yemas en las ramas de los árboles y… ¡la «locura» de los dusig!
Todo aquel que conozca bien a los duendes silvanos guardianes sabe que cada año, al final del invierno, dan muestras de una serie de síntomas característicos: un fuerte escozor provocado por la aparición en la piel de manchitas de color verde oscuro, semejantes a lentejas (que se reabsorben a lo largo de dos o tres semanas como mucho); tendencia a dormirse en cualquier lugar y en cualquier momento de la jornada; facilidad para embobarse y falta de concentración en general (fenómeno
1.Locuras
primaverales
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conocido como «tontopatía volátil»); incontrolable propensión a la risa y al llanto, con bruscos e impredecibles cambios de humor; hormigueo en los pies que desemboca en un irrefrenable deseo de bailar, lo que ataca indiferentemente a jóvenes y viejos (de ahí la gran tradición duendística de los bailes de primavera, que tanto machos como hembras aprenden de pequeños).
Por supuesto, también los miembros de la Célula Verde padecían en mayor o menor medida lo que los dusig llaman comúnmente «el verdedespertar».
Esa mañana, por ejemplo, Trogló roncaba feliz sobre la rama de un plátano. Tras despertarse, buscó durante un buen rato la corteza más adecuada para rascarse la espalda mientras gruñía satisfecho. Y, al final, desapare
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ció en el parque a galope, persiguiendo a todas las palomas que encontraba a su paso.
Troncho y Lechuga, en cambio, estaban sufriendo de lleno los efectos de la tontopatía y llevaban prácticamente toda la jornada diciendo bobadas.
–Eh, Tronchi, ¿sabes que con esas manchas en la cara me recuerdas a un tritón? ¡Ja, ja, ja! –se reía ella.
–¡Y tú me recuerdas a una salamandra! ¡Je, je, je!–¿Y sabes que cuando bailas te tiembla el trasero? –di
jo ella al rato.–¡Y a ti la tripa! ¡Tu tripa con pinta de flan! ¡Jua, ja,
ja! –replicó él.Lechuga paró de reír, frunció el labio inferior, que em
pezó a temblarle, y protestó:
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–¡Mi tripa no tiene pinta de flan! ¡Horrible alcacho fa! Soy una señorita graciosa y refinuda… –y estalló en lágrimas.
Él se sintió mal y trató de arreglarlo con un chiste:–¿Sabes por qué saltan los canguros? ¡Pa
ra no pisar la caca de los otros canguros! Entonces ella estalló en carcajadas y to
do se olvidó.Flambus, por su parte, sintió que brota
ba en él el instinto musical y se pasó to da la tar de rasgando su almendralina (una especie de guitarrita fabricada con una al
mendra grande, con el mango de madera de sauce y las cuerdas de cáñamo) para componer una típica balada duendística que lleva
ba por título Pasito a pasito brotan los tallitos.En cuanto a Didí, parecía sentir menos que
los demás los influjos primaverales gracias al adiestramiento especial recibido en Saviablanca, el centro de alta especialización botánica donde había estudiado.
Hacía horas que había salido con el capitán Horacio Prescott (el viejo vigilante del Jardín Botánico y ahora uno de los amigos más leales de la Célula Verde), pa
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ra controlar el estado de las plantas. Los árboles estaban todos bien. Incluida la antigua secuoya gigante que des de sus cuarenta metros de altura vigilaba el parque entero.
–General, ¡estás espléndido! –le dijo Prescott, que hablaba normalmente con todos sus árboles–. ¡Se ve que la primavera te hace rejuvenecer!
Didí apoyó sus manitas verdes sobre la corteza rugosa y dejó salir un poco de verdesavia de las puntas de sus dedos. Un escalofrío invisible sacudió a la secuoya.
–Un remedio maravilloso, ¿verdad, amigo mío? –se rio Prescott–. ¡Ojalá hubiera algo parecido para mis huesos!
–Bueno, quizá exista… Sé que en Saviablanca el profesor Extractus ha elaborado una pomada para el reumatismo y otros achaques de la vejez –dijo Didí–. Me parece que la ha llamado «oseomelaza»… ¿Quieres que pida que me manden un poco?
–¡Por qué no! Si funciona… –respondió Prescott mientras se dirigía de nuevo hacia el invernadero sin dejar de admirar los parterres llenos de tulipanes variopintos que, llegado el atardecer, comenzaban a cerrarse.
En cuanto Flambus vio regresar a Didí, se acercó con intención de que escuchara su balada, pero en el último momento le venció la timidez (¡otro síntoma típicamen
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te primaveral!) y cambió de idea. El sol ya se estaba poniendo sobre la ciudad y el cielo se tiñó de rosa y, después, de naranja.
–¿Te apetece cabalgar un rato? –preguntó a su amiga ocultando la almendralina tras la espalda.
–¡Buena idea! Hipólita está engordando a fuerza de las golosinas de Horacio…
Entonces Flambus se metió dos dedos en la boca y emitió unos silbidos agudos y breves. Didí lo imitó riendo. Pocos instantes más tarde, aparecieron sus conejos trotando uno al lado del otro y se agacharon con docilidad para dejar subir a los dos duendes.
–A ver quién llega primero a la fuente…–¿Tan poco? Por lo menos hasta la verja. ¡Alcánzame
si puedes! –gritó Didí, hincó los talones en los flancos de Hipólita y partió de inmediato.
–¡Eh, no vale! –protestó Flambus–. ¡Ánimo, Galveston! ¡No vamos a dejarnos vencer por dos chicas!
Muchos años antes el conejo de Flambus había ganado el Gran Tour de Selvacrespa, la carrera de conejos velocistas más importante, y sus patas conservaban aún el ímpetu de entonces. En cuatro brincos alcanzó a las dos fugitivas. La estatua de Neptuno, en la cúspide de
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la fuente, los vio pasar como una flecha, juntos, zigzaguear entre los arbustos amarillos de forsitia florida y dirigirse hacia la verja, hombro con hombro. Lo más probable es que Flambus hubiera vencido si, justo en ese momento, Didí no hubiese abierto bajo la nariz de Galveston una pequeña ampolla de la que salió una bocanada verde. Al conejo le bastó con aspirarla para dejar de correr y desplomarse sobre la hierba con las orejas mustias y los ojos bizcos. Flambus salió despedido y acabó en el suelo unos metros más allá, mientras Hipólita cruzaba la meta en primer lugar.
–¡He ganado! ¡He ganado! –gritó Didí dando saltitos sobre el lomo de su montura.
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Flambus se levantó furibundo.–¡Has hecho trampa! ¡Te he visto perfectamente!
¿Qué demonios había dentro de esa botellita?–Hum… Nada de particular. En Saviablanca lo lla
mamos «sombrofila». ¡Tiene el poder de inmovilizar a cualquier organismo viviente! Fuerte, ¿no?
–¿Fuerte? ¡Una nuez podrida! –protestó indignado el duende–. ¡Mira a lo que ha quedado reducido Galveston!
–¡No tengas miedo, Flambito! –lo engatusó ella–. El efecto dura solo un cuarto de hora…
La noche cayó sobre la locura primaveral de los dusig. Como de costumbre, antes de irse a la cama, se reencontraron todos en el refugio de Prescott, el pequeño despacho del vigilante, para tomarse una tisana preparada por Didí y escuchar el cuento de buenas noches que el viejo capitán nunca olvidaba contar a sus amigos. Aquella noche le tocó el turno a La rana vanidosa, la historia de una ranita que, para demostrarle a una vaca lo gran de que era, se hinchó, se hinchó y se hinchó más todavía, hasta que… ¡Bum!
Inútil decir que Lechuga lloró a lágrima viva del disgusto mientras Troncho se desternillaba de la risa.
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